Entrevista a Amat Vallmajor del Pozo

Entrevista a Amat Vallmajor del Pozo, director de la película “Misión a Marte”, en el marco del D’A Film Festival, en el Hotel Regina en Barcelona, el miércoles 29 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Amat Vallmajor del Pozo, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Íñigo Cintas y Andrés García de la Riva de Nueve Cartas comunicación, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Misión a Marte, de Amat Vallmajor del Pozo

DOS HERMANOS Y UN DESTINO. 

“Vivir satisfecho de uno mismo ha de ser muy aburrido, por eso no hay mejor cosa que meterse en aventuras”.

Juan Benet

Conocí a Amat Vallmajor del Pozo (Verges, Girona, 1996), como protagonista del largometraje Cineclub  (2020), de Mireia Schröder y Carles Torres, una rareza y guerrillera película filmada sin medios por estudiantes de Comunicación Audiovisual de la UPF. Dos años antes habían rodado el cortometraje Cendres, con Amat como cinematógrafo. Recuperando ese espíritu de hacer cine con amigos, que mencionaba los cahieristas, con escasos medios pero con una ilusión desbordante, nos encontramos con Misión a Marte, la ópera prima del mencionado Amat, surgida del máster de la Elías Querejeta Zine Eskola, apoyada por la distribuidora Vitrine Filmes España en su primera producción y Muxica Cinema, ambas de Donosti, en una cinta que escapa de cualquier clasificación convencional, porque Vallmajor del Pozo coescribe un guion junto a Carles Txorres, el mismo Torres que ahora se llama así, con ese espíritu libre y salvaje, que se apoya en la relación de dos hermanos: Txomin y Gerardo “Gene”, que son sus tíos maternos. Un par de tíos muy diferentes entre sí, pero con la misma sed de aventura, porque el primero es arqueólogo en paro, libre, activista y revolucionario, que lee El Quijote y huye de un sistema desigual e injusto, el segundo, enfermo de cáncer, más cerebral y menos activista. 

La película nos introduce en Eibar, en un País Vasco postindustrial, con los ecos del rock radical vasco que hizo furor en los ochenta, en una misión que lleva a los dos hermanos surcando el norte de España hasta Marte, cerca de Verges, la localidad natal del director. A la mitad de la misión, la salud de Gene se debilita y son “rescatados” por Mila, la hermana, que actúa como madre protectora. El relato se mueve por muchos espacios y texturas, de forma libre y un tono crepuscular, capturando una vida que fué y ya no es, o quizás, una vida que pasó y nunca pudo ser. Encontramos ecos de la pandemia que vivimos, con esas llamadas a lo “Gran Hermano”, de protección con esas máscaras anti gas, que nos remite a la ciencia-ficción estadounidense que nos apabulló en los años cincuenta apuntando amenazas alienígenas como Ultimátum a la tierra, El enigma de otro mundo o Invasores de Marte. Un cine que remite a la infancia de los protagonistas, así como el universo Corman, donde lo importante es más todo lo que provoca que lo que vemos. 

Encontramos el aroma de los westerns de viajes de vuelta, de aquellos tipos ya en retirada que hacían esa última travesía a modo de despedida de un tiempo y un sentimiento como las de Peckinpah, las últimas de Ford, y todas las setenteras del género como las que hizo Pollack, Roy Hill, Penn, Cimino y muchos más. Ese cine de género con profundidad y humanismo recorre la película, a partir de una película-documento que no es, porque se habla de familia, de hermanos y hermana, sí, pero siempre desde un prisma de película de ficción. Hay realidad pero también irrealidad, hay drama pero hay más humor, y sobre todo, hay vocación de retratar a dos seres la mar de peculiares y diferentes, pero con algo en común, ese deseo de aventura salvaje y libre lejos del mundanal ruido tan convencional y rígido en leyes y demás disparates. Esa textura y grueso del 16mm con una cámara de la Elías Querejeta Zine Eskola que firma el tándem Jorge Castrillo y Alba Bresolí, ayuda a situarnos en ese espacio postapocalíptico que acompaña a los dos hermanos deambulando por esos parajes vacíos y aislados en busca de su tesoro particular, o lo que es lo mismo, la excusa para encontrar y peritar ese meteorito caído vete tú a saber dónde. 

El montaje del citado Carles Txorres, Shira Hochman y del cineasta Michael Wharmann, del que vimos por aquí su interesante Avanti Popolo (2012), fundamentado en un ejercicio breve y conciso con sus escasos e intensos 71 minutos de metraje. La música que nos acompaña es el rock vasco ochentero como hemos citado, y la banda punk vasca Hertzainak, que dan ese toque de gamberrismo, inconformismo y espiritual que sigue la estela y el espíritu de estos dos hermanos. Amat Vallmajor del Pozo quiere hacer disfrutar al espectador, pero no con algo facilón y de fast food, que tanto se lleva en estos tiempos, sino que le guía ese espíritu libre y salvaje, donde hay tiempo para mirarse hacia adentro, reírse de uno mismo, como hace la película constantemente, y en general, de casi todo, del propio cine y de su estructura. Misión a Marte  alimenta esa idea que el cine puede ser muchísimas cosas, incluso la más delirante imposible, aunque, en realidad o no, lo que siempre debe dar el cine es una historia sobre nosotros y sobre los demás, y por ende, del catastrófico planeta que destrozamos diariamente, porque todo gira en lo mismo, y si no que lo digan a esta interesante y gamberra pareja de hermanos, disfruten y rían con ellos, y también reflexionen. Recuerden sus nombres: Txomin y Gene del Pozo. Para servirles a ustedes. ¡¡Hasta la próxima misión!!! JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Diego Llorente

Entrevista a Diego Llorente, director de la película “Notas sobre un verano”, en el marco del D’A Film Festival, el Hotel Regina en Barcelona, el viernes 25 de noviembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Diego Llorente, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Iván Barredo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Notas sobre un verano, de Diego Llorente

MARTA Y EL AMOR Y GIJÓN. 

“Creo que en el amor no somos más que principiantes. Decimos”.

Raymond Carver

La vida de Marta está en Madrid, junto a su pareja Leo, con el que se acaba de mudar, dejó su Gijón natal para mejorar profesionalmente, o eso pensaba en ella. Su realidad es diferente, la precariedad se ha instalado en su existencia, mantiene varios trabajos y no está satisfecha. Es verano y vuelve a Gijón sola, su chico ha de trabajar, para estar con los suyos, salir de noche, ir a la playa, tomar sidra y recuperar viejas relaciones, como las de su ex Pablo. El tercer largometraje de Diego Llorente (Pola de Siero, 1984, Asturias), se mueve dentro del mismo marco de sus anteriores trabajos como Estos días (2013), la ruptura de una pareja y los diferentes caminos de sus componentes, y Entrialgo (2018), documento sobre el pueblo homónimo, con sus adultos y niños, y digo esto, porque vuelve a ser un largometraje producido por él, con historias sencillas, sobre gente de su edad, o lugares que conoce, y además, el amor es la base en el que se desarrollan los avatares e imperfecciones sentimentales de sus atribulados personajes. 

En este caso, tenemos a Marta, y su vida-puente, entre Madrid y Gijón, entre esa precariedad en la que existe, con un amor que parece teñirse de dudas, de diferentes trabajos para subsistir en la mecanización de la gran ciudad, y luego, el reflejo, ese Gijón de la infancia, ahora de la juventud, del verano, de antiguos amores, y deseos difíciles de detener. Dos vidas o dos formas de enfrentarse a una vida que no es la que uno desea, o simplemente, la vida está pero no logramos alcanzarla, porque estamos demasiado lejos de todo aquello que queríamos. Con esa luz tenue y algo fría tan del norte, del mar cantábrico que baña Gijón, obra de Adrían Hernández, que ya se encargó de la citada Estos días, consigue sumergirse, y nunca mejor dicho, como esa maravillosa secuencia de Marta y Pablo bajo las aguas del Cantábrico, en esos días de veraneo, un estío diferente, uno más o no para Marta, porque vivirá, al igual que su vida, entre dos ciudades, entre dos formas de amar y desear, entre las imperfecciones del amor, entre esa vida desplazada en la que ella no acaba de encontrar su sitio y su estabilidad tanto emocional como económica. 

Una vida que va pasando, entre días y noches de compartir con sus amigas, con Pablo, como sí la vida se detuviera, bajo esa Luz de agosto en Gijón, que canta Nacho Vegas, que conversa directamente entre la infelicidad no declarada de Marta, que todavía alberga algo de esperanzas que las cosas cambiarán, como cada verano, como cada viaje de ida y vuelta a Madrid, a no sé sabe qué. Días de verano norteño entre lecturas de Lispector, Berger y Carver, entre mitad del rumor del mar, entre el sexo con Pablo, la llegada de Leo, esperada e incómoda, en la que Marta aún más se sumirá en ese letargo de no saber, de dudas interminables, de caminatas en compañía y no tanto, en esos ratos con el amor o con quién crees que es el amor, o yo qué sé. Llorente no se pierde entre vericuetos ni estridencias, y hace de su modestia su mejor virtud, porque su relato es sencillo, íntimo y transparente, y ofrece una magnífica indagación en el mar de dudas de las vidas de ahora, de esas vidas, sumamente preparadas profesionalmente que no acaba de encontrar su lugar en la vida laboral, y en los sentimientos también andan perdidos, deambulando en un laberinto sin entrada ni salida, como deja en evidencia su equilibrado y rítmico montaje, que firma el propio director, con esos 83 minutos de metraje, donde cabe de todo, esas idas y venidas, esos ratos sexuales, esos otros de amor, o algo que se le parece, y esas complicidades con la familia y las amigas, y todo eso que algún Marta dejó y cada verano recupera y le atormentan las dudas de su vida aquí y allí, o esa otra vida que ni sabe dónde se quedó o se perdió. 

Si hay otro elemento fundamental en la película que brilla con luz propia, es su ajustado, cercano y cómplice reparto, una ramillete de excelentes intérpretes de rostros poco conocidos para el público mayoritario, encabezado por una extraordinaria Katia Borlado, en el papel de Marta, que recuerda a la Léa de Tres días con la familia (2009), de Mar Coll, el hilo conductor de la trama, en ese mar de dudas, en ese mar de sentimientos contradictorios, como espeta en alguna que otra ocasión, una mujer que sabe dar a su personaje esas contradicciones que nos abordan continuamente, aunque no seamos tan honestos de reconocerlas. Junto a ella, Alvaro Quintana como Pablo, el que se quedó, el que sigue con un trabajo que no permite abandonar la casa paterna, el que recupera algo de ese amor con Marta que se quedó atrás. Un amor que está y no está, que está en Gijón, pero no en el Gijón de ahora. Antonio Araque es Leo, que hace poco vimos en Te estoy amando locamente, es Leo, la pareja oficial, con el que vive en Madrid, el que aparece y crea más distensión en todo lo que vemos y sucede. Otros rostros son Rocío Suárez, Laura Montesinos y Elena Palomo, entre otras, que contemplan un elenco desconocido pero que transmite las dudas e imperfecciones del amor, y por ende de la vida. 

Notas sobre un verano, de Diego Llorente es una de esas películas que necesitan una, dos y mil oportunidades para descubrir, saborear y degustar con calma, sin prisas, y en silencio, viajando con la protagonista adónde quiera llevarnos o la vida le vaya llevando, que a veces, es más esto segundo que lo primero. Un viaje cercano y emocional, de esos que nos replantean muchísimas cosas, quizás demasiadas, o esas cosas que siempre dejamos para otro día y un día, que menos esperamos, nos da un sonoro bofetón de dudas y realidad. Una travesía dejándonos llevar por Gijón, por Marta, por todo lo que sucede, tanto lo que se ve como lo que no, con esa complicidad que tienen las películas de Rohmer, Linklater y Jonás Trueba, donde el verano no es sólo la estación de las vacaciones, sino también, la estación donde nos damos la oportunidad, casi sin quererlo, de descubrirnos, de mirarnos hacia adentro y sobre todo, de aclararnos, aunque como casi siempre nos ocurre, una cosa es lo que piensas y otra, muy distinta, las circunstancias de la realidad, esa que no se puede controlar, ni mucho menos comprender, la que va ocurriendo mientras tú… Ya saben de qué les hablo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Seize printemps, de Suzanne Lindon

EL PRIMER AMOR DE SUZANNE.

“El primer beso no se da con la boca, sino con la mirada”

Tristan Bernard

El amor es una interpretación, algo subjetivo, irreal, emocionante, agridulce, un caos, una energía desbordante y ridícula, intensa, agobiante, dolorosa, y muchas cosas más. En el amor somos y no somos, o quizás el amor existe o no, nunca lo sabremos, y más, cuando tienes dieciséis años, no encajas con los de tu edad, te sientes sola y perdida, y encima, te sientes atraída por un adulto veinte años más mayor, que es actor y se llama Raphaël. Todo esto y más cuenta Seize pintemps, el sorprendente y sensible debut de Suzanne Lindon (París, Francia, 2000), que comenzó a escribir a los 15 años cuando estudiaba en el Liceo Henri IV de París. Hija de los intérpretes Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain, ha vivido el cine desde que nació y su sueño era dedicarse al cine, como demuestra su precocidad, ya que en el verano del 2019, con apenas diecinueve años, empezaba a rodar una película escrita y dirigida por ella, en la que además de protagonizar, canta y baila.

La opera prima de la pequeña de los Lindon es una hermosísimo y breve relato sobre el primer amor, pero un primer amor muy diferente, porque está contado con una ligereza y sencillez que abruma por su sensibilidad y extrema delicadeza, enmarcada en una cotidianidad asombrosa y muy detallista. Muy pocas localizaciones, el piso que Suzanne comparte junto a sus padres y hermana, algunos espacios del instituto y un par de calles, uno de esos cafés donde se reúnen los enamorados, la plaza Charles Dullin del Distrito 18 de París, donde nos encontramos con el Théàtre de l’Atelier y su cercano y maravilloso café donde degustar una granadina… Suzanne es una náufraga, alguien que se aburre con los de su edad, que no encaja, que en casa tampoco manifiesta mucha cercanía con su hermana algo más mayor, y el instituto tampoco la motiva, aprueba sin más. Anda de casa al Instituto como una sonámbula, como una chica que está en ese tránsito vital donde todavía no ha dejado la infancia y mucho menos ha entrado en la época adulta. Ese estado de hastío cambiará cuando se fija en un joven actor de casi veinte más que ella que ha empezado a ensayar una obra en el l’Atelier. Alguien con el mismo estado de ánimo que Suzanna, tampoco encaja y también anda buscándose a sí mismo. Unos abundantes intercambios de miradas, algunas granadinas y alguna que otra cita, dan paso al amor, a un amor en silencio, que solo ellos sienten, que solo ellos comparten…

Lindon usa el scope para contarnos este primer amor, para ahondar aún más el aislamiento de sus dos criaturas, en el que la cámara no es intrusiva, sino observadora y testigo de una intimidad que está sucediendo aquí y ahora, en un gran trabajo de naturalidad y limpieza visual de Jérémie Attard, del que ya habíamos visto Mereces un amor (2019), de Hafsia Herzi, como el detallado y ágil montaje de Pascale Chavance que, además de un gran ejercicio de concisión con sus apenas setenta y tres minutos de metraje, consigue una película en la que apenas hay diálogos, todo se cuenta a través de las miradas y los gestos, priorizando el amor a las palabras, porque donde hay amor no hace falta nada más. Aunque lo que resulta innovador y muy sugestivo en estas Dieciséis primaveras es la fusión de tonos, músicas y géneros que conviven en la trama, porque se habla de literatura, vamos al teatro por delante y por detrás, hay momentos de danza, y escuchamos música clásica, pop y mucho más. Una fusión maravillosa y audaz que tiene los deslumbrantes, hermosísimos y sorprendentes instantes donde la música y el cuerpo se apodera del relato en forma de coreografías en los que, sin palabras, y mediante lo físico, se van contando las emociones que van experimentando los protagonistas. Resultan muy apropiadas y divertidas, como ese baile, muy al estilo Demy, que se marca Suzanne con el ritmo de “Señorita”, o ese maravilloso momento en el café con las granadinas en el que al unísono siguen “Stabat Mater”, de Vivaldi, que volverá a repetirse más tarde, o ese otro, con ese baile juntos mientras suena “la Dolce Vita”, de Christope, y el temazo que se marca la propia Suzanne Lindon, con esa voz cálida y tan sugerente. Y qué decir de la música de Vincent Delerm, que nos lleva a otro estado, a ese que puedes sentir cuando estás enamorado/a o crees estarlo, en que el tema “Danse”, actúa como leit motiv en la película, como ese maravilloso arranque, en el que la protagonista, ausente de la conversación de sus compañeros de mesa, comienza a juguetear y a garabatear con su caña y la granadina restante, formas imposibles o quizás, sueños e ilusiones futuras.

La directora ejecuta con acierto y cercanía la relación de la protagonista con su familia, con su hermana apenas hay contacto, demasiado diferentes y estados de ánimo, con su padre, al que tiene como de guía al que le va preguntando cuestiones a su affaire, y a su madre, que se convertirá en confidente llegado el momento. Amén de la naturalidad e intimidad con la que actúa, canta y baila la joven Suzanne, el resto del reparto brilla por su cercanía y sensibilidad, como demuestra Raphaël “le garçon du film”, Arnaud Valois, que recordamos de La chica del tren y sobre todo, de 120 pulsaciones por minuto, que no solo es el actor triste, sino también, alguien tan perdido y aislado como Suzanne, un adulto que trata a su joven enamorada como una mujer y una mujer muy especial. Rebecca Marder es Marie, la hermana tan diferente y alejada de la protagonista. Nos acompañan los “padres de Suzanne” que interpretan Florence Viala, que compartió cast con Valois en Mi niña, de Lisa Azuelos, y Frédéric Pierrot, que tiene en su haber grandes nombres como los de Tavernier, Ozon, Loach, Sorogoyen, entre otros.

La realizadora nos cuenta un período corto en la vida de Suzanne, un instante de su primavera, como hacía el cine de Rohmer, un breve espacio de tiempo, en el que sucederá el amor, un amor que sucederá sin más, inesperado e impredecible como lo son todos, un amor breve pero intenso, o eso creemos creer, porque la película no entra en detalles de su duración, eso deja que el espectador lo imaginemos. La película está llena de referencias de todo tipo, como ya hemos comentado, todas son visibles, porque la directora no quiere ocultarlas y mucho menos escapar de ellas, como el espejo en A nuestros amores (1983), de Pialat, con la que comparte nombre y esa sensación que la vida pasa y nada cambia, y el amor es esa cosa que no hace a nadie feliz, y si lo hace, es por poco tiempo. Pensar en la Michèle de Portrait d’une jeune fille de la fin des années 60 à Bruselles (1993) de Chantal Akerman, en el que la protagonista es un sombra de Suzanne, ya que siente y se desplaza sin soportar su entorno y aburrirse como una ostra, transitando por ese intervalo de la existencia en el que nos quedamos a mitad de cruzar el puente. Imposible no acordarnos de Lost in Translation (2003), de Sofia Coppola, con el amor de una joven con un señor mayor, un amor no físico, sino espiritual, donde lo físico es contado mediante otros elementos y gestos.

Seize printemps en el original, y Spring Blossom, en inglés, es un relato atípico, porque relatando la consabida historia romántica de chica conoce a chico o viceverse, huye del estereotipo y demás convencionalismos, para atraernos a un mundo muy particular, extremadamente atemporal, muy detallista y que deja lo verbal para adentrarse en un relato muy cinematográfico, donde prima la mirada, el gesto, la sonrisa y todo eso que sin decir nada dice tanto. Nos emocionamos con la primera película de Suzanne Lindon por su tremenda frescura, libertad y originalidad, porque no pretende contar nada que no conozca, y eso es muchísimo más que la mayoría de cineastas precoces que siempre nos cuentan relatos que no han vivido o simplemente copian a sus “adorados”, Lindon instala su pequeño y humilde cuento en el París que conoce, y en primavera, no hay un espacio ni una época mejor que, para mirar a alguien, intercambiar miradas, sonrisas cómplices, y sobre todo, enamorarse, porque el amor siempre llega así, de forma inesperada, extraña e inocente, porque cuando uno o una se enamora de verdad es como si lo hiciera por primera vez. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Arnau Vilaró

Entrevista a Arnau Vilaró, coguionista de la película “Alcarràs”, de Carla Simón, en la Cantina Restobar en Barcelona, el miércoles 9 de septiembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Arnau Vilaró, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Pablo García Pérez de Lara

Entrevista a Pablo García Pérez de Lara, director de la película “Néixer per néixer”, en el Parc de Catalunya en Sabadell, el jueves 29 de junio de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a la persona que ha hecho posible este encuentro: a Pablo García Pérez de Lara, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Àlex Lora

Entrevista a Àlex Lora, director de la película “Unicornios”, en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el lunes 26 de junio de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Àlex Lora, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Katia Casariego de Revolutionary Press, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Unicornios, de Àlex Lora

ISA LO QUIERE TODO. 

“Me doy cuenta de que todo el mundo dice que las redes sociales son un unicornio pero, ¿y si solo es un caballo?”.

Jay Baer

El mundo real o lo que entendemos por realidad, que eso sería otro debate, ha perdido la fisicidad para convertirse en virtual, o quizás, para convertirse en una representación de otra. Porque la realidad, y permítanme que utilice el mismo término, se ha desplazado a las redes sociales. Todo lo que allí existe se interpreta como lo real, o más bien, como la interpretación de una realidad que se evapora a cada milésima de segundo porque es sustituida por otra, igual de vacía, pero segundos más actual. Todo aquel, ya sea autónomo o empresa, debe vivir en las redes, crear contenido y exponer, y exponerse, para conseguir “likes”, y una visibilidad constante que se traduzca en beneficio económico. Isa, la protagonista de Unicornios lo tiene claro. Su vida, su trabajo y su ocio están constantemente expuestos en las redes sociales. Sus posts son su vida y esa realidad virtual en la que vive se traduce en una existencia llena de movimiento, actividad frenética y una pasión arrolladora. Vive el mundo, cada segundo, sin perder nada ni nadie, consume y fabrica contenido, y ama y folla de forma libre y sin complejos. 

El primer largometraje de ficción de Àlex Lora, después de una filmografía dedicada al cine documental donde ha cosechado algunos éxitos como el corto Un agujero en el cielo (2014), los largometrajes codirigidos como Thy Father’s Chair (2015), y El cuarto reino. El reino de los plásticos (2019), siempre con temáticas sociales y contundentes. Con Unicornios arranca en la ficción con una película que mira de frente a la juventud actual, a esa que tiene las redes sociales como su todo, que practica el amor libre, y es inteligente, segura de sí misma y mucho más. Aunque, el director barcelonés se centra en lo que no se ve, en la amargura y el lado más oscuro de toda esa vida de apariencia y exposición, y lo hace desde un guion escrito a cuatro manos en los que ha participado María Mínguez, que tiene en su haber comedias como Vivir dos veces y Amor en polvo, Marta Vivet, con series como Las del Hockey, y películas estimables como Cantando en las azoteas, y Pilar Palomero, directora de Las niñas y La maternal, y el propio director, donde prima la mirada y el cuerpo de Isa, interpretada magistralmente por una formidable Greta Fernández, con esa fuerza arrolladora que transmite y se come la pantalla, una magnífica mezcla de ternura y fuerza. 

Una película de aquí y ahora, pero no cómoda y sentimentaloide, sino todo lo contrario, porque nos habla de frente, sin atajos ni nada que se le parezca, retratando esa realidad cruda, donde hay soledad y tristeza, con ese tono agridulce, amargo y siniestro, en la que se abordan temas tan candentes como las mencionadas redes sociales, las relaciones maternofiliales, y las relaciones humanas, tanto sentimentales, profesionales y con uno mismo, y lo hace desde la sencillez y de frente, sin dejarse nada y mirarlas con crudeza y de verdad, esa verdad que escuece, que golpea y te deja pensando en que mundo vivimos y sobre todo, qué mundo hacemos cada día entre todos y todas. Una imagen de colores fluorescentes, neones y pálidos bañan toda la película, con ese tono tristón, de realidad aparente, en un gran trabajo de cinematografía de Thais Català, que ya firmó el corto Harta, de Júlia de Paz. Un buen trabajo de montaje del propio Lora y Mariona Solé, de la que hemos visto documentos tan interesantes como 918 Gau y El techo amarillo, cortante, poderoso y frenético, pero sin ser incomprensible, en un realto que se va a los 93 minutos de metraje. 

Amén de la mención de la protagonista, nos encontramos con Nora Navas, siempre tan bien y tan comedida, en el rol de madre de la protagonista, con la que tendrá sus más y sus menos, con sus idas y venidas, en una relación que estructura de forma brillante el recorrido de la película. Un actor tan natural como Pablo Molinero, hace del jefe de la prota, un tipo que tiene esa web que quiere más, rodeado de jóvenes talentos como Isa, a los que exprime y agita para sacar sus mejores ideas, la siempre brillante Elena Martín, que nos tiene enamoraos desde Les amigues de l’Agatà, haciendo de una fotógrafa con miles de followers y algo más, que mantendrá una relación interesante con el personaje de Greta Fernández, y otros intérpretes la mar de interesantes, tan naturales y reales, como Alejandro Pau, Sònia Ninyerola y Lídia Casanova, en un nuevo y excelente trabajo de Irene Roqué, que está detrás de éxitos tanto en series como Nit i Dia y Vida perfecta, y cine como Chavalas, Libertad y la citada La maternal. Sin olvidarnos de la producción de Valérie Delpierre, que ya estaba detrás de la mencionada Thy Father’s Chair, y de otras que todos recordamos, y Adán Aliaga, codirector del citado El cuarto reino

Lora se ha salido con la suya, y eso que la empresa presentaba dificultades y riesgo, pero su Unicornios no es una historia que quiera complacer, para nada, sino mostrar una realidad oscura y profunda, en la que su protagonista Isa va y viene, una mujer joven, preparada y lista, que no quiere perderse a nadie y a nada, estar siempre ahí, aunque esa actitud la lleve a cruzar bosques demasiados siniestros y complejos, aunque ella, aún sabiendo o no su riesgo, no quiere dejarse de nada, y vivir la vida con mucha intensidad, quizás demasiada, pero para ella todo vale y todo tiene su qué, y quién no quiera seguirla, ahí tiene la puerta, porque si una cosa tiene clara Isa que las cosas y los momentos pasan y nada ni nada espera a nadie, aunque a veces no sepamos parar, detenernos y mirar a nuestro alrededor por si de caso nos hemos olvidado de lo que nos hace sentir bien y sobre todo, estamos dejando por el camino personas que nos importan y por nuestra ambición desmedida, no nos estamos dando cuenta de nuestro error. Unicornios  no está muy lejos de películas como Ojalá te mueras (2018), de Mihály Schwechtj, en la que una estudiante se veía expuesta en las redes de manera cruel y violenta, y Sweat (2020), de Magnus von Horn, que relataba la cotidianidad de Sylwia Zajca, una motivadora de fitness que era la reina de las redes, pero cuando las apagaba, se sentía la mujer más triste y sola del planeta. Llegar a ese equilibrio y a esa estabilidad emocional es la que también intenta tener Isa, aunque como Sylwia, no siempre se sale con la suya, porque por mucho que queramos correr, el mundo va siempre más rápido. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Néixer per néixer, de Pablo García Pérez de Lara

CONSTRUYENDO PERSONAS. 

“Una prueba de lo acertado de la intervención educativa es la felicidad del niño”.

María Montessori

Hemos hablado varias veces de la importancia capital que tienen los comienzos en las películas. Ese primer plano y esa secuencia explica mucho de lo que será la historia que vamos a ver. En Néixer per néixer, quinto largometraje de Pablo García Pérez de Lara (Barcelona, 1970), su apertura es sencilla, potente y magnífica. Vemos a un grupo de alumnos reunidos en un rincón del aula, conversan entre ellos. Se acerca una maestra y les comenta si les incomoda que se filme ese encuentro. Uno de ellos afirma que sí. Entonces, alguien del equipo de la película se levanta y cruza frente al plano fijo y la imagen corta a negro. Un leve gesto, pero en el fondo, un gesto que define una película que mira y respeta lo que mira. Una película que se detiene en una escuela, pero no en una escuela cualquiera, sino en la Escuela Congrés-Indians de Barcelona, un colegio que forma a sus alumnos con pedagogías diferentes, donde el alumno forma parte de un todo, donde cada uno de ellos aprende en una comunidad, habla de sus emociones abiertamente y cada uno de ellos tiene un acompañamiento especial y a su ritmo. La película registra el último curso de la primera promoción de la escuela que, después de 9 años, dejará la escuela para entrar en secundaria. 

García Pérez de Lara, que se encarga de la escritura, la dirección, la cinematografía y el montaje, filma la intimidad del centro: la profunda y detallada relación entre alumnos y maestros, las miradas y los gestos cotidianos, y todo lo que allí acontece, o podríamos decir, todo aquello que registra la cámara. Una intimidad que vemos desde el respeto y sobre todo, la educación, como hemos citado en el primer párrafo de este texto. Una cámara fija, a una distancia prudencial, observativa, no contaminante, que capta las rutinas, los diálogos, las relaciones y esos instantes únicos e irrepetibles de unos preadolescentes que dejarán un ambiente muy especial para entrar en otros. La cámara sigue sus movimientos, sus ilusiones, tristezas y demás aspectos emocionales, una vorágine de sentimientos, contradicciones y la vida de primera mano, esa vida que se escapa, que no se detiene, que avanza. Desde su primera aventura Fuente Álamo, la caricia del tiempo (2001), que ya llevaba consigo la palabra tiempo, el director manchego-catalán sigue empeñado no en contener el tiempo, que sería imposible, sino en mirarlo detenidamente, capturar una parte y reflexionar sobre él, ya sea desde la infancia, desde su propio trabajo como cineasta o demás aspectos de la condición humana. 

No es la primera vez que García Pérez de Lara había situado su mirada en la infancia y en la educación, ya lo había hecho en Escolta (2014), una película de 29 minutos centrada en una escuela donde hay niños oyentes y sordos. En Néixer per néixer aumenta la edad de sus “protagonistas”, los filma en su edad preadolescente, con todas las inquietudes, miedos , ilusiones e inseguridades propios de su edad, pero en un centro donde aprenden a escuchar, a explicar lo que sienten y sobre todo, aprenden a compartir el aprendizaje, sus caminos, y donde todos y todas son parte de sí mismos y de un todo. Estamos ante una película muy especial, una historia que engancha por su modestia, su sencillez y su transparencia, no resulta repetitiva ni educadora, para nada, la película habla de su proceso, de lo que está mirando y lo hace desde el respeto, desde lo humano y desde lo íntimo, porque no quiere enseñarnos nada, ni tampoco no pretende, sino capturar una forma de educación diferente a la mayoría de los centros, una educación que quiere ser y sentir, alejada de las formas convencionales que han acompañado desde siempre el sistema educativo. Una escuela pública para todos en la que se aprende a vivir, a pensar y a trabajar por sí mismos, sin excepciones, de forma libre, dinámica y compartiendo. 

Tiene la película el aroma de los grandes títulos que han mirado a la educación de forma honesta y reflexiva como la excelente Veinticuatro ojos (1954), de Keisuke Kinoshita, los imprescindibles documentos sobre el tema del gran Frederick Weisman, aquel monumento que es Diario de un maestro (1973), de Vittorio de Seta, y en la misma senda la espléndida Hoy empieza todo (1999), de Bertrand Tavernier, Ser y tener (2002), de Nicolas Philibert, A cielo abierto (2013), de Mariana Otero, y Primeras soledades (2018), de Claire Simon, entre otros. Obras que no sólo nos cuentan las diversas y complejas realidades a través de una pedagogía que se centra en las emociones y sus aprendizajes. Néixer per néixer  va más allá de una película-documento-retrato, porque no sólo se queda ahí, sino que investiga su propio dispositivo, investigando el material humano que maneja, y profundizando en un microcosmos y atmósferas que recoge la película, y lo hace desde un respeto que traspasa todo lo que vemos, con ese certero montaje que ha escogido unos planos, encuadres, diálogos y sentimientos de unas personas que las conocemos después de 9 años en Congrés-Indians, unos alumnos y alumnas tratados como personas, con sus días, sus altibajos emocionales, sus inquietudes, sus conflictos y demás cosas. 

La película no sólo se detiene en los niños y niñas, sino que, también conocemos a los adultos, unos maestros y maestras que están, escuchan y aprenden igual que sus jóvenes estudiantes, porque todo lo que vemos, sea en la escuela o fuera de ella, tiene una naturalidad asombrosa, donde hay vida, hay aprendizaje, y sobre todo, hay pedagogía, una pedagogía en la que todos, absolutamente todos y todas, alumnos y alumnas, maestras y maestros, en compañía, aprenden cada día, se miran cada día y se respetan cada día, compartiendo el aprendizaje, compartiendo la vida, y todo, absolutamente todo, y nos referimos a expresarse y escucharse, algo que hacemos tan poco o apenas. Una película que debería ser de visión obligatoria a todos y todas aquellos que quieran conocer otra forma de colegio, de eduación y de todo, porque a pesar de toda esa forma convencional que las élites quieran imponer, podemos hablarles que hay otra forma de vivir y sobre todo, aprender, que hay esperanza, aunque no lo parezca, y si no que vean Néixer per néixer, porque aunque recoge una de esas islas resistentes e inconformistas, hay que ver todo el mapa y todo lo que se hace fuera de la norma imperante, que visto lo visto, no ayuda a vivir mejor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA