“Un edificio tiene dos vidas. La que imagina su creador y la vida que tiene. Y no siempre son iguales”.
Rem Koolhaas
Hay ciudades totalmente conectadas con la filmografía de un cineasta. Hay casos muy notorios como Truffaut y París, Fellini y Roma, Woody Allen y New York, Almodóvar y Madrid, y muchos más. Ciudades que se convierten en un decorado esencial en el que los directores/as se nutren, generando un sinfín de ideas de ida y vuelta, en el que nunca llegamos a reconocer la realidad de la ficción. En el caso de Kleber Mendonça Filho (Recife, Pernambuco, Brasil, 1968), la ciudad de Recibe, al noreste del país sudamericano, se ha convertido en el paisaje de toda carrera, desde sus cortometrajes como Enjaulado (1997), Electrodoméstica (2005) y Recife Frío (2009), hasta sus largos como Sonidos de barrio (2012), Doña Clara (2016). El director brasileño ya había explorado la materia cinematográfica desde el documento como hizo en Crítico (2008), en el que investiga las difíciles relaciones entre cineastas y críticos, y Bacurau no Mapa (2019), que homenajea la extraordinaria película Bacurau, del mismo año, que codirigió junto a Juliano Dornelles.
Con Retratos fantasma nos ofrece un intenso y maravilloso viaje y nos invita a sumergirnos en los espacios urbanos de Recibe, rompiendo su relato en tres tramos que tienen mucho en común. Se abre con la casa de la calle Setúbal, la casa de su madre, convertida en su casa a la muerte de ésta. Un espacio que ha sido testigo de su vida, y su cine, donde ha servido de decorado en varias de sus películas. Luego, en el segundo segmento, se centra en los cines del centro de Recife, lugares de formación vital para el futuro cineasta, y por último, se detiene en la evolución de estos cines, ahora convertidos en lugares de culto, en los que cientos de evangelistas los han reconvertido en sus centros de religiosidad. Como anuncia su fabuloso prólogo, con esas fotografías que muestran el Recife de los sesenta, cuando la vorágine estúpida de construcciones desaforadas todavía no había hecho acto de presencia, Mendonça Filho mezcla de forma inteligente y eficaz las imágenes de archivo, ya sean fotografías o películas filmadas, tanto domésticas, de documentación, o de la ficción de sus películas, en un acto de relaciones infinitas, donde vemos la ficción en relación a su realidad, donde la película se convierte en un interesantísimo ensayo cinematográfico.
Narrada por el propio director, en que hace un profundo recorrido por la arquitectura de su vida, y lo digo, porque va de lo más íntimo y cercano, empezando por su hogar, pasando por los cines, y terminando por lo más exterior y alejado, como esos centros evangelistas que han copado la ciudad. A partir de los espacios y lugares urbanos, el cineasta recifense traza también un maravilloso estudio sobre la sociedad de su país, tanto a nivel cultural, económico, político y social, en el que vamos conociendo los espacios de la ciudad, a partir de los movimientos políticos del país, y las diferentes maneras de ocio y diversión de los habitantes. Sin olvidar, eso sí, todos los fantasmas y espectros que van quedando por el camino, olvidados y expulsados de ese progreso enfermizo y psicótico que impone un ritmo desenfrenado de cambios y movimientos de las ciudades en pos del pelotazo económico y demás barbaridades. Acompañan al realizador pernambucano dos fenómenos como el cinematógrafo Pedro Sotero, con el que ha hecho cuatro películas juntos, amén de trabajar con interesantes cineastas brasileños como Gabriel Mascaro, Felipe Barbosa y Daniel Aragâo, entre otros, que consigue una formidable fusión del archivo, en multitud de formatos y texturas, con las nuevas imágenes, que estructuran este intenso viaje a Recife, y por ende, a la transformación del cine como acto colectivo y social hacía otra cosa, también colectiva, muy diferente. Tenemos a Matheus Farias, con dos películas juntos, que disecciona con maestría el diferente origen de las imágenes, y los continuos viajes al pasado y al presente, en este potente caleidoscopio, donde sus 93 minutos no saben a muy poco, y nos encantaría quedarnos en ese Recife cinematográfico, donde el tiempo, el espacio y demás, viven en uno sólo, donde todo vibra de forma muy sólida y atractiva para el espectador.
No se pierdan Retratos fantasma, de Kleber Mendonça Filho, porque no sólo hace un recorrido personal e íntimo sobre su infancia, adolescencia y juventud en su casa y en sus cines, y todos sus objetos, pérdidas y ausencias, sino que también, nos pone en cuestión como cambian nuestros lugares, nuestro pasado y sobre todo, nuestra memoria, ese espacio lleno de fragilidad y tan vulnerable continuamente amenazado por el llamado progreso, que no es otra cosa que las ansías estúpidas de una sociedad trastornada que prima el dinero y lo material en pos de una vida más sencilla, más de verdad y más humana. Sin ser una política abiertamente política, es una película política, porque habla del pasado, de sus fantasmas, y ahora convertidos en otra especie de espectros, eso sí, que va de la mano a ese tsunami de extrema derecha del país con la llegada de Bolsonaro y esa fiebre de religiosidad, con tantas y tantas iglesias evangelistas que lo único que buscan es volver a un pasado muy oscuro y violento. Los fantasmas que habla la película, quizás, sigue habitando en el archivo, en esa memoria que nos habla de los espacios, en unos espacios pensados para otros menesteres, y como explica la película, en lugares donde la realidad se fusiona con la ficción, y hacía el mundo mucho mejor, y a sus espectador, mejores, no cabe duda. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Samir Guesmi y Rachid Bouchareb, actor y director de la película “Nos frangins”, en el marco del Ohlalà Festival de Cinema Francòfon de Barcelona, en el Hotel Majestic, el lunes 6 de marzo de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Samir Guesmi y Rachid Bouchareb, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos con tanto talento, y a Mélody Brechet-Gleizes, Ana-Belén Fernández y Martin Samper de la comunicación del Festival, por la traducción, su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Felipe Gálvez, director de la película “Los colonos”, en el hall del Hotel Catalonia Diagonal Centro en Barcelona, el lunes 16 de octubre de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Felipe Gálvez, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, y a María Oliva de Sideral Cinema, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La ficción de la legalidad amparaba al indio; la explotación de la realidad lo desangraba.”
Eduardo Galeano
Aquellos hombres mal llamados conquistadores, que en realidad, eran meros colonizadores. Anuladores de la vida y la dignidad de los indios. Nos han contado muchas historias, pero quizás, nunca nos han contado la historia, y no digo, aquella que sólo habla de maldad, que la hubo y mucha, sino aquella que nos habla de seres humanos que se convirtieron en colonos, trabajando para ellos y para otros, a la caza de fortuna, o vete tú a saber que, en unas tierras extranjeras para ellos, pero un hogar para muchos indios que, antes de la llegada del blanco, llevaba siglos viviendo en paz, junto a la naturaleza y todos los seres que la habita. La película Los colonos, ópera prima de Felipe Gálvez (Santiago de Chile, 1983), después de más de tres lustros dedicados al montaje para cineastas como Marialy Rivas, Kiro Russo y Alex Anwandter, entre otros, y de dirigir su cortometraje Rapaz (2018), en el que ya exponía los límites de la violencia en la sociedad.
En su debut, el director chileno que coescribe junto a Antonia Girardi, con la que ya trabajó en Rapaz, la violencia es la actividad cotidiana de los empleados de Menéndez, un terrateniente que posee una vasta región en Tierra del Fuego allá por 1901. La misión de sus trabajadores consiste en recorrer esa infinita propiedad abriendo una ruta hasta el Océano Atlántico recorriendo la enorme Patagonia. Estamos ante una historia que nos cuenta una verdad, una de tantas que ocurrieron durante la colonización de esas tierras, y lo hace a partir de personajes reales y otros inventados, y sometiéndonos a una asfixiante y devoradora atmósfera donde hombre a caballo y paisaje se van fundiéndose creando una complejo y vasto espacio fílmico en el que sobresalen una magnífica cinematografía dura y cruda con el aspecto de 2:3 de Simone D’Arcangelo, del que vimos la interesante La leyenda del Rey Cangrejo, también ambientada en Tierra del Fuego, en la que arranca en el paisaje para ir cerrándose en los rostros de estos tipos, donde prima el cuadro estático, como hacía Bergman, donde lo humano y su espacio explican ese mundo interior que no vemos. Las tres almas en travesía que cargan la película son el Teniente MacLenan, del ejército británico, un sádico y sin escrúpulos hombres ansiosos de riqueza y gloria, le acompaña Bill, un rastreador muy fiel al patrón, y a sus ideas supremacistas, y finalmente, Segundo, mitad blanco mitad indio, uno de esos personajes explotados y sin tierra, testigo de este viaje sin sentido, algo así como lo era el joven Enrique en La caza (1965), de Saura.
El cineasta chileno se esfuerza en crear una película que profundiza y reflexiona sobre el arte cinematógrafo, en cómo la ficción ha retratado la historia y sus hechos, y no lo hace con los típicos discursos de la razón a través del blanco y su cine, sino que lo hace desde la honestidad y la humildad, centrándose en la colonización del propio país, es decir, de los señores de la tierra, aquellos propietarios que exterminaron a indios, en este caso a los Selk’nam, con el beneplácito o el desinterés de los gobiernos de turno. Un relato compacto e intenso que contribuye su gran trabajo de montaje de Matthieu Taponier, que ha trabajado en las interesantes El hijo de Saúl y Atardecer, ambas de László Nemes, Beginning, de Dea Kulumbegashvili, y en la reciente Anhell69, de Theo Montoya, en una cinta muy física, donde suceden muchos acontecimientos, pero siempre desde lo calmo, sin prisas, sin esa cámara agitada que no explica nada, aquí todo se cuestiona, a un nivel moral y además, vemos las consecuencias de los hechos, a partir de estos tres personajes, estos errantes, estos empleadores de la ley, aquella que hace y deshace sin más, aquella que aniquila y limpia su propiedad.
El inmenso empleo del sonido con esos golpes y hachazos que escuchamos y nos acompañan por estas llanuras desérticas y hostiles, que ha contado con dos grandes de la cinematografía china como Tu Duu-Chih y Tu Tse Kang, que tienen en su haber grandes nombres como los Wong Kar-Wai, Hou Hsiao-Hsien, Edward Yang, Tsai Ming-Liang, entre muchos otros. La música de Harry Allouche también ayuda a crear esa atmósfera real y onírica, más cercana del cine del este dirigido por Jerzy Skolimowski, Béla Tarr, donde todo rezuma un hedor cargado y la pesadez del camino y de las almas que los acompañan. Sin olvidarnos de su extenso y extraordinario reparto de los que conocemos a Alfredo Castro, que presencia la del actor chileno, con su mirada y su gesto es Menéndez, ese amo y señor de todo lo que ve y más allá, Marcelo Alonso, que era el sacerdote que vigilaba a los curas malos de El club, de Larraín, hace de Vicuña, el esbirro del gobierno, el señor del cine, el señor con traje que tiene su propia redefinición de la historia, y luego, los más desconocidos pero no menos notables, como los Mark Stanley como MacLenan, Benjamin Westfall como Bill, Camilo Arancibia como Segundo, el mestizo explotado y obligado a participar en la muerte y destrucción, Mishell Guaña como Kiepja, una india capturada por los ingleses, y Sam Spruell como el Coronel Martin, menudo personaje, y finalmente, la presencia del gran Mariano Llinás, un topógrafo que está delimitando la frontera argentina-chilena.
Los colonos es una interesante y profunda reflexión sobre los males de la colonización y una nueva muestra de la resignificación del género del western, donde la desmitificación de la épica y la grandeza queda reducida a la suciedad moral y violenta de unos tipos sin alma, como ya dejó patente la madre de todas las madres que fué The Searchers (1956), de John Ford, donde el genio enterró para siempre muchos mitos, leyendas y demás desvaríos del cine en favor de ficcionar una historia que no tuvo lugar. Y otros como los Ray, Peckinpah, Penn y Altman, se dedicaron a humanizar a los cowboys en un tiempo en que el western agonizaba. En los últimos tiempos películas como Meek’s Cuttof (2010), y First Cow (2019), ambas de la extraordinaria Kelly Reichardt, Jauja (2014), de Lisandro Alonso, y Zama (2017), de Lucrecia Martel, son algunos ejemplos de mirar la historia y su tiempo desde posiciones más de cuerpo y piel, de rebuscar la suciedad y la decadencia de una colonización que sólo arrastra violencia y muerte. No se pierdan una película como Los colonos y quédense con el nombre de su director, Felipe Gálvez, porque la película navega por varias ambientes desde el western y la de aventuras, pero íntima y humana, el terror y lo político, porque habla de colonización, de los tipos malolientes y violentos que la hicieron, que han quedado en el olvido, y los que no, los que sí estaban con nombres y apellidos también participaron en pos al progreso y la civilización, se acuerdan que decía al respecto una película como Los implacables (1955), de Walsh, pues eso, otra muestra imperdible del género que en ese momento empezaba a mirar de verdad su pasado y su resignificación en la historia, en contar una verdad, no lo que el cine inventó. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La ciudad enorme con su cielo maculado de fuego y lodo”.
Una temporada en el infierno (1873), Arthur Rimbaud
La ciudad y su espacio urbano abandonado han servido para el director Youssef Chebbi (Túnez, 1984), para mirar a su país, y sobre todo, a su ciudad y las personas que la habitan. En Les profondeurs (2012), un cortometraje de 26 minutos en que seguía la nocturnidad de un vampiro exiliado que volvía a vagar por la ciudad de Túnez. En Babylon (2012), era el documental que le servía de vehículo para retratar la gran megalópolis a través de sus gentes venidas de muchos lugares. En Black Medusa (2021), su ópera prima codirigida junto a Ismäel, una mujer misteriosa usaba la oscuridad de la noche para atrapar a hombres. En su segundo largometraje Ashkal. Los crímenes de Túnez, la noche y el espacio urbano vuelven a ser determinantes para contarnos una película que mezcla muchos géneros y texturas, construyendo un interesantísimo híbrido por el que se mueven el thriller, la política, lo social y el terror, a partir de una inquietante y sombría atmósfera que recuerda a aquellos títulos noir de los treinta y cuarenta, donde aparte de entretenernos con polis tras la pista de asesinos escurridizos, nos daban un exhaustivo repaso de la actualidad política y social.
El cine árabe que ha llegado por nuestros lares, en contadas ocasiones todo hay que decirlo, una pena porque nos perdemos un cine diverso, diferente e interesante. Un cine que habitualmente se ha detenido en las cotidianidades de sus habitantes sometidos a las continuas guerras promovidas por occidente, a través del drama personal que sufren las personas. Por eso es de agradecer nuevas miradas como la que supuso una película como El Cairo confidencial (2016), de Tarik Saleh, en que el thriller tomaba partido para hablar sin tapujos ni menudencias de la corrupción estatal a través de la policía. El éxito de esta ha contribuido a que en los últimos tiempos veamos thrillers, y aún más, para retratar los sinsabores y consecuencias de las llamadas “Primaveras Árabes”, en la que en varios países, cansados de regímenes dictatoriales sujetados por occidente, sus gentes salían a las calles y protestaban ante los abusos de años y años de ignominia y terror. Revoluciones que han vivido su reflejo en el cine en películas como Harka, del año pasado, dirigida por Saeed Roustayi, en la que un desesperado tunecino se inmolaba como respuesta ante tanta miseria y soledad.
Las autoinmolaciones, la posrevolución y la corrupción estatal después del régimen autoritario de Ben Ali, tienen en Ashkal (En árabe, es el plural de la palabra forma o patrón), su razón de ser, y lo hace a través de un inteligente y comedido guion de François-Michel Allegrini y el propio director, en la que se centran en un símbolo del antiguo gobierno como los Jardines de Cartago, en el que se erige un emplazamiento de lujo que era para los autócratas del régimen caído. En la actualidad, las obras se han reanudado en unos edificios donde sólo hay una impresionante estructura vacía y desolada, como el esqueleto de un monstruo, como sucedía con la ballena de Leviatán (2014), de Andréi Sviáguintsev. En ese lugar, siniestro y muy oscuro, poblado de fantasmas, aparecen varios cuerpos calcinados que investigan Batal, el policía veterano con pasado siniestro porque fue verdugo con el anterior régimen, y la savia nueva de Fatma, hija de un juez que está llevando a cabo la investigación denominada como la comisión “Verdad y Rehabilitación” inspirada en la real del 2013 llamada “Verdad y Dignidad”, donde se investigan las atrocidades del régimen derrocado en 2011. A partir de la extraordinaria cinematografía de Hazem Berrabah, donde prevalecen las noches muy oscuras, cargadas de un atmósfera asfixiante y agobiante, en que todo se ve a hurtadillas, entre susurros, caminando por una cuerda muy floja, donde los poderosos siguen ostentando poder a pesar de su pasado asesino, en que las autoridades no quieren destapar ni investigar nada, y donde los de siempre siguen ordenando las invisibles vidas de los ciudadanos.
Un intenso y pausado montaje del francés Valentín Ferón, del que hemos visto las interesantes películas Black Vox y la reciente El origen del mal, sendos thrillers sobre la oscuridad y la corrupción estatal y humana, consiguiendo esa densidad, ese ritmo candescente como si una llama de fuego ardiendo se tratase, dan a la trama ese aspecto de pesadez, de relato kafkiano y emocional, donde nunca sabremos de qué demonios se trata lo que está ocurriendo, algo parecido a lo que se explicaba en excelente Zodiac (2007), de David Fincher, y muchas de sus películas como Seven (1995), Perdida (2014), en las que el cineasta de Colorado imprimía una pesadez a cada plano y encuadre, con unos personajes que luchaban contra su interior y el exterior lleno de obstáculos y pesadillas. La pareja de intérpretes también trabaja en ese sentido, en atrapar al espectador y no soltarlo durante los 92 minutos que dura la película, porque esa pareja, tan distinta y a la vez tan cercana, que les une una investigación y les separa un mundo, o podríamos decirlo, dos formas de régimenes de su país, o quizás es el mismo con diferente collar, como mencionaba el dicho popular.
Tenemos a Mohamed Houcine Grayaa en la piel de Batal, el poli veterano, el que todavía sigue en el pasado, obedeciendo órdenes siniestras y haciendo como que no pasaba nada, recuerden los polis de la interesante e infravalorada película El arreglo (1983), de José Antonio Zorrilla, en el que un grandioso Eusebio Poncela arregla a golpes su trabajo como policía siguiendo las maneras del antiguo régimen. La otra policía es una mujer joven llamada Fatma Oussaifi, bailarina y profesora de danza, que compone una mujer valiente en un mundo demasiado religioso, machista y siniestro, escenificando ese aire de nuevo cambio, si es que es posible. Celebramos el estreno de una película como Ashkal. Los crímenes de Túnez, porque se aventura en un noir más pausado, más interesante y alejado de golpes de efecto y estridencias actuales, centrándose en un policiaco de los de antes y los de siempre, esta vez centrado en el fuego, con esos cuerpos autoinmolados, toda una metáfora de las revoluciones de las citadas “Primaveras Árabes”, que la acerca al cine de Julia Ducournau, en esa mirada desesperanzadora de la sociedad a través del género de terror más doloroso. Un caso y una ciudad rodeadas de un misterio agobiante, en el que la investigación cada vez se torna más difícil y compleja, así como todo lo que cerniéndose sobre la trama, todas esas cosas que ocurren en la oscuridad y la invisibilidad de la noche, tan sólo envuelto por una llama incandescente de un cuerpo quemándose. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Los payasos son los primeros y más antiguos contestatarios, y es una lástima que estén destinados a desaparecer ante el acoso de la civilización tecnológica. No sólo desaparece un micro universo fascinante, sino una forma de vida, una concepción del mundo, un capítulo de la historia de la civilización”.
Federico Fellini
El jueves pasado tuve la oportunidad de mantener una entrevista con el investigador y cineasta Érik Bullot con motivo de la exposición “Cine Imaginario”, que se puede visionar y soñar en la Filmoteca de Barcelona. Le pregunté: ¿Qué es el cine?, en relación al ensayo de Bazin que se publicó en los cincuenta. Me miró fijamente y me dijo: Más que preguntarnos ¿Qué es el cine?. En estos momentos, la pregunta sería: ¿Dónde está el cine?. A esta cuestión, el cineasta Nanni Moretti (Brunico, Italia, 1953), apostaría por la reflexión de Bullot y nos expresaría que el cine está dentro de nosotros, en ese espacio sólo nuestro donde evocamos nuestros sueños, nuestra imaginación y sobre todo, nuestra vida pasada por el filtro del cine, porque la vida mirada desde la ficción se ve de otra forma, más ordenada, más clara y mejor concebida.
La filmografía del italiano que abarca casi la cuarentena de títulos que podríamos categorizar, perdonen por la palabra, a partir de tres bloques. En el primero están todas esas películas que hablan sobre cine y cineastas como su debut Io sono un autarchico (1976), Sogni d’oro (1981), después nos tendríamos en esos documentos donde el director reflexiona sobre política como La cosa (1990), Santiago, Italia (2018), y luego, todos sus dramas ambientados en la familia como Ecce Bombo (1978), La habitación del hijo (2001), Mia Madre (2015), Tres pisos (2018), y todos esos dramas, también, con mucha sorna, que dedicó a Berlusconi con El caimán (2006), y a la Santa Sede en Habemus Papam (2011). Mención aparte tienen ese par de maravillas como Caro Diario (1993), y Abril (1998), en la que el propio Moretti se quita prejuicios y convencionalismos y ataca y se ataca hablándonos sobre el cine, las gentes del cine, la política, el pasado y todo lo que se le va ocurriendo, donde hay mucha música, bailes y de todo. La habilidad natural del director azzurro para hablar de temas serios como el amor, la familia y la política, siempre dentro de un relato en el que el humor, la crítica y la sorna hacia uno mismo consiguen que su cine sea una alegría, una forma de vida y una manera de enfrentarse a los avatares oscuros de la existencia.
En su último filme, El sol del futuro, escrito a cuatro manos por Francesca Marciano, sus cómplices Federica Pontremoli y Valia Santella y el propio Moretti, el cineasta italiano vuelve a lo que más le gusta. A esa comedia de aquí y ahora, pero con todo lo que ha sido y es su cine, con su tono tan bufonesco y libre. Él mismo interpreta a un director de cine que está haciendo una película ambientada en un barrio comunista de la periferia romana, ese lugar que tanto adoraba Pasolini, filmado en los míticos Cinecittá, en el año 1956 con la llegada de un circo húngaro, con el aura felliniana en todo su esplendor. Toda esa armonía y felicidad se truncará con la invasión soviética de Hungría. Ahí, se creará una división entre los partidarios del Partido Comunista Italiano y su líder, y los dirigentes. Mientras, la vida de Giovanni, el director, también se viene abajo, porque su mujer, Paola, que ha producido todas sus películas, quiere divorciarse, y para más inri, está produciendo una de esas películas de acción sin nada y sin alma. La vida y la ficción de Giovanni se mezclan de tal manera que el director como vía de escape, esa idea del cine de refugio, imagina dos películas, en una, un nadador vuelve a casa visitando las piscinas de las personas de su vida, y en otra, una musical con historia de amor.
Moretti tiene la capacidad de cambiar de registro, de tono, incluso de textura, en la misma secuencia o plano, en la que todo encaja, nada es artificioso y tramposo, sino que forma de un todo y de una naturalidad aplastante en la que él sabe que todo va a funcionar, en la que vemos secuencias poéticas como ese paseo en patinete con el director y el extraño productor francés en bancarrota, o el baile, mejor no hablemos del baile, por respecto a los espectadores que todavía no la han visto. Momentos Buster Keaton como esa cena con el novio de su hija, o hilarantes como la entrevista con los de Netflix, tan real como triste en estos tiempos, el aspecto moral de la última secuencia de la película que produce su mujer o no. Y muchos más que mejor no desvelar. El aspecto técnico luce con naturalidad, transparencia e intimidad, parece fácil, pero no lo es. Con la cinematografía de Michel D’Attanasio, con él hizo Tres pisos, y hemos visto la reciente Ti mangio il cuore. La complicidad de dos amigos de viaje como el montaje de Clelio Benevento, seis películas con Moretti y la música de Franco Piersanti, diez películas juntos. La parte actoral también está llena de rostros conocidos para el director transalpino como Margherita Buy, siete películas juntos, es la paciente o no Paola, que aguanta carros y carretas de las crisis y salidas de tono de Giovanni, Silvio Orlando con ocho títulos con Moretti, da vida a Ennio, el actor que hace de líder comunista entre la espada y la pared, entre sus principios y su corazón, al que pertenece Vera que interpreta Barbora Bobulova, y no olvidemos al productor al que da vida Mathieu Amalric, entre otros.
Ojalá mucho cine de ahora tomará la idea y la reflexión que tiene El sol del futuro, de Moretti, porque sin pretenderlo o quizás, si, nos habla de cine, de la vida, de que somos, y qué recordamos, y todo en una atmósfera de felicidad, de alegría, de baile,y oscuridad, que también la hay. De jugar al balón, de quitarse tanta mierda, y perdonen por el término, que nos arrojan y arrojamos diariamente en esta sociedad abocada a la hipnosis tecnológica donde mucho cine lo hacen máquinas, o mucho peor, personas que han dejado de serlo. Moretti aboga por el cine, por ese maravilloso y extraño proceso de hacer y construir películas, de hablar con los intérpretes cuando tú quieres hacer cine político y quizás, estés haciendo una sensible historia de amor. El cine como refugio para mirar el pasado, a esas tradiciones de y sobre el cine, de ver películas de antes qué son las de siempre, las que continúan emocionándonos y haciéndonos reflexionar sobre el tiempo, la vida, el propio cine, y demás, porque El sol del futuro nos previene qué el futuro se hace y se vive ahora, alejándonos de la tecnología imperante, esos productores o digamos, ejecutivos de finanzas, que imponen sus criterios y su cine o algo que se le parezca. Sigamos defendiendo el cine, ese espacio que continúe alegrándonos la vida o lo que quede de ella. Porque volviendo a la pregunta del inicio, el cine está, en nuestro interior, en esos sueños dormidos y vividos que nos acompañarán a lo largo de nuestra vida. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana… soy Ana…”
Isabel a Ana en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice
Fue el pasado martes 12 de septiembre en Barcelona. Los Cinemes Girona acogían el pase de prensa de Cerrar los ojos, de Víctor Erice (Valle de Carranza, Vizcaya, 1940). La expectación entre los allí reunidos era enorme, como ustedes pueden imaginar. Entramos en la sala como los feligreses que entran a una iglesia los domingos, excitados e inquietos y en silencio, ante una película de la que yo, personalmente, no he querido conocer ni ver nada de antemano, que sea de Erice ya es razón y emoción más que suficiente para descubrirla con la mayor virginidad posible. Porque no casó con esa idea tan integrada en estos tiempos de informarse y hablar tanto de las películas que todavía no se han visto, porque a mi modo de parecer, se pierde la esencia del cine, se pierde toda esa imaginación previa, la de soñar con esas imágenes que todavía no has experimentado, como les ocurre a Ana e Isabel en ese momento mágico en la mencionada película, donde ven por primera vez una película y la van descubriendo y asombrándose, una experiencia que en este mundo sobreinformado y opinador estamos perdiendo y olvidándonos de toda esa primera vez que debemos conservar y rememorar cada vez que nos adentramos en el misterio que encierra una película.
La película a partir de un guion de Michel Gaztambide (guiones para Medem, Urbizu y Rosales, entre otros), y del propio Erice, se abre de un modo inquietante y muy revelador. Una apertura rodada en 16mm, que ya reivindica ese amor por el celuloide en el tiempo de la dictadura digital. Aparece el título que nos indica que estamos en un lugar de Francia en 1947, en una especie de jardín de otro tiempo alrededor de una casa señorial. La imagen fija capta una pequeña estatua subida en un pilar. Una cabeza con dos rostros. Dos rostros que pueden ser de la misma persona o quizás, son dos rostros de dos personas totalmente diferentes. Una primera imagen, sencilla e hipnótica, que nos acompañará a lo largo del filme. Inmediatamente después, en el interior de la casa, un personaje de más de 50 años se reúne con el señor de la casa cuidado por un oriental. Se trata de un hombre enfermo, postrado en una silla, que habla con dificultad. Le explica que debe ir a Shanghai a buscar a su hija a la que quiere ver antes de morir. Una escena sacada de la novela El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé (1933-2020), publicada en 1993, de la que Erice trabajó en un proyecto entre 1996 y 1998 con el título de La promesa de Shanghai, que finalmente no pudo realizar. Después de esta información, debemos detenernos y hacer un leve inciso, ya que este detalle es sumamente importante. Cerrar los ojos es una película caleidoscópica, es decir, en su proceso creativo tiene todas esas películas imaginadas que Erice, por los motivos que sean, no ha podido filmar. Todas esas imágenes pensadas con el fin de capturar, de embalsamar, tienen en la película una oportunidad para ser recogidas y sobre todo, mostradas.
Volvemos a la película. Después de esa secuencia de apertura, y ya en el exterior, cuando el actor cruza el jardín, dejando la casa a sus espaldas, la imagen se detiene y el narrador, que no es otro que Erice, nos explica que ese fue el último plano que rodó el actor Julio Arenas, antes de desaparecer sin dejar rastro, en la película inacabada La mirada del adiós, de la que se conservan un par de secuencias nada más. Eso ocurrió en el año 1990. La trama se desarrolla en el año 2012, cuando Miguel Garay, el director de aquella película, es invitado a un programa de televisión que habla de casos sin resolver como el de Julio Arenas. A partir de ahí, la historia se centra en Garay, un director que ya no hace películas, sólo escribe a ratos, y vive, o al menos lo intenta. Como una película de antes, porque Cerrar los ojos, tiene el misterio que tenían los títulos clásicos, donde había un desaparecido o desaparecida, un misterio o no que resolver, y donde nada parecía lo que nuestros ojos veían. Seguimos a Garay, no como un detective a la caza de su amigo actor desvanecido, sino encontrándose con viejas amistades como la de Ana Arenas, hija del actor, alguien que conoció poco a su padre, al que ve como alguien misterioso y demasiado alejado de ella. Tiene un encuentro con Lola, un antiguo amor de ambos amigos, como el que tenían Ditirambo y Rocabruno en Epílogo, de Suárez. También, se encuentra con Max Roca, su montador, un encuentro espectral de dos fantasmas que vagan por un presente desconocido, es un archivero del cine, como aquella secuencia del director de cine y el señor de la filmoteca en la inolvidable La mirada de Ulises (1995), de Angelopoulos, y digo cine, de aquellas películas clásicas enlatadas en su cinemateca particular, con el olor de celuloide, con ese amor de quién conoció la felicidad y ahora la almacena como oro en paño, con esos carteles colgados como reliquias santificadas como el de They Live by Night, de Ray.
La película se mueve entre dos rostros, entre dos mundos, el que proponía el cine clásico, y el otro, el que propone el cine de ahora, un cine bien contado, interesante, pero que ha perdido la fantasmagoría, es decir, que las imágenes no son filmadas sino descubiertas y posteriormente capturadas después de un proceso incansable de misterio y búsqueda. El cine de los Bergman, Tarkovski, Dreyer, Rossellini… Un cine límbico que se mueve entre el mundo de los sueños, la imaginación y los fantasmas, ese cine que no sabe qué descubrirá, movido por la inquietud, por una incertidumbre en que cada imagen resultante se movía entre las tinieblas, entre lo oscuro y lo oscilante, entre todo aquello que no se podría atrapar, sólo capturar, y en sí misma, no tenía un significado concreto, sino una infinidad de interpretaciones, donde no había nada cerrado y comprendido, sino una suerte de imágenes y personajes que nos llevaban por unas existencias emocionantes, sí, pero sumamente complejas, llenas de silencios, grietas y soledades. Volviendo al inciso. Erice ha construido su película a partir de todos esos retazos y esbozos, e imágenes no capturadas, porque en Cerrar los ojos encontramos muchas de esas imágenes como las que formarían parte de la segunda parte de El sur, una película que el cineasta considera inevitablemente, ya que faltaba la parte andaluza, la de Carmona. No en la localidad sevillana, pero si en otros municipios andaluces se desarrolla parte de la película, como en la casa vieja y humilde junto al mar, a punto de desaparecer, que vive Garay, como uno de esos pistoleros o vaqueros de las películas del oeste crepusculares, donde asistimos a una secuencia muy de ese cine, y hasta aquí puedo contar.
Un cine envuelto en el misterio de cada plano y encuadre, un cine que revela pero también, oculta, porque navega entre aguas turbulentas, entre la vigilia y el sueño, entre la razón y la emoción, entre la desesperanza y la ilusión, entre la vida y la ficción, como aquella primera imagen que voló la cabeza de Erice, la de la niña y el monstruo de Frankenstein junto al río en la película homónima de James Whale de 1931, que tuvo su espejo en la mencionada El espíritu de la colmena, cuando Ana, la protagonista, se encontraba con el monstruo en un encuadre semejante. Una imagen que describe el cine que siempre ha perseguido el cineasta vizcaíno, un cine que se mueva entre lo irreal, entre lo fantasmagórico, un cine que ensalza la vida y la ficción en un solo encuadre, transportándonos a esos otros universos parecidos a este, pero muy diferentes a este. Podríamos pensar que tanto Garay como Max son trasuntos del propio Erice, como lo eran los personajes de El sabor del sake (1962), para Ozu en su última película, no ya en su imagen física, con la vejez a cuestas, con esa frase: “Envejecer sin temor ni esperanza”, sino también en la otra idea, la de dos amantes del cine de antes, en una vida ya no de presente, sino de pasado, de tiempo vivido, de recuerdos y sobre todo, de memoria, de nostalgia por un tiempo que ya no les pertenece y está lleno de recuerdos, sueños irrealizables y melancolía.
A nivel técnico la película está muy pensada como ya nos tiene acostumbrados Erice, desde la luz, que se mueve entre esos márgenes del cine y la vida, que firma Valentín Álvarez, que ya había hecho con él las películas cortas de La morte rouge (2006) y Vidrios rotos (2012), el montaje de Ascen Marchena, que mantiene ese tempo pausado y detallista, donde cada plano se toma su tiempo, donde la información que almacena va resignificando no sólo lo que vemos, sino el tiempo que hay en él, en una película que se elabora con intimidad, cuidado y sensibilidad en sus 169 minutos de metraje. La música del argentino Federico Jusid, mantiene ese tono entre esos dos mundos y esos dos rostros, o incluso esas dos miradas, por las que se mueve la historia, no acompañando, sino explicando, moviéndose entre las múltiples capas que oculta la película. En relación a los intérpretes, podemos encontrar a José Coronado como el desaparecido Julio Arenas, tan enigmático como desconocido, que no está muy lejos del hermano de Agustín, el protagonista de El sur. Un personaje del que apenas sabemos, y como ocurría en la citada, es a partir de los recuerdos de los demás personajes, que vamos reconstruyendo su vida y milagros, siempre desde miradas ajenas, no propias, que no hace otra cosa que elevar el misterio que se cierne sobre su persona.
Después tenemos a los “otros”, los que conocieron a Julio. Su amigo el director Miguel Garay, que hace de manera sobria y sencilla un actor tan potente como Manolo Solo, el director que ya no rueda, que sólo escribe, perdido en el tiempo, en aquel tiempo, cuando el cine era lo que era, con sus recuerdos y su memoria, rodeado de viejos amigos como Max, y de nuevos, como sus vecinos, todos viviendo una vida que se termina, en suspenso, a punto de la desaparición. Ana Arenas, la hija del actor, la interpreta Ana Torrent, volviendo a esa primera imagen del cine de Erice, acompañada de la primera mirada, o mejor dicho, construyendo a partir de esa primera imagen, de su primera vez, transitando a través de ella, y volviendo a soñar con esa inocencia, donde todo está por hacer, por descubrir, por soñar. La primera de la que han surgido todas las demás. Mario Pardo, uno de esos actores de la vieja escuela, tan naturales y bufones, hace de Max, el carcelero del cine, de las películas de antes, el soñador más soñador, el inquebrantable hombre del cine y por el cine, que sigue en pie de guerra. Petra Martínez es una monja curiosa que deja poso. María León es una mujer que cuida de la vejez, con su naturalidad y desparpajo. Helena Miquel y Antonio Dechent también hacen acto de presencia. José María Pou es el viejo enfermo de la primera secuencia que abre la película, y la argentina Soledad Villamil es uno de esos personajes que se cruzarán en las vidas de Julio y Miguel.
Nos gustaría soñar como nos demanda Erice, que Cerrar los ojos no sea su última película, aunque viéndola todo nos hace pensar que pueda ser que sí, porque no se ha dejado nada en el baúl de la memoria, en ese espacio que ha ido guardando, muy a su pesar, todas esas imágenes soñadas que no pudieron materializarse, pero que siempre han estado ahí, esperando su instante, su revelación. Aunque siempre podemos volver a ver sus anteriores trabajos, porque es un cine que siempre está vivo, y sus películas tienen esa cosa tan extraña qué pasa con el cine, que es como si se transformará con el tiempo, como aquellas palabras tan certeras que decía mi querido Ángel Fernández-Santos, coguionista de El espíritu de la colmena, como no: “Las películas siguen manteniendo su misterio mientras haya un espectador que quiera descubrirlo”. Por favor, no dejen pasar una película como Cerrar los ojos, de Víctor Erice, que quizás, tiene la una de las reflexiones más conmovedoras que ha dado el cine en años, la de ese espacio de memoria y sentimientos, que vuelve a renacer cada vez que sea proyectado, como aquellos niños de pueblo de hace medio siglo, porque está filmada por uno de esos cineastas que miran el cine como lo mira Ana, con la misma inocencia que su primera vez, cuando descubrió la magia con La garra escarlata, esa primera imagen que construyeron todas las que han venido después, en las que el espectador descubre, participa, se emociona y siente… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Es una idiotez ignorar que el sexo está mezclado con ideas emocionales que han ido creciendo a su alrededor hasta hacerse parte de él, desde el amor cortesano hasta la pasión inmoral y todas esas cosas, que no son dolores de crecimiento. Son tan poderosas a los cuarenta como a los diecisiete. Más. Cuanto más maduro eres, mejor y más humildemente reconoces su importancia“.
Nadine Gordimer
Muchos de nosotros que conocíamos a Elena Martín Gimeno (Barcelona, 1992), por haber sido la protagonista de Les amigues de l’Àgata (2015), fascinados por su intensa mirada, fue más que agradable ver dos años después su ópera prima Júlia ist, la (des) ventura de una joven en su erasmus en Berlín, tan perdida y tan indecisa tanto en los estudios, en el amor y con su vida. Por eso nos alegramos de Creatura, su segunda película. Una cinta que aunque guarda algunos rasgos de la primera, en la relación dependiente con los hombres y la relación turbulenta con la familia, en este, su segundo trabajo, la directora catalana ha explorado un universo mucho más intenso y sobre todo, menos expuesto en el cine como la relación de la sexualidad y el cuerpo desde una mirada femenina. Una visión profunda y concisa sobre el deseo en sus diferentes etapas en la existencia de Mila, la protagonista que interpreta la propia Elena.
A partir de un guion escrito junto a Clara Roquet, la cineasta barcelonesa construye una trama que a modo de capítulos, va mostrando las diferentes etapas desde esa primera experiencia a los 5 años, el despertar sexual a los 15 y finalmente, esa lucha entre el deseo y el sexo a los 30 años de edad. La película siempre se mueve desde la experiencia y la intimidad, convirtiéndose en un testigo que mira y no juzga, penetrando en ese interior donde todo se descubre a partir de una especie de cárcel donde el entorno familiar acaba imponiéndose siempre desde el miedo y el desconocimiento. Una historia tremendamente sensorial, muy de piel y carne, convocando un erotismo rodeado de malestar, dudas y oscuridad. Más que un drama íntimo, que lo es, estamos ante un cuento de terror, donde los monstruos y fantasmas se desarrollan en el interior de Mila, a partir de ese citado entorno que decapita cualquier posibilidad de libertad sexual. Creatura es una película compleja, pero muy sensible. Una cinta que se erige como un puñetazo sobre la mesa, tanto en lo que cuenta y en cómo lo hace, sin caer en espacios trillados y subrayados inútiles, sino todo lo contrario, porque en la película se respira una atmósfera inquietante, donde el deseo y el sexo y el cuerpo sufren, andan cabizbajos y con miedo.
Un grandísimo trabajo de cinematografía de Alana Mejía González, que ya nos encantó en las recientes Mantícora, de Carlos Vermut y Secaderos, de Rocío Mesa, en la que consigue esa distancia necesaria para contar lo que sucede sin invadir y malmeter, mirando el relato, con su textura y tacto, con su dificultad y conflictos que no son pocos. El preciso, rítmico y formidable montaje de Ariadna Ribas, en una película que se va casi a las dos horas de metraje, y además, es incómoda y atrevida porque indaga temas tabúes como el sexo, y su forma de hacerlo tan de verdad e íntima, a través de tres tiempos de la vida de la protagonista, y lo hace a partir de tres miradas diferentes, tres actrices que van decreciendo, en un fascinante viaje al pasado y mucho más, ya que la película va reculando en su intenso viaje hasta llegar al origen del problema. Resultan fundamentales en una película donde lo sonoro es tan importante en lo que se cuenta, con la excelente música de Clara Aguilar, a la que conocemos por sus trabajos en Suro y en la serie Selftape, porque ayuda a esclarecer muchos de los aspectos que se tocan en la película, y no menos el trabajazo en el apartado de sonido con el trío Leo Dolgan (que también estaba en la citada Suro, Armugán, Panteres y Suc de síndria, entre otros), Laia Casanovas, con más de 80 trabajos a sus espaldas, y Oriol Donat, con medio centenar de películas, construyen un elaborado sonido que nos hace participar de una forma muy fuerte en la película.
Una directora que también es actriz sabe muy bien qué tipo de intérpretes necesita para conformar un reparto que dará vida a unos individuos que deben enfrentarse a momentos nada fáciles. Tenemos a Oriol Pla, que nunca está mal este actor, por cómo mira, cómo siente y cómo se mueve en el cuadro, da vida a Marcel, el novio de Mila a los 30, que aunque se muestra comprensible siempre hay algo que le impide acercarse más, el mismo conflicto interno manifiesta Gerard, el padre de Mila, que interpreta Alex Brendemühl. Dos hombres en la vida de Mila, que están cerca y lejos a la vez. Diana, la mamá de la protagonista es Clara Segura, una actriz portentosa que actúa como esa madre rígida y sobreprotectora que no escucha los deseos de su hija. Carla Linares, que ya estuvo tanto en Les amigues de l’Àgata como en Júlia ist, y Marc Cartanyà son los padres de Mila cuando tiene 5 años. Un personaje como el de Mila, dividido en tres partes muy importantes de su vida, tres tiempos y tres edades que hacen la niña Mila Borràs a los 5 años, después nos encontramos con Clàudia Malagelada a los 15, una actriz que nos encantó en La maternal, desprende una mirada que quita el sentido, descubriendo un mundo atrayente y desconocido, que se topará con esos chicos que sólo quieren su placer, obviando el placer femenino, y con unos padres que van de libres y en realidad, mantienen las mismas estructuras de represión que sus antecesores.
Finalmente, Elena Martín Gimeno, al igual que sucedió en Júlia ist, también se mete en la piel de su protagonista, en otro viaje amargo y difícil, componinedo una Mila magnífica, porque sabemos que tiene, de dónde viene y en qué momento interior y exterior se encuentra, en un viaje sin fondo y en soledad, que deberá afrontar para disfrutar de su deseo, de su sexo y su placer. Creatura está más cerca del terror que de otra cosa, un terror del cuerpo, que lo emparenta con Cronenberg, sin olvidarnos del universo de Bergman que tanto exploró en el dolor y sufrimiento femenino, y más cerca con películas como Thelma, de Joachim Trier, y Crudo, de Julia Ducournau, y el citado Suc de síndria, de Irene Moray, en el que se exploraba el viaje oscuro de una mujer que sufre un abuso y su posterior búsqueda del placer. Nos alegramos que existan películas como Creatura, por su personalísima propuesta, por atreverse a sumergirse en terrenos como la confrontación entre el deseo, tu cuerpo y el sexo, a mirar todas esas cosas que nos ocurren y que conforman nuestro carácter y quiénes somos. No dejen de verla, porque seguro que les incomoda, porque no estamos acostumbrados a qué nos hablen desde ese espacio de libertad, desde esa intimidad, y tratando los temas que hay que tratar, porque también existen. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“No sabemos lo que ocurre en el fondo, pero tenemos la sensación de haberlo vivido ya”.
Charlotte Le Bon
La película nos da la bienvenida con un encuadre de una grandiosa fuerza y muy inquietante. Vemos un lago a media tarde, parece o imaginamos que algo está sucediendo en su profundidad, pero quizás sólo ocurre en lo que sentimos. Un plano que abre el elemento del terror que planea sobre toda la historia, aunque la trama se sitúa en un verano, en los lagos de Quebec, en Canadá, en los bellos y fascinantes paisajes y regiones de los Laurentides, al noroeste de Montreal, una zona que conoce la actriz y ahora debutante Charlotte Le Bon (Montreal, Canadá, 1986), porque fue el escenario de muchos de sus momentos de su infancia. La infancia, y más concretamente, la preadolescencia es donde se sitúa su película, a partir de la mirada y la complejidad de un personaje como Bastien, de 13 años casi 14, y la relación que entabla con Chloé, de 16 años, que está en plena edad del pavo, con sus primeros amores, flirteos, rebeldía, independencia y demás actitudes tan propias de ese tiempo de búsqueda y descubrimiento.
Le Bon adapta la novela gráfica Una hermana, de Bastien Vivès, en un guion en colaboración con François Choquet, con una elaborada e inquietante imagen filmada en 16mm que firma el cinematógrafo Kristof Brandl, en un preciso y magnífico trabajo donde la luz escenifica ese cruce entre drama cotidiano adolescente y terror, sin decantarse por ninguno, sólo mezclándolo todo con un resultado brillante y conmovedor, como sucedía ya en su cortometraje Judith Hotel (2018), que abordaba el problema del insomnio a través de la mezcla de drama y fantástico. Los 100 minutos de metraje también ayudan a dotar de ritmo y sensibilidad a la historia que nos cuentan con un gran montaje de Julie Léna, así como el cuidado empleo del sonido fundamental para una película de estas características que firman el trío Stéphen de Oliveira, Séverin Favriau y Stéphane Thiébaut, y la especial música de Shida Shahabi, que ayudan a crear esa atmósfera inquietante salpicada de verano, de paseos, de baños en el lago, de fiestas junto a la hoguera y bailes del momento.
No es una película que se enrede en su difícil pero bien construida propuesta, ante todo nos cuenta la experiencia a través de la mirada de Bastien, de ese mundo oculto que desea conocer, experimentar el amor y el sexo, sentirse que ya no es un niño y es casi un adulto, aunque transite por esos dos mundos tan cercanos y a la vez tan ajenos, puente que le acerca a Chloé que acaba de dejar esa edad y todavía no se siente cómoda con chicos más mayores, porque todavía tiene esos deseos e ideas más juveniles que le siguen atrayendo. Estamos ante una trama de adolescentes, con sus cosas, sus idas y venidas, los padres están ahí, pero están a lo suyo, y mientras van pasando las vacaciones, donde los franceses veraneantes siguen perdiendo y disfrutando del tiempo de veraneantes. La directora canadiense mira las experiencias y reacciones de sus dos protagonistas con detalle y mimo, no tiene prisa, pero tampoco demasiada pausa, las situaciones se van generando y también, las diferentes reacciones y gestiones, donde la cámara los sigue pero nunca los juzga, sólo se muestra como un testigo de esas experiencias y vivencias que seguramente, les cambiarán muchas cosas en ese maravilloso y desolador proceso de hacerse adulto.
La película enamora en su trabajo de cercanía y sensibilidad a la compleja adolescencia, en el que estamos con ellos, viviendo su verano, su encuentro y desencuentro, su torpeza y su deseo, esa ilusión de ser quién todavía no eres, esa impaciencia por hacer cosas, por experimentar el amor, y tener las primeras experiencias sexuales y demás. Resulta importante haber escogido a la pareja protagonista, porque además de tener la edad de los personajes que interpretan, que esto no siempre funciona así, porque acaban componiendo unos personajes cercanísimos, transparentes y naturales, que ayuda a acompañarlos y a entender muchas de sus actitudes, miradas, gestos y silencios. Tenemos a Joseph Engel, que hemos visto en Un hombre fiel (2018), y Un pequeño plan… como salvar el planeta (2021), ambas dirigidas por Louis Garrel, que hace un estupendo Bastien, un chico que tendrá el primer verano de verdad de su todavía pequeña vida, donde descubrirá el amor, el sexo, a Chloé, y la otra parte del espejo, el que duele, también. Junto a él, tenemos a Sara Montpetit, que era la antiheroína de Maria Chapdelaine (2021), de Sébastien Pilote, componiendo una Chloé que nos atrapa desde el primer instante, porque nos fascina al igual que ocurre con Bastien, porque la vemos independiente, diferente, misteriosa y juguetona, con una mirada que es una parte fundamental de la película. Y la presencia de la actriz y directora Monia Chokai, que ha trabajado con directores tan importantes como Denys Arcand, Xavier Dolan y Claire Simon, entre otros.
Falcon Lake tiene el misterio, la inquietud y la intimidad que proponen muchas películas anti Hollywood, que proponen otras historias, más personales, más de verdad, como A Ghost Story 2017), de David Lowery, y Lo que esconde Silver Lake (2018), de David Robert Mitchell, con otras como las historias de iniciación francesas como Mes petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, y À nos amours (1983), de Maurice Pialat, que explican con intensidad, profundidad e inteligencia esa edad de la adolescencia tan convulsa, tan extraña, tan terrorífica, pero tan diferente y atrayente. Nos alegramos que la actriz que nos agradó en películas de Michel Gondry, Lasse Hallström, Zemeckis y en Proyecto Lázaro (2016), de Mateo Gil, entre otras, ha tomado los mandos de la dirección con gran acierto adentrándose en un relato que fascina y aterra a partes iguales, que presenta una cotidianidad que nos recuerda a nuestras adolescencias, a todas esas experiencias que nos han llevado a ser quiénes somos y esas otras que imaginamos, que quisimos vivir y no vivimos, porque están las cosas que podemos ver y las otras cosas que se ocultan bajo las aguas profundas de un lago. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Montse Triola, coproductora de la película “Pacifiction”, de Albert Serra, en Andergraun Films en Barcelona, el lunes 3 de octubre de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Montse Triola, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA