Creatura, de Elena Martín Gimeno

MILA, SU CUERPO Y EL SEXO. 

“Es una idiotez ignorar que el sexo está mezclado con ideas emocionales que han ido creciendo a su alrededor hasta hacerse parte de él, desde el amor cortesano hasta la pasión inmoral y todas esas cosas, que no son dolores de crecimiento. Son tan poderosas a los cuarenta como a los diecisiete. Más. Cuanto más maduro eres, mejor y más humildemente reconoces su importancia“.

Nadine Gordimer

Muchos de nosotros que conocíamos a Elena Martín Gimeno (Barcelona, 1992), por haber sido la protagonista de Les amigues de l’Àgata (2015), fascinados por su intensa mirada, fue más que agradable ver dos años después su ópera prima Júlia ist, la (des) ventura de una joven en su erasmus en Berlín, tan perdida y tan indecisa tanto en los estudios, en el amor y con su vida. Por eso nos alegramos de Creatura, su segunda película. Una cinta que aunque guarda algunos rasgos de la primera, en la relación dependiente con los hombres y la relación turbulenta con la familia, en este, su segundo trabajo, la directora catalana ha explorado un universo mucho más intenso y sobre todo, menos expuesto en el cine como la relación de la sexualidad y el cuerpo desde una mirada femenina. Una visión profunda y concisa sobre el deseo en sus diferentes etapas en la existencia de Mila, la protagonista que interpreta la propia Elena. 

A partir de un guion escrito junto a Clara Roquet, la cineasta barcelonesa construye una trama que a modo de capítulos, va mostrando las diferentes etapas desde esa primera experiencia a los 5 años, el despertar sexual a los 15 y finalmente, esa lucha entre el deseo y el sexo a los 30 años de edad. La película siempre se mueve desde la experiencia y la intimidad, convirtiéndose en un testigo que mira y no juzga, penetrando en ese interior donde todo se descubre a partir de una especie de cárcel donde el entorno familiar acaba imponiéndose siempre desde el miedo y el desconocimiento. Una historia tremendamente sensorial, muy de piel y carne, convocando un erotismo rodeado de malestar, dudas y oscuridad. Más que un drama íntimo, que lo es, estamos ante un cuento de terror, donde los monstruos y fantasmas se desarrollan en el interior de Mila, a partir de ese citado entorno que decapita cualquier posibilidad de libertad sexual. Creatura es una película compleja, pero muy sensible. Una cinta que se erige como un puñetazo sobre la mesa, tanto en lo que cuenta y en cómo lo hace, sin caer en espacios trillados y subrayados inútiles, sino todo lo contrario, porque en la película se respira una atmósfera inquietante, donde el deseo y el sexo y el cuerpo sufren, andan cabizbajos y con miedo. 

Un grandísimo trabajo de cinematografía de Alana Mejía González, que ya nos encantó en las recientes Mantícora, de Carlos Vermut y Secaderos, de Rocío Mesa, en la que consigue esa distancia necesaria para contar lo que sucede sin invadir y malmeter, mirando el relato, con su textura y tacto, con su dificultad y conflictos que no son pocos. El preciso, rítmico y formidable montaje de Ariadna Ribas, en una película que se va casi a las dos horas de metraje, y además, es incómoda y atrevida porque indaga temas tabúes como el sexo, y su forma de hacerlo tan de verdad e íntima, a través de tres tiempos de la vida de la protagonista, y lo hace a partir de tres miradas diferentes, tres actrices que van decreciendo, en un fascinante viaje al pasado y mucho más, ya que la película va reculando en su intenso viaje hasta llegar al origen del problema. Resultan fundamentales en una película donde lo sonoro es tan importante en lo que se cuenta, con la excelente música de Clara Aguilar, a la que conocemos por sus trabajos en Suro y en la serie Selftape, porque ayuda a esclarecer muchos de los aspectos que se tocan en la película, y no menos el trabajazo en el apartado de sonido con el trío Leo Dolgan (que también estaba en la citada Suro, Armugán, Panteres y Suc de síndria, entre otros), Laia Casanovas, con más de 80 trabajos a sus espaldas, y Oriol Donat, con medio centenar de películas, construyen un elaborado sonido que nos hace participar de una forma muy fuerte en la película. 

Una directora que también es actriz sabe muy bien qué tipo de intérpretes necesita para conformar un reparto que dará vida a unos individuos que deben enfrentarse a momentos nada fáciles. Tenemos a Oriol Pla, que nunca está mal este actor, por cómo mira, cómo siente y cómo se mueve en el cuadro, da vida a Marcel, el novio de Mila a los 30, que aunque se muestra comprensible siempre hay algo que le impide acercarse más, el mismo conflicto interno manifiesta Gerard, el padre de Mila, que interpreta Alex Brendemühl. Dos hombres en la vida de Mila, que están cerca y lejos a la vez. Diana, la mamá de la protagonista es Clara Segura, una actriz portentosa que actúa como esa madre rígida y sobreprotectora que no escucha los deseos de su hija. Carla Linares, que ya estuvo tanto en Les amigues de l’Àgata como en Júlia ist, y Marc Cartanyà son los padres de Mila cuando tiene 5 años. Un personaje como el de Mila, dividido en tres partes muy importantes de su vida, tres tiempos y tres edades que hacen la niña Mila Borràs a los 5 años, después nos encontramos con Clàudia Malagelada a los 15, una actriz que nos encantó en La maternal, desprende una mirada que quita el sentido, descubriendo un mundo atrayente y desconocido, que se topará con esos chicos que sólo quieren su placer, obviando el placer femenino, y con unos padres que van de libres y en realidad, mantienen las mismas estructuras de represión que sus antecesores. 

Finalmente, Elena Martín Gimeno, al igual que sucedió en Júlia ist, también se mete en la piel de su protagonista, en otro viaje amargo y difícil, componinedo una Mila magnífica, porque sabemos que tiene, de dónde viene y en qué momento interior y exterior se encuentra, en un viaje sin fondo y en soledad, que deberá afrontar para disfrutar de su deseo, de su sexo y su placer. Creatura  está más cerca del terror que de otra cosa, un terror del cuerpo, que lo emparenta con Cronenberg, sin olvidarnos del universo de Bergman que tanto exploró en el dolor y sufrimiento femenino, y más cerca con películas como Thelma, de Joachim Trier, y Crudo, de Julia Ducournau, y el citado Suc de síndria, de Irene Moray, en el que se exploraba el viaje oscuro de una mujer que sufre un abuso y su posterior búsqueda del placer.  Nos alegramos que existan películas como Creatura, por su personalísima propuesta, por atreverse a sumergirse en terrenos como la confrontación entre el deseo, tu cuerpo y el sexo, a mirar todas esas cosas que nos ocurren y que conforman nuestro carácter y quiénes somos. No dejen de verla, porque seguro que les incomoda, porque no estamos acostumbrados a qué nos hablen desde ese espacio de libertad, desde esa intimidad, y tratando los temas que hay que tratar, porque también existen. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Falcon Lake, de Charlotte Le Bon

EL VERANO DE BASTIEN Y CHLOÉ.

 “No sabemos lo que ocurre en el fondo, pero tenemos la sensación de haberlo vivido ya”.

Charlotte Le Bon 

La película nos da la bienvenida con un encuadre de una grandiosa fuerza y muy inquietante. Vemos un lago a media tarde, parece o imaginamos que algo está sucediendo en su profundidad, pero quizás sólo ocurre en lo que sentimos. Un plano que abre el elemento del terror que planea sobre toda la historia, aunque la trama se sitúa en un verano, en los lagos de Quebec, en Canadá, en los bellos y fascinantes paisajes y regiones de los Laurentides, al noroeste de Montreal, una zona que conoce la actriz y ahora debutante Charlotte Le Bon (Montreal, Canadá, 1986), porque fue el escenario de muchos de sus momentos de su infancia. La infancia, y más concretamente, la preadolescencia es donde se sitúa su película, a partir de la mirada y la complejidad de un personaje como Bastien, de 13 años casi 14, y la relación que entabla con Chloé, de 16 años, que está en plena edad del pavo, con sus primeros amores, flirteos, rebeldía, independencia y demás actitudes tan propias de ese tiempo de búsqueda y descubrimiento. 

Le Bon adapta la novela gráfica Una hermana, de Bastien Vivès, en un guion en colaboración con François Choquet, con una elaborada e inquietante imagen filmada en 16mm que firma el cinematógrafo Kristof Brandl, en un preciso y magnífico trabajo donde la luz escenifica ese cruce entre drama cotidiano adolescente y terror, sin decantarse por ninguno, sólo mezclándolo todo con un resultado brillante y conmovedor, como sucedía ya en su cortometraje Judith Hotel (2018), que abordaba el problema del insomnio a través de la mezcla de drama y fantástico. Los 100 minutos de metraje también ayudan a dotar de ritmo y sensibilidad a la historia que nos cuentan con un gran montaje de Julie Léna, así como el cuidado empleo del sonido fundamental para una película de estas características que firman el trío Stéphen de Oliveira, Séverin Favriau y Stéphane Thiébaut, y la especial música de Shida Shahabi, que ayudan a crear esa atmósfera inquietante salpicada de verano, de paseos, de baños en el lago, de fiestas junto a la hoguera y bailes del momento. 

No es una película que se enrede en su difícil pero bien construida propuesta, ante todo nos cuenta la experiencia a través de la mirada de Bastien, de ese mundo oculto que desea conocer, experimentar el amor y el sexo, sentirse que ya no es un niño y es casi un adulto, aunque transite por esos dos mundos tan cercanos y a la vez tan ajenos, puente que le acerca a Chloé que acaba de dejar esa edad y todavía no se siente cómoda con chicos más mayores, porque todavía tiene esos deseos e ideas más juveniles que le siguen atrayendo. Estamos ante una trama de adolescentes, con sus cosas, sus idas y venidas, los padres están ahí, pero están a lo suyo, y mientras van pasando las vacaciones, donde los franceses veraneantes siguen perdiendo y disfrutando del tiempo de veraneantes. La directora canadiense mira las experiencias y reacciones de sus dos protagonistas con detalle y mimo, no tiene prisa, pero tampoco demasiada pausa, las situaciones se van generando y también, las diferentes reacciones y gestiones, donde la cámara los sigue pero nunca los juzga, sólo se muestra como un testigo de esas experiencias y vivencias que seguramente, les cambiarán muchas cosas en ese maravilloso y desolador proceso de hacerse adulto. 

La película enamora en su trabajo de cercanía y sensibilidad a la compleja adolescencia, en el que estamos con ellos, viviendo su verano, su encuentro y desencuentro, su torpeza y su deseo, esa ilusión de ser quién todavía no eres, esa impaciencia por hacer cosas, por experimentar el amor, y tener las primeras experiencias sexuales y demás. Resulta importante haber escogido a la pareja protagonista, porque además de tener la edad de los personajes que interpretan, que esto no siempre funciona así, porque acaban componiendo unos personajes cercanísimos, transparentes y naturales, que ayuda a acompañarlos y a entender muchas de sus actitudes, miradas, gestos y silencios. Tenemos a Joseph Engel, que hemos visto en Un hombre fiel (2018), y Un pequeño plan… como salvar el planeta (2021), ambas dirigidas por Louis Garrel, que hace un estupendo Bastien, un chico que tendrá el primer verano de verdad de su todavía pequeña vida, donde descubrirá el amor, el sexo, a Chloé, y la otra parte del espejo, el que duele, también. Junto a él, tenemos a Sara Montpetit, que era la antiheroína de Maria Chapdelaine (2021), de Sébastien Pilote, componiendo una Chloé que nos atrapa desde el primer instante, porque nos fascina al igual que ocurre con Bastien, porque la vemos independiente, diferente, misteriosa y juguetona, con una mirada que es una parte fundamental de la película. Y la presencia de la actriz y directora Monia Chokai, que ha trabajado con directores tan importantes como Denys Arcand, Xavier Dolan y Claire Simon, entre otros. 

Falcon Lake tiene el misterio, la inquietud y la intimidad que proponen muchas películas anti Hollywood, que proponen otras historias, más personales, más de verdad, como A Ghost Story 2017), de David Lowery, y Lo que esconde Silver Lake (2018), de David Robert Mitchell, con otras como las historias de iniciación francesas como Mes petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, y À nos amours (1983), de Maurice Pialat, que explican con intensidad, profundidad e inteligencia esa edad de la adolescencia tan convulsa, tan extraña, tan terrorífica, pero tan diferente y atrayente. Nos alegramos que la actriz que nos agradó en películas de Michel Gondry, Lasse Hallström, Zemeckis y en Proyecto Lázaro (2016), de Mateo Gil, entre otras, ha tomado los mandos de la dirección con gran acierto adentrándose en un relato que fascina y aterra a partes iguales, que presenta una cotidianidad que nos recuerda a nuestras adolescencias, a todas esas experiencias que nos han llevado a ser quiénes somos y esas otras que imaginamos, que quisimos vivir y no vivimos, porque están las cosas que podemos ver y las otras cosas que se ocultan bajo las aguas profundas de un lago. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un verano con Fifí, de Jeanne Aslan y Paul Saintillan

EL AMOR ENCONTRÓ A FIFÍ Y STÉPHANE.

“El amor tiene la virtud de desnudar no a los dos amantes uno frente al otro, sino a cada uno delante de sí”.

Cesare Pavese

Había una vez una niña llamada Sophie, pero a la que todos nombraban como Fifí. Una niña de 15 años que vive en uno de esos barrios amontonados en la periferia de Nancy, con sus hermanos y hermanas, su sobrino y una madre díscola. Ha comenzado otro verano y Fifí lo afronta como los anteriores, deambular por aquí y por allí, hacer algún recado, pelear con sus hermanos y sobre todo, sin nada qué hacer y ningún lugar a dónde ir, igual que les ocurría a los adolescentes de Barrio (1998), de Fernando Léon de Aranoa. Un día, se encuentra con una amiga que se va de vacaciones y le coge las llaves de su casa del centro, más grande y mejor que la suya. Fifí aprovechará la ausencia para pasar un verano diferente en una casa para ella sola, pero resulta que el hermano mayor de su amiga, Stéphane, también ha tenido la misma idea. Lo que resulta más sorprendente, es que el joven veinteañero acoge a Fifí y le ofrece trabajo y charlar, compañía y un cariño que la joven no tiene en su familia. 

La pareja de directores Jeanne Aslan y Paul Saintillan, ella, turca y él, francés, que vienen del mundo del cortometraje, plantean en su primera película juntos un relato de verano, un relato de dos personas de orígenes muy diferentes, se conocerán y encontrarán a alguien con quién hablar, compartir y conocerse. Fifí no está muy lejos del sentimiento de vacío y soledad que recorría a Daniel, el adolescente de Mes petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, con el que comparte una familia disfuncional, unos padres que van a la suya y dejan desamparados a sus hijos e hijas, y estos, andan deambulando por unas ciudades que tiene poco que ofrecer y almacenan grandes dosis de tristeza y no vida. El tándem de cineastas construye una película ligera, es decir, una historia que destila delicadeza y sensibilidad, llena de colorido, como uno de esos relatos de Rohmer y Hansen-Love, donde la apariencia contrasta con el dolor y la tristeza que sufren sus protagonistas. Como le ocurría a Alicia, Fifí encuentra en la casa del centro un espacio de las maravillas, donde conoce a alguien más mayor, de diferente posición social, alguien inteligente y culto, y al igual que ella, con el mismo estado emocional, con el mismo estado cuando no sé sabe qué hacer, ni qué sentir ante una realidad que va hacía otro lado, una realidad que choca con nuestros sueños e ilusiones. 

Un guion equilibrado y lleno de detalles escrito por los mismos cineastas en colaboración con Agnès Feuvre (que ha escrito para Catherine Corsini, ya ha supervisado guiones de Ozon y Desplachin, entre otros), que nos cuenta una fábula clásica y actual, un cuento de verano o quizás, un cuento sobre el primer verano, el primer encuentro y el primer amor, que no está muy lejos de aquella Verano del 85 (2020), del mencionado Ozon, porque Un verano con Fifí, nos brinda la oportunidad de volver aquel primer verano, independientemente la edad que teníamos, aquel que nos enamoramos por primera vez, la de verdad, el que nunca olvidamos, el que siempre pensamos alguna noche melancólica, el que nos sigue sacando una sonrisa y un recuerdo imborrable. Una magnífica, colorista y suave cinematografía con el formato 1.66 que ayuda a acercar a los personajes y la intimidad de la historia que se nos está contando, que firma Alan Guichaoua, que trabajó en la película ¡Al abordaje!, otra interesante propuesta sobre la adolescencia y el verano, y estuvo en el equipo de cámara de la imperdible Retrato de una mujer en llamas (2019), de Céline Sciamma. Un montaje certero y rítmico que consigue atraparnos en una película que se va a los 110 minutos de metraje, obra de Aymeric Schoens, y la asombrosa composición de Côme Aguiar, consiguiendo una música delicada, llena de matices que capta muy bien la atmósfera cálida y triste que tiene la película. 

Una película de estas características tiene el hándicap de acertar con sus protagonistas, porque no es una tarea nada fácil, y con Céleste Brunnquell en el papel de Fifí, que hemos visto recientemente como la hija y nieta rebelde en El origen del mal, de Sébastien Marnier, tiene esa magia y esa belleza, y sobre todo, esa mirada triste y melancólica, que también tenían Antoine Doinel y el citado Daniel, que casa tan bien con la película y con la experiencia de la niña. A su lado, un estupendo Quentin Dolmaire, que refleja todo el misterio y tristeza de su Stéphane, un actor al que hemos disfrutado en grandes películas como Tres recuerdos de mi juventud (2015), del mencionado Desplechin, Un violento deseo de felicidad (2019), de Clément Schneider, y Sinónimos (2019), de Nadav Lapid, entre otras. Una pareja protagonista que, a pesar de sus diferencias de  edad, situación social y familiar, comparten ese estado emocional, esas dos almas solitarias y pensativas, que todavía no han encontrado su lugar, que siguen en la búsqueda más difícil de encontrarse a sí mismos. 

Celebramos con entusiasmo y gran alegría una película como Un verano con Fifí (Fifi, en el original), que logra con una mirada sencilla y profunda hablarnos de temas muy complejos en una época como la adolescencia tan dificultosa, por eso esperamos y deseamos que su pareja de cineastas, Jeanne Aslan y Paul Saintillan, vuelvan a ponerse tras las cámaras, y nos regalen una historia como esta, una película llena de vida, de juventud, de almas solitarias, de tristezas y vacíos compartidos, de encuentros y desencuentros, en la que se hable de literatura, de cine, de música, y de las cosas que nos pasan, las cosas que sentimos, y que se sigan interesándose y capten la intimidad de dos seres desconocidos que no lo son tanto, que lo parecen pero no lo son, de dos almas inquietas, de dos náufragos en una sociedad más abocada al placer inmediato y al desenfreno consumista, que dos seres encuentren en rellenar sobres y poco más, la oportunidad de compartir un verano, unos días con sus noches, con sus miradas, sus gestos y su amor, y ya está, sin la imperiosa necesidad de salir y ver, sólo la inquietud de conocerse mucho más, descubrirse y encontrar ese espacio que les haga estar bien consigo mismos, y nada más, que es lo más cerca que estarás de estar feliz y satisfecho contigo, pero que resulta tan difícil en una sociedad tan superficial, materialista, estúpida y enferma. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Seize printemps, de Suzanne Lindon

EL PRIMER AMOR DE SUZANNE.

“El primer beso no se da con la boca, sino con la mirada”

Tristan Bernard

El amor es una interpretación, algo subjetivo, irreal, emocionante, agridulce, un caos, una energía desbordante y ridícula, intensa, agobiante, dolorosa, y muchas cosas más. En el amor somos y no somos, o quizás el amor existe o no, nunca lo sabremos, y más, cuando tienes dieciséis años, no encajas con los de tu edad, te sientes sola y perdida, y encima, te sientes atraída por un adulto veinte años más mayor, que es actor y se llama Raphaël. Todo esto y más cuenta Seize pintemps, el sorprendente y sensible debut de Suzanne Lindon (París, Francia, 2000), que comenzó a escribir a los 15 años cuando estudiaba en el Liceo Henri IV de París. Hija de los intérpretes Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain, ha vivido el cine desde que nació y su sueño era dedicarse al cine, como demuestra su precocidad, ya que en el verano del 2019, con apenas diecinueve años, empezaba a rodar una película escrita y dirigida por ella, en la que además de protagonizar, canta y baila.

La opera prima de la pequeña de los Lindon es una hermosísimo y breve relato sobre el primer amor, pero un primer amor muy diferente, porque está contado con una ligereza y sencillez que abruma por su sensibilidad y extrema delicadeza, enmarcada en una cotidianidad asombrosa y muy detallista. Muy pocas localizaciones, el piso que Suzanne comparte junto a sus padres y hermana, algunos espacios del instituto y un par de calles, uno de esos cafés donde se reúnen los enamorados, la plaza Charles Dullin del Distrito 18 de París, donde nos encontramos con el Théàtre de l’Atelier y su cercano y maravilloso café donde degustar una granadina… Suzanne es una náufraga, alguien que se aburre con los de su edad, que no encaja, que en casa tampoco manifiesta mucha cercanía con su hermana algo más mayor, y el instituto tampoco la motiva, aprueba sin más. Anda de casa al Instituto como una sonámbula, como una chica que está en ese tránsito vital donde todavía no ha dejado la infancia y mucho menos ha entrado en la época adulta. Ese estado de hastío cambiará cuando se fija en un joven actor de casi veinte más que ella que ha empezado a ensayar una obra en el l’Atelier. Alguien con el mismo estado de ánimo que Suzanna, tampoco encaja y también anda buscándose a sí mismo. Unos abundantes intercambios de miradas, algunas granadinas y alguna que otra cita, dan paso al amor, a un amor en silencio, que solo ellos sienten, que solo ellos comparten…

Lindon usa el scope para contarnos este primer amor, para ahondar aún más el aislamiento de sus dos criaturas, en el que la cámara no es intrusiva, sino observadora y testigo de una intimidad que está sucediendo aquí y ahora, en un gran trabajo de naturalidad y limpieza visual de Jérémie Attard, del que ya habíamos visto Mereces un amor (2019), de Hafsia Herzi, como el detallado y ágil montaje de Pascale Chavance que, además de un gran ejercicio de concisión con sus apenas setenta y tres minutos de metraje, consigue una película en la que apenas hay diálogos, todo se cuenta a través de las miradas y los gestos, priorizando el amor a las palabras, porque donde hay amor no hace falta nada más. Aunque lo que resulta innovador y muy sugestivo en estas Dieciséis primaveras es la fusión de tonos, músicas y géneros que conviven en la trama, porque se habla de literatura, vamos al teatro por delante y por detrás, hay momentos de danza, y escuchamos música clásica, pop y mucho más. Una fusión maravillosa y audaz que tiene los deslumbrantes, hermosísimos y sorprendentes instantes donde la música y el cuerpo se apodera del relato en forma de coreografías en los que, sin palabras, y mediante lo físico, se van contando las emociones que van experimentando los protagonistas. Resultan muy apropiadas y divertidas, como ese baile, muy al estilo Demy, que se marca Suzanne con el ritmo de “Señorita”, o ese maravilloso momento en el café con las granadinas en el que al unísono siguen “Stabat Mater”, de Vivaldi, que volverá a repetirse más tarde, o ese otro, con ese baile juntos mientras suena “la Dolce Vita”, de Christope, y el temazo que se marca la propia Suzanne Lindon, con esa voz cálida y tan sugerente. Y qué decir de la música de Vincent Delerm, que nos lleva a otro estado, a ese que puedes sentir cuando estás enamorado/a o crees estarlo, en que el tema “Danse”, actúa como leit motiv en la película, como ese maravilloso arranque, en el que la protagonista, ausente de la conversación de sus compañeros de mesa, comienza a juguetear y a garabatear con su caña y la granadina restante, formas imposibles o quizás, sueños e ilusiones futuras.

La directora ejecuta con acierto y cercanía la relación de la protagonista con su familia, con su hermana apenas hay contacto, demasiado diferentes y estados de ánimo, con su padre, al que tiene como de guía al que le va preguntando cuestiones a su affaire, y a su madre, que se convertirá en confidente llegado el momento. Amén de la naturalidad e intimidad con la que actúa, canta y baila la joven Suzanne, el resto del reparto brilla por su cercanía y sensibilidad, como demuestra Raphaël “le garçon du film”, Arnaud Valois, que recordamos de La chica del tren y sobre todo, de 120 pulsaciones por minuto, que no solo es el actor triste, sino también, alguien tan perdido y aislado como Suzanne, un adulto que trata a su joven enamorada como una mujer y una mujer muy especial. Rebecca Marder es Marie, la hermana tan diferente y alejada de la protagonista. Nos acompañan los “padres de Suzanne” que interpretan Florence Viala, que compartió cast con Valois en Mi niña, de Lisa Azuelos, y Frédéric Pierrot, que tiene en su haber grandes nombres como los de Tavernier, Ozon, Loach, Sorogoyen, entre otros.

La realizadora nos cuenta un período corto en la vida de Suzanne, un instante de su primavera, como hacía el cine de Rohmer, un breve espacio de tiempo, en el que sucederá el amor, un amor que sucederá sin más, inesperado e impredecible como lo son todos, un amor breve pero intenso, o eso creemos creer, porque la película no entra en detalles de su duración, eso deja que el espectador lo imaginemos. La película está llena de referencias de todo tipo, como ya hemos comentado, todas son visibles, porque la directora no quiere ocultarlas y mucho menos escapar de ellas, como el espejo en A nuestros amores (1983), de Pialat, con la que comparte nombre y esa sensación que la vida pasa y nada cambia, y el amor es esa cosa que no hace a nadie feliz, y si lo hace, es por poco tiempo. Pensar en la Michèle de Portrait d’une jeune fille de la fin des années 60 à Bruselles (1993) de Chantal Akerman, en el que la protagonista es un sombra de Suzanne, ya que siente y se desplaza sin soportar su entorno y aburrirse como una ostra, transitando por ese intervalo de la existencia en el que nos quedamos a mitad de cruzar el puente. Imposible no acordarnos de Lost in Translation (2003), de Sofia Coppola, con el amor de una joven con un señor mayor, un amor no físico, sino espiritual, donde lo físico es contado mediante otros elementos y gestos.

Seize printemps en el original, y Spring Blossom, en inglés, es un relato atípico, porque relatando la consabida historia romántica de chica conoce a chico o viceverse, huye del estereotipo y demás convencionalismos, para atraernos a un mundo muy particular, extremadamente atemporal, muy detallista y que deja lo verbal para adentrarse en un relato muy cinematográfico, donde prima la mirada, el gesto, la sonrisa y todo eso que sin decir nada dice tanto. Nos emocionamos con la primera película de Suzanne Lindon por su tremenda frescura, libertad y originalidad, porque no pretende contar nada que no conozca, y eso es muchísimo más que la mayoría de cineastas precoces que siempre nos cuentan relatos que no han vivido o simplemente copian a sus “adorados”, Lindon instala su pequeño y humilde cuento en el París que conoce, y en primavera, no hay un espacio ni una época mejor que, para mirar a alguien, intercambiar miradas, sonrisas cómplices, y sobre todo, enamorarse, porque el amor siempre llega así, de forma inesperada, extraña e inocente, porque cuando uno o una se enamora de verdad es como si lo hiciera por primera vez. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sica, de Carla Subirana

LA HIJA DEL NAUFRAGIO. 

“El mar es tu espejo; en la sucesión infinita de las ondas tu alma se refleja, y tu espíritu no es un abismo menos amargo”.

Charles Baudelaire

La película se abre de forma prodigiosa y tremendamente reveladora. El rostro de Sica mirando algo en fuera de campo, le acompañan otros otros, el de su madre, el de su magia Leda, el de Julio. Figuras que miran en silencio al mar, un mar agitado y muy sonoro, donde unos buzos en sintonía de unos guardias en la playa dan por finalizada la búsqueda. Todos emprenden la marcha cabizbajos, en cambio, Sica, con la mirada fijada en el mar embravecido, continúa inmóvil como esperando alguna señal del mar. Sica es la historia de una niña de 14 años, una niña que espera que el mar le devuelva a su padre desaparecido. También, es la historia de un lugar, la Costa da Morte en Galicia, un paisaje acotado por el mar, un mar de fuego, un mar salvaje, un mar que se ha llevado a muchos que lo desafiaron. Hay más temas en la película, como el paso de la infancia a la adultez, las consecuencias de una forma de vivir que está contaminando y sobre todo, alterando peligrosamente la naturaleza. Es la historia de una niña que se aleja de su madre para conocer ese otro mundo, el mundo de las almas, de personas solitarias como Suso, el niño que caza tormentas, o aquel otro, El Portugués, todos personajes que pululan en las grietas de un paisaje que late entre el mar, entre la tierra, y sobre todo, entre todo aquello que queda entre medio, en ese lugar donde acaban los que no encuentran su lugar. 

Sica, a la que muchos la etiquetan como la primera película de ficción de Carla Subirana (Barcelona, 1972), aspecto que debería haberse quedado fuera del análisis de una obra que desde su primer trabajo, el recordado Nedar (2008), donde la propia directora, junto a su madre y abuela, recordaban la figura ausente del abuelo, ya maneja tanto ficción como documento, o mejor dicho, se adentraba en el fondo y forma a través de los diferentes dispositivos que ofrece un arte como el cinematográfico, generando ese formato híbrido, donde todo se mezcla, se fusiona y vive. Lo mismo ocurría en sus posteriores trabajos, Volar y la película colectiva-episódica Kanimambo, ambos del 2012, así como en Atma (2016). Ese cine-fusión sigue latiendo en cada plano y encuadre de Sica, y lo hace desde un impresionante trabajo de espejo-reflejo entre la joven protagonista y su entorno, donde el mar es el “personaje”, ese monstruo que nos mira y sobre todo, nos interroga y nos hipnotiza, generando esa increíble fuerza que nos empequeñece y quedamos a su merced.

La magnífica y penetrante cinematografía de un grande como Mauro Herce, nos va sumergiendo en la fábula que nos ofrece Sica, en unas imágenes filmadas en 16 mm, con la textura y el tacto que tenían aquellas  novelas de Stevenson como La isla del tesoro, y de películas fantásticas sobre el mar como Yo anduve con un zombie (1943), de Jacques Torneur o Jennie (1948), deWilliam Dieterle, en las que conviven elementos cotidianos, reales, fantásticos, social, y demás. La película se fortalece porque tiene esa duración convencional de 90 minutos, en la que no falta ni sobra nada, en un estupendo trabajo de montaje de concisión y detalle que firma Juliana Montañés, que hemos visto en películas de Carlos Marques-Marcet, Nely Reguera, entre otras. La música de Xavi Font, también coproductor de la cinta, junto a la cineasta Alba Sotorra, y Andrea Vázquez, ayuda a crear ese aura de misterio y realidad en la que navega constantemente el cuento, así como el sonido directo de Amanda Villavieja, que recoge esa furia del mar y esos golpes cotidianos, como muestran todas las secuencias de interiores apoyadas en las miradas, los silencios y lo cotidiano, frente al sonido encantador y amenazante del mar, bien acompañado por el diseño de sonido de Alejandra Molina, y Fernando Novillo, que ya estaban en la mencionada Volar

La obsesión de Subirana por descubrirnos el atemorizante paisaje en el que se instala la película, en el que juega entre esas grietas que antes comentábamos, entre ese mundo o no mundo en el que late su película, con todas esas mezclas, texturas e hibridez de su propuesta, tanto en el apartado técnico que ya hemos comentado como en el tema artístico, en el que tiene a dos intérpretes profesionales como Núria Prims, que pedazo de actriz, como transmite con tan poco, en un excepcional trabajo de contención y silencio, rememorando a aquella Carlana en la que su Carmen nada tiene que envidiarle, y Lois Soaxe, al que hemos visto en series galegas de gran acabado como Fariña, Agua seca o Néboa, entre otras, en el papel del citado Portugués, ese marino solitario que sabe mucho y más del mar misterioso. Y luego, están los acertados intérpretes de los adolescentes, captados en un extenso y laborioso casting en la zona donde se ha rodado la película. Tenemos a María Villaverde Ameijeiras, en el rol de Leda, la amiga de Sica, con su vaivenes propios de la edad y de compartir a los padres desaparecidos, a Marco Antonio Florido Añón como Suso, el peculiar cazador de tormentas, una especie de escudero o ángel de la guarda de Sica, ese fiel amigo que tanto necesita la protagonista cuando su universo se está demorando debido a su incomprensión de su entorno que acepta demasiadas cosas inaceptables. 

Y finalmente, está Thais García Blanco como Sica de Nausícaa, nombre de La Odisea, de Homero, que significa “la que quema barcos”, imposible imaginar la película con otro rostro, y esa forma de mirar desde dentro hacia afuera, con ese miedo y esa tristeza que le acompaña en ese deambular y soledad que tiene en muchos momentos, qué mirada mantiene durante toda la película, un ser puro, táctil y corporal que deberá dejar el universo de protección y comprensible, para adentrarse en ese otro mundo, el de los adultos, tan falso, tan extraño, y sobre todo, tan frustrante y desolador, con el mar, el de Costa da Morte, como espejo-transformador, y sobre todo, como testigo y amenazante naturaleza que da y quita, tan bella como peligrosa, tan dulce como amarga. Celebramos la vuelta al cine de Carla Subirana porque ha construido una película que habla de todos nosotros, de nuestra relación tan demoledora con nuestro entorno, con esa naturaleza que empieza a rebelarse ante tanta maldad humana, y esa textura y tangibilidad de cuento, de cuento iniciático, de la vida que se abre ante nosotros, ante Sica, ante la imposibilidad, ante el viaje intenso y misterioso de una adolescente que debe aceptar la frustración y la tristeza de la vida, de los silencios de los que ya no están y de los que están. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dialogando con la vida, de Christophe Honoré

EL DUELO A LOS 17 AÑOS. 

“El duelo no te cambia, te revela”.

John Green

Si tuviéramos que resaltar los elementos comunes del universo cinematográfico de Christophe Honoré (Carhaix-Plouguer, Francia, 1970), en sus 15 títulos hasta la fecha, transitan por la juventud, en muchos casos, la adolescencia, en ese intervalo entre la infancia y la edad adulta, la homosexualidad, y la familia como componente distorsionador de todo esos cambios emocionales y físicos. Un cine anclado en la cercanía y en la inmediatez, relatos que vivimos con intensidad, que ocurren frente a nosotros, con personajes deambulando de aquí para allá, una especie de robinsones que están buscando su lugar o su espacio en un momento de desestabilización emocional que los sobrepasa. En Dialogando con la vida, nos sumergimos en la realidad triste y oscura de Lucas Ronis, un adolescente de 17 años que acaba de perder a su padre en un accidente de tráfico. La película se centra en él, en su peculiar vía crucis, alguien que ahora deberá vivir en un pequeño pueblo junto a su madre, Isabelle, pero antes irá a visitar a Quentin, su hermano mayor que trabaja como artista en la urbe parisina. 

El protagonista verá y dará tumbos por París, de manera descontrolada e inestable, y entabla cierta intimidad con Lilio, compañero de piso de su Quentin y también, artista. Como es habitual en el cine de Honoré, la trama gira en torno al interior de sus individuos, a su complejidad y vulnerabilidad, a esos no caminos en un continuo laberinto que parece no tener salida o quizás, todavía no es el momento de tropezarse con ella. La cámara los sigue ininterrumpidamente, como un testigo incansable que los disecciona en todos los niveles, una filmación agitada, mucha cámara en mano, donde el estupendo trabajo de Rémy Chevrin, un habitual en el cine de Honoré, consigue sumergirnos en la existencia de los personajes, sin ser sensiblero ni condescendiente con ellos y mucho menos con sus actos, siempre teniendo una mirada observadora y reflexiva, como el ajustado y detallista trabajo de montaje de Chantal Hymans, otra cómplice habitual, que construye una película donde suceden muchas cosas y a un ritmo frenético, pero que en ningún momento se nos hace pesada o aburrida, sino todo lo contrario, y eso que alcanza las dos horas de metraje. 

La música de Yoshihiro Hanno, del que escuchamos su trabajo en la magnífica Más allá de las montañas (2015), de Jia Zhangke, ayuda a rebajar la tensión y a acompañar el periplo ahogado y autodestructivo, por momentos, que emprende el zombie Lucas. Un drama en toda regla, pero no un drama exacerbado ni histriónico, sino todo lo contrario, aquí el drama está contenido, hace un gran ejercicio de realidad, es decir, de contar desde la verdad, desde ese cúmulo de emociones contradictorias, complejas y ambiguas, donde uno no sabe qué sentir y qué está sintiendo en cada momento, unos momentos que parecen alejados de uno, como si todo lo que estuviese ocurriendo le ocurriese a otro, y nosotros estuviésemos de testigos presenciando al otro. El director francés siempre ha elegido bien a sus intérpretes, recordamos a Louis Garrel y Roman Duris de sus primeros films, que encarnaban esa primera juventud tan llena de vida y tristeza, o la Chiara Mastroianni, de esas otras películas de mujeres solitarias en su búsqueda incesante del amor o del cariño. 

Un gran Paul Kircher, con apenas un par de filmes a sus espaldas, se une a esta terna de grandes personajes, destapándose con un soberbia composición, porque su Lucas Ronis es uno de esos con mucha miga, en un abismo constante, en esa cuerda floja de la pérdida, de la tristeza que no se termina, instalada en un bucle interminable, y esas ganas de gritar y de llorar a la vez, de ser y o ser, de querer y matarse, de tantas emociones en un continuo tsunami que nada ni nadie puede atajar. A su lado, un Vincent Lacoste, en su cuarta película con Honoré, siendo ahora el hermano mayor del protagonista, una especie de segundo padre, o quizás, una especie de amigo que algunas veces es encantador y otras, un capullo rematado. Luego, tenemos a la gran Juliette Binoche, en su primera película con el director francés, en un personaje de madre que debe dejar a su hijo volar un poco, dejarlo estar porque éste necesita enfrentarse a sus miedos y sus cosas, eso sí, estar cerca para cuando lo necesite, porque la necesitará. Y finalmente, el personaje de Lilio, que interpreta Erwan Kepa Falé, casi debutante, una especie de tabla de salvación para Lucas, o al menos así lo ve el atribulado joven, un hermano mayor, aunque no real, sí consciente de su rol, de esa imagen que le tiene Lucas, para bien y para mal. 

Dialogando con la vida no es una película sensiblera ni efectista, las de Honoré nunca lo son, gustarán más o menos, pero el director sabe el material emocional que tiene entre manos y lo maneja con soltura y acercándose desde la verdad, desde lo humano, porque su película viaja por caminos muy difíciles, los que no queremos conocer, no esconde la incomodidad que produce, porque se mueve entre las tinieblas del duelo, ese ahogamiento que nos aprieta y suelta según nuestras emociones, un paisaje por el que tarde o temprano todos debemos pasar, y sobre todo, llevar con la mayor dignidad posible, sin pensar que todo lo que está ocurriendo es trascendental, porque un día, no sabemos cuándo se producirá, un día todo se calmará, todo volverá a un sitio, no al sitio que lo dejamos, porque se habrá transformado y ahora parecerá otro, pero nuestra esencia estará esperándonos, de otra forma, con otros ojos, porque el duelo siempre cambia, y más cuando tienes diecisiete años, una edad en la que ya de por sí estás cambiando, descubriendo ese otro lugar que dura toda la vida, y sobre todo, descubriéndote, lo que sientes, cómo lo sientes, por quién lo sientes y quién quieres ser, ahí es nada. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Paula, de Florencia Wehbe

LA NIÑA QUE NO SE QUERÍA. 

“La adolescencia es cuando las niñas experimentan la presión social para dejar de lado su yo auténtico, y mostrar solo una pequeña porción de sus dones”.

Mary Pipher

La película se abre con una secuencia-prólogo muy reveladora, en la que asistimos a la conversación de las cinco compañeras de clase que, después del verano, están en su primer día de colegio. Las notamos tristes, fuman, e intercambian ideas y sobre todo, desilusiones y tristezas de una existencia que pasa demasiado rápido y no hay tiempo para asimilarlo todo, donde la rutina las aplasta, y el ocio es siempre un leve instante de tiempo, como un sueño. Corte a unos imaginativos, coloridos y sorprendentes títulos iniciales con animaciones, que manifiestan esa adolescencia de cambios y problemas. Después, la película se asienta en la existencia de una de las cinco amigas, Paula, un adolescente de 14 años, con unos kilos de más, que debe soportar a una hermana mayor delgada, una madre que le insta a llevar una ropa que no le viene, un padre ausente, y sobre todo, la presión social de adelgazar para tener un cuerpo normativo y gustar a Facu, el chico que le gusta. Paula decide conectarse a una de esas webs con las que adelgazar milagrosamente a base de no comer y adentrarse en la anorexia. 

Segundo largometraje de la directora Florencia Wehbe (Río Cuarto, Córdoba, Argentina), después de Mañana tal vez (2020), en la que también hablaba de la adolescencia a través de Elena, aspirante a compositora, y el encuentro con su abuelo, un compositor jubilado que sentía el menosprecio de su edad. La aceptación de uno mismo en pos a la presión social en la que vive, vuelve a ser el motor de la trama, en la que la joven Paula se siente atrapada en esos kilos de más que no la dejan ser la persona que quiere ser, para así gustar a los demás, y ponerse la ropa de su hermana, gustar al chico y sobre todo, sentirse más bella y atractiva. con un espléndido y acertadísimo guion de Daniela de Francisco y la propia directora, la historia podría haberse metido en el duro drama de esta adolescente, pero en cambio, aunque hay dureza, la trama se va por otros derroteros, sumergiéndonos en esa existencia donde la cámara se va filtrando por las aristas emocionales, retratando su tristeza, su realidad durísima, y sus dolorosos métodos para adelgazar en tiempo récord. 

Estamos ante una especie de diario personal y muy íntimo de la vida de Paula, “Pauli” para las amigas, en un relato asentado en una naturalidad muy transparente y cercanísima, filmada con detalle y precisión quirúrgica, en un portentoso trabajo de la cinematógrafa Nadir Medina, que la hemos visto en películas con Darío Mascambroni, y en Bandido, de Luciano Juncos, y en la citada ópera prima de Wehbe, en un ejercicio donde prima el retrato de Paula frente a ella misma y frente al resto, donde nunca se juzga y sobre todo, se sigue sin subrayar nada, acompañando a la protagonista en el colegio, en su casa y con sus amigas, son maravillosos esos momentos entre las cinco amigas, mientras se preparan para salir y su complicidad en la discoteca y demás lugares que transitan. La directora no sólo ha vuelto a contar con Medina, sino también encontramos a Fernanda Rocca, la productora y Julia Pesce en arte, que repiten en esta segunda película, y la incorporación de Damián Telelbaum, en el montaje, al que hemos visto tanto en ficción como no ficción, bajo las órdenes de cineastas como Anna Paula Hönig, Alejandra Marino, Lorena Muñoz, Silvina Schnicer y Ulises Porra, en un estupendo trabajo de precisión y contención, donde en sus magníficos ochenta y nueve minutos de metraje se cuenta todo lo necesario, en los que ni falta ni sobra nada. 

Paula se adentra en el complejo y difícil territorio de la adolescencia, ese espacio a veces terrorífico, incierto, lleno de cambios, todos impredecibles, todos inquietantes, y sobre todo, un lugar del que no salimos indemnes, donde vamos haciéndonos y haciendo en relación con nosotros y con los demás. Una etapa que últimamente el cine americano ha tratado con sutileza, a partir de un acercamiento humano y complejo, y también, retratando todo su verdad y su angustia, hay tenemos casos como los de Después de Lucía (2012), de Michel Franco, Juana a los 12 (2014), de Martin Shanly, Las plantas (2015), de Roberto Doveris, Kékszakállú (2016), de Gastón Solnicki, Tarde para morir joven (2018), de Dominga Sotomayor y Las mil y una (2020), de Clarisa Navas y Tengo sueños eléctricos (2022), de Valentina Maurel, títulos a los que hay que añadir Paula, en su incansable búsqueda de ese sentir todavía demasiado joven y expuesto a peligros inconscientes, sometidos a una sociedad demasiado superficial y competitiva que sólo quiere alcanzar ese éxito cueste lo que cueste, para ser uno más y pertenecer a las reglas artificiosas que dictan los mercados y la publicidad. Paula tendría su más fiel reflejo en la película Miriam miente (2018), de Natalia Cabral y Oriol Estrada, porque también habla de una joven de 14 años, enamorada de un chico, y al igual que la protagonista, está preparando su fiesta de los 15, y por lo visto, la presión social no entiende de territorios y demás, porque una sucede en la República Dominicana y otra en Argentina. 

Para terminar no podíamos olvidarnos de la potentísima y maravillosa interpretación de la debutante Lucía Castro en el papel de la protagonista Paula, lo bien que mira, que se mueve, y sobre todo, lo bien que habla sin abrir la boca, todo un extraordinario hallazgo que con su presencia hace que la película vuele muy alto, y consiga todo lo que se propone, su verdad y todo lo que transmite. Le acompañan su familia: María Belén Pistone, como la madre, Beto Bernuéz como Horacio, el padre, que ya estuvo en la mencionada Mañana tal vez, y Virgina Shultess como la hermana mayor, y la retahíla de amigas de Paula, tan naturales y cercanas como la protagonista, todas ellas debutantes son un gran descubrimiento. Tenemos a Tiziana Faleschini, Lara Griboff, Julieta Montes y Líz Correa. No se pierdan Paula, de Florencia Wehbe, y quédense con el nombre de esta directora riocuartense de Argentina, que de buen seguro, nos volverá a conmovernos con su contención y su maravilloso retrato sobre la adolescencia, la vida y lo que somos y lo que no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tengo sueños eléctricos, de Valentina Maurel

EL LABERINTO DE EVA. 

“Tengo sueños eléctricos. Una horda de animales salvajes se aman a gritos, a veces a golpes”.

Ese ese período de la adolescencia en ese tránsito de la niñez a la edad adulto, un espacio tan delicado, y a la vez, tan cambiante y lleno de incertidumbre ha sido retratado por un cine sudamericano personal y profundo, analizando los cambios físicos y fisiológicos, la construcción de la identidad propia, el despertar al amor y la sexualidad, el divorcio de los padres y demás. Películas como La niña santa (2004), de Lucrecia Martel, Después de Lucía (2012), de Michel Franco, Las plantas (2015), de Roberto Doveris, Kékszakállú (2016), de Gastón Solnicki, Tarde para morir joven (2018), de Dominga Sotomayor y Las mil y una (2020), de Clarisa Navas. Todas ellas podrían ser espejos donde se miraria Tengo sueños eléctricos, la ópera prima de Valentina Maurel (San José, Costa Rica, 1988), en la que focaliza todo su conflicto en la mirada de Eva, una adolescente de dieciséis años, que no lleva bien la separación de sus padres, y está empezando a descubrir las necesidades y cambios sexuales de su cuerpo, y se debate en vivir con un padre violento o una madre demasiado susceptible.

Las primeras imágenes de una película siempre resultan importantes, pero en el caso de Tengo sueños eléctricos lo son aún más, porque su increíble e impactante arranque resulta muy revelador a lo que luego veremos, con la cámara se sitúa en la parte trasera del automóvil, donde se encuentra el punto de vista de Eva, y vemos la violencia que se va desatando in crescendo hasta explotar en un ataque de ira del padre golpeándolo todo objeto que se encuentra, y luego, en la casa, cuando la madre reforma la casa y quiera lanzar todo lo antiguo. Veremos la relación de Eva con su madre y su padre, llena de contrastes, entre una madre que quiere paz imperiosamente y huir del pasado, y un padre, que busca lo contrario, volver a su escritura, salir de fiesta y conocer mujeres. con una imagen tremendamente cotidiana y muy cercana, que firma Nicolás Wong Díaz, que trabajó en La llorona (2019), de Jayro Bustamante, con una textura gruesa que traspasa la pantalla, en la que podemos ser testigos al instante de esa relación padre e hija llena de altibajos donde la línea que separa del amor al odio es demasiado fina, tan frágil que amenaza tormenta constantemente. El preciso montaje obra de Bertrand Conard, que nos lleva sin descanso ni tregua por los diferentes ambientes de la capital, lugar de nacimiento de la directora, donde se desarrolla la película que son un espejo revelador de la relación cambiante entre los dos principales protagonistas. 

La fuerza de las imágenes y la sencillez y calidez de la propuesta, consiguen un relato profundo y sensible no solo de la adolescencia o mejor dicho, de ese tránsito complejo y lleno de incertidumbre por el que hemos pasado todos los adultos, y en el que nunca se sabe a ciencia cierta si todo aquello que te está ocurriendo tiene mucho que ver contigo o la imperiosa necesidad de abandonar la infancia y ser uno más del mundo de los adultos, aunque no comprendas la mayoría de cosas que viven y mucho menos, sienten. La grandísima labor de Maurel en su dirección de intérpretes consigue que cada uno de ellos brille con luz propia, sin nada de estridencias ni aspavientos que no vienen al caso, aquí todo se construye desde dentro, desde el alma, con sencillez y honestidad más cercanas e íntimas, mostrando todo aquello invisible a partir de la mirada, el gesto y el detalle más ínfimo. La pareja protagonista es magnífica con Reinaldo Amien Gutiérrez en el papel de Martín, ese padre que, después de la separación, quiere volver a ser adolescente, recuperar sus sueños de artista e irse de fiesta, y andar con muchas mujeres, una vida que seduce a Eva, su hija, pero a la vez, esos ataques violentos de su padre la devuelven a cuando la vida era muy oscura. 

Pero si algo resulta grandiosa la película Tengo sueños eléctricos es la elección para el personaje de Eva de una actriz debutante como Daniela Marín Navarro, porque cada mirada, detalle y gesto que tiene en la película es sumamente portentoso, con una fuerza y una sensualidad fuera de lo común, de las que se recuerdan, en una de las llegadas al cine más deslumbrantes que se recuerdan, porque la actriz debutante posee una inteligencia natural y alejada de la pose que es toda una lección de interpretación de composición de personaje sin necesidad de caer el sentimentalismo ni la condescendencia. Celebramos la llegada al cine de una cineasta como Valentina Maurel, porque no seduce con brillo y sobre todo, sin caer en errores de mucho cine de esta índole, en el que hay que empatizar por decreto con los personajes, aquí no hay nada de eso, porque la cineasta franco-costarricense muestra y retrata una relación en la que los espectadores la vemos, la vivimos y nos dejan que saquemos nuestras propias conclusiones de forma libre y honesta, y eso es ya mucho en un cine cada vez más cómplice de lo establecido y lo políticamente correcto, en fin, la película de Maurel huye de lo complaciente y cómodo, para mostrarnos muchas situaciones que nos generan tensión, muchísima incomodidad y sobre todo, nos lanzan gran cantidades de preguntas, que esa y no otra debería ser la función de cualquier expresión artística, y también, del cine que es el que ahora nos ocupa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La maternal, de Pilar Palomero

MADRE A LOS 14.

“Mira eso, está muerto. Un poco de amor, un poco de placer, y terminas así. No pedimos la vida, nos arrojan a ella”.

De Un sabor a miel (1961), de Tony Richardson

La primera vez que recuerdo ver una película que contaba de forma seria y profunda un embarazo adolescente fue en Un sabor a miel (1961), de Tony Richardson, en plena efervescencia del “Free Cinema”, una corriente que hablaba de gentes cotidianas en conflictos universales. La protagonista Jo, de solo 17 años, deambulaba por una vida dura, relatada sin concesiones, con unos padres que la rechazan, en uno de esos barrios industriales, sucios y feos de Inglaterra, con un blanco y negro crudo y esa luz apagada, en una existencia precaria e infeliz que encontraba consuelo en un amigo gay. La misma sensación he tenido al ver La maternal, el segundo trabajo de Pilar Palomero (Zaragoza, 1980), que ya nos deslumbró con Las niñas (2020), su opera prima, un relato sobre aquella España del 92 tan idiotizada con los eventos fastuosos del momento, peor anclada todavía a un pasado lleno de crucifijos, represión y tristeza.

En cierta manera, la directora sigue en los mismos espacios y estados de ánimo de su primera película, porque en La maternal, volvemos a encontrarnos una madre soltera con una hija adolescente, una hija que empieza a descubrir la vida, con sus alegrías y tristezas, en esa etapa de confusión, de conocerse y de desconcierto en todos los sentidos. Porque Carla, la joven protagonista de 14 años de su último trabajo no está muy alejada a la Celia de 11 años que pululaba por Las niñas, y sus respectivas madres, la Penélope de ahora, se emparenta mucho con la Adela de Las niñas. Palomero vuelve a mostrarnos una realidad dura, de esas que duelen mucho, por su desamparo y dificultades cotidianas, en la que Carla, alma libre, rebelde y chulesca, pierde sus días con Efraín, su mejor amigo, como muestra la contundente apertura de la cinta, en la que los mencionados abordan una casa y destrozan parte de su inmobiliario, y luego, vuelan con sus bicis y juegan al fútbol, con ese ímpetu que solo tienes cuando eres adolescente, donde todo parece que te pertenece y te sientes muy libre. El tortazo viene pronto, Carla está embarazada, y entonces, la película nos sumerge en “La maternal”, el centro de acogida para madres adolescentes, donde la protagonista empezará a vivir de verdad, o quizás, podríamos decir, que empezará a vivir como adulta, con responsabilidades, o al menos, a intentarlo.

La película cuece a fuego lento el devenir de Carla, detallando cada gesto, cada acción, cada mirada, cada conflicto, con una pausa, concisión y aplomo que sorprende de una directora que solo ha hecho dos largometrajes, como esa gran capacidad para el uso de la elipsis, y la fascinante composición de sus jovencísimas protagonistas, porque siendo novatas en estas lides, transmiten de forma naturalísima, sin caer en aspavientos y edulcoramientos de turno, como la música diegética que escuchamos, dotando a la narración la idea de cercanía y de carne y hueso. La sublime cinematografía de Julián Elizalde, que conocemos por sus extraordinarios trabajos en películas de Eva Vila, Meritxell Colell, Elena Trapé, entre otras, en la que la luz tierna y dura, según el instante, traspasa cada personaje, y acoge o rechaza, tanto el centro de acogida como el vasto y agreste espacio de esa carretera, ese bar de carretera, y esos caminos de piedras o asfalto que parecen perderse en ninguna parte, con esos Monegros, ese lugar, que ya acogió la inolvidable Jamón, Jamón (1992), de Bigas Luna, con la que comparte inspiración y muchas más cosas.

Sofi Escudé vuelve a ser la editora como sucedió en Las niñas, dando este tempo y esa mesura a una película de dos horas de metraje, donde se cuenta mucho, pero sobre todo, emocional, con esa montaña rusa en la que vive instalada Carla, que deberá a aprender a ser, a encontrarse y relacionarse con su hijo, su madre, y sobre todo, con los demás. Valérie Delpierre, productora de Verano 1993 (2017), de Carla Simón, vuelve a aliarse con Alex Lafuente, como hicieran en Las niñas, para producir a la directora zaragozana, consiguiendo resultados tan fabulosos como con la anterior película. Como ocurrió en su debut, Palomero vuelve a mostrar su maestría para elaborar repartos llenos de sabiduría y naturalidad, mezclando con inteligencia a las madres adolescentes reales como María, Sheila, Estel, Jamila, Claudia, la pareja real de tutores, con la debutante de la extraordinaria Carla Quílez, toda pasión, toda rebeldía, y cercanísima y llena de vida, tristeza y sola, reclutada en un laborioso casting, en la que emerge la figura de una de las grandes directoras de cast como Irene Roqué, y la presencia de Ángela Cervantes, la arrolladora Soraya de Chavalas (2021), de Carol Rodríguez Colás, aquí en un personaje que no estaría muy lejos como el de Penélope, una madre soltera que va a su bola y quiere conseguir el cariño de una hija que ahora va a ser madre adolescente.

Palomero ha construido una excelente película, un relato de esos en que no dejas de pensar, porque tiene emoción y reflexión, porque habla de vida, de sentimientos, de tristezas y alguna alegría, en una historia de aquí y ahora, pero con el valor añadido que pocas películas atesoran como  de hablarnos de un tema universal, y acercarse a una realidad oculta e invisible, en una nueva y desgarradora radiografía sobre la compleja relación entre madres e hijas, tejiendo con sabiduría una de las mejores películas sociales de los últimos años, donde aparte de contarnos la realidad dura y precaria de Carla, y de tantas Carla, nos muestra una realidad que encoge el alma, y desentierra esos problemas que muchas élites quieren ocultar incomprensiblemente, porque un país es todo, lo que deslumbra, y lo que no, lo que no tiene luz, y La maternal es una buena muestra, tanto por su forma de contar una realidad, con su ternura y dureza, con su sensibilidad y aspereza, con su intimidad y su soledad, con esas ganas de vivir y esas no ganas de ser madre, con la vida por un lado y al realidad dándonos de hostias, de esas que duelen, de esas que nos despiertan, de esas que nos cambian para siempre, como ser madre cuando todavía no has empezado a vivir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Camila saldrá esta noche, de Inés Barrionuevo

LA JOVEN REBELDE.

“Yo vine a este mundo para ser libre y no esclava. Vine para vivir, no para figurar como una mera existencia. Vivo para ser persona y no objeto. Con mis pies aparto toda etiqueta con la cual se pretende controlarme. Me tomo la atribución de cuestionar las verdades asumidas y de hacer profano lo que por siglos se ha tenido pro sagrado”

Alejandra Pizarnik

Las tres películas que había estrenado la cineasta Inés Barrionuevo (Córdoba, Argentina, 1980), profundizan sobre la adolescencia y el entorno familiar. Tanto en Atlántida (2014), como en Julia y el zorro (2018), un pueblo en los ochenta, y una casa aislada de la sierra, ambas situadas en la provincia de Córdoba. En Las motitos, ambientada en un barrio, al igual que Camila saldrá esta noche, en el que la adolescente-protagonista, a la separación de sus padres, se traslada a la ciudad de Buenos Aires, junto a su madre y hermana pequeña. Deja el instituto público y las luchas reivindicativas para sumergirse en un mundo completamente diferente. Vive en la casa de la abuela, que está moribunda en el hospital, y acude a un instituto religioso de uniforme, donde pronto entablará amistad con otros compañeros, y se introducirá en ese universo de pura apariencia, donde siempre hay espacio para ser libres y rebeldes.

La directora argentina coloca a su maravillosa e inolvidable protagonista en el centro de todo, porque veremos ese entorno hostil y ajeno siempre desde su mirada. Una mirada inquieta, rebelde y libre, una joven que lucha por un aborto libre y público, por su libertad sexual, contra el acoso machista y escolar, y demás, como comprobaremos a lo largo del metraje, y sobre todo, por ser libre y romper tantas ataduras que impiden ser y sentirse libre. La película coescrita por Andrés Aloi y la propia directora, es de aquí y ahora, tratando temas candentes de la actual sociedad argentina, pero no solo se queda ahí, va mucho más allá, y es donde radica toda su fuerza e inteligencia, porque también puede verse como una reflexión profunda y nada condescendiente del paso de la adolescencia a la edad adulta, situándonos en un año escolar, o casi, donde Camila y sus compañeros están cursando el último año de secundaria, en un tiempo de tránsito, de descubrimientos, de experiencias, de construir una identidad, o simplemente, descubrir y descubrirse, de forma libre y real, alejándose de tantos convencionalismo y etiquetas.

El ejemplar trabajo de cinematografía de Constanza Sandoval, construyendo una película donde hay momentos de agobio y muy asfixiante, con otros donde la joven y sus amigos salen de noche, bailan, beben y se drogan, dando rienda suelta a una libertad de la que carecen en su vida diaria, con esos planos cerrados, donde siempre vemos una parte de un todo, en el que es tan importante todo lo que vemos como lo de fuera, que nos llega en off. El magnífico montaje de Sebastián Schajer, también contribuye a esa atmosfera opresiva que se mueve entre dos mundos antagónicos, en que el exterior es ahogante y el interior es pura libertad y sobre todo, rebeldía, porque la película aboga por una rebeldía de inconformismo que mire los conflictos de frente, rompiendo muros que solo han servido para anular vidas y convertir a las personas en meros consumidores y autómatas. Camila representa todo lo contrario, una juventud que ha venido a cambiar las cosas, a vivir de forma libre y a enterrar tanta injusticia, insolidaridad e impunidad contra las mujeres libres.

Una película que sustenta mucho de su relato en la interpretación de los personajes, en todo aquello que dicen, pero también, callan, tiene un equilibrado y estupendo reparto en el que sobresale una maravillosa y sorprendente Nina Dziembrowski, en su primer papel protagonista, después de debutar con la película Emilia (2020), de César Sodero, se mete en el cuerpo y el alma de una Camila, que suavemente va introduciéndose en esa atmósfera del instituto, de primeras reacia, y luego, de forma total y experimentando con todo y todos, donde se relacionará con Pablo, homosexual y atrevido, interpretado por Federico Sack, y como no, con Clara, una maravillosa Maite Valero, siendo esa aventura, ese misterio, esa joven que esconde algo. Adriana Ferrer es una madre que le cuesta relacionarse con Camila, Carolina Rojas es la hermana pequeña que sigue los pasos firmes de Camila, y finalmente, la presencia de Guillermo Pfening, que ya estaba en Atlántida, y nos encantó en Nadie nos mira, de Julia Solomonoff.

Camila saldrá esta noche sigue el camino de situar la trama en el período complejo y confuso de la adolescencia, sobre todo, en mirar, profundizar y reflexionar sobre un tema convulso y difícil de forma magnífica y diferente a la mayoría de producciones, como han hecho otros cineastas de Argentina como Lucrecia Martel en La niña santa (2004), Lucía Puenzo en XXY (2007), Santiago Mitre, Clarisa Navas Celina murga, Milagros Mumenthaler, Martín Shanly en Juana a los 12 (2014), Kékszakállú (2016), de Gastón Solnicki, y Mateo Bendeski en Los miembros de la familia (2019), entre otras. El significativo título de Camila saldrá esta noche también advierte el espíritu de una película que se aleja de formas y texturas cómodas, para componer un formato muy característico, que enfrenta a muchas incomodidades al espectador y lo lleva hacia otros lugares, espacios de reflexión, de mirar y comprender, o quizás, de cambiar ciertos aspectos firmes de sus ideas que, en realidad, forman parte de los múltiples miedos y  prejuicios impuestos por una sociedad que nos quiere sometidos y anulados, y no como reivindica la película, seres libres, rebeldes y valientes. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA