Entrevista a Alicia Cano Menoni, directora de la película “Bosco”, en la sede de la Casa Amèrica Catalunya en Barcelona, el miércoles 16 de noviembre de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alicia Cano Menoni, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial, y a Violeta Medina de Comunicación, por por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La homofobia es como el racismo y el antisemitismo y otras formas de intolerancia, ya que busca deshumanizar a un gran grupo de personas, de negar su humanidad, su dignidad y personalidad”.
Coretta Scott King
La llegada de Jair Bolsonaro a la presidencia de Brasil en enero de 2019 con sus políticas segregacionistas, totalitarias y en perpetua guerra con todo aquello fuera de la moral fascista y católica, ha contribuido a alimentar el odio y el asesinato a colectivos como el LGTBI, ya de por si perseguidos en el país sudamericano. Durante este período de fascismo, intolerancia y persecución han aparecido películas como La vida invisible de Eurídice Gusmaô (2019), de Karim Aïnouz, Divino amor (2019), de Gabriel Mascaro y Desierto particular (2021), de Aly Muritiba, entre otras, que retratan una mirada crítica y humanista sobre las diferentes realidades que se viven en el país, contribuyendo no solo a su riqueza cultural, sino a hablar de un Brasil que se hundía en ideas reaccionarias que resucitan viejos fantasmas de su pasado dictatorial.
A esta terna de cine comprometido y activista, se les une Madalena, de Mediano Marchetti (Porto dos Gaúchos, Brasil 1988), que después de varios cortometrajes debuta en el largo con una película ambientada en el entorno rural del oeste de su país, alrededor del asesinato de una transexual, la Madalena del título, pero no cayendo en un relato políciaco al uso, sino que se centra en las consecuencias de ese asesinato, en esa ausencia, a través de tres personajes muy diferentes entre sí que viven en el mismo espacio pero que no se conocen. El director brasileño divide su relato episódico a través de estos tres personajes: Luziane, una azafata de discoteca, Cristiano, un hijo de dueño de una plantación de soja, y Bianca, una trans amiga de la asesinada. A partir de estas tres miradas, vamos descubriendo un lugar sin futuro, un espacio rodeado de campos de soja, donde sus habitantes viven anclados en no lugar, en una no vida, en un ir y venir sin más, en una existencia precaria en todos los sentidos, con la idea de irse lejos para no volver jamás. Construyendo una cotidianidad que duele y resulta triste, donde la noche se convierte en el aliado donde los personajes se refugian del hastío del día.
Marcheti fusiona con maestría e inteligencia el relato social y cotidiano con el thriller rural con el aroma de Tres anuncios en las afueras (2017), de Martin McDonagh, y algún que otro elemento fantástico, en la que da forma a un ejercicio valiente, sobrio y detallista sobre la realidad brasileña actual, con un excelente trabajo de guion que firman Thiago Gallego, Thiago Ortman y Thiago Coelho, y el propio director. La película tiene un grandísimo trabajo en el aspecto técnico, amén de un gran trabajo de cinematografía del tándem Guilherme Tostes y Tiago Rios, que conjugan esa luz abrasadora del lugar enfrentada con esa otra luz nocturna en el que la película se llena de sombras, miedos y espíritus, sin olvidar el magnífico montaje de Lia Kulakauskas, que condensa y explica con paciencia y melancolia, en sus formidables ochenta y cinco minutos de metraje, el asesinato y la ausencia de Madalena a través de estas tres almas que explican con exactitud el estado de ánimo triste y vacío instalado en el lugar que recorre a cada uno de los tre spincipales protagonistas y todos los demás que pululan a sus alrededores.
Si el espacio se convierte en una parte fundamental en la trama y las situaciones que se plantean, el estupendo reparto de la película tampoco le va a la zaga, con unos impresionante trío protagonista encabezados por Natália Mazarim en la piel de la enigmática Luziane, con esa vida nocturna, esos bailes por el día, y ese deambular sin sentido y sin vida, Rafel de Bona da vida a Cristiano, un tipo perdido, obsesionado con los bíceps, temeroso y estúpido, y finalmente, Pamella Yule es Bianca, la amiga de Madalena, la que recogerá sus cosas, la que más la recordará y sobre todo, la que más notará su ausencia, sin olvidar de los otros intérpretes de reparto que aportan la pertinente profundidad tan encesaria en una película donde es tan importante lo que se ve como lo que se oculta. El director Mediano Marcheti consigue de forma sencilla y honesta una historia que nos atrapa a través de una honestidad y una clarividencia maravillosas, despojando la trama de todo artificio y condescendencia, dejando sólo lo humano y lo que le envuelve, en una trama en la que se habla muy poco, y todo es muy visual, como esa excelente atmósfera que impregna toda la película y le da ese aire fantasmagórico y onírico, en ocasiones.
El cineasta brasileño demuestra una madurez sorprendente tanto en la realización como la construcción de personajes y ambientes, donde la noche se convierte en un estado por sí, en ese estado lleno de inseguridades, muy inquietante y despojado de vida y humanidad, en una película de apariencia sencilla, pero no se dejen engañar, porque la película no es nada convencional, al contrario, tiene mucho de profundidad y hay que escarbar mucho, porque en todas las películas donde hay que contar, y en Madalena hay mucho que contar, de mostrar, y también, de mostrar aquello más oculto, aquello que es más difícil de ver, aquello que se mete y vive dentro de las personas, y tiene que ver más con un estado de ánimo, con una idea que describe e identifica un espacio, un lugar, y a la postre, un contexto social, económico, político y cultural, que en este caso es el Brasil fascista de Bolsonaro, pero podría ser cualquier otro lugar del mundo donde se persigue y se castiga con la muerte todo aquello diferente, libre y humano. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Presentación de la programación Filmoteca de Catalunya 2023 y Balance 2022, con la presencia de Esteve Riambau, director de la Filmoteca, y Natàlia Garriga, Consellera de Cultura, en la Filmoteca de Catalunya en Barcelona, el viernes 16 de diciembre de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Esteve Riambau y Natàlia Garriga, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Jordi Martínez de Comunicación Filmoteca, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.
Entrevista a Amanda Gutiérrez y Andrés Litwin, directora y músico de la película “Saldo 0”, en els Jardins Carme Biada en Barcelona, el jueves 23 de junio de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Amanda Gutiérrez y Andrés Litwin, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Daniel Arrébola de Apetecine Comunicación, por por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Todo poder humano tiene un componente de paciencia y tiempo.”
De Eugénie Grandet (1883), de Honoré de Balzac
Resulta revelador que la primera adaptación al cine de una novela de Honoré de Balzac La marâtre (1906), la dirigió Alice Guy (1873-1968), el/la primera cineasta de la historia. Más tarde vinieron otras dirigidas por Truffaut y Rivette, que adaptó un par La bella mentirosa y La duquesa de Langeais. De Eugénie Grandet ya se había llevado a la gran pantalla en otras ocasiones. Ahora llega de la mano de Marc Dugain (Dakar, Senegal, 1957), excelente novelista con una trayectoria de casi la veintena de títulos, de la que El pabellón de los oficiales se llevó al cine dirigida por François Dupeyron en el 2011. Como director lo conocemos por Une exécution ordinarire (2010), que adaptó su propia novela en un drama ambientado semanas antes de la muerte de Stalin. Le siguió L’echange des princesses (llamada aquí Cambio de reinas), adaptación de la novela homónima de Chantal Thomas, y ambientada en el siglo XVIII, bajo la mirada de una adolescente y una niña princesas francesas que las casarán con los herederos españoles para mantener la paz.
Con Eugénie Grandet, Dugain se mete de lleno en la mirada de otra mujer, la Eugénie del título, una joven soltera e hija de Felix Grandet, un tonelero y hombre de poder en Samur, tremendamente codicioso y avaro que oculta su fortuna a todos y todas, ambientada en la época de la Restauración de los Borbones en Francia, tras la caída de Napoleón en 1814 y previo a la Revolución de Julio de 1830, en la que Balzac nos habla sin cortapisas y de frente sobre la situación de sometimiento de la mujer por parte del hombre. La llegada de Charles Grandet, sobrino del amo, recientemente huérfano y sin bienes, cambiará todo para la joven Eugénie, que dejará esa vida de beata y trabajo de hogar, y se enamorará del joven. Entre sus virtudes, la cinematografía gala puede presumir de producir excelentes dramas históricos, tanto por calidad artística y técnica, como demuestran títulos como Cyrano de Bergerac, El nombre de la rosa, La reina Margot, Ridicule, entre otros. Eugénie Grandet es otra de las películas que se suma a esa excelencia del drama histórico.
Un drama histórico que sigue la gran tradición de la cinematografía francesa porque el cineasta francés se rodea del cinematógrafo Gilles Porte, del que vimos por aquí como director El estado contra Mandela y los otros (2018), que codirigió con Nicolas Champeaux, y ya trabajo en Cambio de reinas, en un trabajo riguroso y con una luz magnética, en la que predominan los claroscuros, y esos interiores velados que recuerdan a los citados títulos, así como los grandes trabajos de diseño de producción de Sevérine Baehrel y de vestuario de Fabio Perrone, también en Cambio de reinas, y en la poderosa Germinal (1993), de Claude Berri. La excelente partitura de Jeremy Hababou, que sabe dotar de belleza, drama y sensibilidad del que está construido el relato. El magnífico montaje de Catherine Schwartz, habitual en el cine de Gaël Morel, que hace un trabajo inmejorable de concisión y detalle para contar una historia que combina el estatismo en el que vive la protagonista con el movimiento perpetuo de los hombres, en una historia que abarca los ciento tres minutos de metraje.
Un enorme reparto que fusiona a los veteranos como el estupendo Olivier Gourmet, un actor capaz de hacer lo que quiera, con sencillez y aplomo, que da vida al monstruo de Grandet, ese padre de ambición desmedida, estúpido y altivo. A su lado, Valérie Bonneton, un actriz que ha trabajado con Olivier Assayas y Mia Hansen-Love, entre muchos otros, que interpreta a la sumisa y anulada mujer de Grandet y madre de Eugénie, y los más jóvenes, entre los que encontramos a César Domboy, que tiene en su haber a directores como Mélanie Laurent y Robert Zemeckis, dando vida a Charles Grandet, un joven atractivo parisino que llega a Samur con una mano delante y otra detrás, será una luz para Eugénie, que interpreta Joséphine Japy, a la que hemos visto como protagonista en Amor a segunda vista y en los repartos de El monje y Las apariencias, se convierte en una maravillosa protagonista, en un personaje que mira más que habla, que mezcla su indudable belleza con una serenidad y paciencia indomables, en una mujer fuerte, valiente y llena de sabiduría que esperará su momento y tendrá muy claro su camino y qué hacer.
Dugain ha construido una hermosísima, reveladora y magnífica película, que no solo es un brillante y eficaz drama, sin fisuras ni sentimentalismos baratos, sino que profundiza con honestidad e intimidad en todas aquellas mujeres de mediados del XIX en aquella Francia machista y soberbia, sino que habla de todas las mujeres, de todos sus sometimientos, sus deseos y amores, y como no, habla del amor desde una perspectiva muy diferente, alejándose de tantos y tantos retratos de amor romántico sin medida. Aquí no hay nada de eso, porque nos habla de un amor de verdad, de aquellos que se pueden tocar y sentir, nada que ver con esos amores que nos venden en el cine y la novela barata, que nada tienen que ver con la realidad dura en la que nos movemos. Eugénie Grandet no es solo una novela sobre aquella Francia del XIX, sino que es un certero y sencillo retrato sobre la condición humana, aquella masculina que somete a las mujeres, y la femenina, aquella que se calla, como la madre, y aquella otra que no, que sigue firme, que camina, que sabe hacia adónde va, que tiene muy claro que la vida está mucho más allá que casarse y tener hijos, que también se puede experimentar la felicidad de formas muy diferentes, y sobre todo, en libertad y en soledad, porque todo eso nada tiene que ver con lo que uno siente en el interior, y la compañía más importante siempre es la de uno o una, porque Balzac era femeninista y miraba a la mujer de verdad, creía en ella, en todo su ser, una mujer que no está muy lejos de la Madame Bovary, de Flaubert, otra novela del XIX, que también cuestiona y rompe los valores tradicionales impuestos por los hombres, y retrata a mujeres libres, valientes y con coraje. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
El año cinematográfico del 2021 ha bajado el telón. 365 días de cine han dado para mucho, y muy bueno, películas para todos los gustos y deferencias, cine que se abre en este mundo cada más contaminado por la televisión más casposa y artificial, la publicidad esteticista y burda, y las plataformas de internet ilegales que ofrecen cine gratuito. Con todos estos elementos ir al cine a ver cine, se ha convertido en un acto reivindicativo, y más si cuando se hace esa actividad, se elige una película que además de entretener, te abra la mente, te ofrezca nuevas miradas, y sea un cine que alimente el debate y sea una herramienta de conocimiento y reflexión. Como hice el año pasado por estas fechas, aquí os dejo la lista de 27 títulos que he confeccionado de las películas de fuera que me han conmovido y entusiasmado, no están todas, por supuesto, faltaría más, pero las que están, si que son obras que pertenecen a ese cine que habla de todo lo que he explicado. (El orden seguido ha sido el orden de visión de un servidor, no obedece, en absoluto, a ningún ranking que se precie).
“Él comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Esta tan igual a mí, tan diferente a los demás que he llegado a creer que sueña mis propios sueños”
Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez (1917)
El cineasta Jerzy Skolimowski (Lodz, Polonia, 1938), pertenece a esa maravillosa terna surgida de la magnífica Escuela de Cine y Teatro de Lodz: Andrew Vajda, Jerzy Kawalerowicz, Wojciech Jerzy Has, Krzystof Kieslowski, Andrzej Munk, Roman Polanski, Krzystof Zanussi y Andrzej Zulaski, entre otros que, a lo largo del siglo XX, crecieron haciendo cine en el bloque soviético con películas de fuerte carga crítica y poética, llenas de humor, que les abrieron las puertas al mercado y los certámenes internacionales. En el caso de Skolimowski, recordamos sus películas como Walkover (1965), La barrera (1966), y La partida (1967), filmado en Polonia, y las otras, rodadas en Gran Bretaña como Zona profunda (1970), El grito (1978), Trabajo clandestino (1982), The lightship (1986), entre otras. Su largo período dedicado a la pintura figurativa y expresionista. Su vuelta a Polonia con películas como Cuatro noches con Anna (2008), Essential Killing (2010), y 11 minutos (2015).
Después de siete años sin rodar, el cineasta polaco vuelve con Eo una hermosísima, poética y sensorial fábula contemporánea protagonizada por un pequeño burro grisáceo de raza sarda que es, ante todo, un sentido y honesto homenaje a Au Hasard Balthazar (1966), de Robert Bresson, quizás la película que mejor ha retratado el mundo de los animales, erigiendo al burro en un ser que, en su peculiar aventura recibe maldad y bondad, en un mundo cínico e implacable. Skolimowki vuelve a contar con la guionista Ewa Piaskowska, que le ha producido sus últimas cuatro películas, y con la que ha coescrito sus tres últimas, en un relato que nos devuelve el cine en su máxima esencia, ya que casi no hay diálogos, en un grandioso espectáculo visual y sensorial, donde nos sumergimos en una aventura que nos lleva por el rural polaco e italiano siguiendo los pasos de Eo, el pequeño burro protagonista, que, al igual que le sucedía al soldado afgano que interpretaba Vincent Gallo en Essential Killing, debe luchar contra los obstáculos y sobrevivir a un mundo demasiado hostil.
Eo será el alma de este cuento viviendo a través de un periplo difícil que lo llevarán a estar siempre de aquí para allá, como Eo que después de ser desahuciado del circo donde lo tienen trabajando, lo recluirán en una granja en la que no se adapta, para más tarde huir campo a través, y acabar siendo mascota a su pesar de unos salvajes seguidores de un equipo de fútbol, del que será apaleado por los hinchas del rival, y luego, curado para ser mal vendido como carne junto a unas vacas, y después, siendo rescatado por un joven italiano que tiene una relación extraña con una condesa, y mucho más. Desventuras en las que Skolimwski nos muestra una mundo-sociedad llena de peligros, pero también, de bondad y soledad, de pequeñas alegrías y tristezas, de unos humanos salvajes y egoístas que usan y tiran al pequeño animal según su conveniencia, mostrando así la relación de los sapiens con los animales y nuestro entorno natural, en que la película lanza una profunda y directa crítica hacia el trato y respeto que tenemos con los animales y la naturaleza.
La película reivindica los valores humanos a través del animal, deteniéndose en la inocencia, aspecto en desuso completamente en una sociedad en el que todo parece una lucha encarnizada de poderes en el que todo vale, donde estamos todos contra todos, y un sálvese quien pueda, y poco más, en una sociedad totalmente individualiza, solitaria y apática, donde rige la ley del talión y la desesperanza. Una película de contenido abrumador y ejemplar, tiene una parte técnica a su altura, con la exquisita y excelente cinematografía de Mychal Dymek, que tiene en su haber grandes trabajos como el que hizo en la reciente Sweat, de Magnus von Horn, y su trabajo en el equipo de Cold War (2018), de Pawel Pawlikowski, el conciso, detallado y brutal montaje de Agnieszka Glinska, que ya estuvo en 11 minutos, en sus extraordinarios ochenta y ocho minutos de metraje, la impresionante música de Pawel Mykietyn, un habitual en la filmografía de Krzystof Warlikowski, y de otros como Wajda, Bartas y Małgorzata Szumowska, en una composición que se fusiona con armonía y belleza con la banda sonora que nos va transportando al mundo interior del asno protagonista.
Uno de los productores es el mítico Jeremy Thomas, el mítico productor de casi medio siglo de carrera, con más de setenta títulos producidos a nombres tan ilustres como Bertolucci, Cronenberg, Kitano, Miike, Wenders, Jarmusch y Guilliam, entre otros, que le produjo Skolimowski El Grito, y le ha coproducido las tres últimas, en una de esas colaboraciones que se extienden a lo largo de sus carreras extensísimas, donde la autoría deviene uno solo, en una idea de hacer cine desde la emoción y desde la necesidad de hacer lo que uno quiere, alejándose de modas y tendencias del momento, haciendo cine desde el alma, con el alma y sobre el alma. Aunque el equipo es el absoluto protagonista de la película, el animal va encontrándose personajes de toda índole y condición social encarnados por Sandra Drzymalska, una de las actrices jóvenes polacas más talentosas de su generación, el italiano Lorenzo Zurzolo, Mateusz Kosciukewicz, uno de los actores polacos más destacados del momento, y la maravillosa presencia de una grande como Isabelle Huppert. Celebramos el regreso al cine de Skolimowski que no solo mira a Bresson, sino a ese cine del que ya queda poco, donde lo primordial era contar una historia desde el corazón, construyendo emociones y sumergiendo al público a todo aquello que no se ve del cine pero está, donde se le mostraba una historia, se construía una mirada y había espacio para la reflexión a través de una mirada crítica sobre la sociedad y al fin y al cabo, sobre nosotros y todos los seres de nuestro entorno, ya sean animales como vegetales. No se la pierdan, porque es maravillosa y encima, sensible y humanista, porque todos deberíamos ser como ese asno, con la misma humanidad que tenían Platero, Balhazar y Eo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Ella escribió, que la memoria es frágil y el transcurso de una vida es muy breve y sucede todo tan deprisa, que no alcanzamos a ver la relación entre los acontecimientos, no podemos medir la consecuencia de los actos, creemos en la ficción del tiempo, en el presente, el pasado y el futuro, pero puede ser también que todo ocurre simultáneamente.”
Isabel Allende
Unas torpes y domésticas imágenes grabadas en MiniDv nos dan la bienvenida a Aftersun, la opera prima de Charlotte Wells (Edimburgo, Escocia, 1987). Las imágenes que vemos las de Calum, un padre joven que está siendo inmortalizado por Sophie, su hija de 11 años, en algún hotel de segunda de alguna ciudad costera de Turquía a finales de los noventa. No vemos bien a Calum, nunca de frente, casi siempre de espaldas o de lado y a contraluz, reflejando esa idea de la memoria difusa y compleja, una idea en la que profundiza e investiga la película.
Después de tres películas cortas, Wells construye una película a través de la memoria, o quizás podríamos decir, de la dificultad de recordar, de esa materia tan densa y a veces, tan ligera como la memoria, en esa lucha constante entre lo que recordamos y lo que realmente ocurrió, esa madeja infinita de situaciones, objetos, miradas, sonidos y sensaciones que forman nuestra memoria y sobre todo, como la recordamos en el presente, y como nos adentramos en ella, y miramos y sentimos a aquellas personas que estaban con nosotros, que nos ha quedado de ellas, y nuestro análisis de lo que vivimos con ellas, y que nos queda ahora. La cineasta escocesa construye su trama de forma tremendamente sutil y conmovedora, huyendo de estridencias sentimentales y piruetas narrativas, nos encontramos siempre en un estado de ligereza y apariencia cotidiana mezclado con un estado de lirismo y abstracción, en que esa realidad inmediata y aparentemente cercana y muy personal entre padre e hija, en realidad, encierra muchos aspectos oscuros, incluso inquietantes, que encierran una relación confusa y muy alejada entre lo que siente el adulto y cómo lo ve la niña.
El misterio de la película reside en los dos absolutos protagonistas, en todo lo que experimentan, tanto sus momentos más íntimos, donde parece que son uno, y en los otros, más incómodos, en los que el adulto huye de sí mismo y se aísla, y la niña que todavía no comprende, intenta encontrar su espacio en los otros. Por un lado, tenemos a Calum, un padre demasiado joven para tanta responsabilidad, que da mucho cariño a su hija de 11 años, pero que a la vez oculta muchas heridas, que lo alejan de la realidad y lo sumen en una soledad asfixiante y destructiva. Por el otro, encontramos a Sophie, una preadolescente que está en proceso de cambio, de empezar a dejar esa infancia y enfrentarse a la adolescencia, a ese espacio de descubrimiento de su entorno y de sí misma, del amor, del sexo, y de tantas cosas que empezaran a bullirle en su interior, y además, tiene a su padre que la quiere, con el que se lleva bien, a pesar de toda esa distancia entre ellos, entre una niña que todavía es demasiado pequeña para entender ciertas actitudes y sentimientos contrariados del padre.
Wells ha contado con dos compañeros de facultad de la Universidad de Cine de New York como Gregory Oke en la cinematografía, optando por el 35mm para crear esa luz con color saturado y muy contrastada, que nos lleva a aquella época de finales de los noventa, sin caer en la excesiva melancolía y embellecimiento, sino manteniendo la idea que estructura de la película, donde la realidad se fusiona con lo abstracto, el lirismo y la inmediata realidad, como describen muy bien esas fotografías polaroid y esos extraños momentos que jalonan la película como las fotografías bajo el agua, como si el tiempo se detuviese, y la idea agridulce que se cuela durante todo el metraje, y Blair McClendon en el montaje, un magnífico trabajo que condensa con esa mezcla de orden/desorden programado para detallar con sencillez la relación íntima/distante entre padre e hijo, en unos sorprendentes y mágicos noventa y seis minutos de metraje.Otro elemento sumamente importante en la película de Wells es la excelente música de Oliver Coates ayuda a describir con sutileza y detalle, amén de los temas del momento que describen con acierto e inteligencia el estado emocional de los personajes como la versión de la “Macarena”, de Los del Río, y otros temas de Aqua, Steps y Blur, y esos dos momentazos a ritmo del “Under Pressure”, de Queen y Bowie, y ese otro instante del karaoke con el “Losing My Religion”, de los R.E.M. En la producción tenemos a Adele Romanski y el director Barry Jenkins, que recordaréis por El blues de Beale Street, que también han producido películas tan interesantes como Lo que esconde Silver Lake y la serie The Girlfriend Experience, entre otras.
La pareja protagonista brilla de forma extraordinaria, creando esas personalidades cercanas y alejadas, en que Paul Pescal es Calum, al que habíamos visto en La hija oscura y la miniserie Normal People, y la jovencísima debutante Frankie Corio que hace de Sophie, una niña que todavía no es lo suficientemente mayor para conocer en profundidad las heridas que arrastra su padre y si que ya es lo suficientemente mayor para descubrir esas cosas latentes que empiezan a despertarse en su cuerpo y su pensamiento. Y Celia Rowlson-Hall es Sophie adulta, bailarina y coreógrafa para artistas como Alicia Keys y Coldplay, y en cine ha trabajado con Gaspar Noé y Lena Dunham, tiene el rol de esos instantes de pura abstracción y sobrecogedores en los que baila y expresa toda ese torbellino de imágenes, sonidos y estados emocionales de su memoria y lo que recuerda y como lo recuerda que nunca es nítido y todo empieza a alejarse y difuminarse en aquel tiempo. Déjense llevar por Aftersun, de Charlotte Wells, que les recordará a aquel aroma que desprendían Alicia en las ciudades (1974), de Wim Wenders y Somewhere (2010), de Sofia Coppola, padres junto a hijas pequeñas, durante las vacaciones o al menos durante el descanso estival, que nunca es sinónimo de aventura y placer, porque no se cuenta todo lo que se cuece en nuestro interior que, a veces, es muy oscuro e inquietante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Oriol Estrada y Natalia Cabral, directores de la película “Una película sobre parejas”, en su vivienda en Capellades, el miércoles 6 de julio de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Oriol Estrada y Natalia Cabral, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
La primera vez que tuve un encuentro personal y profundo con la figura del poeta Federico García Lorca (1898-1936), fue allá por 1998 en el Teatre Lliure en Barcelona, con la obra Cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre, con Juan Echanove sobre el escenario, interpretando al excelente poeta al piano rememorando unos recitales que hizo en New York. La experiencia fue magnífica. La magia del teatro revivía no solo a Lorca, sino que lo acercaba al presente, a mí que, desde entonces, lo leo y lo descubro a cada lectura, y me descubro a mí mismo, porque la mejor manera de recordar a alguien que escribía es leyéndolo y descubriéndolo con cada lectura. Otra vez en un teatro y con Lorca, he vuelto a recordar aquella experiencia con Echanove de la mano de Juan Diego Botto, en su espectáculo Una noche sin luna, escrito por él, a partir de textos de Lorca, y dirigido por Segio Peris-Mencheta, en el Teatre Nacional de Catalunya, el viernes pasado 9 de diciembre a las 19h de la tarde. No un día cualquiera. Día de estreno. Entre el público muchas de las gentes del teatro de Barcelona.
El montaje lleva dos años de enorme éxito por todos los teatros del país, agotando entradas allá por dónde va, con Premio Nacional de Teatro para Juan Diego Botto y otros tantos reconocimientos. En sus primeros minutos, Botto y Lorca, tanto monta, monta tanto, ya nos seduce con cercanía, tanto en el escenario como por el patio de butacas. La inteligencia de un actor de pasar de la ficción a la realidad, o podríamos decir, a la realidad del teatro, en que va dejando claro la intimidad y la naturalidad de la obra, porque Botto, solo ante el peligro, sin más compañía que el público expectante que abarrotaba la inmensa sala grande del TNC. La obra hace un recorrido por la vida de Lorca, pero no centrándose en sus grandes momentos, sino en aquellos más sencillos y cotidianos, como una de sus primeros funciones con marionetas y su altercado con la ley que le cerró el pequeño teatro donde actuaba, o aquel otro con su compañía La Barraca, que acercaba el teatro a las gentes más humildes, y su altercado con los aldeanos a pleno sol, y ese amanecer, ¡Qué amanecer!, y hasta aquí puedo leer, y muchas más. Botto hace un recorrido muy íntimo, honesto, del alma, desordenado y sencillo, donde escuchamos algunos discursos hacía la muchedumbre, y muchas otras situaciones.
Quedamos maravillados del espectacular espacio escénico por el que se mueve Botto, diseñado por Curt Allen Wilmer con EstudiodeDos, en el que nos vemos por encima de tablas de madera que van abriendo puertas, secretos y confesiones del pasado del poeta, que encierran en su interior objetos, pasajes, y demás memoria del artista, y también, tierra, mucha tierra, aquella que lo sigue ocultando en algún lugar de Granada hace ya más de ochenta años. La maravillosa luz de Valentín Álvarez, que ha trabajado en teatro y cine, con nombres tan ilustres como Víctor Erice, Alberto San Juan y el propio Peris-Mencheta, y al música de Alejandro Pelayo, la otra mitad de Marlango, creando esos espacios donde nos transportamos a la memoria del poeta y su legado, sobre todo, su legado, como ese especial momento en que Botto toca en un piano imaginario y escuchamos su sonido. La magia y la fantasía, en definitiva, el mundo de los sueños y los fantasmas, están muy presentes en todo el espectáculo, porque Botto es un auténtico animal escénico, una alma entregada a la memoria del poeta, trayendo todo su arte, su lucha y su política hasta hoy relacionándolos con la actualidad.
Botto no pretende ser Lorca, sería un mascarón, ni revivir al poeta, sino a mirarlo, a situarse frente a frente, a acompañarlo, a sentirlo, a disfrutarlo, y eso, tan bello y tan mágico que consigue con una inmensa naturalidad de transmitirlo a todos los espectadores, que nos quedamos hipnotizados por todo lo que nos cuentan sobre Lorca vía Botto, y en su continuo diálogo con el público, al que hace partícipe constantemente, en que escenario y patio de butacas acaba formando un solo núcleo, heterogéneo y lleno de vida e ilusión, reflejando esa idea de Lorca, acercar el teatro a todos y hacerlo de forma sencilla y honesta, para que todos reflexionemos y hagamos ese acto tan sencillo y revolucionario en los tiempos que corren como es pensar, porque Una noche sin luna, nos emociona pero también, nos hace pensar. El montaje crea con maestría ese espacio único y maravilloso en que descubrimos aspectos ocultos de Lorca, en un tono divertido, porque humor hay mucho, pero también, tristeza y acongojo, transitando por los diferentes estados y fusionándolos, donde vida, teatro y memoria se funden, generando todo un gazpacho inmenso de palabras que resuenan, sonidos que nos capturan y nos envuelven, y esa canción de Rozalén que habla de tanto y de nosotros.
La dirección de Peris-Mencheta es sublime, certera y llena de sabiduría, que con Botto hacen un tándem maravilloso, donde los dos actores, director y actor y viceversa, en una relación donde la magia vuela ante nosotros, que repiten después del éxito de Un trozo invisible de este mundo. Lo que pasó la otra tarde en el Teatre Nacional de Catalunya fue enorme, de esos días que me reconcilian con la vida, porque el otro día, el viernes 9 de diciembre de 2022, en la ciudad de Barcelona, Federico García Lorca volvió a la vida en la piel, el rostro y la voz (qué locución, que tempo y qué ritmo tiene su voz), de Juan Diego Botto, que hablaron por él, invocándolo y devolviéndonos todo su amor por la vida, por la poesía, por el teatro y por todo, porque Una noche sin luna va mucho más allá de un espectáculo sobre Lorca o sobre su memoria, sino que es una mirada profunda y muy personal de Botto sobre Lorca, sobre todo lo que queda en nuestros días sobre uno de los poetas más extraordinarios de la historia, transmitiendo su legado, y humanizándolo, mirándolo a los ojos, reflejándose en él, y sobre todo, acompañándolo y sintiéndolo, se puede pedir más, sí, pero no mejor. ¡LARGA VIDA A LORCA, AL TEATRO Y A BOTTO!. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA