Algunas Bestias, de Jorge Riquelme Serrano

LOS DEMONIOS QUE NOS HABITAN.

“Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”

León Tolstói (Principio de Ana Karenina)

El arranque de una película confiere una importante máxima al contenido de la misma, ya que esa primera imagen alertará a los espectadores de los temas que sobrevuelan por el interior de la obra. La primera imagen de Algunas bestias, de Jorge Riquelme Serrano (Santiago de Chile, 1981), está capturada desde el cielo, quizás es Dios el que mira a los miembros de la familia que conoceremos más tarde, ahora vistos como puntos minúsculos negros imposibles de distinguir. Una imagen cenital que nos sitúa en el espacio de la acción, esa isla, la isla de Chaullín, situada a cinco millas de la costa de Calbuco, al sur de Chile. Un espacio rodeado de agua, un espacio en el que se alza una casa que en el pasado impuso alguna relevancia, ahora, necesita con urgencia una sustancial reforma, y sobre todo, gentes que la habitan en armonía y deseen habitarla.

A través de un plano estático y cerrado, y una toma larga, observamos a esa familia, sentados alrededor de una mesa, mientras acaban de comer, al matrimonio Alejandro y Ana, que quieren convertir el lugar en reclamo turístico, sus dos hijos adolescentes, Máximo, a punto de ingresar en la universidad, y Consuelo, acompañados de Antonio y Dolores, los padres de ella, contrarios a prestar ayuda al negocio, y con la relación de su hija. Por una serie de circunstancias, los personajes no tienen otra salida que permanecer cuatro días encerrados en la isla, sin poder salir ni llamar a nadie, instante que la película se sumergirá en el interior de los personajes y la presión de aislamiento y soledad, destapará los verdaderos instintos de cada uno de los personajes y las terribles tensiones que existen entre suegros y yerno, y nietos. El cineasta chileno nos habla de la intimidad de una familia en descomposición, y las diferencias que los separan, donde prevalecen los conflictos de cada uno, tocando temas espinosos como el clasismo, los abusos sexuales, la falta de amor, azotados por esa malvada competitividad y poder que desangra las relaciones personales y familiares.

Un relato escrito por Nicolás Diodovich, y el propio director, que ahonda en las miserias ocultas de cada uno de los miembros, en especial, de esa pareja de padres de ella, convertidos en unos clasistas de tomo y lomo y unos depravados de mucho cuidado. Bañada con esa luz tenue y velada obra del cinematógrafo Eduardo Bunster Charme, y el cuidadísimo montaje de Valeria Hernández y de Riquelme Serrano, que ahonda en esas tomas largas, muy a lo Haneke, que evidencia el terror y la tensión que existe entre cada uno de los integrantes de esta peculiar y triste familia, arrastrados por la abundancia de lo material y vacíos de amor y de valores emocionales. La calma tensa que cae como una losa en la película, en un encuentro que tiene de todo menos de agradable y empatía, que, a medida que avancen los días y aumente una espera incierta, se desatarán los demonios particulares y estallará la bestia que anida en cada uno, desatando las pasiones más bajas y turbias. En Camaleón (2016), la opera prima del director chileno, ya había indagado en las relaciones oscuras y el intruso como elemento discordante y violento, situadas en espacios cerrados, donde los personajes ocultan demasiado y sentían menos, como ocurre con las almas que habitan Algunas bestias.

Otra de las grandes bazas es su reparto, formado por intérpretes de primer orden, encabezado por dos animales de la escena como Alfredo Castro y Paulina García, dando vida a Antonio y Dolores, respectivamente, una matrimonio de la vieja escuela, llenos de plata pero tan faltos de amor, que miran con desprecio y acritud a su yerno y a su hija y nietos, como si fuesen cobayas para experimentar con sus vidas, que creen insulsas y perdidas. Frente a ellos, Gastón Salgado, que repite con Riquelme Serrano, interpreta al pobre diablo de Alejandro, el yerno, un tipo sin suerte pero tampoco muy hábil, casado con Ana, a la que da vida Millary Lobos, la hija de Antonio y Dolores, esa hija que ven desorientada y encerrada en un matrimonio infeliz, y los dos hijas de la pareja y nietos, como son Máximo (Andrew Bargsted), de carácter y respondón, y Consuelo (Consuelo Carreño), que encuentra en los brazos de su hermano un refugio para soportar a su familia. El director chileno ha construido una película incómoda, sucia y muy oscura sobre el deterioro de las familias modernas o lo que queda de ella, esos restos del naufragio en el que solo habitan monstruos llenos de rabia y maldad, almas vacías y perdidas, llenas de egoísmo e individualistas, capaces de las bajezas más repugnantes contra su sangre, contra los suyos, en un mundo cada vez más deshumanizado, triste y desolador. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Oro blanco, de Grímur Hákonarson

UNA MUJER VALIENTE.

“Gobernar a base de miedo es eficacísimo. Si usted amenaza a la gente con que los va a degollar, luego no los degüella, pero los explota, los engancha a un carro… Ellos pensaran; bueno, al menos no nos ha degollado”.

José Luis Sampedro

Con Rams (El valle de los carneros), película de 2015, el nombre del cineasta Grímur Hákonarson (Islandia, 1977), saltó al reconocimiento internacional con la consecución de la mejor película en la sección “Un Certain Regard”, del prestigioso Festival de Cannes. La historia de dos hermanos granjeros enemistados, que tienen que unir fuerzas para salvar a sus carneros, se convirtió en uno de los “Sleeper” del año. Un relato situado en las zonas rurales y remotas de Islandia, en la relación de humanos y animales, y con ese aspecto social interesante y profundo, en el eterno conflicto entre lo rural contra el neoliberalismo, entre los viejos valores islandeses frente al capitalismo y la sociedad moderna. En su nuevo trabajo Oro blanco, el cineasta islandés vuelve a hablarnos de lo rural, situándonos en el noroeste del país, en una zona llamada Skagafjörour, donde los hermanos han dejado paso a Inga y Reynir, un matrimonio de mediana edad de granjeros lecheros, agobiado por las deudas contraídas con la cooperativa, dueña del pueblo y sus vidas.

La muerte de Reynir, hace despertar a Inga, que descubre las artimañas de la sociedad y las continuas amenazas y coacciones a personas como Reynir, atadas de pies y manos ante la cooperativa, que aumentando el miedo frente a las grandes cadenas empresariales de Reykjavik, ellos han creado en el pueblo un monopolio que más parece una sociedad mafiosa que un grupo de cooperación para ayudarse entre los granjeros. A partir de una cuidadísima planificación en la que abundan las tomas largas y los planos abiertos y estáticos, seguimos la peripecia de Inga, que da un paso al frente y comienza a denunciar el chantaje y las malas artes de la cooperativa, enfrentándose cara a cara a sus responsables. La película huye de los estereotipos tan habituales en este tipo de cine, donde se enfrentan buenos buenísimos y malos de cajón, aquí las cosas se encaminan por otros derroteros, donde conocemos a mujer que, después de perder a su marido, a aquello que la ataba a un negocio asfixiantes y sin futuro, decide dar un golpe en la mesa y lanzarse contra los males de su existencia, sin miedo a nada que perder, porque seguramente ya ha perdido aquello que daba sentido a su existencia.

Hákonarson filma con detenimiento y pausa a su heroína de carne y hueso, en una película reivindicadora de la figura de la mujer enfrentada a una oligarquía devastadora contra los granjeros lecheros, a una mujer, con paso firme y decidido, sola y armada de su empuje y fuerza, inquebrantables y serias, caminando en un universo hostil y oscuro, dominado por hombres, por hombres que harán lo imposible para que nada cambie y todo siga igual, o sea, donde unos explotan y otros son explotados, pero tendrán que lidiar una lucha encarnizada contra alguien que no se va detener para defenderse de la injustica y sobre todo, de alguien que está decidida a cambiar las cosas, si el resto de granjeros, atados de pies y manos igual que ella, por las deudas contraídas con la cooperativa, deciden, como ella, levantarse y luchar por unas condiciones justas y humanas, porque de lo que habla la película es de humanismo, de ese aspecto humano que, desgraciadamente, está en vías de extinción como las cooperativas y las granjas tradicionales lecheras, frente a ese capitalismo feroz y salvaje que unifica y arrasa con todo.

Una película de estas características, en las que el protagonismo descansa en un personaje, solo podía tener de protagonista a alguien como Arndís Hrönn Egilsdóttir, la actriz imponente y arrolladora que da vida a Inga, una mujer valiente, que ha perdido el miedo, que se ha levantado y jamás se volverá a agachar para recoger las migajas de la suciedad de la cooperativa, alguien con carácter y serenidad para enfrentarse a lo establecido, a mirar de frente a aquellos que utilizan el miedo como forma de sostener sus privilegios ante esa amenaza de la capital, ficticia o no, pero oscura para los granjeros que, a duras penas sobreviven de su trabajo por los precios abusivos que impone la cooperativa. Inga encontrará aliados como Griogeir, bien interpretado por Sveinn Ólafur Gunnarsson, que tendrán enfrente al dueño de la cooperativa, Eyjólfur, al que da vida Sigurdur Sigurjónssen, que muchos recordarán como uno de los hermanos de Rams (El valle de los carneros). Hákonarson ha construido una película magnífica y honesta, que nos habla de una realidad social que se vive constantemente en esa Islandia, que debido a las peculiaridades físicas de su espacio, viven aislados y en lugares remotos, y solo la cooperación entre unos y otros, pero la cooperación real y justa, les ayudará a seguir manteniendo sus empleos y sus formas tradicionales de fabricar leche, frente a todos aquellos que los quieren condenar al olvido y transformar sus casas en retiros de fin de semana para los urbanitas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Human Lost, de Fuminori Kizaki

MORIR PARA VIVIR.

“De hecho, ya que la muerte vino por medio de un hombre, también por medio de un hombre viene la resurrección de los muertos”

Corintios 15:21

La novela Indigno de ser humano, de Osamu Dazai (1909-1948) considerada una de las mejores obras desde su publicación en 1948, durante la terrible posguerra japonesa, nos remite, en un tono desolador y decrépito, el vacío del ser humano, la sociedad decadente y la occidentalización de Japón. Una obra de tales características ya había tenido varias adaptaciones en forma de anime, serie o película. Ahora, nos llega una nueva versión de la mano del guionista Tow Ubukata (uno de los escritores de la serie de Ghost in the Shell) y del director Fuminori Kizaki (Fukuoka, Japón, 1969), autor de series tan importantes como X-Men. Human Lost, el título elegido para la película, nos remite a los “Lost”, una transformación en monstruo que sufren los humanos cuando se desconectan de la red S.H.E.L.L., una red que junto a las nano máquinas han conseguido que el Japón del 2036 sea un mundo donde las personas alcanzan los 120 años tranquilamente, alejados de enfermedades y llenos de felicidad. Eso sí, esos avances científicos solo está reservado para las clases pudientes que pueden pagar los altísimos costes. A pocas semanas del aniversario que celebra tales hallazgos, surge la figura de Yôzô Oba, un ser deprimido que habita en una de las zonas más empobrecidas de la ciudad de Tokio.

Oba, junto a su amigo Takeichi, planean atacar la zona llamada “Inside” para acabar con las injusticias sociales de la red S.H.E.L.L., guiados por la mano de Masao Horiki, uno de los creadores de la red, pero ahora enemigo acérrimo de un sistema que quiere poseer. La operación no sale según lo previsto, y Oba pierde a su amigo, situación que lo lleva a experimentar una tristeza que lo lleva al suicidio, pero vuelve a la vida con una fuerza descomunal que utilizará para vengar a su amigo. También, surge la figura de Yoshiko Hiiragi, una superdotada, al igual que Oba, que trabaja para la red. Human Lost es una película de ciencia-ficción que toca el tema filosófico, y aboga por mostrar un mundo contaminado, caótico, y desolador, donde las clases dominantes siguen aumentado sus privilegios en todos los sentidos, a costa de una población adormecida, empobrecida y vacía, que sigue compitiendo unos contra otras por no se sabe muy quién para qué.

Quizás la película abandona demasiado pronto el discurso profundo para abrazar la acción como mejor arma, donde las batallas entre unos y otros se suceden, eso sí, creando unas inmejorables y apabullantes coreografías visuales, llenas de colorido, sonido y acrobacias a cual más imposible. La película tiene todos los ingredientes para convertirse en una nueva muestra de la ciencia-ficción profunda, oscura y magnífica animación japonesa, en sus retratos de esos futuros distópicos llenos de amargura y violencia como nos contaron la imprescindible Akira (1988), de Katsuhiro Otomo, auténtica revelación en este tipo de cine, o Ghost in the Shell (1995), de Mamoru Oshii. Dos obras imprescindibles para dejarse llevar por esos Tokios, en una estamos en 2019, y en otra, en 2029, donde tanto los Kaneda como la cyborg, se convierten en una especie de “elegidos”, únicos en su especie, como en el caso de Oba o Yoshiko, capaces de revertir un mundo que se cae en pedazos y huele a autodestrucción.

Human Lost, sin llegar a tener la excelencia de las citadas, se convierte en un fascinante y brutal compendio de imaginación visual extraordinaria y fascinante, con momentos donde describe con exactitud los objetivos de cada personaje, sus historias pasadas y esos futuros que perciben cada uno, en un macabro y laberíntico juego de identidades, transformaciones, tristezas y soledades, como la historia de amor amarga e imposible entre los protagonistas, o el instante, donde Oba debe caminar hacia su destino inevitable. Por el contrario, adolece de esos momentos de guión apresurado y extraño, donde nos perdemos con tantos datos técnicos y recovecos del relato. No obstante, Human Lost  es una película que hará las delicias de los amantes del género, que podrán comprobar cómo la maquinaria industrial del cine de animación japonesa sigue jugando en otra liga, con un altísimo nivel técnico y artístico, y porque no, a los menos amantes, a aquellos que quieren pasar un buen rato con su lenguaje visual y sus personajes atormentados y oscuros, una legión de ángeles caídos que no encuentran su lugar en el mundo,  y de paso, llevarse alguna reflexión sobre ese mundo distópico tan parecido al nuestro.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un blanco, blanco día, de Hlynur Pálmason

EL AMOR ES MÁS FRÍO QUE LA MUERTE.

“En los días en que todo es tan blanco que no se distingue entre el cielo y la tierra, los muertos pueden hablar a los vivos”

Anónimo

Dos imágenes. Dos planos secuencia inician el segundo trabajo de Hlynur Pálmason (Hornafjörour, Islandia, 1984). En la primera imagen, en movimiento, seguimos a un automóvil en una mañana nebulosa circulando por una carretera solitaria. En una curva, el vehículo de manera intencionada sigue recto y se despeña por un acantilado perdiéndolo de vista. En la segunda imagen, estática, igual de inquieta, somos testigos del paso del tiempo mientras miramos una casa, en la que no alteramos movimiento. Dos imágenes que a medida que avance el metraje, se irán revelando ante nosotros, destapando aquello que ocultan, aquello que será desvelado, que tendrá una importancia capital en el transcurso de la vida de los personajes. Si en Winter Brothers  (2017), Pálmason indagaba de forma sobria e íntima la tensa y difícil relación de dos hermanos que aparentemente trabajaban juntos, explorando de forma crítica la “falta de amor” entre ellos dos.

En Un blanco, blanco día, sigue investigando las relaciones personales tensas y dificultosas, tanto en el terreno familiar como en el social, pero a través de dos tiempos, el presente y el pasado. El presente, donde conocemos a Ingimundur, un policía retirado que vive entre los arreglos de la nueva casa para su hija, la casa que vimos en la segunda imagen que abre la película, los cuidados de su nieta, y las visitas al psicólogo para superar la muerte trágica de su esposa, el accidente de la primera imagen. Esa aparente cotidianidad en la que nos instala el director islandés, se ve trastocada con el descubrimiento de una caja donde la esposa fallecida guarda objetos personales y recuerdos. Entre esos recuerdos, Ingimundur se tropezará con unas fotos, unos libros y una cámara de video, objetos que ocultan una realidad de su esposa que el protagonista desconocía completamente. La realidad del policía retirado se agita de tal manera que, la vida sencilla y cotidiana de Ingimundur cambia radicalmente, obsesionándose con el pasado de su esposa para encontrar respuestas a muchas inquietudes que lo alteran considerablemente.

En ese instante, Pálmason cambia el tono pausado y relajado de su relato y nos adentra en esa violencia contenida que estallará en la realidad de Ingimundur, obsesionado con el amante de su esposa, en una cruzada personal y violenta por destapar una verdad que le tiene hipnotizado, situación que le enfrentará a sus antiguos compañeros, y a su propia familia, encerrándolo en ese viaje psicótico para resarcir ese pasado que, tanto le inquieta y abruma. El cineasta danés impone un ritmo in crescendo, arranca con esa pausa inquieta y oscura, como si esperásemos que esa violencia contenida explotará en cualquier instante, como sucedía en títulos-espejos como Perros de paja, Defensa  o Furtivos, grandes obras con esa atmósfera rural donde la violencia suavemente va dominando a los personajes y atrapándolos en una espiral sangrienta sin retorno, donde se va rebelando todo aquella rabia oculta que tienen los personajes y estalla cuando las circunstancias se vuelven muy adversas.

El director islandés coloca al actor Ingvar Eggert Sigurosson dando vida a Ingimundur, en el centro del relato, un actor con esa mirada sombría, de talante pausado, y físico imponente, una especie de John Wayne, tanto a nivel físico como emocional, firme en sus propósitos, de pocas palabras y expectante en sus actuaciones y relaciones, fuerte como un roble, y tenaz en sus ideas, sin olvidarnos de ese amor incondicional que tiene a los suyos, convertido en un desatado perro rabioso cuando descubre aquello que tanto tiempo ha sospechado. Pálmason se revela como un cineasta enérgico y magnífico en la construcción de atmósferas y muy sólido y tenaz en mostrar sin evidencias claras y sentimentalismos, las relaciones turbias que hay entre los personajes, como esos maravillosos momentos del partido de fútbol en que la cámara sigue incesante a nuestro protagonista, o los inquietantes planos fijos secuenciales que tanto revelan de la historia, o esos viajes en coche que describen muy bien la tensa calma que se respira en la película, una tensa calma que explotará convirtiendo a los personajes en alimañas, unos, y en cazadores, otros, porque como nos contaba Fassbinder, el amor ha de ser sincero y sin reversas, porque todo lo demás, es exigencia, interés, soledad, vacío y muerte, e Ingimundur debe saber diferenciarlo para no traspasar esa línea de no retorno. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Divino amor, de Gabriel Mascaro

DIOS VELA POR TODOS NOSOTROS.

“Quien ama no traiciona. Quien ama comparte”

Estamos en el Brasil de 2027, un país profundamente conservador y ultra católico, en el que el amor se ha convertido en la fe a Dios y a sus credos. Un país donde conoceremos a Joana, una funcionaria del registro civil que hace lo imposible para no romper los matrimonios cuando se sientan frente a ella para divorciarse. Mientras tanto, en su hogar, Danilo, su pareja dedicado al negocio de las flores, parece reinar una aparente tranquilidad, ya que el matrimonio ansía tener descendencia pero no lo consigue. A su vez, Joana y Danilo forman parte de “Divino amor”, una especie de secta religiosa solo para matrimonios donde consuman su fe a Dios, reanudan los votos del matrimonio y ayudan a las parejas en crisis para encontrar su fe en Dios y seguir amándose con técnicas amatorias como el intercambio de parejas y los ritos religiosos del bien común.

Después de un tiempo abonado al documental, Gabriel Mascaro (Recibe, Pernambuco, Brasil, 1983) debutó con Vientos de agosto (2014) en la que nos hablaba de un relato sobre el Brasil rural a través de una pareja de amantes en un conjunto de sonidos, colores y olores bien filmado, le siguió Boi neon (2015) en la que seguía a un peculiar trío formado por un vaquero, una bailarina exótica y la hija de ésta, en una road movie sobre los cambios políticos, sociales y culturas que estaban transformando Brasil. En su tercer trabajo, Mascaro nos sitúa en una distopía más cercana al presente de Brasil de lo que cabría imaginar, en un relato que piensa el presente a través de un futuro demasiado cercano, en el que nos sumerge en las transformaciones que ha sufrido Brasil en los últimos años, con el auge del conservadurismo del país, donde han emergido el evangelismo, y la ultra derecha, llevando hace apenas un año a Bolsonaro al poder de la nación. El director brasileño analiza todos estos cambios de su país, no desde la parte liberal que lucha contra ese poder fascista, sino todo lo contrario, desde dentro, desde un personaje como Joana que escenifica todos esos valores conservadores, una mujer que ha elevado su fe y ama a Dios por encima de todas las cosas, llevando toda su vida, tanto a nivel profesional como personal, a un amor incondicional a su fe y a Dios.

La película se enmarca en una estética kitsch, sobre todo, en el local de “Divino amor”, con fuerte presencia de colores rosas y azulados neón, como ese maravilloso auto confesionario donde Joana es una asidua total o ese registro civil, que tiene el aroma kafkiano de los edificios excesivamente correctos y pulcros, sin dejar ver las miserias de lo que allí se cuece. Estamos ante una película directa y sin atajos superfluos o tirabuzones en su trama, todo se cuenta a través del personaje de Joana de forma clara y transparente, en el que veremos el trayecto vital y emocional de una mujer que sufrirá en sus carnes una crisis de fe monumental, por un suceso inesperado, algo que ha entrado en la vida de su matrimonio poniéndolo todo patas arriba. Seguiremos las dudas y el derrumbamiento de su vida instalada en su fe y en Dios, enfrentándola a sus propias creencias y a todo ese valor aparente que tanto valoraba en su existencia.

El cineasta brasileño indaga en las circunstancias vitales inesperadas y libres enfrentadas a las creencias más absolutistas de uno mismo, y como todo ese universo creado en el que parece que nada puede ocurrir y Dios siempre velará por nosotros y nos protegerá, se viene abajo irremediablemente, y entonces, se apoderan de nosotros los miedos, las dudas y entramos en un lugar oscuro, sin referentes y sentimos que todo nuestro mundo, trabajado diariamente, deja de tener sentido y todo a nuestro alrededor es una farsa y una mentira despiadada. La película está bien armada argumentalmente, no deja nada al azar. Cuenta su relato íntimo y casi doméstico, de forma precisa y honesta, explorando con sabiduría y paciencia, todos los factores emocionales que sufre la protagonista y su marido, con una  Dira Paes, dando vida a la desdichada Joana, en estado de gracia, interpretando con todo lujo de detalles y miradas una mujer sumergida en la fe que tendrá que rearmarse para seguir creyendo aunque Dios la haya abandonado.

Mascaro construye con paciencia y sensibilidad una historia sobre la condición humana, sobre sus creencias, en este caso religiosas, y sobre sus miedos y actitudes frente al conflicto, conduciéndonos por una interesante muestra sobre el Brasil conservador y ultra católico, que evidencia el  catastrófico auge del fascismo más rancio de los últimos tiempos, apoderándose del poder y estableciendo unas reglas de siglos pasados que recuerdan lo más miserable y terrorífico. Un Brasil no muy alejado del país en el que vivimos. El realizador brasileño vuelve a cuestionarnos con su mirada crítica y honesta sobre las transformaciones sociales, políticas y culturales de su Brasil, hincando el diente en la deriva ultra nacionalista de una gran parte de la población, y sobre todo, en la utilización mercantil y social de la fe en Dios para abanderar todos esos cambios que están llevando a Brasil a una deriva fascista, egoísta y clasista, rememorando los terroríficos años de dictadura que sufrió el país durante dos décadas. Una fábula futurista, pero muy reflejada en la realidad actual del país, pero en un tono cercano y sincero, sumergiéndonos en la fe, su carencia y las reacciones de esa parte de la sociedad que cree más en Dios y en sus privilegios ancestrales que en invertir en sanidad, educación, derechos, en definitiva, en justicia social. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Plan de salida, de Jonas Alexander Arnby

SER O NO SER.

“Me llamo Max Isaksen. Hoy es diez de enero de 2019. Cuando veas esto, ya estaré muerto”.

Debido principalmente al éxito editorial, muchas de las películas que nos vienen de los países nórdicos llegan con la etiqueta de “thriller nórdico”. Plan de salida (el título original Suicide Tourist, alude a ese tipo de turistas, muchos enfermos terminales, que han viajado a países donde el suicidio asistido es legal para terminar con sus vidas), se aleja de la etiqueta conduciendo la película a otros lares, aquí no hay un asesino que descubrir, sino otros menesteres. Desde su agobiante atmósfera, compuesta por esa luz tenue y velada,  un tempo pausado, sin sobresaltos ni aspavientos, unos personajes callados, de pocas palabras, ausentes, y un conflicto interior duro y rasgado, que no provoca la empatía del espectador, ni tampoco la busca, sino que busca otros caminos, el de la pausa y la reflexión sobre el tema del suicido, quizás el tema tabú por excelencia del mundo occidental.

El director Jonas Alexander Arnby (Copenhague, Dinamarca, 1974), ya había despertado el interés con Cuando despierta la bestia  (2014), su opera prima, un desgarrador y terrorífico cuento sobre la transformación de una chica en mujer lobo. Una cinta donde ya había ese ambiente aislado, de comunidad pequeña, pocos personajes, y donde trabajaba mucho la tensión psicológica de los personajes, con un guión de Rasmus Birch, la rasgada música de Mikkel Hess y la inquietante y oscura cinematografía de Niels Thastum, una terna que vuelve a ponerse a las órdenes del director danés, a los que se añade el armonioso y ejemplar trabajo del montaje de Yorgos Mavropsaridis (el estrecho editor de Yorgos Lanthimos), para contarnos la vida de Max, un agente de seguros al que le diagnostican un tumor cerebral que no tiene cura. Temeroso y perdido, Max oculta a Laerke, su mujer, la terrible noticia, y después, intenta quitarse la vida sin demasiado éxito, instantes de pura comedia negra, que recuerdan a Contraté a un asesino a sueldo, de Kaurismäki, con un Jean-Pierre Léaud, que trata de suicidarse con un asesino profesional porque él es incapaz.

Max, por medio de un caso profesional, conoce a Aurora, una empresa que se dedica a ayudar a aquellos suicidas a llevar a cabo su propósito, para ello los trasladan a un hotel aislado, entre montañas rocosas y nevadas. Arnby enmarca su obra en esos días previos al suicidio asistido de Max, aunque los días allí, en ese lugar inhóspito, donde se encuentra a otros como él, que están esperando para quitarse la vida, y los empleados de la empresa, que ayudan a crear esas fantasías de los clientes, se va dando cuenta que sus problemas existenciales van en aumento y comienza a cuestionarse su propia realidad y sobre todo, la decisión que ha tomado. Quizás la solitud del protagonista, un excelente Nikolaj Coster-Waldau, creando todos la sutileza y matices de un personaje silencioso y poco expresivo, y la falta de giros argumentales que cambien radicalmente la propuesta de la película, puedan asustar a algunos espectadores, pero más lejos de la realidad, la película es un interesantísimo ejercicio de thriller existencialista, donde se habla de forma profunda y brillante sobre la vida, la muerte y todo aquello que vemos y sentimos, todo aquello que nos rodea y forma parte de lo que llamamos nuestra realidad, esa realidad en la que algunas veces nos sentimos alejada de ella, y en otras ocasiones, sentimos que formamos parte de ella, pero de una manera compleja y extraña.

Max conocerá el backstage de Aurora, de sus entrañas, de la verdad que hay detrás de una empresa que aparentemente propone facilidades y generosidad, pero detrás de la cortina oculta algo siniestro, y muy terrorífico. El cineasta nórdico huye de los golpes de efecto y sentimentalismos, todo lo cuece a fuego lento, a través de ideas y huellas que va dejando por el camino, invocando a un espectador atento y que vea más allá de las imágenes, que bucee en su inconsciente y se replanteé cosas parecidas a las del protagonista, porque estamos a un personaje Max, que parece estar sumido en un caos mental muy parecido al que sufría Jack Torrance en la inolvidable El Resplandor, donde nada era como parecía y estos hombres están sometidos a las hipérboles de su mente, y de todo aquello que creen ver, experimentar o sentir. Otra de las claves de la cinta es la brutal y excelente interpretación de Nikolaj Coster-Waldau, convirtiéndose en el vehículo esencial de la película, seguramente sin la capacidad de un actor de su calado, el relato adolecería de una parte fundamental, bien acompañado por Tuva Novotny como Laerke, Robert Aramayo como Ari, un joven desquiciado que, al igual que Max, espera su turno, y finalmente, Jan Bijvoet (que ya conocimos como el siniestro intruso de Borgman), como jefe de operaciones en Aurora, esa compañía que facilita el suicido, pero quizás se cobra un precio demasiado alto, porque como suele ocurrir detrás de esa imagen pulcra, agradable y generosa, en ocasiones, existen otras cosas demasiado horribles como para soportarlas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las vidas de Marona, de Anca Damian

PERRA VIDA.

“Los humanos no se molestan en aprender nuestros ladridos, pero nosotros tenemos que entender lo que nos dicen. Aprended el idioma del hombre para protegeros de él”

Si hay un perro que nos ha conmovido en el cine más personal y comprometido, ese no es otro que Flike, el perrito que seguía a pies juntillas al desamparado y solitario Umberto Domenico Ferrari, el jubilado pobre de Umberto D., de Vittorio de Sica. Flike era fiel a su dueño, a pesar de las injusticias y penumbras por las que pasaban, un perro que era más que un amigo, era el único ser vivo que nunca dejaba a Umberto. Marona, la perrita mestiza, también es un can fiel y resistente, a pesar de que, al contrario que Flike, no suele encontrar en los humanos un aliento cálido y amable. Marona hace lo imposible para ser una más, pero las circunstancias de su existencia resultan hostiles y oscuras. La cineasta Anca Damian (Clujnapoca, Rumanía, 1962) ha combinado la acción real con títulos como Crossing Dates (2008) A Very Unsetted Summer (2013) o Moon Hotel Kabul (2018) con largometrajes de animación como Crulic: The patch to Beyond (2011) donde mezclaba aspectos biográficos, aires kafkianos y experimentales, o The Magic Mountain (2015) la historia de un Don Quijote en Afganistán.

La directora rumana fusiona su fantasía visual con temas universales como el amor y la muerte, cuentos de hadas modernos, en los que prima la verdad, como espejo de la tragedia de la existencia, a través de personajes sumidos en realidades complejas y tristes. En Las vidas de Marona arranca con el atropello de la perra protagonista del relato. A partir de esa imagen tremenda con el animal tendido en el suelo y agonizando en el asfalto, arranca el relato, con la compañía de la voz en off del can, que nos irá explicando las vicisitudes de su vida, incluso antes de nacer. Siguiendo la misma estructura que Sin techo ni ley, de Agnès Varda, por citar una de las películas en las que mejor se refleja la durísima vida de Marona, la película nos irá llevando por un universo laberíntico y vital, con una apabullante y extraordinaria imaginación visual, acompañada de un virtuosismo estético y pictórico, donde se mezclan lo onírico con lo real, las formas extrañas, surrealistas y complejas, dibujando marcos y mundos dentro de este completamente inabarcables, surrealistas y esperpénticos.

Marona vendrá al mundo y será abandonada por la familia de su padre, un dogo argentino racista y malcarado. Sola y abandonada en la calle, será recogida por Manole, un solitario y melancólico acróbata, que vive en un mundo de bohemia, donde la perrita cachorra, vivirá un cuento lleno de colores, formas imposibles y ensoñaciones, aunque todo ese universo de fantasía y amor, no tardará en llegar a su fin. Luego, pasará a manos de Istvan, un conductor amable y patoso, que la llevará a su casa, un hogar lleno de normas y restricciones, donde Marona, en su adolescencia, se sentirá atrapada y desamparada. Finalmente, los huesos de la perrita acabarán en manos de Solange, una niña que a medida que se hace mayor, dejará de lado a su perrita adorable. Una vida, la adulta, en que Marona tendrá que aceptar las cosas como son y soportarlas. Damian construye una película imaginativa y visualmente magnífica, sobre la perra vida de un can que deberá lidiar con el amor y el dolor a partes iguales, o mezclado, donde la hostilidad de los humanos será el pan de cada día, como les ocurría a Baltasar y a Marie, burro y niña, en la maravillosa Au hasard Balthazar, de Bresson, maltratados y vilipendiados por sus amos, unas vidas duras que encontraban poco amor.

Damian ha construido en Las vidas de Marona, un relato humanista y sensible, donde encontramos humor, ternura, dolor y tragedia, que crítica la hipocresía de la sociedad, atizando en ese interés malvado del amor, de la utilización y el abandono, a través de la existencia de un can mestizo, una especie de patito feo, que empieza ser rechazado por su condición diferencial, por no pertenecer a lo auténtico, a lo oficial, y así, comenzará una vida de abandono, solitud y desamparo, en la que su existencia, después de algo de amor y cariño, se instala en la soledad y la tristeza, como único camino insondable en la existencia del cánido, convertida así en un espejo deformante, en que el reflejo existencial del animal, se convierte en los males de nuestra sociedad, en la que, por desgracia, reinan la competitividad, la avaricia, el egoísmo, la soberbia, la hipocresía, y demás males que, ahondan y maltratan a aquellos, como le ocurre a Marona, diferentes, llenos de bondad y fidelidad, seres inocentes, llenos de vida, y sobre todo, amor, que chocan con ese cúmulo de barbaridades tan instaladas en la sociedad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Little Joe, de Jessica Hausner

LA PLANTA DE LA FELICIDAD.

¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que la felicidad no es más que uno de los juegos de la ilusión?

Julio Cortázar

¿Cómo gestionaríamos que alguien muy cercano a nosotros experimentase tales cambios que dudaríamos de su identidad, que lo viésemos como otra persona completamente diferente? A partir de este tipo de cuestiones, se estructura el quinto trabajo como directora de Jessica Hausner (Viena, Austria, 1972) una creadora de universos enfermizos y muy oscuros, de atmósferas inquietantes y fantasmagóricas, que nos remiten directamente a los cuentos de hadas, estéticamente dotadas de una consumada y elegante visualidad, donde los colores pálidos contrastan con los más intensos, en cintas de género fantástico y terror que fusionan la cotidianidad más cercana con los mundos ocultos y ambivalentes, donde la religión adquiere una significación extraña y peculiar, con películas protagonizadas por jóvenes atrapadas y asfixiadas en un entorno en el que no se adaptan y acaban encontrando salidas complejas y muy ambiguas.

Con su sorprendente opera prima Lovely Rita  (2001), nos colocaba en el pellejo de una joven que no encajaba en su entorno, ni familiar ni en la escuela religiosa, en mitad de su despertar sexual. En Hotel (2004), seguíamos la existencia de Irene, una empleada de hotel que se adentraba en lo siniestro huyendo de una realidad triste y amarga, en Lourdes (2009), se metía de lleno con las contradicciones religiosas con el caso de Chritine, una joven discapacitada que logra curarse. Y finalmente, en Amour Fou (2014), inspirándose en el suicidio de Heinrich von Leist de 1811, convocaba a Henriette, una joven casada que accedía a las pretensiones suicidas del poeta. En Little Joe, vuelve a sumergirse en esos mundos cotidianos y artificiales que tanto le agradan, para mostrarnos a un grupo de científicos que han creado una planta que todo aquel que absorbe su aroma se siente feliz, aunque no tienen en cuenta los efectos secundarios, las consecuencias que origina en aquellos que accidental o voluntariamente la huelen.

Hausner vuelve a coescribir con Géraldine Bajard (su coguionista de las últimas tres películas) y como ocurre en sus otras películas, vuelve a centrarse en una joven, en este caso la científica Alice, divorciada y madre de un chaval llamado Joe, en ese mundo artificial donde el trabajo lo es todo, ese espacio horticultural donde se cultivan las milagrosas plantas, un universo donde destacan el color rojo intenso de las plantas, todas puestas en fila, y el color pálido de las batas de color verde menta, y ese espacio de pocas palabras, y mucha distancia física y emocional, como suele ser habitual en el cine de la austriaca, donde sus personajes nunca dicen lo que sienten y ocultan sus emociones, hablando siempre poco y muy adecuadamente, sintiendo ese peso social que coarta y alinea a los seres humanos en esta sociedad superficial y vacía. A partir de esa estética estilizada y esos colores contrastadas, desde el vestuario como de la caracterización, en que esa luz, a veces cegadora, casi artificial, y otras, tenue, obra del cinematógrafo Martin Oschlacht (colaborador en toda la filmografía de Hausner) y el medido montaje obra de Karina Ressler, otra de sus más estrechas cómplices, añade otra elemento perturbador como la música del japonés Teiji Ito, rompiendo todos los esquemas en esa fusión de imágenes silenciosas y confusas con esa música de ritmos samuráis.

La cineasta austríaca toca el género a través de una cinta de terror psicológico, que tendría en La invasiones de los ladrones de cuerpos, su espejo más fiel, en esa alegoría que tiene mucho que ver con una sociedad obsesiva por ser feliz a costa de quién sea o lo que sea. Aunque Hausner, siendo fiel a una de sus premisas, ha construida una fábula llena de puertas oscuras y laberintos sin fin, en que se muestra muy ambigua en la narración, huyendo del clasicismo para adentrarse en otro terreno, en ese espacio estéticamente sobrio e inquieto que tanto le agrada, donde la confusión se erige como un elemento indispensable, jugando con el espectador, en una trama que no desvelará el asunto en cuestión, lanzando varias hipótesis de lo que realmente ocurre sin optar por ninguna en concreto, desconociendo si el virus de las plantas contagia o no, marco que aún hace muchísimo más atractiva y sugerente la propuesta de la películas, sumiéndonos en aquello más racional o no, ene se terreno ambiguo de la psicología entre aquello que vemos, creemos, sentimos o sugestionamos, en esa idea de la incertidumbre como elemento especifico de la existencia, como nexo entre lo que somos y lo que creemos ser.

Hausner convoca un reparto extraordinario, peculiar y muy bien elegido, otra de las muchas cualidades de su cine, entre los que destacan Emily Beecham que interpreta a Alice, la pelirroja científica callada y fría, creadora de la planta y sumida en las consecuencias de su propia creación, que la empareja directamente con el Dr. Frankenstein y su monstruo. A su lado, su alter ego, Ben Whishaw que da vida al Dr. Chris, ese compañero fiel y parco en palabras, admirador ferviente de Alice, las agradables presencias de las veteranas Kerry Fox, como otra de las científicas, clave en la trama, y Lindsay Duncan, la psicoanalista de Alice, convertida en una aliada muy fiel y en ese espejo donde mirarse. Y Finalmente, el niño Kit Connor que hace de Joe, el hijo de Alice. Hausner es una auténtica maestra en crear esos mundos extraños y fantásticos que constantemente rodean nuestra cotidianidad, pero que sometidos a nuestros propios quehaceres y deseos, no nos fijamos en esas señales que nos confunden, y acabamos sumergidos en ellos cuando ya es demasiado tarde. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La familia Samuni, de Stefano Savona

REFUGIADOS EN SU PROPIA TIERRA.

(…) Pensó en la incomprensible secuencia de cambios que componen una vida, en todas las bellezas y horrores y absurdos cuya conjunción crea el esquema, imposible de interpretar, pero divinamente significativo, del destino humano.

Aldous Huxley

Una vez escuché que, no recuerdo al autor, que el cine llega cuando los medios se han marchado, cuando la actualidad deja paso a otra, es entonces cuando el cineasta llega con su cámara y filma lo que ya no es actual, con tiempo para mirar y profundizar en los hechos, de ahora y antes, y escucha a las personas que allí están, personas que deberán seguir viviendo cuando todos se vayan, personas marcadas por la tragedia, personas que arrastrarán su dolor, personas que son escuchadas y filmadas por la cámara del cineasta. La filmografía de Stefano Savona (Palermo, Italia, 1969) ha indagado en los conflictos de oriente medio, en su primera película Notes from a Kurdish Rebel (2006), ponía el foco en una combatiente kurda del PKK, en Cast Lead (2010), entraba en la franja de Gaza en plenos ataques del ejército israelí, en Spezzacatene (2010), mostraba una película sobre la tradición oral de los campesinos sicilianos, parte de un proyecto más extenso, en Palazzo delle Aquile  (2011), registraba la cotidianidad del asalto de un grupo de homeless a un palacio como protesta, y en Tahir: Liberation Square, del mismo año, retrató la protesta de los egipcios para acabar con el régimen autoritario.

El cineasta italiano vuelve a la zona norte de la franja de Gaza, un lugar apartado de todo, y filma a la familia Samuni, una familia de agricultores que jamás ha estado involucrada en política, que vio como en enero de 2009, sufrió unos terribles ataques por parte del ejército israelí que asesinó a 29 de sus miembros y arrasó la comunidad. Después de ese ataque, Savona filma a sus miembros y el barrio arrasado, los escucha detenidamente, captura su cotidianidad y ejerce de retratista después de la tragedia y el horror, profundizando en los que están y los que ya no están, siguiendo un diario de ese horror cotidiano, como hacía Rossellini en Alemania, año cero, justo después de finalizaba la Segunda Guerra Mundial, filmando las calles arrasadas de Berlín, junto a Edmund Kohler, un niño que al igual que la niña que observamos, se mueve entre los escombros y el horror. El director siciliano mira con respecto y silencio a los miembros de la familia, una familia rota, que se han quedado sin familiares y amigos, sin trabajo y sin nada, y empiezan a reconstruir su barrio, poco a poco.

La película se divide en dos partes. En la primera, estamos en la actualidad, después de la tragedia, siguiendo la cotidianidad de los miembros de la familia, escuchándolos y filmándolos. En la segunda parte, la película se traslada al pasado, a ese enero fatídico cuando sufrieron los ataques, mediante la animación, a partir de la técnica del esgrafiado, obra del artista Simone Massi, que, a través de animaciones de 2D y 3D, y en blanco y negro, de forma onírica, realista y precisa, va contándonos los hechos de una forma íntima y dolorosa, utilizando los relatos y testimonios de los supervivientes. Savona ha realizado un trabajo exhaustivo y conmovedor sobre el horror que sufren tantos palestinos, a través de una familia cualquiera, una familia sencilla y humilde, huyendo de lo melodramático para mirar y tejer un retrato sobrio, conciso e intenso sobre las terribles secuelas de una familia después de la tragedia, y como continúa la vida, si es que continúa de algún modo.

La familia Samuni  tendría en Homeland (Irak Año Cero), de Abbas Fahdel, una monumental obra de más de 5 horas, en que el cineasta iraquí filma a su familia antes y después de la guerra, construyendo un poderoso, sensible y magnífico retrato de la existencia de los iraquíes. Savona ha construido una obra inmensa, de gran calado humanista, muy alejada de esa realidad que nos venden los medios, sumergiéndose en una realidad que no parece interesar a nadie, conociendo a unas personas que están obligadas a vivir una realidad terrorífica y deshumanizada, una realidad que el cineasta italiano sabe plasmar con sabiduría y paciencia, captando todas las emociones que desprenden los diferentes habitantes del lugar, un lugar que se ha alzado después de todo, y sigue manteniéndose a pesar del dolor, unas gentes que seguirán levantándose porque desgraciadamente, no les queda otra, y como nos explicaba Kiarostami en su película, después de los dantescos terremotos de Bam, la vida continúa… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Matthias & Maxime, de Xavier Dolan

DESATAR LAS EMOCIONES.

“La única verdad es el amor irracional”

Alfred de Musset

Los amores imaginarios, segunda película de Xavier Dolan (Montreal, Canadá, 1989) arrancaba con la cita que encabeza este texto. Una cita que asevera que el amor no tiene nada de racional, sino todo lo contrario, una especie de maná de sentimientos contradictorios que llevamos e interpretamos como podemos. La sentencia de Musset podría ser la definición perfecta del cine de Dolan, una obra abundante, 9 títulos en 9 años, en una especie de biografía ficcionada, en la que participan sus amigos y él mismo, sustentada a través de las emociones más fervientes, conflictos sentimentales que llenan un imaginario que ya deslumbró en el 2009, con sólo 19 años, con su impresionante debut Yo maté a mi madre, en que a medio camino entre la realidad y la ficción, el jovencísimo talento canadiense hablaba de la relación dificultosa con su madre. En la citada Los amores imaginarios, del año siguiente, dos amigos, él, homosexual, y ella, hetero, se encaprichaban de una especie de adonis.

En Laurence Anyways (2010), componía un certero retrato sobre la identidad, otra de sus elementos esenciales en su cine, cuando un hombre que parece que ha conseguido su éxito personal y profesional, se destapa ante los suyos explicándoles su intención de cambiar de sexo. En Tom à la ferme (2013), se centraba en el descubrimiento de amores ocultos de un fallecido por parte de su novio.  En Mommy (2014) volvía a las relaciones oscuras de madre e hijo imaginando una distopía. En Sólo el fin del mundo (2016), adaptaba la obra de Jean-Luc Lagarce, para hablarnos de un joven que vuelve a la casa familiar para comunicarles una terrible noticia. En Matthias & Maxime, vuelve a mirar a los suyos y así mismo, para elaborar un retrato de aquí y ahora, en el marco donde se desarrolla su obra, donde un par de amigos de toda la vida, a raíz de un tímido beso en el corto de la hermana de uno de sus colegas, se sentirán diferentes, sentirán que algo ha cambiado, o simplemente, han despertado algo que ocultaban por miedo a convertirse en la persona que han ido construyendo.

Dolan sabe construir imágenes sugerentes y transmisoras, mezclando con habilidad una estética pop, llena de colores y formas, rodeada de una estética sofisticada y nada manierista, que cambia según el estado de ánimo de sus personajes, desde el apartamento lúgubre y oscuro, hasta el colorido de otros pisos, donde la luz y la diversidad nos atrapan, bien combinando con esa música que combina varios estilos desde la música sesentera hasta la electrónica más actual, y el sonido, con el que juega sin prejuicios ni coacciones, sino de una forma libre y armoniosa, que capta la esencia intrínseca de los conflictos interiores que se desatan en sus películas. Tenemos a Matthias, Matt, para los colegas, con un trabajo de abogada en promoción, una mujer a la que ama, una familia que lo quiere, y unos amigos con los pegarse una farra de tanto en tanto, y por el otro lado, tenemos a Maxime, homosexual, ganándose la vida como camarero, con una madre ida, y sus dudas existenciales, aunque ha decidido que pasará los dos próximos años viviendo en Australia.

El relato se centra en ese tiempo de antes del viaje, un tiempo en que, los vemos paralelamente en sus respectivas vidas, imaginándose o soñando al otro en silencio, consigo mismos. Un tiempo en que tanto Matt como Maxime harán lo imposible por encontrarse y hablar sobre lo ocurrido, evitándose constantemente, como si fuesen amantes despechados o algo parecido, aunque el encuentro o mejor dicho, el reencuentro será inevitable y tanto uno como otro, deberán mirarse al espejo de las verdades y expresar todo aquello que sienten y ocultan a los demás y sobre todo, a sí mismos. Dolan rodea el conflicto a través del grupo de amigos, unos descerebrados con muchas ganas de pasarlo bien y disfrutar de las fiestas que asisten, quizás esa despreocupación de alrededor, aún hace más invisible y contundente la tensión sentimental y sexual que existe entre los dos protagonistas.

Dolan que escribe, monta, dirige, y protagoniza muchas de sus películas, toma el rol de Maxime, enfrascado en su propia contradicción de abalanzarse sobre Matt, pero con ganas de huir de una existencia mísera llena de conflictos, bien marcada por esa ausencia interna que refleja constantemente. Por su parte Matt, bien interpretado por Gabriel D’Almeida Freitas, con ese aspecto varonil y fuerte, intentando parecer seguro aunque pro dentro este rompiéndose, es la antítesis de la fragilidad, tanto emocional como física que desprende Maxime, aunque quizás solo sea fachada y los dos están embarcados en  esa fragilidad emocional que tanto enferma a muchos en este mundo contemporáneo donde se habla mucho de banalidades, y se callan las cosas importantes, como las emociones que sentimos por los demás y ocultamos porque aquello no va con nosotros, la sarta de mentiras en las que vivimos, porque lo que se espera de nosotros, no tiene nada que ver con lo que sentimos realmente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA