Los pasajeros de la noche, de Mikhaël Hers

UNAS VIDAS DURANTE LOS OCHENTA.

“Quedará lo que fuimos para otros. Trocitos, fragmentos de nosotros que quizá creyeron entrever. Habrá sueños de nosotros que ellos nutrieron. Y nosotros no éramos nunca los mismos. Cada vez éramos esos magníficos desconocidos, esos pasajeros de la noche que ellos se inventaron, como sombras frágiles, en viejos espejos olvidados en el fondo de las habitaciones”.

El universo del cineasta Mikhaël Hers (París, Francia, 1975), pivota sobre la idea de la ausencia, la que sufrían Lawrence y Zoé, novio y hermana de la fallecida Sasha en Ce sentiment de l’eté (2015), y David, que perdía a su hermana mayor y debía hacerse cargo de la hija de esta, Amanda en Mi vida con Amanda (2018). El mismo vacío que padece Élisabeth, una mujer a la que su marido acaba de dejar para irse a vivir con su novia en el lejano 1984. Un guion de libro, bien detallado que firman Maud Ameline, que vuelve a trabajar con el director después de Mi vida con Amanda, Mariette Désert y el propio director, que recoge el ambiente de aquellos años con sutileza, con momentos felices, tristes y agridulces.

La película arranca con unas imágenes reales, las de aquel 10 de mayo de 1981, el día que Mitterrand ganaba las elecciones francesas y se abría una etapa de euforia y felicidad. Inmediatamente después, nos sitúan en 1984, en el interior de las vidas de la citada Élisabeth y sus dos hijos, Judith, una revolucionaria de izquierdas en la universidad, y Matthias, un adolescente de 14 años, pasota y perdido. La llegada de Talulah, una chica de 18 años, que vive sin lugar fijo y frecuenta mucho la noche, cambiará muchas cosas en el seno de la familia, y sobre todo, los hará posicionarse en lugares que jamás habían imaginado. La mirada del director, que en la época que se sitúa su película era un niño, es una crónica de los hechos de verdad, muy humana y cercanísima, alejándose de esa idea de mirar el pasado de forma edulcorada y sentimentalista, aquí no hay nada de eso, sino todo lo contrario, en los que nos cuentan la idea de empezar de cero por parte de Élisabeth, una mujer que debe trabajar y tirar hacia adelante su familia, con la inestimable ayuda de un padre comprensivo y cercano.

La historia recoge de forma extraordinaria la atmósfera de libertad y de cambio que se vivía en el país vecino, con momentos llenos de calidez y sensibilidad, como esos momento en el cine con los tres jóvenes que van a ver Las noches de luna llena, de Éric Rohmer, protagonizada por la mítica actriz Pascal Ogier, desaparecida en 1984, una referencia para Talulah, con la que tiene muchos elementos en común, el momento del baile que da la bienvenida a 1988, y qué decir de todos los instantes en la radio con el programa que da título a la película, “Los pasajeros de la noche”, para todos aquellos que trabajan de noche, y todos aquellos otros que no pueden dormir, y necesitan hablar y sentirse más acompañados. A través de dos tiempos, en 1984 y 1988, y de dos miradas, las de madre e hijo, la película nos habla de muchas cosas de la vida, cotidianas como el despertar del amor en diferentes edades, la soledad, la tristeza, la felicidad, la compañía, aceptar los cambios de la vida, aunque estos no nos gusten, y demás aspectos de la vida, y todo lo hace con una sencillez maravillosa, sin subrayar nada, sin dramatizar en exceso los acontecimientos que viven los protagonistas.

Como ya descubrimos en Mi vida con Amanda, que se desarrollaba en la actualidad, Hers trabaja con detalle y precisión todos los aspectos técnicos, donde mezcla fuerza con naturalidad como la formidable luz que recuerda a aquella ochentera, densa y luminosa, que firma un grande como Sébastien Buchman, con más de 70 títulos a sus espaldas, un exquisito y detallista montaje de otra grande como Marion Monnier, habitual en el cine de Mia Hansen-Love y Olivier Assayas, que dota de ritmo y ligereza a una película que abarca siete años en la vida de estas cuatro personas que se va casi a las dos horas. Un reparto bien conjuntado que emana una naturalidad desbordante y una intimidad que entra de forma asombrosa con un excelente Didier Sandre como el padre y el abuelo, ayuda y timón, que en sus más de 70 títulos tiene Cuento de otoño, de Rohmer, Megan Northam es Judith, la hija rebelde que quiere hacer su vida, la breve pero intensa presencia de Emmanuelle Béart haciendo de locutora de radio, solitaria y algo amargada.

 Mención aparte tiene el gran trío que sostiene de forma admirable la película como Quito Rayon-Richter haciendo de Matthias, que encuentra en la escritura y en Talulah su forma de centrarse con el mundo y con el mismo, con esos viajes en motocicleta, que recuerdan a aquellos otros de Verano del 85, de Ozon, llenos de vida, de juventud y todo por hacer, una fascinante Noée Abita, que nos encanta y hemos visto en películas como GénesisSlalom y la reciente Los cinco diablos, entre otras, interpretando a Talulah, que encarna a esa juventud que no sabe qué hacer, y deambula sin rumbo, sola y sin nada, que conocerá el infierno y encontrará en esta familia un nido donde salir adelante, y finalmente, una deslumbrante Charlotte Gainsbourg, si hace falta decir que esta actriz es toda dulzura y sencillez, como llora, como disfruta, ese nerviosismo, esa isla que se siente a veces, como mira por el ventanal, con ese cigarrillo y esa música, que la transporta a otros tiempos, ni mejores ni peores, y ese corazón tan grande, que nos enamora irremediablemente. Nos hemos a emocionar con el mundo que nos propone Mikhaël Hers, que esperemos que siga por este camino, el camino de mirar a las personas, y describiendo con tanta sutileza y sensibilidad la vida, y sus cosas, esas que nos hacen reír, llorar y no saber lo que a uno o una les pasa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

I Never Cry, de Piotr Domalewski

VIDAS AUSENTES. 

“Los muertos pesan, no tanto por la ausencia, como por todo aquello que entre ellos y nosotros no ha sido dicho”.

Susana Tamaro en “Donde el corazón te lleve”

En Cicha Noc (Silent Night), la opera prima de Piotr Domalewski (Lomza, Polonia, 1983), un inmigrante polaco volvía a casa dejando muy estupefactos a los suyos. En I Never Cry, el viaje es a la inversa, como si nos mirásemos desde el otro lado del espejo, andar los mismos pasos del que ya no está, viajar con Ola, una joven de 17 años de edad que, después de la accidental muerte de su padre en Dublín (Irlanda), viaja desde Polonia para realizar los trámites de repatriación del cadáver. El director polaco nos sitúa en una joven euro-huérfana, término que se usa para calificar a todos aquellos que tienen padres emigrados a la otra Europa cuando Polonia ingresó en la Unión Europea en el 2005. Ola solo tiene un deseo, que no es otro que aprobar el carnet de conducir para tener el automóvil que su padre le prometió. Aunque ha vuelto a suspender por tercera vez, emprende el viaje, instada por su madre que cuida a su hermano discapacitado. En esa otra Europa, enriquecida y muy dura para los inmigrantes, la joven Ola se encontrará con las huellas de su padre, lo que era y sobre todo, lo que queda de él.

La odisea de Ola la llevará a lo que fue la vida del padre muerto, personándose en la empresa donde se produjo el accidente donde falleció, conocerá a un polaco que se dedica a emplear a los inmigrantes recién llegados, a sus compañeros de trabajo, se enfrentará a los quebraderos de cabeza ocasionados por una burocracia estúpida y desalentadora, y se encontrará con personas de la vida de su padre muy inesperadas. Toda la película la vemos a través de Ola, a partir de sus idas y venidas por Dublín. Una ciudad hostil, fría y triste, un lugar donde hay diferentes ciudadanos europeos, los de allí, que pertenecen a la parte enriquecida, y los que llegan, de esa Europa empobrecida. Una Europa, crisol de realidades sociales muy alejadas entre sí, una falsa unión que solo ayuda a los que tienen y la padecen los que no tienen. En ese continente que vende unidad, que vende prosperidad, y solo hay para unos pocos, como los ambientes en el que viven y trabajan los inmigrantes polacos. Un lugar donde la fraternidad y el cooperativismo han desaparecido y todo tiene un precio demasiado elevado, ya sea emocional o material. La joven polaca se mueve entre esos dos mundos en los que se plantea la película.

La idea que tiene ella de su padre, tan alejada de la realidad, y su fatal egoísmo, en que reprocha cruelmente a un padre ausente que no conoce. La cámara insistente y pegada al cuerpo de Ola que la sigue sin descanso, en un gran trabajo de luz que firma Piotr sobocinski Jr, que ya estuvo en la primera película de Domalewski, y tiene en su haber excelentes películas como Dioses, de Lukasz Palkowski y Corpus Christi, de Jan Komasa, entre otras. El excelente y cortante montaje de Agnieszka Glinska, que ha trabajado en las recientes Lamb, de Valdimar Jóhansson y Sweat, de Magnus von Horn, ayuda a sentir ese agobio constante y esa sensación laberíntica y de extrañeza que recorre a la joven Ola. Los noventa y siete minutos de metraje van acelerados, no hay tregua, todo ahoga en la existencia de Ola, en una especie de navegación sin rumbo, en el que irá redescubriendo la verdad de un padre que ella creía completamente diferente, un padre ausente que ella ha construido a su manera, llenándolo de acusaciones sin fundamente.

I Never Cry no solo nos habla de las condiciones miserables de vida y trabajo de muchos inmigrantes de la Europa del Este en la Europa capitalista, sino que también, nos habla de padres e hijas, de todas esas relaciones rotas y difíciles debido a la inmigración-ausencia de los padres, de todos esos vínculos rotos y nunca construidos, de ausencias y existencias a medio camino, de vidas tristes en barrios con pocas oportunidades, de hijos injustos y padres que no lo son debido a sus vidas precarias y sobre todo, una sociedad que vende vida y solo da dificultades y sacrificios que no tienen billete de vuelta. En 1982, la película Trabajo clandestino, de Jerzy Skolimowski, se centraba en la miseria de unos trabajadores polacos que, encerrados en una casa inglesa, trabajaban ocultos e ilegalmente. Cuarenta años después parece que las cosas han cambiado, pero no han mejorado mucho para los “otros”, porque los inmigrantes sí que llegan legalmente a esa otra Europa, pero siguen siendo esclavizados y humillados en sus trabajos y destinados a unas vidas ausentes y poco más, y encima, alejados de los suyos.

Una película sencilla, directa y honesta como la que ha construido Domalewski, necesitaba un reparto de verdad, alejado de rostros conocidos y sobre todo, que imprimieran toda la autenticidad que respira la película, mostrando una realidad que no está muy lejos de las realidades de este frustrante continente.  Tenemos a Kinga Preis que da vida a la madre de Ola, que habíamos visto trabajando a las órdenes de una grande como Agnieszka Holland, Arkadiusz Jakubik como el trabajador polaco que ayuda a emplearse a los recién llegados, y finalmente, la auténtica revelación de la película, la joven debutante Zofia Stafiej que da vida a Ola, reclutada en un casting en el que se presentaron más de 1200 candidatas. Una mirada triste y desesperada, una joven rebelde y obsesionado por su objetivo de ser alguien en la vida, y huir de su barrio y de la vida precaria de sus padres, una mujer que está a punto de convertirse en una adulta, una nueva vida que descubrirá en sus días en Dublín, una vida difícil y compleja, una vida que nunca es como la queremos, una vida en la que hacemos lo que podemos, que ya es mucho. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Estaba en casa, pero…, de Angela Schanelec

RECONSTRUIRSE EN EL VACÍO. 

“Esconde tus ideas para que la gente las encuentre. Lo más importante será lo más oculto”

Robert Bresson

Cuando uno descubre una cineasta como Angela Schanelec (Aalen, Alemania, 1962), inédita en nuestras pantallas, que tuvo como profesor a Harun Farocki, y compañeros de promoción como Christian Petzold o Thomas Arslan, se da cuenta que encuentras múltiples pieles en su aparente cotidianidad, donde nada es lo que parece, que todo tiene un porqué, aunque no resulte evidente. Una filmografía llena de espacios ocultos y elementos que la película irá descifrando o no, donde la experiencia de visionar una de sus películas confiere una relación muy personal e íntima con sus planos, en la que cada uno de los espectadores va ocupando sus espacios y reflexionando a través de sus imágenes, imágenes que no les dejarán indiferentes, imágenes bien urdidas y con una naturaleza propia y personalísima, que funcionan de forma magnífica por sí solas, como espacios independientes, pero a su vez, conforman un bloque sólido. Un cine muy profundo y reflexivo, que huye de la causa y efecto, para adentrarse en otros campos más propios del alma, en esos lugares profundos en los que se cuecen inevitablemente nuestras experiencias, tanto físicas como emocionales, y la respuesta que damos y nos damos.

La búsqueda de la identidad y la condición efímera de la existencia, serían los elementos más importantes por los que se mueve el cine de Schanelec, como su sensible e íntima apertura en Estaba en casa, pero…, cuando en un ambiente rural, en una casa abandonada, se encuentran un asno (quizás haciendo  referencia al burro de Au hasard Balthazar, de Bresson), un perro y el cadáver de un conejo, que hemos visto segundos antes huyendo del perro, quizás los restos de “Los músicos de Bremen”, tres animales mayores, dejados y consumidos en esas cuatro paredes, unas imágenes a las que volveremos a al cierre de la película, donde encontraremos, de nuevo, a los tres animales, igual que al principio, como si el tiempo ya no fuese con ellos. Inmediatamente después, la directora alemana nos sitúa en una ciudad con su característico follaje de un otoño berlinés, donde un niño de 13 años, ausente de su casa durante una semana, vuelve al hogar, un hogar donde ha ocurrido algo, donde no vemos la presencia del padre, que más tarde, descubriremos que ha fallecido, un hogar, donde una madre y sus dos hijos pequeños, deberán lidiar con la ausencia, el duelo, con el vacío que provoca esa pérdida irreparable del que ya no está.

La directora alemana huye de la trama convencional, para sumergirnos en un sinfín de viñetas humanas, pasajes, trozos de vida, donde la forma sobria y asfixiante, acompañada de un elaboradísimo montaje, obra de la propia directora, al igual que el guión, deja paso a escenas cotidianas donde se desatan las emociones de toda índole, en las que presenciamos instantes mundanos, como la compra de una bicicleta por parte de la madre (con su singular humor, que parece una secuencia más propia del absurdo de Jacques Tati), o ese hermosísimo pasaje de la madre acostada en el suelo, mientras oímos Let’s Dance, de Bowie, o el airado reproche de la madre a uno de los profesores de su hijo (que parece más bien una descarga de emociones que de una llamada a la atención), una explosión de ira de la madre al ver que su hija ha ensuciado la cocina (donde sus hijos claman cariño, mientras la madre los rechaza, incluso echándolos de casa), o un baño en la piscina, que parece más bien un instante de desplomo emocional que otra cosa (que tiene ese aroma al universo Haneke, donde parece que algo está a punto de estallar, en que la calma se torna densa, incluso violenta), o las conversaciones, entre cotidianas y surrealistas de la pareja de enamorados profesores, donde ella se niega a tener hijos, mientras él, no logra entender, o ese soberbio paseo por el museo, donde cada pintura se revela con los personajes, o la representación atropellada y espontánea de los jóvenes alumnos de Hamlet, de Shakespeare.

Secuencias despojadas de un todo que es la película, magníficamente filmadas, con unos encuadres bellísimos y naturalistas, extraídos de esa cotidianidad transparente y corpórea, en los que el espacio acaba siendo una losa pesadísima para los personajes, con esa luz natural, inquietante, fría y distante, obra del cinematógrafo Ivan Marković, donde la directora alemana no busca la empatía frontal, instantánea, sino una búsqueda tranquila y escrutadora, que irá apareciendo, sin prisas, dejándose llevar por las emociones que se van despertando en las diferentes secuencias, para llegar a conmovernos con su impecable sutileza y desgarro. La cámara de Schanelec no se mueve, se mantiene quieta, solo hay movimiento como ocurría en el cine clásico, cuando el personaje se desplaza, que ocurre en pocos momentos, o el desplazamiento de vehículos, pero siempre, deslizándose frente a nosotros, para capturar esa naturalidad y sobre todo, la verdad de lo que está sucediendo frente a nosotros, que tanto busca la directora, para de esa manera ahondar en la incertidumbre perpetua en la que están instalados los personajes, en ese alambre existencial, donde su propia vulnerabilidad aflora las emociones más contradictorias y terribles contra ellos y contra los que les rodean, en ese caótico enjambre de emociones enfrentadas y rotas que manejan sus vidas.

La fascinante y reveladora interpretación de la actriz Maren Eggert que da vida a Astrid, una madre perdida, rota y vacía, que debe reconstruirse y reconstruir su familia y sus hijos, volver al amor, sin su hombre y padre de sus hijos, una interpretación sujetada en acciones, con poquísimos diálogos, ya que la incomunicación, o la incapacidad para expresar lo que sentimos, otro de los elementos que jalonan el universo de Schanelec, uno de los grandes males en las sociedades occidentales, como el de la competición psicótica por el tiempo, que ha provocado el efecto contrario, dejándonos sin tiempo para compartir nuestros infiernos con los demás, y extendiendo aún más el individualismo acérrimo, como también reflejaba Antonioni en sus fábulas sobre la frustración, la pérdida y el vacío existencial.  La maternidad, su reconstrucción, su sentido y su necesidad, también es otro de los elementos que marca la película, la querida y la no querida, y cómo se afronta en las diferentes perspectivas que abarca el relato. Estaba en casa, pero… no es una película sencilla, pero tampoco extremadamente compleja, existen sus lugares comunes y reconocibles, pero el espectador debe ser paciente y estar expectante, porque la emoción aparecerá y será reveladora. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Marguerite Duras. París 1944, de Emmanuel Finkiel

LA MUJER QUE ESPERA.

Estamos en el París ocupado por los nazis, en junio de 1944. Marguerite es una mujer de unos treinta años que participa en la resistencia junto a su marido, Robert Antelme. Un día, la Gestapo detiene a Robert y lo deporta. A partir de ese instante, comienza el particular vía crucis de Marguerite, en la que su única existencia se reduce a esperar, a convertirse en una sonámbula en su propio apartamento, y caminando sin cesar por las calles de París con el objetivo de encontrar algún indicio, por pequeño que sea, del paradero de su marido. Marguerite encuentra consuelo o rabia en Rabier, un policía colaboracionista que le facilita información del paradero de su marido, y también, sigue en contacto con miembros de la resistencia como Dionys. El director Emmanuel Finkiel (Boulogne-Bilancourt, Francia, 1961) ayudante de Tavernier, Kieslowksi o Godard, encuentra en el texto biográfico de “El dolor”, de Marguerite Duras (1914-1996) la base para construir su relato, un relato en el que también hace memoria de su propia familia, ya que muchos de sus miembros fueron deportados. Finkiel nos habla de las presencias, y sobre todo, de las ausencias y el tiempo, del dolor de una mujer que ha dejado de vivir, sólo existe para su marido, aquel que no está, aquel que no sabe dónde se encuentra, y sobre todo, que fue de él.

Finkiel acota su película en un período de un año más o menos, aquel que va desde junio del 1944 a abril de 1945, un espacio de tiempo, donde París será liberada y la alegría de unos, la mayoría, contrasta con la tristeza y la desesperación de unos pocos que ven que los suyos no regresan y el tiempo, el maldito tiempo, pesa como una losa, como si no quisiera avanzar, como si fuese esa agua estancada que huele a podrido, un tiempo pesado, dolorido y triste. La luz de Alexis Kavyrchine consigue encerrarnos en esa prisión de ausencia en la que se encuentra instalada, muy a su pesar, Marguerite, con ese rostro triste, de no vida, ese rostro en mitad de la nada, en mitad de no sabe dónde, con esa mirada caída, sin fuerzas, de una mujer herida, que sólo espera, como si su espera fuese un aliento de vida tan frágil que despertarse y caminar cada día en busca de noticias, fuese casi un milagro, como si fuese el último día, porque quizás mañana no tendrá fuerzas suficientes para emprender su rutina diaria.

Finkiel captura el alma triste y despojada de esa ciudad ocupada, entre colaboracionistas, delatores, deportaciones, y sobre todo, ese miedo que te entra en las entrañas y te desgarra por dentro, ese miedo instalado en cualquier rincón de la ciudad, donde todo se mueve con sigilo y nervios, donde cualquiera se ha convertido en extraño y enemigo, donde hasta el más perdido, puede delatarte. El cineasta francés ha hecho una película de corte clásico, pero tristemente actual por su contenido, en el que la ética y la moral tanto de unos y otros, vencedores o vencidos, se debate entre aquello que hacemos para conseguir con vida, aunque sea a costa de otros que en realidad son inocentes, y nuestra conducta ante la maldad cotidiana, esa que vemos y sabemos, pero que callamos por miedo a la represalia. Finkiel construye una intriga psicológica de gran calado cinematográfico, en el que seguimos la existencia durísima y triste de Marguerite, por un lado, y por el otro, el contexto de la guerra en las ciudades, donde la guerra era demasiado presente, donde el invasor y aquellos que le ayudaban, sembraban el terror en cada calle, en cada esquina y en cada apartamento, sin lugar a respirar, con un ahogo continuo donde nadie está a salvo.

Finkiel convierte en la ciudad en un personaje más, inundando sus calles de miedo, de dolor, de tristeza, como un espacio sin vida, reflejo del trasfondo psicológico que experimentan sus personajes, desde Marguerite, impresionante la composición de la actriz Mélanie Thierry (que habíamos visto como cooperante en la guerra de los Balcanes en Un día perfecto, de Fernando León de Aranoa) en la que consigue con sutileza y sobriedad capturar todas las emociones que tiene su personaje, esa Marguerite rota por el dolor, con sus angustias y pesares, sin recurrir a las estridencias y la gestualidad tan recurrentes en este tipo de personajes tristes. Le acompañan Benoît Magimel, como colaboracionista, y completamente irreconocible, con bastantes kilos de más, con esa soberbia y prepotencia del vencedor, y esos trajes impolutos en los que demuestra su posición en tiempos tan amargos y de carencias, en una interpretación modélica, en la que como su partenaire, retrata desde la contención y el detalle más ínfimo, y esta terna la completa Benjamin Biolay como uno de los jefes de la resistencia, y principal apoya emocional de Marguerite, con ese aire de Belmondo, en el que compone una interpretación intensa y sobre todo, de miradas, desde la sobriedad del conjunto de la película. Finkiel ha creado una obra con mayúsculas, sin recurrir a trucos efectistas ni maniobras argumentales facilonas, sino todo lo contrario, mostrando la ausencia y ese dolor que provoca, ese dolor que se agarra al alma y no la deja respirar, que acaba corrompiendo tus sentimientos, tus fuerzas para seguir, tu coraje para seguir esperando, aunque sea lo más duro de tu vida, porque seguir alimentando la esperanza es lo único a lo que puedes agarrarte cuando ya nada más importa y existe.

Abrir puertas y ventanas, de Milagros Mumenthaler

AFRONTAR LA AUSENCIA.

Nos encontramos en el exterior de una calle cualquiera, justo detrás de la puerta principal enrejada de una casa, un chico joven abre la verja y entra, la cámara lo sigue muy sutilmente. En el interior de la casa, en una habitación, tres chicas jóvenes, entre edades de final de la adolescencia y primera juventud, se hallan en ese espacio ensimismadas en sus cosas. Una de ellas, la más mayor, advierte a otra, la mediana, que viene un chico al que no quiere ver. La receptora del mensaje sale y despacha al joven, que antes de irse, observa, a través de una ventana, a la joven que quería ver y se cruzan las miradas. Nos quedamos junto a las tres chicas, y a partir de ese instante, las seguiremos en sus días, sus vidas, sus quehaceres, sus interiores, y demás. Hace unos meses, en la que vimos La idea de un lago, la segunda película de Milagros Mumenthaler (La falda, Argentina, 1977), donde nos contaba un relato acerca de la memoria, en el que la pérdida del padre desparecido, se convertía en un interesante ejercicio sobre la ausencia, donde su hija se trasladaba a aquellos espacios que compartieron y rescataba sus sensaciones interiores, atmósfera y situaciones que ya apuntaba en su cortometraje El patio.

Ahora, volvemos a su opera prima, Abrir puertas y ventanas, hermosísimo título que nos adentra en un casa habitada por tres hermanas que conviven cada una de ellas en su mundo, con sus complejidades y miedos, afrontando la pérdida de su abuela Alicia, la mujer que las vio crecer y compartieron su infancia. La casa como espacio familiar, llena de recuerdos de la vida que ya no tienen, que esconde otra ausencia, la de sus padres. Tres maneras y visiones diferentes de mirar esa pérdida y relacionarse con ella, Marina, la mayor, se refugia en sus estudios y los trabajos de la casa, Sofía, la mediana, se esconde en su ser, su figura y complementos, y la menor, Violeta, se pasea aburrida y tediosa, mientras recibe visitas de un amante mayor. Mumenthaler rescata parte de su biografía y la de muchos hijos de desaparecidos de Argentina, cuando tuvieron que pasar largas temporadas con los abuelos, debido a la ausencia paterna, pero no lo hace desde la melancolía y la condescendencia, sino desde lo íntimo de cada una de las mujeres, desde la particularidad de sus movimientos y sus quehaceres cotidianos, cada una desde sus espacios domésticos, desde sus soledades y sus amarguras, sin dialogar entre ellas, desde ese espacio ingobernable en el que nos refugiamos para entender tanto lo de fuera como lo de nuestro interior.

La cineasta argentina construye una película de climas y sensaciones, algunas amargas y otras, no tanto, centrándose en el espacio del hogar, tanto exterior como interior de la casa, y además, lo ubica en un tiempo de entretiempo, cuando el final del verano se instala en esos días donde todavía el calor parece no querer alejarse, mezclado con los primeros momentos de frío, donde las tres mujeres y hermanas, no muy alejadas de las tres hermanas de Chéjov, se mueven por esos espacios de la abuela, porque esa ausencia las condiciona y guía por esa casa en la que cada una de ellas se relaciona íntimamente con sus recuerdos y con la mujer que ahora añoran. Mumenthaler cuenta su drama íntimo y doméstico con sólo tres personajes, amén del chico al que tienen alquilado un espacio, tres miradas interiores y una exterior, a través de un ejercicio formalista, en la que apenas la cámara adquiere movimiento, sólo observamos el tedio, la falta de diálogo, y esas conversaciones vacías en las que se habla mucho y no se dice nada, gracias en buena parte al buen hacer del gran plantel de actrices que escenifan con ternura y carácter las emociones de las tres hermanas.

Recuerda a los primeros filmes de Lucrecia Martel, cuando penetraba en esa intimidad familiar sujetada por hilos muy frágiles donde todo está a punto de explotar y destapar las posiciones más extremas. La realizadora argentina nos introduce en ese espacio doméstico y en el pasado de manera sencilla y cálida, en la que cada una de las hermanas parece adoptar la identidad de la otra y viceversa, escuchando los viejos discos, probándose la ropa de la otra, o guardando celosamente objetos de la abuela, manteniendo una cotidianidad aparente, como se cada una de ellas huyera de lo que sienten respecto a la memoria de su abuelo, y utilizan la cotidianidad para ocultarse de las otras sin explicarles su dolor y lo que sienten. Una película tierna y honesta, pero oscura y perturbadora, que abre las costuras de la fragilidad, en este caso femenina, para dejar ver las herramientas emocionales que utilizan para sobrellevar la pérdida y la ausencia de su abuela, y como afrontarlas con respecto a su relación con sus hermanas, y sobre todo, con el espacio que comparten, esa casa que en su interior guarda todos los secretos que estructuran su memoria familiar y su propia identidad.

La idea de un lago, de Milagros Mumenthaler

PAISAJES DE LA AUSENCIA.

Hay directores que por muchas películas que realicen, nunca dejan en la memoria de los espectadores alguna imagen que trascienda la propia película, convirtiéndose en una especie de icono que, en ese preciso instante, se asociará indiscutiblemente con el espíritu de la obra. En La idea de un lago, hay una de esas imágenes reveladoras de las que estamos hablando, en un día de sol espléndido de verano, vemos un Renault 4 verde (mítico vehículo que acompaña la infancia de muchos de nosotros) flotando en el agua del lago mientras Inés, una niña, lo observa con gesto de felicidad. El plano que funde lo fantástico con lo cotidiano en una suerte de tiempo atemporal y emocional, en el que las cosas adquieren otra naturaleza, y la memoria se vuelve nítida y cercana. El segundo largo de Milagros Mumenthaler (Córdoba, Argentina, 1977) después de su interesante debut con Abrir puertas y ventanas (2011) que nos contaba, a través de tres hermanas, sus convivencia con la abuela, la persona que las crió Una carrera que ya había generado expectación entre la cinefília especializada debido a sus cortometrajes, entre los que destaca El patio (2004), en la que dos hermanas esperaban la llamada de su madre que reside en el extranjero.

Mumenthaler nos habla de la memoria, de un tiempo perdido y lejano, y sobre todo, de la ausencia y la pérdida que se origina (elementos característicos que encontramos en su punzante y maravillosa filmografía) sus personajes evocan el pasado desde el presente, los recuerdos se amontonan y se transmutan, en un ejercicio complejo y extraño en el que sus criaturas intentan entenderse a sí mismas, y el tiempo actual que les rodea, a partir de esos espejos rotos ambivalentes de su memoria. La cineasta argentina toma como punto de partida Pozo de aire, de Guadalupe Gaona (libro de fotografías y poemas donde la autora construye una obra autobiográfica a partir de la desaparición de su padre en marzo de 1976 durante la dictadura cívico-militar de Argentina) para edificar un relato centrado en  Inés y sus recuerdos, en distintos tiempos, desde la actualidad donde la joven se encuentra en un estado emocional complicado, en el que está en avazando estado de gestación, y además, se acaba de separar del padre de su hijo, y para colmo de males, mantiene un relación tensa con su madre debido al tema del padre ausente, y está enfrascada en un trabajo memorístico con textos y fotografías sobre la desaparición de su padre y cómo esa ausencia ha definido su vida.

Mumenthaler nos hace viajar en el tiempo, en el que Inés de niña recuerda sus veraneos en Villa La Angustura junto al lago, en una maravillosa y portentosa elipsis (en la que a partir de una fotografía, único testigo de la memoria paterna, en la que vemos a su padre apoyado en el mencionado R4, en un instante, el padre y el automóvil desaparecen de la imagen, como borrados, el plano toma movimiento, en el que entrará una ráfaga de viento, para luego, en el mismo plano, situarnos en el pasado con Inés). Inés construye su memoria a partir de sus recuerdos, los pocos que compartió con su padre, en el que también hay pactos de sangre con su hermano, baños en el lago o juegos infantiles en el bosque nocturno con linternas (otra de las imágenes del filme). Un progenitor que ahora se ha convertido en un espectro incómodo que tensa la relación con su madre, porque no sólo se trata de un desaparecido, sino de alguien que remueve cosas del pasado que quizás es mejor dejarlas estar. Mumenthaler no sólo hace una cinta sobre la memoria histórica de un país sacudido por una dictadura atroz, sino que coloca su atención en la memoria personal e íntima de una generación que no vivió la dictadura, pero que necesita saber y concoer, alguien que siente su pasado como un álbum al que no sólo le faltan fotografías, sino que algunas se encuentran rotas y borrosas, como si ese tiempo no hubiera existido o la memoria quisiera borrarlo porque es incómodo y molesta, un cine que lo relaciona directamente con la mirada de Carlos Saura y su etapa setentera junto a Azcona en películas como La prima Angélica o Cría cuervos. .

La realizadora argentina construye un relato no convencional, en el que la película se convierte en un rompecabezas que sacude las raíces de la memoria, en el que cada pieza conecta con otra en una narrativa construida a través de las emociones y los sentimientos, en el que lo físico deja espacio para confrontarnos con ese paisaje vacío que la memoria intenta construir con los elementos frágiles que tiene a su alrededor y sobre todo, en su interior. Unas imágenes deslumbrantes, sencillas y muy conmovedoras, cocidas desde la honestidad, sin caer en ningún momento en lo maniqueo, sino todo lo contrario, cimentando un relato sobre la ausencia y la memoria personal, en el que asistimos a momentos deslumbrantes, en el que la mise en scene se construye a través del espacio vacío, ese paisaje desolado, al que le falta alguien, una sombra indefinida que ya no está, se esfumó, convirtiéndose en una memoria rota, en pedazos, en que la película lo evoca desde lo íntimo, a través de las edades de Inés, erigiéndose en un ejercicio fascinante y a la vez, doloroso, sobre la identidad y la memoria íntima de cada uno de nosotros, y todo aquello que somos y sobre todo, todo lo que hemos perdido o dejado por el camino.

Tea Time (La Once), de Maite Alberdi

A0-cast(base)LOS AÑOS VIVIDOS.

La película arranca introduciéndonos en la preparación de una celebración, a través de planos detalle, asistimos a los últimos retoques de diferentes exquisiteces de repostería, con sus cremas y chocolates, y también, el relleno de panecillos, con el acompañamiento del té que está caliente y listo para ser servido, alimentos que degustarán las cinco mujeres que conoceremos a continuación. El reloj toca las cinco de la tarde, hora exacta en el que aparecen las invitadas a la mesa, una mesa ornamentada y lista para la ocasión. Cinco mujeres: Teresa, Alicia, Angélica, Ximena y Gema, que se conocieron en el Colegio católico de Santiago de Chile donde estudiaron, siguen fieles a su cita mensual de encuentrarse. Ritual, que parece de tiempos pasados, pero que siguen escrupulosamente, desde que salieron del colegio, un ritual que sigue produciéndose desde hace más de 60 años.

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La directora Maite Alberdi (1983, Santiago de Chile) que ya apuntó buenas maneras en su anterior trabajo El salvavidas (2011), vuelve al espíritu que regía su puesta de largo, y se adentra en la intimidad y cotidianidad de unas vidas anónimas en las que construye unos relatos de profunda humanidad y sensibilidad acompañados de grandes dosis de humor. Alberdi rescata un dicho popular chileno “tomar once”, que se dice cuando se queda para merendar, y filma esos encuentros, la intimidad del hogar, y más concretamente en los salones de estas mujeres que rozan o traspasan la ochentena. La directora, nieta de una de sus protagonistas, ha registrado durante cinco años los encuentros de su abuela y sus amigas, construyendo un relato breve (70 minutos) pero en el que a través de las miradas de estas mujeres conocemos un parte de la historia de Chile, filmado en primeros planos y planos detalle, todo lo que se comparte en esas citas. Mujeres de educación católica y conservadora, distinguidas y coquetas, que han llevado unas vidas de imponente moral religiosa y acomodadas de Santiago de Chile. Un retrato femenino, en el que unas mujeres se encuentran y hablan de política, de los cambios sociales, culturales y económicos que ha sufrido Chile a lo largo de más de medio siglo. También, discuten, dialogan, intercambian impresiones, a veces tienen criterios completamente diferentes, pero sobre todo, ríen, ríen mucho, no han perdido el sentido del humor, y las ansias de seguir viviendo y encontrándose con sus amigas del alma.

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Aprovechan las citas mensuales, para hablar de ellas, de sus hijos y nietos, sus enfermedades, recordar a las ausentes, ya sea por fallecimiento o enfermedad, tener un pensamiento para sus esposos, los vivos o los muertos, su vida matrimonial, y sobre todo, hablan de sus inquietudes, de sus miedos e inseguridades, del tiempo que pasaron juntas, del tiempo que murió, el tiempo compartido, y la profunda amistad que las ha unido durante tanto tiempo. También planean excursiones, que Alberdi, en un acierto de guión, sólo nos las muestra mediante fotografías, su campo fílmico se centra en las cuatro paredes de los salones, algún plano de la cocina, pero breve y conciso, se limita a la mesa, mimada al mínimo detalle, y a sus personajes, mujeres acomodadas, distinguidas y de otro tiempo, con ideas y rituales que morirán con ellas, ya nadie, sus predecesores no continuarán con estas citas mensuales. Un tiempo que comparten, desde que eran niñas, un tiempo de amistad, de vida, de muerte, de alegrías e infortunios, de compañía y soledad, de certezas y dudas, viendo a un país que en los últimos cuarenta años ha pasado de la democracia de Allende a la dictadura de Pinochet, para volver a la libertad, otra vez. Una película sencilla y honesta sobre el paso del tiempo, la vejez y sobre todo, la extraordinaria capacidad para seguir viviendo a pesar de la vida, de todo lo que vivimos y lo que nos queda por vivir.

El recuerdo de Marnie, de Hiromasa Yonebayashi

poster_elrecuerdodemarnieDOS ALMAS EN UN TIEMPO.

En 1984 con Nausicaa del Valle del Viento, se colocaba la piedra fundacional que dos años más tarde sería el Studio Ghibli (fundado por Hayao Miyazki e Isao Takahata) que arrancaría con El castillo en el cielo. A partir de este momento, sus producciones de animación de la excelsa compañía se convertirán en un referente mundial en el mundo cinematográfico. Títulos del prestigio de Mi vecino Totoro, Porco Rosso, La princesa Mononoke, El viaje de Chihiro o El viento se levanta, son sólo algunos ejemplos de la calidad y hegemonía de una producción brillante que ha atesorado premios tan importantes como el Oso de Oro en la Berlinale o el León de Oro en Venecia, por citar algunos. Sus películas están protagonizadas, principalmente, por jóvenes heroínas con dificultades físicas o emocionales que, se enfrentan a un mundo hostil en que no encajan, y ellas, al sentirse desubicadas, animadas por ese espíritu de inteligencia y fortaleza interior, encuentran su libertad y bienestar emocional a través de la fantasía. Una fusión ejemplar entre la realidad y la fantasía para escapar de una realidad difícil y adversa, fundamentada en una animación clásica, en la que priman los colores y la definición de las formas, y la naturaleza, su diversidad y belleza, actúa como el escenario esencial de unas historias humanistas y poéticas.

Hiromasa Yonebayashi (1973, Ishikawa-Ken, Japón) uno de sus jóvenes valores, que había debutado con Arrietty y el mundo de los diminutos (2010), vuelve a la dirección con una obra que habla sobre la amistad, el dolor, y la memoria. Basada en la novela infantil de gran éxito, Cuando Marnie estuvo allí de Joan G. Robinson (autora inglesa preferida de Miyazaki), nos lleva a Anna, una niña de 12 años aquejada de asma y encerrada en sí misma, su madre adoptiva opta por enviarla durante el verano junto a unos parientes a Hokkaido, un pueblo junto al mar. Anna se refugia en el dibujo y sus pensamientos, la soledad le lleva a dibujar junto al pantano, y lentamente, se sentirá atraída por una casa de piedra abandonada. Allí, en ese lugar, sin tiempo ni lugar, conocerá a Marnie, una enigmática niña con los mismos conflictos que ella padece.

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La última producción de Ghibli hasta la fecha (después del anuncio de Retirada de Miyazaki, el estudio se encuentra en fase de reestructuración), nos acerca a dos almas doloridas, que arrastran un pasado brutal, una vida llena de ausencias, Anna es huérfana, y Marnie tiene unos padres que continuamente están viajando. Las dos niñas se enfrentan juntas a ese vacío y ausencia, el dolor que sienten se comparte juntas en una amistad llena de alegría. Un encuentro mágico y libre que les ayuda a superar sus miedos y reencontrarse consigo mismas. Yonebayashi sigue el camino de sus maestros, contándonos una película llena de encanto y belleza, en la que realidad continuamente se mezcla con la fantasía, en un tiempo que no existe, que late en el interior de los personajes, en un espacio en que los sueños se materializan y forman parte de la cotidianidad. Dos almas enfrentadas a un entorno complejo que, a través de su complicidad y sus encuentros lograrán sentirse ellas mismas, y escapar de los adultos (que como suele pasar en las películas del Studio no consiguen entenderlas) y disfrutar de su vitalidad y amor, para aliviar un interior dañado por los miedos y la ausencia de cariño.

Un otoño sin Berlín, de Lara Izagirre

un_otoo_sin_berlin_1_grandeENFRENTARSE A LAS HERIDAS

June, una joven que ha pasado un tiempo fuera, vuelve a su pueblo. Allí encontrará a una familia rota, y a su primer novio encerrado en sí mismo. Como el viento sur otoñal, June hará lo posible para reconducir la situación e intentar que todo vuelva a ser como antes. Recuperará la amistad con Ane, que está esperando un niño, y dará clases de francés a Nico, un niño que no quiere entrar a estudiar en el Liceo francés. Lara Izagirre (Amorebieta, 1985) después de varios años dedicados al cortometraje, se mete en su primer largo a tumba abierta, en terreno de roturas emocionales, de dolor silenciado, y en batallas por discernir. Las difíciles relaciones personales que retrata están contadas con suma delicadeza, con la distancia adecuada, instalada en miradas y silencios, batallando con unos personajes a la deriva, sumidos en el llanto y en la pérdida.

Su familia debe todavía afrontar la ausencia de la madre, y llenar lentamente ese vacío que ha dejado, tanto la propia June, como su padre y su hermano, deben acercarse más, hablar de lo que sienten, no tener miedo de mostrar su dolor ante el otro. Por otro lado, June debe recomponer su situación con Diego, su ex, que ahora se ha sumergido en un estado depresivo que le impide salir de casa, el exterior se ha convertido en una amenaza constante para él, y todo lo que viene de ahí, incluida su ex novia, también le hace sentir en desventaja y se esconde en sí mismo. Película de estructura lineal, todo lo vemos y oímos bajo la mirada plácida y serena de June, que no sólo tendrá que batallar contra los demás, sino también consigo misma. Contar las heridas que siguen latiendo en su interior, aceptarse y sobre todo, aceptar a los demás, a los que quiere y con los que se relaciona. Una cinta susurrada al oído, que suena a ilusión rota, a canción desde lo más profundo, donde no hay espacio para subrayados innecesarios, todo está sumido en ese aire de otoño, depresivo pero con alguna alegría. Bañada con la hermosa luz de Gaizka Bourgeaud, que navega entre lo realista y lo bello de ese pueblo sin nombre, aunque las localizaciones se desarrollaron en Amorebieta (lugar de nacimiento de la directora), las calles grises y opacas, con esa fina capa de luz que recorre sin ruido los lugares.

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Izagirre se destapa como una narradora con sello propio, con personalidad, con un pulso firme a la hora de plantar su objetivo, una mirada a tener en cuenta en futuros trabajos. Una joven cineasta que nos habla de situaciones duras y difíciles de digerir, pero lo hace de manera tranquila y honesta, nos conduce por su película de forma sencilla y nos invita constantemente a relacionarnos con lo que se cuenta, apoyándose en lo que no se cuenta, lo que no se dice y se guarda. Rodeada de un buen plantel de intérpretes entre los que destaca la joven Irene Escolar, que vuelve a manifestar su extraordinario talento, dando vida a un personaje complejo y lleno de aristas emocionales, Tamar Novas compone un personaje atormentado, vacío y ausente de sí mismo, su escritura es su forma de relacionarse, y su morada en su refugio donde se siente perdido, como un fantasma de su propia vida. Ramón Barea, Aita, construye su personaje a través de la mirada y lo que calla, todavía hay mucho dolor para hablar y un gesto dice mucho más. Una película hermosa y edificada desde lo emocional, que nos lleva a otra película, de parecida estructura, pero de regreso diferente, si en la de Izagirre el exilio es emocional, en Los paraísos perdidos (1985), de Basilio Martín Patino, la huida era política, tanto June como la hija del intelectual republicano que encarnaba Charo López, se encontrarán con otro escenario, con otros personajes que cuesta reconocer, el tiempo ha caído sobre las cosas, porque aunque no queramos y aceptemos, las cosas nunca vuelven a ser como eran, porque todo está atrapado y sometido al inexorable paso del tiempo.

Entrevista a Sergi Pérez

Entrevista a Sergi Pérez, director de “El camí més llarg per tornar a casa”. El encuentro tuvo lugar el miércoles 27 de mayo de 2015, en la Plaza Gutenberg, en el Campus UPF, de Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Sergi Pérez, por su tiempo y generosidad, a Eva Herrero (autora de la instantánea que ilustra esta publicación) de MadAvenue, por su paciencia y amabilidad.