El viejo roble, de Ken Loach

UN CUENTO SOBRE LA ESPERANZA. 

“La esperanza es promover la ilusión en circunstancias que sabemos que son desesperadas”. 

G. K. Chesterton

El cineasta Ken Loach (Nuneaton, Reino Unido, 1936), autor de una de las filmografías más interesantes a nivel social y humanista, ya que, desde sus primeras películas como Poor Cow (1967), Kes  (1969) y Family Life (1971), entre otras, su cine se ha decantado por la “Working Class” británica, construyendo tramas alrededor de los conflictos sociales que han ido sufriendo esa parte de la población más desfavorecida. No hay tema social que no haya sido reflejado en su cine en sus más de 32 películas si incluimos sus trabajos para televisión. En una trayectoria que abarca más de medio siglo ha habido de todo, pero sobre todo, ha habido una necesidad de focalizar su cámara en el rostro y las circunstancias de los trabajadores/as desde un lado humanista y socialista, abogando por valores humanos que el consumismo ha ido eliminando sistemáticamente como la humanidad, la fraternidad, la igualdad, la cooperativa y sobre todo, la comunidad como eje fundamental para ayudar y ayudarse los unos a los otros. 

Con El viejo roble (The Old Oak, en su original), cierra la trilogía iniciada con Yo, Daniel Blake (2016), y continúo con Sorry We Missed You (2019), sobre obreros focalizados en el noroeste de Inglaterra, en tantas pequeñas poblaciones que fueron prósperas por la minería que posteriormente, se cargó la Thatcher en los ochenta, y ahora viven de recuerdos del pasado mirando fotos antiguas colgadas en una pared de una parte del local en desuso, toda una reveladora metáfora de la situación de ahora, como vemos en El viejo roble. A partir de un guion de Paul Liberty, 15 películas junto a Loach, la historia se posa en la existencia de TJ Ballantyne, un tipo que regenta el pub del mismo título que la película, que fue y ahora sólo alberga a unos cuántos parroquianos que sólo hablan del pasado glorioso y de las penas y tristezas de la actualidad. Toda esa armonía de estar y ya, se ve interrumpida con la llegada de familias sirias refugiadas, como evidencia su arranque construido a partir de fotografías en blanco y negro acompañadas de su sonido real. La hostilidad y el rechazo que dejan claro muchos lugareños, se ve contrarrestada por el citado TJ Ballantyne que se hace amigo de Yara, que hace fotos, y la gran ayuda de la trabajadora social Laura. 

Loach traza una excelente trama con tranquilidad y sin aspavientos sin recurrir a lo facilón ni la condescendencia, sino todo lo contrario, situando su cámara a la altura de los ojos de sus protagonistas, sumergiéndonos en sus conflictos personales y sociales, sus necesidades que son muchas en una población donde la crisis aboga a la desesperación y la tristeza a muchos de ellos y ellas. Con la compañía de la productora Rebecca O’Brien que desde el 2002 junto a Loach y Laverty están al frente de la compañía Sixteen Films, el director británico no hace una película de falsas ilusiones, nos muestra la realidad del lugar, con una imagen que se acerca y entra en las casas con respeto e intimidad, en un grandísimo trabajo de cinematografía de Robbie Ryan, quinto trabajo con el inglés, amén de películas con Frears, Arnold, Baumbach, Potter y Lanthimos, entre otros. La magnífica edición de Jonathan Morris, 24 películas con Loach, que ajusta con detalle y precisión un relato que se va a los 110 minutos de metraje, en el que hay de todo: documento, ternura, valores humanos y necesidad de acompañarse en los momentos jodidos de la vida. El músico George Fenton, 19 películas con Loach, amén de Frears, Jordan y Attenborough, entre otros, compone una música que ayuda a entender y entrar en el interior de los personajes a partir de donde vienen y porqué actúan de la manera que lo hacen. 

El cineasta británico hace cine y habla de valores humanos y los reivindica, porque es lo único que les queda a los pobres y pisoteados en este mundo mercantilizado donde unos pocos privilegiados someten a la mayoría que vive de sus migajas. Pero, sus películas no son panfletos ni proclamas para construir un mundo mejor, su cine es su mejor ejemplo y ha explorado todas las iniciativas humanas para estar más cerca, para abandonar ese individualismo de mierda que nos deja más sólos cada día y más aislados. Su cine, como hacían los Renoir, Rossellini, Ozu, Kaurismäki y demás, está para y por el obrero, el empleado, el trabajador de lunes a viernes, el que trabaja mucho para tener muy poco, el que sueña con una vida mejor y se jubila sin que llegue, el que mira los partidos de fútbol en el bar de turno rodeado de unas cervezas y amigos. La maestría de Loach para escoger intérpretes que no sólo componen unos personajes de carne y hueso, sino que transmiten todo el desánimo y la esperanza que recorre la película. Tenemos a Dave Turner, que ya estuvo en las dos anteriores que hemos citado un poco más arriba, encarnando a TJ Ballantyne, uno de esos tipos machacados por la vida, que arrastra demasiadas heridas sin curar, pero que aún así, sigue resistiendo en su viejo roble, y se muestra solidario y ayudante a los recién llegados.

Junto a Turner tenemos otros actores y actrices que son tan naturales y cercanos como el mencionado, demostrando la intimidad que consigue el británico para hablar de aquellos problemas que invisibiliza el cine comercial. Valores como la amistad, de las de verdad, de las duras y las maduras, como la que entabla Turner con Yara que hace la debutante Ebla Mari, una de esas mujeres valientes y de coraje que, a pesar de las dificultades, sigue ahí, junto a su familia, y manteniendo una dignidad asombrosa, Claire Rodgerson interpreta a Laura, una actriz que también debuta, escogida del lugar donde filmaron. Trevor Fox hace de Charlie, uno de los parroquianos del citado pub que se muestra hostil a los refugiados. Y luego, una retahíla de intérpretes naturales que han sido reclutados del lugar para dotar a la película de esa verdad y cercanía que tiene el cine de Loach. Las películas del británico gustarán más o menos, estarán más conseguidas o no, pero lo que nunca se le puede reprochar es su mirada al proletariado, a los necesitados, a los desahuciados del desaparecido estado del bienestar, que han quedado en el olvido de los diferentes gobiernos, tan abocados a generar riqueza a costa de la explotación laboral y el recorte de servicios públicos esenciales. 

El viejo roble no es sólo la última película de Ken Loach, sino que como ha anunciado el propio director, esta película es su despedida del cine, a sus 87 años deja de mover la manivela, como se hacía antes. Así que, con El viejo roble se despide del cine uno de los grandes, uno de los nombres que más han hecho para retratar las miserias de una sociedad más idiotizada y absurda a costa de los trabajadores/as como nosotros, porque algunos/as se han creído esto del trabajo y de sus miserables condiciones y siguen ahí, esforzándose en solitario y perdiéndose la vida para conseguir más estupideces materiales y visitar más lugares en una existencia estúpida e histérica. Loach nos pide que por favor dejemos de correr, nos detengamos y miremos a nuestro alrededor, que miremos a nuestro interior y al interior de los demás, que nos demos tiempo, que paremos tanta locura, y sobre todo, nos ayudemos y empaticemos, porque si no, seguiremos solos en el infierno más desesperado, y nos pide que lo hagamos ya, antes que sea demasiado tarde, porque la vida es otra cosa, es compartir y estar cuando las cosas se ponen feas, porque, aunque no lo parezca, seguimos siendo lo que somos y seguimos teniendo las mismas necesidades, y seguimos deseando querer y nos quieran y muchas cosas, y seguimos teniendo ilusión, seguimos resistiendo y por mucho que las élites hacen lo posible, todavía no hemos perdido la esperanza. ¡LONG LIFE FREEDOM! JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Retratos fantasma, de Kleber Mendonça Filho

LOS ESPACIOS DE LA MEMORIA. 

“Un edificio tiene dos vidas. La que imagina su creador y la vida que tiene. Y no siempre son iguales”. 

Rem Koolhaas

Hay ciudades totalmente conectadas con la filmografía de un cineasta. Hay casos muy notorios como Truffaut y París, Fellini y Roma, Woody Allen y New York, Almodóvar y Madrid, y muchos más. Ciudades que se convierten en un decorado esencial en el que los directores/as se nutren, generando un sinfín de ideas de ida y vuelta, en el que nunca llegamos a reconocer la realidad de la ficción. En el caso de Kleber Mendonça Filho (Recife, Pernambuco, Brasil, 1968), la ciudad de Recibe, al noreste del país sudamericano, se ha convertido en el paisaje de toda carrera, desde sus cortometrajes como Enjaulado (1997), Electrodoméstica (2005) y Recife Frío (2009), hasta sus largos como Sonidos de barrio (2012), Doña Clara (2016). El director brasileño ya había explorado la materia cinematográfica desde el documento como hizo en Crítico (2008), en el que investiga las difíciles relaciones entre cineastas y críticos, y Bacurau no Mapa (2019), que homenajea la extraordinaria película Bacurau, del mismo año, que codirigió junto a Juliano Dornelles.

Con Retratos fantasma nos ofrece un intenso y maravilloso viaje y nos invita a sumergirnos en los espacios urbanos de Recibe, rompiendo su relato en tres tramos que tienen mucho en común. Se abre con la casa de la calle Setúbal, la casa de su madre, convertida en su casa a la muerte de ésta. Un espacio que ha sido testigo de su vida, y su cine, donde ha servido de decorado en varias de sus películas. Luego, en el segundo segmento, se centra en los cines del centro de Recife, lugares de formación vital para el futuro cineasta, y por último, se detiene en la evolución de estos cines, ahora convertidos en lugares de culto, en los que cientos de evangelistas los han reconvertido en sus centros de religiosidad. Como anuncia su fabuloso prólogo, con esas fotografías que muestran el Recife de los sesenta, cuando la vorágine estúpida de construcciones desaforadas todavía no había hecho acto de presencia, Mendonça Filho mezcla de forma inteligente y eficaz las imágenes de archivo, ya sean fotografías o películas filmadas, tanto domésticas, de documentación, o de la ficción de sus películas, en un acto de relaciones infinitas, donde vemos la ficción en relación a su realidad, donde la película se convierte en un interesantísimo ensayo cinematográfico. 

Narrada por el propio director, en que hace un profundo recorrido por la arquitectura de su vida, y lo digo, porque va de lo más íntimo y cercano, empezando por su hogar, pasando por los cines, y terminando por lo más exterior y alejado, como esos centros evangelistas que han copado la ciudad. A partir de los espacios y lugares urbanos, el cineasta recifense traza también un maravilloso estudio sobre la sociedad de su país, tanto a nivel cultural, económico, político y social, en el que vamos conociendo los espacios de la ciudad, a partir de los movimientos políticos del país, y las diferentes maneras de ocio y diversión de los habitantes. Sin olvidar, eso sí, todos los fantasmas y espectros que van quedando por el camino, olvidados y expulsados de ese progreso enfermizo y psicótico que impone un ritmo desenfrenado de cambios y movimientos de las ciudades en pos del pelotazo económico y demás barbaridades. Acompañan al realizador pernambucano dos fenómenos como el cinematógrafo Pedro Sotero, con el que ha hecho cuatro películas juntos, amén de trabajar con interesantes cineastas brasileños como Gabriel Mascaro, Felipe Barbosa y Daniel Aragâo, entre otros, que consigue una formidable fusión del archivo, en multitud de formatos y texturas, con las nuevas imágenes, que estructuran este intenso viaje a Recife, y por ende, a la transformación del cine como acto colectivo y social hacía otra cosa, también colectiva, muy diferente. Tenemos a Matheus Farias, con dos películas juntos, que disecciona con maestría el diferente origen de las imágenes, y los continuos viajes al pasado y al presente, en este potente caleidoscopio, donde sus 93 minutos no saben a muy poco, y nos encantaría quedarnos en ese Recife cinematográfico, donde el tiempo, el espacio y demás, viven en uno sólo, donde todo vibra de forma muy sólida y atractiva para el espectador. 

No se pierdan Retratos fantasma, de Kleber Mendonça Filho, porque no sólo hace un recorrido personal e íntimo sobre su infancia, adolescencia y juventud en su casa y en sus cines, y todos sus objetos, pérdidas y ausencias, sino que también, nos pone en cuestión como cambian nuestros lugares, nuestro pasado y sobre todo, nuestra memoria, ese espacio lleno de fragilidad y tan vulnerable continuamente amenazado por el llamado progreso, que no es otra cosa que las ansías estúpidas de una sociedad trastornada que prima el dinero y lo material en pos de una vida más sencilla, más de verdad y más humana. Sin ser una política abiertamente política, es una película política, porque habla del pasado, de sus fantasmas, y ahora convertidos en otra especie de espectros, eso sí, que va de la mano a ese tsunami de extrema derecha del país con la llegada de Bolsonaro y esa fiebre de religiosidad, con tantas y tantas iglesias evangelistas que lo único que buscan es volver a un pasado muy oscuro y violento. Los fantasmas que habla la película, quizás, sigue habitando en el archivo, en esa memoria que nos habla de los espacios, en unos espacios pensados para otros menesteres, y como explica la película, en lugares donde la realidad se fusiona con la ficción, y hacía el mundo mucho mejor, y a sus espectador, mejores, no cabe duda. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ashkal. Los crímenes de Túnez, de Youssef Chebbi

CUERPOS EN LLAMAS.  

“La ciudad enorme con su cielo maculado de fuego y lodo”.

Una temporada en el infierno (1873), Arthur Rimbaud 

La ciudad y su espacio urbano abandonado han servido para el director Youssef Chebbi (Túnez, 1984), para mirar a su país, y sobre todo, a su ciudad y las personas que la habitan. En Les profondeurs (2012), un cortometraje de 26 minutos en que seguía la nocturnidad de un vampiro exiliado que volvía a vagar por la ciudad de Túnez. En Babylon (2012), era el documental que le servía de vehículo para retratar la gran megalópolis a través de sus gentes venidas de muchos lugares. En Black Medusa (2021), su ópera prima codirigida junto a Ismäel, una mujer misteriosa usaba la oscuridad de la noche para atrapar a hombres. En su segundo largometraje Ashkal. Los crímenes de Túnez, la noche y el espacio urbano vuelven a ser determinantes para contarnos una película que mezcla muchos géneros y texturas, construyendo un interesantísimo híbrido por el que se mueven el thriller, la política, lo social y el terror, a partir de una inquietante y sombría atmósfera que recuerda a aquellos títulos noir de los treinta y cuarenta, donde aparte de entretenernos con polis tras la pista de asesinos escurridizos, nos daban un exhaustivo repaso de la actualidad política y social. 

El cine árabe que ha llegado por nuestros lares, en contadas ocasiones todo hay que decirlo, una pena porque nos perdemos un cine diverso, diferente e interesante. Un cine que habitualmente se ha detenido en las cotidianidades de sus habitantes sometidos a las continuas guerras promovidas por occidente, a través del drama personal que sufren las personas. Por eso es de agradecer nuevas miradas como la que supuso una película como El Cairo confidencial (2016), de Tarik Saleh, en que el thriller tomaba partido para hablar sin tapujos ni menudencias de la corrupción estatal a través de la policía. El éxito de esta ha contribuido a que en los últimos tiempos veamos thrillers, y aún más, para retratar los sinsabores y consecuencias de las llamadas “Primaveras Árabes”, en la que en varios países, cansados de regímenes dictatoriales sujetados por occidente, sus gentes salían a las calles y protestaban ante los abusos de años y años de ignominia y terror. Revoluciones que han vivido su reflejo en el cine en películas como Harka, del año pasado, dirigida por Saeed Roustayi, en la que un desesperado tunecino se inmolaba como respuesta ante tanta miseria y soledad. 

Las autoinmolaciones, la posrevolución y la corrupción estatal después del régimen autoritario de Ben Ali, tienen en Ashkal (En árabe, es el plural de la palabra forma o patrón), su razón de ser, y lo hace a través de un inteligente y comedido guion de François-Michel Allegrini y el propio director, en la que se centran en un símbolo del antiguo gobierno como los Jardines de Cartago, en el que se erige un emplazamiento de lujo que era para los autócratas del régimen caído. En la actualidad, las obras se han reanudado en unos edificios donde sólo hay una impresionante estructura vacía y desolada, como el esqueleto de un monstruo, como sucedía con la ballena de Leviatán (2014), de Andréi Sviáguintsev. En ese lugar, siniestro y muy oscuro, poblado de fantasmas, aparecen varios cuerpos calcinados que investigan Batal, el policía veterano con pasado siniestro porque fue verdugo con el anterior régimen, y la savia nueva de Fatma, hija de un juez que está llevando a cabo la investigación denominada como la comisión “Verdad y Rehabilitación” inspirada en la real del  2013 llamada “Verdad y Dignidad”, donde se investigan las atrocidades del régimen derrocado en 2011. A partir de la extraordinaria cinematografía de Hazem Berrabah, donde prevalecen las noches muy oscuras, cargadas de un atmósfera asfixiante y agobiante, en que todo se ve a hurtadillas, entre susurros, caminando por una cuerda muy floja, donde los poderosos siguen ostentando poder a pesar de su pasado asesino, en que las autoridades no quieren destapar ni investigar nada, y donde los de siempre siguen ordenando las invisibles vidas de los ciudadanos. 

Un intenso y pausado montaje del francés Valentín Ferón, del que hemos visto las interesantes películas Black Vox y la reciente El origen del mal, sendos thrillers sobre la oscuridad y la corrupción estatal y humana, consiguiendo esa densidad, ese ritmo candescente como si una llama de fuego ardiendo se tratase, dan a la trama ese aspecto de pesadez, de relato kafkiano y emocional, donde nunca sabremos de qué demonios se trata lo que está ocurriendo, algo parecido a lo que se explicaba en excelente Zodiac (2007), de David Fincher, y muchas de sus películas como Seven (1995), Perdida (2014), en las que el cineasta de Colorado imprimía una pesadez a cada plano y encuadre, con unos personajes que luchaban contra su interior y el exterior lleno de obstáculos y pesadillas. La pareja de intérpretes también trabaja en ese sentido, en atrapar al espectador y no soltarlo durante los 92 minutos que dura la película, porque esa pareja, tan distinta y a la vez tan cercana, que les une una investigación y les separa un mundo, o podríamos decirlo, dos formas de régimenes de su país, o quizás es el mismo con diferente collar, como mencionaba el dicho popular. 

Tenemos a Mohamed Houcine Grayaa en la piel de Batal, el poli veterano, el que todavía sigue en el pasado, obedeciendo órdenes siniestras y haciendo como que no pasaba nada, recuerden los polis de la interesante e infravalorada película El arreglo (1983), de José Antonio Zorrilla, en el que un grandioso Eusebio Poncela arregla a golpes su trabajo como policía siguiendo las maneras del antiguo régimen. La otra policía es una mujer joven llamada Fatma Oussaifi, bailarina y profesora de danza, que compone una mujer valiente en un mundo demasiado religioso, machista y siniestro, escenificando ese aire de nuevo cambio, si es que es posible. Celebramos el estreno de una película como Ashkal. Los crímenes de Túnez, porque se aventura en un noir más pausado, más interesante y alejado de golpes de efecto y estridencias actuales, centrándose en un policiaco de los de antes y los de siempre, esta vez centrado en el fuego, con esos cuerpos autoinmolados, toda una metáfora de las revoluciones de las citadas “Primaveras Árabes”, que la acerca al cine de Julia Ducournau, en esa mirada desesperanzadora de la sociedad a través del género de terror más doloroso. Un caso y una ciudad rodeadas de un misterio agobiante, en el que la investigación cada vez se torna más difícil y compleja, así como todo lo que cerniéndose sobre la trama, todas esas cosas que ocurren en la oscuridad y la invisibilidad de la noche, tan sólo envuelto por una llama incandescente de un cuerpo quemándose. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Rocío Mesa

Entrevista a Rocío Mesa, directora de la película “Secaderos”, en los Cinemes Girona en Barcelona, el martes 30 de mayo de 2023

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Rocío Mesa, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Sandra Carnota de Begin Again Films, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

Secaderos, de Rocío Mesa

LA NIÑA Y EL MONSTRUO. 

“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana… soy Ana…”.

Frase escuchada en El espíritu de la colmena, de Víctor Erice

Empezar una película no es una tarea nada fácil, elegir ese primer plano, la distancia entre la cámara y el objeto o paisaje en cuestión, el sonido que se escuchará o por el contrario el silencio que nos invadirá. En Secaderos, la segunda película de Rocío Mesa (Granada, 1983), se abre de forma espléndida, en la que en un encuadre lo vemos todo y mucho más. Esa bestia/criatura, formada de plantas de tabaco secas y colores pálidos, errante que vaga frente a nosotros por las plantaciones escasas de tabaco, y más allá, en segundo término, unos operarios arrancan las plantas para seguir cultivando. El presente y el pasado en un sólo plano, en cierto modo, la muerte y la vida, como capturaba Johan van der Keuken en su magistral Las vacaciones del cineasta (1974), una idea en la que se ancla una película que nos habla de ese lugar y ese tiempo finitos, donde el paisaje se llena de casas para turistas, los adultos sólo vienen de vacaciones, y los jóvenes sueñan con huir de unos pueblos, los de la Vega granadina, donde sólo quedan los más mayores que se venden sus tabaqueras y una forma de vida que es sólo recuerdo y memoria.  

De la directora granaína conocíamos su anterior película Orensanz (2013), una película de auténtica guerrilla, en la que profundiza en el arte de Ángel Orensanz entre el New York más cultural y el Pirineo aragonés. También sabíamos de su exilio artístico californiano donde ha levantado un festival de cine “La Ola”, centrado en la promoción del cine español, y ha producido interesantes documentales como Next (2015), de Elia Urquiza y Alma anciana (2021), de Álvaro Gurrea. en su segundo largometraje, retorna a casa, al lugar donde creció, a esa Vega machacada por un progreso deshumanizado, y lo hace a través de dos niñas, Vera, de 4 años, que visitas a sus abuelos acompañada de su madre, y otra, Nieves, adolescente que vive y trabaja junto a sus padres en una de las pocas tabaqueras que quedan en pie (edificaciones artesanales de madera que se usa para secar el tabaco). Mesa construye una película singular y tremendamente imaginativa, porque conviven la ficción y el documento de forma natural y sencilla, y también, el fantástico, con esa criatura que va entre el tabaco o lo que queda de ellos, lamentándose y triste, una metáfora del lugar, como lo era ese otro monstruo de Frankenstein en la inolvidable El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, y su encuentro con la niña, en este caso, con dos niñas, donde el tiempo no existe, donde el tabaco está despidiéndose, donde sólo los niños y niñas pueden verla si de verdad quieren verla. 

Una película que sin pretenderlo ni posicionarse directamente, nos habla de lo social y de lo humano, de verse encerrada en un espacio que te pide huir de él, cuando los demás, tu entorno te obliga a seguir sin más, siguiendo una especie de tradición que no entiendes ni sientes. Tiene Secaderos esa mirada de vuelta a lo rural, como la tienen las recientes Alcarràs, de Carla Simón, y El agua, de Elena López Riera, de retratar un lugar antes que no desaparezca a través de las relaciones humanas y sobre todo, de esos pueblos atrapados en un tiempo que ya pasó, y en otro, el futuro, que ya no serán. La cineasta andaluza se ha acompañado de Alana Mejía González en la cinematografía que, después de la interior y oscura Mantícora, de Vermut, realiza otro soberbio trabajo, desde las antípodas del mencionado, ya que se va a exteriores y mucha luz. El gran ejercicio de sonido de un grande como Joaquín Manchón, que ha trabajado con Enciso, Subirana, Muñoz Rivas y Pantaleón, entre otros, el conciso y trabajado montaje de Diana Toucedo, de la que hemos visto sus últimas películas con Lameiro y Bofarull, en una historia que se va a los 98 minutos de metraje, y tiene muchas localizaciones por varios de los pueblos que componen la riqueza de la Vega granadina. 

Mención aparte tiene el magnífico trabajo de David Martí y Montse Ribé, que frente su empresa de efectos especiales DDT, han llenado de monstruos y criaturas de las más extrañas y fascinantes el cine español, que alcanzaron la gloria internacional con El laberinto del fauno (2006), de Guillermo del Toro, y siguen imaginando monstruos bellos y trágicos como el que pulula por la película, en otra obra de arte de la imaginación, que mezcla fantasía y realidad. Aunque la sorpresa mayúscula de una película como Secaderos es su fantástico y equilibrado reparto entre las que destacan las dos niñas, ¡Pedazo actuación de naturalidad y transparencia se marcan las dos debutantes!, las Vera Centenero de tan sólo siete años, que no está muy lejos de la Ana Torrent de la mencionaba El espíritu de la colmena, y Ada Mar Lupiáñez siendo Nieves, esa chica atrapada en un lugar y en un tiempo, que tan sólo lo quiere ver lejos, y después tenemos a la actriz profesional Tamara Arias, que se camufla como una más junto a los Jennifer Ibáñez, Eduardo Santana Jiménez, Cristina Eugenia Segura Molina, José Sáez Conejero y Pedro Camacho Rodríguez, vecinos de los pueblos de la Vega reclutados para la película. 

Secaderos, de Rocío Mesa no es una película más, es otro ejemplo más de la buena salud del cine español, taquilla aparte, que mira a lo rural, que siempre había sido caldo de cultivo de nuestro cine, desde lo humano, contando las dificultades para continuar con el trabajo más artesano y natural, frente a esas ansías destructivas de especulación y destrozar el paisaje con horribles casas unifamiliares, y es un magnífico retrato sobre ese estado de ánimo triste y desolador instalado en esa que algunos mal llaman “España vacía”, porque la realidad dice lo contrario, porque no está vacía del todo, siguen habitando personas que resisten y trabajan, con sus costumbres, su gazpacho fresquito, sus tardes veraniegas de tertulia y una idiosincrasia muy particular, lo que les dejan unas autoridades empecinadas en un progreso que destruye para mal vender un territorio al mejor postor, una lástima, porque como bien nos dice la película, finalmente, todos seremos como la criatura de la película, una bestia desamparada, que no habla, que emite sonidos y se lamenta sin consuelo. Quizás estemos a tiempo de salvarnos, aunque la sensación y la realidad más inmediata no ofrecen muchas esperanzas de salvación y mucho menos de vivir dignamente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Glorimar Marrero

Entrevista a Glorimar Marrero, directora de la película “La pecera”, en la Casa Amèrica de Catalunya en Barcelona, el viernes 26 de mayo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Glorimar Marrero, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a María Oliva de Sideral Cinema, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Alex Sardà

Entrevista a Alex Sardà, director de la película “Hafreiat”, en el Zumzeig Cinema en Barcelona, el jueves 11 de mayo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alex Sardà, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sandra Carnota de Begin Again Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Hafreiat, de Alex Sardà

ENTRE DOS AGUAS. 

“La vida solo puede ser comprendida hacia atrás, pero debe ser vivida mirando hacia delante”.

Soren Kierkegaard

Recuerdan al Isra, el protagonista de Entre dos aguas (2018), de Isaki Lacuesta. Un joven que salía de la cárcel, y le esperaba una vida que se debatía entre volver a delinquir o aceptar un trabajo precario para volver con su mujer e hijas. Una situación parecida es la que vive Abo Dya, un hombre fugitivo de Ammán, que vive en Gneyya, un pueblo del norte de Jordania, junto a su mujer embarazada y su pequeño hijo Dya, mientras se gana la vida en la excavación arqueológica de unos españoles. Abo Dya quiere dejar su pasado de traficante y empezar una nueva vida, aunque las cosas no resultarán nada fáciles. El cineasta Alex Sardà (Barcelona, 1989), formado en la Escac, y autor de interesantes cortometrajes de ficción como Gang (2020) y Fuga (2021), en los que predominaba la inmediatez, la juventud y las relaciones personales, nos presenta su primer largometraje que recibe el nombre de Hafreiat (traducido como “Excavación”), en la que a partir de la citada excavación, se adentra en lo humano y lo social, como mencionaba Renoir, en el paisaje que investiga las formas de vida, tanto laboral como emocionalmente. 

Estamos ante una película observacional, una cinta que mira e investiga las circunstancias de su protagonista, pero no lo hace de forma meramente convencional o acudiendo a lo fácil, sino todo lo contrario, el seguimiento que hace de Abo Dya es muy cercano, sensible y tangible, porque todo lo que vemos y oímos nace desde la “verdad”, esa verdad que se puede tocar, porque no está edulcorada o manipulada, sino que consigue reflejar una parte de la existencia de Dya, su presente más inmediato y todo su alrededor: trabajo, familia, pasado e ilusiones. Sardà usa la excavación para centrarse en este trabajador y su relación con su pasado delictivo y su presente con su hijo Dya, al que educa desde la sencillez y lo cotidiano, explicándole lo que fue y lo que no quiere ser ahora. Este hombre no está muy lejos de aquel Toni, el inmigrante español que intentaba ganarse la vida en la vendimia retratado por el citado Renoir, o aquel Antonio Ricci de Ladrón de bicicletas, de De Sica, porque todos ellos son hombres que trabajan para labrarse un futuro para los suyos y ellos, a pesar de la escasez laboral, del pasado difícil y demás hechos. 

Sardà cuenta su relato del aquí y ahora desde lo humano y a su vez, desde lo político, que diría Gramsci, donde viendo cómo vive este hombre y su familia, sabemos la situación de esa zona de Jordania, y sobre todo, sabemos las dificultades en las que viven allí aquellas personas que luchan por encontrar su lugar. A partir de un guion escrito por Txell Llorens y el propio director, que captura la vida, sueños y frustraciones de Abo Dya, la cámara de Artur-Pol Camprubí, del que conocemos su trabajo en Tolyatty adrift (2022), de Laura Sisteró, penetra no solo en la intimidad de Abo Dya, sino en su interior, tanto en lo personal, en lo social, con sus quehaceres laborales, donde intentan mejorar las condiciones laborales, y su alma, donde conocemos los miedos a su pasado y el futuro que quiere diferente. Un montaje que sabe captar esa mezcla de momentos, donde todo se bifurca, en que lo interior y lo exterior acaba siendo una fusión imposible de definir, en una película que tiene unos noventa minutos llenos de vida, de alegría y de tristeza, y de dura realidad, en un espléndido trabajo de Ariadna Ribas, que sobran la presentaciones para una de las grandes editoras del cine más reflexivo y sólido de nuestro país, ese “Impulso Colectivo”, que tan bien acuñó otro grande como Carlos Losilla. 

Estamos muy contentos con la película Hafreiat, de Alex Sardà, porque a parte de construir una realidad que no está tan lejos como pudiera parecer, porque muchos de los problemas que sufre Abo Dya, también son problemas de aquí, y por ende, son problemas endémicos de un sistema que explota sin importarle las vidas que hay detrás de los que lo sufren. Hafreiat habla de un hombre que quiere dejar su pasado atrás, como le ocurría a Eddie Taylor, al protagonista de Sólo se vive una vez, de Fritz Lang, y construir una nube vida con su familia e inculcar a su hijo la bondad y la humanidad, a pesar de su alrededor, donde cada pan hay que ganarselo sudando mucho y trabajando con dureza en condiciones muy complicadas. Porque Abo Dya es una de muchas personas que intentan salir del agujero y respirar, tirar hacia adelante, aunque sea con poco, y debe seguir luchando para conseguirlo. El cineasta catalán consigue con poco esa intimidad apabullante, atrapando lo personal y lo social sin ningún tipo de alarde narrativo, ocupando ese espacio donde la vida fluye y donde los personajes explican sin apenas diálogos, sin explicar a cámara, sólo viviendo y el cineasta expectante, paciente a qué suceda la vida y todo lo demás, para así poder registrarlo y mostrarlo a todo aquel que esté interesado en las historias cotidianas, en personas de carne y hueso enfrentadas a la cotidianidad, a su vida, a su pasado y a su inquietante futuro, porque si una cosa deja clara la película de Sarda, es que la realidad y la existencia de Abo Dya, aunque se encuentre muy alejada de nosotros en distancia, su proximidad e intimidad está muy cerca, tan cerca que podríamos ser uno de ellos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Bella Agossou, Natalia de Molina y Miguel Ángel Vivas

Entrevista a Bella Agossou, Natalia de Molina y Miguel Ángel Vivas, actrices y director de la película “Asedio”, en el Hotel Catalonia Eixample en Barcelona, el jueves 27 de abril de 2023

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Bella Agossou, Natalia de Molina y Miguel Ángel Vivas, por su tiempo, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos tan maravillosamente bien, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

Asedio, de Miguel Ángel Vivas

LA JAULA DE HORMIGÓN. 

“Les creímos una vez y casi nos matan. Si les creemos otra vez, merecemos morir”.

Asalta a la comisaría del distrito 13 (1976), de John Carpenter

La policía antidisturbios Dani cree en su trabajo, en ayudar a los demás, y sobre todo, en servir, en estar al lado de los buenos y de la justicia. Pero, todo va a cambiar un día que van a uno de esos barrios periféricos, invisibles y ocultos de todos y todo. El efectivo es para hacer un desahucio más, aunque este será totalmente diferente, y no sólo por todo lo que encontrarán, sino porque entre los suyos, hay una corrupción boyante. Sexto trabajo de Miguel Ángel Vivas (Sevilla, 1974), que vuelve a enmarcarse en territorios del thriller, en Asedio se sigue la idea que transitaba por películas como Secuestrados (2010), y Tu hijo (2018), su anterior película, y decimos esto porque en los tres films cohabita una trama de un individuo enfrentado a un grupo en una atmósfera muy oscura y asfixiante, en el que el agobio del tiempo y la desesperación juegan un papel vital en el desarrollo de la trama. 

A partir de una idea original del propio director y José Rodríguez, otro sevillano de pro que ha escrito películas como Adiós, de Paco Cabezas y La maniobra de la tortuga, de Juan Miguel del Castillo, ambas protagonizadas por Natalia de Molina, nace un guion que firma Marta Medina del Valle, en el que se prioriza la experiencia de Dani, el hilo conductor de este policíaco con hechuras y solidísimo, en el que un edificio se convertirá en esa ratonera difícil de lidiar y muchos menos escapar con vida. Dani entrará en un infierno particular, huyendo de los suyos y encontrando a Nasha, una inmigrante ilegal que, al igual que ella, también se oculta de esa policía corrupta que ha convertido el bloque de viviendas en su campo de contrabando. La imprescindible presencia de la estupenda producción de Enrique López Lavigne con su inseparable Apache Films, responsable de los últimos grandes títulos de género en este país como Verónica, de Paco Plaza, Quién te cantará, de Carlos Vermut, y las dos últimas de Vivas. A partir de tremendos y agobiantes planos secuencia, como ese que abre la película de forma extenuante, en un formidable trabajo del cinematógrafo Rafael Reparaz, del que habíamos visto Maus, de Yayo Herrero, Ira, de Jota Aronak y Dancing Beethoven, de Arantxa Aguirre, entre otras, muy bien acompañada por la música del rockero mexicano Sergio Acosta Russek, que aumenta lo oscuro y la persecución sin tregua en la que se cimenta la historia, y el tenso y preciso montaje de Luis de la Madrid, con casi sesenta títulos en su filmografía con nombres tan ilustres del género como Jaume Balagueró y Guillermo del Toro, que también estuvo en la mencionada Tu hijo.

Asedio consigue que los espectadores seamos uno más en este thriller de corte social, que buena falta hace en el cine español, en el que hay pocas películas sociales, con aroma de los mejores títulos del género como aquellas maravillas que se hacían en Barcelona en la década de los cincuenta dirigidas por Francisco Rovira Beleta, Julio Salvador, Ignacio F. Iquino, Julio Coll, Juan Bosch y Francisco Pérez Dolz, entre otros, sin olvidarnos de todo ese inmaculado cine estadounidense setentera que hicieron los Carpenter y su citada Asalta a la comisaría del distrito 13, influencia más que notable en la película, Frankenheimer, Peckinpah, De Palma, Siegel, Pakula, entre otros, que vieron en el género una forma de hablar de los cambios sociales y económicos del país. Asedio es una trama bien construida, quizás tiene algún que otro exceso para encandilar a los espectador ávidos de espectacularidad, pero consigue entretenernos e ir un poco más allá, sumergiéndonos en un túnel oscuro, en ocasiones coqueteando con el terror, y destapando a todos los invisibles y ocultos que viven de forma ilegal a unos cuántos kilómetros de nuestras casas, en esos barrios a los que nadie quiere entrar, y dónde la policía sólo entra para hacer desahucios, detener a alguien y poco más. 

Un reparto brillante y extenso que ayuda a ir descubriendo ese laberíntico edificio en el que hay muchas sorpresas y algunas que quitan el aliento, encabezado por una grandísima Natalia de Molina, metido en el fregado más complejo de toda su carrera, interpretando a una mujer enfrentada a algo demasiado grande para ella, pero que sorteará con valentía y muchísimo coraje, y algo de suerte, y muy bien acompañada por Nasha, que interpreta una sorprendente Bella Agossou, a la que hemos visto en películas de Fernando González Molina, Salvador Calvo y Esteban Crespo, entre otros, que se convierte en la mejor compañía para Dani, en un tour de force abrumador que sostiene con solidez la trama, y otros intérpretes como el increíble Francisco Reyes como uno de los polis, una enorme presencia tanto física como emocional, Sesinou Henriette, otra de las inmigrantes que andará por ahí, y luego una retahíla de nombres como Fran Cantos, Chani Marín, Jorge Kent, Efraín Rodríguez, Luis Hacha, Fernando Valdivielso, Salman L-Mrabat, convertido en uno de esos capos de los ilegales, con una de esas secuencias sumamente inquietantes y agobiantes que podría haber filmado Tarantino. Dejense llevar por la película, porque una cinta como Asedio no vacila a los espectadores, ni tampoco va de tramposa, porque es una honesta y fiel con todo lo que cuenta, con todo lo que muestra y sobre todo, es honesta con todo lo que ocurre, que aunque nos pueda parecer muy heavy, son situaciones que ocurren a pocos kilómetros cerca de nuestra casa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA