Napoleón, de Ridley Scott

EL SEÑOR DE LA GUERRA. 

“La gloria es fugaz, pero la oscuridad es para siempre”

Napoléon Bonaparte

La relación de Ridley Scott (South Shields, Reino Unido, 1937), y Napoléon Bonaparte (1796-1821), viene de muy lejos, ya que su espíritu rondaba entre Feraud y D’Hubert, sus dos oficiales que se batían en duelos fratricidas en la inolvidable Los duelistas (1977), la primera película del británico. Casi medio siglo después y más de treinta títulos a sus espaldas, Scott vuelve o mejor dicho, se enfrenta al emperador face to face, y lo hace a partir de un guion de David Scarpa, del que ya había dirigido otro retrato, el del multimillonario Jean Paul Getty en Todo el dinero del mundo (2017), en un relato que abarca quince años de la vida del citado entre 1800 y 1815, cuando pasó de cónsul a Emperador de todos los franceses (1804-1815), pasando por sus innumerables invasiones y batallas como las de Egipto, el frío polar de Rusia, y las recordadas Austerlitz (1805) y la madre de todas las batallas que fue la de Waterloo (1815), que significó su fin, sin olvidar, por supuesto, su compleja y oscura relación con Josefina de Beauharnais (1763-1814), que convirtió en emperatriz en 1804. 

Dos vértices: Josefina y el amor, y la guerra son los dos pilares en los que se sustenta la película, en su retrato sobre una de las figuras más controvertidas y peculiares de la historia de Francia y por ende, de la historia. Como ha ocurrido con la reciente Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese, volvemos a tener a Apple Studios detrás de una superproducción en la que no se ha escatimado ningún esfuerzo de producción para hacer creíble la historia del famoso emperador. Las secuencias bélicas son de una majestuosidad y detallismo brillante, sólo citar la que se desarrolla en Rusia con ese inmenso bloque de hielo que vemos bajo el agua, en una fascinación de colores y texturas entre el blanco rígido del hielo, el resquebrajamiento de los bloques mezclados con la sangre de los soldados que van cayendo, y las batallas anteriormente citadas donde asistimos a la guerra en todos sus detalles, acompañada de una amalgama de colores, texturas y formas que se funden con la extrema violencia y crueldad, en unos enfrentamientos que recuerdan a los de Campanadas a medianoche (1965), de Welles, en ese caos absoluto que se va desarrollando de hombres a pie y a caballo de aquí para allá, reflejando la locura de esas batallas fratricidas. 

No deberíamos caer en la tentación que Napoleón sólo es un grandioso espectáculo visual en su forma de retratar las batallas, porque no seríamos justos y esto es importante, con todo lo que cuenta la película, porque su antesala, esa Francia caótica y en pie de guerra social, también está fielmente capturada, porque no voy a entrar, como suele ocurrir, en valoraciones históricas fidedignas y bla bla bla, esto es una película sobre Napoleón, no un documental sobre su vida, su obra y milagros, se retratan algunos aspectos relevantes que así han decidido sus creadores, y ya está. Todo lo demás, nada tiene que ver con su calidad o no cinematográfica. Dicho esto, continuó hablando de la película. Esa antesala, o ese espacio de no guerra, donde la cama se instala buscando su mejor posición, en la que asistimos a esas otras batallas, una Francia en pleno polvorín, después de la fallida revolución, y ese vacío de poder e intereses, como el instante de la rebelión en el congreso, y ese baile donde se conocen Napoleón y Josefina, figura clave en la película, con una secuencia que podía haber filmado el mencionado Scorsese en su Lobo de Wall Street, porque la relación de aquella pareja no está muy lejos de los de esta. 

Scott que nos ha brindado películas grandes como Alien, Blade Runner, Thelma & Louise, 1492, la conquista del paraíso, Gladiator, El reino de los cielos, American Gangster, Marte y El último duelo, con otras que, para el que suscribe, no lo son tanto, consigue con Napoleón, un gran espectáculo visual e íntimo, aunque, claro, las secuencias de interior y de alcoba no tengan esa grandeza o épica que tienen las batallas, eso sí, la decadencia y la oscuridad la retrata con maestría, deteniéndose en las partes más difíciles sin hacer escabechina ni ser condescendiente, ayuda y mucho la textura y la forma que usa para mostrarlos en un gran trabajo de cinematografía del polaco Dariusz Wolski, con el que Scott ha hecho 9 películas, amén de trabajar con cineastas sumamente estéticos como Proyas, Burton y Greengrass, con una luz etérea con neblina, para enseñar las alegrías y tristezas de una existencia muy convulsa, llena de guerra, muertes y algo de amor. Una película que se va a los 147 minutos debía tener a unos editores que supieran dotar de ritmo a una historia que tiene escenas de guerra dinámicas y llenas de energía con otras donde se impone la pausa y la precisión, en un exquisito montaje de Claire simpson, con cinco películas con Scott, al que le acompaña su discípulo más aventajado como Sam Restivo. la excelente música que capta todos esos momentos tan diferentes y detallistas de la mano de Martin Phipps, al que conocemos por sus trabajos en las series Peaky Blinders y The Crown, entre otras.

El magnífico trabajo de diseño de Arthur Max, 16 películas con el británico, ahí es nada, con un acabado apabullante, como los demás departamentos técnicos que se ponen al servicio de la historia. El apartado interpretativo debía tener uno de esos actores que sin hablar pudiera expresar todo el ánimo y desánimo de un hombre de guerra como Napoléon, y se ha encontrado en Joaquin Phoenix, que hace de cada interpretación un acto de valentía, de encontrar esa peculiar forma de caminar que define cada rol que ha interpretado, como demuestra su capacidad para transformarse con un gesto y un detalle, nada postizo, nada impostado, sólo él, con esa forma de mirar, de moverse y sobre todo, de su silencio. Para Josefina, nada fácil teniendo a Phoenix enfrente, se ha encontrado en la actriz Vanessa Kirby la mejor emperatriz, toda una mujer con carácter, con sabiduría, con esa forma de mirar desafiante y encantadora, resuelve con astucia y solvencia un personaje difícil que también libró su batalla con Napoleón. Como ocurre en estas películas el reparto debe librar también sus momentos con naturalidad y transparencia como ocurre con los Tahar Rahim, que siempre será para muchos Un profeta, de Audiard, la composición de Ludivine Sagnier, Ben Miles, Paul Rhys, y un excelente Rupert Everett como el Duque de Wellington, un gran adversario para el emperador francés en la famosísima batalla de Waterloo, y toda una retahíla de grandes intérpretes muy bien escogidos y mejor dirigidos. 

Cuando se hace una película sobre Napoleón es inevitable pensar en Stanley Kubrick, por su película fallida sobre el emperador, y su cinta de Barry Lyndon (1975), que nos sitúa muy cerca de la época napoleónica a finales del XVIII, de la que Scott, como no puede ser de otra forma, usa como inspiración en las batallas, en las formas, en el detalle, en la luz, en esa ceremonia de la guerra y las costumbres burguesas, y demás detalles y sensaciones, porque la película de Kubrick va mucho más allá, no sólo cuenta una historia, sino que la cuenta de la mejor forma posible, seduciéndonos y completamente hipnotizados en la existencia de un sirvenguenza y arribista de la peor calaña, pero con una gran producción, llena de tacto y hermosísima. Quizás Napoleón no sea tan redonda como la de Kubrick, pero es una gran película, y lo es porque cuenta una parte de la vida del emperador con sus guerras tanto exteriores en el campo de batalla y muerte, humanizando la figura y retratando al hombre detrás de la máscara, como esa vomitera antes de la primera guerra, toda una declaración de bajar del pedestal a un hombre que le faltó humildad, sobre todo, en la guerra. Y las guerras interiores, las que libraba con los políticos, con su mujer, a la que quiso a su manera, y con él mismo, la más dura de todas ellas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Samir Guesmi y Rachid Bouchareb

Entrevista a Samir Guesmi y Rachid Bouchareb, actor y director de la película “Nos frangins”, en el marco del Ohlalà Festival de Cinema Francòfon de Barcelona, en el Hotel Majestic, el lunes 6 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Samir Guesmi y Rachid Bouchareb, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos con tanto talento, y a Mélody Brechet-Gleizes, Ana-Belén Fernández y Martin Samper  de la comunicación del Festival, por la traducción, su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La isla roja, de Robin Campillo

ADIÓS A MADAGASCAR. 

“Cada vez que un hombre en el mundo es encadenado, nosotros estamos encadenados a él. La libertad debe ser para todos o para nadie”.

Albert Camus

La descriptiva y demoledora secuencia que abre La isla roja, cuarta película de Robin Campillo (Mohammèdia, Marruecos, 1962), nos muestra a un par de familias francesas a punto de juntarse para comer en el patio frente a su casa. Es una escena cotidiana sin más aparentemente, pero no estamos en Francia, sino en Madagascar, en una de las últimas bases militares, a principios de los setenta. En un momento, el padre expulsa a uno de los sirvientes, un nativo que les sirve pero que ocultan, como meras sombras sin vida ni identidad. La naturalidad del momento oculta algo más oscuro y siniestro, la colonización en todo su esplendor, unos ocupantes franceses que usan a los malgaches, y también, se quedan con su clima, su sol y su todo. Sin hacer una película autobiográfica, según sus palabras, Campillo que vivió su infancia en la mencionada Marruecos, Argelia y en Madagascar, ya que su padre era un militar aéreo francés, recupera recuerdos y memoria para contarnos una película con base real pero con un aroma de fábula de final de la infancia o quizás, mejor dicho, el final de un mundo colonialista. 

Las tres películas anteriores del director francés se han movido bajo temas y elementos que van a la contra de lo convencional, donde hay cabida para situarnos en aquellos más invisibles y ocultos, donde investiga sobre la fragilidad de nuestras existencias con la muerte como satélite importante. En La resurrección de los muertos (2013), combinaba de forma inteligente el terror con lo social, en Chicos del este (2013), en la que se centraba en la inmigración, la prostitución gay y lo más cercano, y finalmente, 120 pulsaciones por minuto (2018), done pivotaba sobre dos temas: homosexualidad y Sida en la Francia de principios de los ochenta. En La isla roja construye un guion complejo, alguien que ha trabajado en ese menester con Cantet, Zlotowski y Meier, que se mueve a partir de dos conceptos: la mirada de Thomas, un niño de 10 años que se parece mucho a la vida de Campillo, que no entiende el colonialismo, y es un extraño de su país Francia en la que nunca ha vivido, y además, se siente perdido en ese final de la niñez. Un mundo desconocido que intenta comprender a través de Fantômette, una niña heroína de tebeo y su compañera de colegio. Y luego, está el colonialismo a partir de la familia Lopez, donde su realidad tranquila y vacacional, esconde ese terror del ocupante frente al nativo. 

Sin ser una película de terror, lo es y mucho, aunque Campillo, muy hábilmente se deja de convencionalismos y extremos, y nos presenta una cotidianidad que traspasa, como si estas familias francesas de militares estuvieran en su paraíso perdido, ajenos al terror y la usurpación de su gobierno y sus respectivos trabajos, con los ecos de la brutal represión de 1947. Ayuda mucho la estilización y la intimidad de la cinematografía de un grande como Jeanne Lapoirie, que ha estado en los tres trabajos de Campillo, uno de los nombres más reputados en el país vecino al lado de grandes nombres como los de Téchiné, Ozon, Pedro Costa, Verhoeven, Corsini, Bruni Tedeschi, entre otras. Así como el gran trabajo de edición que firman el propio Campillo, y la pareja Anita Roth y Stéphane Léger, que ya estuvieron en la mencionada 120 pulsaciones por minuto, y han trabajado con Bonello y Cantet, respectivamente, consiguen un ritmo pausado y tranquilo, sin excesos ni dramatismos, sólo observando esa cotidianidad cálida y vacacional, que oculta el terror invisible y violento, en una película muy bien equilibrada y de gran tempo en sus casi dos horas de metraje. 

La música de Arnaud Rebotini, que tiene en su haber películas como Curiosa, y directoras como Argento y Hélèna Klotz, creando esa dualidad entre la postal y la oscuridad, con unas melodías que muestran pero también ocultan todo lo que se cuece en ese lugar francés y malgache, amén de los temas más populares que describen esas vidas aparentemente felices que ocultan esa idea de no volver a Francia y seguir sumidos en esa realidad paradisíaca ficcionada. El grupo de intérpretes también mantiene esa línea de transparencia e intimidad que tanto demanda la trama, empezando por una magnífica Nadia Tereszkiewicz, que vaya añito se está marcando de estupendas películas como Mi crimen, La gran juventud y La última reina, hace la madre protectora y con una relación tensa con su marido, que hace un increíble Quim Gutiérrez, más asentado en la cinematografía francesa, que se mueve entre la ambigüedad y lo extraño, el fantástico niño Charlie Vauselle, que añade toda la fantasía y realidad ajena de una mirada inquieta y pérdida, Amely Rakotoarimalala y Hugues Delamarlière, que interpretan a Miangaly y Bernard, la nativa y el joven militar francés y una relación que escenifica todo lo que la película muestra y reflexiona, esos dos mundos tan alejados que se empeñan en relacionarse, cada uno a su manera. Y luego, están los otros, los franceses que están y disfrutan de todo, como Sophie Guillemin y David Serero, un curioso y divertido matrimonio, etc… 

No se pierdan una película como La isla roja, que nos habla de familia, matrimonio y de franceses que parecen huir de sí mismos, y de toda convencionalidad, pero en el fondo están detenidos y ensimismados en una tierra que aman pero no es suya, están ocupando ilegalmente. Un filme que nos habla de terrorismo de estado francés, pero no de forma evidente, sino escarbando en sus quehaceres diarios, en los que mandan y los que sirven, las que hacen paracaídas para los franceses o los que sirven cafés para los mandamases, con el mismo aroma de películas como Los juncos salvajes (1994), de Téchiné, donde unos adolescentes se relacionan con los ecos de la descolonización de Argelia en los sesenta, o Hacia el sur (2005), de Cantet, donde el turismo occidental femenino llegaba a las playas de Haití en busca de amor y cariño. Reflexionaran sobre la tragedia del colonialismo, la idea banal del occidental sobre el paraíso y demás, el amor interesado, la fragilidad de la vida acomodada y alejada de la realidad, esa falsa idea de paraíso, sobre la pérdida y la idea del adiós a aquello que crees que siempre te perteneció, y todo a partir de la mirada de un niño de 10 años, que mira, observa y no comprende nada, quizás sólo a través de la ficción, en el que todo está más claro y es más sencillo, no tan ambiguo y complejo como la realidad de los adultos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

No se admiten perros ni italianos, de Alain Ughetto

LUIGI Y CESIRA, MIS ABUELOS. 

“(…) Mis únicos amigos eran la plastilina, el pegamento, las tijeras y el lápiz. Hoy, siento la magia de esas formas en las manos contando una historia, una historia que viene de lejos, muy lejos. Mi padre contaba que en Italia había un pueblo llamado Ughettera. Allí todos tenían el mismo nombre que nosotros. Ughettera, la tierra de Ughetto. Todo empezó aquí, a la sombra del Monte Viso. Mi abuelo y mi abuela vivían en una casa como esta…”

Durante la presentación de su última novela Volver a dónde, el escritor Antonio Muñoz Molina mencionó la frase: “Todo lo que somos lo debemos a otros”. Una frase que casa totalmente con la película No se admiten perros ni italianos, de Alain Ughetto (Francia, 1950), el cineasta especializado en animación, del que conocíamos títulos como los cortometrajes La fleur (1981), L’échelle (1981), La boule (1984), y el largometraje Jasmine (2013), una historia de amor y revolución en la Francia de finales de los setenta. Con su nuevo largometraje, Ughetto echa la vista atrás y establece un ríquisimo y vital recorrido por la historia de sus abuelos, Luigi y Cesira, que abarca unos cuarenta años de vida. 

Hay muchísimos elementos que hacen de la película una verdadera maravilla, empezando por su visualidad, con estos muñequitos animados con la técnica de stop motion, sus leves movimientos, todos los detalles que llenan cada plano y encuadre, y sobre todo, la mezcla finísima entre historia e intimidad, entre dureza y sensibilidad, entre realidad y magia, entre los que encontramos toques de poesía, belleza y crueldad. También, tiene especial singularidad la forma que nos cuenta el cineasta su película, porque establece un maravilloso diálogo ficticio entre su abuela Cesira (que hace la actriz Ariane Ascaride) y él mismo Alain, un diálogo de todas aquellas lagunas, secretos y olvidos que hay en todas las familias. Un diálogo en el que van interviniendo los demás personajes, y en el que además, existe una interacción mutua en el que se pasan objetos unos a otros, y viceversa. No se admiten perros ni italianos, brillante título para está fábula y vital que recorre los primeros cuarenta años de Italia y Francia y sobre todo, la de la inmigración italiana, con sus durísimos trabajos labrando la tierra, picando piedra para abrir nuevos caminos, torpedeando y escarbando la montaña para abrir túneles y extraer carbón, y demás, las nefastas guerras como la del 1911 de la Italia colonizadora en Libia, pasando por las dos guerras mundiales, el aumento de la familia, y los años que van pasando. 

Un relato escrito por Alexis Galmot (que ha trabajado en películas de Cédric Klapisch y Anne Alix, entre otras), Ane Paschetta (que se ha especializado en documentales tan interesantes como A cielo abierto), y el propio director, donde construyen una película cercana y muy íntima, de las que se clavan en el alma, por su asombrosa sencillez y capacidad de concisión y brevedad para albergar toda una amalgama de historias y personajes y situaciones y circunstancias para una duración de apenas 70 minutos en un grandísimo trabajo de montaje de Denis Leborgne, así como el ejemplar empleo de la cinematografía por parte del dúo consumado en animación del país vecino como Fabien Drouet (que estuvo en el equipo de La vida de calabacín) y Sara Sponga (que hizo las mismas funciones en el film Nieve, entre otros). Toda la belleza y tristeza que contienen las imágenes de la película no se verían de la misma forma sin la excelente y sencilla música de un maestro como Nicola Piovani, cada mirada y gesto de la película, en una película en la que abundan, junto a la música del músico italiano adquiere una sonoridad y majestuosidad sublime, dotando a la historia de una capacidad maravillosa para universalizar un relato íntimo de gentes sencillas y del campo, en uno de los mejores trabajos de composición y ritmo de uno de los grandes de la cinematografía italiana con una trayectoria que abarca más de medio siglo con más de 150 títulos, con los más grandes del cine italiano como Antonioni, Fellini, los Taviani, Bertolucci, Monicelli, Bellocchio, Amelio, Moretti, y muchos más. 

No se admiten perros ni italianos está a la altura de grandes obras sobre la familia y la inmigración como Rocco y sus hermanos, de Visconti, América, América, de Kazan, Los inmigrantes, de Troell, los primeros momentos de El padrino II, de Coppola, Lamerica, de Amelio, entre otras, en las que se habla de las personas como nosotros, personas que recorren medio mundo para encontrar ese lugar que les dé tierra para trabajar, comer y crecer. La película de Ughetto también se puede ver como una película de viajes, porque acompañamos la desventura de Luigi y sus dos hermanos por su Ughettera natal, pasando por tierras francesas como Ubaye, Valais, el valle del Ródano, Ariège y Drôme, etc… Idas y venidas por cuarenta años de vida, de ilusiones, de esperanzas, de tristezas, de trabajo duro, de guerras, de pérdidas, de despedidas, de amores y desamores, de hijos, de partidas y regresos, de fascismo, de nazis y cambios, de un tiempo que pasó, que el director francés de origen italiano recupera en forma de fábula sin huir de la dureza de los tiempos, de los cambios inevitables de la vida, de todo lo que deseamos y todo lo que somos al fin y al cabo. 

Sólo nos queda decir, si ya no están convencidos, que no deberían perderse una película como No se admiten perros ni italianos, porque entra de lleno en el olimpo de las mejores películas de animación y del cine en general y en particular, porque les hará soñar con ese cine que ha hecho grande el cine, que sin dejar de fabular puede ser brillante, rigurosamente visual, y también, contarnos una historia profunda y reflexiva, recorriendo la historia, la que pasa delante de nosotros y la nuestra, aquella que empieza cuando se cierra la puerta del hogar, y tanto como una otra nos afecta, nos interpela, en ambas somos protagonistas y testigos. La película de Alain Uguetto no sólo es una obra sobre la memoria y la melancolía de un tiempo, devolviendo a sus abuelos un protagonismo, una vida que él apenas vivió, y el cine con su magia y su camino de regresar fantasmas, que también lo es, hace posible lo imposible, y volvemos a aquella vida y conocemos a Luigi, sus hermanos y su familia, a Cesira, la francesa, y la familia que forman, todos los lugares que recorren y los hogares que forman, con los hijos que van llegando y otros que van marchando, en fin, la vida, eso que pasa mientras nosotros estamos aquí, porque otros antes lo hicieron posible, no lo olvidemos, recordémoslo, antes que sea demasiado tarde. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Clara Ponsot

Entrevista a Clara Ponsot, actriz de la película “Esperando a Dalí”, de David Pujol, en la terraza de Gran Torino Garage Bar en Barcelona, el jueves 13 de julio de 2023

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Clara Ponsot, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Violeta Cussac de MadAvenue, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

El origen del mal, de Sébastien Marnier

STEPHANE Y LA EXTRAÑA FAMILIA. 

“Por severo que sea un padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre”.

Enrique Jardiel Poncela 

Había una vez una mujer llamada Stephane. Una mujer que apenas sabía de su padre, un padre dedicado a los negocios y a las mujeres. Pero, un día Stephane conoce a su septuagenario padre en su rica mansión en mitad de una pequeña isla,  y su opulenta vida. Allí conoce su vida. Una vida en la que están una mujer sesentona, caprichosa y estúpida, una hija fría y calculadora que se ha puesto al frente de los múltiples negocios después del ictus del padre, una nieta que odia a su familia y quiere huir, y finalmente, una criada inquietante y oscura que sabe demasiado de todos y todas ellas. La realidad con la que se encuentra Stephane es muy inesperada, una situación que invitaría a huir y no volver jamás, aunque en el caso de la mujer e hija resucitada, todo será diferente, porque estará entre un padre que necesita a una aliada frente a sus “enemigas”, y las mujeres, necesitan otra mujer a su lado, alguien en confiar y derrotar al padre débil. 

La tercera película del director francés Sébastien Marnier, después de las interesantes Irréprochable (2016), y L’heure de la sortie (2018), sendos dramas ambientados en el trabajo y en la educación, se erige a través de un guion del propio director y la colaboración de Fanny Burdino, que tiene en su haber películas tan estupendas como Después de nosotros (2016), de Joachim Lafosse, El creyente (2018), de Cédric Kahn y Arthur Rambo (2021), de Laurent Cantet, entre otros. Un relato que, en su primera mitad, nos habla de una familia disfuncional, no son todas un poco o mucho, una familia enfrentada por la herencia de un padre débil de salud, en la que vemos sus relaciones y los diferentes roles de los personajes, tan excéntricos como cercanos. En su segunda parte, la película vira hacia el thriller hitchockiano, donde todo se torna aún más oscuro si cabe, y donde la historia se adentra en aspectos mucho más inquietantes y sorprendentes. El director francés nos sitúa en otro lugar muy Hitchcock, que recuerda a aquella mansión de Rebeca (1940), aunque está muy peculiar, llena de cajas y cajas llenas de artículos y productos que compra compulsivamente Louis, la mujer de George, el padre. 

Al igual que la siniestra familia, el lugar no podía ser diferente a tanta apariencia y lujo, como esa casa sobrecargada de elementos, a cuál más siniestro, como esos animales disecados, plantas y toda clase de objetos muy horteras que ofrecen un aspecto frágil y vulnerable a todo lo que allí acontece. Marnier vuelve a trabajar con el cinematógrafo Romain Carcanade, que ya estuvo en L’heure de sortie, que consigue esa luz etérea, donde enmarca a unos personajes que ocultan muchas cosas, con esos largos planos secuencia, como el que abre la película en el vestuario de la empresa de conservas, y las interesantes divisiones de la pantalla, tan significativas en el desarrollo emocional de los individuos. El preciso y brillante montaje de Valentin Féron, del que hemos visto Tan lejos, tan cerca y Black Vox, y Jean-Baptiste Beaudoin, del que conocemos Una íntima convicción y Promesas en París, que dota de ritmo y un in crescendo brutal a una película que se va a las dos horas de metraje. Una excelente música que va puntualizando los altibajos de unos personajes cercanísimos y misteriosos, firmada por el dúo Pierre Lapointe y Philippe Brault, que repiten después de la experiencia en El vendedor (2011), de Sebastien Pilot. 

Si el guion funciona como un mecanismo funcional lleno de capas complejas, y la técnica se pone a su servicio, el reparto debía estar a la altura de la exigencia. Tenemos a una Laure Calamy, que hace poco la vimos como la alocada Magalie en Las cícladas, de Marc Fitoussi, ahora su personaje está en las antípodas, porque su Stephane es una mujer que trabaja como operaria de conservas de pescado, vive en una habitación de alquiler y mantiene una relación tóxica con una reclusa. La llegada de su padre perdido dará un vuelco a su miserable vida. Le acompañan Doria Tillier en el papel de George, una mujer de armas tomar, siniestra y arribista, que hemos visto en películas de Quentin Dupieux y Nicolas Debos, entre otros. La joven Céleste Brunnquell como Jeanne, la pequeña menos contaminada de esta familia de locas, Verónique Ruggia Saura, que ha estado en las tres películas de Marnier, como Agnes, la criada que no está muy lejos de la Señora Danvers, y muchas saben de lo que hablo, Suzanne Clément como una detenida, amante de Stephane, que nos encandiló en las películas de Xavier Dolan, entre otros, y para terminar, dos grandes y veteranos de la cinematografía francesa como Dominique Blanc y Jacques Weber, en los roles de Louise y Serge, tal para cuál o un matrimonio que se odia más fuerte que el amor que quizás sintieron alguna vez en sus vidas. 

El origen del mal, de Sébastien Marnier, no es una película de esas que agradan a todos los públicos, porque no sólo habla de la familia, sino de una familia en particular, una familia que, salvando las distancias, se parece a las nuestras, aunque sea un poco, que ya es mucho, porque la familia y en este caso, esta familia no es diferente a la nuestra y la de nadie, porque en ella hay de todo, hay personas que se odian a sí mismas y a los demás, hay tensiones, mentiras, secretos, violencia, amor no lo sabemos, o quizás, el amor, en su complejidad, tiene demasiadas caras o quizás, el amor puede ser también eso, querer sin importar las consecuencias, o tal vez, el amor es querer sí, pero no querer a los demás demasiado, como hacen en esta familia, que usan el amor para querer, pero no a los que tienen más cerca, si no a lo que tienen, al maldito parné, que cantaba Miguel de Molina, o al vil metal, que decía Pérez Galdós, el dinero, esa cosa que mezclada con el amor da resultados muy sorprendentes e inquietantes, sino que le pregunten a Stephane y su nueva familia. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Traición, de Jean-Paul Civeyrac

LA MUJER ENGAÑADA. 

“No hay hombre ni mujer que no se haya mirado en el espejo y no se haya sorprendido consigo mismo”.

Revelación de un mundo (1984), de Clarice Lispector

Las primeras secuencias de Traición (del original Une femme de notre temps), de Jean-Paul Civeyrac (Firminy, Francia, 1964), resultan muy reveladoras para situarnos en contexto de manera directa y sin complicaciones. Vemos a la protagonista Juliane Verbeck en su casa en soledad, luego, dejando flores en una tumba de alguien fallecido a los 40 años, y más tarde, en un centro lanzando unas flechas de forma precisa y brillante. En un lugar, donde coincide con una mujer y hablan de la fallecida, hermana de Juliane. Sin apenas diálogos, nos han informado de todo, y sobre todo, del estado de ánimo de la protagonista, que después de cinco años, sigue sufriendo la pérdida de su hermana. El relato, conciso y sin artificios, se posa en la existencia de Juliane, jefa de policía en París, metida en un caso arduo, felizmente casada con Hugo, un vendedor de pisos que se ausenta demasiado. Las sospechas ante esas ausencias, llevarán a la protagonista a dar un giro radical a su vida, o quizás, podríamos decir, a su existencia más inmediata, porque todo lo que parecía controlado y rutinario, se vuelve espeso, inquietante y complejo. 

El director francés, autor de 11 largometrajes, viste su drama íntimo y personal, en una película a lo Hitchcock y Chabrol, unos maestros que disfrazan lo doméstico y lo más cercano con personajes inquietantes y sucesos que alertan considerablemente en una intimidad demasiado estática y desapercibida. Lo que empieza como una película de corte policíaco, pero no desde el género, sino desde lo personal, de una protagonista a la que parece que nada ocurre, porque el conflicto va apareciendo, sin hacer ruido, de forma pausada, sin golpes de efecto ni nada que se le parezca. Un conflicto que cuando estalla convierte a la protagonista en otra, sometida a una espiral que no tiene camino de vuelta, sólo de ida, un viaje en la que experimentará todas esas cosas adormecidas que guardaba en su interior y todavía no habían explotado. Civeyrac se hace acompañar de sus colaboradores más cercanos de sus últimas tres películas. Tenemos al cinematógrafo Pierre-Hubert Martin, que ha estado en Mon amie Victoria (2014), y Mes provincials (2018), que consigue una luz tenue y muy claroscura, que ayuda a acercarse al personaje principal y ese “despertar”, siempre con la noche como compañía, la editora Louise Narboni, que amén de las dos películas citadas, también estuvo en la predecesora de ambas, Dos filles en noir (2010), teje con paso firme y de buen ritmo un montaje que se aleja de los efectismos y sigue con pausa y sin descanso esta huida sin rumbo de la protagonista en sus 92 minutos de metraje. 

Un fichaje lo encontramos en la música del ruso Valentin Silvestrov, que tiene en su haber películas de grandes directores rusos como Kira Muratova, Oleg Frialko y Aleksandr Borisov, entre otros, con una melodía que escenifica el cambio inquietante de la protagonista cuando su vida se pone patas arriba. Una actriz de la experiencia y la categoría de Sophie Marceau, con una filmografía de más de 40 años, que le ha llevado a trabajar con directores de la talla de Zulawski, Pialat, Tavernier, Antonioni, Wenders, Ozon, y muchos más, con más de medio millar de títulos, compone una magnífica Juliane Verbeck, una mujer que parece ausente, en otro lugar, estancada en su vida y en sus no ilusiones, que despertará de golpe, como un tiro o en su caso, una flecha inesperada o quizás no tanto, que le entra y la saca de esa especie de ostracismo en el que se encuentra. el actor belga Johan Heldenbergh, un actor que ha trabajado junto a cineastas como Felix Van Groeningen, del que hace poco hablábamos de su cinta Las ocho montañas, entre otros, hace de Hugo, el marido ausente de Juliane, que oculta algo, algo que sacará a su mujer de esa especie de limbo de dolor y vacío en el que está. 

Civeyrac ha construido una película modélica, pero no en el sentido de academicista, sino en el sentido de que sigue las reglas del género sin salirse del camino, quizás esa forma desencante a todos aquellos espectadores que necesitan de estímulos más atronadores y menos comedidos, pero a los demás espectadores, los que se emocionan con las historias cotidianas pero que encierran muchos misterios como hace Traición, porque si el cine sigue su camino hasta nuestros días después de más de un siglo, no es sólo porque quiera asemejarse al ruido y demás espectacularidades, sino porque sigue fiel a contar historias excelentes con personajes como nosotros, es decir, complejos, humanos, vulnerables, cobardes, valientes, tranquilos, llenos de ira, decepcionados, desafiantes, peligrosos y todo a la vez, como le pasa al personaje principal que, sin comerlo ni beberlo, se deja llevar en una espiral en la que ya no es consciente de sus actos ni de lo que ocurrirá a su alrededor, porque está experimentando lo peor que le puede suceder a una persona que confiaba en otra, que sepa que ha sido engañado, y entonces, todo se vuelve del revés, y ya no somos quiénes éramos, somos los engañados, los traicionados, y los perdidos, y eso ya no tiene vuelta atrás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Héctor Fáver y Claire Ducreux

Entrevista a Héctor Fáver y Claire Ducreux, director y actriz y guionista, respectivamente, de la película “Poèmes”, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el miércoles 24 de mayo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Héctor Fáver y Calire Ducreux, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Marién Piniés de Prensa de la película, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dialogando con la vida, de Christophe Honoré

EL DUELO A LOS 17 AÑOS. 

“El duelo no te cambia, te revela”.

John Green

Si tuviéramos que resaltar los elementos comunes del universo cinematográfico de Christophe Honoré (Carhaix-Plouguer, Francia, 1970), en sus 15 títulos hasta la fecha, transitan por la juventud, en muchos casos, la adolescencia, en ese intervalo entre la infancia y la edad adulta, la homosexualidad, y la familia como componente distorsionador de todo esos cambios emocionales y físicos. Un cine anclado en la cercanía y en la inmediatez, relatos que vivimos con intensidad, que ocurren frente a nosotros, con personajes deambulando de aquí para allá, una especie de robinsones que están buscando su lugar o su espacio en un momento de desestabilización emocional que los sobrepasa. En Dialogando con la vida, nos sumergimos en la realidad triste y oscura de Lucas Ronis, un adolescente de 17 años que acaba de perder a su padre en un accidente de tráfico. La película se centra en él, en su peculiar vía crucis, alguien que ahora deberá vivir en un pequeño pueblo junto a su madre, Isabelle, pero antes irá a visitar a Quentin, su hermano mayor que trabaja como artista en la urbe parisina. 

El protagonista verá y dará tumbos por París, de manera descontrolada e inestable, y entabla cierta intimidad con Lilio, compañero de piso de su Quentin y también, artista. Como es habitual en el cine de Honoré, la trama gira en torno al interior de sus individuos, a su complejidad y vulnerabilidad, a esos no caminos en un continuo laberinto que parece no tener salida o quizás, todavía no es el momento de tropezarse con ella. La cámara los sigue ininterrumpidamente, como un testigo incansable que los disecciona en todos los niveles, una filmación agitada, mucha cámara en mano, donde el estupendo trabajo de Rémy Chevrin, un habitual en el cine de Honoré, consigue sumergirnos en la existencia de los personajes, sin ser sensiblero ni condescendiente con ellos y mucho menos con sus actos, siempre teniendo una mirada observadora y reflexiva, como el ajustado y detallista trabajo de montaje de Chantal Hymans, otra cómplice habitual, que construye una película donde suceden muchas cosas y a un ritmo frenético, pero que en ningún momento se nos hace pesada o aburrida, sino todo lo contrario, y eso que alcanza las dos horas de metraje. 

La música de Yoshihiro Hanno, del que escuchamos su trabajo en la magnífica Más allá de las montañas (2015), de Jia Zhangke, ayuda a rebajar la tensión y a acompañar el periplo ahogado y autodestructivo, por momentos, que emprende el zombie Lucas. Un drama en toda regla, pero no un drama exacerbado ni histriónico, sino todo lo contrario, aquí el drama está contenido, hace un gran ejercicio de realidad, es decir, de contar desde la verdad, desde ese cúmulo de emociones contradictorias, complejas y ambiguas, donde uno no sabe qué sentir y qué está sintiendo en cada momento, unos momentos que parecen alejados de uno, como si todo lo que estuviese ocurriendo le ocurriese a otro, y nosotros estuviésemos de testigos presenciando al otro. El director francés siempre ha elegido bien a sus intérpretes, recordamos a Louis Garrel y Roman Duris de sus primeros films, que encarnaban esa primera juventud tan llena de vida y tristeza, o la Chiara Mastroianni, de esas otras películas de mujeres solitarias en su búsqueda incesante del amor o del cariño. 

Un gran Paul Kircher, con apenas un par de filmes a sus espaldas, se une a esta terna de grandes personajes, destapándose con un soberbia composición, porque su Lucas Ronis es uno de esos con mucha miga, en un abismo constante, en esa cuerda floja de la pérdida, de la tristeza que no se termina, instalada en un bucle interminable, y esas ganas de gritar y de llorar a la vez, de ser y o ser, de querer y matarse, de tantas emociones en un continuo tsunami que nada ni nadie puede atajar. A su lado, un Vincent Lacoste, en su cuarta película con Honoré, siendo ahora el hermano mayor del protagonista, una especie de segundo padre, o quizás, una especie de amigo que algunas veces es encantador y otras, un capullo rematado. Luego, tenemos a la gran Juliette Binoche, en su primera película con el director francés, en un personaje de madre que debe dejar a su hijo volar un poco, dejarlo estar porque éste necesita enfrentarse a sus miedos y sus cosas, eso sí, estar cerca para cuando lo necesite, porque la necesitará. Y finalmente, el personaje de Lilio, que interpreta Erwan Kepa Falé, casi debutante, una especie de tabla de salvación para Lucas, o al menos así lo ve el atribulado joven, un hermano mayor, aunque no real, sí consciente de su rol, de esa imagen que le tiene Lucas, para bien y para mal. 

Dialogando con la vida no es una película sensiblera ni efectista, las de Honoré nunca lo son, gustarán más o menos, pero el director sabe el material emocional que tiene entre manos y lo maneja con soltura y acercándose desde la verdad, desde lo humano, porque su película viaja por caminos muy difíciles, los que no queremos conocer, no esconde la incomodidad que produce, porque se mueve entre las tinieblas del duelo, ese ahogamiento que nos aprieta y suelta según nuestras emociones, un paisaje por el que tarde o temprano todos debemos pasar, y sobre todo, llevar con la mayor dignidad posible, sin pensar que todo lo que está ocurriendo es trascendental, porque un día, no sabemos cuándo se producirá, un día todo se calmará, todo volverá a un sitio, no al sitio que lo dejamos, porque se habrá transformado y ahora parecerá otro, pero nuestra esencia estará esperándonos, de otra forma, con otros ojos, porque el duelo siempre cambia, y más cuando tienes diecisiete años, una edad en la que ya de por sí estás cambiando, descubriendo ese otro lugar que dura toda la vida, y sobre todo, descubriéndote, lo que sientes, cómo lo sientes, por quién lo sientes y quién quieres ser, ahí es nada. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los tres mosqueteros: D’Artagnan, de Martin Bourboulon

¡VIVAN D’ARTAGNAN Y LOS TRES MOSQUETEROS!. 

“Todos para uno y uno para todos”. 

Es de sobra conocido que la novela “Los tres mosqueteros”, de Alexandre Dumas (1802-1870), publicada en 1844, se convirtió desde su nacimiento en una de las novelas clásicas de aventuras por antonomasia, erigiéndose en uno de los libros de referencia para muchos lectores de todas las edades. El cine la ha adaptado en numerosas ocasiones, pero quizás faltaba “La adaptación”, y me refiero que la cinematografía francesa se pusiera en serio a hacer su versión, y lo digo porque la gran tradición de películas históricas francesas es muy importante, ahí tenemos grandes títulos como Cyrano de Bergerac, La reina Margot, Ridicule, entre otras. Un cine bien contado, de generosos presupuestos y un espectacular rigor histórico. En ese grupo exclusivo podemos introducir Los tres mosqueteros: D’Artagnan, dirigida por Martin Bourboulon (Francia, 1979), un director que hasta ahora le habíamos conocido la comedia disparatada de Papá o Mamá (2015) y su secuela del año siguiente, y Eiffel (2021), biopic sobre Gustave Eiffel, y la creación de su famoso torre. 

Con esta película, la filmografía de Bourboulon entra en otra dimensión, porque no sólo ha hecho, quizás, la mejor versión de la famosísima novela de Dumas, sino que ha construido una película que puede contentar a muchos espectadores de diferente naturaleza. La historia es de sobras conocida, el joven gascón D’Artagnan llega al  París de 1627 con la intención de convertirse en un mosquetero del Rey Louis XIII, y una serie de circunstancias le convierten en compañero inseparable de los tres principales guardianes del Rey: Athos, Aramis y Porthos, que tienen que lidiar con las conspiraciones del ministro Cardenal Richelieu y sus secuaces. Pero, la película no sólo se queda ahí, en contarnos las diferentes intrigas, traiciones, amores apasionados, ocultos y la serie de personajes, engaños y demás intríngulis de la tremenda agitación que se respiraba en la corte del Rey de Francia. Porque la película va muchísimo más allá, con una grandiosa recreación histórica, en la que podemos ver esa ropa usada, esos rostros sucios y malolientes, y esa atmósfera cargada y desafiante que tiene cada instante de la trama. Con unas espectaculares escenas de acción, donde las batallas a sable se suceden, pero con esa verdad que nos sumerge en ese ambiente complejo y lleno de peligros. Tiene verdad porque las secuencias tienen ese punto realista, donde es creíble lo que se cuenta y cómo se hace. 

No obstante, la película ha contado con grandes profesionales arrancando con la dupla de guionistas: Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière, que han escrito una película de un par de horas, con un ritmo trepidante, que maneja con audacia las escenas más tranquilas, donde los diálogos están llenos de sabiduría y astucia, y las otras secuencias, las de acción y más físicas, son muy intensas y no dan respiro. La cinematografía de un crack como Nicolas Bolduc, que ha trabajado en Enemy (2013), de Denis Villeneuve, y en No llores, vuela (2014), de Claudia Llosa, entre muchas otras, en la que compone una luz muy cargada, llena de claroscuros, que escenifica con calidad y grueso la atmósfera de ese primer tercio del Siglo XVII, donde la vida y la muerte se mezclaban con demasiada facilidad. El montaje de Célia Lafitedupont, que fluye con gracia y esplendor en sus casi dos horas de metraje, la excelente música de Guillaume Roussel, que le da épica, intimidad y brillantez a todos los recovecos de la historia, el diseño artístico de Stéphane Taillason y el diseño de vestuario de Thierry Delettre, que ambos ya habían trabajado con Bourboulon en la mencionada Eiffel, y en otra gran recreación histórica como Cartas a Roxane. 

Si la parte técnica funciona a las mil maravillas, la parte artística no podía ser menos y ahí la película se ha marcado un gran tanto con un elenco fantástico, actores y actrices que actúan de manera sencilla, extraordinariamente bien caracterizados, que parecen como esos vaqueros de Hawks y Peckinpah, llenos de tierra, de grietas y desilusiones. Reparto de amplia experiencia y talento como François Civil, que hace de D’Artagnan, al que hemos unas cuantas veces en películas con Cédric Klapisch, los tres mosqueteros en la piel de Vincent Cassel, Roman Duris, que fue el citado Eiffel en la película homónima citada, y Pio Marmaï, la pareja de reyes con Louis Garrell y Vicky Krieps, la joven Constance en la piel de Lyna Khoudri, Eva Green como la terrible Milady de Winter, secuaz del Cardenal Richelieu que hace Eric Ruf, que se pasado por películas de Nicole García, Valeria Bruni Tedeschi, Yvan Attal y Roman Polanski, entre otros. Mención especial a los demás intérpretes porque dan profundidad y complejidad a todo lo que está cociendo en esa corte a punto de estallar entre católicos que quieren usurpar el poder y protestantes que también quieren instaurar una República sin Rey. Un sin Dios. 

Aplaudimos, aunque sería más apropiado hacer una reverencia, la película Los tres mosqueteros: D’Artagnan por su audacia, compromiso y belleza ante la grandiosa historia de Alexandre Dumas, porque se ve con todo su esplendor, toda su atmósfera de conspiraciones, traiciones, persecuciones, asesinatos, amores, y todo lo que hemos imaginado y mucho más. Disfrútenla como cuando eran niños, como cuando la vida era más y mejor, cuando la imaginación y el amor significan muchas cosas y todas ellas importantes, y digo como cuando eran niños, por suerte alguno no habrá perdido aquella inocencia, aquella forma de mirar, aquella magia que tenían todas las cosas, porque la infancia si fue feliz y querida, es la mejor época de nuestras vidas, y por eso les digo que vean la película como cuando eran niños, como cuando eran felices sin saberlo, como cuando la vida olía a días de sol y lluvia, cuando el mar era azul y las tardes nos la pasábamos jugando con los demás, niños y niñas también, que también, eran como nosotros, eran felices y reían, y demás, así que, véanla así, como cuando eran niños…  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA