Más que nunca, de Emily Atef

QUÉ HACER CUANDO TE ESTÁS MURIENDO.

“Los vivos no pueden entender a los moribundos”.

No es la primera vez que la muerte está presente en el cine de Emily Atef (Berlín, Alemania Occidental, 1973), ya que la ha tratado en un par de sus películas. En Mátame (2012), en la que una adolescente, hastiada y desilusionada por la vida, le pide a un preso fugado que acabe con su vida, porque ella no se atreve a suicidarse. En 3 días en Quiberón (2018), se centraba en la actriz Romy Schneider que vive en una clínica de rehabilitación donde se recupera de sus adicciones y depresiones. Aunque es con esta última, que Más que nunca tiene sus conexiones, ya que ambas nos hablan de dos mujeres que deciden alejarse para encontrarse consigo mismas y aclarar sus existencias. Si en la citada, la cosa iba sobre una actriz a la deriva, ahora la situación la protagoniza Hélène, una mujer, también a la deriva, que no puede trabajar porque está enferma, una de esas dolencias raras que se llama “Fibrosis pulmonar idiopática”, que afecta a la respiración de forma severa. La enferma vive con su marido, Mathieu, en Burdeos, un lugar que para Hélène se ha convertido en una prisión, porque nadie la entiende, y la ciudad es una losa que le impide respirar y vivir. El descubrimiento de un blog escrito por otro moribundo, despertará en la mujer los deseos de salir de su espacio y viajar a Noruega, con el fin de descubrirse y perderse en la inmensidad de la naturaleza nórdica. 

La directora franco-iraní, que escribe el guion junto al alemán Lars Hubrich, del que conocemos sus trabajos para Fatih Akin en Goodbye, Berlín (2016), y Marcus Lenz en Rival (2020), nos sumerge en un relato extremadamente sobrio, con apenas tres personajes, donde abundan las miradas y los silencios, en una historia dividida en dos partes muy bien diferenciadas. En una, estamos en la mencionada Burdeos, una ciudad que apenas vemos, un lugar extraño y ajeno para la protagonista, un espacio filmado en planos cerrados y cortos, donde prevalece el diálogo y la sensación de miedo y dolor. En la segunda mitad, nos trasladamos a Noruega con Hélène, lo urbano deja paso a la inmensidad de la naturaleza, con esos planos largos y muy abiertos, donde vemos la diminutez humana comparada con el paisaje desbordante, rodeados de un lugar inhóspito por su luz, porque en verano no anochece, una hostilidad el inicio que dejará paso a un nuevo nacimiento para la enferma, que volverá a sentir las cosas, su cuerpo, su ser y sobre todo, su humildad y pequeñez ante la grandeza e inmensidad del paisaje de los fiordos. Allí, volverá a nacer, volverá a convertirse en alguien, esa persona que la enfermedad había anulado, allí, junto a Mister, o Bent, que la dejará en paz, con esas conversaciones donde Hélène encontrará a alguien que no la juzga, que no la trata como una inútil, y sobre todo, a alguien que la entiende sin imponer ni expresar nada, muy diferente que Mathieu. 

Atef construye una película minimalista, muy cercana, con un pequeño conflicto o muy grande, como cada espectador quiera ver o sentir, sin estridencias ni artificios innecesarios, contada de forma tranquila y reposada, como las historias grandes, donde las emociones se pueden sentir de verdad, cada gesto y cada tos, donde podemos escuchar el más leve sonido, incluso los silencios, donde hay vida, y también, muerte, donde lo humano se manifiesta y se hace cercano. Una cuidada, bellísima e hipnótica, que no redundante, cinematografía de uno de los grandes del cine francés como Yves Cape, que tiene en su haber películas con Alain Berliner, Bruno Dumont, Patrice Chéreau, Claire Denis, Gianni Amelio, Leos Carax, Michel Franco y Bertrand Bonello, entre muchos otros. El gran trabajo de montaje por el tándem Sandie Bompar, que ha estado en la reciente Fuego, de Claire Denis, y Hansjörg WeiBbrich, que montó 3 días en Quiberón, y películas de Aleksandr Sokurov, Bille August y Hans-Christian Schmid, entre otros. La excelente música del debutante Jon Balke, añade esa sutileza e intimidad que tanto pide una película de tema devastador, pero nunca regodearse en la tragedia ni sobre todo, que nunca cae en la estupidez ni en la sensiblería. 

Ya hemos comentado los tres únicos personajes que habitan la película. Tenemos al actor noruego Bjorn Floberg, que ha trabajado indistintamente en las cinematografías de su país y danesa, con nombres reconocibles como los de Erik Gustavson, Nils Gaup y Ole Bornedal, y más. Un personaje de la segunda parte de la historia, ese Mister/Bent, una especie de ángel de la guarda, o mejor dicho, alguien igual que ella, alguien moribundo que no sólo ha alejado ese positivismo estúpido que viene de los vivos, sino que se ha aislado y sobre todo, ha conectado mucho consigo mismo, una experiencia que tambiéne está viviendo Hélène, por eso se entienden casi sin palabras, porque no buscan respuestas ni tampoco falsas esperanzas, están conectándose con la vida sin falsos moralismos, y aceptando su muerte. Luego, tenemos al matrimonio de Gaspard y Hélène, él, que está sano, sigue a lo suyo, esperanzado, positivo y más cosas, muy de los vivos, que hace espléndidamente Gaspard Ulliel, al que va dedicada la película, porque cuando la películas estaba en proceso de posproducción, murió trágicamente mientras esquiaba. Su personaje Mathieu también hará su particular viaje, un proceso que es muy duro, pero inevitable y la más sincera y profunda prueba de amor. 

Frente a él, tenemos a Vicky Krieps, la actriz luxemburguesa, que descubrimos en Hilo invisible (2017), de Paul Thomas Anderson, y alucinamos cada vez que la vemos en la pantalla, porque es una actriz a la altura de la Davis, la Hepburn, la Streep, la Blanchett, y no exageró en absoluto, porque su mirada, su forma de moverse, su silencio, esa forma de bañarse en las aguas frías, y su paseos, y su tranquilidad, y sus ataques, sólo consiguen que nos creamos todo lo que hace en esta delicada y sincera película, porque Krieps hace y deshace a su antojo, y construye una Hélène en su trance más difícil porque debe conectarse consigo misma y con su enfermedad, y con el paisaje noruego, sólo para estar con ella, para sentir con ella, para liberarse de todos y todo, y sobre todo, para sentirse libre y flotando, como en algún que otro momento experimenta en los fiordos, y decidir su vida o lo que le quede de ella, y aún más, decidir como será el final de su vida, como será su despedida, sin tristezas ni agobios, sino en paz con ella misma y nada más, porque la vida es eso, ese período finito en el que todos y todas nos veremos en algún momento de nuestras vidas, y en ese proceso encontrarnos y encontrar nuestro lugar, sea aquí, allá o dónde sea, pero en libertad, con respeto, dignidad y amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ellas hablan, de Sarah Polley

UN DÍA, UNA NOCHE. 

“Las mujeres del pajar me han enseñado que la consciencia es resistencia, que la fe es acción, que se nos acaba el tiempo. Pero ¿puede ser también la fe volver, permanecer, servir?”.

De la novela “Ellas hablan”, de Miriam Toews.

Conocimos el inmenso talento como actriz de Sarah Polley (Toronto, Canadá, 1979), antes que cumpliese los veinte años en la fabulosa El dulce porvenir (1997), luego la vimos a las órdenes de grandes cineastas como Cronenberg, Winterbottom, Bigelow, Wenders, aunque será de la mano de Isabel Coixet en Mi vida sin mí (2003), donde veremos su inmenso potencial en uno de esos personajes más grande que la vida. Dos años después, el tándem volvería a repetir en La vida secreta de las palabras. Al año siguiente, en el 2006 debuta como directora con Lejos de ella, un intenso drama sobre el amor y el alzheimer, basada en un libro de Alice Munro, que protagonizó Julie Christie, con la que había coincidido en la segunda película con Coixet. Cinco años después dirige Take This Waltz, un drama romántico protagonizado por Michelle Williams. Un año después, se pone a rescatar la figura de su madre fallecida a través de sus familiares y amigos en el imperdible Stories We Tell

Ahora, nos llega un intenso y asfixiante drama protagonizado por un grupo de mujeres menonitas a partir de la novela homónima de Miriam Toews, que participó como actriz en Luz silenciosa (2007), de Carlos Reygadas, ambientada en este grupo religioso patriarcal, machista y pacifista. Una película con una exquisita y cercana producción detrás auspiciada por dos grandes nombres del cine más independiente como son Dede Gardner y Jeremy Keliner, y también Brad Pitt, que tienen en su haber nombres de gran interés como Andrew Dominik, Terrence Malick, protagonizadas por el mencionado Brad Pitt, y otras dirigidas por James Gray y Barry Jenkins, entre otros. La directora canadiense huye de la fisicidad y el movimiento para encerrarnos en un pajar alrededor de siete mujeres. Mujeres que se han reunido en ese lugar para debatir qué hacer con sus vidas, ahora que los hombres quedarán libres después de las denuncias por años de abusos, explotación y violencia hacia ellas. Un grupo de mujeres menonitas sin derechos, sin educación y sin vida, a merced de la voluntad del macho, tienen un día y una noche para ver qué deciden: seguir en el pueblo y luchar, o en cambio, marcharse. 

Polley opta por una delicada e intensa pieza de cámara Brechtiana, en el que asistimos a un combate feroz de la dialéctica y el verbo, donde unas y otras exponen sus razones, sus miedos, sus tristezas, sus desilusiones y sobre todo, su incertidumbre y su miedo. La cineasta de Toronto vuelve a acompañarse de luc Montpellier en la cinematografía, como hiciera en sus dos primeros trabajos como directora, en el que optan por una luz naturalista y llena de contrastes, una luz que va evidenciando los diferentes y complejos estados de ánimo por los que transitan estas mujeres acorraladas y llenas de rabia y furia, unas más que otras. Una luz que se ve potenciada por la grandísima música de Hildur Sudnadóttir, de la que ya habíamos escuchado trabajos memorables como los de Joker (2019), de Todd Phillips, y la más reciente Tár, de Todd Field. Una música afilada donde suena una composición elegante y lijada que recorre con intensidad y suavidad todo lo que vamos viendo, sumergiéndonos en ese estado de espera y miedo en el que están unas mujeres que ya han dicho basta y no van a seguir reprimidas e invisibilizadas. El tándem de montadores que forman Christopher Donaldson, del que destacan sus trabajos en series tan importantes como American Gods y El cuento de la criada, y Crimes of the Future, la última del citado Cronenberg, y la editora Roslyn Kalloo, con experiencia en el medio televisivo. 

Todo el impecable trabajo técnico quedaría muy ensombrecido, si una película de estas características, donde se opta por la intimidad y la sensibilidad, a la hora de afrontar un relato sobre abusos y horror en el seno de una comunidad profundamente religiosa y pacifista. Un reparto que brilla con fuerza y sensibilidad, acercándonos a todas las posiciones enfrentadas entre ellas, un ejercicio verbal que daña, que interpela y que también, es muy violento en ocasiones. Un grupo de actrices que dejan de ser actrices para ser mujeres menonitas, todas muy diferentes entre ellas pero haciendo frente común porque todas sufren los innumerables abusos y horrores. Un grupo encabezado por Rooney Mara, tan cercana, tan transparente, con esa voz que da volumen a las palabras, un actriz portentosa que lo dice todo sin mover los labios, Claire Foy, que deja la serie The Crown, para meterse en una mujer fuerte, de carácter, la guerrera del grupo, la que no se deja amilanar por ningún hombre violento, Jessie Buckley, que siempre está excelente y sigue a un gran ritmo de grandes interpretaciones después de La hija oscura y Men, las veteranas Judith Ivey y Sheila McCarthy, y las otras más de reparto pero igual de importantes como Michelle McLeod, Kira Guloien, Liv McNeil, Kate Hallet, Shayla Brown, y está también Frances McDormand, que es otra productora de la película, pocas palabras hay que añadir para una actriz que es todo un portento de la mirada y el gesto, como demuestra el par de ratos que aparece en la película, solo su presencia llena cualquier personaje. Y no olvidemos, el único hombre de la función, un Ben Whishaw, el maestro del lugar, un tipo sensible, terriblemente eterno enamorado de Ona, el personaje de Rooney Mara, un hombre que es el anti hombre rudo, violento y machista menonita, que ayuda a escribir el acta de todo lo que allí se dice, se discute y sobre todo, se acuerda. 

Ellas hablan no es una película al uso, digamos convencional, en el que todo tiene un conflicto y una resolución y todo está para molestar poquito. Aquí las cosas van por otro lado, porque aunque Polley opta por una estructura aristotélica, la convencionalidad se acaba ahí, porque lo que se plantea es sumamente actual y muy complejo, porque estas mujeres menonitas, que tendrían su más clara referencia en Siete mujeres (1966), la película con la que se despidió del cine uno de los grandes como John Ford, han dicho basta, se han cansado de tanto humillación y violencia, y eso las sitúa en una película que habla tanto de la historia de todas las mujeres, de las humilladas y pisoteadas, pero también, de todas aquellas que dijeron basta, que se levantaron, que se enfrentaron a sus agresores, que no se callaron, y sobre todo, que decidieron por ellas mismas, porque hubo un día que todo cambia, y ese día y esa noche, ya nada volverá a ser igual, porque después de ese día y esa noche, las mujeres menonitas han dejado de estar calladas y han hablado de lo que sienten, han hablado de todo lo que les duele, y sobre todo, han hablado y han decidido por ellas mismas, y ese gesto, que nunca habían hecho, las convierte en otras personas, en mujeres que ya no miran atrás y se lamen las heridas, en mujeres que viven por ellas mismas, en compañía y nunca más solas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Unicorn Wars, de Alberto Vázquez

OSITOS AMOROSOS VS. UNICORNIOS.

“El mal está sólo en tu mente y no en lo externo. La mente pura siempre ve solamente lo bueno en cada cosa, pero la mala se encarga de inventar el mal”.

Goethe

Recuerdo la primera vez que vi Bird Boy (2011), de Pedro Rivero y Alberto Vázquez (A Coruña, 1980), me estalló la cabeza, estuve tiempo flipando con sus imágenes en blanco y negro y muy oscuras e inquietantes, sus personajes infantiles pero con conflictos de adultos y contemporáneos, y la impactante idea de un mundo postapocalíptico, donde la miseria moral y la violencia se han instalado. Cuatro años después, dirigido por el mismo tándem, se estreno el largometraje Psiconautas, los niños olvidados, protagonizaba nuevamente por Bird Boy y Dinki, una pareja de amigos que intentaba sobrevivir ante semejante paisaje dantesco. Vi más trabajos de Vázquez, ahora en solitario, como Decorado (2016) y Homeless Home (2020), y Sangre de unicornio (2013) que, al igual que sucedió con Bird Boy, se ha convertido en un largometraje llamado Unicorn Wars.

El director gallego, ilustrador y dibujante de cómics, sigue explorando la condición humana, sus zonas más oscuras y violentas, y vuelve a construir personajes infantiles pero con almas en conflicto. El centro de la trama está contado a partir de dos personajes, dos hermanos, un Caín y Abel, dos ositos amorosos, dos almas muy diferentes. Uno, Azulín, es un ser abyecto, corroído por la rabia y violento, que se disputa desde niño el amor de su madre con su hermano gemelo Gordi, un osito obeso, torpe y acomplejado, pero lleno de amor. Dos almas contrarias que acaban en el campo Corazón, un campo de entrenamiento militar en el que reza el lema “Honor, dolor y mimos”, en el que se preparan para combatir contra los unicornios, sus enemigos ancestrales en que combaten para apoderarse el Bosque Mágico. El relato explota cuando Azulín, Gordi y un grupo de ositos emprenden una misión al citado bosque para encontrar a un destacamento que ha desaparecido, y la conquista de la sangre de los unicornios, que parece tener efectos inmortales. Vázquez vuelve a enmarcar su historia en un no mundo donde reina el mal, la competitividad, la oscuridad y la violencia gratuita, en una guerra fratricida, que recuerda  aquel cortometraje Carne de cañón (1995), de Katsuhiro Otomo, que muchos recordamos por su inolvidable film Akira (1988), donde en una ciudad futurista se dispara un cañonazo diario contra un enemigo invisible.

A medida que la misión de los ositos amorosos avanza nos encontraremos con un Bosque Mágico que dista mucho del paraíso que los jerarcas militares y el cura, con sus proclamas religiosas, les han inculcado a los soldados. La película construye una dualidad constante, a partir del conflicto entre los que quieren guerra y los que no. Guerra entre hermanos, guerra entre ositos, masculinos, contra unicornios, que son femeninos, al igual que las demás criaturas del bosque, entre civilización contra naturaleza, entre el bien contra el mal. Nos maravillamos con esa profunda y grave del narrador que nos es otro que el excelente actor Ramón Barea. Guerra y diferencias que quedan muy marcadas a nivel cromático y composición musical, donde Vázquez cuenta con cómplices que le han acompañado a lo largo de su filmografía como Iván Miñambres, en tareas de producción, Joseba Hernández en fx, Joseba Beristain en música, y Víctor García, en música adicional, y la aportación de Estanis Bañuelos e Iñigo Gómez en el montaje. La película viaja por diferentes géneros como el drama íntimo y personal, la fantasía y el terror, y una explícita violencia que saca lo peor del alma humana, hay poco espacio para la felicidad y la alegría, elementos que cuestan en un mundo dominado por la guerra, el militarismo y la violencia sin sentido.

Una película como Unicorn Wars es tristemente, una auténtica rareza en el panorama cinematográfico español, por eso deberíamos celebrar con gran entusiasmo que exista y sobre todo, ir a verla en masa, porque no solo abre vías de exploración en el mundo de la animación para adultos, sino que engrosa como una más a los grandes del género como Ralph Bakshi, Gerald Potterton, René Laloux, Katsuhiro Otomo, Hayao Miyazaki, Isao Takahata, Satoshi Kon, y las agradables aportaciones de Wes Anderson, con sus zorros y sus perros, y otros cineastas que usan la animación convencional para romper los códigos, dadles la vuelta y construir relatos que hablen de todo lo que está sucediendo a nuestro alrededor, en un mundo cada vez más triste, más autómata y carente de valores humanos. Unicorn Wars es una película marcadamente antibelicista, atacando a todos aquellos males que someten al ser humano, como la religión dominante que incita a la guerra y la destrucción, y una miseria moral, como la reparte Azulín, un ser que usa la violencia y la mentira para escalar posiciones sociales y aniquilar a sus oponentes cueste lo que cueste.

La cinta no oculta sus referentes como Apocalypse Now y Platoon, con continuas referencias a la religión y a la biblia, mezclando los mitos y las leyendas en un relato sobre la deshumanización de la humanidad, y abocada al individualismo, la competitividad y la maldad como medio de supervivencia imponiendo las ideas de unos contra otros, y sobre todo, destruyendo sin ningún miramiento nuestra entorno, generando un lugar lleno de oscuridad y terror como el llamado Bosque Mágico, trasunto de la sociedad actual en la que vivimos, donde vale más lo que hacemos que lo que somos, en el que todo se consume, se agota y se sacia a ritmo frenético, dejando el mundo como un espacio vacío, siniestro y caduco. Deseamos y esperamos que Alberto Vázquez siga regalándonos historias como las que suele hacer, porque no solo son grandes películas, convertidas en clásicos de culto al instante, sino que resultan películas completamente universales, porque habla de lo hacemos diariamente, y sobre todo, como nos comportamos con la naturaleza, con los otros, y con nosotros mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El poder del perro, de Jane Campion

UN PERRO QUE LADRA.

“Libra mi alma de la espada; mi amor del poder del perro”

Salmo 22:20 de La Biblia.

La película Bright Star (2009), sobre el poeta John Keats y su amor con Fanny Bawne en la Inglaterra del XIX, era hasta la fecha la última película de Jane Campion (Wellington, Nueva Zelanda, 1954). Una cineasta que ya había demostrado con crecer su grandísimo talento para esto de contar historias con imágenes y sonido, como lo demuestran Sweetie (1989), y Un ángel en mi mesa (1990), antes de cosechar un excelente éxito internacional con El piano (1993), que la aupó a los laureles del cine de autor a escala mundial. Le siguieron otras películas como Retrato de una dama (1996), basada en la novela de Henry James, Holy Smoke (1999), En carne viva (2003), y la citada Bright Star, amén de algunas series y películas colectivas. Con El poder del perro, Campion vuelve a asombrarnos con un sensible y profundo western, basado en la novela de un especialista del género como el estadounidense Thomas Savage (1915-2003), ambientado en la Montana de 1925, en la que dos hermanos antagónicos y dueñas de una prospera ganadería.

Dos hermanos. Por un lado, tenemos a Phil Burbank, rudo, malcarado y hostil, el hombre de la tierra, del sudor, del barro, de cabalgar y ensuciarse, y uno más de la cuadrilla, que representa los valores más ancestrales y viejunos de lo masculino. En el otro lado, nos encontramos con George, amable, de buenas maneras, elegante en el vestir y la cabeza pensante, además del hombre que conduce, con esa idea de hombre moderno, con un trato diferente con la sensibilidad y la dulzura. Los dos hermanos viven en una armonía extraña, una relación que se distancia con la aparición de Rose Gordon, una atractiva viuda muy sola, que empieza una relación sentimental con George. Un pack que también viene con Peter, el hijo de Rose, un joven sensible y muy inteligente que estudia medicina. El grueso de la trama se desarrolla un verano en la hacienda de los Burbank. La película muestra dos conflictos bien diferenciados: en uno, tenemos el cisma que provoca la llegada de Rose en los dominios de Phil, que lo rechazará haciendo la vida imposible a la forastera que él considera. Por el otro, la película muestra un modo de vida, casi de forma antropológica, en un trabajo de hombres, con los caballos, el ganado, el trabajo físico, una masculinidad que nace y muere en la tierra y en esa época de cowboys.

La película no solo se queda la apariencia sin más, sino que profundiza en la intimidad y la soledad de cada uno de los personajes principales, y ahí radica uno de esos grandes aciertos, porque no lo hace de forma explícita, sino que nos lo relata desde lo íntimo, mostrando esa vida pública en el que ofrece un rostro esperado, común en su naturaleza, el que se espera, y luego, en la retaguardia, cuando nadie los ve, descubrimos de qué pasta están hechos, y difiere completamente del que hemos visto. La directora neozelandesa construye el alma de sus personajes desde la sutileza, desde lo más profundo e íntimo de su ser, en esos espacios ocultos e invisibles al resto, donde ellos y ellas se sienten de verdad consigo mismos, alejados de ojos inquisidores, y salen a relucir sus anhelos, sus secretos más ocultos, lo que en realidad son y las formas en que sienten, que chocan con esa idea conservadora y grupal en la que se edifica la sociedad y los prejuicios de entonces.

El poder del perro es un western atípico en muchos sentidos, si que tiene la épica del género, pero no esa de las batallas y el heroísmo, sino aquella otra del paisaje, la memoria de los ancestros y la tierra como bien común, que es salvaje y bella, la misma que atesoraba Horizontes de grandeza (1958), de William Wyler, con la que guarda muchos puntos en común, así como con Días del cielo (1978), de Terrence Malick, donde la historia pasa de largo, y las situaciones se centran en la cotidianidad del anónimo, aquel que trabaja la tierra para hacerse una vida, que no es poco. Campion cuida cada detalla y encuadre de la película, como hace en su filmografía, en la que la parte técnica es una asombrosa majestuosidad que nos deja hipnotizados, como la cinematografía que firma Ari Wegner, del que habíamos visto sus trabajos en Lady Macbeth (2016), de William Oldroyd, y en In Fabric (2018), de Peter Strickland, con esos espectaculares encuadres, donde abundan los planos desde el interior al exterior, entre los quicios de la puerta y las ventanas, que recuerdan a los westerns de John Ford, el exquisito y rítmico montaje de Peter Sciberras, habitual del cine de David Michôd, que hace un grandísimo trabajo de concisión en sus ciento veintiocho minutos de metraje.

Qué decir del brutal trabajo de música de Jonny Greenwood, del que cada vez que lo escuchamos nos transporta a esos mundos de forma magistral y bellísima, destilando poesía y sencillez, que recuerda a su trabajo en la película Pozos de ambición, uno de sus tantas colaboraciones para Paul Thomas Anderson, y los otros departamentos que también destacan por su sobriedad y detalle como el arte de Grant Major, y la caracterización de Noriko Watanabe, dos viejos conocidos de la directora. Pero la película no sería lo que es sin el inmenso trabajo de interpretación del cuarteto protagonista, que no solo brillan por su sencillez y cercanía, sino que hacen todo un alarde de la no interpretación, aquella que se sustenta en las miradas y gestos, esa que no necesita el diálogo, como hacían en los orígenes, cuando el sonido no existía, toda una marca de la casa en el cine de la neozelandesa que, en El poder del perro, significa la película, con el inconmensurable Benedict Cumberbatch, quizás el mejor actor de su edad, porque es capaz de hacer lo difícil tan sencillo, como esos momentos en soledad bañándose en el lago, donde conocemos la verdad del personaje. Un trabajo que debería enmarcarse, para mostrarlo a todos aquellos que algún día soñaron con ser actores, por el londinense es todo un virtuoso en el oficio de interpretar.

También brillan la calidez y sensibilidad de Kirsten Dunst, que decir de una mujer que lleva tantos años trabajando en tantas buenas películas. Aquí en la piel de una mujer compleja, una mujer que se siente extraña y acosada por su mal cuñado, una mujer que se refugia en el dolor y la tristeza, alguien estigmatizada, alguien que necesita ayuda y sobre todo, mucho cariño. Jesse Plemons es George, el “hermano”, la cara amable y sensible de la trama, un actor que hace de la intimidad y la sencillez su mejor arma, alguien que habíamos visto en los repartos de películas de Spielberg, Frears, Scorsese, Charlie Kaufman, y finalmente, Kodi Smith-McPhee en la piel de Peter, que fue el niño que acompañaba a Viggo Mortensen en La carretera, y es un asiduo de los blockbusters, aquí en un personaje introvertido pero muy sorprendente, amén de un reparto que destaca por su verosimilitud y naturalidad. El poder del perro de Jane Campion es una de las mejores películas de los últimos años, porque recupera la grandeza del género, con sus paisajes indómitos, sus personajes complejos y atrevidos, por su aguda y rica indagación en los diferentes roles y juegos de poder e identidades como la homosexualidad, y sobre todo, por la reflexión de todas esas personalidades mostradas, ocultadas y encerradas en las que nos encontramos a nosotros mismos y a los demás. Una bellísima y brutal película que no deja a nadie indiferente y celebramos con inmensa alegría la vuelta al largometraje de Campion y deseamos volver a reencontrarnos con su grandísimo cine, ese que no necesita explicarse, solo sentirse. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Benediction, de Terence Davies

LA IMPOSIBILIDAD DE AMARSE.

“No hay necesidad de apresurarse. No hay necesidad de brillar. No es necesario ser nadie más que uno mismo”

Virginia Woolf.

Una tarde cualquiera y entrar en un cine para ver una película de Terence Davies (Ensington, Liverpool, Reino Unido. 1945), es una de las experiencias más maravillosas y especiales que puede tener un amante al cine. Porque el imaginario del cineasta británico es único, muy íntimo y cotidiano. Sus historias están llenas de individuos atrapados, seres que luchan en silencio contra los avatares de una sociedad castradora y simplista, profundamente dogmática, enajenada en sus codicias, estupideces y en despreciar a todo aquello que es diferente y personal. Podíamos, sin ánimo de ofender a nadie, agrupar la filmografía de Davies en dos grandes bloques. En uno, incluiríamos su cine más autobiográfico, aquel que arranca en 1976 con Children, le seguirá Madonna and child (1980) y cerrará con Death and Transfiguration (1983), tres películas cortas que siguen la vida de Robert Tucker en un barrio obrero de Liverpool, idéntico espacio en el que se desarrollarán sus largometrajes Voces distantes (1988), El largo día acaba (1992), y La biblia de Neón (1995), en los que se amontonan los recuerdos y las vivencias de la infancia de niños que viven experiencias parecidas a las del director. Con la entrada del nuevo siglo, comienza una nueva etapa en su cine, repleto de adaptaciones de novelistas tan ilustres como Edith Wharton con La casa de la alegría (2000), le seguirán The Deep Blue Sea (2011), del autor Terence Rattigan, Sunset Song (2015), de Lewis Grassic Gibbon, la biografía de la escritora Emily Dickinson en Historia de una pasión (2016). Todas ellas melodramas intensos, de gran calidad formal y estética, en la que Davies retrata personas encerradas en un universo de convicciones, prejuicios y maldad, personas que desean vivir y amar, a pesar de todo y todos los que le rodean.

En Benediction se centra en la figura del poeta Siegfried Sassoon (1886-1967), para contarnos una intensísima sobre la incapacidad de vivir y amar según tus convicciones. Un relato que también ahonda en la biografía de Davies, aunque alejados en el tiempo, sí, en la identidad, en la que tanto Sassoon como el director se reflejan en espejos que no estarían muy distantes. La acción arranca en plena Primera Guerra Mundial (1914-1918), con Sasoon criticando con dureza el conflicto bélico, que le llevará a ser diagnosticado con “neurosis de guerra” y apartado en un hospital de convalecientes. Su poesía se centrará en los horrores de la guerra y en la estupidez de los gobernantes de no detener semejante carnicería sin sentido. Mientras veremos la existencia de un hombre apasionado que no encuentra el amor de verdad en sus relaciones con hombres, en su mayoría artistas, escritores y cantantes narcisistas y superficiales que ven el amor como un pasatiempo sexual y promiscuo. El cineasta británico, aunque plantea casi toda su película desde la juventud de Sassoon, hay algunos pasajes del poeta en su edad madura, en el que vemos a una persona amargada y peleada con todos y consigo mismo.

El director recurre a las imágenes documentales de la guerra para generar esos dos mundos en continua colisión, el del poeta, completamente contrario a la locura y sinrazón de la guerra, y la guerra, ese caos de sangre, de vidas mutiladas y perdidas. Uno en un apagado color, donde destacan los rojos y verdosos, y el otro, en blanco y negro, borroso y terrorífico. La exquisita, abrumadora y detallista cinematografía de Nicola Daley, que ha trabajado en documentales y en series tan populares como The Letdown, Harlots: Cortesanas y El cuento de la criada, ayuda a crear ese mundo de sofisticación, bohemio y oscuro y triste, de pura apariencia y glamur de escaparate, bien acompañado por el grandísimo trabajo de montaje de Alex Mackie, con mucha experiencia en televisión y responsable de Mary Shelley (2017), de Haifaa Al-Mansour, entre otras, hace un delicado empleo de la elipsis, las transparencias y la concisión en un metraje que abarca los ciento treinta y siete minutos, en la que nos llevan por diferentes épocas, espacios y estados de ánimo con una ligereza asombrosa, casi sin darnos cuenta, como si de un viaje se tratase, con sus paradas, sus diferentes pasajeros, sus estaciones, sus pensamientos y sobre todo, con sus emociones, algunas alegres y otras, no tanto.

Sin olvidarnos de mencionar los otros apartados técnicos que, como ocurre en la filmografía, brillan por su perfección, sensibilidad y contención, no sobra nada ni falta nada, como la música de Ed Bailie y Abi Leland, el exquisito y detallista vestuario, el implacable y excelso trabajo de arte y caracterización, sublime en todos los sentidos. Qué decir del reparto de la película, otro de los elementos esenciales en el cine de Davies, porque no solo son intérpretes sumamente escogidos para los diferentes roles, sino que son actores y actrices británicos, posiblemente los más expertos en la concisión y en lenguaje corporal y en esas miradas y gestos que traspasan. Un elenco a aúna veteranos y experimentados con otros más jóvenes y con un interesante trayectoria como Jack Lowen en el piel del desdichado y atribulado Siegfied Sassoon en su juventud, y Peter Capaldi en su vejez, la gran Geraldine James como su madre, el experimentado Simon Russell Beale, y los jóvenes de gran trayectoria como Jeremy Irvine, Tom Blyth y Kate Phillips como Heter Gatty, la esposa del protagonista, amén de otros y otras intérpretes que ayudan a crear esa profundidad, cercanía y belleza que destilan las imágenes, las relaciones y los conflictos que cuenta la película.

Benediction no es solo la octava película de ficción de uno de los cineastas más impresionantes, respetados y maravillosos de nuestro tiempo, sino que tiene todo lo bello y triste de los relatos melancólicos del cine británico, con sus casas señoriales, sus días de campo, sus días de lluvia y sus amores inquietos, no correspondidos y apasionados, porque es más que una película, porque no solo habla de amor, de homosexualidad, de religión, de los difíciles caminos y formas de aceptación de los individuos, de la melancolía, tan presente en la cinematografía del director británico, sino que nos devuelve al cine, después de un lustro y una pandemia de por medio, la figura de Terence Davies, uno de esos cineastas únicos en la historia del cine, un maestro de contar historias, con la elegancia y la belleza que requiere un relato de esas características, donde tiempo y espacio van creando uno solo, una forma sublime y especial de acercarse a esos mundos, a esas personas y esos espacios. Un cineasta con mayúsculas como lo fueron y son Öphuls, Minnelli, Visconti, y alguno otro que ahora no recuerdo, cineastas de la belleza, la plasticidad, la elegancia, la cotidianidad, la melancolía, el amor y sobre todo, cineastas de la condición humana y de todo aquello que vivimos, que soñamos, y amamos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sundown, de Michel Franco

EN LA CIUDAD QUEMADA.

“Estoy cansada de tratar de llenar mis espacios vacíos con cosas que no necesito y personas que no me gustan”

Virginia Woolf

Las familias desordenadas y la violencia que azota la sociedad mexicana son dos de los elementos imprescindibles en el cine de Michel Franco (Ciudad de México, 1979). El director mexicano ha abordado los conflictos personales y familiares en sus siete largometrajes hasta la fecha. A partir de relatos íntimos y sencillos, los problemas se desatan en una inexistente unidad familiar, siempre enturbiada por la falta de comunicación, viéndose inmersa en la mentira, la distancia y la violencia. Después de Nuevo orden (2020), una película que abordaba la lucha de clases, otro elemento indispensable en su filmografía, y profundizaba en la violencia como una enfermedad difícil de erradicar en México. Con Sundown, vuelve al cine intimista y de pocos personajes, profundizando en la desunión familiar que tanto le interesa al director mexicano, a través de la figura de Neil, un tipo ambiguo del que poco sabemos de su vida, solo que finge el olvido del pasaporte para no volver a Inglaterra con su hermana y los hijos de esta, cuando la madre muere súbitamente. En cambio, deja el hotel lujoso en Acapulco, en la costa sur del país, y se va a un hotel de medio pelo en un barrio popular junto al mar, en un gesto premonitorio en su particular descenso a los infiernos.

La historia sigue a Neil Bennett, del que iremos descubriendo muy poco a poco lo que hace y lo que va sintiendo, aunque siempre de forma sutil, como es habitual en Franco, porque todo se va ennegreciendo dentro de una cotidianidad que hace daño de lo cercanísima que resulta. Neil conoce a Berenice, no es causal el nombre, una mujer que trabaja vendiendo souvenirs, con la que entabla una relación sentimental y sexual. La nueva vida de Neil y su estado emocional, recuerda mucho a Paul, el personaje que interpretaba Bruno Ganz en la maravillosa En la ciudad blanca (1983), de Alain Tanner, un marino que sin nada que hacer, deambulaba por el Lisboa del 82 y conoce a Rosa, una mujer con la que pasará el tiempo. Tanto Franco como Tanner se alejan del relato al uso, adentrándose en el estado emocional del individuo que retratan, en una idea de letargo o ensoñación que experimentan ambos personajes. Son hombres que parece que fueron, porque ahora mismo no son, se dejan llevar por la ciudad, por el sol, por la mujer que conocen, en una experiencia de olvidarse de todo, de todos, y sobre todo, de ellos mismos.

Franco nos sitúa en la ciudad costera de Acapulco, una ciudad que, al igual que el personaje, también fue antaño una ciudad diferente. Ahora, una urbe de vacaciones en el que todo parece enturbiado, porque en cualquier momento puede estallar una violencia soterrada que contamina la ciudad y el país. Una tranquilidad extraña y muy tensa como suele ocurrir en la filmografía del director mexicano, donde la violencia siempre irrumpe de forma salvaje y sin concisiones, una violencia que descoloca a los personajes y los lleva a la oscuridad más brutal, una violencia que se torna cotidiana, demasiado cotidiana. La cinematografía de Yves Cape, todo un referente en el cine más vanguardista francés con nombres tan ilustres como los de Bruno Dumont, Claire Denis, Leos Carax y Bertrand Bonello, entre otros, que ha trabajado en las cuatro últimas películas del cineasta mexicano, otorga esa luz donde el sol abrasador es parte intrínseca de todo lo que está sucediendo al personaje principal, donde lo cotidiano se apodera del relato, una intimidad que está filmada como si un documental fuese, en que la inquietud está presente en cada encuadre de la película.

El estupendo trabajo de montaje que firman el propio director junto a Óscar Figueroa, otro de los nombres imprescindibles del cine mexicano con más de medio centenar de películas en su haber, condensando una trama que abarca los ochenta y tres minutos de metraje, en el que se cuenta todo lo imprescindible, y sobre todo,  con un buen ritmo y agilidad, sin caer en lo superfluo y mucho menos en lo evidente, siempre de forma sutil, profundizando en la existencia de Neil, que no estaría muy lejos de aquellos pistoleros cansados y envejecidos que solo buscan un poco de paz, algo de sol, un trago y quizás, algo de compañía. La maravillosa presencia de Tim Roth, que repite con Franco después de la interesante Chronic (2015), amén de coproducir la película, en otro personaje silencioso y solitario, del que poco sabemos. Un personaje hermético y espectral, que parece que la vida ya no le dice nada o tal vez, él ya se ha cansado de su familia enriquecida con el negocio de la carne, y de esa forma de vivir lujosa y vacía. Le acompañan una fantástica Charlotte Gainsbourg, hermana del protagonista, en las antípodas del personaje de Roth. Iazua Larios como la Berenice que se cruza con Neil, y Henry Goodman como Richard, el amigo y abogado de los millonarios Bennett. Franco nos invita a tomar el sol en Acapulco, a pasear y contemplar la vida con Neil, o con lo que queda de él, porque todos somos un poco como el protagonista, en un momento de nuestras existencias, solo querremos tomar el sol, olvidarnos de nosotros y vagar sin rumbo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Mark Cousins

Entrevista a Mark Cousins, director de la película “Jeremy Thomas, una vida de cine”, en el marco del BCN Film Fest, en el Hotel Casa Fuster, el viernes 22 de abril de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Marc Cousins, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Miguel de Ribot de A Contracorriente Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Primavera en Beechwood, de Eva Husson

EL AMOR IMPOSIBLE DE JANE FAIRCHILD.

“El espíritu busca, pero el corazón es el que encuentra”

George Sand

La historia arranca el treinta de marzo de 1924, el llamado “El domingo día de las madres”. Ese día será crucial para la vida de Jane Fairchild, la criada de los Niven. Un día que tiene libre. Un día que pasará la mañana en compañía de su amante, una relación que ya dura siete años. Una relación imposible porque su amante, el Sr. Paul Sheringham, un rico heredero de una familia cercana, está a punto de contraer matrimonio. Basada en la novela “Mothering Sunday”, de Graham Swift, los productores de Number 9 Films, Elizabeth Karlsen y Stepehn Woolley, que tienen en su haber grandes títulos como Carol, Byzantium y En la playa de Chesil, entre otros, adquirieron los derechos de la novela y encargaron a la guionista Alice Birch la adaptación, que tiene en su haber el guion de Lady Macbeth, y en las series Sucession y Normal People, y la dirección a Eva Husson (Le Havre, Francia, 1977), responsable de títulos como Bang Gang (une histoire d’amour moderne) de 2015, y Les filles du soleil (2018), en su primera aventura en inglés.

Primavera en Beechwood tiene su pilar en el día citado. Un día que viviremos en primera persona por la desdichada Jane, su encuentro amoroso y sexual con Sheringham, Pero la historia no solo se queda en ese instante, porque a partir de los acontecimientos que se desarrollaran ese día, el relato también se trasladará a finales de la década de los cuarenta, cuando Jane, convertida en una importante escritora, echa mano de sus recuerdos, y mira a su pasado, y más concretamente, a los sucesos del mencionado día. La película está narrada con pulso, intensidad y pausa, con el romanticismo de las novelas de Jane Austen y las hermanas Brontë, y el aroma de los mejores títulos british, como los recordados melodramas de Ivory-Merchant. Todo está en su sitio, pensando en el más mínimo detalle, donde brilla la parte técnica, con esa excelente música de Morgan Kibby, que vuelve a trabar con Husson, al igual que Emilie Orsini, en el apartado de montaje, amén de tener en su filmografía a Sally Potter, la luminosa cinematografía de Jamie Ramsay, y el grandísimo trabajo de arte, caracterización, y vestuario que firma Sandy Powell, la responsable de Carol.

Qué decir de la composición del reparto, con interpretaciones soberbias y sobre todo, concisas y sin estridencias, todo muy comedido, desde dentro a fuera, con toda esa retahíla de estupendos intérpretes, otra de las marca de la casa de este tipo de películas, que todos son importantes, todos. Tenemos a dos grandes en estas lides como son Colin Firth y Olivia Colman, como el matrimonio Niven, riquísimos pero tristes, ya que han perdido a sus tres varones en la maldita guerra. La maravillosa presencia de Glenda Jackson, una de las actrices británicas más importantes de la historia, aquí en un breve pero interesante papel, las interesantes aportaciones de Sope Dirisu como Donald, el novio de Jane en los cuarenta, también escritor como ella. Josh O’Connor como Paul Sheringham, que habíamos visto destacar en Tierra de Dios, Regreso a Hope Gap y Emma, entre otras, y la australiana Odessa Young que se queda el rol protagonista de Jane Fairchild, una actriz que ya nos había llamado la atención en películas como Shirley y Nación salvaje, entre otras. Odessa ilumina cada fotograma y sale muy bien parada del envite que tenía en frente, con una gran composición llena de intensidad, aplomo y formidable, llena de esas miradas y esos silencios arrebatadores y llenos de vida y energía. Todo un acierto por parte de los responsables y un precioso descubrimiento para el que escribe estas palabras.

Husson no lo tenía nada fácil con la empresa que se le venía por delante, y la saca con fuerza y brillantez, con un texto ajeno basado en una novela de éxito, un guion firmado por otra, sus dos anteriores películas estaban escritas por ella misma, un idioma nuevo, una película de época, contada en varios tiempos, y una traba desestructurada, todo un reto que la directora francesa saca adelante con energía y pulso narrativo, creando esa inquietante atmósfera que va desde el romanticismo ya mencionado, y algunas incursiones del thriller, donde el espectador sabe todo lo que ocurre, muy acertado por parte de la película, y los personajes lo irán o no descubriendo, creando ese marco de suspense y nerviosismo que ayuda a entender ese universo burgués donde todo se oculta bajo la alfombra, una alfombra llena de mugre, que desprende un olor demasiado pestilente, y todo eso la película lo hace desde la naturalidad y sin caer en el sentimentalismo o el dramatismo exacerbado, todo contado con ritmo, pausa y amor, todo el que se procesan los protagonistas, todo ese amor que deben de ocultar, que deben callar, que deben sentir sin demostrar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Lizzie, de Craig William Macneill

UNA MAÑANA DE AGOSTO DE FINALES DEL XIX.

“Los hombres no tienen que aprender, Bridget. Nosotras, sí”

El jueves 4 de agosto de 1892, la localidad Fall River, del estado de Massachusetts, en EE.UU., se despertó horrorizada cuando se descubrieron los cadáveres de Andrew Borden, y su segunda esposa Abby, brutalmente asesinados, en el interior de su casa. La situación dio un gran vuelco cuando se supo que Lizzie Borden, una de las hijas, y Bridget Sullivan, la asistenta, se encontraban en el interior de la vivienda cuando se cometieron los crímenes. Las dos mujeres declararon que no escucharon nada ni vieron a nadie. La prensa sensacionalista se hizo eco del asunto y apodaron a Lizzie Borden como “La asesina de el hacha”, y la historia la recuerda así. Pero, realmente solo los implicados saben realmente que ocurrió aquella mañana calurosa del verano de 1892 en la casa de los Borden. En el año 2014, Christina Ricci protagonizó un telefilme que indagaba en los hechos. Unos años más tarde, nos llega una nueva versión del caso de Lizzie Borden de la mano de Graig William Macneill, cineasta nacido en Nueva Inglaterra (EE.UU.), que tiene experiencia en el medio televisivo con series como Westworld o Them, entre otras, y ya había debutado en el cine con la película The Boy (2015), sobre el desamparo de un niño con un padre depresivo.

Con Lizzie, su segundo trabajo para la gran pantalla, reúne un grandioso reparto encabezado por unas maravillosas Chloë Sevigny, que además es productora, junto a Kristen Stewart, en los roles de Lizzie Borden y Bridget Sullivan, respectivamente. Una película asfixiante y muy claustrofóbica, donde abundan los interiores y los planos y encuadres cerrados, capturando toda la intimidad doméstica del hogar férreo y oscuro de los Borden, sin caer en los estereotipos de la oscuridad para crear una atmósfera terrorífica y malsana, en un formidable trabajo del cinematógrafo Noah Greenberg, que ya había trabajado con Macneill en su opera prima, y en Most Beuatiful Island, de Ana Asensio, sobre el lado oscuro de la ciudad de los rascacielos. La música barroca y sutil de Jeff Russo, que conocíamos por sus trabajos en las series de Fargo y Star Trek, entre otras, y el grandísimo trabajo de montaje de Abbi Jutkowitz, que sintetiza y crea esa casa-laberinto en el que hay pocas formas de encontrar luz y paz, con esas palomas, sinónimo de una libertad imposible, y ese granero como lugar-isla de algo de paz, aunque expuesta a las miradas inquisitorias.

Una casa-cárcel y una época de pura apariencia y machismo exacerbado, en la que podemos ver el sometimiento de las mujeres ante los hombres, ese padre, el Sr. Borden, avaro y negociante sin escrúpulos, lleva con mano de hierro su patrimonio y su casa, Abby, su segunda esposa, sumisa y leal, y el tío John, una sanguijuela que quiere ganarse la riqueza de los Borden cuando el padre no este. Ante la conservadora y gris Fall River, que tanto recuerda a ese New York, de por ejemplo, las novelas de Henry James, y la adaptación de La heredera, de Wyler, y las de Edith Wharton en La edad de la inocencia, de Scorsese. La joven Lizzie, aquejada de epilepsia, encuentra en el cariño y la comprensión de la asistenta, una vía de escape ante una existencia invisible y de continuo sometimiento masculino. Un amor prohibido, pero lleno de comprensión y sentimiento. Un guion que firma Bryce Kass, que arranca con una secuencia inquieta y muy bien filmada, para trasladarnos en flashback a seis meses antes de los asesinatos, con la llegada de la asistenta a la casa de los Borden, para luego, contarnos en una segunda mitad, todo lo que ocurrió con la detención de Lizzie Borden como principal sospechosa y los hechos que vinieron luego.

Macneill cuenta la versión de los hechos, los que él cree que sucedieron aquella mañana de finales del XIX. Quizás no son los que realmente pasaron, pero la versión de la película podría estar muy cercana, o no, pero se ajusta bastante al caso en cuestión, mirado desde la perspectiva de ahora, con más de un siglo transcurrido del caso. Una película de estas características, anclada en un fascinante e inquietante thriller psicológico, donde abundan las miradas y los silencios, debía tener un reparto que compusiera unos personajes que miran mucho y callan más. Los estupendos Jamey Sheridan como Andrew Borden, que hemos visto en series, hace un padre malvado, un machista y un señor injusto y abusador, junto a Denis O’Hara como el tío John, un ser repugnante y arribista, y la sumisión y la sombra que es la segunda esposa Abby, que hace con astucia una gran Fiona Shaw, que recordamos como la tía Petunia de la saga de Harry Potter, gran acierto presentando a una mujer que sabe pero calla, alejándose de la idea de malvados y cándidas, sino mostrando los diferentes perfiles psicológicos y como los enfrentan los diferentes personajes.

Y finalmente, las dos grandes de la función. Dos actrices como Chloë Sevigny y Kristen Stewart, de gran fuerza expresiva, que se mueven con pausa y miran con profundidad, en unos personajes complejos y muy bien interpretados, que hacía tiempo que no las veíamos con tanta fuerza, aunque las dos poseen variados y estupendos trabajos. Por un lado, tenemos a una increíble Kristen Stewart, dando vida a la asistenta, callada, sin consuelo, muy reservada, que también aguanta los abusos del lugar, y frente a ella, una grandísima Chloë Sevigny en la piel de Lizzie Borden, una frágil y débil de salud, pero de carácter fuerte y capaz de todo, sobre todo, de enfrentarse a la tiranía de su padre y romper con ese ambiente misógino de un país que todavía arrastraba las costumbres y la hipocresía heredada de Inglaterra. Macneill mantiene un gran pulso narrativo y formal, y construye con pocos elementos una atmósfera de terror, recurriendo a la intimidad de la casa, y unos personajes atrapados en sus ganas de mantener lo tradicional, frente a la libertad e independencia que ansían tanto Lizzie como Bridget. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Spencer, de Pablo Larraín

LA PRINCESA TRISTE.

“Y entonces la princesa entendió que su felicidad no dependía del príncipe, sino de ella misma”.

De los nueve títulos que conforman la filmografía como director de Pablo Larraín (Santiago de Chile, 1976), muchos son retratos de personajes atrapados en unas circunstancias especiales, personas que luchan a contracorriente, sometidos a unos accidentes sociales como emocionales difíciles de llevar. Tenemos al tipo que quiere ser alguien en el mundo del espectáculo en Tony Manero (2008), a aquel otro empleado de la morgue que busca con ahínco a una mujer en los albores de la dictadura chilena en Post Mortem (2010), el publicista que diseña la campaña del “No” contra Pinochet en No (2012), los cuatro sacerdotes en penitencia de El club (2015), el poeta Neruda perseguido por su gobierno en Neruda (2016), Jackie Kennedy después del asesinato de su marido en Jackie (2016), la rebeldía y la culpa de una joven en Ema (2019). El director chileno continúa con sus retratos íntimos y profundos con Spencer, y mirándose al espejo de Jackie, acota en tres días su acción, los que van de la Nochebuena al día de San Esteban, y casi en una sola localización, la finca de Sandringham, donde la familia real británica pasará estos días de Navidad.

Larraín nos cuenta estas 72 horas en la mirada de la princesa Diana, una mujer perdida y solitaria, como deja bien reflejado la apertura de la película con Diana a toda velocidad en su flamante bólido, pero se detiene y no sabe hacia adonde ir, y entra en un bar de carretera, dejando a los parroquianos atónitos con su presencia. Llegará la última, y hará lo imposible para estar con sus dos hijos y pasar de las celebraciones de la familia. La veremos vagando por los alrededores, hablando con algunos empleados hostiles como el Mayor Alistair Gregoy, un sabueso guardián recto y serio como la familia real, y otros, más cercanos y fantásticos como Maggie, su vestidora, que se tratan como amigas del colegio. La película crea una atmósfera propia del cine de terror, con esa neblina y oscuridad, obra de la cinematógrafa Claire Mathon (responsable de películas como El desconocido del lago, de Alain Guiraudie, y Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma), y la princesa convertida en un fantasma errante que vaga entre las tinieblas sin ningún tipo de consuelo, arrastrando unas cadenas muy pesadas.

El guion de Steven Knight (que ha escrito para autores tan importantes como Frears, Cronenberg, y ha dirigido sus propias películas y ha creado series exitosas como Peaky Blinders), lo mira todo desde el rostro triste y melancólico de Diana, una presa que hace lo imposible por huir y ser ella misma, junto a sus hijos, alejándose de una familia llena de apariencias, falsedad e hipocresía, como dejará evidente sus encuentros con el príncipe Carlos y Camilla, y con la Reina, donde abundan las miradas cortantes y los silencios incómodos. La excelente banda sonora de Jonny Greengood (guitarrista de los Radiohead y ahora metido a compositor para el cine en su estrechísima colaboración con el gran director Paul Thomas Anderson), ayuda a crear ese deambular cansino y pesado de Diana, y esos momentos sobrenaturales, donde la princesa refleja su estado de ánimo en sus visiones del pasado y de los suyos), el montaje de Sebastián Sepúlveda, la cuarta que hace para Larraín, condensa de forma brillante y ágil toda ese camino laberíntico que siente Diana.

El reparto está inconmensurable, lleno de matices y espacios oscuros como evidencian el citado Mayor, que hace un extraordinario Timothy Spall, del que sobran las presentaciones, bien secundado por Jack Farthing como Príncipe Carlos (que hemos visto en la serie Poldark, y a las órdenes de Lone Scherfig, entre otros), y también, tenemos la otra cara, mucho más amable e íntima en la piel de una fantástica Sally Hawkins. Aunque la parte fundamental de la película, donde se apoya todo su entramado es en Kristen Stewart, impresionante en la piel de la princesa Diana, en uno de los personajes de su vida, amén de los que hizo para Kelly Reichardt y Olivier Assayas, a la que vemos completamente insertada en Diana, con ese imponente vestuario que firma una grande como Jacqueline Durran (que trabajó en Eyes Wide Shut, de Kubrick, y en las películas de Joe Wright), y como se mueve, como mira y como habla y calla, revelándose como la excelente actriz que es, y que ya había dejado varias muestras en las películas citadas. Diana no es solo un personaje más para Stewart, es la confirmación de que otros trabajos, igual de intensos, la esperaran muy pronto.

Larraín consigue una película dura, reveladora y llena de misterio, con una Diana magnetizada, casi hipnótica, llena de secretos, presa de su familia real, de un esposo que ya está con otra, y una reina que no la soporta, porque Diana es una mujer valiente, llena de esperanza, que no quiere pudrirse entre oro y poder, sino vivir su propia vida y ser ella misma, aunque le cueste el ostracismo y la sacudida de la realeza británica y de la prensa del corazón, que no la deja en ningún instante. El director chileno nos muestra todo aquello que ocurre detrás de las puertas, que en la realidad nunca sabremos la verdad al detalle, pero la película lo imagina y quizás, las cosas en la realidad hayan ocurrido de otra manera, pero los sentimientos de Diana, seguramente no están muy lejos del retrato que hace la película, porque todo se puede disimular y engañar, pero la mirada nunca miente, la mirada refleja todo lo que nos ocurre, todo lo que se cuece en nuestro interior, porque la mirada por mucho que se empeñe, nunca puede mentir, y siempre reflejará lo que somos y como nos sentimos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA