Lúa Vermella, de Lois Patiño

LAS ÁNIMAS DEL MAR.

“Aquí los muertos no se marchan, se quedan con nosotros”.

La relación entre el ser humano y el paisaje ya estaba en el universo de Lois Patiño (Lugo, 1983), a través de su pieza Montaña en sombra (2012), que exploraba la montaña y unos diminutos esquiadores estáticos, logrando una belleza del paisaje hipnótica e inquietante. La misma relación ha seguido presente en su cine, en su debut en el largometraje, Costa da Morte (2013), la mirada se posaba en los confines del mundo, como lo mencionaban los romanos, para adentrarse en sus gentes y en un paisaje vasto y devorador. El cineasta vuelve a sumergirnos en un paisaje de la costa gallega, centrándose en la relación de sus habitantes con las almas de los náufragos del mar, en un viaje fascinante y perturbador, a partes iguales, entre la realidad y la leyenda, entre la vida y la muerte, entre los que se quedan y los ausentes, entre aquello que creemos ver y aquello que imaginamos, y lo hace desde el documento y la ficción, mirando y retratando a sus habitantes, en una quietud y posición inquebrantables, como si estuviesen recogidos y meditando, que recuerda a la pintura “El Ángelus”, de Millet, el paisaje enigmático y natural, el mar, con sus mareas y aquello que oculta.

Patiño convierte su película en una travesía sonora y visual de grandísima belleza, pero como ocurría en Costa da Morte, no se deja embriagar por sus imágenes bellas, sino que nos propone un misterio, la desaparición de El Rubio, un vecino que rescató a miles de náufragos del mar, y ahora, el mar, se lo ha llevado, y todos los vecinos, evocan su figura y reclaman al mar su cuerpo para darle sepultura. Tres mujeres, tres meigas aparecen en el pueblo, las únicas en movimiento, que buscan a El Rubio, recorriendo todos los lugares de la costa, los espacios del pueblo, los acantilados y cuevas del entorno. El director gallego nos lanza al abismo, nos obliga a dejarnos llevar por sus imágenes y sonidos, pero con una mirada inquieta y curiosa, aquella que investiga y escruta cada encuadre, cada sonido y cada mirada de los personajes, aquella que se muestra cautivada por la belleza que desprende la película, que conserva ese aroma que tenían las novelas de aventuras como Los contrabandistas de Moonfleet o Moby Dick, o las fantasías terroríficas mudas de la UFA, con los Murnau, Lang, Pabst o Muni.

El relato nos habla de la necesidad del duelo, de despedirse de los muertos, de recuperar al ausente para así darle descanso a él, y a los otros, los que se quedan, y también, de lo social, con esa presa construida, que destroza el entorno salvaje y natural, y la afectación que tiene en el entorno, y a los habitantes que les deja sin la pesca en los ríos tan necesaria. El inmenso trabajo de sonido de Juan Carlos Blancas, acompañado por el exquisito montaje que firman Pablo Gil Rituerto, Óscar de Gispert y el propio director, que también se hace cargo del guión y la cinematografía, como las espectaculares imágenes bajo el mar, que tiene a Adrián Orr, director de Niñato, como su asistente, y a Jaione Camborda, directora de “Arima”, en la dirección de arte, para darle forma y fondo a una película que se va adentrando suavemente en nuestros sentidos, convocándonos a un misterio, a un espacio “limbo”, que solo existe en lo más profundo de nuestra alma, que tiene que ver con aquello que sentimos y creemos, y no con aquello que vemos, que nos invita a recorrer esos lugares míticos y esas gentes, fascinados por sus mitos y leyendas, por sus muertos, sus espectros que vagan entre los vivos, como la Santa Compaña, a la que hace referencia explícita la película.

Asistiremos al fenómeno de la “Lúa Vermella”, esa Luna de Sangre, que lo tiñe todo de un rojizo plomizo que los inunda, provocando un extraño lugar, no identificable con lo conocido, convirtiendo el espacio y el paisaje, en algo inhóspito y misterioso, donde todo es posible, donde los habitantes de la tierra, las ánimas, y los habitantes del mar, como ese famoso monstruo, el “Moby Dick”, del lugar, adquieren una nueva dimensión, difícil de atrapar, y que solo existe en las profundidades. Lúa Vermella, producida por Zeitun Films, la compañía de Felipe Lage, responsable, entre muchas otras, de las películas de Oliver Laxe, Eloy Enciso, Alberto Gracia, nos convoca a un retrato-viaje de las costumbres y leyendas galegas, de lo más intrínseco de la tierra y aquellos que la habitan, de la especial relación, intensa y profunda, entre los oficios del mar y el propio mar, con sus misterios, mitos y terrores, construyendo una fascinante e hipnótica película, que nos invita a sumergirnos por caminos desconocidos, pero muy atrayentes, en una cinta inmersiva y fascinante, de una grandísima belleza pictórica, que también inquieta, y una sonoridad hipnótica, que nos transporta hacia lugares míticos, absorbentes y cautivadores, donde vivos y fantasmas se relacionan. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sentimental, de Cesc Gay

EL REFLEJO EN LOS OTROS.

“Los cónyuges conviven durante décadas entre el aburrimiento y la resignación, y se odian porque uno de los dos ha recibido una educación más refinada que el otro, porque coge el tenedor y el cuchillo con más gracia”.

Sándor Márai

En la primera del 2015, Cesc Gay (Barcelona, 1967), estrenó en el Teatre Romea de Barcelona, Els veïns de dalt, su debut como dramaturgo y director en las tablas. El gran éxito trasladó la historia a Madrid, y muchos fueron los espectadores que se dejaron llevar por las miserias de un matrimonio que llevan juntos más de quince años, que ni se miran ni se tocan, y han construido una relación basada en los ataques, reproches y una malsana ironía. Pero, los gemidos que vienen del piso de arriba, aún ha hecho más mella en su relación, en todo aquello que no tienen, y que otros sí, en todo lo que ya no son, y otros sí. Ella, Ana, movida por la curiosidad y la envidia, invita a los vecinos para verse en ellos, para comprobar que tan diferentes son, una relación de la otra, y como no podía ser de otra manera, florecerán asuntos que se ocultaban por miedo a romper esa tendencia autodestructiva, que les llevaría a otra situación, la de verse de verdad.

El director catalán lleva más de dos décadas edificando relatos sobre personas laboralmente acomodadas, pero en continua incertidumbre y caos en lo emocional, y sobre todo, en la pareja, convertida en un espacio de inestabilidad, desilusión y lucha constante, más cercano a un infinito combate de egos y soledades, que en una relación equilibrada y cercana, como se supone que debería ser. Los individuos de Gay suelen comportarse torpemente en cuestiones sentimentales, como la mayoría de nosotros, en constante desesperanza con aquello soñado y una triste realidad que los ofusca y los aleja de esa aparentemente felicidad que todos ansiamos, pero que ninguno conoce como encontrarla y mucho menos, como conservarla. Eso sí, ante tantos devaneos emocionales, Gay siempre tiene un as en la manga, algo que nos haga resistir, algo que nos encaje en esta sociedad tan competitiva e individualista, y no es otra cosa, que la amistad, la verdadera, una amistad sincera, comprensiva y fraternal, todo lo contrario a lo que tienen las parejas de su filmografía.

Con Sentimental, el director barcelonés adapta su texto teatral, segunda incursión en la adaptación, después que lo hiciera en el 2009, con V.O.S. (Versión original subtitulada), con la obra de Carol López. La película arranca con un breve prólogo. Es viernes, y mientras Julio vuelve de sus clases de música, Ana, prepara nerviosa el aperitivo que compartirán sus vecinos. Luego, con la llegada a casa de Julio, se mete lleno en el conflicto central de la película, empezarán las idas y venidas entre la pareja, en una especie de “Ahora sí, ahora no”, entre su combate cotidiano, entre aquello y lo de más allá, hasta la llegada de los vecinos de arriba, Salva y Laura, más jóvenes, más abiertos, y sobre todo, todavía enamorados. Ese espejo que son los vecinos para Julio y Ana, afilará más los colmillos entre los dos, llegando a ese punto de no retorno, aún más cuando los vecinos les proponen una orgía. Gay compone una película al estilo de las Screwball Comedy, con unos diálogos inteligentes e irónicos, que van desde lo divertido hasta lo más amargo, manteniéndose en esa finísima línea entre la comedia y el drama.

Sentimental se cimenta en dos elementos que no pueden fallar en una película de estas características. El estupendo y arrollador texto, con temas como la pareja, la convivencia, el amor, el sexo, la libertad y todo aquello que somos o dejamos de ser, y sobre todo, un gran reparto que haga creíble esos diálogos, miradas y gestos, convertido en un magnífico y apabullante tour de forcé entre sus intérpretes, con un Javier Cámara espléndido y arrollador, en su cuarta película con Gay, un tipo frustrado por no alcanzar su sueño de músico, que paga a su mujer aquello que pudo ser y no fue, Griselda Siciliana da vida a Ana, esa mujer cansada y derrotada, que ya nada le ata a una relación rota y dolorosa, y la otra pareja, el reflejo del espejo, con un natural y acogedor Alberto San Juan, segunda colaboración con Gay, el tipo que no se calla nada, incapaz de enfadarse u ofenderse, y a su vera, Belén Cuesta, la psicóloga, ese puente tranquilizador y reparador para Julio y Ana. La cinematografía vuelve a correr a cargo de Andreu Rebés, que ha estado en casi toda la carrera de Gay, y debuta con Gay, como editora Liana Artigal, en un gran trabajo de ritmo narrativo en un relato que depende tanto de los intérpretes y el texto.

Cuatro intérpretes, un espacio, y unos diálogos divertidísimos y amargos, por todo aquello que se ha resquebrajado en una pareja que se amaron, o al menos, así lo sentían, pero que, a día de hoy, solo les ata la tristeza y la amargura, la incapacidad de no saber solucionar sus conflictos escuchándose, y sobre todo, teniendo paciencia para entenderse y entender. Los ochenta y dos minutos del metraje, pasan volando, con energía y mordacidad, sin descanso, en un constante tira y afloja, entre una pareja que se ama y se odia a la vez, y otra, que intenta poner paz y armonía. Gay ha conseguido una película magnífica, cercana y personal, que habla de muchísimas parejas, de ese amor frágil e incierto de estos tiempos convulsos y materialistas, que resulta más sencillo aparentar emociones que sentirlas, que nuestras relaciones, sean del ámbito que sea, y en la pareja aún más, constantemente están siendo analizadas con acritud, relaciones que penden de un hilo, con un presente dificultoso y un futuro, lleno de incertidumbres, quizás es el mal endémico de estas sociedades, donde sus gentes, vacíos y desorientados, más preocupados por llenar sus msierias de forma material y no emocional. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

She Dies Tomorrow, de Amy Seimetz

VOY A MORIR MAÑANA.

“La muerte es una vieja historia y, sin embargo, siempre resulta nueva para alguien”.

Ivan Turgueniev

La extraordinaria película Der Müde Tod (1921), de Fritz Lang, perteneciente a la etapa muda en su Alemania natal, es una de las primeras apariciones de la muerte en el cine. La muerte, esa eterna sombra oscura, con apariencia humana que, sitiaba a una joven pareja, y le ofrecía a ella, la oportunidad de salvar a su condenado enamorado. La muerte, una presencia siempre inquietante, forma parte ineludible de nuestra existencia, no existe una sin la otra, y aunque evitemos pensar en ella, siempre nos ronda, convertida en una amenaza constante, siempre al acecho, lista para intervenir y detener nuestra vida, en el instante menos esperado o no, porque aunque la veamos venir, la muerte siempre actúa en el peor momento, y siempre, nos sorprende su forma de actuar. ¿Qué pasaría si alguien obsesionado con la muerte, convencido que perecerá al día siguiente, pudiera contagiarnos ese desánimo e inculcarnos esa idea con su sola presencia? Esa pregunta, cuanto menos inquietante, es la que se hace la directora Amy Seimetz (Florida, EE.UU., 1981), que la habíamos visto como actriz en títulos del circuito independiente estadounidense como Upstream Color, de Shane Wingard, o Lean on Pete, de Andrew Haigh, entre muchos otros. Hace ocho años, debutó en el largometraje con Sun Don’t Shine, en la que una pareja recorría, a modo de road movie, la Florida Central, en un viaje que destapa un pasado siniestro de ella, protagonizada por Kate Lyn Sheil.

Después de dirigir algunos episodios de la serie The Girlfriend Experience (2016), y trabajar como actriz, Seimetz vuelve a rodar una película sobre la muerte, o podríamos decir, sobre el hecho de morir, y como ese detalle capital en nuestra vida, acaba contagiando a todos los seres que se va encontrando la enigmática Amy, que a su vez, fue contagiada por Graig, un ex. Seimetz, que firma el guión y la producción, en una cinta auto producida por ella misma, por un sueldo ganado por su trabajo en el remake de Cementerio de animales, a la manera de Welles, nos sumerge en un relato sencillo y cotidiano, que se concentra en una noche, que parece no tener fin, o al menos, aparentemente, si que conocemos como finalizará. Amy, interpretada por Kate Lyan Sheil, se siente extraña, deambula por su casa como un fantasma, realiza acciones sin sentido y fuera de lo común, no sabe que hace ni porque, lo único que tiene claro es que morirá al día siguiente. Jane, su mejor amiga, intenta ayudarla, pero al rato, se siente como ella, y sabe que morirá al día siguiente, y así va ocurriendo, Jane contagia la idea de la muerte a su hermano, su cuñada y una pareja de invitados, así como el doctor que la atiende.

El cinematógrafo Jay Keitel, colaborador habitual de Seimetz, consigue una magnífica luz espectral, llena de claroscuros y una capa densa y muy pesada, que aún carga más la atmósfera de la película, convirtiendo unas imágenes azotadas por un ambiento siniestro e inquietante, en la que sus personajes parecen almas que vagan sin descanso ni consuelo, como barcos a la deriva, sin saber qué hacer, ni adónde ir, obsesionados con la inminente muerte. La directora estadounidense se apoya en ese cine de terror cotidiano, sin sobresaltos ni sustos sonoros, un cine protagonizado por gentes corrientes como nosotros, que les ocurrían cosas terroríficas. Un cine más cerca de clásicos como La legión de los hombres sin alma o La noche de los muertos vivientes, y el cine de terror actual como It Follows o La invitación, entre muchas otras, que vuelven a demostrar que el cine de género puede contener crítica social como cualquier otro título aparentemente más social.

Los Siegel, Wise, Arnold, y otros, utilizaron la paranoia de la Guerra Fría, para contarnos amenazas alienígenas y como afectaban al ciudadano medio americano de los cincuenta y sesenta. Por su parte, Seimetz utiliza el miedo a morir que produce una pandemia como la del coronavirus, que mezclado con el vacío existencial actual, ejecuta una película sobre el miedo y la paranoia a una muerte inminente, y las terribles consecuencias que producen en las personas esos pensamientos, sin explicar el origen del suceso, que aún hace del miedo más irracional y malvado, porque a la directora estadounidense le interesa más el qué, y sobre todo, como actúan y socializan las personas que son afectadas por esta idea obsesiva sobre la muerte inminente. Con un reparto excelente que se mete en la piel de estos cotidianos e inquietantes personajes, encabezado por unas magnífica Kate Lyn Sheil, que da vida a la desdichada Amy, bien acompañada por Jane Adams como Jane, con una breve pero interesante aparición del director de cine de terror, Adam Wingard, y la anecdótica presencia de Michelle Rodríguez, en ese epílogo que pone los pelos de punta. Seimetz ha logrado con mínimos elementos y situaciones, una película de gran altura, que inquieta y perturba mucho, utilizando espacios domésticos, y encontrando el equilibrio ideal para mantener una historia que podría resultar muy disparatada, pero que, en ningún momento, resulta superficial, sino que se mantiene en esa idea fija sobre la muerte que desarrollan cada uno de los personajes, y lo va planteando con un desarrollo muy profundo y personal, manteniendo un ritmo pausado y terrorífico, que no decae en ningún instante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

The Human Voice, de Pedro Almodóvar

SOLA ANTE EL ABISMO.

“Vivir sus deseos, agotarlos en la vida, es el destino de toda existencia”.

Henry Miller

El deseo es, probablemente, la única emoción real y auténtica de nuestras vidas, la única capaz de hacernos vibrar, volar y vivir, pero también, la única capaz de destruirnos, de acabar con nosotros, porque el deseo no obedece a ningún aspecto racional, es la aventura, el riesgo, la incertidumbre, es lanzarse al abismo de lo desconocido, de lo que atrae y lo que temes, de un viaje a lo más profundo de tu alma, un viaje que nos desvelará quiénes somos, y quizás, tamaño descubrimiento, se convierta en algo agradable o insoportable. El deseo es la emoción que siempre ha empujado a Pedro Almodóvar (Calzada de  Calatrava, Ciudad Real, 1949), a construir su imaginario audiovisual, a dar vida a sus mujeres, unas mujeres dolientes, rotas por el amor, en ese particular descenso a los infiernos, arrastradas por el desamor, por la ausencia, la falta, el vacío que provoca el amor cuando se acaba, arropadas por su desgarro, su tristeza y su dolor.

El monólogo de Jean Cocteau, escrito en 1930, es la germen de buena parte de las historias del manchego, aunque ya estuvo de forma evidente en La ley del deseo (1987), cuando el director de cine Pablo Quintero convertía a su hermana Tina en la criatura de Cocteau en una representación teatral, donde encontramos el elemento de el hacha, que el director vuelve a recoger en The Human Voice. En su siguiente película, Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), volvía a Cocteau, a través del personaje de Pepa Marcos, la mujer abandonada por su amor, aunque el relato derivaría a una comedia coral y disparatada, y la llamada del ex amante no llegaba a producirse. Ahora, sí, Almodóvar ha encontrado el momento perfecto, y la duración adecuada, 30 minutos que dura el monólogo, para adaptarlo, pero conociendo la imaginación del director, y sus adaptaciones, como hizo con Rendell en Carne Trémula, y con Munro en Julieta, la película se despoja de su original para camuflarse en el universo almodovariano, por eso advierte que la adaptación está libremente inspirada.

The Human Voice no es solo el nuevo trabajo del prolífico director, veintidós títulos como director, es un experimento en toda regla dentro de su filmografía, ya que el director se atreve con muchas cosas que parecían resistírsele, en un trabajo que significa muchas cosas en la carrera del director español, es la primera vez que rueda en inglés, vuelve al cortometraje, que ya estaban en sus inicios con obras como Muerte en la carretera (1976), o Salomé (1978), para volver nuevamente con Trailer para amantes de lo prohibido (1985), que hizo para televisión, estrenado en el mítico programa “La edad de oro”, y volvió otra vez, en La concejala antropófaga (2009), como añadido de Los abrazos rotos, con una desatada y estupenda Carmen Machi, donde Almodóvar rememoraba sus tiempos ochenteros. La palabra toma el pulso narrativo, donde escucharemos siempre a ella, la voz de él desparece. Otro elemento destacado es que el director vuelve a auto referenciarse, capturando elementos, objetos, músicas, y demás características de su filmografía, erigiéndose una piedra angular en su carrera, donde las múltiples miradas al cine, a su oficio, sus pasiones y a sus relatos es constante.

La obra de Cocteau ya tuvo una adaptación cinematográfica en 1948 de la mano de Rossellini y la piel de la Magnani, donde el maestro italiano seguía fiel a la sumisión de la mujer que planteaba el monólogo del francés. Almodóvar, por su parte, rompe ese esquema, conduciendo el relato a otra mujer, una mujer contemporánea, más moderna, de aquí y ahora, una mujer que no es sumisa, que sufre, se siente sola y anda como “vaca sin cencerro”, como diría la madre de Amanda Gris, pero que tiene carácter, es valiente y está dispuesta a no rendirse, a seguir amando cuando se recupere, que lleva tres días esperando inútilmente una llamada del que ha sido su amor durante los últimos cuatro años, que se mueve como un pantera enjaulada por su piso, y sale de él, caminando por ese estudio, en que Almodóvar, nos muestra la trampa, el artificio, rompiendo la “cuarta pared” que se dice en teatro, evidenciando la soledad y la oscuridad que desprende el personaje, del que desconocemos su nombre, vagando por ese espacio cinematográfico lleno de objetos y obras de arte, que explican lo que le está sucediendo a la mujer, como la pintura que preside su cama, “Venus y Cupido”, de Artemisa Gentileschi, u otra de Man Ray, o de Alberto Vargas, fotografías, cartas y notas, que se van apoderando de un lugar que ya no es, un espacio que fue y ahora está muerto, ausente, vacío, como ese traje del hombre que no está tendido en la cama, o el perro, también abducido por el dolor y el vacío, que echa de menos a su dueño, al que huele por cada rincón.

Los elementos técnicos vuelven a lucir, como suele ocurrir en el cine de Almodóvar, su detallismo, intimidad y capacidad para sumergirnos en su imaginario es maravillosa. La luz vuelve a ser brillante, saturada de color y predominio del rojo, obra de José Luis Alcaine, ocho películas con el manchego, y la edición de Teresa Font, que después de la experiencia de Dolor y gloria, vuelve a trabajar en una de Almodóvar, en un ejercicio magnífico, dotando al relato de energía y sensibilidad en la construcción del tempo y el ritmo de la película, la música de Alberto Iglesias recurre a variaciones y líneas propias de películas como Hable con ella, La mala educación, Los abrazos rotos o Los amantes pasajeros, y el imponente trabajo de vestuario de Sonia Grande, con esos vestidos rojo o negro, que explican con todo lujo de detalles el estado de ánimo de un personaje que va caminando, o mejor dicho, desplazándose por su abismo sin voluntad ni conciencia, y finalmente, Gatti, compone unos títulos de crédito y un cartel, marca de la casa, donde se van explicando todos los detalles que veremos en la película.

Almodóvar ha podido ofrecer su visión del texto de Cocteau, a su manera, siendo infiel, capturando su esencia, transmitiendo el dolor, el vacío, la oscuridad y la desolación que experimenta el personaje, en la piel de una extraordinaria Tilda Swinton, como se evidencia en su presentación en la ferretería (una secuencia que vale su peso en oro, que escenifica ese desgarro y la mujer convertida casi en una especie de extraterrestre recién llegada a la tierra), convertida en un modelo-piel de la factoría almodovariana, siguiendo el camino que emprendieron otras como Carmen Maura, Julieta Serrano, Victoria Abril o Marisa Paredes, llenando de vida, pasión y alma esas historias de amor, de desamor, de sentimientos a flor de piel, de mucho pop, kitsch, desgarro, carnes de boleros, objetos en forma de corazón, espejos que nos duplican y deforman el interior, vestidos que parecen de otro tiempo y que reflejan lo que sentimos, instantes que fueron muy intensos, llenos de deseo, pasión y amor,  pero que ya han dejado de ser, realidades y sueños que pertenecen a otro momento, a aquel que fuimos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Guillermo Rojas

Entrevista a Guillermo Rojas, director de la película “Una vez más”, en su alojamiento en Barcelona, el lunes 26 de octubre de 2020.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Guillermo Rojas, por su tiempo, generosidad y cariño.

Entrevista a Nicole Costa

Entrevista a Nicole Costa, directora de la película “El viaje de Monalisa”, en la terraza del Mamajuana Bar en Barcelona, el viernes 9 de octubre de 2020.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Nicole Costa, por su tiempo, generosidad y cariño.

Meseta, de Juan Palacios

LO BELLO Y LO TRÁGICO.

“Las fronteras no son el este o el oeste, el norte o el sur, sino allí donde el hombre se enfrenta a un hecho”.

Henry David Thoreau

La película nos da la bienvenida con un mapa cartográfico mirado desde el cielo, donde observamos, mediante un plano lento y conciso, los accidentes geográficos de lo que podemos divisar como una planicie, sinuoso y agreste, una sucesión de líneas curvas e imperfectas, que podría pertenecer a cualquier lugar de la España rural, ese espacio que el tiempo y las necesidades personales va despoblando y alejándolo de todo. Luego, la película bajará a la tierra, para mirar el cielo desde ahí, observando uno de esos pueblos de la meseta castellana, y filmando a sus gentes, a sus pocas gentes, que todavía habitan esos espacios. El cineasta Juan Palacios (Eibar, 1986), había debutado en el largometraje, con Pedaló (2016), un documento sobre tres amigos aventureros que se proponen navegar por el Cantábrico, a bordo de un pedaló de segunda mano.

Cuatro años más tarde, nos propone Meseta, donde firma el guión, el montaje y al dirección, una nueva aventura, esta vez, más hacia adentro, volviendo al terreno del ensayo, del documental observacional, de la experimentación, retratando la España despoblada, en un viaje inmersivo y sensorial, en el que nos va trazando un mapa físico y emocional de los espacios que fueron y quedan, y de las pocas gentes que fueron y quedan, siguiendo el trabajo de un pastor de ovejas, que recorre las llanuras, junto a las autovías, el de un fotógrafo que registra imágenes atávicas que pertenecen a otro mundo, otra historia, a la de un par de niñas que caminan por el pueblo vacío y los alrededores, intentando inútilmente cazar pokémons que no encuentran, un pescador en el río que habla de la dificultad de encontrar pareja, un dúo musical, popular en el pasado, recuerdan quiénes fueron y sobre todo, la historia del pueblo, la carretera nacional que lo atravesaba y regaba de turistas y curiosos el lugar. Ahora, con la autovía, la carretera está desierta y ya no pasa nadie, y esa decisión, para bien o para mal, como explica uno de ellos, ha cambiado radicalmente la fisionomía del pueblo. O el anciano que para combatir el insomnio cuenta las casas deshabitadas del pueblo, peor como hay tantas, nunca llega al final, porque se duerme antes.

Palacios retrata el espacio rural y humano, a través de la mirada crítica, donde hay espacio y tiempo para todo, para la idea romántica del pueblo, y para la tragedia del pueblo, donde se funden belleza y fealdad, en la idiosincrasia cerrada de los habitantes de los pueblos, la belleza intrínseca de un paisaje vasto y natural, la paz y tranquilidad que se respira y se halla, la falta de trabajo que ha empujado a los jóvenes a abandonarlo, la falta de una economía sustituyente al trabajo manual que mantuvo el pueblo tantos siglos, y sobre todo, el envejecimiento de los que quedan, de las pocas personas que siguen en sus casas, siendo testigos de un tiempo que desaparece con ellos, un tiempo que se extingue, un tiempo de la memoria, que la película retrata trazando un mapa humano y emocional, donde lo físico, casi fantasmal, como una película de terror, y lo personal, se mezclan, creando un espacio donde el silencio y el vacío acaban devorándolo. El impecable y sobrio trabajo de sonido que firman el propio director, junto a Fatema Abdoolcarim, Rubén Cuñarro, Alberto Peláez, Julio Arenas, convierten a Meseta, no solo en una muy física, sino también, muy profunda, en esta aventura introspectiva, en que cada plano y encuadre de la película, traspasa la pantalla, alojándose en lo más profundo de todos nosotros.

La película huye completamente de esa mirada romántica del pueblo, para adentrarse en las múltiples miradas y experiencias vividas en el pueblo, desde lo bello y lo trágico, desde tantos puntos de vista, que consiguen crear una idea mucho más amplia y real de lo que han sido, son y desgraciadamente, no serán mucho de los pueblos de la España rural. Palacios consigue lo que se propone, porque sus imágenes no juzgan ni se posicionan, sino que observan y capturan el presente de un pueblo, donde el retrato y su propia cartografía, nos transportan a su pasado, y también, su no futuro, a través de sus gentes, de lo que piensan, lo que hacen, lo que recuerdan, y sobre todo, lo que sienten, porque la película se adentra en lo personal y lo humano, sin dejar de mirar ese paisaje natural y salvaje, un territorio que cuenta muchas cosas si se le mira con tiempo y detenimiento, alejándose de tantas prisas y carreras inútiles de las ciudades, convirtiéndose la película en una oda de la mirada y el tiempo necesario para que ese mirar nos transporte a ver más allá, aquello que sucede tanto en el cielo como en la tierra que pisamos, con sus silencios, sonidos y demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


<p><a href=”https://vimeo.com/333812359″>INLAND_Official Trailer II</a> from <a href=”https://vimeo.com/doxa”>Doxa Producciones</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>

 

 

 

El club de los divorciados, de Michaël Youn

¡VIVA EL DIVORCIO!

“El matrimonio es la principal causa del divorcio”

Groucho Marx

El cine de Michaël Youn (Suresnes, Francia, 1973), se ha caracterizado, en sus tres películas como director, por la comedia alocada y disparatada, llena de personajes excéntricos, metidos en historias rocambolescas y surrealistas, como en su debut con Fatal (2010), en la que un rapero de éxito, con una existencia a tutiplén, se cernía el misterio en torno a sus orígenes. Le siguió Vive la France (2013), en la que dos hermanos procedentes de Taboullistan, un minúsculo país del Asia Central, pretenden destruir la torre Eiffel. En su tercera película, El club de los divorciados, se interna en otro marco, el de la comedia elegante, más sofisticada, eso sí, con sus grandes dosis de disparate y humor absurdo, pero esta vez, centrándose en el divorcio, a partir de Ben, un personaje que cree tenerlo todo: un trabajo como vendedor inmobiliario que le encanta, una vida llena, y sobre todo, una esposa que lo quiere. Pero, un día, en mitad de una presentación, descubre que su mujer se la pega con su jefe, y su vida se va al traste, dejándolo solo, triste y desesperado.

Entonces, aparece el milagro, y ¡Voilà!, llega a su vida Patrick, el antiguo compañero de piso cuando estudiaban, convertido en un excéntrico millonario, también divorciado, y se lo lleva a su mansión, de la “Belle Époque”, estilo rococó, a darse la vida padre mientras olvida a su ex. Otros y otras divorciadas también se instalarán en la casa, llenando sus vidas de fiestas, locura, diversión y sexo libre. El director francés, que esta vez se ha reservado un rol más modesto, el de un tipo que se apunta a las juergas de la casa, a pesar que está casado con una señora de armas tomar, construye una película divertida, en la que su ritmo irá in crescendo, en una primera mitad, donde seguiremos atentos a las fiestas sin fin en la casa, la locura entre sus habitantes, y otros que vienen de visita, entre idas y venidas, donde Ben y Patrick, dos personas antagónicos, ya que los dos tienen formas muy diferentes de tomarse el divorcio, o al menos es lo que aparenta. La vida padre que se pegan estos cuarentones divorciados, con algún que otro conflicto nimio, se trastocará cuando Ben conoce a Marion, y se enamora, y entonces sus mentiras a Patrick irán en aumento y el paraíso de los divorciados pasará a un segundo plano para Ben.

Youn tiene el referente de Blake Edwards muy cercano, con esas fiestas loquísimas, que podríamos encontrar en la magnífica El guateque, o la parte apoteósica de la película, no estaría muy lejos de Cita a ciegas, o el cine de Ozores, atento siempre a los cambios sociales, siempre con mucho humor y disparate. El realizador francés no pretende a hacer cine social, sino divertirnos, y lo consigue en muchos momentos, cuando la película se pierde el respeto y tiende a la exageración y al esperpento, donde varias pequeñas historias se van sucediendo, con esos personajes que no dejan indiferente, como el de Albane, una mujer moderna, liberal, y de sexo desinhibido, o la citada Marion, divorciada, madre de un hijo preadolescente, teniendo muy claro que no quiere volver a repetir los mismos errores que en su matrimonio. Quizás muchos espectadores solo se quedarán con esa imagen más superficial de la película, donde se hace apología del divorcio, y se machaca al matrimonio como una especie de tumba en vida, pero la película va mucho más allá, hablándonos de la soledad, del amor, un amor basado en la sinceridad y humildad, la falta de autoestima, el paso del tiempo, el perdón como vehículo esencial para vivir mejor y sobre todo, ser mejor y crecer como personas, y sobre todo, la amistad, como centro importante para la vida de una persona, con sus claroscuros, pero teniendo en cuenta la importancia de esa mano amiga en los buenos y peores momentos de nuestra vida.

La película tiene un reparto bien conjuntado que viven con energía e intensidad cada personaje,  arrancando con un Arnaud Ducret desatadísimo y divertido dando vida al torpe y perdido Ben, con François-Xavier Demaison como Patrick, el dueño de la casa, y el perfecto anfitrión de toda esa juerga, con una sensible e inteligente Caroline Anglade como Marion, con esa cordura tan necesaria ante tanta locura, y finalmente, Audrey Fleurot como Albane, esa mujer divertida, moderna y fuerte que vive la vida y el sexo sin tapujos ni prejuicios.   Youn ha hecho una comedia divertida y sensata, con sus momentos de auténticas burradas, como esa mansión convertida en una especie de casa de Playboy, donde aparte de conejitas, hay divorciados recuperando el tiempo perdido, cada cual con su locura y su soledad, y un retrato ligero, si, pero interesante sobre las actitudes de ciertas personas cuando a los cuarenta y tantos se separan y comienzan una vida de juergas, risas, sexo y locura, aunque cuando llega la noche, acostados en su cama, solo piensan lo que sentirían, si a su lado, estuviera a alguien a quién amar, peor mientras tanto, vamos a pasarlo bien, aunque eso signifique que ya nada importa y los días de juventud vuelven para quedarse, aunque eso sea solo una ilusión transitoria. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Una vez más, de Guillermo Rojas

REENCONTRARNOS CON LO QUE FUIMOS.

“El pasado es lo que recuerdas, lo que imaginas recordar, lo que te convences en recordar, o lo que pretendes recordar”.

Harold Pinter

Erase una vez una joven treintañera llamada Abril, que se trasladó a Londres desde Sevilla persiguiendo su sueño de convertirse en una arquitecta reconocida. Han pasado cinco años de aquello, y Abril está instalada en la ciudad inglesa trabajando como arquitecta y enamorada de Paul. Pero, su abuela muere, y se traslada a su Sevilla natal, como le sucedía a Léa, la protagonista de Tres días con la familia, de Mar Coll, también opera prima, donde se reencontrará con todo lo que dejó un lustro atrás. La casa de sus padres donde vivió, sus amigas del alma, las calles y los edificios de la ciudad que la vio crecer, y sobre todo, con Daniel, el ex novio con el que vivió cinco años, una relación que dejó cuando marchó a Londres. El director Guillermo Rojas (Córdoba, 1981), debuta en el largometraje con un relato de aquí y ahora, retratando a toda esa juventud muy preparada, que ha tenido que emigrar buscando oportunidades laborales que se les negó aquí, y no lo hace desde una posición embellecedora y simplista, sino todo lo contrario, a través de las contradicciones y claroscuros propios de alguien que siente nostalgia por aquello que tuvo, que fue, peor a la vez, siente alivio por vivir en otra ciudad, donde el trabajo es digno y humano. Entre esas dos dicotomías emocionales se mueven los sentimientos encontrados, recuperados y también, contrapuestos, que siente el personaje de Abril.

El cineasta cordobés, que también, escribe el guión, produce y monta la película, filma un par de instantes en Londres, pero acota su película en Sevilla, en ese par de días, donde seguimos a Abril y su (des) reencuentro con Daniel, paseando con ellos, yendo en bicicleta, observando la ciudad desde lo alto, lugares turísticos, que como exclama Abril: “No dejan de ser bonitos y agradables, aunque los inunden los turistas”, recorren una de esas pequeñas librerías, donde Daniel trabaja contando cuentos a los niños, en las que nos tropezamos con libros que hablan tanto de nosotros, y lo que sentimos, al igual que la película que la pareja circunstancial entra para ver un cine, y no es otra que La reconquista, de Jonás Trueba, otro (des) reencuentro entre ex después de quince años, topándose con la secuencia maravillosa del baile, o esas canciones, que como sucede en el cine de Almodóvar, hablan tanto de lo que les está ocurriendo a los personajes, con la canción “Una vez más”, interpretada por Laura Hojman, coproductora y jefa de vestuario de la película, además de directora de documentales como Tierras solares, que da título a la película, que escuchamos en directo, casi íntegramente, como ocurre con los directos de las películas de Kaurismäki o el propio Jonás Trueba, o esa catarsis del recuerdo, cuando entre todos los amigos, en mitad de la noche, se ponen a cantar “Ojos negros”, de Duncan Dhu, y otros temas musicales, que nos sirven para ejercer esa disección de las emociones de los principales protagonistas, y esa maraña de sentimientos complejos por los que pasan en estos apenas tres días de película.

Una jornada larguísima caminando por Sevilla, es el marco en el que se desarrolla el relato de Rojas, con sus luces y sombras, con ese día brillante, donde parece que todo vuelve a ser como antes, o esa noche, que despierta todos los reproches que no se dijeron en su día, o se guardaban para el posible momento, con sus risas y sus tristezas, con la vida de frente, sin tapujos, ni adornos. Con una luz naturalista e íntima, obra del cinematógrafo Jesús Perujo, que recoge la inmensa luz brillante de la capital andaluza, o la noche duerme vela de la ciudad, ayuda enormemente a capturar toda ese escenario de actualidad que recoge la película, aunque los temas universales que trata, la hacen atemporal a la vez, investigando la emigración de una juventud sin oportunidades, la problemática de la precariedad laboral, y sobre todo, todos esos sueños que albergábamos de jóvenes, todo lo que fuimos y nos eremos, tantas cosas que se perdieron por el camino, tantas emociones, tantos amores inconclusos, perdidos, que dejaron de ser para no ser jamás, tantas cosas que fuimos y ya nunca más seremos, reencontrarnos con todo eso es difícil, complejo y nada agradable de batallar.

Un reparto de jóvenes intérpretes andaluzas, entre los que destaca la maravillosa y cercana pareja protagonista, eje de la película, con una Silvia Acosta y Jacinto Bobo, componiendo sus respectivos Abril y Daniel, explotando esa naturalidad e intimidad que tanto demanda la película, con esas miradas que dicen tanto y callan más, con gestos que explican más que las palabras, con esos paseos que no solo recorren la ciudad, sino que recorren lo que sintieron, lo que fueron, y sobre todo, lo que pudo haber sido, en un relato sentimental y nostálgico, que huye del romanticismo azucarado, para adentrarse en una comedia dramática con hechuras y envolvente, que tiene en la palabra su razón de peso, como en las películas de Rohmer, Woody Allen, Linklater o las comedias madrileñas de los ochenta de los Colomo, Fernando Trueba y compañía, que no solo reflejaban una juventud esperanzada en los nuevos tiempos que afloraban, sino que retrataban de manera inteligente y real, las vicisitudes sentimentales de unos jóvenes torpes y frustrados, como ocurre en Una vez más, donde la juventud debe lidiar con la falta de trabajo, y las incertidumbres económicas, con el amor, un amor que más parece un náufrago a la deriva, perdido en la inmensidad de sus emociones, y esperando a encontrar o reencontrarse con aquel que fue, aquel que añora, o simplemente, aquel instante en que todo era posible. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El artista anónimo, de Klaus Härö

EL RETRATO DESCONOCIDO.  

“Con el tiempo aprendes que disculpar cualquiera lo hace, pero perdonar es solo de almas grandes”

Jorge Luis Borges

De una cinematografía como la finesa, estamos acostumbrados a recibir las películas del gran Aki Kaurismäki, rara vez podemos ver otras película de cineastas más desconocidos por estos lares. El director finlandés Klaus Härö (Porvoo, Finlandia, 1971), vuelve a aparecer por nuestras pantallas después de La clase de esgrima (2015), con un relato que se detiene en la Finlandia actual, donde conocemos a Olavi, un veterano comerciante de arte, que quiere dejar el oficio con su último gran negocio, como indica el título original de la película, ese cuadro que su venta le dejará un hermoso retiro. Rebuscando, casi sin pretenderlo, o sí, descubre, en la casa de subastas, a pocos metros de su tienda, un retrato que llama su atención. A partir de ese instante, su vida se centrará en encontrar la autoría del enigmático retrato, ya que aparece como desconocido. Contará con la inestimable ayuda de su nieto, Otto, un chaval de quince años, al que apenas conoce, ya que el viejo Olavi y su única hija, Lea, han tenido una relación muy distante desde que falleció la esposa y madre, respectivamente.

Härö, como hizo con su anterior película, vuelve a dirigir un guión escrito por Anna Heinämaa, edificando una película que habla desde la sencillez de la cotidianidad y lo humano, en una película que se centra en el valor del arte y las dificultades de las relaciones humanas, como queda patente en la magnífica secuencia donde abuelo y nieto se conocen, cuando Olavi le muestra la pintura “Payaso” de Unto Koistinen, a la que el adolescente exclama con desdén, que se parece a la mascota Ronald McDonald. Dos formas de acercarse al arte, a la vida, dos generaciones en polos opuestos, que la búsqueda del autor del famoso retrato, los igualará y sorprendentemente, formarán un equipo bien avenido. El cineasta finés plantea una película directa y transparente, de pocos personajes y aún menos espacios, sobre la cotidianidad de alguien egoísta y maniático, que ha olvidado a su hija y nieto, y se ha encerrado en su trabajo, de alguien que deberá aprender a confiar en los demás, y sobre todo, a pedir perdón.

Toda esa realidad del anciano, se verá trastocada con la aparición del retrato misterioso, entonces, la narración virará hacia el thriller de investigación, con esos claroscuros de la biblioteca y las inquietantes pesquisas que siguen tanto el abuelo como el nieto, para descubrir la autoría de la pintura, la del “Cristo Negro”, de Ilya Repin, que tiene un gran valor económico. Härö construye películas sobre las dificultades de muchos niños y niñas empezando nuevas existencias en lugares ajenos y hostiles, como hizo en Elina (2002) o Adiós, mamá (2005), o personas de pasados oscuros que llegan a nuevos lugares en los que deben aprender a vivir como ocurría en Cartas al padre Jacob (2009), o la citadaLa clase de esgrima (2015), en las que las relaciones humanas son el centro de la acción, como también, ocurre en El artista anónimo, donde se habla mucho de arte, valorando a esos artistas anónimos, y sus trabajos que tienen su lugar en la historia, pero sobre todo, la película habla de segundas oportunidades, a través de relaciones familiares rotas, aquellas que hay que reconstruir, que volver a rehacer, ya que el tiempo, los conflictos y demás, dejaron olvidadas y oxidadas, como la nula relación de Olavi y su hija, Lea, en la que Otto, el nieto, sin proponérselo, hará de puente entre ambos.

No estamos ante una película condescendiente, ni mucho menos, sino que bucea con honestidad y aplomo en las dificultades de esas relaciones inexistentes, conjugando con acierto y verosimilitud, los puntos de vista diferentes entre unos y otros, y acercándose con sobriedad a las torpezas y reproches de los personajes, mostrando la verdad que hay entre todos, y componiendo secuencias de gran mérito y empaque dramático, huyendo del sentimentalismo y sobre todo, exponiendo todos los sentimientos agridulces que sienten. Una película sencilla, sensible e interesante, con un trío protagonista maravilloso y conmovedor, con Heikki Nousiainen como Olavi, Pirjo Lonka como Lea, y finalmente, Amos Brotherus como Otto, que cuenta con un grandísimo trabajo de luz, obra del cinematógrafo Tuomo Hutri, colaborador habitual de Härö, que sabe componer todos los claroscuros físicos, misteriosos y emocionales que encierran las obras de arte que vemos, y las relaciones humanas entre sus personajes, elemento que hace que la película sea visualmente muy conmovedora, sino también, emocionalmente, logrando cuadrar las dos claves esenciales de cualquier relato que contar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA