Encuentro con el cineasta Bertrand Tavernier, junto a Esteve Riambau, director de la Filmoteca, con motivo de la presentación de su película “Voyage à travers le Cinéma Français”. El encuentro tuvo lugar el martes 25 de abril de 2017 en la Filmoteca de Cataluña en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Bertrand Tavernier, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Jordi Martínez de Comunicación de la Filmoteca, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.
Si os hablara de ella, de la princesa sin voz, ¿qué os diría? ¿Os hablaría de aquella vez que…? Pasó hace mucho tiempo, durante los últimos días del reinado de un príncipe justo… ¿O tal vez os hablaría del lugar? Una pequeña ciudad cerca de la costa, pero lejos de todo lo demás… O quizás simplemente os advertiría de la verdad de estos hechos y de la historia de amor y pérdida y del monstruo que trató de destruirlo todo…
Elisa es una joven muda, de apariencia inocente y frágil, que tiene una vida tranquila en su pequeña morada de un edificio antiguo, que tiene de vecino a Giles, un solitario como ella, que malvive con sus dibujos para publicidad, su ex alcoholismo, sus gatos y su pasión a los musicales por televisión. Elisa trabaja en el turno de noche como limpiadora en un inquietante y oscuro edificio del gobierno donde se llevan pruebas militares de alto secreto. Estamos en una pequeña localidad costera en EE.UU., alrededor del año 1962. La rutina diaria cambiará cuando Elisa limpia uno de los laboratorios y conoce a una extraña criatura anfibia de aspecto humanoide. A partir de ese instante, la vida de la joven girará en torno a ese ser de otro mundo, de otro lugar, que las tribus de Sudamérica, donde fue capturado, veneraban como si se tratase de un Dios.
La décima película de Guillermo Del Toro (Guadalajara, México, 1964) reúne todas las características y lugares comunes de su cine, donde lo fantástico y lo cotidiano se mezclan de manera natural, en el que siempre suele haber un personaje, ya sea niño o adulto, que oculto y temeroso del mundo real, construye su propia fantasía, adentrándose en otro mundo, más cercano a sus emociones, a sus sueños y a su interior. En su debut, Cronos (1993) la acción giraba en torno a una cajita que despertaba a una pequeña criatura que se alimentaba de sangre, en El espinazo del diablo (2001) un niño se relacionaba con un fantasma de su misma edad que le desvelaba el secreto que encerraba un orfanato de finales de 1939, en Hellboy (2004) los nazis rescataban de las profundidades un antiguo demonio, en El laberinto del fauno (2006) una niña se adentraba en un mundo fantástico donde debía pasar tres pruebas, o La cumbre escarlata (2015) una joven escritora en crisis se tropezaba con una mansión que emanaba sangre.
Los mundos que surgen de la imaginación de Del Toro se encuentran cerca del nuestro, pero alejados de nuestra realidad, de nuestra cotidianidad, que en la mente de Del Toro se mueven entre formas oscuras y tenebrosas, en el que habitan monstruos de toda índole como vampiros, fantasmas, faunos, etc… Todos tienen algo en común, desprenden bondad, la fiereza de sus cuerpos y rostros no es más que una máscara, en realidad, los monstruos que describe el cineasta mexicano provienen del imaginario de Frankenstein, ese ser incomprendido, solitario y lleno de incertidumbres, que huye de aquellos que no lo quieren por su aspecto, en un mundo hostil, lleno de prejuicios y peligros, donde ese ser de otro mundo, no logra encajar y ser aceptado. Las criaturas inocentes del mundo de Del toro son en cierta medida, parecidas a esos monstruos con los que se encuentran, seres solitarios, soñadores, que no encajan en la sociedad, y suelen odiar a ese adulto que con apariencia humana hace monstruosidades a su alrededor. Quizás, La forma del agua es la primera película del cineasta mexicano que no describe sus fantasías infantiles, sino que abre una puerta al adulto que todos tenemos, ya que su historia con su caparazón de cuento de hadas, camina por los territorios de lo romántico, un amor diferente, pero igual de puro y sensible que pudiera ser cualquier otro de índole convencional.
Del Toro construye una película sencilla que navega por diferentes ambientes, por un lado, tenemos la historia de amor entre Elisa y la criatura anfibia (inspirada en una de las películas fetiche de Del Toro desde que la vio de niño, La mujer y el monstruo, de Jack Arnold, uno de los hitos de la serie B de ciencia-ficción) y por el otro, la atmósfera de aquellos turbulentos y violentos años 60, aquellos años de guerra fría, en la que Estados Unidos se movía entre el pánico a una invasión nuclear, la segregación racial, el poder embaucador de la televisión, y el cine como único refugio a tanta locura colectiva. Y en medio de todo ello, tenemos a Elisa, una joven muda que deberá enfrentarse al malvado ogro, encarnado por Strickland, el agente de seguridad con historial sangriento (que recuerda y mucho a Vidal, el capitán fascista que interpretaba Sergi López en El laberinto del fauno), aunque Elisa encontrará a sus aliados para llevar su empresa a buen puerto, desde su vecino, algo así como el padre bondadoso que no conoció, o Zelda, esa compañera negra del trabajo, casi hermana mayor, que aunque tenga reticencias, le ayudará a conseguir su propósito, y por último, un aliado bastante peculiar y extraño, el Dr. Hoffsteller, un espía soviético infiltrado que le ayudará para que el gobierno no aniquile a la criatura anfibia.
Del Toro ha construido su película más profunda y tierna, donde en un mundo hostil y frenético, dos criaturas en peligro, encuentren su espacio para amarse, aunque para ello deberán vencer algunos obstáculos, ya que la sociedad no está preparada para lo diferente, lo extraño, aquello que no es convencional o no sigue las estrictas normas, que deciden que una criatura no sirve y hay que acabar con ella. Del Toro vuelve a contar con el gran trabajo de fotografía de Dan Laustsen (colaborador habitual de Ole Boredal) después de Mimic y La letra escarlata, para construir esa luz oscura y apagada, de tonos oscuros y tenebrosos, que en realidad brilla para retratar ese mundo cotidiano de los 60 y a la vez, ese universo fantástico, donde agua y cuerpos se mezclan creando uno solo. Una luz que recuerda a los mundos de Jeunet y Caro en Delicatessen o La ciudad de los niños perdidos, donde el cuento, la realidad y lo fantástico se mezclaban de manera natural y sensible. La sublime y espectacular diseño de arte que construye una atmósfera inquietante y cercana con esos laboratorios, pasillos y pisos lúgubres, redondeando las formas rectas y brutalistas que se estilaban en la arquitectura de la época, con ese aroma a la serie B y la ciencia-ficción de los 50 y 60 con la amenaza nuclear en todas las tramas. Acompañada de una acogedora y delicada score de Alexandre Desplat ayuda a envolvernos en ese universo donde criaturas anfibias y seres humanos cohabitan y escapan de las garras del monstruo con pistola.
La sobrecogedora interpretación de Sally Hawkins, que sin palabras, sólo con miradas, silencios y gestos, construye un personaje complejo y sencillo al unísono, uno de esos personajes que sin hablar dice tanto, bien secundada por Michael Shannon, como el malvado y despiadado ogro que no cejará en su empeño de eliminar a los diferentes, y los Richard Jenkins, Octavia Spencer, Michael Stuhlbarg, y Doug Jones como la criatura anfibia, un experto en estos lares. Del Toro nos vuelve a hablar del mito de La bella y la bestia, y lo hace a través de un mundo real y mágico a la vez, un mundo que habita entre esos mundos, un mundo existente solamente en nuestro subconsciente, en aquello intangible, al que solo se puede ir transportado por la fuerza de nuestros sueños, de aquello que no existe, pero está ahí, y nos seduce con maestría y belleza la experiencia maravillosa de estar enamorado, de dejarse llevar por los sentimientos, como el amor poético y romántico que viven Elisa y la criatura, un amor prohibido, ese amor puro, ese amor que está por encima de razas, ideologías y culturas, un amor que se respira profundamente por todo el cuerpo, un amor de tan real e intenso parece que no sea posible en el mundo tan febril, loco y vacío en el que nos ha tocado vivir.
En un instante de la película, uno de los personajes April, quizás el más irónico y cínico con su miseria y frustración, le suelta a Janet (amiga de toda la vida y recién nombrada ministra de sanidad) la siguiente advertencia: Yo no creo en la democracia, creo en ti. Toda una declaración de principios, y también, podríamos añadir que es donde descansa el verdadero propósito de la película, que no es otro que ese estado de ánimo, si todavía queda alguno, de los personajes que se encontrarán en el hogar de Janet y Bill para celebrar el nombramiento. Sally Potter (Londres, 1949) cineasta inquisitiva y crítica con los problemas personales y sociales, como ya demostró en películas memorables como Orlando (1992) o Ginger & Rosa (2012), plantea una película de gran pureza y naturalismo, en la que se despoja de todo artífico cinematográfico para sumergirse en la esencia de sus personajes y sus peculiaridades, desde su acción, que sigue el orden cronológico de los hechos, en un tiempo real, en esos intensísimos y frenéticos 71 minutos de duración, donde nosotros los espectadores asistimos como uno más, viviendo en directo lo que les va sucediendo a los personajes, a todo aquello que se va cociendo in situ. Otra de sus características es su color, o su falta de él, el blanco y negro naturalista y extremadamente sobrio, obra de Alexey Rodionov (íntimo colaborador de la directora).
La cinta nos sitúa en un solo espacio, el hogar ya citado, y su salón, donde se conocerán las mayores revelaciones, y también, la cocina, el baño y la terraza, ese espacio doméstico donde se hablará, discutirá y debatirá sobre todo, y digo todo, porque Potter atiza a todo, desde el romanticismo de los ideales, de la diferencia entre las ideas y los actos, de las verdades, aquellas reales y las inventadas, de la juventud, del tiempo, de la medicina de siempre y la natural, de la izquierda, del ultra capitalismo, del feminismo, la maternidad, la amistad, el amor, el agotamiento de la vida en pareja, de nuestros sentimientos, o lo que interpretamos que son, y la coherencia entre la vida profesional y la personal, y sobre todo, de todo aquello que deseábamos para nuestra vida y en algún momento, no sabemos cuándo, se quedó en alguna parte o lo dejamos por el camino, que para el caso es igual. Potter no deja títere con cabeza, y lo hace desde la comedia negra, muy negra, desde la fábula moral, aderezada con las canciones que suenan en ese viejo tocadiscos, que van describiendo el interior de cada uno de los personajes, que lo que empieza en una celebración, poco a poco se irá tornado de un tono más oscuro, más terrorífico, y derivará en el drama personal e íntimo, sin dejar nunca de lado esa mala uva tan característica del humor inglés.
Potter no mira a sus personajes con odio y recelo, sino todo el contrario, los mira y filma desde todos los puntos de vista, sin juzgarles ni admirarlos, en su sencillez humana, en sus contradicciones, en su insignificancia y miserias ocultas, sus miedos y sus mentiras, en una película que el punto de vista irá cambiando de mano, y cuando la película se detiene en uno, los demás acuden como espectadores insólitos para escuchar, oír y callar, solo algunos, porque otros sí que querrán decir la suya. Una velada con amigos, o con amigos que se mienten, o mejor dicho, que saben ser diplomáticos y sinceros cuando se les pide, y saben guardar las formas si la ocasión lo requiere, amigos al fin y al cabo. La cineasta británica va cociendo a fuego lento su (des) encuentro, moviéndose entre las figuras humanas, unas más reconocibles que otras, unas más sinceras que otras, llevando su drama hasta esa catarsis general en el que todo explotará, todo se destapará, y en el que todos, y cada uno de ellos, explicará su verdad, eso que tanto tiempo ha guardado, su vida, sus sentimientos, y todas las frustraciones que la política, la sociedad, la cultura y la maldita economía le han producido en su existencia.
Potter enmarca su película en lo que podríamos añadir como un género en sí mismo, con el aroma de cintas como El discreto encanto de la burguesía, Reencuentro o Los amigos de Peter, por citar algunas, nos referimos a esas reuniones de amigos, esos reencuentros o no, a esas veladas que empiezan con risas, palabras amables y formas elegantes, y los recuerdos del ayer, los perdidos, los encontrados o los inventados, que según avanza la reunión cordial y amigable, y sin saber cómo, o quizás sí, en algún momento, nadie sabe en qué momento, todo cambiará, las cosas cambiarán de rumbo, se tornarán diferentes, como si alguien las hubiera cambiado del revés, en una especie de hoguera de las vanidades doméstica, donde aparecerá todo, donde la mentira no aguantará más desplantes y vergüenzas, y la verdad se impondrá como un martillo ejecutor que golpeará a todos, sí a todos, sin olvidarse de ninguno, con la misma fuerza como si lo hiciera por última vez, porque después de esa noche ya nada volverá a ser igual, o quizás sí, pero con muchos matices, y todos deberán convivir sabiendo la verdad, y conociendo a lo que se atienen con sus conflictos interiores y sus relaciones con los otros.
Y como suele ocurrir en estas piezas de cámara humanas y sin trampa ni cartón, los personajes complejos, tan humanos y débiles, en el fondo, como somos todos, están interpretados por un reparto coral que raya a una grandísima altura, dotando a sus personajes de carne y hueso, entes de verdad, cuando esta hace acto de presencia, desde la anfitriona, Kristin Scott Thomas (esa ministra nombrada que tiene un incendio en su casa y además, tantas cosas que ocultar) su marido Timothy Spall (casi en el otro barrio, ausente, que más parece un fantasma, y aún guarda un as que le hará incendiar el cotarro) Patricia Clarkson (esa amiga devota del alma, pero que conoce sus fragilidades y frustraciones) y su marido, Bruno Ganz (mitad curandero, gurú y adicto a la autoayuda) Cherry Jones (la lesbiana madura que ha vivido contra todos para ser ella misma) su pareja y madre de sus trillizos Emily Mortimer (la gay que ataca a todo y todos, sin importarle los matices) y finalmente, Cillian Murphy (ese triunfador del capitalismo, adicto a la coca que se siente un perdedor y no sabe como retener a su esposa). Seres perdidos, seres idealistas, algunos, y otros, frustrados, o las dos cosas a la vez, pero que en el fondo, intentan sobrevivir a pesar de toda la falsedad política, la de los suyos, a los que creyeron en el cambio y que las cosas podían cambiar, aunque finalmente, no fue así, pero al menos soñaron con eso, o con algo parecido.
La vida familiar de Katja, una mujer alemana que vive junto a su marido (ex convicto turco por tráfico de drogas) e hijo, se ve trágicamente interrumpidas por un atentado terrorista que acaba con las vidas de su esposo e hijo. Inmediatamente son detenidos los responsables de la matanza y llevados ante un tribunal. Después de un par de comedias, más o menos interesantes, y el drama armenio que fue El padre. El nuevo trabajo de Fatih Akin (Hamburgo, Alemania, 1973) vuelve a moverse por los marcos de su cine anterior, donde la conexión germano-turco preside casi la totalidad de su cinematografía (recordando el origen turco de sus padres) un cine entre el documental (en el que ha retratado sus orígenes familiares turcos o la efervescencia musical turca) y la ficción, en la que siempre parece encaminarse por el fatalismo y la tragedia, a través de unos retratos duros, ásperos y sucios, donde sus personajes se mueven entre los márgenes o en ocasiones, los trasgreden, fábulas modernas en el que se respira los conflictos derivados a la inmigración, la identidad, el arraigo, y demás, en el que las relaciones que se establecen entre sus criaturas suelen moverse a través de unas emociones a flor de piel, donde el drama íntimo y personal los lleva a sobrevivir en situaciones complicadas y extremadamente difíciles.
Ahora, nos presenta a Katja, una mujer que ha construido una vida convencional y sana, y que un día, sin tiempo para digerirlo, su vida se va al garete y le arrebatan los dos seres que más ama. A partir de ese instante, la vida de Katja, por llamarla de algún modo, se mueve por otros derroteros y el dolor y sus múltiples capas invaden su vida y su existencia. Akin desestructura su película en tres tiempos, en el primero, conocemos a la familia, en el segundo, nos instala en una sala de juicios donde se lleva a cabo el procedimiento, y finalmente, nos lleva al mar de Grecia, donde se resolverá el entuerto. El cineasta turco-alemán se inspira en los casos reales que se produjeron en Alemania, cuando unos grupos neonazis perpetraron una serie de atentados contra las comunidades inmigrantes, a partir de esa premisa real, Akin profundiza en el interior de una mujer herida, una mujer rota por el dolor, que sólo existe para que se haga justicia, que haya una reparación legal que mitigue su inmenso e inabarcable dolor.
La película navega por toda la radiografía del dolor de Katja, focalizando toda la cinta en la mirada dura y triste de Diane Kruger, y pasando por diferentes capas en la película, arrancando con un drama íntimo y familiar, que derivará al thriller judicial, para finalmente, adentrarse en el thriller más puro y frenético, donde la investigación y la acción formarán la parte final del filme. Akin, de la mano de su cinematógrafo habitual, Rainer Klausman, consigue profundizar de un modo directo y naturalista, al alma de esta criatura desdichada y rota por el dolor, pero, en su caso, el dolor no la paraliza, sino todo lo contrario, la convierte en una especie de justiciera nata, que si bien la justicia, con su maldita burocracia y tecnicismos estúpidos, no conseguirá calmar su sed de venganza, ella tomará cartas en el asunto y emprenderá su camino, alejado de todos y todo. La inmensa y magnífica interpretación de Diana Kruger (que aunque nacida en Alemania, ha desarrollado una carrea internacional muy interesante, sobre todo, en Francia y EE.UU.) es uno de los grandes aciertos de Akin, que construye un personaje profundamente humano, con sus complejidades y contradicciones, en el que la composición de Kruge, en uno de sus mejores trabajos, por no decir el mejor, apoyado en sus mirada e ínfimos detalles, en los que logra transmitir toda ese dolor latente, tanto físico como emocional.
El realizador alemán construye una fábula moral, donde asistimos a posiciones complejas y actitudes de la protagonista que pueden derivar en ilegales, actividades que nos hacen preguntarnos por la situación que atraviesa, e interpelar directamente a los espectadores, en una película que aborda temas candentes como la magnitud de nuestros principios morales y sociales, los mecanismos oscuros y profundos del dolor, y hasta qué punto seríamos capaces de confiar en la justicia, y más cuando nos es adversa, que sentiríamos y luego, que seríamos capaces para hacer justicia, no legal, sino humana. Katja es una mujer valiente y fuerte, que el dolor la empuja a seguir, cueste lo que cueste, y pase lo que pase, porque quizás en su situación, nosotros seríamos capaces de llegar tan lejos como ella, o quizás no, aunque la película de Akin se sumerge en esas contradicciones del alma humana, y lo hace de forma brillante y acertada, provocando la incomodidad y el debate, porque el cine es una excelente herramienta para abrir heridas que vivimos diariamente en las sociedades modernas, y debatir sobre los métodos, tanto legales como personales, que tanto unos como otros, tarde o temprano, salen a relucir.
Dos imágenes separadas en el tiempo, dos imágenes por las que han pasado casi cuatro décadas, estructuran y encierran el cuarto largo de Ramón Salazar (Málaga, 1973). En una de ellas, observamos una niña de 8 años, mirando a través de la ventana en una tarde de domingo, esperando que vuelva su madre. En la siguiente, 35 años después, vemos a la madre, de espaldas, sumergida hasta la cabeza, en un lago en mitad de un bosque. Dos instantáneas que separan, se mezclan y condensan una relación compleja que se rompió hace 35 años. Aunque, el pasado, caprichoso y juicioso, volverá con una extraña petición, un encargo que devolverá al futuro a aquel tiempo que parecía lejano, de lado, cómo se quisiera borrar, como si jamás hubiera existido. Salazar compone un brillante y oscuro drama íntimo, donde encierra en las paredes de un bosque fronterizo, en el que convoca al pasado, encarnado en Chiara, aquella niña que miraba por la ventana, y el presente, que da vida Anabel, aquella madre que no volvió y abandonó a su hija.
El tiempo las vuelve a juntar, un tiempo indefinido, un tiempo sin tiempo, un tiempo de miradas y gestos, donde las palabras ya no tienen sentido, o quizás, es muy difícil saber qué decir, como explicarse, porque ya no hay tiempo para eso, sino para compartir diez días con aquella hija que dejó, y en un sitio alejado de todos y todo, donde apenas hay cobertura, un lugar de paz, sosiego y calma, porque las tormentas emocionales que surgirán invadirán esa atmósfera rural, ese ambiente casi sin tiempo, sin nadie, un espacio para ellas solas, todo aquel que no han vivido en tantos años de desesperación. Salazar ha compuesto en la película un viaje a las emociones desde un prisma diferente a sus anteriores trabajos, películas que se movían en tramas corales, donde una serie de personajes se entrecruzaban en ambientes urbanos, donde las emociones surgían para atraparlos, en el que exploraba aspectos como la soledad, la identidad y la infelicidad en los tiempo actuales, en el que sus personajes imaginaban y se transportaban en sueños a lugares diferentes y más amables, en los que realmente eran ellos mismos y los miedos e inseguridades desaparecían.
En La enfermedad del domingo, el universo onírico deja espacio a la cruda realidad, a solamente dos almas en tránsito, dos personajes, madre e hija, que tienen mucho que decirse, aunque les falten tanto las palabras, pero encontrarán la forma de hablarse sin palabras, comunicarse y acercarse, encontrarse en mitad de esa casa en mitad de ese bosque, de ese lugar sin tiempo, a través de sus miradas, sus emociones, porque no resulta fácil condensar en diez jornadas 35 años, un tiempo de abandono, un tiempo de carencia emocional, un tiempo que fue otro tiempo, un tiempo en el que sus vidas no compartían, no estaban, no eran, la madre, alejada y con espacio para olvidar, y la hija, reconstruyéndose a sí misma, creciendo sin esa figura maternal que ya no estaba, recomponiéndose y extrañándose de una vida rota, una vida incompleta, como cuando alguien arranca a una persona de una foto que ya no quiere ver y sentir.
Anabel y Chiara, las inmensas Susi Sánchez (que vuelve a trabajar con Salazar) y Bárbara Lennie, en dos apabullantes y magníficos trabajos convertidas en dos almas perdidas y desamparadas en ese bosque crepuscular, donde una, la madre, ha perdido su ambiente sofisticado y elegante que da el dinero, para despojarse y desnudarse frente a su hija, su pasado, su abandono y sobre todo, a la mujer que fue, a ella misma, y la hija, que vuelve, que desea compartir con su madre, porque ya no sabe quién es, ni ella misma sabe en quien se ha convertido. Dos mujeres que nos recuerdan a aquellas Charlotte y Eva, también madre e hija en Sonata de otoño, y en su difícil y áspera relación, o a Becky del Páramo y Rebeca, también madre e hija en Tacones Lejanos, y su terrible relación de amor y odio. (Des) Encuentros y sus conflictos en los que tanto Bergman como Almodóvar analizaban desde la fragilidad de las emociones, y la distancia que a veces se construye con los más cercanos.
El cineasta malagueño construye un poema sensible casi sin palabras, a través de una sofisticada y elegante mise-en-scène, donde brilla con fuerza la maravillosa y sombría fotografía de Ricardo de Gracia (que ya estuvo en 20000 noches en ninguna parte, la anterior película de Salazar) o el inmenso trabajo de arte de Sylvia Steinbrecht, en el que los objetos y el atrezo rememoran ese pasado oculto que el personaje de Anabel había intentado olvidar sin conseguirlo, y el exquisito montaje de Teresa Font (la editora de Vicente Aranda) dando ese tiempo para que los (des) encuentros entre madre e hija se saboreen y se retroalimenten, creando ese universo sin tiempo y sin lugar, un espacio indefinido y casi onírico, pero con su cruda realidad, en el que cohabitan madre e hija, donde el abandono y la maternidad aflorarán y se discutirá a través de las emociones complejas y diferentes de ellas dos. Salazar ha construido un cautivador, tenso y áspero poema visual y emocional, donde una madre y una hija se reencuentran, vuelven a aquel pasado que ninguna ha podido olvidar, ese tiempo que se cruza frente a ellas, frente a su pasado oscuro, a aquel instante perdido en la lejanía de domingo por la tarde, cuando una niña miraba por la ventana esperando a una madre que nunca volvió (o cómo decía Umbral: nunca un niño envejece tanto como en un tarde de domingo) deberán enfrentarse aunque no lo deseen, aunque no tengan fuerzas y no les salgan las palabras, deberán mirarse la una a la otra y (re) encontrarse, mirarse detenidamente, y quizás, abrazarse, porque tal vez el tiempo que las ha vuelto a unir ya no es el mismo, ha cambiado, es diferente, es otro.
“Por supuesto que conocía el secuestro, pero en realidad siempre quise hacer algo con respecto al dinero y el modo en que éste controla y moldea la vida de las personas. Cuando piensas en ello, muchas de nuestras decisiones, ya sea con quién elegimos permanecer casados, dónde elegimos vivir y qué trabajo elegimos asumir, etc., son impulsados por el dinero. Y, obviamente, las personas de bajos recursos se ven afectadas en cuanto a que sus elecciones y sus opciones son limitadas. Pero el dinero incluso influye emocionalmente en los ricos, ya que les proporciona libertad y poder, pero ¿qué hacer con eso?”
David Scarpa
Durante una noche romana de 1973 (maravilloso homenaje en blanco y negro que rememora el universo Felliniano con La dolce vita y su maravillosa Via Beneto de aquellos años de noches eternas, y Las noches de Cabiria, con sus prostitutas pidiendo a gritos clientes guapos y con dinero) el adolescente John Paul Getty III (nieto del hombre más multimillonario del planeta) es secuestrado y llevado a la zona calabresa. Los secuestradores piden a su madre Gail la cantidad de 14 millones de dólares para soltarlo. Aunque lo que en un principio, parece fácil, debido a la fortuna del abuelo, todo se revuelve, ya que la respuesta de John Paul Getty es muy sorprendente, porque éste se niega a dar un solo dólar. A partir de ese instante, comienza una vertiginosa carrera por parte de la madre, que contará con la ayuda de Fletcher Chace, hombre de seguridad de Getty, para conseguir rescatar a su hijo.
La película número 25 del reputado y veterano Ridley Scott (South Shileds, Reino Unido, 1937) es una mezcla interesante del thriller de investigación y el drama familiar shakesperiano, en una película contada en su inicio de forma desestructurada ya que nos contará sus antecedentes, como los pormenores de cómo Getty consiguió su inmensa fortuna explotando el petróleo de oriente medio, y su peculiar forma de ser, contradictoria, en el que se mueve entre la avaricia, la filantropía, la crueldad y el amor hacía los suyos. También, la nula relación con su hijo, y padre del secuestrado (que acaba consumiéndose entre drogas) y el amor que siente hacía su nieto, un pasado que será clave para entender el carácter enrevesado y singular de Getty, y porque actúa de esa manera frente a los secuestradores. Scott se basa en un guión de David Scarpa que a su vez adapta el libro Dolorosamente Rico: las indignantes fortunas e infortunios de los herederos de J. Paul Getty, de John Person, y nace una película en la que el veterano director impone un ritmo enérgico y brillante, en el que la trama no da nunca tregua, y se mueve por diferentes y ambiguos ambientes, como la fortaleza de Getty, con su seriedad, elegancia, y porque no decirlo, con su aura de tenebrosidad y terror, como aquel Xanadú del homólogo Charles Foster Kane, las calles infectadas de gente de la vecchia Roma con la prensa más rancia y amarillista acosando constantemente, o las zonas rurales del sur de Italia donde esconden al joven Getty, y sus penurias entre suciedad y vejaciones, en un caleidoscopio de aquel instante y aroma político que se vivía en los años setenta y más concretamente en Italia, años de efervescencia revolucionaria y continuos actos terroristas, donde todo se movía a ritmo vertiginoso.
Scott consigue esa atmósfera y el contexto social y cultural del momento, moviéndose como pez en el agua, consiguiendo una de sus mejores películas de los últimos años, donde nos cuenta de forma interesante y brutal las relaciones complejas del magnate rico (grandísima la composición del veterano Christopher Plummer) y su afán de no perder nada de su riqueza, ese amor por su dinero, porque nadie se lo arrebata, contando cada moneda, y negociando hasta lo más insignificante, una representación moderna de El avaro, de Molière, un ser mezquino, solitario, que se mueve entre oro, pero odia a todo el mundo, y a él mismo, una figura fantasmagórica mezquina, que nunca tiene suficiente dinero, aunque lo tenga todo, en contraposición con la férrea voluntad y su batalla sin cuartel que emprende Gail Harris (formidable la siempre interesante Michelle Williams) para recuperar a su hijo, con la ayuda de Chace (correcto y audaz la interpretación de Mark Wahlberg).
El buen hacer de su reparto ayuda a componer un plantel de gran altura como Roman Duris que da vida a uno de los secuestradores, Charlie Plummer como el joven secuestrado, la seriedad de Marco Leaonardi o la presencia de Timothy Hutton como emisario del magnate. Una película seria y compleja sobre nuestra relación con el dinero, ese “vil metal” que describía el gran Pérez Galdós en sus obras, ese elemento distorsionador, carente de principios, que nos consume el alma, y decide nuestras vidas, y cómo afecta a alguien que lo tiene todo, que puede comprarlo todo, que sus deseos, por más raros y extravagantes que sean, puede tenerlos, pero aún así, no parece que le sacie su infinita sed de poder, de riqueza y posición, porque como bien decía el poeta, el dinero nunca es suficiente, porque sólo puede comprar lo que tiene un precio, y aunque en muchas y desagradables ocasiones compre el amor, en otras, no puede hacerlo.
Entrevista al cineasta Luis Ospina, con motivo de la proyección de su película “Todo comenzó por el fin”, en el Zumzeig Cinema Cooperativa en Barcelona. El encuentro tuvo lugar el miércoles 6 de diciembre de 2017 en su alojamiento en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Luis Ospina, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y al equipo del Zumzeig Cinema Cooperativa, por su amabilidad, generosidad, cariño, programación y su labor con el cine más arriesgado, comprometido y resistente.
Presentación de la Americana. Festival de Cinema Independent Nord-Americà de Barcelona con la presencia de dos componentes de su equipo. El acto tuvo lugar el miércoles 14 de febrero de 2018 en el auditorio del Mobile World Centre en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Ana Sánchez de Comedianet, por su tiempo, conocimiento, cariño y generosidad, y al equipo de la Americana Film Festival, por su organización, generosidad, paciencia, amabilidad y cariño.
Reynolds Woodcock es un hombre maduro, de extraordinario talento para el diseño de vestidos para mujeres, profesión en la que ha volcado su existencia, dónde se muestra metódico, exigente y perfeccionista. “The House of Woodcock”, que lleva junto a su hermana Cyril, se ha convertido en la casa de modas más importantes del Londres de los años 50, por donde desfilan reinas, condesas, herederas, estrellas de cine y grandes damas, que llegan para tener el vestido más elegante y exclusivo de todos. Reynolds lleva su empresa como si se tratase de un regimiento militar, donde hay múltiples reglas que hay que cumplir a rajatabla, normas y más normas de un diseñador que se muestra quisquilloso, egocéntrico e irascible con todos y todo. Aunque todo ese aparente orden se viene abajo con la aparición de Alma, un joven inmigrante venida del este que Reynolds conoce una mañana. Alma entrará a trabajar con él, y sin quererlo, se convertirá en el centro de todas las cosas. El octavo trabajo de Paul Thomas Anderson (Studio City, California, 1970) sigue la línea de sus últimos films, si bien es verdad que su cine arrancó con dramas corales como Sydney, Boggie Nights o Magnolia, poco a poco, si exceptuamos su anterior filme Puro Vicio (donde había drama coral salpicado de comedia surrealista) sus otras películas han derivado en retratos íntimos, con pocos personajes, donde la trama pivotaba en uno de ellos, que suelen tratarse de tipos solitarios y a la deriva, que les cuesta encajar en la sociedad, como ocurría en Punch-Druck Love,The Master o en Pozos de ambición, en el que el magnate fascista del petróleo no tenía nunca suficiente a pesar de amasar una desorbitada fortuna. Los personajes de Anderson suelen ser tipos sin fortuna, por lo general, o existosos en su trabajo, pero no en el amor, tipos perdidos, llenos de traumas y dolor, que se mueven por inercia, sin saber dónde ir, en el que les cuesta entender la sociedad y su entorno más íntimo.
Reynolds Woodcock es un hombre que se ha refugiado en su profesión – personaje inspirado en el célebre modisto español Cristóbal Balenciaga (1895-1972) – y ha construido un reino sin fisuras y brillante, que, en realidad, esconde el trauma de la muerte de su madre (la persona que le hizo quién es y le enseño el oficio) dolor que le ha encerrado en sí mismo, rodeado de criados-empleadas, en un mundo femenino, que le siguen sin rechistar, incluida su hermana, a la que, sin embargo, hay una línea oculta que saben que ninguno de los dos nunca traspasará. La llegada de Alma a su vida cambiará todos sus esquemas, y resquebrajará su reino de cristal, y lo convertirá en alguien humano, un tipo débil y vulnerable, con sus miedos e inseguridades. El cineasta californiano apenas nos deja ver el Londres de posguerra, donde todavía la tragedia de la guerra seguía presente y había pocas distracciones. La película se muestra siguiendo el patrón del modisto, siempre entre cuatro paredes, como el mundo que se construye, en los salones de su casa de trabajo, en la mecanización de sus talleres cosiendo los vestidos, en restaurantes rodeados de gentes y comida, y en su refugio en el campo, donde cómo no, sigue obsesionado con su último diseño. Anderson, que también es el responsable de su fotografía (filmada en 35 mm) construye una luz brillante y esplendorosa en la casa-trabajo de Woodcock, y por el contrario, la ensombrece y la vela en los otros espacios, donde el personaje se muestra diferente, más débil, ataviado con sus gafas, su inseparable cuaderno y lapicero, un tipo que nunca descansa, siempre trabaja y trabaja. La llegada de Alma lo trastocará, lo que en principio parece la caza de una nueva musa, lentamente, se convertirá en algo más, debido al carácter de la joven, una mujer que protesta las continuas órdenes y reglas del modisto, que no quiere ser una más entre todas, que desea convertirse en alguien especial para Woodcock, y no dudará en traspasar todos los límites para desenmascarar al modisto, y convertirlo en alguien real, en alguien cercano y humano.
Anderson filma a sus personajes de manera íntima, en que el escenario lo define, como si pudiéramos tocarlos o caminar entre ellos, a través de una elegante mise en scene, que nos evoca a los grandes dramas victorianos con esas casas señoriales en los que todo sigue el orden previsto, donde la vida y las emociones parecen prediseñadas, como si alguien las hubiera pensado con anterioridad. La película nos hace recordar algunos relatos de Hitchcock, como Rebeca o Vértigo, donde los señores se empeñan en resucitar a los que no están, en un viaje obsesivo y demencial que les conduce a romper la línea temporal y dar vida a aquellos que ya se fueron (como Woodcock en su obsesión de que cada vestido resucite la imagen de su madre muerta) a través de los recién llegados, que se muestran sometidos y encerrados, en la línea de la novela de Frankenstein, aunque la película de Anderson no deriva al terror puro, y si al melodrama romántico, lleno de sofisticación y sobriedad, con el aroma del mejor Wyler con La heredera o a David Lean con sus películas donde sus enamorados se veían en las derivas de dejar lo acomodado para dar rienda suelta a sus emociones, como Breve encuentro, Amigos apasionados o Locuras de verano, por citar algunas, o Doctor Zhivago, con la que guardaría algunas similitudes como la irrupción de una mujer en la vida del protagonista que lo cambiará profundamente, arrastrándolo hasta las profundidades del amor más apasionado.
El formidable elenco de la película ayuda a contar este duro, violento y romántico melodrama, lleno de brillo y oscuridad, donde el amor se muestra obsesivo, fantasmal y competitivo, con unos intérpretes en estado de gracia que componen unos personajes llenos de humanidad y complejidad, como Reynolds Woodcock al que da vida Daniel Day-Lewis, que repite con Anderson, en otro personaje difícil y en ocasiones, muy extremo, en el que el actor británico mantiene su extraordinaria capacidad interpretativa, a través de la contención y las miradas, expresándolo todo a través de lo más íntimo y sencillo, Lesley Manville haciendo de Cyril, esa hermana doliente que sabe cuando callar y cuando replicar, que maneja un personaje que se mueve con rectitud y apoya su personaje en las miradas, y sus breves movimientos (como hacía la enorme Lola Gaos en Tristana) y finalmente, Vicky Krieps, interpretando a Alma, en un brutal y extraordinario tour de force con Day-Lewis, tarea nada fácil que la actriz sabe despachar con increíble fuerza y brillantez. Anderson ha construido un magnífico y elaborado melodrama romántico, donde el amor arrastra a sus personajes, mostrando sus debilidades ocultas y aquello que jamás dejan mostrar, y lo hace a través de una ambientación llena de sutileza y detalles, a través de unos personajes bien definidos y complejos, los cuales nos llevan casi sin quererlo, por un mundo de elegancia, lleno de colores y brillos, en el que aquello que no se puede ver ni tocar, nos hace más vivos y libres.
Cuentan los más ancianos que cuando nació Altynka, un camello albino, el abuelo de Bayir, como suelen hacer los calmucos, predijo años de bonanza, porque así lo dice la tradición de los pastores mongoles que habitan en la estepa rusa. Aunque parece ser que aquellos años de dicha se hacen de esperar, porque la sequía y el nacimiento del cuarto hijo, provocan que los padres de Bayir se vean en la obligación de vender a la cría de camello albina. Cuando los padres se marchan para el nacimiento de su hijo, dejan la responsabilidad a Bayir, el hijo mayor de 12 años. Pero, cuando se preparan para terminar el día, Mara, la camella madre de Altynka se escapa en busca de su hijo, y Bayir, no tiene otro remedio que salir tras ella, dejando en casa a sus dos hermanos pequeños. El cineasta Yuri Feting (Rusia, 1956) con amplia experiencia en el mundo del audiovisual, nos sumerge en un paisaje insólito, un escenario que parece de otro mundo, un lugar casi desértico, en el unos pocos de pastores siguen viviendo de los animales y la naturaleza. Entre ellos, encontramos a Bayir, el protagonista de esta aventura que le llevará a recorrer cientos de kilómetros detrás de la camella, pilar en el sustento de los suyos.
El cineasta ruso cuida cada detalle, tanto formal como argumental, sumergiéndonos en una road movie, donde el tiempo se dilata, en el que las distancias se hacen larguísimas y cada cosa que ocurre contiene en sí misma otra aventura. Bayir a lomos de una antigua moto tándem, emprende su viaje en el que vivirá experiencias de todo tipo y encontrándose con personas de todo calado, como la familia de pastores que le abre su casa para pasar la noche, lugar donde conocerá a una niña de su edad que le hará tilín, o el joven lama que medita en un lugar recóndito de la estepa, que confía en el destino como respuesta a los entuertos, o un narco que al escapar de la policía lo hace cómplice y es detenido, o Talismán, un chaval que desea trabajar en el circo mientras se alimenta de pequeños hurtos. Feting cede la voz a su joven protagonista, en su particular odisea cotidiana, que nos recuerda a aquellos niños de Kiarostami, Pahani, Majidi o Hana Makmalbaf, que se enfrentan a un mundo hostil, lleno de peligros y pequeñas aventuras que les llevarán a lugares extraños, que los exigirá tomar decisiones y hacerse mayores.
Bayir es un chaval espabilado y valiente, no cejará en su empeño de capturar a su camella y de paso, intentar recuperara a Altynka, aunque esto último resulto extremadamente complicado. Feting elabora una cinta que puede verse de varias formas, desde el documento antropológico (en el que asistimos a las formas y costumbres de vida de los pastores mongoles de la estepa rusa) o también, la pérdida de la inocencia de un niño que descubre un mundo que, en ocasiones, no resulta tan amable como cabría esperarse, o incluso, la importancia de la familia como núcleo central para la subsistencia en un territorio hostil y árido, y finalmente, el amor hacía los animales, no como mascotas, sino una parte más espiritual, formando parte esencial del trabajo y la subsistencia de la familia mongol, y finalmente, como una aventura fantástica, donde hay que estar dispuestos a aceptar lo indescifrable, la magia de lo cotidiano o esos sucesos que no tienen explicación, pero ocurrir, ocurren.
El director ruso no necesita de subrayados emocionales, ni tampoco de excesiva información adicional, para profundizar con sabiduría y sencillez en la odisea de Bayir, posando su película en la interpretación sutil y emocionante del joven Mikhail Gasanov, mirando a su protagonista de frente, a la altura de sus ojos, sin aleccionarlo, ni tampoco a los espectadores, a través de un estupendo ritmo que nos lleva de un lugar a otro, tomándose su tiempo y digiriendo cada encuentro y los nuevos personajes itinerantes que se van cruzando en el camino del joven protagonista. Una película honesta y extremadamente sencilla y transparente, donde su limpieza visual como argumental se agradecen, porque no quieren explicar con situaciones facilones todo lo que sienten los personajes, en la película todo es más directo, sus personajes viven su aventura, experimentando cada instante, como si no hubiese nada más, se vive el momento de manera intensa y febril. Estamos ante una cinta que bebe mucho del cine de Rossellini, en su labor humanista en su manera íntima y cálida de contarnos las sencillas odiseas que tienen que enfrentarse sus niños, unos niños que a veces deben vivir situaciones que los hacen crecer de repente, como les ocurría a Pasquale en la Italia en plena guerra o a Edmund en aquella Alemania devastada, niños que apartan sus juegos y su edad, y penetran en un mundo donde deberán tomar decisiones y responsabilizarse de sí mismos.