Paradise is Burning, de Mika Gustafson

NIÑAS SOLAS. 

“Ser excluido del mundo del trabajo, de la producción, del consumo, de la comunidad humana, genera un sentimiento de humillación, de inutilidad, de no existir. De eso trataba Rosetta y todavía es cierto hoy, esa soledad, es una cuestión de dignidad humana”

Jean-Pierre y Luc Dardenne en el Festival Lumière en 2020 

Muchos recordaréis la película Nadie sabe (2004), de Hirokazu Koreeda, en la que una madre abandona a sus cuatro hijos menores en un pequeño piso de las afueras de Tokio. En Paradise is burning (Paradiset brinner, en el original), el arranque es muy parecido, aunque las edades cambian sustancialmente, porque en ésta, las hermanas que se quedan solas son Laura de 16, Mira de 12 y Steffi de 7. Tres edades en tres estados emocionales bien diferentes. La primera está entrando en el mundo de los adultos, descubriéndose a sí misma, el deseo y las responsabilidades. La segunda está entrando en la adolescencia, en los cambios en el cuerpo y descubriendo que significa ser mujer. La pequeña vive una infancia difícil, llena de libertad y descubrimiento. 

Desde su película de fin de carrera Mephobia (2017), un cortometraje de 24 minutos sobre dos niñas de la periferia que deambulan por su barrio, sin más compañia que ellas mismas, la directora Mika Gustafson (Linköping, Suecia, 1988), ha deseado sus dos anteriores trabajos a trazar retratas profundos y sinceros sobre mujeres decididas, fuertes y valientes de cualquier edad, como también hizo en Silvana (2017), un contundente y transparente documental sobre la rapera feminista lituana, que se vio aquí de la mano de El documental del mes de DocsBarcelona. Por eso, para su primer largometraje, coescrito junto al actor Alexander Öhrstrand, que también tiene un breve papel, sigue profundizando sobre sus mujeres solas, sin adultos, que siguen peleando diariamente para salir del fango o no hundirse en él. Como ya anuncia su gran arranque, donde los personajes están agitados y se mueven velozmente, y la cámara las sigue encima de ellas, sin descanso, abriendo puertas y cruzando la calle, en un espacio laberíntico, lleno de obstáculos y salvaje, donde cada día es una aventura, una inquietud y sobre todo, un desamparo constante. 

La voz cantante la lleva Laura, inquieta y astuta, que está muy cerca de la mencionada Rosetta de los Dardenne. Una buscavidas a pesar del desarraigo en el que vive, con esa madre alcohólica, en ésta, ausente, de la que no sabemos nada, pero lo podemos intuir todo, porque la película muestra crudeza, no se regodea de ella, ni mucho menos, porque transita entre lo duro y lo más amable, entre el drama y el humor, entre la desesperación y la ilusión, aunque sea una tarde en una piscina de una casa que acaban de tomar con las amigas, porque hasta rodeados de miseria y sin futuro, siempre hay un lado para la esperanza, como nos decía Kaurismäki. La estupenda y cercana cinematografía de Sine Vadstrup Brooker, del que conocemos sus trabajos para televisión en series como Cara a cara (Forhoret) y El caso Hartung, entre otras,  que define con veracidad a los personajes y los lugares, que describe con sutileza, sin caer en el tremendismo ni nada que se le parezca, con una cámara que es un personaje más, incluso una hermana más. Un ser que mira, reflexiona y nunca juzga. La música del italiano Giorgio Giampà, con más de treinta títulos en su filmografía, es una composición muy presente, pero nada invasiva, que comparte espacio con las canciones del momento que escuchan, sobre todo, la hermana más pequeña, que ayuda a mirar la historia de verdad, sin interferencias ni subrayados. 

Un gran trabajo de montaje de Anders Skov, del que hemos visto excelentes películas como Sameblod, Heartstone, Border, de Ali Abbasi y Charter, entre otras, en una tarea de difícil ejecución, porque estamos ante una película contada como un diario, muy cotidiano y transparente, donde la realidad tiene muchas caras y matices, y la película se va a los 108 minutos de metraje, pero la edición del danés es ejemplar, con secuencias de puro corte y nada complaciente. La gran idea de fusionar un reparto de intérpretes naturales con otros más experimentados hace que la película emane verdad y honestidad, que nos sintamos partícipes y sobre todo, logre con esa mezcla la necesaria reflexión. Tenemos al trío de hermanas encabezado por Blanca Delbravo como Laura, Dilvin Assad es Mira y Safira Mossberg es Steffi, reclutadas de forma casual, que llenan la pantalla en sus respectivos conflictos y formas de crecer y enfrentarse a sus diferentes cambios y necesidades. Y luego, tenemos a los adultos como Ida Engvoll, que la hemos visto en Un hombre llamado Ove y en The Kingdom, de Lars von Trier, hace de Hannah, un personaje que se relaciona con Laura, y hasta aquí puedo leer, Mitja Siren es Sasha, alguien que tiene que ver con Mira y el karaoke, y Marta Oldenburg es Zara, la vecina que tiene de todo. 

Estamos ante una película bien llevada, mejor filmada y extraordinariamente interpretada, que se detiene en esos barrios alejados de todo, carne de servicios sociales, llenos de inestabilidad, familias desestructuradas, padres ausentes o desconocidos, y niñas y niños que crecen desamparados, ajenos de los adultos, creciendo como pueden, descubriendo la vida y sus alegrías y oscuridades de forma natural y quizás, demasiado pronto, en una suerte de vidas rotas y extrañas, que sobreviven con lo poco que saben y pueden, cogiendo de aquí y de más allá, vidas afeitadas, vidas salvajes, vidas golpeadas y sobre todo, no vidas como aquella que sufría Antoine Doinel en la memorable Los 400 golpes, de hace más de 60 años que, vista la actualidad más reciente, las cosas siguen ahí, siguen despedazando vidas, aunque Laura, Mira y Steffi parece que como le ocurría al joven que deseaba salir de su agujero y aislamiento adulto, ellas no se amedrentan y a pesar de sus tristes circunstancias siguen con sus vidas, compartiendo lo poco que tiene que, a veces, es todo, con sus cambios, sus pequeñas e incompletas alegrías, con las demás y con ellas mismas, y esperando que la vida les cambie o al menos, no les haga tanto daño, porque la vida puede ser muchas cosas, pero que tenga menos oscuridad y no tanta soledad, que es lo que más duele cuando se és tan pequeño todavía. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Léa Todorov

Entrevista a Léa Todorov, directora de la película «Maria Montessori», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el jueves 25 de abril de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Léa Todorov, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, a Alba Sala, a la inmensa labor de la intérprete Sílvia Palà, y a Arantxa Sánchez de Karma Films, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ama Gloria, de Marie Amachoukeli

LOS VERANOS NO DEBERÍAN ACABARSE NUNCA.  

“El primer amor te puede romper, pero también te puede salvar”

Katie Khan

Permítanme que les cuente una historia muy personal. Hace años, una novia que tuve, sentía un amor incondicional hacia su sobrino. Ella lo amaba profundamente, lo cuidaba, jugaba con él, y sentía por aquel niño un amor de verdad. Ella no tenía hijos, pero era una madre dulce y sensible con aquel niño. Con los años, aquel amor me hizo pensar que, el amor materno nada tenía que ver con ser madre, sino con amar y cuidar, y aún más, con saber amar y saber cuidar con atención y cercanía. La relación que cuenta Ama Gloria me ha hecho recordar en el amor de aquella novia hacia su sobrino, porque Cléo de sólo 6 años tiene un vínculo muy de verdad con Gloria, su niñera que lo cuida desde que nació. Me gustaría, y vuelvo a la historia personal, que aquella novia siga amando a su sobrino. No lo sé, han pasado bastantes años que ya no sé de sus vidas. Aunque, quizás, les ha ocurrido lo mismo que a los protagonistas de la película y el amor que sentían ha cambiado y las circunstancias, como siempre tan inoportunas, hacen que el amor se haya transformado en otra cosa. 

El segundo trabajo de Marie Amachoukeli (París, Francia, 1979), después de su paso por la prestigiosa La Fémis, varios cortometrajes, uno de ellos de animación, y la codirección del largometraje junto a Claire Burger y Samuel Theis de Mil noches, una boda (2014), sobre el amor maduro, la vitalidad y la felicidad. Con Àma Gloria, coescrita junto a Pauline Guéna, que ha trabajado en series con el tándem Toledano y Nakache, y en películas junto a Dominik Moll, construyen un delicado cuento de amor que se desarrolla en Francia primero, donde conocemos la cotidianidad y el amor que se profesan las mencionadas Cléo y Gloria, y luego, en una de las islas del archipiélago de Cabo Verde, donde llega la niña cuando su niñera debe dejarla y hacerse cargo de los suyos. No estamos ante una película sensiblera y condescendiente, ni mucho menos, porque lo que cuenta que es duro y complejo, porque estamos ante la deriva de una niña de 6 años que debe comprender que el mundo a veces nos sitúa en tesituras jodidas, y nos aleja de aquello que amamos. Aunque la película mantiene un pulso firme y transparente, en una ficción con un tono documental y sus fusiones y mezclas.  

Estamos ante una historia que enamora, por su sencillez y honestidad, con ese tono de melodrama, la propia directora cita al gran Douglas Sirk, porque mucho tiene su cinta del genio alemán exiliado cinematográficamente a los EE.UU., en su forma de acercarse al amor, al amor imposible, a la lejanía y al reencuentro entre la niña y su cuidadora, ahora en otro entorno, y otra vez, con esa cotidianidad sin alardes ni estridencias, sólo con los quehaceres diarios: los juegos en la playa, la pesca de los lugareños, y los momentos domésticos, con sus dimes y diretes, donde tanto una como la otra, con la interacción de la hija adolescente y recién madre y el chaval de Gloria. La cinematografía Inés Tabarin, luminosa e íntima, ayuda a crear esa atmósfera vitalista y de verdad que tanto emana la historia, sin caer en esa manida luz donde el pasteleo sentimental se hace tan presente, aquí no hay nada de eso, sino sensibilidad en una cinta muy corpórea y táctil en que la cámara está pegada y traspasa a las protagonistas, como si se tratase de una extremidad más. En la misma sintonía trabaja el enriquecedor y sutil montaje de Suzana Pedro, en una película breve de 84 minutos, que ha trabajado mucho en el campo documental, y de la que vimos por aquí la interesante Olga (2021), de Elie Grappe, así como la excelente y cuidada música de Fanny Martin que, sin alardes innecesarios, consigue atraparnos con sutileza, intimidad y dulzura, sin empalagar. Sin olvidar, las maravillosas animaciones, coloristas y artesanales, realizadas por el especialista Pierre-Emmanuel Lyet y la propia directora, que dan la poesía y el onirismo tan necesario en una película que encoge el alma por lo cuenta y cómo lo hace. 

Una película tan pequeña, tan sencilla y tan enorme y fascinante a la hora de mostrar ese primer amor truncado y sus consecuencias, necesitaba a un elenco que transmitiese la verdad con la que está construida. Por un lado, tenemos a Louisé Mauroy-Panzani como Cléo, descubierta en un parque infantil que, no sólo es el personaje, sino que actúa con una sorprendente naturalidad y lo bien que mira, con esa inocencia y madurez a pesar de su corta edad. Junto a ella, Ilça Moreno Zego como la cuidadora caboverdiana, que ya había aparecido en una serie haciéndose de sí misma, y la breve presencia de Arnaud Rebotini como padre de Cléo, que vimos en L’âge atomique (2012), de Héléna Klotz. Una pareja maravillosa e inolvidable que genera todo ese amor que se tienen, esa vida y todos esos sentimientos que existen entre ellas. Un dúo que se quedará en nuestros corazones durante largo tiempo, porque no sólo transmiten desde la humildad y la transparencia, sino que nos regalan muchos momentos impagables, tanto duros como más alegres, que nos hacen vibrar con todo ese que se sienten y que no se puede explicar con palabras. 

No deberían dejar escapar una película como Ama Gloria, porque es una película producida por Bénédicte Couvreur, a través de Lilies Films, que está detrás de los últimos cuatro títulos de una cineasta tan grande como Céline Sciamma, como, por ejemplo, Petite Maman, que no está muy lejos de esta, porque también se hablaba de amor materno y sobre el amor, pero el de verdad, el que se siente muy profundo, el que no necesita palabras, el que está sostenido a través de las miradas, las risas y los silencios, que también los hay. Un amor que nos traspasa, y que en estos tiempos tan líquidos y tan apresurados, es importante detenerse y mirar y sobre todo, mirarnos, y dejarse llevar por los sentidos, por lo que sentimos de verdad, y dejar de lado tantas ocupaciones que sólo parecen importantes, y no olvidemos que la vida, si tiene algún sentido, ese tiene que ver con el amor, con el hecho de amar y ser amados, y trabajar cada día por y para ello, lo demás, créanme, sólo es importante en su cabeza, en su piel las cosas que importan de verdad son otras, amar y amar de verdad, aunque duela algunas veces, porque todo lo que vale la pena en esta vida es así, que le vamos a hacer, sino que le pregunten a Cléo y Gloria, ellas como muchos sabemos de lo que hablamos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Presentación del libro «Els cinemes de la meva vida», de Carles Mir

Presentación del libro «Els cinemes de la meva vida», de Carles Mir, con la presencia del autor y Esteve Riambau, director de la Filmoteca de Catalunya, en la Biblioteca de la institución en Barcelona, el jueves 23 de noviembre de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Carles Mir y Esteve Riambau, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y al equipo de la Filmoteca, por por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Nina y el secreto del erizo, de Alain Gagnol y Jean-Loup Felicioli

LA FÁBRICA DEL TESORO. 

“La infancia conoce el corazón humano”. 

Edgar Allan Poe

La pareja artística Alain Gagnol (Roane, Francia, 1967) y Jean-Loup Felicioli (Albertville, Francia, 1960), son unos entusiastas de la animación con unas películas cortas que les valieron reconocimientos internacionales. Su debut con Un gato en París (2010) y su segundo trabajo, Phantom Boy (2010), siguieron almacenando prestigio y grandes logros, tanto a nivel técnico como artístico, a partir de historias para niños de todas las edades, con una atmósfera propia del cine clásico noir, en unas tramas que remiten tanto al cine clásico estadounidense, y autores como los Chandler, Hammet y Cain, como cineastas de la grandeza de Hawks, Huston y demás, con grandes dosis del Polar francés, con personajes oscuros, complejos y nada complacientes. Relatos nada estridentes ni enrevesados argumentalmente, sino todo lo contrario, historias sencillas, cercanas y sumamente rítmicas, donde encontramos tensión, realidad social y mucha emoción, a partir de unos personajes que se ocultan para llevar a cabo sus ideas difíciles pero efectivas, que suelen chocar con la seriedad, la madurez y la responsabilidad de los adultos. 

Con su nuevo largometraje Nina y el secreto del erizo Nina et le secret du hérisson, en el original), vuelven a situarnos en un ambiente noir como no podía ser de otra manera, en que el conflicto estalla cuando los padres de Nina de 10 años y su íntimo amigo y vecino Mehdi, pierden sus empleos en la fábrica cercana donde trabaja. Los niños que descubren que el jefe, antes de ser detenido, ha guardado el dinero robado en algún escondite de la empresa, ahora custodiada por su esbirro y un perro negro. Nina, más decidida y valiente, convence a Mehdi, que se muestra más cobarde, en entrar en la mencionada factory y encontrar el dinero que salvará el trabajo de sus respectivos padres. A mitad camino entre lo social, la película de aventuras infantil y la trama detectivesca, la pareja Gagnol y Felicioli logran una estupenda película de dibujo y animación nada histriónica y especialmente tranquila e íntima, donde lo que importa son los personajes, sus relaciones, y una capacidad de pensar y actuar, sobre todo, los niños que se implican en el conflicto de los adultos. Con un personaje como Nina, una niña que no cesará para conseguir el ansiado tesoro de esta historia que no anda muy lejos de la novela La isla del tesoro, del grandísimo Stevenson, ya que también plantea una cinta en la que los niños parecen más adultos que los propios adultos. 

Con la excelente música de Sege Besset, que consigue una brillante composición que no sólo acentúa los momentos más significativos de la películas, sino que se convierte en esencial para describir ciertos momentos emocionales de los protagonistas. Un gran música que tiene en su haber trabajos con Michael Dudok de Wit, que más tarde hizo la fascinante La tortuga roja (2016), y con Jacques-Rémy Girerd, que fue coguionista de la mencionada Un gato en París, y es un cómplice del dúo desde sus películas cortas. Un estupendo montaje de Sylvie Perrin que añade ritmo, detalle y emoción en un metraje breve pero intenso en sus 77 minutos. Cabe señalar que en la versión original francesa pone la voz la excelente y conocida actriz  Audrey Tatou, como hiciese en la citada Phantom Boy. Todos los espectadores que se acerquen a ver Nina y el secreto del erizo, ante todo, lo pasarán bien, pero no en el sentido de la película entretenida sin más, que nos divierte una hora y poco más, sino en el sentido que nada está por estar, y no construyen un argumento sólo destinado a la diversión infantil, sino que aún entreteniendo a los más pequeños, los adultos no pierden interés. 

Después de un prólogo maravilloso donde el padre le cuenta historias sobre la tenacidad de un erizo que fracasa en sus trabajos por su idiosincrasia, elemento fundamental para entender el trabajo de Nina en su empresa. La historia gira en torno al empleo, y la falta de él, y cómo los niños ante esa dificultad de la que podríamos pensar que son ajenos, al contrario, la aceptan e idean una forma de ayudar a sus padres, a partir de lo que conocen y su forma de ver y sentir las cosas. Unos personajes muy íntimos, que están diseñados y descritos de forma sencilla y honesta, captando toda su complejidad y diversidad, donde lo humano se convierte en el centro de la acción, en la que todo lo que sucede a sus protagonistas, tiene mucho que ver por esa forma de pensar y hacer, aún sabiendo o quizás, no, del peligro al que se enfrentan. Una cinta donde no hay nada del manido heroísmo, ni la épica de la aventura, ni tampoco los momentos demasiado dramáticos, sino una mirada a lo cercano, a la cotidianidad de cualquier barrio de una ciudad, con un bosque al lado, y una fábrica vaciada, que en algún rincón de sus espacios se encuentra ese tesoro que pude salvar el trabajo de los padres, donde los niños hacen lo imposible para ayudar a otros, en una película que sin pretenderlo se convierte en una lección de valores humanos, esa cualidad que parece que va desapareciendo en la sociedad actual que estamos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El chico y la garza, de Hayao Miyazaki

LA MADRE DE MAHITO. 

“La ausencia puede estar presente, como un nervio dañado, como una ave sombría”.

De La mujer del viajero en el tiempo, de Audrey Niffenegger. 

La primera vez que vi una película de Hayao Miyazaki (Tokyo, Japón, 1941), fue La princesa Mononoke (1997), a través de la recomendación entusiasta de un amigo de entonces allá por el 2001. A partir de ese instante, lo recuerdo con nitidez, quedé alucinado por la historia y por todo. Su desbordante y alucinante imaginación visual. Una trama trepidante llena de drama, aventuras, tensión y pura emoción, y ese tratamiento humanista, donde primaba el respeto hacia el otro, hacia la naturaleza, hacia los animales y cualquier ser vivo por insignificante que fuese. Una profundidad apabullante entre lo que miraba y lo que sentía, explorando temas como la amistad, la muerte, la ausencia, y demás valores y emociones, extraordinariamente bien explicados, tratados y mostrados. Nunca he visto las películas de Miyazaki como solamente cintas de animación, sino como trabajos sobre la vida: tanto la luz como la oscuridad, en una convivencia que las hacía tremendamente sólidas, profundas y a la vez, muy sencillas. Da igual que entiendas todo su entramado simbólico y espiritual que contiene, no es excusa para dejarse llevar por sus relatos de iniciación, de esa infancia que debe enfrentarse con la muerte y la enfermedad, con su pérdida, ausencia y duelo. 

Justo hace diez años, pensábamos que El viento se levanta, biografía sobre el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi, que sería la última de Miyazaki, como dejó claro él mismo. Así que, nos alegra enormemente el estreno de El chico y la garza, que vamos a decir que es la penúltima película del genio nipón, por si las moscas,  (que toma el título de la novela homónima Kimitachi wa dô ikiru ka, traducida por ¿Cómo vives?, de Genzaburo Yoshino, que la madre del director le regaló en su juventud), que sigue la senda de sus anteriores trabajos, como no podía ser de otra manera, y continúa sumergiéndonos en los temas y elementos que lo han convertido en uno de los maestros incontestables del cine. Encontramos su componente autobiográfico (el padre del director fue ingeniero que trabajó haciendo armas durante la guerra, y su madre estuvo enferma varios años), la infancia como espacio de alegría, sueños y tristeza, la omnipresente Segunda Guerra Mundial que vivió, la enfermedad, la muerte, la pérdida, el duelo infantil, la vida, la amistad, la vejez, los mundos dentro de este, el respeto hacia la naturaleza y los animales, y la fusión entre el mundo de los vivos y los muertos, esos seres mitológicos y de otros mundos y tiempo, sus universos de fantasía, coloridos, espirituales y llenos de todo y todos. 

Con la producción de Toshio Suzuki, esencial en el organigrama productivo del Studio Ghibli, nos sumerge en una historia, de extrema sencillez, nos sitúa en la mirada de Mahito de 11 años, en el Japón en plena Segunda Guerra Mundial que, después de la muerte de su madre, abandona Tokio junto a su padre, un ingeniero que diseña armas para la contienda, y se traslada a un pueblo donde el padre tendrá una nueva esposa, Natsuko, hermana pequeña de su madre. La nueva vida de Mahito no resulta nada fácil, no encaja en el colegio, su padre se muestra autoritario y encima, recuerda demasiado a su madre fallecida. Todo se vuelve del revés con la desaparición de Natsuko en una inquietante Torre que se erige cerca de su nueva casa. Mahito se adentra en la edificación junto a una garza gris, que es mitad animal mitad humano y muchas cosas más. Un universo paralelo o no, de la propia vida o quizás, de la idea que tenemos de la vida, o podríamos decirlo, como un universo que materializa nuestros más profundos sentimientos y emociones. En el fondo, Mahito entra en ese mundo o estado, y comienza a encontrarse con todos aquellos que ya no viven y con vivos, donde la realidad, la ficción y la fantasía de la propia vida se mezcla, se fusiona y se retroalimenta de nosotros mismos. 

Miyazaki siempre nos propone viajes sin fin hacia nuestros espacios más difíciles, a enfrentarnos con nuestros miedos, inseguridades y demás oscuridades, pero no lo hace desde el drama, sino todo lo contrario, nos lleva a lugares mágicos, llenos de aventuras, de personajes fantásticos, sin olvidar de todo lo inquietante y perturbador de nuestros pensamientos y emociones. Tiene la inmensa capacidad de adentrarse en lo más profundo de nuestro ser desde la sencillez, la transparencia, el color y la emoción de la imaginación, la ilusión y la alegría y la tristeza. La excelente música de Joe Hisaishi, un gran cómplice de Miyazaki con unos 19 trabajos juntos, que casa a la perfección y mucho más allá, con las imágenes del imaginario del director, es imposible imaginarnos otra música para la belleza y la poesía del cine de Ghibli, que fundaron en 1985 MIyazaki y Isao Takahata (1935-2018), una compañía que ha creado algunas de las imágenes más apabullantes y profundas del cine de animación de las cuatro últimas décadas. El chico y la garza tiene mucho que ver, como no podía ser de otra manera, del cine de Ghibli. Tenemos La tumba de las luciérnagas (1988), del citado Takahata, donde las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial se ven reflejadas en la vida de dos hermanos huérfanos. También, en Mi vecino Totoro (1988), la enfermedad de la madre trastoca la vida de un niño del Japón rural que encuentra refugio en una animal fantástico. Hemos mencionado estos dos títulos, pero en esencia y espíritu el Studio Ghibli es un universo en sí mismo, y no es de extrañar que sus tramas, personajes y espacios se retroalimentan y conformen un único universo en el que pueden pasar de una película a otra con total naturalidad. 

La naturalidad y la densidad de su cine se mueve en un viaje infinito en el que sus personajes y sus lugares son diferentes en sí mismos y a la vez, muy parecidos, porque Miyazaki no olvida el desastre y la oscuridad del mundo, sino que lo maneja y le ofrece un nuevo rumbo, en el que sus jóvenes personajes lidian con él, como sucedía en Nausicaä del valle del viento (1984), El castillo ambulante (2004) y Ponyo en el acantilado (2008), donde la fantasía y los sueños ofrecen una vía de escape y también, un excelente refugio en el que enfrentarse a todo aquello que nos duele, que no entendemos y sobre todo, que nos entristece. Sus personajes como Mahito van hacia lo desconocido sin miedo, con dolor, pero no rehúyen de la tristeza, porque saben que la única forma de seguir hacia adelante es mirar lo que nos duele y aceptarlo, porque en el fondo, podemos huir, rodear o no hablar del conflicto, pero no ayuda, porque sigue ahí, la ausencia, la pérdida y la muerte son hechos irrefutables a los que, tarde o temprano, debemos hacer frente y aceptar y sobre todo, seguir con la alegría a pesar de la tristeza, a ofrecer mi corazón como cantaba Sosa, a pesar de la guerra, a pesar de todo, porque no hay otra manera de vivir que mirar de frente el dolor, la enfermedad y la muerte. Gracias Miyazaki por tu cine, por cómo lo miras, lo investigas y lo construyes, y por seguir creyendo en la humanidad a pesar de todo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La isla roja, de Robin Campillo

ADIÓS A MADAGASCAR. 

«Cada vez que un hombre en el mundo es encadenado, nosotros estamos encadenados a él. La libertad debe ser para todos o para nadie».

Albert Camus

La descriptiva y demoledora secuencia que abre La isla roja, cuarta película de Robin Campillo (Mohammèdia, Marruecos, 1962), nos muestra a un par de familias francesas a punto de juntarse para comer en el patio frente a su casa. Es una escena cotidiana sin más aparentemente, pero no estamos en Francia, sino en Madagascar, en una de las últimas bases militares, a principios de los setenta. En un momento, el padre expulsa a uno de los sirvientes, un nativo que les sirve pero que ocultan, como meras sombras sin vida ni identidad. La naturalidad del momento oculta algo más oscuro y siniestro, la colonización en todo su esplendor, unos ocupantes franceses que usan a los malgaches, y también, se quedan con su clima, su sol y su todo. Sin hacer una película autobiográfica, según sus palabras, Campillo que vivió su infancia en la mencionada Marruecos, Argelia y en Madagascar, ya que su padre era un militar aéreo francés, recupera recuerdos y memoria para contarnos una película con base real pero con un aroma de fábula de final de la infancia o quizás, mejor dicho, el final de un mundo colonialista. 

Las tres películas anteriores del director francés se han movido bajo temas y elementos que van a la contra de lo convencional, donde hay cabida para situarnos en aquellos más invisibles y ocultos, donde investiga sobre la fragilidad de nuestras existencias con la muerte como satélite importante. En La resurrección de los muertos (2013), combinaba de forma inteligente el terror con lo social, en Chicos del este (2013), en la que se centraba en la inmigración, la prostitución gay y lo más cercano, y finalmente, 120 pulsaciones por minuto (2018), done pivotaba sobre dos temas: homosexualidad y Sida en la Francia de principios de los ochenta. En La isla roja construye un guion complejo, alguien que ha trabajado en ese menester con Cantet, Zlotowski y Meier, que se mueve a partir de dos conceptos: la mirada de Thomas, un niño de 10 años que se parece mucho a la vida de Campillo, que no entiende el colonialismo, y es un extraño de su país Francia en la que nunca ha vivido, y además, se siente perdido en ese final de la niñez. Un mundo desconocido que intenta comprender a través de Fantômette, una niña heroína de tebeo y su compañera de colegio. Y luego, está el colonialismo a partir de la familia Lopez, donde su realidad tranquila y vacacional, esconde ese terror del ocupante frente al nativo. 

Sin ser una película de terror, lo es y mucho, aunque Campillo, muy hábilmente se deja de convencionalismos y extremos, y nos presenta una cotidianidad que traspasa, como si estas familias francesas de militares estuvieran en su paraíso perdido, ajenos al terror y la usurpación de su gobierno y sus respectivos trabajos, con los ecos de la brutal represión de 1947. Ayuda mucho la estilización y la intimidad de la cinematografía de un grande como Jeanne Lapoirie, que ha estado en los tres trabajos de Campillo, uno de los nombres más reputados en el país vecino al lado de grandes nombres como los de Téchiné, Ozon, Pedro Costa, Verhoeven, Corsini, Bruni Tedeschi, entre otras. Así como el gran trabajo de edición que firman el propio Campillo, y la pareja Anita Roth y Stéphane Léger, que ya estuvieron en la mencionada 120 pulsaciones por minuto, y han trabajado con Bonello y Cantet, respectivamente, consiguen un ritmo pausado y tranquilo, sin excesos ni dramatismos, sólo observando esa cotidianidad cálida y vacacional, que oculta el terror invisible y violento, en una película muy bien equilibrada y de gran tempo en sus casi dos horas de metraje. 

La música de Arnaud Rebotini, que tiene en su haber películas como Curiosa, y directoras como Argento y Hélèna Klotz, creando esa dualidad entre la postal y la oscuridad, con unas melodías que muestran pero también ocultan todo lo que se cuece en ese lugar francés y malgache, amén de los temas más populares que describen esas vidas aparentemente felices que ocultan esa idea de no volver a Francia y seguir sumidos en esa realidad paradisíaca ficcionada. El grupo de intérpretes también mantiene esa línea de transparencia e intimidad que tanto demanda la trama, empezando por una magnífica Nadia Tereszkiewicz, que vaya añito se está marcando de estupendas películas como Mi crimen, La gran juventud y La última reina, hace la madre protectora y con una relación tensa con su marido, que hace un increíble Quim Gutiérrez, más asentado en la cinematografía francesa, que se mueve entre la ambigüedad y lo extraño, el fantástico niño Charlie Vauselle, que añade toda la fantasía y realidad ajena de una mirada inquieta y pérdida, Amely Rakotoarimalala y Hugues Delamarlière, que interpretan a Miangaly y Bernard, la nativa y el joven militar francés y una relación que escenifica todo lo que la película muestra y reflexiona, esos dos mundos tan alejados que se empeñan en relacionarse, cada uno a su manera. Y luego, están los otros, los franceses que están y disfrutan de todo, como Sophie Guillemin y David Serero, un curioso y divertido matrimonio, etc… 

No se pierdan una película como La isla roja, que nos habla de familia, matrimonio y de franceses que parecen huir de sí mismos, y de toda convencionalidad, pero en el fondo están detenidos y ensimismados en una tierra que aman pero no es suya, están ocupando ilegalmente. Un filme que nos habla de terrorismo de estado francés, pero no de forma evidente, sino escarbando en sus quehaceres diarios, en los que mandan y los que sirven, las que hacen paracaídas para los franceses o los que sirven cafés para los mandamases, con el mismo aroma de películas como Los juncos salvajes (1994), de Téchiné, donde unos adolescentes se relacionan con los ecos de la descolonización de Argelia en los sesenta, o Hacia el sur (2005), de Cantet, donde el turismo occidental femenino llegaba a las playas de Haití en busca de amor y cariño. Reflexionaran sobre la tragedia del colonialismo, la idea banal del occidental sobre el paraíso y demás, el amor interesado, la fragilidad de la vida acomodada y alejada de la realidad, esa falsa idea de paraíso, sobre la pérdida y la idea del adiós a aquello que crees que siempre te perteneció, y todo a partir de la mirada de un niño de 10 años, que mira, observa y no comprende nada, quizás sólo a través de la ficción, en el que todo está más claro y es más sencillo, no tan ambiguo y complejo como la realidad de los adultos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Creatura, de Elena Martín Gimeno

MILA, SU CUERPO Y EL SEXO. 

“Es una idiotez ignorar que el sexo está mezclado con ideas emocionales que han ido creciendo a su alrededor hasta hacerse parte de él, desde el amor cortesano hasta la pasión inmoral y todas esas cosas, que no son dolores de crecimiento. Son tan poderosas a los cuarenta como a los diecisiete. Más. Cuanto más maduro eres, mejor y más humildemente reconoces su importancia“.

Nadine Gordimer

Muchos de nosotros que conocíamos a Elena Martín Gimeno (Barcelona, 1992), por haber sido la protagonista de Les amigues de l’Àgata (2015), fascinados por su intensa mirada, fue más que agradable ver dos años después su ópera prima Júlia ist, la (des) ventura de una joven en su erasmus en Berlín, tan perdida y tan indecisa tanto en los estudios, en el amor y con su vida. Por eso nos alegramos de Creatura, su segunda película. Una cinta que aunque guarda algunos rasgos de la primera, en la relación dependiente con los hombres y la relación turbulenta con la familia, en este, su segundo trabajo, la directora catalana ha explorado un universo mucho más intenso y sobre todo, menos expuesto en el cine como la relación de la sexualidad y el cuerpo desde una mirada femenina. Una visión profunda y concisa sobre el deseo en sus diferentes etapas en la existencia de Mila, la protagonista que interpreta la propia Elena. 

A partir de un guion escrito junto a Clara Roquet, la cineasta barcelonesa construye una trama que a modo de capítulos, va mostrando las diferentes etapas desde esa primera experiencia a los 5 años, el despertar sexual a los 15 y finalmente, esa lucha entre el deseo y el sexo a los 30 años de edad. La película siempre se mueve desde la experiencia y la intimidad, convirtiéndose en un testigo que mira y no juzga, penetrando en ese interior donde todo se descubre a partir de una especie de cárcel donde el entorno familiar acaba imponiéndose siempre desde el miedo y el desconocimiento. Una historia tremendamente sensorial, muy de piel y carne, convocando un erotismo rodeado de malestar, dudas y oscuridad. Más que un drama íntimo, que lo es, estamos ante un cuento de terror, donde los monstruos y fantasmas se desarrollan en el interior de Mila, a partir de ese citado entorno que decapita cualquier posibilidad de libertad sexual. Creatura es una película compleja, pero muy sensible. Una cinta que se erige como un puñetazo sobre la mesa, tanto en lo que cuenta y en cómo lo hace, sin caer en espacios trillados y subrayados inútiles, sino todo lo contrario, porque en la película se respira una atmósfera inquietante, donde el deseo y el sexo y el cuerpo sufren, andan cabizbajos y con miedo. 

Un grandísimo trabajo de cinematografía de Alana Mejía González, que ya nos encantó en las recientes Mantícora, de Carlos Vermut y Secaderos, de Rocío Mesa, en la que consigue esa distancia necesaria para contar lo que sucede sin invadir y malmeter, mirando el relato, con su textura y tacto, con su dificultad y conflictos que no son pocos. El preciso, rítmico y formidable montaje de Ariadna Ribas, en una película que se va casi a las dos horas de metraje, y además, es incómoda y atrevida porque indaga temas tabúes como el sexo, y su forma de hacerlo tan de verdad e íntima, a través de tres tiempos de la vida de la protagonista, y lo hace a partir de tres miradas diferentes, tres actrices que van decreciendo, en un fascinante viaje al pasado y mucho más, ya que la película va reculando en su intenso viaje hasta llegar al origen del problema. Resultan fundamentales en una película donde lo sonoro es tan importante en lo que se cuenta, con la excelente música de Clara Aguilar, a la que conocemos por sus trabajos en Suro y en la serie Selftape, porque ayuda a esclarecer muchos de los aspectos que se tocan en la película, y no menos el trabajazo en el apartado de sonido con el trío Leo Dolgan (que también estaba en la citada Suro, Armugán, Panteres y Suc de síndria, entre otros), Laia Casanovas, con más de 80 trabajos a sus espaldas, y Oriol Donat, con medio centenar de películas, construyen un elaborado sonido que nos hace participar de una forma muy fuerte en la película. 

Una directora que también es actriz sabe muy bien qué tipo de intérpretes necesita para conformar un reparto que dará vida a unos individuos que deben enfrentarse a momentos nada fáciles. Tenemos a Oriol Pla, que nunca está mal este actor, por cómo mira, cómo siente y cómo se mueve en el cuadro, da vida a Marcel, el novio de Mila a los 30, que aunque se muestra comprensible siempre hay algo que le impide acercarse más, el mismo conflicto interno manifiesta Gerard, el padre de Mila, que interpreta Alex Brendemühl. Dos hombres en la vida de Mila, que están cerca y lejos a la vez. Diana, la mamá de la protagonista es Clara Segura, una actriz portentosa que actúa como esa madre rígida y sobreprotectora que no escucha los deseos de su hija. Carla Linares, que ya estuvo tanto en Les amigues de l’Àgata como en Júlia ist, y Marc Cartanyà son los padres de Mila cuando tiene 5 años. Un personaje como el de Mila, dividido en tres partes muy importantes de su vida, tres tiempos y tres edades que hacen la niña Mila Borràs a los 5 años, después nos encontramos con Clàudia Malagelada a los 15, una actriz que nos encantó en La maternal, desprende una mirada que quita el sentido, descubriendo un mundo atrayente y desconocido, que se topará con esos chicos que sólo quieren su placer, obviando el placer femenino, y con unos padres que van de libres y en realidad, mantienen las mismas estructuras de represión que sus antecesores. 

Finalmente, Elena Martín Gimeno, al igual que sucedió en Júlia ist, también se mete en la piel de su protagonista, en otro viaje amargo y difícil, componinedo una Mila magnífica, porque sabemos que tiene, de dónde viene y en qué momento interior y exterior se encuentra, en un viaje sin fondo y en soledad, que deberá afrontar para disfrutar de su deseo, de su sexo y su placer. Creatura  está más cerca del terror que de otra cosa, un terror del cuerpo, que lo emparenta con Cronenberg, sin olvidarnos del universo de Bergman que tanto exploró en el dolor y sufrimiento femenino, y más cerca con películas como Thelma, de Joachim Trier, y Crudo, de Julia Ducournau, y el citado Suc de síndria, de Irene Moray, en el que se exploraba el viaje oscuro de una mujer que sufre un abuso y su posterior búsqueda del placer.  Nos alegramos que existan películas como Creatura, por su personalísima propuesta, por atreverse a sumergirse en terrenos como la confrontación entre el deseo, tu cuerpo y el sexo, a mirar todas esas cosas que nos ocurren y que conforman nuestro carácter y quiénes somos. No dejen de verla, porque seguro que les incomoda, porque no estamos acostumbrados a qué nos hablen desde ese espacio de libertad, desde esa intimidad, y tratando los temas que hay que tratar, porque también existen. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Matar cangrejos, de Omar Al Abdul Razzak

¡BIENVENIDO,  MR. JACKSON!. 

“La vida es una constante reescritura del ayer. Una deconstrucción de la niñez”.

Rosa Montero

Érase una vez el verano de 1993 en la isla de Tenerife, en el que habían Paula de 14 años y su hermano Rayco de 8. Un verano por delante para perder o matar el tiempo, junto a su madre soltera que trabaja con los papagayos en el parque que atrae a muchos turistas, una abuela que debe proteger su casa ante la amenaza de derribo, y un ermitaño anciano que vive junto al mar y sus cosas. Un estío que para los dos hermanos nos será igual, porque ese verano en el que esperan ansiosos la llegada del artista Michael Jackson, será un verano diferente, una temporada de descubrir, de descubrirse y de sobre todo, de darse cuenta en la realidad en la que viven donde los sueños sueños son, como cantaba Aute. Un verano en el que, abruptamente, dejarán de ser niños en su mundo, para pertenecer a ese otro mundo, ese universo de los adultos en que las cosas se debaten entre la realidad aplastante y difícil, en el que pocas cosas o ninguna salen como uno desea, porque hay cosas que nunca cambian, o quizás sí, y lo hacen para peor. 

De Omar Al Abdul Razzak (Madrid, 1982), cineasta de origen sirio que creció en Tenerife, conocemos su labor como productor y montador en más de 10 películas, sus cortometrajes y documentales como Paradiso (2014) y La tempestad calmada (2016), en el que explora la última sala X de Madrid, y la última faena de un pesquero, respectivamente. Con Matar cangrejos vuelve a su infancia, aquella que quedó en el verano de 1993, para construir una fábula sensible y naturalista, a partir de las miradas de sus jovencísimos y debutantes intérpretes con los rostros de Paula, una niña que está dejando la infancia para meterse en la adolescencia de lleno, con una relación de amor-odio con su madre, y con su panda, sus golferías y sus primeros porros y alcohol, y Rayco, el niño que conoce a ese anciano solitario y algo loco, con el que vivirá otra realidad, entre la búsqueda y la dificultad. La película se mueve con total transparencia y naturalidad entre esa realidad que parece arcaica, donde Tenerife no había sido invadido por turistas, se ven pocos, como el personaje de Johan, el holandés que tiene una relación con Ángeles. la madre díscola de los niños que está más pendiente de salir y no crecer. 

La película en un gran trabajo de reconstrucción, a través de lo mínimo y lo cotidiano, nos devuelve una especie de isla viva, natural y muy auténtica, donde todavía podemos encontrar con esa Arcadia en la que existe esa verdad en la isla, una verdad que viene de años de historia, donde todo parece auténtico, como ese chiringuito, o la festividad de la Virgen del Mar, y la posterior verbena, también, ese ruido y olor del mar, de esas casas de antiguos pescadores, de esa cotidianidad y cercanía que la orgía urbanística y masificación turística ha eliminado por completo. Razzak construye un cuento muy cercano e intimista, donde las cosas se ven y se viven y se experimentan desde la relación y el descubrimiento de dos hermanos que cada vez se están alejando, porque ese tiempo que compartían se está terminando, y cada vez necesitan otros deseos, otras cosas y empiezan a cambiar, una está de camino a la adultez, y el otro, el pequeño, sigue en esa vida de fantasía, de ensoñación, donde puedes conocer a un viejo marinero que pesca de forma artesanal y cría palomas. 

Tenemos la magnífica cinematografía de Sara Gallego, de la que hemos visto trabajos muy potentes como la inolvidable El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco, y la más reciente, Contando ovejas, de José Corral, donde se profundiza en la cotidianidad, y en ese tránsito sin ser sensiblero y con una gran capacidad de observar la vida y el mundo de los niños, así como el claro y conciso montaje de la holandesa Katharina Wartena, con más de 35 trabajos a sus espaldas, en que engloba con minuciosidad la hora y cuarenta minutos a los que se va el metraje de la película. El gran trabajo de sonido del tándem cómplice del director como Emilio García y Sergio González, a los que se ha unido Josef van Galen, creando esa textura y fuerza que tiene cada actividad sonora de la película, que nos llena y traspasa. No podemos olvidar la figura del productor Manuel Arango, que con la compañía Tourmalet Films, ha coproducido los anteriores trabajos de Omar Al Abedul Razzak, y la que nos ocupa, una productora que cuida muy bien sus películas y se lanza a producir primeras películas de directores como Rodrigo Sorogoyen, Samuel Alarcón y Pedro Collantes, entre otros. 

Si hay que destacar otro elemento extraordinario de la película es su elenco, un reparto de nombres debutantes como la pareja de hermanos en la piel de Paula Campos Sánchez y Agustín Díez Hernández, tan tan naturales y frescos, muy bien acompañada por los adultos con el rostro de Sigrid Ojel como la madre, el holandés Casper Gimbrère como Johan, ese novio extranjero de Ángeles que vive en la isla, y Nino Hernández, ese abuelo que comparte su sabiduría de la isla con Rayco. No soy de recomendar películas, y seguiré sin hacerlo, sólo expongo mi humilde opinión de los valores y hallazgos con los que me encontré viendo una película como Matar cangrejos con el fin que puede ayudar a alguien y que pueda, siempre desde la honestidad, ayudar a algún espectador/a a decidirse a elegir una película como esta, si quiere ver una película sencilla, muy cercana, con un relato de esos que pasan sin hacer ruido pero se convierte en cruciales en la existencia de alguien, donde descubrimos los claroscuros de la vida, los buenos y no tan buenos momentos, todos esos sueños que se pierden o perdemos que se lleva la marea, en fin, todo eso que conforma vivir y dejar de ser niño/a, y sobre todo, de tomar partido de nuestras vidas o ese intento de no abandonarse a la sociedad consumista y seguir soñando despierto, que es la mejor herramienta para vivir dignamente, no es una tarea nada fácil, pero eso no nos puede dejar de intentarlo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

20.000 especies de abejas, de Estibaliz Urresola Solaguren

MIRARSE EN EL OTRO. 

“He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es invisible para los ojos”

“El principito”, de Antoine de Saint-Exupéry

Si el sentido que más nos evoca el cine no es otro que la mirada, es indudable que no sólo las películas nos invitan a mirar, sino también, y esto es más importante, a mirar bien, o dicho de otro modo, a mirar con el corazón, a no sólo quedarse con aquello que vemos, sino con lo que hay en el interior de lo miramos, mirando el alma de lo que tenemos delante, adentrándose más allá. La película 20.000 especies de abejas, el primer largometraje de ficción de Estibaliz Urresola Solaguren (Bilbao, 1984), nos propone un ejercicio sobre la mirada, una actividad de detenerse y mirar lo que nos rodea, y sobre todo, a mirar a los que nos rodean, a todo aquello que se oculta frente a nosotros, a todo aquello de difícil acceso, a lo que no se ve a simple vista, a lo que de verdad importa. Porque la película, entre otras cosas, se sustenta en la mirada, en ese acto sencillo y revelador, que sus personajes no acaban de hacer, ya sea por miedo, por inseguridad, por lo que sea. 

Una película transparente y sensible que nos invita a mirar, o porque no decirlo, nos obliga a mirar, a detenerse, a olvidarse de los quehaceres cotidianos y demás, y mirar y mirarnos, porque es un gran ejercicio, y totalmente revelador de aquello que nos ocurre y no queremos admitir. Los trabajos anteriores de la directora vasca exploraban la identidad de sus individuos, a la búsqueda de uno mismo y de todo lo que ello conlleva, como en sus piezas cortas como Adri (2014), Polvo somos (2020), y Cuerdas (2022), y en su largo documental Voces de papel (2016), sobre la agrupación Eresoinka, que siguió cantando en euskera después del final de la Guerra Civil. En su debut en la ficción en forma de largo, la cineasta bilbaína también nos habla de la identidad, en la figura de Cocó, una niña trans de ocho años, en un verano en el pueblo de sus abuelos. Una niña a la que todos se empeñan en llamar Aitor, una niña que se esconde de los otros, que se mantiene en silencio, una niña atrapada en la incomprensión de los otros, los adultos, y en concreto de Ane, su madre, que no acaba de aceptar la situación y se oculta en sus problemas sentimentales y profesionales. 

La película nos cuenta esta pequeño y gran conflicto de forma sabia y magnífica, porque lo hace desde la sensibilidad, sin ser sensiblera, desde lo insignificante sin ser condescendiente, y lo hace desde lo humano, sin ser sentimentaloide, sino todo lo contrario, desde esa cámara que se sitúa frente a la mirada de los niños y de Cocó, una infancia que acepta con menos resistencia la identidad de la niña, en relación a los adultos, que en su mayoría se manifiestan en una posición contraria y prejuiciosa, si exceptuamos a la tía Lourdes, un personaje sabio, sensible y conocedora del mundo de las abejas, son oro puro sus conversaciones con la niña, un personaje que no estaría muy lejos de la abuela espectral de Rosa, la protagonista de La mitad del cielo (1986), de Manuel Gutiérrez Aragón. La maravillosa luz de Gina Ferrer García, de la que hemos visto su trabajo en películas como Panteres, Farrucas, Tros, La maniobra de la tortuga y A corpo aberto, se mueve entre el naturalismo y la sencillez de mostrar de forma reposada y sin estridencias todo el conflicto que están viviendo todos los componentes de la familia, las tres generaciones reunidas en la casa en un verano que no será como otro cualquiera. 

El exquisito y concienzudo trabajo de montaje de Raúl Barreras, del que se estrena la misma semana La hija de todas las rabias, de Laura Baumeister, que tiene esa fuerza y delicadeza para contarnos tantas cosas en sus fantásticos 129 minutos de metraje. El gran trabajo de sonido de una grande como Eva Valiño, con más de 80 trabajos a sus espaldas, y la mezcla de Koldo Corella, del que hemos visto títulos tan interesantes como Hil Kanpaiak, Suro y La quietud en la tormenta, entre otros. 20000 especies de abejas nos remontan a algunas de las películas setenteras de Carlos Saura. Pensamos en La prima Angélica, Cría Cuervos y Mamá cumple 100 años, donde se habla de complejas relaciones familiares, y el mundo de la infancia y los adultos, tan diferente y alejado, donde el maestro aragonés era todo un consumado explorador de todas esas grietas emocionales que anidan en la oscuridad. Encontramos a la Lara Izagirre, directora de títulos como Un otoño sin Berlín y Nora, ahora productora junto a Valérie Delpierre, responsable de títulos tan significativos como Estiu 1993, de Carla Simón, y Las niñas y La maternal, ambas de Pilar Palomero, todas ellas reflexiones sobre la infancia y sus complejidades y en relación a la familia. 

En 20.000 especies de abejas encontramos un viaje corporal y emocional que nos sumerge y bucea en las intrincadas relaciones entre niños y adultos, que explica a partir del detalle y el gesto, que no usa música extradiegética, y si una música que escuchamos en vivo o a través de grabaciones, necesitaba todo el acercamiento y sensibilidad de unos intérpretes que generan la intimidad que tanto desprende cada espacio y cada mirada de la trama. Tenemos a las veteranas Itziar Lazcano y Ane Gabarain como la Amama y la tía Lourdes, el sol y la sombra de la historia, interpretadas por dos actrices de largo recorrido, la presencia siempre estimulante de una actriz tan capacitada como Patrica López Arnaiz, acompañándola en su viaje particular, el físico, que viene de Bayona, del País Vasco francés, hasta la casa de sus padres, en el pueblo, con tres hijos, un trabajo que no llega, el peso de seguir la tradición de su padre como escultora, y un amor que parece que es poco amor. Después está Sofía Otero, la niña que hace de Cocó, la niña que no quiere ser Aitor, la niña que lucha en silencio para ser quién quiere ser, escogida en un casting en su debut como actriz, que le ha valido el prestigioso Oso de Plata de la Berlinale, un espectacular reconocimiento que nunca se había producido, y no es para menos, porque lo que hace Sofía Otero es sencillamente abrumador, delicado y muy bonito, una composición que nos recuerda a la Ana Torrent de El espíritu de la colmena, a la Laia Artigas de Estiu 1993 y la Andrea Fandós de La niñas, todas niñas como ella explorando sus vidas e identidades en un mundo donde los adultos van a lo suyo y las miran muy poco, y cuando lo hacen, nunca es de verdad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA