Entrevista a Theo Montoya

Entrevista a Theo Montoya, director de la película “Anhell69”, en el marco del D’A Film Festival en Barcelona, en el Hotel Regina, el miércoles 29 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Theo Montoya, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Iván Barredo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Blanquita, de Fernando Guzzoni

LA JOVEN POBRE Y LA LEY.  

“La verdad es más importante que los hechos”.

Frank Lloyd Wright

Si nos fijamos con detalle en las dos películas anteriores de Fernando Guzzoni (Santiago de Chile, 1983), Carne de Perro (2012), que cuenta la posibilidad o no de redención de un torturador de la dictadura chilena, y Jesús (2016), centrada en la falta de posibilidades de un chaval que se siente a la deriva, tendríamos muchos de los elementos que se analicen con profundidad en Blanquita, porque tenemos a una joven de 20 años, cuyo nombre da título a la película, con un historial que hiela la sangre, porque sufrió abusos de niña, y después de pasar por un centro de menores, intenta salir adelante con un bebé a cuestas, y tenemos una situación de alguien que se esconde, que se invisibiliza, porque su pasado le impide salir adelante. Dos temas que son la base de la película de Guzzoni, al que hay que añadir la inspiración del Caso Spiniak, que asoló Chile en el 2004-2005, en el que se descubrió una red de abuso y explotación infantil en el que estaban implicados poderes como empresarios y gobernantes. 

A partir del caso real, el director chileno construye una interesante ficción que mezcla con acierto e inteligencia el drama social y político, contado como si de un thriller se tratase, centrándose en la denuncia de Blanquita que acusa a los poderosos de estos delitos. La joven, acompañada por el Padre Daniel, antiguo tutor del centro, que la cree a pies juntillas. Un cuento de nuestros días, una fábula que nos va sumergiendo en una kafkiana película de terror entre la ley, mal llamada justicia, y la joven, o lo que es lo mismo, la guerra desigual entre el poder, disfrazado de legalidad, y los de abajo, aquellos que no tienen nada, que les niega todo, y se les somete a una sociedad desigual, totalmente injusta, en el que unos viven y los otros son explotados. Con una excelente cinematografía que firma Benjamín Echazarreta, que es el autor de esas dos maravillas que son Gloria (2013), y Una mujer fantástica (2016), ambas de Sebastián Lelio, en la que la oscuridad nos va envolviendo, y nos lleva por lugares lúgubres, tristes y sin alma, donde se cuenta mucho más sin subrayar nada de lo que ya se dice en la película, donde la palabra es sumamente importante, al estilo de esas succionadoras fábulas de Asghar Farhadi, donde te vuela la cabeza con esos conflictos de nunca acabar en el que van minando la voluntad de sus protagonistas. 

La potente y afilada música de la dj parisina Chloé Thévenin, que ya la escuchamos en Arthur Rambo, de Laurent Cantet, y el brutal montaje, lleno de tensión e incertidumbre, con esos 94 minutos que se te agarran y no te sueltan, que firman dos grandes como el polaco Jaroslaw Kaminski, que está detrás de películas tan importantes como Ida (2013) y Cold War (2018),  ambas de Pawel Pawlikowski, amén de otras como Quo Vadis? (2020), de Jasmila Zbanic, y Nunca volverá a nevar (2020), de Malgorzata Szumowska, entre otras, y la chilena Soledad Salfate, habitual del mencionado Lelio, y Paz Fábrega y Pepa San Martín, entre otras. Si la parte técnica brilla con intensidad, la parte artística la acompaña de la mano, con unos personajes sumamente complejos, ambiguos y contradictorios, entre los que están la inmensa Laura López en el papel de Blanquita, un personaje que nos cuestiona en todo momento, en ese testimonio que va de la verdad y la mentira y mezclándolo todo, y sólo es una excusa, porque la realidad es más triste, porque la película profundiza en los efectos de la ley, en el manejo arbitrario de los poderes ante los hechos, y la indefensión de los más necesitados ante esa ley que, presumiblemente, ayuda a todos. 

Acompañan a la desdichada protagonista, el Padre Daniel, que interpreta Alejandro Goic, el actor fetiche de Guzzoni, al que también hemos visto en películas del citado Lelio, Larraín, Wood, Littín, y otros grandes intérpretes como Amparo Noguera, en el papel de una diputada que quiere pero su posición y amiguismo la hacen mantenerse en su elitismo, que era la ex pareja del ex torturador en Carne de perro, un fiscal de armas tomar en la piel de Armando Alonso, que sustituye a la otra fiscal, que hace Daniela Ramírez, que deja el caso por hurgar demasiado. Guzzoni ha hecho una película incomodisima, que destapa las irregularidades ancestrales de una justicia, y la de cualquier país llamado occidental, que sólo ayuda al poderoso, y sobre todo, humilla y somete a la víctima, como el caso de Blanquita, con la ayuda de la prensa carroñera, cómplice del poder, que la descreen, la amenazan y la encajonan por señalar a los abusadores, a los delincuentes, y ejercen la ley y toda la presión del mundo para que cambie su versión, para que se retracte y sobre todo, para que se olvide o la ley la juzgará. Blanquita es mucho más que una película, es la razón que, como decía el gran Buñuel, que vivimos en la peor sociedad de todas, esa que sólo se hace para que cuatro vivan y dominen al resto, a un resto que si habla y los señala, le caerá toda la contundencia de la ley sobre ellos, y así funcionan las cosas, puedes creer en la humanidad, pero no es así, y no lo es porque la ley sólo sirve para mantener a los malvados en el poder, y no sólo eso, también sirve para mantener en la pobreza y la miseria a los de abajo, no vayan a desobedecer y rebelarse, porque eso sería el final, y nadie de los de arriba quiere eso, sino que se lo digan a Blanquita y el Padre Daniel, que lo saben y muy bien. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Georgia Oakley

Entrevista a Georgia Oakley, directora de la película “Blue Jean”, en el marco del D’A Film Festival, en la terraza del Hotel Regina en Barcelona, el domingo 26 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Georgia Oakley, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Iván Barredo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño, a mi querido amigo Rafael Dalmau, por su gran labor como intérprete, y al equipo de comunicación del D’A Film Festival. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Blue Jean, de Georgia Oakley

ENTRE DOS AGUAS. 

“Nada más intenso que el terror de perder la identidad”.

Alejandra Pizarnik 

Hay secuencias que, por sí mismas, explican cada detalle y cada gesto de lo que siente el personaje en cuestión, sin necesidad de subrayados en los diálogos y la explicación reiterativa. En Blue Jean, la ópera prima de Georgia Oakley (Oxfordshire, Reino Unido, 1988), existe esa secuencia, y no es otra que esos momentos, creo que son un par en la película, en el que vemos a Jean, la protagonista, tiñéndose el cabello y luego, sentada en el sofá, en el silencio de la noche, ensimismada en sus pensamientos. Filmar no sólo su intimidad, sino también la soledad que la rodea, y su interior, debatido en lo que es y siente, y la presión social que estigmatiza su condición LGTBQ+. Una secuencia que sin emplear la palabra, explica el complejo estado de ánimo de una profesora de educación física en el norte de Inglaterra conservadora de Thatcher de 1988, y su maldita ley, la conocida Sección 28 que impedía que los maestros y los que trabajan para las autoridades locales reconocieran la existencia de la homosexualidad. Toda una barbaridad que Jean no lleva nada bien, porque debe guardar las formas y esconder su lesbianismo, y llevar una doble vida con su novia Viv y las demás lesbianas que tienen una cooperativa para ayudarse y defender sus derechos que, en contraposición, viven su condición de forma libre y sin ataduras. Aunque, esa aparente y difícil realidad se romperá con la llegada de Siobhan, una alumna lesbiana que sacará a relucir demasiadas cosas que afectarán a Jean. 

La directora británica construye una película potente y muy compleja, alejándose del esquematismo y el mensaje, y filmando una película muy íntima y sensible, donde hay verdad, miedo, y estigmatización a una forma de ser y sentir que es perseguida y machacada. El aspecto 1,66:1 y la película de 16mm ayuda a crear esa atmósfera que traspasa la pantalla, muy cercana, y donde podemos tocar a los personajes y sentir su piel y emociones, la misma textura que encontrábamos en los primeros cines de Loach, Frears y Leigh, entre otros. Un cine que habla de la sociedad, de sus individuos y sobre todo, de sus problemas y sus inquietudes. La cinematografía de Victor Seguin, del que habíamos visto su trabajo en películas muy interesantes como Gagarine y A tiempo completo, entre otras, ayuda a creer en todo lo que se cuenta, y también, a implicarnos en el conflicto que sufre la protagonista, al igual que el conciso y revelador montaje de Izabella Curry, que consigue aglutinar con acierto todos los detalles, tanto físicos como emocionales, en unos intensos y conmovedores noventa y siete minutos de metraje. 

La película genera debate y controversia ante la actitud de la protagonista, una mujer que se debate entre su pasión por la docencia y la educación física, y la estigmatización de una sociedad muy conservadora, clasista y ensimismada en unos valores arcaicos y excluyentes para diferentes formas de vivir y de amar. Los espectadores somos Jean, la acompañamos en este particular vía crucis tanto vital como identitario en el que está diariamente, sin poder expresarse libremente y sobre todo, ocultando quién es y qué hace fuera del instituto. Oakley introduce varios frentes y todos muy convenientes, desde la relación con esa hermana, casada y madre, y ese cuñado, con esas vidas tan convencionales y en las antípodas de Jean, y qué decir, del hallazgo de guion, escrito por la propia directora, en el que existe el conflicto entre las dos alumnas: Lois que acosa a Siobhan por ser lesbiana y la guerra que se genera entre ellas, en la que Jean, como su profesora, deberá intervenir y ser partícipe de un conflicto en el que ella tiene mucho que ver porque lo sufre cada día. 

Una película que consigue con pocos elementos sumergirnos en la atmósfera de esa Inglaterra de los ochenta tan llena de contrastes, en el que vemos a unas lesbianas bailando música techno y sintiéndose libres en sus espacios y en contra, tenemos a un gobiernos aplicando leyes homófobas y racistas, que sufren mujeres como Jean, que deben ocultarse frente a la rectitud y el conservadurismo de sus compañeros y la dirección del instituto donde trabajo. Un relato conciso, de pocas palabras y llena de piel y sentimientos que se sienten y no hay palabras para expresarlos y que nos muestra la intimidad y la cotidianidad de alguien que sufre y se siente atrapada sin saber cómo hacer ante las imposiciones injustas de la vida, debía tener un reparto igual de potente y lleno de detalles, donde una mirada y un gesto dice mucho más que un diálogo. Tenemos a dos jóvenes actrices como Lucy Halliday y Lydia Page como Lois y Siobhan, respectivamente, que dan vida de forma muy convincente a las dos estudiantes en litigio, tanto en la cancha por ser la líder que no quiere perder su estatus, y en su sexualidad, porque Lois hará lo impensable para desterrar a su rival. 

Mención aparte tienen las dos actrices adultas principales, donde destacan por sus grandes composiciones a Kerrie Hayes, que hemos visto en series como The Mill, The Living and the Dead, entre otras, se mete en la piel de una sorprendente Viv, una mujer que vive su lesbianismo sin complejos, sin importarle nada y sobre todo, sin ocultarse, frente a ella, Rosy McEwen, que ha triunfado con la serie El alienista, junto a Daniel Brühl, tiene en el personaje de Jean su gran oportunidad de protagonizar un drama íntimo tan importante, y no defrauda en absoluto, sino todo lo contrario, porque su composición es sublime, lleno de detalles, y cómo mira, unas miradas en las que sentimos todo el desbarajuste emocional en el que transita un personaje que se siente en tierra de nadie, a la deriva, luchando con todas sus fuerzas en silencio, y sobre todo, afectada por un miedo aterrador, ocultándose por la estigmatización de su condición de lesbiana. Nos quedamos con el nombre de la cineasta Georgia Oakley a la que seguiremos su esperemos carrera cinematográfica, ya sea en el cine o la televisión, porque si en su primera película ha sido capaz de hacernos reflexionar y emocionarnos de esta forma, deseamos que en sus próximos trabajos conforme una línea tan brillante y potente como esta, porque hacen falta muchas historias que se detengan y expliquen de dónde venimos y analicemos las innumerables barbaridades que han impuesto tantos gobiernos llamados democráticos contra la libertad del individuo y sus diferentes formas de sentir y amar. En fin, la lucha continúa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Saint Omer, el pueblo contra Laurence Coly, de Alice Diop

MADRES E HIJAS. 

“Matamos lo que amamos. Lo demás no ha estado vivo nunca”

Rosario Castellanos 

Una de las razones por las que me apasiona el cine es su gran capacidad para llevarte a situaciones muy incómodas, profundizar en tus contradicciones y sobre todo, a reflexionar en tus propias ideas sobre las cosas. Un cine que sea complejo, que transite por las zonas oscuras de la condición humana, y un cine que sea vivo, fiel a su tiempo y una crónica de lo que hacemos y lo que somos. Saint Omer, el pueblo contra Laurence Coly, la ópera prima de Alice Diop (Aulnay-sous-Bois, Francia, 1979), escrita por Marie Ndiaye, Amrita David y la propia directora, que se basa en un hecho real y en una experiencia de la cineasta, es una de esas películas, porque a partir de un hecho real, nos sitúa como testigos privilegiados en el interior de un juicio. Un juicio en el que no dirimen si la acusada, la citada Laurence Coly, dejó morir ahogada a su bebé de quince meses, porque ella misma ha confesado su autoría, sino que el juicio va más allá, y todos los allí presentes quieren conocer las causas que llevaron a un mujer inteligente y culta, a cometer semejante crimen. 

Diop que ha confeccionado una filmografía con abundantes cortos y mediometrajes, siempre con lo social y la inmigración como focos de atención, en su primer largometraje, nos sumerge en las cuatro paredes del mencionado juicio, en la que hemos llegado a la deprimida Saint Omer, al norte de Francia, de la mano de Rama, una joven novelista que asiste al juicio. Alice Diop construye una película a partir de la palabra, del discurso de la acusada y las propias contradicciones de ella misma, y de los otros testimonios, el Sr. Dumontet, ex pareja de la acusada, y la madre de la juzgada. Asistimos a un dialecto sin descanso, donde volvemos a aquella playa donde Laurence Coly dejó a su hija, e indagamos por el antes y el después, y todos los pormenores y silencios y oscuridades de una joven senegalesa que llegó a Francia con ilusiones y deseos, y cómo estos fueron desapareciendo y su vida se limitó a una relación con un señor casado que le sacaba treinta años de diferencia, una madre con la que no tenía relación y una soledad y una depresión acuciantes. La película cuece a fuego lento, con esa pausa que te va absorbiendo, un fascinante cruce de espejos entre la acusada y la novelista, donde tanto una como otra se ven reflejadas y muy cercanas, entre dos mujeres que una ha sido madre y la otra, lo será. 

Una luz natural contrastada en el que cada encuadre engulle a los personajes que aparecen en su soledad y sus pensamientos y en su testimonio, en un gran trabajo de composición y elegancia por parte de la cinematógrafo Alice Mathon, de la que hemos visto películas tan importantes como El desconocido del lago (2013), de Alain Guiraudie, Mi amor (2015), de Maïwenn, Retrato de una mujer en llamas (2019), y Petite maman (2021), ambas de Céline Sciamma, y Spencer (2021), de Pablo Larraín, entre muchas otras, y el preciso e intenso montaje de Amrita David, que ya había trabajado con Diop, en un imponente ejercicio de planos y contraplanos, llenos de miradas, silencios y demás, donde las casi dos horas de metraje se pasan volando, donde hay descanso, pero un descanso lleno de incertidumbre y de inquietud. La directora, de padres senegaleses, se aleja completamente de ese cine de juicios donde se juega con la resolución del veredicto en forma de thriller, aquí el thriller se mezcla con lo social de forma muy potente, porque en realidad, el juicio le sirve a la directora como excusa y como motor para hablar y reflexionar sobre otras situaciones más arraigadas y de gran actualidad, como las vidas y los problemas de los hijos de inmigrantes africanos en la Francia que se enorgullece de diversidad y multiculturalidad y demás, y la realidad difiere mucho de ese eslogan. 

Un relato muy sencillo y honesto en todo lo que cuenta y cómo lo hace, en su humanidad y en su complejidad, y en sus planteamientos, porque también nos habla de oportunidades, de estigma por el color de la piel, de miedo a ser madre, de muchos miedos, de soledad y de salud mental, y de muchísimas más cosas, porque la historia se instala en esa incomodidad de la que hablábamos desde el primer instante, siguiendo con reposo y tensión toda la explicación de los hechos allí juzgados, y los diferentes actores que intervienen, como esa jueza que quiere comprender ciertas acciones completamente incomprensibles de la acusada, el fiscal que agrede verbalmente a una juzgada que se siente indefensa, aturdida y acosada, y finalmente una abogada defensora que sabe que allí no se está juzgando a un madre que ha acabado con la vida de su hija, sino que la cosa va sobre quienes somos como sociedad y qué hacemos con los otros, porque suceden ciertas cosas y siempre miramos al otro lado. Unos intérpretes que mezcla actrices con experiencia como Valérie Dréville que hace la jueza, Aurélia Petit es la abogada y Xavier Maly como el Sr. Dumontet, y Robert Cantarela como el fiscal. 

Para sus personajes principales, Diop opta por actrices casi desconocidas como Kayije Kagame que da vida a la novelista Rama, de formación y oficio de artista, debuta en el cine con esta película, creando un personaje sumamente complejo, como podemos comprobar en los enigmáticos flashbacks de la relación densa con su madre, que la asistencia al juicio aún abrirá tantas heridas que todavía se mantienen ahí. Frente a ella, en esos intensos cruces de vidas, ánimo y esas miradas que tanto dicen, como suele ocurrir, sin necesidad de subrayarlo con el diálogo, tenemos a Guslagie Malanda, que había debutado en el largometraje con Mi amiga Victoria  (2014) de Jean-Paul Civeyrac, duro drama basado en una novela de Doris Lessing, metida en un personaje dificilísimo, el de una madre que ha dejado morir a su bebé de quince meses, sumergida en un infierno particular, incomprendida por todos y todas, y queriendo escapar de ella misma, y anulada en todos los sentidos y muy sola y abandonada. Solo nos queda decirles que no se pierdan Saint Omer, el pueblo contra Laurence Coly, y no porque sean unos apasionados del cine con juicio, porque la película no va de eso, la cinta de Diop indaga y reflexiona sobre muchas cosas, entre otras, sobre las herencias maternas, las complejas relaciones entre madres e hijas, y sobre nuestra identidad cuando estamos solos y venimos o somos de otras culturas, creencias y todo lo hemos tenido muy difícil, y en ese sentido, la película es magnífica, porque sin música, apenas un par de temas y en momentos muy significativos, y con un equilibrio excelente entre lo personal y lo social, consigue una película de gran calado y muy profunda que se recordará por muchos años. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Joyland, de Saim Sadiq

SER POR ENCIMA DE TODO. 

“La identidad de una persona no es el nombre que tiene, el lugar donde nació, ni la fecha en que vino al mundo. La identidad de una persona consiste, simplemente, en ser, y el ser no puede ser negado”.

José Saramago

En toda mi experiencia como espectador de cine, que ya abarca más de tres décadas,  solamente recuerdo haber visto dos películas pakistaníes. Una de ellas, El silencio del agua  (2003), de Sabiha Sumar, que mezclaba la experiencia personal de un joven enamorado contra la islamización de la dictadura de 1979. La otra, más reciente, El viaje de Nisha (2017), de Iramb Haq, filmada en Noruega, en la que una joven lucha contra el patriarcado de su familia. Así que, una película como Joyland es muy bienvenida, porque el cine de Pakistán no se prodiga mucho por estos lares. El director Saim Sadiq, nacido en Lahore (Pakistán), ambienta su ópera prima en su ciudad natal, y lo hace después de ocho cortometrajes, entre los que destaca Darling (2019), una pieza de 16 minutos, protagonizada por la actriz trans Alina Khan, que interpreta a una joven que que quiere hacerse un sitio con su espectáculo de danza erótica mientras descubre el amor. 

Buena parte del argumento, estética y protagonista de Darling, vuelven a ser parte importante en Joyland, en un guion escrito por Maggie Briggs y él mismo, en que el director pakistaní nos cuenta el conflicto de Haider, un joven que es un hombre diferente, alguien demasiado sensible y tranquilo para el hombre religioso y familiar del que se espera en su familia. La cosa aún se tensará más cuando Haider encuentra trabajo como bailarín de danza erótica en el espectáculo de Biba, una artista trans de la que se enamora, ocultándoselo a su mujer Mumtaz y a toda su familia. Sadiq teje una película muy emocionante e inteligente donde prevalece la construcción de la identidad en un enfrentamiento entre Haider, que se esconde de los demás y vive con el miedo constante de ser descubierto, y Biba, que es todo lo contrario, porque muestra quién es y se enfrenta a quién sea. Y luego, se centra en el amor entre Haider y Biba, un amor a contracorriente, fuera de la norma, en el que se dejan llevar por la pasión y el deseo. Todo esto lo mezcla con los otros, la familia de Haider, con una esposa que cada vez se siente más sola, un hermano y cuñada demasiado cuadrados, y un padre conservador que prohíbe cualquier atisbo de libertad en su casa. 

Una película que es un viaje personal e íntimo de su hilo conductor, el tal Haider, en su proceso de ser y estar, que no es poco por el contexto en el que vive. Una historia con mucha ironía, como la que hace referencia a su título Joyland, ese país de disfrute, de atracciones, de luces de neón y demás, que para ser hay que ocultarse de los demás, toda una triste realidad de un país con contrastes tan significativos. La película no solo es magnífica en lo que cuenta, sino también en cómo lo cuenta, porque brilla en su parte técnica con una cinematografía de Joe Saade, que recientemente estrenó Costa Brava, Líbano, de Mounia Akl, con esa imagen de 4:3 y una estética oscura mezclada con esas luces fluorescentes y neón que tanto acostumbran las películas chinas, el excelso montaje de Jasmin Tenucci y el propio director, en el que consiguen una película que fusiona la fisicidad con los números musicales y la pausa con sus personajes dubitativos, en una cinta que se va a las dos horas de metraje. La música de Abdullah Siddiqui construye de forma admirable y sentida, y acompaña los diferentes estados de ánimo en los que viven los atribulados personajes. 

Joyland tiene todos los ingredientes de forma y fondo bien contados, estudiados y detallados, donde no falta realidad y poética, por eso el elenco no podía desentonar en un relato que se detiene en todos los detalles. Un reparto lleno de sabiduría, donde se impone una naturalidad e intimidad que desborda la pantalla, acercándonos a esa atmósfera dividida entre lo que desean los diferentes personajes y la realidad tan dura y cortante en la que viven. con una Alina Khan, que repite con Sadiq, espectacular, una mujer de bandera que vive su identidad con la más absoluta normalidad y enfrentándose a todos y todas, como deja clara la portentosa secuencia en el metro. Junto a ella Ali Junejo, actor conocido en Pakistán, que da vida a Haider, un hombre atrapado en una sociedad demasiado patriarcal y anticuada, que todavía mantiene valores que atentan contra la libertad y la identidad individual. Tenemos a Rasti Farooq como Mumtaz, la esposa de Haider, una mujer también atrapada, alguien que cada vez está más sola y necesitada en todos los sentidos. Y luego, los otros: el hermano y la cuñada, que interpretan Sameer Sohail y Sarwat Gilani, respectivamente, y el padre que hace Salmaan Peerzada, que viven de forma tradicional e hipócritamente. 

Celebramos que una distribuidora como Surtsey Films, siempre atenta a descubrirnos cinematografías nada convencionales y muy interesantes, haya puesto sus ojos en una película de estas características y haya decidido estrenarla junto a Filmin, porque estamos ante una película sobre la libertad y todo lo que una palabra tan denostada y apropiada conlleva, que no es poco. con Joyland hemos disfrutado y sufrido porque cuenta una historia tan emocional y personal, sino por su forma de contarla, tan real, tan llena de vida, de sentimientos y de amor, y sobre todo, alejándose de ese sentimentalismo y buenismo que tanto daño hacen en el cine y en la vida, porque la vida y la realidad van por otro lado, y en demasiadas ocasiones la sociedad y la ley imperantes van en contra de las necesidades y deseos de las personas que solo quieren que las dejen en paz y vivir su identidad de forma tranquila y natural, solo eso, y enamorarse de quién sea, de cómo sea y sobre todo, sin que nadie los critique y los juzgue por el simple hecho de ser diferente y no entrar en el canon establecido en el que viven y piensan. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Pequeña flor, de Santiago Mitre

(DES)AMOR, CRÍMENES Y FE.  

“La vida es una partida de ajedrez y nunca sabe uno a ciencia cieta cuánto está ganando o perdiendo”.

Adolfo Bioy Casares

La última película de Santiago Mitre (Buenos Aires, Argentina, 1980), pudiera parecer en su apariencia un cambio de registro al cine que nos tenía acostumbramos el director argentino, un cine de fuerte carga política y social que se erige como una profunda radiografía de ese otro lado de la política y la sociedad, pero no es así la cosa, porque Pequeña flor, si que tiene un tono muy diferente al cine que venía haciendo Mitre, pero solo en apariencia, porque continúa con esos personajes atribulados, sumamente complejos y sometidos a una fuerte presión, tanto en su entorno como personalmente, el José, protagonista de la que nos ocupa, es un tipo expulsado de todo: acaba de perder su trabajo como dibujante, acaba de ser padre primerizo, y aún más, acaba de estrenarse como amo de casa y cuidador 24 horas de su bebé, además, conoce a un peculiar vecino que le encanta el jazz, el vino elitista y todas esas cosas que cuestan tanto dinero.

 

Mitre escribe el guion junto a Mariano Llinás, su cómplice en muchas batallas, la más reciente Argentina, 1985, estrenada hace apenas hace un par de meses, amén de un gran cineasta como lo atestiguan películas de la solidez de Balnearios, Historias extraordinarias y La flor, entre otras, adaptando la novela homónima de Iosi Havilio, en un relato que va cambiando de género de forma natural y aleatoria, pero siempre ordenada siendo una sombra de la confusión en la que está inmerso el protagonista, fusionado diferentes tramas y texturas, siempre en un tono ligero y muy jocoso, yendo desde la comedia romántica, divertida y muy negra, el thriller, desde una perspectiva juguetona y cotidiana, y el fantástico, desde su vertiente realista y psicológica, con el mejor aroma de los Borges, Cortázar, Bioy Casares y demás, y algunas dosis de la ruptura total de tópicos y prejuicios hacia esa Francia que tenemos en mente de postal y campiña, alejándose de la idea preconcebida, y adentrándose en una Francia más cercana, situándonos en un espacio frío, feo y nada cómodo.

 

El gran trabajo de cinematografía de Javier Julià, que ya estuvo con Mitre en La cordillera (2017), y Argentina, 1985 (2022), amén de buenos trabajos en Iluminados por el fuego, El último Elvis y Relatos salvajes, que construye un contraste de luces, fusionando varios tonos como esa luz etérea y barroca del interior de la casa de José y Lucie, con esa otra luz en las antípodas tan kitsch y colorida de la casa del vecino, o esa otra luz del personaje de Bruno, entre la magia, el esoterismo y el más allá, tan pop y cálida. El estupendo trabajo de montaje, conciso y detallado, para meter los noventa y cuatro minutos de metraje, que pasan volando y donde no dejan de ocurrir cosas a cual más extravagante y reflexiva, que firman un trío espectacular como Alejo Moguillansky, otro “Pampero”, como Llinás, con una sólida carrera como director con títulos como El escarabajo de oro, La vendedora de fósforos y La edad media, entre otros, Andrés Pepe Estrada, que estuvo en Argentina, 1985, y ha trabajado con Trapero y Juan Schnitman, y Monica Coleman, con una trayectoria de más de sesenta películas entre las que destacan sus trabajos con Amos Gitai y François Ozon.

Una película tan abierta a la mezcla de géneros, texturas y formas debía tener un reparto muy heterogéneo e internacional como el uruguayo Daniel Hendler, actor fetiche de la primera etapa del cineasta Daniel Burman, que da vida al perdido y desubicado protagonista, acompañado por la maravillosa Vimala Pons, que muchos la descubrimos en La chica del 14 de julio, en un personaje alocado, impredecible y adorable, con esa secuencia de apertura memorable donde está pariendo. El resto de personajes, esos memorables intérpretes de reparto, como Sergi López, un todoterreno de la interpretación que trabaja mucho en Francia, es el inquietante Bruno, una especie de Jodorowsky pero a lo caradura, porque tiene la habilidad de seducir a las personas y atraerlas a esa especie de harén-secta del mundo interior, Mevil Poupaud, que tiene películas con Rohmer, Ozon o Dolan, entre otros, y da vida al excéntrico vecino, una especie de confesor y desahogo para el protagonista, Françoise Lebrun, que tiene un lugar de privilegio en nuestra memoria cinéfila por ser la Veronique de La mamá y la puta (1970), de Jean Eustache, es una vecina muy simpática y acogedora, y finalmente, Éric Caravaca hace una breve aparición como editor.

 

Mitre ha hecho una película extraordinaria y muy psicológica, no se dejen engañar por su apariencia, porque debajo de la alfombra se ocultan muchas cosas y muy sorprendentes, en una comedia gamberra, negrísima, con el mejor estilo de los Ealing Studios, como El quinteto de la muerte y Oro en barras, entre otras, comedias muy cotidianas, oscurísimas y tremendamente socarronas y críticas con la sociedad británica de posguerra, con personajes excéntricos, disparatados y llenos de humanidad, recogiendo el testigo de los grandes comediantes del Hollywood clásico como los Chaplin, Keaton y los Marx. Nos vamos a sentir muy identificados con el protagonista de Pequeña flor, porque en algún momento de nuestras vidas hemos o estaremos completamente perdidos, sin rumbo, alejados de nosotros y ahogados en una vida cotidiana que, seguramente, no hemos pensado en tener ningún día de nuestras vidas, y nos hemos visto inmersos en una existencia de derrota y sobre todo, sin fuerzas y sin puertas por las que salir, y toda nuestra vida se ha visto sumergida en una especie de locura sin sentido, donde todo parece tener un significado que nosotros somos incapaces de descifrar y mucho menos entender. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Donde acaba la memoria, de Pablo Romero Fresco

EL DETECTIVE DE LA MEMORIA.  

“En España ha habido una falta de valentía ética. Un país no puede dejar a 100.000 personas en cunetas. Es atroz. Estamos en Europa, al lado de la Merkel, y los alemanes sí han hecho los deberes… y Portugal y Chile y Argentina… ¿Dónde está el museo de la memoria?”.

Ian Gibson

Desde que Ian Gibson (Dublín, Irlanda, 1939), descubriera la poesía de Lorca a finales de los cincuenta, su vida se ha convertido en una implacable obsesión por desenterrar la historia oculta de España, y todo lo que ha tenido que ver con el citado poeta, y Buñuel y Dalí, sus dos compinches de la Residencia de Estudiantes. El hispanista irlandés les ha dedicado libros, documentales con el director británico Mike Dibb, y demás acciones y trabajos en relación a ellos, y muy especialmente, a descubrir la fosa donde se hallan los restos del poeta granadino. Toda una quimera para un hombre tozudo y paciente, en un país como España que ha olvidado su pasado más tenebroso y ha dejado en el olvido a decenas de miles de desaparecidos de la Guerra Civil y el Franquismo.

Lo que empieza como una forma de cerrar la segunda parte del libro dedicado a la vida de Buñuel, por  falta de apoyos, se acaba convirtiendo en una película profundo y muy reflexiva sobre el que busca y no es otro que Ian Gibson, porque si hay una forma de retratar a alguien que rastrea el pasado. esa no es otra que verlo en acción y sobre todo, rastreando su presente y pasado. La película de Pablo Romero-Fresco, que debuta en el largometraje, después de varios cortometrajes sobre cine accesible, y su labor en Inglaterra como profesor de cine y traductor,  con una película que ha sufrido una terrible odisea en su producción con ocho años de rodaje, cincuenta horas de metraje, robo del primer montaje, cambios personales del director y una pandemia, en un relato en el que acompañamos al insigne historiador y a Dibb a un viaje a Las Hurdes, como el que hizo Buñuel en 1933 para rodar Las Hurdes. Tierra sin pan, pasando también por los lugares de rodaje del mítico documental, como La Alberca y La Peña de Francia, y hablando y visitando los lugares donde casi ochenta años antes habían estado el equipo.

Una película-viaje que también pasa por Madrid, por la mítica Residencia de Estudiantes, y hablamos de Buñuel, Dalí y Lorca con el cineasta Carlos Saura y Javier Herrera, y luego por Sitges, para comentar con Romà Gubern y Paul Hammond, autores del libro “Los años rojos de Buñuel”. Personas que aportan informaciones y detalles de la vida del excelente cineasta aragonés, y finalmente, como no podía ser de otra manera en el caso de Gibson, acabamos en Granada y con Lorca, la gran obsesión del hispanista, y de recuperar los restos del poeta asesinado por el franquismo. La cinematografía de Martina Trepzcyck, que acoge con sensibilidad e intimidad una película viajera, una especie de road movie, en el que seguimos varios paseos, los de Buñuel y su mítica película, los de Gibson y su obsesión por la memoria, y finalmente, Lorca y su tumba. Destacamos el gran trabajo de montaje de Xacio Baño, cineasta gallego con una magnífica filmografía donde explora la memoria y la esencia de su tierra como en su largometraje Trote, en un estupendo ejercicio de montaje donde prima la armonía y un espacio cercano y sensible en una película breve, de solo setenta minutos de metraje, en la forma de contar y acercarnos al universo del historiador y su camino de lucha contra el olvido.

Pablo Romero Fresco Ha construido una película que también puede mirarse como el primer acercamiento al historiador Ian Gibson, en que el hispanista se abre en todos los sentidos, a pesar de su timidez y reserva, peor lo ahce a través de sus trabajos e investigaciones, en una suerte de Sherlock Holmes de la memoria, acercándose a su vida y a su universo de forma sencilla, profunda y muy reflexiva, donde descubrimos al sabio de manera humilde donde nada se subraya ni se romantiza, donde se profundiza en el ser humano, en todo lo que vemos y sobre todo, todo aquello que queda ocultado, en alguien que se ha obsesionado por Lorca y su muerte, que sigue investigando, en el oficio de detective de la memoria, en un continuo rastreo que lo ha llevado de aquí para allá, siempre en el camino, como una especie de Don Quijote, un tipo sencillo, cercano y lleno de pasión por la memoria y contra el olvido, alguien que con más de ochenta años sigue en su idea, y sobre todo, transmitiéndola a los demás, no solo con palabras, sino también con hechos, que es a la postre lo que nos define como seres humanos, todo aquello que hemos hecho, que hacemos y seguimos haciendo, todas esas huellas que los demás seguirán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Queso de cabra y té con sal, de Byambasuren Davaa

ESTA TIERRA ES MÍA. 

“Mucho tiempo atrás. Sin avaricia que marcará el compás. En una época muy lejana. Cosieron nuestro planeta con seda dorada. (Bis) Por eso lo llamamos “tierra de oro”. Para que esta canción no caiga en el abandono. Cuando el último hilo quede al descubierto. Los demonios volverán al acecho. La vida solo será un mero recuerdo. Y la tierra se convertirá en polvo. (Bis). Sufrimiento eterno es el oro. Felicidad inalcanzable es el oro. La verdad traspasa generaciones sin reposo. Abuelos, padres, y ahora nosotros. (Bis)”.

“Veins of Gold”, de Lkhaguasuren

Primero fue La historia del camello que llora (2003), donde conocimos a la familia Ikhbayar Amgaabazar, en mitad de la estepa mongola, y más concretamente, en el desierto de Gobi. Dos años después vimos El perro mongol, con la familia Batchuluun. En 2009 Los dos caballos de Genghis Khan, con la cantante Urna. Todas ellas dirigidas por Byambasuren Davaa (Ulán Bator, Mongolia, 1971), con estudios en la prestigiosa Escuela de Cine de Múnich, en las que a medio camino entre el documento y la ficción, consigue unas extraordinarias películas donde aúna lo tradicional de los nómadas mongoles a través de sus ritos, creencias y formas de vida y pastoreo, con un progreso devastador que poco entiende de la naturaleza, los animales y la relación de ser humano con el medio que habita.

La directora mongola ha dedicado tiempo a sus dos hijos y a realizar una gira con su espectáculo multivisión sobre su país con gran éxito por Alemania. Una espera que ha valido la pena, porque ahora podemos ver su última película, Queso de cabra y té con sal, coescrita junto a Jiska Rickels, donde nuevamente vuelve a construir su relato a través de una familia nómada, interpretada por actores con poca experiencia, en un gran trabajo hibrido entre documento y ficción, donde hay tiempo para ver las tradiciones y ritos de esta familia y su entorno, añadiendo las dificultades añadidas de ese progreso que comentábamos, ahora personificado en la avaricia y codicia de empresas mineras que buscan oro, generando infinidad de residuos contaminantes y el destrozo generalizado del entorno, que conlleva un cambio radical en el mantenimiento de la forma de vida tradicional para los nómadas mongoles. Si recuerdan la maravillosa película Un lugar en el mundo (1992), de Adolfo Aristaraín, sus personajes se enfrentan a un conflicto de las mismas características: la empresa internacional de turno que quiere explotar unas tierras y de paso, destrozar el modo de vida campesino.

Byambasuren Davaa edifica todo su conflicto de forma admirable y llena de sensibilidad, con ese matrimonio también enfrentado. Mientras Zaya, la madre, opta por abandonar y marcharse con lo poco que les de la compañía y empezar de nuevo, en cambio, Erdene, el padre, se opone a dejar su tierra y su vida, e intenta resistir en la lucha por defender su forma de vida, trabajando para convencer a los otros nómadas. Como ocurría en las anteriores películas mencionadas, la cineasta mongola no crea un relato sentimentaloide ni nada que se le parezca, sino construido con una sutileza y una belleza que encoge el alma, por la belleza de la estepa y la miseria moral de algunas empresas que ansían dinero en forma de oro. Un impresionante trabajo de luz del libanes Talal Khoury, donde cada encuadre esta detallado con mimo y poesía, como el exquisito trabajo de montaje que firma Anne Jünemann, de la que habíamos visto Guerra de mentiras, de Johannes Naber, en el que teje un excelente ritmo pausado y acogedor para llevarnos de la mano por los noventa y seis minutos de su metraje.

Un magnífico trabajo de sonido de Sebastian Tesch, que ha trabajado en los equipos de películas de Maren Ade y Michelangelo Frammartino, entre otros, Paul Oberle y Florian Beck, con amplia experiencia en documental y series de televisión, donde podemos escucharlo todo y de forma absorbente y reposada, y la estupenda banda sonora que crean el tándem John Gürtler y Jan Miserre, amén de la preciosa canción creada para la película. Nos queda mencionar el extraordinario reparto de la película, con rostros de intérpretes desconocidos, excelentemente bien dirigidos por el magnífico trabajo de la directora, que ya había demostrado su grandes dotes para captar la intimidad y la cercanía de sus actores naturales, en otros grandes trabajos de composición, porque no solo transmiten una naturalidad desbordante, sino que cada gesto y cada mirada está llena de todo lo que están viviendo y sufriendo, en un marco bello y doloroso a la vez, donde su forma de vida está siendo amenazada diariamente. Citamos a Amra, el niño que tomará las riendas de la resistencia a pesar de su corta edad, que interpreta Bat-Ireedui Batmunkhw, Zaya es A Enerel Tumen, Erdene lo hace Yalalt Namsrai, la pequeña Altaa es Algitchamin Baatarsuren, y finalmente, Huyagaa es Ariunbyamba Sukhee.

Queso de cabra y té con sal tiene uno de esos títulos sencillos, cotidianos y poéticos, que recuerdan al cine de Ozu, como El sabor del té verde con arroz y El sabor del sake, o aquel otro cine que había en El olor de la papaya verde, de Tran Anh Hung, y La gente del arrozal, de Rithy Panh, todas ellas asiáticas, donde el alimento es un estado de ánimo, una forma de espíritu, y sobre todo, de enfrentar y gestionar los difíciles envites de la existencia. Solo nos queda agradecer a la distribuidora Surtsey Films por distribuir películas de estas características, conociendo el tremendo esfuerzo que lleva tal empresa, porque la película de Byambasuren Davaa nos hace vibrar con su belleza profunda y crepuscular, con cada plano, cada encuadre y cada mirada de sus personajes, sino que también, es cine muy grande, porque no solo recoge una forma de vivir, una forma de hacer y sentir, sino que es una película de su tiempo, totalmente anclada a los conflictos económicos de un país como Mongolia, que no están tan lejanos como imaginamos, porque Alcarràs, de Carla Simón, que explica conflictos muy cercanos en la geografía, está muy emparentada en relato y conflicto con la película de Byambasuren Davaa, que deseamos que siga poniéndose detrás de las cámaras y nos siga deleitando y narrando con su enorme sensibilidad, belleza y minuciosidad su país, sus nómadas y todo su entorno, que esperemos siga en pie por mucho tiempo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Desierto particular, de Aly Muritiba

LA MASCULINIDAD Y EL AMOR.

“La virilidad es un mito terrorista. Una presión social que obliga a los hombres a dar prueba sin cesar de una virilidad de la que nunca pueden estar seguros: toda vida de hombre está colocada “bajo el signo de la puja permanente”.

Georges Flaconnet y Nadine Lefaucheur (1975)

El relato arranca en la mirada y cuerpo de Daniel, del que sabremos que ha sido expulsado de su empleo como instructor de policía por agredir a uno de sus alumnos. Su vida se pierde atendiendo a su padre demente y teniendo una relación fría con su hermana pequeña. Su único aliciente en la vida es Sara, una mujer a la que no conoce personalmente, pero mantiene una relación online. Un día, agobiado por todo, deja Curitiba, en el sur de Brasil, y con su ranchera se lanza a hacer 3000 kilómetros para darle una sorpresa a Sara, que vive en Sobradinho, al noreste del país.

El director Aly Muritiba (Mairi, Bahía, Brasil, 1979), plantea en su tercera película en solitario, un guion que firman Henrique dos Santos y él mismo, a través de una historia de contrastes, de opuestos, ya desde su pareja protagonista, el mencionado Daniel, que vive al sur, en la fría y conservadora Curitiba, y frente, lo contrario, porque Sara vive en la noreste, cálida y libre Sobradinho. Una trama que parte de una búsqueda, de una forma de encontrar lo que somos de verdad, de nuestra forma de estar en el mundo y sobre todo, la manera de relacionarnos con los demás. También habla de transformación, de tránsito, de dejar quién parece ser que has de ser para ser quién de verdad eres, de dejar de tener miedo, de escucharte, de sentirse y dejar de autoengañarse. El cineasta brasileño no edulcora ni sentimentaliza su película, al contrario, la construye a partir de la verdad, de la intimidad de sus personajes, tejiendo con sumo cuidado un relato donde se indaga en lo social, en las dificultades exteriores e interiores de cada individuo, generando una empatía que va más allá de la apariencia, donde nos habla de un encuentro, un encuentro que cambiará las existencias oscuras y silenciosas de los dos protagonistas, que viven a su manera, en una cárcel social y propia.

Una estructura interesante en la que nos muestran la vida de Daniel, sus conflictos y sus amarguras, y tras veinte minutos, aparecen los títulos de crédito iniciales. Luego, pasamos a la vida de Sara, en la que la veremos en su cotidianidad, su trabajo, su vida con su abuela, y la relación de amistad con su amigo del alma, y su no vida de ocultación y de negarse ante una sociedad que lo rechaza y quiere “curarlo”, como le espeta el sacerdote de su iglesia. Finalmente, la película muestra este encuentro con sus desencuentros, una relación diferente, de autoconocimiento, de libertad, de dejar la oscuridad para abrazar la luz, a través del deseo y el amor, un amor inesperado, de cuerpos y piel, muy erótico, un amor que estaba esperando a materializarse por dos seres que se esperaban, sin saberlo, desde hacía mucho tiempo. La excelente cinematografía de Luis Armando Arteaga, del que hemos visto sus trabajos con Jayro Bustamante y en Las herederas (2018), de Marcelo Martinessi, donde los cuerpos y la piel están pegados a la cámara, sintiendo todo ese vacío, esa búsqueda y esa soledad que tanto acompaña a los protagonistas, que recuerda a la misma luz de Beau travail (1999), de Claire Denis.

La excelente música de Felipe Ayres, ejecutada a la perfección que no limita para acompañar en su periplo vital y de autoconocimiento a los protagonistas, sino que se esfuerza en explicar todo aquello que los diálogos no dicen pero está, con la inclusión del tema ochentero “Total Eclipse of the Heart·, de Bonnie Tyler, que acompaña dos momentos muy importantes de la cinta. El exquisito y magnífico montaje de una grande como Patricia Saramago, que ha trabajado ni más ni menos con dos tótems del cine portugués como Pedro Costa y Rita Azaevedo Gomes, y en Longa noite (2019), de Eloy Enciso, que condensa muy bien la información y la relación in crescendo de los dos personajes, en un metraje amplio que se va hasta los ciento veinticinco minutos. Desierto particular no solo funciona como un drama interior muy psicológico, sino que también realiza una concisión de los diferentes estratos sociales y las múltiples complejidades que hay ahora en un país como Brasil, con sus antagónicas formas de pensamiento y alejamiento en cuestiones humanas, sociales y culturales.

Una película basada tanto en el interior de unos personajes asfixiados por ellos mismos y sobre todo, por el conservadurismo y tradicionalidad de una sociedad arcaica en muchos sentidos, y más con la llegada del fascista Jair Bolsonaro a la presidencia del país desde 2019, donde la comunidad LGBTQIA+ se ha visto fuertemente atacada, vejada y asesinada, debía tener un par de excelentes intérpretes como Arntonio Saboia, al que hemos visto en películas tan interesantes como El lobo detrás de la puerta y Bacurau, entre otras, en la piel de Daniel, un rudo y malcarado policía, ahora expulsado, atrapado en esa masculinidad marcada por los estereotipos y prejuicios ancestrales, frente a la juventud de Pedro Fasanaro en la piel de Sara, el objeto de deseo de Daniel, el joven que debuta en el cine, marcándose un doble rol que eriza la piel, transmitiendo toda la naturalidad posible, metiéndose en un personaje que no está muy lejos de la oscuridad por la que atraviesa Daniel. Una pareja atípica en apariencia, pero que resultará que no están tan lejos, porque sus desiertos particulares están llenos de demasiadas cosas que hasta la fecha habían tristemente obviado y aún más, cosas que les hubieran sacada de su ostracismo y su tristeza. Viva el amor y sobre todo, el amor hacía uno mismo, sin miedo y sin cárceles. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA