Entrevista a Laura Mora

Entrevista a Laura Mora, directora de la película “Los reyes del mundo”, en Casa Amèrica Catalunya en Barcelona, el martes 14 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Laura Mora, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Sergio Martínez de BTeam Pictures, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

Los reyes del mundo, de Laura Mora

LOS OLVIDADOS.

 “A mitad de camino entre ninguna parte y el olvido”.

Frase de Million Dollar Baby

Conocimos el cine de Laura Mora (Medellín, Colombia, 1981), en 2017 con Matar a Jesús, su primer largometraje en el que a partir de un suceso autobiográfico contaba la experiencia de una chica que presencia el asesinato de su padre y comienza una investigación para dar con su asesino, sumergiéndose en los ambientes más sucios, degradados y violentos de la urbe de Medellín. Sin salirse de esa atmósfera asfixiante y violenta, nos encontramos con los cinco chavales que protagonizan Los reyes del mundo. Los Rá, de 19 años de edad, Culebro de 16, Sere de 14, Winny de 12, y Nano de 13, son las cinco almas sin nadie, como los menciona Eduardo Galeano, esos chicos solos, sin más apoyo que ellos mismos, chicos de la calle que se buscan la vida como pueden, chicos sin más, a los que a nadie les importa. La trama es sumamente sencilla y directa, como esa espectacular apertura con la vida y el tumulto de Medellín, donde a toda prisa van los chicos de aquí para allá. 

Dejamos la urbe, porque al contrario que Matar a Jesús, el fabuloso guion que escriben Maria Camila Arias, que coescribió Pájaros de verano (2018), de Ciro Guerra y Cristina Gallego, y la propia directora, no se desarrolla en lo urbano, porque Rá recibe una notificación que las tierras arrebatadas durante el eterno conflicto que afectó a Colombia, les han sido devueltas, y así empezamos un viaje muy físico en un inicio y a medida que avanza se irá imponiendo el sentido más emocional, espiritual y fantasmagórico, que les sacará de la ciudad para cruzar la cordillera hacia el Bajo Cauca en busca de esa tierra para ellos, abandonados y olvidados sin tierra. Con una contundente y mágica cinematografía de un grande como David Gallego, que está detrás de magníficas películas como El abrazo de la serpiente (2015), y la citada Pájaros de verano (2018), del tándem Ciro Guerra y Cristina Gallego, que mezcla esos momentos tan físicos y viscerales con esos otros, tan hacia dentro, donde la película se transforma en un intenso e inmenso viaje hacia nuestro interior, hacia lo invisible, hacia la imaginación, hacia todos esos mundos inexistentes tan reales que hacen que podamos seguir vivos o simplemente nos impiden tener algo de esperanza en un mundo tan devastador y tan mercantilizado. 

Un viaje que nos recuerda aquel que hicieron los Juan en busca de “El Andarín”, en El corazón del bosque (1978), de Manuel Gutiérrez Aragón, y Willard tras el rastro de Kurtz en Apocalypse Now 81979), de Francis Ford Coppola, ambas películas basada en la monumental El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, donde el viaje los adentraba en lo más profundo de su alma en contraposición con esa naturaleza tan violenta y arcaica. Un montaje alucinante y lleno de complejidad firmado por el tándem Sebastián Hernández y Gustavo Vasco, que ya trabajaron con la directora en la serie Frontera verde, que han trabajado con importantes nombres del cine colombiano como Luis Ospina, Rubén Mendoza, entre otros. El espectacular diseño sonoro de Carlos E. García, que también coincidió con Mora en la mencionada Frontera verde, y hemos disfrutado de su talento en Celda 211, Arrugas, Slimane, Blanco en blanco, Eles transportan a Morte, las citadas El abrazo de la serpiente y Pájaros de verano, entre muchas otras. Con una producción que firman la citada Cristina Gallego y Mirlanda Torres Zapata, también en Frontera verde, consiguen un look impresionante para una película con una textura y fuerza maravillosas. 

Un reparto de actores naturales reclutados de la calle que imprimen naturalidad, cercanía y alma a estos cinco chicos ensombrecidos por unas existencias durísimas y sin nada ni nadie: los Rá, Culebro, Sere, Winny y Nano son respectivamente los Carlos Andrés Castañeda, Cristian David Duque, Davison Florez, Cristian Campaña y Brahian Acevedo, que no sólo conocerán la hostilidad y la violencia de algunos, sino también el amor y el cariño de otros, como esos grandes momentos con las prostitutas mayores y el ermitaño anciano que los ayudan y los miran de otra forma.  Unos chavales que no están muy lejos de los Jaibo y compañía que deambulaban por aquel México de Los olvidados (1959), de Luis Buñuel, y de Mónica y demás que veíamos existir en La vendedor de rosas (1998), de Víctor Gaviria, y el Mechas y el resto de Los nadies (2016), de Juan Sebastián Mesa, con ese aire tan pasoliniano, tan cerca de la miseria y de la no vida, de la calle, de la derrota, de la desesperanza, de la violencia cotidiana, y sobre todo, de la invisibilidad, de la sombra, y de la tristeza que encoge el alma. 

Los reyes del mundo no es una película cómoda ni nada esperanzadora, tampoco es una historia triste, porque hay emociones que nos acercan a la esperanza, pero de otro modo, no esa que facilita las cosas y ayuda a levantarse cada día, sino aquella otra que nos ayuda a soñar, a crear otros mundos, otros universo, otras formas de mirar y relacionarse con la vida, en el mundo de los sueños, que siempre es más agradable y bonito de esa realidad durísima y violenta a la que se enfrentan cada día este grupo de cinco almas a la deriva, perdidas y sin nada ni nadie, que los acerca a esos chicos que pululan tantas ciudades de este planeta, que esnifan pegamento, que hacen lo que sea para comer algo, y que sueñan con una vida mejor, o quizás sólo sueñan que ya es mucho debido a sus circunstancias tan adversas. La directora colombiana Laura Mora no solo va mucho más allá en su segundo trabajo, que recibió el primer premio en el último Festival de San Sebastián, el mismo galardón que recibieron primeras películas y pusieron en el panorama internacional nombres de cineastas que hasta entonces eran unos completos desconocidos, como Llueve sobre mi corazón, de Coppola, El espíritu de la colmena, de Erice, Malas tierras, de Malick, Alas de mariposa, de Juanma Bajo Ulloa, entre otras, alumbrando grandes obras y empujando miradas diferentes, incómodas y llenas de inteligencia en un cine actual que también necesita mirar hacia otro lado, mirar hacia diferentes realidades, y sobre todo, dejarnos soñar y mostrarnos sueños, aunque sean de cinco chicos que no son nadie ni tienen nada, sólo a ellos que son una familia, una familia en continuo viaje, una travesía que no solo es lo ven y experimentan, sino también todo aquello que tienen en su interior, todos sus miedos, inseguridades, tristezas y fantasmas que nunca los abandonan, que son parte de sí mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

As bestas, de Rodrigo Sorogoyen

LOS OTROS. 

“El hombre es el inventor de la crueldad. Sé que tengo que gobernar la bestia que llevo dentro; algo así hacemos con la razón; pero la crueldad es fruto de la razón. La misma razón que crea.“

José Saramago

Después de cinco películas y media, podemos decir sin ánimo de aventurarnos demasiado que, el cine de Rodrigo Sorogoyen (Madrid, 1981), tiene una mirada de aquí y ahora, un cine que se centra en nuestro alrededor más próximo, en relatos donde sus individuos están metidos en encrucijadas de difícil tesitura, personajes totalmente emparentados con la figura clásica del antihéroe trágico del western, esos tipos, nobles y transparentes, que deben lidiar con fuerzas del mal, ya sean caciques de pueblo de turno, o sheriffs corruptos y demás tipejos, porque cuando el western alcanzó su mayoría de edad, o sea que se dejó los alardes nacionalistas donde los indios eran el foco de enemistad y demás, se centró en la corrupción imperante y la violencia desatada con la que se edificaron muchas ciudades, en que el miedo y la muerte era el pan de cada día. 

No podría entender el cine del madrileño sin el grandísimo trabajo de la guionista Isabel Peña (Zaragoza, 1983), en el universo de Sorogoyen, porque le viene acompañando en la elaboración de los guiones desde casi el principio. Tanto el madrileño como la maña han construido una solidísima filmografía que abarca cinco largometrajes y alguna que otra serie, en que a partir de un conflicto dramático, visten sus obras de thrillers agobiantes y laberínticos, donde las emociones complejas tienen una parte muy importante en su desarrollo. La magnífica apertura de As bestas, con ese hipnótico y revelador prólogo, del que ya tuvimos buena cuenta en A rapa das bestas (2017), de Jaione Camborda, y en Trote (2018), de Xacio Baño, en las que también escenificaban la lucha del hombre y el animal. Sorogoyen, después de ese arranque, nos sitúa en una de esas aldeas galegas, aunque podría ser cualquiera del ancho y largo territorio del país, esos lugares fantasmales que la falta de trabajo y la dejadez gubernamental ha vaciado, y se basa en un hecho real, para contarnos la existencia de un matrimonio francés alrededor de la cincuentena, los Antoine y Olga, que quieren hacer su proyecto de vida cultivando la tierra y restaurando las casas abandonadas para que otros como ellos vengan a disfrutar de la naturaleza. 

Antoine y Olga se encontrarán o mejor dicho, se tropezarán con los “otros”, las pocas gentes de la aldea que todavía resisten a pesar de tantas hostias, y en especial, los hermanos Xan y Loren que están en conflicto con los franceses, porque una empresa eólica quiere instalar sus molinos y todos votaron que sí, menos el francés y algún otro. El cineasta madrileño nos mete en faena desde el primer instante, manteniendo las brasas de este irremediable estallido de llamas, porque como buen western que es, la tensión está presente en cada instante, en cada mirada y en cada gesto, son impagables todos los momentos del bar del pueblo, esos diálogos tan llenos de rabia y furia, y el estupendo uso del miedo instalado tanto en unos como en otros, con esas grabaciones caseras de Antoine, que ayudan a hacer correr el tiempo y a situarnos en el continuo conflicto malsano que tienen entre los franceses y los hermanos gallegos. Un elemento fundamental de la película es la excelente música de Oliver Arson, del que hemos escuchado hace poco su trabajo en Cerdita, y un habitual de Sorogoyen, con esos ritmos afilados y de lija que nos sacuden a cada momento, con esos tambores de esa guerra inminente entre unos y otros.

El gran trabajo de luz del cinematógrafo Alex de Pablo, otro cómplice del director, del que hemos visto no hace mucho su maestría en El sustituto, de Óscar Aibar, que acoge esa luz mortecina, de monte, de niebla, de humedad y de frío, que tan bien penetra en cada espacio, tanto interior como exterior, donde los contrastes evidencian la tensión y el miedo que se palpa, y finalmente, el exquisito trabajo de montaje de Alberto del Campo, que también estaba en Competencia oficial, que unifica una historia que tiene dos partes bien diferencias, y también, dos tonos muy diferentes, pero que son una unidad, donde el miedo y la tensión van cambiando, pero no desaparecen, donde todo fluye en un metraje que se va a los ciento treinta y siete minutos. Resulta alentador y magnífico que la última temporada de cine español haya vuelto su mirada a lo rural, con relatos muy diferentes entre sí, que aglutina todas las complejidades existentes y las diferentes luchas de sus habitantes por mantener una forma de vida y de relación con la naturaleza como son Alcarràs, de Carla Simón, Cerdita, de Carlota Pereda, y la de Sorogoyen, deseamos que esto no sea flor de un día, y los cineastas sigan acercándose a lo rural que siempre había sido espacio intrínseco del cine de nuestro país. 

Una película como As bestas que tanta importancia le da a todo lo invisible, en un gran equilibrio entre lo físico, ya sea el entorno y el movimiento de los personajes, como lo emocional, tenía que reclutar a un buen grupo de intérpretes capaces para mostrar todo ese interior salvaje y malsano que ocultan y el que no, y lo ha conseguido con dos star del cine francés como Denis Ménochet, que le hemos visto en mil y una, y hace poco en Peter von Kant, de Ozon, haciendo de Fasbinder, casi nada, con ese físico tan imponente y esa mirada alijada, hace un Antoine con ternura y también, una animal herido que luchará por “su casa”, junto a él, su esposa en la película, una Marina Foïs, que nos enamoró en Una íntima convicción, en el rol de la esposa enamorada, que vive el sueño de su marido, una mujer en la sombra que más tarde, también tendrá su protagonismo y demostrará una entereza, valentía y arrojo envidiables. Y luego están los otros, los hermanos machados y desgraciados, como espeta en algún momento de la película, unos enormes Luis Zahera, su tercera película con Sorogoyen, aquí dando vida al malcarado y dolido Xan, bruto y salvaje, y el otro hermano, Diego Anido, que nos encantó en la citada Trote, el hermano más tranquilo o quizás, podríamos decir, el menos violento, aunque tiene lo suyo. Dos hermanos que no estarían muy lejos de aquellos de Puerto Hurraco que se liaron a tiros con todos un maldito domingo de finales de agosto de 1990. 

También tenemos a los de fuera, aquellos que orbitan alrededor y funcionan como testigos, como hacía el joven Enrique en la inolvidable La caza, entre los que están Marie Colomb, la hija del matrimonio francés, que mira y observa e interviene y no entiende a sus padres ni nada de lo que hacen, y el actor no profesional José Manuel Fernández Blanco como Pepiño, el “amigo” de los franceses. As bestas es una película que recoge lo ancestral con esa lucha entre lo propio y lo extraño, entre lo de aquí contra lo extranjero, entre la animalidad y lo racional, un choque entre formas de mirar, entender y relacionarse con la naturaleza y los animales, entre lo mío, lo de toda la vida, y lo otro, lo que viene de fuera, el que me quiere arrebatar, un conflicto eterno de difícil solución, y lo muestra a través de una complejidad apabullante y con el tempo de los grandes, con una película que nos habla de muchas cosas, de la sociedad rural, de una de ellas, porque tampoco pretende ser ejemplo de nada, de capitalismo salvaje, de agricultura, de formas de vida ya desaparecidas y otras, a punto de desaparecer, como la que encarna el señoritingo que hereda y nunca va al pueblo, o lo ve como una oportunidad de negocio sin más, de drama cotidiana y extraordinario, y de thriller del bueno, del que se te mete en las entrañas y no te suelta, y todo contado con la precisión del que sabe hacia dónde va. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund

¡VIVA EL MAL! ¡VIVA EL CAPITAL!. 

“El individuo pasa de un consumo a otro en una especie de bulimia sin objetivo (el nuevo teléfono móvil nos ofrece poquísimas prestaciones nuevas respecto al viejo, pero el viejo tiene que ir al desguace para participar en esta orgía del deseo).”

Umberto Eco

El universo cinematográfico de Ruben Östlund (Styrsö, Gotemburgo, Suecia, 1974), se sumerge en la condición sapiens, en explorar al detalle las miserias humanas, en sacar sin ninguna compasión las relaciones de poder y las tristezas, desilusiones y desesperanzas en las que vivimos en las sociedades consumistas. A partir de su tercera película Fuerza mayor (2014), se centra en cómo el capitalismo feroz y salvaje ha anulado la capacidad de humanidad, si es que quedaba alguna cosa, de las personas. En ese caso, se centraba en el producto esencial del consumismo que no es otro que el viaje, acompañando a una familia burguesa que pasa unos días esquiando, y somos testigos de su desmoronamiento después de un incidente que resquebraja sin contemplaciones la débil alianza que sistema esa relación superficial y construida a través del dinero y las apariencias y una moral de mierda. Le siguió The Square (2017), ambientada en el elitista y vacío mundo del arte, en el que un director de museo, después de perder su móvil, se ve abocado a una experiencia que lo turbaba profundamente, descendiendo hacia las partes más desfavorecidas de la sociedad.

Con El triángulo de la tristeza, Östlund se mete de lleno en esos ricachones sin escrúpulos y vulgares que derrochan su riqueza paseando en un lujoso yate por las aguas de algún mar del ancho planeta. La historia nos la guía un par de modelos, jóvenes y bellos, y malditos, como esperaría Francis Scott Fitzgerald. Ellos son Yaya, una modelo espectacular e influencer, y su chico, Carl, también modelo, que se tropezarán con esos ricos muy ricos, como Dimitry, el oligarca ruso que vende “mierda” o lo que es lo mismo fertilizante, al que le acompaña una despampanante rubia oxigenada de pechos operados, y otros y otras, porque aquí no hay distinción de género, tipos y tipas aburridos y aburridas de tanto dinero que poseen, que viven entre lujo y se sienten vacíos y solos. También está la tripulación, déjalos correr a ellos y ellas, como esa primera secuencia donde están reunidos y sedientos de carnaza gritan al unísono ¡Dinero! ¡Dinero!, o ese capitán de barco, borracho, zombie y estúpido, toda una declaración de intenciones del director sueco, y luego, los de más abajo, esos filipinos, indonesios, y demás, provenientes de países embobrecidos, que mencionaría Yayo Herrero, que limpian la mierda y están al servicio, mucho más abajo, de esos ricos y ricas tan y tan miserables.

Östlund ha ido perdido la contención y sobriedad, y se ha decantado la burla, la sátira y la burrada en El triángulo de la tristeza (y no les diré que significa su título porque al comienzo de la película lo explican, así que ya saben), donde ataca salvajemente a estos seres malvados y violentos que viven de su riqueza independientemente de donde venga, como esos typical ingleses que fabrican granadas y todo tipo de armas. La película dispara indiscriminadamente  a unos y a otros, a carcajada limpia, tronchándose de ellos y ellas construyendo unas situaciones salvajes, irónicas y llenas de inteligencia y demás, donde hay escatologismo y miseria moral por todos los lados y frentes. Tiene la película esa idea que tenían películas como Sopa de ganso (1933), de Leo McCarey, donde los hermanos Marx se reían de la estupidez de la política, de la guerra y la corrupción, o La gran comilona (1973), de Marco Ferreri, en el que introducía a cuatro tipos en una casa para reventar mientras comían y follaban. Östlund ataca a todo y a todos, es impagable los primeros minutos de película, en el que se mete contra el asqueroso y superficial mundo de la moda, toda la manipulación, el mercantilismo y la idiotez que sujetan semejante negocio y todas esas personas que van disfrazadas y dando la nota con el único objetivo de vender, vender y vender.

La película huye del simplismo y el discurso moralizante, porque los disparos no solo van dirigidos a los enriquecidos, aquí recibe todo quisqui, porque la cosa va de ricos idiotas, hipócritas e hijos de puta, pero también abarca a los “otros”, a la servidumbre y el vasallaje de los y las que los y las sirven, como esa denigrante secuencia que la rica teñida y pelleja de turno obliga a los empleados a bañarse, un sin Dios. El cineasta sueco se vuelve a acompañar de los suyos como el productor Erik Hemmendorff, con el que fundó la compañía Plattform Produktion, con el que ha coproducido las cinco películas del director, con el cinematógrafo Fredrik Wenzel, que ha estado en las tres últimas y mencionadas películas del realizador sueco, que construye un luz cercana e íntima, tan radiante y bella haciendo el contrapeso de la oscuridad y la miseria que encierra el interior de los personajes, y la presencia del montador Mikel Cee Karlsson, que llega al universo Östlund, con un estupendo trabajo porque no es nada fácil mantener el ritmo y el gran abanico de personajes y situaciones que cohabitan en la cinta, en un metraje que se va a las dos horas y veinte minutos de metraje, ahí es nada, y es muy meritorio que, en ningún instante, perdamos el interés y decaiga la sorna y el descabello tan impresionante al que asistimos.

Un reparto que brilla a la altura de lo que nos cuenta la película encabezada por los adonis Charlbi Dean (recientemente fallecida) y Harris Dickinson, que hacen de Yaya y Carl, Woody Harrelson es el capitán o lo que queda de él, menudo tipejo, todo un caos de alcohol, de irresponsabilidad y qué se yo, Zlatko Buric es el oligarca ruso, orgulloso de su capitalismo y su miseria, tan borracho y estúpido como el capitán, y después tenemos a todo un grupo de intérpretes como Dolly de Leon, Vicki Berlin, Carolina Gynning, Hanna Oldenburg, Sunnyi Melles, Iris Berben, Henrik Dorsin, entre otros y otras que forman el equilibrado y bien escogido reparto coral de esta grandísima película de aquí y ahora y de siempre, escenificada en una aventura aberrante, mordaz y satírica película sobre la condición sapiens, y más de los enriquecidos, y también de todos nosotros, sobre el clasismo imperante,la mercantilización de todo y todos, las repugnantes posiciones sociales y sobre todo, cómo se ejerce el poder en la sociedad que vivimos, o mejor dicho, en la mierda de existencia en la que nos movemos diariamente con nuestras miserias, idioteces, egos, vanidades, y tantas basuras de la que no somos capaces de escapar y ahí seguimos, trabajando como esclavos y creyéndonos que somos libres, esos sí, solo somos libres para gastar y endeudarnos y seguir trabajando para seguir siendo libres y ganando dinero, endeudarnos y gastar y… todo para engordar y engordar a miserables podridos de dinero que usan la guerra, la violencia y la explotación para enriquecerse sin ningún atisbo de humanidad. ¡VIVAL EL MAL! ¡VIVA EL CAPITAL!, que decía mi añorada Bruja Avería.

Entrevista a Imanol Rayo

Entrevista a Imanol Rayo, director de la película “Iñigo”, en la ESADE Campus Pedralbes en Barcelona, el lunes 30 de mayo de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Imanol Rayo, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Emilia Esteban de Comunicación, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Claire Simon

Entrevista a Claire Simon, directora de la película “Quiero hablar sobre Duras”, en el marco del BCN Film Festival en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el martes 26 de abril de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Claire Simon, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Gerard Cassadó de Filmin, por por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las paredes hablan, de Carlos Saura

LOS MUROS QUE PINTARON Y QUE PINTAMOS. 

“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

Jorge Luis Borges

Mencionar el nombre de Carlos Saura (Huesca, 1932), es citar a uno de las grandes cineastas de la historia del cine español, uno de los nombres más destacados de nuestra cinematografía de sus últimos sesenta años, con películas tan inolvidables e importantes en nuestra cinematografía como La caza (1965), Peppermint Frappé (1967), Ana y los lobos (1972), La prima Angélica (1974), Cría cuervos… (1976), Mamá cumple 100 años (1979), Deprisa, deprisa (1981), Carmen (1983), ¡Ay, Carmela! (1990), Tango (1998), Goya en Burdeos (1999), películas que resultan imprescindibles para conocer España durante el franquismo, y los primeros años de democracia, convertidas en crónicas profundas y muy personales del tiempo histórico más controvertido de nuestro país. 

Aunque su primer trabajo después de la Escuela de Cine fue el documental Cuenca (1958), el cineasta aragonés se había instalado en la ficción, quizás por esas cosas que en las ficciones se podía hablar más de lo que sucedía capeando la durísima censura. Será en los años noventa donde su cine se instala en el documental musical con géneros como el flamenco, con la complicidad en la cinematografía del gran Vittorio Storaro, con títulos emblemáticos como Sevillanas (1991), Flamenco (1995), Iberia (2005), Flamenco, flamenco (2010), y otros géneros como en Fados (2007), Zonda: Folklore argentino (2015), Jota, de Saura (2017). La película Las paredes hablan, nacida de una idea de José Morillas, que escribe el guion con el propio Saura, viene de un encargo de la productora María del Puy Alvarado, que conocemos por películas como Madre, El agente topo y Anatomía de un dandy, entre otras, es un documental que, en cierta medida, recoge muchos de los elementos de aquel trabajo de juventud que fue el citado Cuenca, en el sentido que muestra una realidad y la analiza desde una perspectiva íntima, muy natural, alejándose de todo artificio y estridencia narrativa, para construir una película tan sencilla y acogedora, que se empareja con aquel cine primitivo que con tan poco llegaba a tan lejos, mostrando todas aquellas pequeñas cosas, revelando la esencia de lo invisible y deteniéndose en lo más oculto y lo más frágil y sensible. 

El Saura cineasta filma a Saura personaje y nos invita a un viaje que abarca cuarenta mil años de historia de la humanidad, que no es poco, pero la maestría del cineasta oscense le hace huir de la manida grandilocuencia, y construir un relato profundo, muy personal y a la vez, universal, lleno de conocimiento, sabiduría y sencillez. Una travesía que nos hace recorrer las cuevas de Asturias, Cantabria y Chauvet y dejarnos llevar por las maravillosas pinturas paleolíticas más significativas, un paseo por los barrios obreros de Madrid y Barcelona, y sus calles, deteniéndose en sus muros abandonados y olvidados, y con compañeros de viaje como Pedro Saura, experto en arte paleolítico, Juan Luis Arsuaga, director científico del yacimiento de Atapuerca, el pintor Miquel Barceló, la comisaria de arte del Museo de Prehistoria, Anna Dimitrova, Roberto Ontañon Peredo, director del Museo de Prehistoria y Arqueología de Cantabria, y artistas vinculados al mundo del graffiti como Zeta, Suso33, Cuco y Musa71, que nos cuentan su arte, su filosofía y demás entre maravillosas conversaciones entre ellos y con Saura, que se convierte en un personaje más en esta historia de idas y venidas, de pasado y presente, del arte y sus artistas, en una fusión, una mezcla de tiempos, tendencias, géneros y materias. 

La película construye un puente de conexiones y vinculaciones entre el arte paleolítico y el arte urbano más actual, en el que se mira, se analiza y se profundiza en texturas, elementos, de esencias y metodologías de trabajo, visitas a talleres, en el que los vemos a parte de conversar, intercambiar ideas y cuestionar lo establecido y elogiar la incertidumbre, el error y la pérdida, en un sinfín de ideas que van y vienen, que se construyen trabajando, que se hacen y se mueren en cada trabajo, en cada estructura, y sobre todo, en ese proceso infinito de búsqueda, de buscar, de buscarse dentro de nosotros, en nuestro interior, en nuestra alma, y en nuestro alrededor de forma inquieta, curiosa y sencilla, en la que se habla del arte y del artista, de sus orígenes, sus elementos naturales y abstractos, de filosofía, de condición humana y de sentir y emociones. La sabiduría y la magia que destila la película de Saura es como una vuelta a la inocencia, a aquella pulsión del creador que empieza y quiero descubrirlo todo, haciendo preguntas y haciéndose preguntas desde la mirada del que quiere saber, del que quiere descubrir, del que busca, pregunta y observa maravillado por las pinturas, los detalles, y todo lo que hay detrás, de  ese universo invisible que está ahí, pero hay que acercarse y mirarlo detenidamente para ver todo lo que nos cuenta la pintura y sus huellas, sus restos y el artista desconocido que estuvo allí hace miles de años, porque, en cierta manera, como ya hemos planteado, Las paredes hablan y mucho, nos hablan de todo lo que ha sucedido en ellas, de todas las capas, relieves y texturas que el tiempo ha construido en ellas, y también, nos habla de las manos de los artistas que estuvieron allí, de su arte y sus mirada, de todo su contexto social, económico, político y cultural en el que vivían y pintaban. 

La película se podría mirar en el reflejo de otras como Mur murs (1981), de Agnès Varda, en el que se recogen las pinturas de arte urbano en las paredes de Los Ángeles (EE.UU), y todo su contexto y el origen y deseo de los artistas que las pintan, así como el estupendo documental La cueva de los sueños olvidados (2010), de Werner Herzog, rodado en 3D, en el que se observan y analizan con profundidad todas las pinturas rupestres de la mencionada cueva de Chauvet. Las tres películas forman una especie de trilogía en la que se abre un profundo e íntimo diálogo entre el cine y el arte, o lo que es lo mismo, se abre un diálogo sobre los procesos creativos, sobre la necesidad de mirar sin prejuicios y sin perder la curiosidad del niño o niña que todos fuimos alguna vez, y sobre todo, de disfrutar en todos los sentidos de la magia de la historia, de todos los secretos y revelaciones que sabemos y nos faltan por descubrir, de dejarse llevar por sus magníficos setenta y cinco minutos breves e intensos de metraje, en el que nos llevan de la mano por la historia de la humanidad, del descubrimiento de la consciencia, de todo lo que soñados en forma de pinturas y demás, y de nuestra identidad que es aquella que vemos cada día en un espejo, y aquella otra, la que no vemos y sentimos y es el material del que están hechos los sueños y lo que soñamos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tengo sueños eléctricos, de Valentina Maurel

EL LABERINTO DE EVA. 

“Tengo sueños eléctricos. Una horda de animales salvajes se aman a gritos, a veces a golpes”.

Ese ese período de la adolescencia en ese tránsito de la niñez a la edad adulto, un espacio tan delicado, y a la vez, tan cambiante y lleno de incertidumbre ha sido retratado por un cine sudamericano personal y profundo, analizando los cambios físicos y fisiológicos, la construcción de la identidad propia, el despertar al amor y la sexualidad, el divorcio de los padres y demás. Películas como La niña santa (2004), de Lucrecia Martel, Después de Lucía (2012), de Michel Franco, Las plantas (2015), de Roberto Doveris, Kékszakállú (2016), de Gastón Solnicki, Tarde para morir joven (2018), de Dominga Sotomayor y Las mil y una (2020), de Clarisa Navas. Todas ellas podrían ser espejos donde se miraria Tengo sueños eléctricos, la ópera prima de Valentina Maurel (San José, Costa Rica, 1988), en la que focaliza todo su conflicto en la mirada de Eva, una adolescente de dieciséis años, que no lleva bien la separación de sus padres, y está empezando a descubrir las necesidades y cambios sexuales de su cuerpo, y se debate en vivir con un padre violento o una madre demasiado susceptible.

Las primeras imágenes de una película siempre resultan importantes, pero en el caso de Tengo sueños eléctricos lo son aún más, porque su increíble e impactante arranque resulta muy revelador a lo que luego veremos, con la cámara se sitúa en la parte trasera del automóvil, donde se encuentra el punto de vista de Eva, y vemos la violencia que se va desatando in crescendo hasta explotar en un ataque de ira del padre golpeándolo todo objeto que se encuentra, y luego, en la casa, cuando la madre reforma la casa y quiera lanzar todo lo antiguo. Veremos la relación de Eva con su madre y su padre, llena de contrastes, entre una madre que quiere paz imperiosamente y huir del pasado, y un padre, que busca lo contrario, volver a su escritura, salir de fiesta y conocer mujeres. con una imagen tremendamente cotidiana y muy cercana, que firma Nicolás Wong Díaz, que trabajó en La llorona (2019), de Jayro Bustamante, con una textura gruesa que traspasa la pantalla, en la que podemos ser testigos al instante de esa relación padre e hija llena de altibajos donde la línea que separa del amor al odio es demasiado fina, tan frágil que amenaza tormenta constantemente. El preciso montaje obra de Bertrand Conard, que nos lleva sin descanso ni tregua por los diferentes ambientes de la capital, lugar de nacimiento de la directora, donde se desarrolla la película que son un espejo revelador de la relación cambiante entre los dos principales protagonistas. 

La fuerza de las imágenes y la sencillez y calidez de la propuesta, consiguen un relato profundo y sensible no solo de la adolescencia o mejor dicho, de ese tránsito complejo y lleno de incertidumbre por el que hemos pasado todos los adultos, y en el que nunca se sabe a ciencia cierta si todo aquello que te está ocurriendo tiene mucho que ver contigo o la imperiosa necesidad de abandonar la infancia y ser uno más del mundo de los adultos, aunque no comprendas la mayoría de cosas que viven y mucho menos, sienten. La grandísima labor de Maurel en su dirección de intérpretes consigue que cada uno de ellos brille con luz propia, sin nada de estridencias ni aspavientos que no vienen al caso, aquí todo se construye desde dentro, desde el alma, con sencillez y honestidad más cercanas e íntimas, mostrando todo aquello invisible a partir de la mirada, el gesto y el detalle más ínfimo. La pareja protagonista es magnífica con Reinaldo Amien Gutiérrez en el papel de Martín, ese padre que, después de la separación, quiere volver a ser adolescente, recuperar sus sueños de artista e irse de fiesta, y andar con muchas mujeres, una vida que seduce a Eva, su hija, pero a la vez, esos ataques violentos de su padre la devuelven a cuando la vida era muy oscura. 

Pero si algo resulta grandiosa la película Tengo sueños eléctricos es la elección para el personaje de Eva de una actriz debutante como Daniela Marín Navarro, porque cada mirada, detalle y gesto que tiene en la película es sumamente portentoso, con una fuerza y una sensualidad fuera de lo común, de las que se recuerdan, en una de las llegadas al cine más deslumbrantes que se recuerdan, porque la actriz debutante posee una inteligencia natural y alejada de la pose que es toda una lección de interpretación de composición de personaje sin necesidad de caer el sentimentalismo ni la condescendencia. Celebramos la llegada al cine de una cineasta como Valentina Maurel, porque no seduce con brillo y sobre todo, sin caer en errores de mucho cine de esta índole, en el que hay que empatizar por decreto con los personajes, aquí no hay nada de eso, porque la cineasta franco-costarricense muestra y retrata una relación en la que los espectadores la vemos, la vivimos y nos dejan que saquemos nuestras propias conclusiones de forma libre y honesta, y eso es ya mucho en un cine cada vez más cómplice de lo establecido y lo políticamente correcto, en fin, la película de Maurel huye de lo complaciente y cómodo, para mostrarnos muchas situaciones que nos generan tensión, muchísima incomodidad y sobre todo, nos lanzan gran cantidades de preguntas, que esa y no otra debería ser la función de cualquier expresión artística, y también, del cine que es el que ahora nos ocupa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mikado, de Emanuel Parvu

EL COLLAR DE ORO DE MAGDA.

“La culpa es uno de los sentimientos más negativos que puede tener el ser humano y, al mismo tiempo, una de las maneras más utilizadas para manipular a los otros”.

Bernardo Stamateas

Es realmente curioso y revelador como el cine rumano desde su magnífica irrupción con películas como La muerte del señor. Lazarescu (2005), de Cristi Puiu y 4 meses, 3 semanas, 2 días (2008), de Cristian Mungiu, entre otras, se ha caracterizado por contarnos relatos profundamente íntimos y cotidianos que ponen el foco en el entramado político, social, cultural y económico de un país que sale de un régimen dictatorial y avanza muy lentamente a una democracia que solo se ve en la teoría. Cine social muy potente, que traspasa la pantalla para construir realidades duras y profundas, entre los que abundan personajes envueltos en una trama sencilla pero muy claustrofóbica y llena de tensión. Nos acordamos de películas como Madre e hijo (2013), de Calin Peter Netzer, El tesoro  (2015), de Corneliu Porumboiu y Sieranevada (2016), de Cristi Puiu, por citar solo algunas. A esta premisa narrativa y formal se suma Mikado, segundo trabajo de Emanuel Parvu (Bucarest, Rumanía, 1977), del que conocíamos su labor como actor en películas de Mungiu como Los exámenes (2016).

En su nuevo trabajo no anda muy lejos del relato que armaba en su opera prima, Medea o la parte no tan feliz de las cosas (2017), en la que un padre sin oficio ni beneficio intentaba conseguir la custodia después de la muerte de la madre. Con el mismo actor Serban Pavlu, ahora convertido en padre de una rebelde adolescente, la tal Magda, con la que tiene una relación difícil. La trama coescrita por Alexandru Popa y el propio director es sumamente sencilla: el padre regala un collar de oro a Magda el día de su cumpleaños, pero esta se lo regala a una niña enferma de cáncer y el collar desaparece. El padre no la cree y arremete contra una enfermera mayor que casualmente ha encontrado el collar perdido. A partir de ahí, se irán sucediendo una serie de conflictos en los que también entrarán en liza la pareja del padre y el hijo de la enfermera, que es el novio de Magda, donde la tensión irá in crescendo donde cada personaje intentará resolver sus propios conflictos y los que tiene con el otro en una trama que se desarrolla en pocos días y sobre todo, nocturna.

Como hace con el actor protagonista, Parvu vuelve a contar con parte del equipo de su primera película como el cinematógrafo Silviu Stavilâ, que impone una luz natural llena de contrastes, en el que abundan los planos medios y los planos secuencias, el editor Dan Sefan Parlog, con un trabajo primoroso de montaje con ese ritmo vertiginoso para condensar los cien minutos de metraje que pasan volando, con esa tensión que se agarra y no nos suelta, y el productor Miruna Berescu, a los que se han añadido Jordi Niubo, coproductor de la reciente Silent Land, y Bogdan George Apetri, que está en los créditos de películas tan importantes como Nadie nos mira (2017), de Julia Solomonoff, Blaze (2018), de Ethan Hawke y Canción sin nombre (2019), de Melina Léon, entre otras. Como hicieran cineastas de la talla de De Sica/Zavattini, Berlanga, Kaurismäki, Kiarostami y Farhadi, entre muchos otros, en la construcción de relatos íntimos de personas de a pie envueltos en conflictos que son meras escusas para hacer una interesante y profunda radiografía de las corruptelas del estado y demás, sumergiéndonos en historias kafkianas de una complejidad agobiante y con resultados muy inciertos.

Mikado, de irónico título que hace referencia al objeto que aromatiza el hogar, una metáfora de lo que el collar de oro consigue en los personajes y la relación agobiante entre ellos, donde el conflicto cada vez se hace mayor con resultados muy inquietantes. Un elemento vital en el cine rumano es la composición de sus intérpretes, con actuaciones muy sencillas y tranquilas, sin nada de aspavientos ni estridencias ni gestos superfluos, todo es interior, todo se mira, se mueve y sobre todo, se transmite con una capacidad absorbente en el que los espectadores nos convertimos en un individuos más del cuadro en cuestión. El ya mencionado Serban Pavlu, que hace de un padre de ahora, en continuo conflicto con su hija adolescente y sobre todo, un tipo desquiciado demasiado impetuoso cuando el problema se hace complicado. Lo acompañan Crina Semciuc, una actriz que lleva una interesante carrera en el cine rumano, que hace de su pareja, más calmada e inteligente, y luego los más jóvenes, casi debutantes, Ana Indricau como Magda, y tudor Cucu-Dimitrescu como el hijo de la enfermera, que tendrá una relevancia importante. Disfruten de la construcción de Mikado, y padezcan sus conflictos y todo lo que les ocurre a sus personajes, que podríamos ser nosotros, porque sus problemas no son solo de Rumania, porque lo que les ocurre está en todas partes: la dificultad de comunicarse con los demás, y más con tus hijos adolescentes, la capacidad o la inoperancia de resolver o no conflictos, la estúpida culpabilidad y la responsabilidad de nuestros actos, en fin, de tropezar en la vida y cómo lo resolvemos, tan difícil y tan incierto, pero eso es vivir o al menos es así como vivimos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Diego Lerman

Entrevista a Diego Lerman, director de la película “El suplente”, en els Jardins Miquel Martí i Pol en Barcelona, el martes 10 de enero de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Diego Lerman, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sandra Ejarque de Vasaver, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA