Presentación del Zumzeig Cine Cooperativa y su nuevo equipo formado por Yonay Boix, Anna Brufau, Miuqel Martí Freixas, Ariadna R. Álamo, Javier Rueda y Albert Triviño. El evento tuvo lugar el lunes 26 de septiembre 2016, en el Cine Zumzeig de Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible esta presentación: al equipo del Zumzeig Cine Cooperativa, por su tiempo, conocimiento, activismo cultural, valentía, generosidad y cariño.
Entrevista a Belén Macías, directora de “Juegos de familia”. El encuentro tuvo lugar el jueves 15 de septiembre de 2016 en el vestíbulo de los Cines Girona de Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Belén Macías, por su tiempo, generosidad y cariño, a Carlos Pulido de Mosaico Films Distribución, a Gustavo Sánchez de PR & PRESS Comunicación, por su paciencia, amabilidad y cariño que, además, una joven de su equipo tuvo el detalle de tomar la fotografía que encabeza la publicación, y al maravilloso equipo de los Cines Girona, que siempre me tratan genial.
El asombroso e inagotable universo del escritor Leonardo Padura (1955, La Habana, Cuba) en el que describe con amargura y nostalgia cierta idea de lo que pudo haber sido y no fue en sus novelas, eunl desencanto de la revolución y sus restos, un mundo envejecido y triste, poblado por seres que se pierden en la melancolía de lo que conocieron y dejaron atrás, y sueñan con un futuro diferente que no acaba de llegar, y alimentan esperanzas vanas o ilusorias de una realidad que duele, que se cae a trozos y deja poco espacio para la vida. Padura observa tanto su mundo como sus personajes de forma crítica, aunque les tiende alguna mano que otra para que consigan salir a flote en esta isla a la deriva en que se ha convertido Cuba. Sus novelas ya han sido materia prima de varias películas, en el 2011, colaboró como guionista en la película colectiva 7 días en la Habana, tres años más tarde, escribió el guión junto al director Laurent Cantet de Regreso a Ítaca, que recogía varios pasajes de su novela La novela de mi vida.
Ahora llega la adaptación de su libro Vientos de cuaresma (protagonizada por su emblemático inspector de policía Conde) guión que ha escrito junto a su mujer Lucía Coll y ha contado con la colaboración del director Félix Viscarret (1975, Pamplona). El arranque de la película es brutal, situando al espectador en las calles nocturnas y desiertas de La Habana, mientras un camión va inundándolo todo de humo frío para combatir el terrible azote de los vientos cálidos. Unas imágenes fantasmales llenas de ironía y crueldad. El director Félix Viscarret que, debutó en el 2007 con la excelente Bajo las estrellas (que retrataba a un trompetista fracasado que volvía a su pueblo natal junto a su hermano perdido y la cuñada de la que se enamora) se ha dedicado este tiempo al campo televisivo dirigiendo series, dirige con oficio y sobriedad una película de corte clásico, un noir de los de toda la vida, con policías románticos y desencantados, aficionados al ron, que deambulan por las callejones oscuros, los tugurios donde escuchan jazz, y recaba información a través de confidentes de medio pelo, y anda dando tumbos a la espera de algo o alguien que lo saque de su desidia y eterna tristeza, en el que no falta de nada, la femme fatale que enamora al protagonista, pero que encierra oscuridad y misterio, policías jóvenes con ansias de comerse el mundo, compañeros del cuerpo y rivales, jefes que ocultan cosas y no son muy transparentes, y finalmente, una mujer muerta, aparentemente de vida ejemplar como profesora, y políticamente admiradora de la revolución, pero parece que andaba metida en cosas que no eran del todo claras para la salud.
La película respira sobriedad y pausa, su trama nos conduce por una intriga bien definida que nos atrapa, y se desenvuelve con holgura, sujeta a cambios y giros inesperados que ayudan a comprometernos con lo que se cuenta, con la jungla urbana de La Habana omnipresente, que guarda misterios y elegancia del pasado, y un presente olvidado, ruinoso, y crepuscular, de una revolución que agoniza y un pueblo marcado por la pérdida y la ausencia, en un magnífico trabajo de ambientación, en el que se consigue una atmósfera espectral y caribeña, en la que se respira miedo e inseguridad. Un viaje interior lleno de personajes que mienten y callan, porque hablar siempre es sinónimo de problemas, una trama que nos conduce hasta el pasado, al instituto donde Conde estudiaba, a lugares sórdidos y oscuros donde la vida no vale nada, a turbios locales y pisos de pasillos interminables en los que se fragua el alcohol, las drogas, pobladas de gente de mal vivir.
Un gran plantel de intérpretes en los que sobresale el riguroso trabajo de Jorge Perugorría, componiendo un policía cansado y melancólico como la ciudad que se mantiene a su alrededor, alguien que perdió demasiado por el camino y no logra encontrar algo que lo devuelva a la vida (es un escritor frustrado, que sólo escribe cuando se enamora, como uno de los personajes de Regreso a Ítaca), que se agarra a su balsa, escenificada en Karina, esa mujer de la que no sabe nada pero que no ceja en su empeño, y vive una pasión desaforada e irreal, Lissette, la profesora asesinada, que da vida Mariam Hernández, en un trabajo de los que dejan huella, mostrando con detalles todo ese mundo sórdido, de sexo y alcohol, en el que se encerraba en las cuatro paredes de su casa, y finalmente, uno secundarios, a la altura de la trama, los Luis Alberto García (el inválido veterano de la guerra de Angola), Vladimir Cruz (actor de la emblemática Fresa y chocolate, con Perugorría, aquí el compañero rival) y Enrique Molina, veterano actor, que da vida a ese jefe/padre que ayuda y reprende a Conde según haga el peculiar inspector con métodos propios y ajenos al cuerpo. Cine negro, que nos introduce en lugares de una ciudad soñada por muchos, olvidada por otros, pero que sigue en pie, vieja y oxidada, pero en pie, manteniendo la dignidad que unos le intentaron robar, y no consiguieron, porque los que todavía la habitan siguen amándola, a pesar de todo lo que les arrebató, pero quién dijo que todo iba a ser así, cuando se pensaba en todo lo contrario.
La comedia elegante o sofisticada que tan buenos dividendos dio en la época dorada de Hollywood en las décadas de los 30 y 40, con títulos como Lo que piensan las mujeres, Ninotchka o Historias de Filadelfia… En la actualidad, y recogiendo aquel testigo sensacional, han aparecido una comedia con el aroma de los grandes, producida en Francia, con autores como Jaoui o Kaplisch… Una comedia construida con elegancia y delicadeza, en las que también hay cabida al humor más banal, pero conjugado en un relato lleno de inteligencia y crítico con la sociedad que nos rodea. Aquí tuvimos nuestro esplendor en los 80 con títulos de Trueba con Sé infiel y no mires con quién, Colomo con La vida alegre, y en los 90 con Gómez Pereira de Boca a boca o El amor perjudica seriamente la salud… Por esos terrenos se mueve la tercera película de Belén Macías (1970, Tarragona), en la que la directora cambia el rumbo, después de las interesantes El patio de mi cárcel (2008) y Marsella (2014) cintas de marcado acento personal que, aunque tenían algún rasgo de comicidad, se instalaban en el drama social con actitud crítica. En Juegos de familia, Macías se sumerge en una historia ajena, un encargo, como los muchos que hace en el medio televisivo, en el que se plantea una comedia elegante donde se profundiza sobre el amor maduro.
La historia gira en torno a un matrimonio de los de toda la vida que ha pasado la sesentena, ella, Carmen siente que su marido, Andrés, ya no la quiere y se busca un amante, Raúl. Cuando el marido, acomodado en una situación que ya le va bien, lo descubre, comienza una torpe aventura que consiste en aliarse con el amante para de esta manera recuperar a su mujer. Entre medias, están los hijos, Santi, al que se le resisten los amores comprometidos, y además en el trabajo no se siente valorado, y Lucía, que mantiene una relación con un casado, y le asaltan las dudas sobre su vida y trabajo. Y para rematar el enjambre familiar, nos topamos con el suegro, propietario de la fábrica de juguetes Play Time (guiño al universo de Tati) negocio en crisis amenazado de cierre, en el que trabajan el padre, el nieto, y la nieta. Y en esas estamos, una familia en plena crisis sentimental y laboral.
El buen hacer de Macías, que ya demostró su madurez a la hora de exponer conflictos de manera sutil, y sus dotes para extraer lo complejo de sus intérpretes, acercándose a los detalles que arman la historia, se encarga de desarrollar una comedia con toques de drama íntimo, sin olvidar los momentos cómicos, que los hay, principalmente protagonizados por Puigcorbé (que recuerdan a los de Salsa rosa) un actor maravilloso dotado de una vis cómica sensacional, que compone un personaje torpe y vampiro que sacará de su indefensión su mejor estrategia, después tenemos a Vicky Peña, la gran dama del teatro, que aquí hace de una mujer cansada de vida triste que, necesita volver a respirar y en su casa se ha convertido en algo peor que un mueble, en alguien invisible, y el tercero en discordia, según se mire, Antonio Valero, reputado actor, dedicado a la televisión en los últimos años, se convierte en la amenaza, en un duro adversario, ya que es un amante atractivo, delicado y con sentido del humor.
Pero la película no se queda ahí, también se interesa por los devaneos sentimentales de los hijos, que parece que han heredado la torpeza de sus progenitores y también andan llorando por los rincones, y son incapaces de encontrar a alguien con el que estar bien. Una película entretenida, con momentos de comicidad excelente, que profundiza en los amores de la edad madura, utilizando un tono cómico, pero sin caer en banalidades ni en discursos aleccionantes, dejando que el espectador mire la historia sin aviso y sea él quién saque sus propias conclusiones. Estamos ante un relato que se asemeja en su tono y forma a producciones del país vecino, en las que destaca la comedia sofisticada con toques de drama e ironía, como No estoy hecho para ser amado o Como en las mejores familias, dos buenas obras que nos acercaban a una mirada reflesiva a la hora de abordar los amores inesperados a cierta edad y los complejos entornos familiares desde puntos de vista inteligentes e irónicos.
Encuentro con la escritora Rosa Montero, con motivo de la presentación de su novela “La Carne”, conversando con la periodista Mercedes Milà. Presentación del acto Montse Serrano de la Librería + Bernat. El evento tuvo lugar el miércoles 14 de septiembre 2016, en la librería + Bernat (Magatzem de cultura) de Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Rosa Montero, por su tiempo, conocimiento, y cariño, a Melca Pérez de la editorial Penguin Random House (Alfaguara) por su generosidad y paciencia, y a Montse Serrano, Mercedes Milà y Luz Marqués de la Librería + Bernat, por su iniciativa, trabajo, y cariño.
“Siempre decimos que esta película la hicimos para olvidar, una boutade que responde a ese lugar común de la crítica sobre el cine y la memoria. Pero sí, nosotros queríamos olvidar la pobreza y los recuerdos dolorosos. Olvidar nuestro fracaso, el de Ventura y el mío”
Pedro Costa
La película se abre con un bellísimo prólogo en el que vemos una serie de fotografías de Jacob Riis, fechadas en 1900, inmigrante danés que retrató su vida y su entorno en aquel Nueva York de primeros de siglo. En ellas, observamos prisioneros, interiores, sótanos, habitaciones sombrías, catacumbas… Un tiempo de pasado que podría tratarse de nuestro presente. Seguidamente, nos encontramos en los pasillos oscuros, y en penumbra de un hospital, quizás un psiquiátrico, en el que un anciano negro, de nombre Ventura, recorre unos lugares vacíos, en los que se va encontrando con personas que pertenecen a su pasado y con los que revivirá episodios de su vida.
El cineasta Pedro Costa (1959, Lisboa) vuelve a filmar a su personaje fetiche, Ventura, el inmigrante caboverdiano que encontró en el barrio lisboeta de Fontainhas, un paisaje ya desaparecido (sólo existente en el cine) ubicado en la periféria y habitado por gentes humildes, desplazados e invisibles, a los que la mirada de Costa se ha acercado de forma humanista rescatando sus vidas errantes, mutiladas y vejadas, dedicándoles varias películas como En el cuarto de Vanda (2000) en los que en sus casi tres horas construía un retrato íntimo y devastador de la vida de una toxicómana, en los que ya aparecía la sombra de Ventura, al que se dedicaría en cuerpo y alma en Juventud en marcha (2006) donde su cámara filmaba un proceso de cambio en el que Ventura dejaba su chabola de pedazos en Fontainhas, en la que había vivido casi cuatro décadas, para trasladarse a su nueva vivienda social, en los que cambiaba de hogar, pero seguía padeciendo la explotación, el hambre y el racismo del país de acogida. En el 2009, el cine de Costa alcanza sus cotas más profundas y conceptuales con Ne change rien, en la que a través de una filmación de claroscuro (más propia del cine de serie B de Lang, Mann, Tourneur, etc…, que se ha convertido en una de las señas de identidad de su cine) conmovía a través de una gran sencillez y una cercanía asombrosa, en la que nos sumergía en el retrato de la cantante Jeanne Balibar.
En su segmento Sweet exorcism, perteneciente a la película colectiva Centro histórico (2012) ya apuntaba ciertos temas y elementos de Caballo dinero, centrándose en la secuencia/plano del ascensor, y la huida por el bosque, que recogen todo el espíritu que recorre la película/viaje que define la naturaleza de Caballo Dinero, la mirada de Ventura (que se convierte en onmipresentedurante todo el metraje) nos guía por este recorrido por los lugares que han estructuado su existencia, como el hospital, que más parece una prisión que otra cosa, el asilo donde voluntariamente se encarcela Ventura, una fábrica abandonada, un taller lleno de polvo, o una oficina en penumbra, lugares que ya han perdido su memoria, lugares vacíos de tiempo, un tiempo que no existe, que se ha desvanecido, que ha perdido su identidad y se ha convertido en otra cosa, un tiempo sin tiempo, en el que pasado y presente conviven en espacios que almacenan una memoria desaparecida, que el tiempo desvaneció, que ya no respira. Costa sigue a su cansado y desesperado Ventura, una figura fantasmal que se desplaza sin rumbo, perdido, sin alma, un hombre devastado por el tiempo, por años de sufrimiento y precariedad, de un hombre que se reencuentra con las personas de su pasado, sus paisanos caboverdianos u otros africanos (angoleños, guineanos) llegados de las antiguas colonias a mediados de los setenta, con los que comparte canciones de su patria perdida, recuerdos de sus primeros años, la dictadura, el trabajo, los amigos…, años de revolución, de cambio (con el fin de la dictadura que alcanzó medio siglo) años de ilusión en los que se soñaba con un mundo mejor, un mundo de derechos para los obreros y vidas dignas para todos, que los recién llegados nunca vieron materializarse. Todo aquello se consumió con el paso del tiempo, y lo que queda son recuerdos vagos, espacios sombríos, cansancio y locura.
Costa construye su película a través ligeras cámaras digitales y un reducido equipo técnico, en el que filma a Ventura en planos dilatados y estáticos (hay pocos movimientos de cámara durante la película) en el que prima la acción y la palabra, sujetos a espacios limitados, más propios de una prisión, a través de su habitual claroscuro que escenifica ese mundo oscuro, entre sombras y espectros, más propios del cine de terror, en los que se ha convertido Portugal, y la vieja Europa, y en mayor medida, los inmigrantes que han sufrido la vida miserable de una Europa egoísta, injusta y a la deriva. Ventura ( que podría ser un trasunto del profesor Borg de Fresas salvajes, el Luis de La prima Angélica o el cineasta de La mirada de Ulises) se mueve entre el documento y la ficción, entre un espacio indefinido en el que Costa captura con su mirada 40 años de la memoria ahogada de un país roto y devastado por la crisis, centrándose en la mirada cansada, desesperada y mutilada de Ventura, alguien que no se mueve, se desplaza por espacios sin vida, oscuros, sin tiempo, en los que su memoria se amontona en infinidad de pedazos que aparecen de manera pausada y accidentalmente. El cine de Costa es un cine poético, artesanal y paciente, filmado con una textura agobiante e hipnótica, dotando a su obra de una atmósfera que fascina y aterra a la vez, cimentando un cine sólido, sin fisuras, en el que cada instante nos provoca una meditada reflexión, creando un espacio fílmico de una contundencia sobrecogedora, convirtiendo a su cine en una experiencia única, como la ya mencionada secuencia del ascensor, que a través de ínfimos elementos logra condensar en un mismo espacio, y sólo con dos personajes, todo un conglomerado del devenir histórico de no sólo Portugal, sino de Europa, en todo lo que podía haber sido, un continente de unidad y humanidad, y en lo que finalmente se ha convertido, el fin de la utopía, un lugar enfermo, en el que reina la precariedad y la injustica.
La película se abre de forma magistral y enérgica, en unos primeros minutos donde deja claro sus intenciones, en la que nos amordazará contra la pared y nos dejará así hasta que finiquite su historia. Filmando un atraco desde el punto de vista del conductor que espera en el interior del automóvil a sus compinches (recuerda a la situación parecida que se desenvolvía en Sólo se vive una vez, de Lang) que espera nerviosamente a que los ejecutores salgan y puedan salir cagando leches. Pero, algo ha salido mal, la policía llega y el conductor que se llama Curro, tiene que salir a toda hostia, que después de escabullirse un par de calles, los perseguidores le provocan un accidente y es detenido. La película viaja hasta ocho años después, cuando Curro (estupendo Luis Callejo en un rol lleno de sequedad, amargura y violencia) está a punto de cumplir su condena.
Raúl Arévalo (1979, Madrid) que lleva más de una década dedicándose a la interpretación bajo la dirección de autores tan relevantes como Daniel Sánchez Arévalo, Isaki Lacuesta o Pedro Almodóvar, entre muchos otros (a los que agradece en los créditos lo mucho que ha aprendido de ellos) interviniendo en películas notorias como Azul oscuro casi negro, Murieron por encima de sus posibilidades, La isla mínima o Cien años de perdón, las dos últimas emparentadas con el thriller dramático por el que transita su primera película como director. Arévalo nos sumerge en una historia dura, áspera y muy violenta, bajo un decorado que se mueve entre dos espacios, por un lado, los barrios obreros madrileños, en los que pululan gente de mal vivir, gimnasios tapaderas, bares de cafés por la mañana, menú de mediodía, partidas de mus y partido los domingos, y por el otro, el paisaje rural, hostales de carretera, casas de pueblo a los que ir para descansar, fiestas mayores de pueblo con baile en la plaza, animales y huerta, en los que nos encontramos a gente humilde, gente con escaso dinero, que tira pa’lante como puede o como le dejan.
La acción arranca con José (excelente Antonio de la Torre, buque insignia en los últimos tiempos de ese cine negro que tan buena salud manifiesta en nuestro cine) del que poco conocemos, un ser roto, alguien que lo ha perdido todo, alguien que viene a ajustar cuentas con el pasado con todos aquellos que un mal día se cruzaron con las personas que más quería, sabemos que ha hecho amistad en el bar, donde va a menudo, y se siente fuertemente atraído por Ana (descomunal la interpretación de Ruth Díaz, premiada en Venecia, que deja sin aliento, moviéndose entre la fragilidad de su físico, que desprende una carnalidad desaforada, su fuerte carácter y esa belleza mezclaza con la desilusión de tantos años sola tirando del carro) la mujer que espera a Curro y trabaja en el bar que comparte con su hermano. Arévalo opta por el formato súper 16 mm, contando en tareas de fotografía con Arnau Valls (responsable entre muchas otras de Toro o Tres bodas de más) para insuflar a sus planos de esa textura granulada, que penetra en los personajes, amén de una cámara que no deja ni a sol ni a sombra a sus personajes, acercándose a sus entrañas y perforando cada poro de su piel. Un montaje cortante y sobrio obra de Ángel Hernández Zoido (autor de La mujer sin piano o Caníbal…) envuelve la película de forma prodigiosa llevándonos en volandas por esta historia seca, abrupta, que nace del interior, que camina con fuerza en este viaje muy físico hacia la muerte, en el que no hay vuelta atrás, en este macabro y brutal descenso a los infiernos, a ritmo de rumba y quejíos, protagonizado por seres corrientes que el fatal destino los ha llevado a conocerse en las circunstancias más adversas y terribles.
Arévalo se enfunda el traje de faena, consigue transmitir y agujerearnos con momentos de tensión de gran altura, que se desatan en las diferentes situaciones entre los personajes, una tensión bien manejada que va in crescendo en una trama desarrollada con avidez y eleganci, dosificando con inteligencia la información de cada uno de las criaturas que se mueven entre las sombras y la oscuridad que teje cada salpicadura de la cinta. Una película con aroma a Peckinpah y su Perros de paja, con clara referencia al personaje de David Summer (interpretado por un imberbe Dustin Hoffman) que tiene mucho que ver con José, el urbanita de vida cómoda que el fatal y caprichoso destino lo convertirá en un ser armado con una escopeta que clama justicia ante los maleantes impunes que se va ir encontrando. También, encontramos aires del cine rural español, con las novelas de Sender o Aldecoa, y el cine de Saura a la cabeza, y los Borau o Isasi-Isasmendi, entre otros, un cine metafórico en el que la realidad social del momento se convertía en ese espejo deformante que nos guiaba para reflexionar sobre los males interiores tanto individuales como colectivos, y las oscuras complejidades que baten el alma de los seres humanos. Arévalo se ha destapado de forma prodigiosa y excelente en labores de dirección en una película contundente, rabiosa, y llena de negrura, que atrapa desde el primer instante, envolviéndonos en un ambiente en el que los paisajes ahogan, no dejan vivir, que arrastran y agobian a unos personajes que tratan de respirar y sobrevivir, y huir de un pasado que quieren olvidar, pero bien sabido es que hay cosas que por mucho que las entierres, no hay manera de ocultarlas, siempre salen a la superficie para saldar cuentas y continuar con su camino.
“La vida es una comedia escrita por un humorista sádico”.
El arranque de la película resulta revelador y conciso, recogiendo de forma magistral y concisa el espíritu con el que está construido el relato que estamos a punto de ver. Un hermoso travelling avanza por el borde de una piscina en mitad de una fiesta en una mansión lujosa, en la que luce el sol de mediodía, y mientras sortea algunos de los invitados camina firme hasta encontrarse con uno de los protagonistas, Phil Stern, uno de esos agentes de estrellas, de traje impecable, orgullo intacto y Martini seco en los labios, que fanfarronea de sus logros y amistades delante de unos “amigos” orgullosos de escucharlo. Estamos en el Hollywood en la década de los 30, quizás la época más glamurosa del cine estadounidense.
El cineasta Woody Allen (1935, Brooklyn, Nueva York, EE.UU.) sigue fiel a su cita anual escribiendo y dirigiendo una nueva cinta, la que hace 46 en su carrera (si no han fallado mis cálculos). Esta vez nos introduce en un mundo de lujo por doquier, de apariencias, de mentiras, de postureo, de espejos deformantes y muchos dólares, y de un quiero y no puedo. Conocemos a agentes de estrellas, jóvenes inocentes que llegan con las maletas cargadas de sueños con vocación de convertirse en una movie star, empresarios de modelos, putillas que quieren ser actrices, secretarias que aman el cine, y la parte de Nueva York, porque la película se mueve entre las ciudades, con personajes que van y vienen, y a veces se encuentran, una gran manzana en el que hay la familia judía de Bobby (el hilo conductor de esta farsa sobre la vida y el amor), en la que hay madres nodrizas que insultan cariñosamente a sus maridos, esposos relajados que hacen joyas en un oscuro sótano, hijos con vocación de gánster que aman el dinero, las mujeres y los asesinatos, hijas casadas con intelectuales, comunistas y católicos, y luego están ellos, el joven ingenuo y sagaz Bobby Dorfman que llega a la meca del cine queriendo triunfar y convertirse en alguien, con la ayuda de su tío, un hombre felizmente casado o al menos eso es lo que dice y parece. Pero, llega el amor en la vida de Bobby, en forma de la joven inteligente y atractiva secretaria de su tío, Vonnie, que en un tiempo atrás también llegó con intenciones de ser alguien en el mundo del cine, pero ha acabado tomando notas y mecanografiando órdenes. Pero Vonnie, que congenia a las mil maravillas con Bobby, tiene novio, un periodista llamado Doug, eso dice ella. Y así anda la cosa, Bobby perdidamente enamorada de Vonnie, pero sin ser correspondido, quizás una de las máximas de la vida y del cine de Allen, los no correspondidos. Desear a alguien que pertenece a otro. Pero, una noche, todo cambia, el misterioso Doug abandona a Vonnie, y poco tiempo después, cuando parece que no hay nada que impida el amor, Bobby y Vonnie se enamoran. Pero ahí no acaba la cosa, aunque pudiera parece ser que sí, todavía se encontrarán con otras dificultades, más cercas de lo que se imaginan.
Allen vuelve por donde solía, a construir una película magnífica que contiene todos los ingredientes que le han encumbrado en el cine, convirtiéndolo en uno de los grandes, en la que encontramos su humor irreverente, irónico, trágico y sobre todo, su mirada pérfida e incisiva en las cuestiones del amor, las relaciones humanas, y todo aquello invisible y lleno de misterio, que nos empuja de un estado de ánimo a otro, nuestros miedos, inseguridades, complejidades, y demás emociones verdaderas, falsas, inventadas o proyectadas. Una cinta que se mueve entre dos paisajes, por un lado, el Hollywood cinematográfico luminoso y romántico, donde todo es posible o no, de playas desiertas, cuchitriles de comida mexicana que huelen a cercanía, cines extremadamente decorados en los ver la última de Tracy o la Crawford, y mansiones con aire de tristeza y soledad, y Nueva York, el lado opuesto, oscuro y violento, lleno de barrios obreros, de familias judías, de clubs nocturnos (tan de moda en la época en los que se reunían todos aquellos que eran o querían ser alguien) en los que escuchamos jazz a todas horas… Una cinta sobre el amor, sobre lo que inventamos del amor, sobre ese ideal que creemos que es, sobre todo aquello que somos, que hemos sido, y posiblemente, no seremos, de todo aquello que sentimos y nos engañamos, de emociones que nos decimos que no sentimos y de engañarnos constantemente en aquello que nos hace felices o nos entristece. Una película bañada con esa fina luz acogedora y fría del gran Vittorio Storaro que ilumina el Hollywood soleado que contrasta con el Nueva York nublado y urbano.
Desde aquel lejano 1969 y su Toma el dinero y corre, la comedia, y elementos del cine negro, han estructurado todo el cine de Allen, que ha pasado por todos los estados que se puedan imaginar después de una carrera tan frenética en la que hay títulos para todos los gustos y paladares, que abarca casi medio siglo, desde el cine de los 70 con grandes obras como Annie Hall o Manhattan, a los 80, con memorables películas como Zelig, La rosa púrpura del Cairo o Hannah y sus hermanas, y los 90, en los que nos regaló cintas como Maridos y mujeres, Balas sobre Broadway o Acordes y desacuerdos, y en el nuevo milenio, donde siguió a su cita anual con películas como Match point o Blue Jasmine, algunas obras, una ínfima parte de su extensísima carrera, pero que describen buena parte de los temas, referencias y elementos que han protagonizado su filmografía. Un cine caracterizado de una fuerte personalidad y carácter, en el que todas las ideas que han perseguido a la figura de Allen han encontrado su momento: los hipocondríacos, las histéricas, los sabiondos, los ingenuos, los que aparentan lo que no son, y demás personajes, personajillos, y sombras humanas que han pululado por el universo cotidiano y de apariencias de esa clase pudiente artística, preferiblemente, que se movían por el Nueva York que tanto ha amado Allen.
Una city en la que suena jazz, el sol baña los atardeceres de verano, en la que siempre apetece tomar una copa en algún club nocturno rodeado de amigos al caer la noche, o deambular por Greenwich Village buscando libros o discos descatalogados, caminar sin rumbo por Central Park pensando en ese amor no correspondido o en las dificultades de amar… Una ciudad retratada de mil maneras, de infinitos ángulos, a veces con alegría, y otras con tristeza, incluso con melancolía, en la que hay (des)ilusión, (des)esperanzas, y seres que buscan (des)apasionadamente el amor, y rara vez lo encuentran, o cuando lo hacen, resulta problemático, complejo y muy difícil, aunque eso sí, no cejan en su empeño, siguen empecinados en lo suyo, en lo que sienten, en lo que les empuja a seguir viviendo, porque quizás no existe otra manera de vivir, si no esa, esa en la que sus personajes sueñan y viven por sus sueños, aunque estos sean equivocados, confundidos o simplemente irrealizables, porque como los dos enamorados intermitentes y fatalistas (y remitiendo al hermoso cierre de la película) que retrata la película, comentan en algún instante, y en clara evocación a Calderón, los sueños, sueños son.
Encuentro con los cineastas Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego con motivo de la presentación del ciclo “Melodrama sin límites” dedicado a su obra. Presentación y moderador Esteve Riambau (Director de la Filmoteca de Catalunya). El evento tuvo lugar el miércoles 27 de abril 2016, en la sala Laya de la Filmoteca de Catalunya en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego, por su tiempo, conocimiento, generosidad y cariño, y a Esteve Riambau y el equipo de la Filmoteca, por organizar el evento, su trabajo, amabilidad y cariño.
Entrevista a María Valverde, actriz de “Gernika”. El encuentro tuvo lugar el jueves 8 de septiembre de 2016 en el vestíbulo de los Cines Renoir Floridablanca de Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a María Valverde, por su tiempo, generosidad y simpatía, y a Eva Herrero y Marina Cisa de Madavenue, por su paciencia, amabilidad, y cariño, que además, tuvieron el detalle de tomar la fotografía que encabeza la publicación.