Marco Polo, de Pablo Riesgo

EL GOLPE QUE MÁS DUELE. 

“Los grandes golpes de la vida no son para joderte, sino para enseñarte una verdad que no percibías…”

(Anónimo)

Se cuenta que había un chaval llamado Marco ensimismado en sus no cosas, y perdía los tediosos días fumando chinos y esnifando coca. Su actitud con su familia, con la que vivía, padres y hermano mayor, era encerrarse en sí mismo y seguir con esa existencia anclada y sin futuro. Un día, todo cambió. Porque, una noche, mientras su hermano mayor, Ángel, lo intentaba localizar porque Marco había huido de la fiesta, Ángel sufre un atropello y fallece. A partir de ahí, la vida de Marco da un cambio brusco, y su única idea es conocer la identidad de quién conducía el coche del atropello que se dió a la fuga. Una tarea difícil y ardua en la que contará con la ayuda de Daniela, la hermana ausente que vuelve, y unos amigos de Ángel. Entre tanto, el pasado irrumpirá de nuevo en las vidas de Marco, Daniela y demás, un pasado al que deberán enfrentarse y rendir cuentas, donde cada uno de ellos deberá exponer sus sentimientos y mirarlos con el de enfrente. 

Pablo Riesgo, un cineasta afincado en Los Ángeles, con diferentes trabajos como en tareas de producción para la productora Anonymous Content, responsable de éxitos como Birdman, Spotlight y la serie True detective, entre otras), es el director del llamativo título Marco Polo, donde vuelve a La Manga del Mar Menor, en Murcia, donde sitúa su historia, y lo hace a través de un joven antisocial, alguien presente pero muy ausente, con una carga demasiado pesada en su vida, que lidia fatal con los conflictos, como casi todos, que la vida lo desbarata de tal manera y lo despierta de un golpe demasiado fuerte. Una película sencilla, mínima y llena de detalles, ambientada en una zona muy turística pero fuera de temporada, convertida en un desierto extraño e inquietante, como casi todos esos espacios cuando no hay turistas. Un lugar raro que ayuda a entender ese vacío y soledad que tiene el personaje principal, una no persona en un proceso de autodestrucción y nada muy tremendo. La cámara de Marko Alonso, que repite con Riesgo después de la experiencia en el cortometraje Tiro dominical (2020), baña con esa luz que contrasta mucho con el día, muy luminoso y mediterráneo, con esa otra de noche, donde van a suceder todas las distensiones que sufren los personajes. 

La película también se alza a través de un montaje de Rubén Navarro, otro cineasta afincado en L. A., que se divide en dos grandes tempos de la historia. Antes de la pérdida de Ángel, y después de ese momento que cruzará la existencia del protagonista. Una película que se nutre de un pedazo de protagonista, como ha demostrado en la serie Veneno y más recientemente, en la película Te estoy amando locamente, un actor que es capaz de meterse en la piel de los individuos más extraños, más oscuros y más luminosos, como evidencian los personajes citados y éste, Marco, alguien que sale de la oscuridad para encontrar a los que atropellaron a su hermano, y de paso, hacer las paces con los demás, y sobre todo, consigo mismo. Le acompañan otros intérpretes, desconocidos en su mayoría, pero que componen unos personajes que transmiten cercanía y transparencia, como el músico Jorge Zuloaga, que da vida a Ángel, y también, ejecuta una agradable canción, que tiene que ver con esa vida de luz que transmitía a los demás, en especial a su hermano pequeño Marco. Carolina Riesgo es Daniela, la hermana que vuelve, la hermana que tiene más de una brecha abierta con el mencionado Marco. Jesús Lloveras, que ya estaba en el citado cortometraje del director, León Molina, Rebecca Badia y Alba Barbero, entre otros. 

Riesgo no ha hecho una película acomodaticia ni cómoda para el espectador, sino todo lo contrario, una historia que escarba en todo aquello que nos hace sufrir y nos distancia de los demás, situaciones con las que debemos de lidiar en nuestras vidas. Pero, alguien podría pensar que estamos hablando de una película dura y llena de negritud, pero no es el caso, porque aunque haya dureza y mucha, también hay ganas de levantarse, de hacer las cosas de otra manera, de seguir y luchar, de no quedarse quieto, de arreglar y de reparar, de esos valores de los que la mayoría suele huir en estos tiempos. Los personajes de Marco Polo tienen miedo, sufren una pérdida irreparable, han de vivir con una ausencia difícil y llena de obstáculos, pero eso no les impide hacer algo, investigar a ese coche huido, a intentarlo cuántas veces sea posible, a no detenerse ante la adversidad, a experimentar el viaje de la oscuridad a la luz que hace el protagonista Marco, alguien que se ha cansado de estar mal, y ha despertado y ha encontrado algo que le va a hacer querer ser mejor y sobre todo, ser la persona que quería su hermano fallecido. Una película pequeña, pero muy grande en emociones, porque nos obliga a ver aquello que duele, aquello que no gusta, y nos abre la puerta para que salgamos de nuestro encierro, para que lidiamos con los demás todos los conflictos que hay que lidiar, y sobre todo, nos hace mejores personas, que en este mundo buena falta nos hace. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Maria de Medeiros

Entrevista a Maria de Medeiros, directora de la película “Nuestros hijos”, en el Hotel Catalonia Eixample en Barcelona, el jueves 11 de mayo de 2023

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Maria de Medeiros, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

Entrevista a Patricia López Arnaiz e Ibon Cormenzana

Entrevista a Patricia López Arnaiz e Ibon Cormenzana, actriz y director de la película “La cima”, en el Hotel Catalonia Gran Vía en Barcelona, el miércoles 23 de marzo de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Patricia López Arnaiz e Ibon Cormenzana, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Katia Casariego de Vasaver, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La cima, de Ibon Cormenzana

GESTIONAR LA PÉRDIDA.

“Todos tenemos nuestro propio ochomil”

Edurne Pasaban

Amén de producir más de 40 títulos a directores como Mateo Gil, Pablo Berger, Claudia Llosa, Julio Medem, Rodrigo Sorogoyen, entre otros. Ibon Cormenzana (Bilbao, 1972), ha dirigido cuatro títulos como director. Tres de ellos centrados en temas tan incómodos como el suicidio y la depresión. Sus personajes navegan sin rumbo, azotados por unas tragedias que les han pasado una factura terrible, individuos en procesos arduos y complejos de reconstrucción emocional, expuestos a unas existencias que duelen mucho. Hace cuatro años veíamos Alegría, tristeza, donde conocíamos a Marcos, un tipo bloqueado que pedirá ayuda para salir de su conflicto. Ahora, nos encontramos con Mateo, alguien que también está huyendo de sí mismo, y que tiene un propósito: hacer un ochomil, en concreto, la cima de Annapurna de 8091 metros, y lo quiere hacer solo, y sin oxigeno, toda una temeridad, y también, todo un reto suicida. Mateo se encontrará en su ascensión a Ione, una alpinista experimentada que es la primera mujer que ha conseguido por primera vez hacer los catorce ocho mil, personaje que nos recuerda a Edurne Pasaban.

Ione está refugiada en una cabaña en la montaña, sola y dejando pasar los días. Tanto Mateo como Ione son dos personas asfixiadas por el dolor, y los dos lo gestionan de formas muy diferentes. Él, quiere hacer la cima en invierno y solo, gesta que no ah conseguido nadie hasta la fecha, y ella, quiere olvidarse de todos y todo. La cima es una película con solo dos personajes, dos individuos perdidos en mitad de la nada, aislados del mundo, solos con sus traumas, en un relato potente y demoledor sobre la gestión de los traumas, que fusiona con criterio y audacia un paisaje hermoso e inhóspito con una historia profundamente minimalista, un relato-retrato sobre lo que hay o mejor dicho, lo que queda en alguien después de la tragedia, y cómo convive con ese dolor que no se cansa de torpedearnos la vida o lo que queda de ella. El cuarto trabajo de Cormenzana es también la historia de un encuentro, un cruce de caminos, donde asistimos al proceso diario y cotidiano de dos personas que tienen en común más de lo que en apariencia parece ser.

La montaña actúa como esa barrera inmóvil que los atrae y los repele, ese vasto muro que parece no tener fin, un muro atrayente y a la vez, difícil de superar, y no solo eso, la cima de Annapurna es ante todo un símbolo para estos dos personajes, como podría ser cualquier ocho mil, no un peldaño más, sino el peldaño de sus procesos, ese muro de las lamentaciones a la inversa, algo así como una idea fija para Mateo, que tiene que hacer sí o sí, cueste lo que cueste, poniendo su vida en peligro. Por su parte, Ione, después de su histórica hazaña de alcanzar los catorce ocho mil, vive o sobrevive estancada, con un sueño ya hecho, y sin encontrar todavía algo que le enganche a la vida, y sobre todo a las personas. El director bilbaíno vuelve a contar con algunos de sus colabores más cómplices como el cinematógrafo Albert Pascual, que compone una luz que juega con el brillo de los exteriores, con la negritud del interior de los personajes, y la calidez de la cabaña. David Gallart en montaje, construye una película de 85 minutos, en el que hay de todo, calma, tensión, silencios y un poco de cercanía.

El guion conciso y potente de Nerea Castro, que debuta en el largometraje, a partir de una idea del propio director, y la excelente música de Paula Olaz (de la que escuchamos la reciente Nora, de Lara Izagirre, y ha trabajado para Telmo Esnal o el trío de directores de Handia y La trinchera infinita, entre otras), que sabe contar todo aquello que no vemos y sentimos en una historia que es tan importante lo que se ve como lo que no, con todo ese interior oscuro por el que se mueven sus personajes. Una película que se mueve entre lo físico, con esa espectacularidad en las secuencias de montaña, con el asesoramiento de dos expertos como el alpinista Jordi Tosas y el guía de montaña Nacho Segorbe, entre otros, y también, entre lo emocional, necesitaba dos intérpretes de gran altura como Javier Rey, con ese comienzo brutal saliendo de la playa, que ya augura las dificultades por las que pasara su personaje en la montaña, y Patricia López Arnaiz, que repite con el director, dando vida a una mujer aislada y sin nada que hacer ni decir, procesando su vida, hacia donde va a ir, y sobre todo, si hay algo que hacer.

La cima no se deja llevar por la belleza mágica de la montaña, y en seguida, la muestra en toda su crudeza, mostrando todos sus peligros, que son muchos, en la que los personajes deberán luchar para conseguir seguir con su camino. Tiene la película ese aroma de la montaña como muro para vivir o morir en él, esa tierra infranqueable que invita a desafíos complejos y llenos de valentía, donde la naturaleza se convierte en belleza y terror, como ocurre en muchas de las películas de Werner Herzog. Dos almas en mitad de la nada, pasando por su vacío particular, en una cotidianidad llena de monstruos, conviviendo junto a ese dolor intenso y profundo, que tendrán en la montaña y su dificultosa ascensión, su propio viaje a los infiernos, o quizás, su forma de salir de ellos. Cormenzana ha cocinado a fuego lento un relato que atrapa por su sencillez e intimidad en su construcción de personajes, en todo su proceso personal y en la relación que se cuece entre ellos, y también, nos sobrecoge por todo el periplo que viven en la montaña, tanto aquel que sigue fiel a su viaje suicida y ella, como persona que debe reaccionar para salir de su letargo, aunque sea la última cosa que haga. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Jinetes de la justicia, de Anders Thomas Jensen

SOBRE EL DOLOR Y LA VENGANZA.

“Una persona que quiere venganza guarda sus heridas abiertas”.

Francis Bacon

Todo empieza con un accidente. Un accidente de tren, en el que Mathilde ve como su madre fallece. Markus, el padre, un militar destinado en el extranjero, vuelve a casa y sigue como si nada hubiera pasado, llevándole a muchos conflictos con su hija adolescente. Un día, Otto, un experto en matemáticas, que es uno de los supervivientes del accidente, explica a Markus que tiene pruebas que el accidente fue intencionado. A Otto, traumatizado porque un accidente que él provocó acabó con al vida de su mujer e hija.  le acompañan otros dos cerebritos expertos en informática y conseguir datos, Lennart, que arrastra un trauma infantil, y Emmenthaler, un obeso acomplejado. Markus en primer momento escéptico, acaba por participar en la venganza contra los responsables, una banda de gánsteres muy conocida de la zona. Anders Thomas Jensen (Frederiksvaerk, Dinamarca, 1972), ha escrito muchos de los guiones de las películas de Susanne Bier, y de nombres tan importantes como los de Lone Scherfig, aparte ha cosechado una interesante filmografía como director donde Mads Mikkelsen (uno de los intérpretes daneses más internacionales que ha trabajado con gente tan reconocida como Thomas Vinterberg y Nicolas Winding Refn, entre otros), ha sido protagonista en las cinco películas que ha dirigido hasta la fecha.

En Jinetes de la justicia, Mikkelsen se pone en la piel de un tipo rudo, reservado y solitario, que lleva demasiados años fuera de casa y ahora, debe volver ante un panorama muy adverso, lleno de heridas y mucho dolor. Un tipo que encontrará la venganza como vehículo para cerrar tanta oscuridad. El cine de Anders Thomas Jensen se edifica a través de un conflicto emocional muy fuerte, donde encontramos a unos personajes a la deriva, muy perdidos, individuos heridos que deben volver a la senda de la vida. Un marco de comedia negra para hablarnos de temas serios y profundos, donde las emociones son la clave de la trama. Ahora, a la comedia negra, muy representada por los tres expertos en datos informáticos y estadísticas, que podrían protagonizar cualquier película de Monicelli, Berlanga o de los Estudios Ealling, se juntan con Markus, un tipo violento, amargado y lleno de rabia, toda contenida y oculta, que explotará sin concesiones y con extrema crudeza cuando se enfrenten a los gánsteres.

La interesante mezcla ente la comedia negra y la película de venganza, excelentemente bien equilibrada y contada, con esa cámara cercana y reflexiva en todo momento, con esos diálogos que pasan de la seriedad a lo ligero en cuestión de segundos, siempre con la trama en el horizonte, en un contexto social muy oscuro, de aislamiento, como viven el trío de amigos informáticos, y ahora, Markus y su hija, es la atmósfera idónea para lanzarse a esta fábula moderna que nos habla de cómo nos relacionamos con las emociones que no logramos expresar, ya sea el dolor, la rabia, la pérdida y cómo vivimos con toda esa carga pesada y dolorosa. Una parte técnica asombrosa que firma Kasper Tuxen en la cinematografía, en una película de un poco antes de la Navidad, muy asfixiante y muy noir, y el audaz trabajo de montaje con Nicolaj Monberg y Anders Alberg Kristiansen, consiguiendo esa fusión entre las relaciones de personajes, capitales en una película donde los personajes son tan diferentes, tanto a nivel físico, contexto y emocionalidad, la comedia negrísima en muchos aspectos, y ese thriller crudísimo y muy violento.

Un gran reparto encabezado por el citado Mads Mikkelsen, extraordinario en su rol de padre roto de dolor y militar violento lleno de venganza, demostrando una vez más su tremenda versatilidad e inteligencia en elegir personajes tan diversos y bien construidos. Bien acompañado por Nikolaj Lie Kaas como Otto, otro actor que también ha estado en todas las películas de Anders Thomas Jensen, al igual que Nicolas Bro, que hace de Emmenthaler, Lars Brygman como Lennart, un actor de reparto muy considerado en Dinamarca, y la joven Adrea Heick Gadeberg como Mathilde, que después de algunas series empieza a aparecer en la gran pantalla. El cineasta danés construye un relato de nuestro tiempo, muy sólido y contundente, que profundiza en muchos temas que tienen que ver con la condición humana, y sobre todo, cuando las cosas se vuelven del revés, cuando sufrimos pérdidas irreparables, no sabemos como enfrentarnos al dolor, y encontramos en la rabia y la violencia nuestra forma de sacudirnos las heridas y los demonios que nos acechan, y en eso la película es magnífica, porque afronta los conflictos de esta índole con reflexión y de frente, construyendo complejos personajes, y sobre todo, guiando poco al espectador, dejando ese espacio de libertad tan necesario para que cada uno de nosotros saque, si puede, sus propias conclusiones o enseñanzas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

14 días, 12 noches, de Jean-Philippe Duval

CERRAR LAS HERIDAS.

“Lo que una vez disfrutamos, nunca lo perdemos. Todo lo que amamos profundamente se convierte en parte de nosotros mismos”.

Hellen Keller

Isabelle vuelve a Vietnam, donde diecisiete años atrás, vino con su marido y adoptó a Clara. Ahora, vuelve con las cenizas de Clara que ha fallecido en un trágico accidente. Su misión, confusa y difícil, no es otra que volver a las raíces de su hija, para de esa manera estar en la tierra que la vio nacer, y encontrar alivio a su dolor. Por circunstancias del destino, en Vietnam se tropezará con Thuy, la madre biológica de Clara. El nuevo trabajo de Jean-Philippe Duval (Canadá, 1968), se desmarca de sus anteriores películas, en las que había tocado la comedia negra, el drama biográfico o el thriller psicológico, para construir su obra más personal, una película que nos habla a hurtadillas, sobre la pérdida, el dolor y el duelo, sobre la necesidad humana de reconciliarnos con los que ya no están y los que quedan. Un guión escrito por Marie Vien, de la que ya habíamos visto La pasión de Augustine, de Léa Pool, que nos habla de un reencuentro entre dos madres, la biológica y la adoptiva, narrada a través de tres tiempos. En 1990, cuando nace Clara en un pequeño pueblo. En 1991, cuando Isabelle y su marido adoptan a la pequeña. Y finalmente, en 2018, donde se desarrolla el grueso de la trama, en el cual las dos madres se conocen.

Duval adopta la estructura de una road movie por el norte de Vietnam, en este viaje introspectivo y cercano, en el que las dos mujeres comparten y dialogan sobre sus vidas, y presencian los espectaculares paisajes de la zona, a través de un jeep, o en una gran barca desde el río por la bahía de Ha Long, dotada de una belleza increíble, y una paz asombrosa, observando los desfiladeros y demás estructurales naturales, instante de una fuerza dramática brillante y muy reveladora para el transcurso de la película. La historia se narra desde el punto de vista de Isabelle, a través de la cual conocemos la verdad, su desesperada búsqueda, y sobre todo, sus ansias de encontrar a la madre biológica de Clara, y cerrar las heridas para seguir viviendo, o al menos, intentarlo. La exquisita y concisa luz de Yves Bélanger (cinematógrafo de larguísima trayectoria que ha trabajado a las órdenes de nombres tan ilustres como Clint Eastwood, Jean-Marc Vallé o Xavier Dolan, entre otros), nos convierte en unos privilegiados testigos para conocer esa parte norteña vietnamita, y sus grandes composiciones, que sus imponentes paisajes nos van engullendo como ocurre con lo que van sintiendo sus protagonistas.

Un gran trabajo de edición que firma Myriam Poirier, que dilata o acorta las secuencias según el instante, con ese ritmo que lentamente nos va arrastrando a la intimidad de las mujeres, en ese grandioso momento cuando están en la casa del tío abuelo de Thuy, y sus alrededores. Los 99 minutos de la película se cuentan con pausa, de forma relajada y tranquila, apoyándose en ese viaje físico y espiritual que realizan las mujeres, dejándose llevar por tierra que visitan, y sus vidas interiores, las pasadas y las de ahora. Una historia tan íntima, que nos habla sobre las heridas que ocultamos, necesitaba un par de excelente actrices para atacar unos personajes tan complejos y en situaciones tan dolorosas. Tenemos a Anne Dorval, actriz canadiense dotada de una mirada profunda y llena de vida, muy conocida por participar en Yo maté a mi madre y Mommy, ambas de Xavier Dolan, que interpreta de forma creíble y estupenda a Isabelle, una madre que debe despedirse de su hija en la tierra que la vio nacer.

Y por el otro lado, nos encontramos con Leanna Chea, actriz francesa de origen vietnamita y camboyano, que interpreta a Thuy Nguyen, una mujer a la que arrebataron su hija y ha vivido con su recuerdo, y el destino le ofrece una nueva oportunidad de dejar la rabia atrás y perdonar y seguir con más fuerza su vida, reencontrándose con un pasado que no ha podido borrar. Duval ha construido un viaje muy profundo y personal, lleno de sensibilidad e íntimo, muy alejado del sentimentalismo de producciones que abordan temas similares. En 14 días, 12 noches, vemos alegrías y sobre todo, tristezas, una tristeza muy necesaria para afrontar los sinsabores de la vida, para hacer frente a la pérdida, al dolor y llevar un duelo vital para seguir con nuestras vidas, cerrando las heridas que no nos dejan continuar, que nos detienen y nos matan de dolor. Aunque la historia en su mayoría es lineal, tenemos esos flashbacks que nos sacan de dudas, y nos explican con detalle las circunstancias de una película que ante todo, nos habla de maternidad, del amor de unas madres a su hija, ya sea biológica y adoptiva, una historia sensible y bien narrada sobre el amor de una madre a su hija, y más, cuando esa hija ya no está entre nosotros, despidiéndola y recordándola con amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Estaba en casa, pero…, de Angela Schanelec

RECONSTRUIRSE EN EL VACÍO. 

“Esconde tus ideas para que la gente las encuentre. Lo más importante será lo más oculto”

Robert Bresson

Cuando uno descubre una cineasta como Angela Schanelec (Aalen, Alemania, 1962), inédita en nuestras pantallas, que tuvo como profesor a Harun Farocki, y compañeros de promoción como Christian Petzold o Thomas Arslan, se da cuenta que encuentras múltiples pieles en su aparente cotidianidad, donde nada es lo que parece, que todo tiene un porqué, aunque no resulte evidente. Una filmografía llena de espacios ocultos y elementos que la película irá descifrando o no, donde la experiencia de visionar una de sus películas confiere una relación muy personal e íntima con sus planos, en la que cada uno de los espectadores va ocupando sus espacios y reflexionando a través de sus imágenes, imágenes que no les dejarán indiferentes, imágenes bien urdidas y con una naturaleza propia y personalísima, que funcionan de forma magnífica por sí solas, como espacios independientes, pero a su vez, conforman un bloque sólido. Un cine muy profundo y reflexivo, que huye de la causa y efecto, para adentrarse en otros campos más propios del alma, en esos lugares profundos en los que se cuecen inevitablemente nuestras experiencias, tanto físicas como emocionales, y la respuesta que damos y nos damos.

La búsqueda de la identidad y la condición efímera de la existencia, serían los elementos más importantes por los que se mueve el cine de Schanelec, como su sensible e íntima apertura en Estaba en casa, pero…, cuando en un ambiente rural, en una casa abandonada, se encuentran un asno (quizás haciendo  referencia al burro de Au hasard Balthazar, de Bresson), un perro y el cadáver de un conejo, que hemos visto segundos antes huyendo del perro, quizás los restos de “Los músicos de Bremen”, tres animales mayores, dejados y consumidos en esas cuatro paredes, unas imágenes a las que volveremos a al cierre de la película, donde encontraremos, de nuevo, a los tres animales, igual que al principio, como si el tiempo ya no fuese con ellos. Inmediatamente después, la directora alemana nos sitúa en una ciudad con su característico follaje de un otoño berlinés, donde un niño de 13 años, ausente de su casa durante una semana, vuelve al hogar, un hogar donde ha ocurrido algo, donde no vemos la presencia del padre, que más tarde, descubriremos que ha fallecido, un hogar, donde una madre y sus dos hijos pequeños, deberán lidiar con la ausencia, el duelo, con el vacío que provoca esa pérdida irreparable del que ya no está.

La directora alemana huye de la trama convencional, para sumergirnos en un sinfín de viñetas humanas, pasajes, trozos de vida, donde la forma sobria y asfixiante, acompañada de un elaboradísimo montaje, obra de la propia directora, al igual que el guión, deja paso a escenas cotidianas donde se desatan las emociones de toda índole, en las que presenciamos instantes mundanos, como la compra de una bicicleta por parte de la madre (con su singular humor, que parece una secuencia más propia del absurdo de Jacques Tati), o ese hermosísimo pasaje de la madre acostada en el suelo, mientras oímos Let’s Dance, de Bowie, o el airado reproche de la madre a uno de los profesores de su hijo (que parece más bien una descarga de emociones que de una llamada a la atención), una explosión de ira de la madre al ver que su hija ha ensuciado la cocina (donde sus hijos claman cariño, mientras la madre los rechaza, incluso echándolos de casa), o un baño en la piscina, que parece más bien un instante de desplomo emocional que otra cosa (que tiene ese aroma al universo Haneke, donde parece que algo está a punto de estallar, en que la calma se torna densa, incluso violenta), o las conversaciones, entre cotidianas y surrealistas de la pareja de enamorados profesores, donde ella se niega a tener hijos, mientras él, no logra entender, o ese soberbio paseo por el museo, donde cada pintura se revela con los personajes, o la representación atropellada y espontánea de los jóvenes alumnos de Hamlet, de Shakespeare.

Secuencias despojadas de un todo que es la película, magníficamente filmadas, con unos encuadres bellísimos y naturalistas, extraídos de esa cotidianidad transparente y corpórea, en los que el espacio acaba siendo una losa pesadísima para los personajes, con esa luz natural, inquietante, fría y distante, obra del cinematógrafo Ivan Marković, donde la directora alemana no busca la empatía frontal, instantánea, sino una búsqueda tranquila y escrutadora, que irá apareciendo, sin prisas, dejándose llevar por las emociones que se van despertando en las diferentes secuencias, para llegar a conmovernos con su impecable sutileza y desgarro. La cámara de Schanelec no se mueve, se mantiene quieta, solo hay movimiento como ocurría en el cine clásico, cuando el personaje se desplaza, que ocurre en pocos momentos, o el desplazamiento de vehículos, pero siempre, deslizándose frente a nosotros, para capturar esa naturalidad y sobre todo, la verdad de lo que está sucediendo frente a nosotros, que tanto busca la directora, para de esa manera ahondar en la incertidumbre perpetua en la que están instalados los personajes, en ese alambre existencial, donde su propia vulnerabilidad aflora las emociones más contradictorias y terribles contra ellos y contra los que les rodean, en ese caótico enjambre de emociones enfrentadas y rotas que manejan sus vidas.

La fascinante y reveladora interpretación de la actriz Maren Eggert que da vida a Astrid, una madre perdida, rota y vacía, que debe reconstruirse y reconstruir su familia y sus hijos, volver al amor, sin su hombre y padre de sus hijos, una interpretación sujetada en acciones, con poquísimos diálogos, ya que la incomunicación, o la incapacidad para expresar lo que sentimos, otro de los elementos que jalonan el universo de Schanelec, uno de los grandes males en las sociedades occidentales, como el de la competición psicótica por el tiempo, que ha provocado el efecto contrario, dejándonos sin tiempo para compartir nuestros infiernos con los demás, y extendiendo aún más el individualismo acérrimo, como también reflejaba Antonioni en sus fábulas sobre la frustración, la pérdida y el vacío existencial.  La maternidad, su reconstrucción, su sentido y su necesidad, también es otro de los elementos que marca la película, la querida y la no querida, y cómo se afronta en las diferentes perspectivas que abarca el relato. Estaba en casa, pero… no es una película sencilla, pero tampoco extremadamente compleja, existen sus lugares comunes y reconocibles, pero el espectador debe ser paciente y estar expectante, porque la emoción aparecerá y será reveladora. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El Amor está en el Agua, de Masaaki Yuasa

CABALGAR TUS PROPIAS OLAS.

“El dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro”.

Concepción Arenal

Minako se muda a la costa para empezar sus estudios de oceanografía y así poder estar cerca del mar para realizar su gran pasión, surfear las olas. Una noche, unos desalmados provocan un incendio en el edificio que vive, y es rescatada por Minato, un bombero que tiene como objetivo vital ayudar a los demás. Entre los dos jóvenes, surge el amor, y devoran su pasión del mar y las olas. Un día, la tragedia se ceba con ellos y Minato fallece cuando intenta salvar a alguien. A partir de ese instante, la existencia de Hinako se sume en el dolor y la invisibilidad. Pero, un día, la joven empieza a reencontrarse con el espíritu de Minato en el agua mientras interpreta la canción favorita de ambos. El nuevo trabajo de Masaaki Yuasa (Fukuoka, Japón, 1965) uno de los grandes de la animación japonesa a la altura de otros grandes cineastas como Hayao Miyazaki, Keiichi Hara y Mamoru Hosoda, autores que han elevado la animación hacia cotas deslumbrantes donde imponen una gran belleza visual, una imaginación desbordante y sobre todo, unos relatos íntimos, profundos y personales que abarcan historias sobre la infancia, el dolor, la pérdida y la infelicidad, entre muchas otras.

Yuasa que trabaja indistintamente en televisión con magníficas obras como Kemonozume (2006) Kaiba (2008) o The Tatami Galaxy (2010) o en cine con títulos tan celebrados como Night is short, Walk on girl o Lu over the Wall, ambos del 2017. Títulos donde principalmente se explican historias de amor difíciles y complejas en contextos adversos y oscuros. En El amor está en el agua se mezclan elementos característicos del  universo de Yuasa como son el amor, la amistad, el tiempo y la pasión, entre otros, en un relato que pasa de la comedia al drama con una facilidad deslumbrante, para hablarnos desde la sinceridad y la cercanía sobre la pérdida, y sobre todo, la importancia de encontrar las herramientas para enfrentarse al dolor y poder superarlo, con la compañía de los más íntimos que tiene Hinako, en dos posiciones diferentes que funcionan como reflejo en que mirarse. Por un lado, Yoko, la hermana pequeña del fallecido Minato, que opta por una actitud seria y enfadada, y por otro lado, el posicionamiento de Wasabi, el compañero de Minato, con una actitud más dialogante y comprensible.

El cineasta japonés opta por situarnos en el centro del dolor a través del personaje de Hinako, siguiendo en su camino de duelo por el que atraviesa, mirando su rostro, sus recuerdos y los instantes que comparte con el espíritu de Minato, en una senda en la que deberá aprender a despedirse para poder caminar sola, y enfrentarse a sus miedos e inseguridades. Una película que mezcla con absoluta magia, como es habitual en la animación japonesa, la cotidianidad más cercana con la fantasía más deslumbrante, donde todo se mezcla y se funde, en la que cualquier objeto o espacio adquiere connotaciones mágicas en las que los personajes, después del susto inicial, van abrazando adecuándolos a su vida, entrando en ese universo-limbo donde lo fantástico se convierte en cotidiano, un tránsito para vencer esos miedos que nos atenazan y nos impiden avanzar y sobre todo, perdonarnos y perdonar, para seguir con nuestras vidas.

Yuasa nos lleva en volandas por su relato, contándonos una historia compleja y durísima, pero también redentora, alegre y vital, hablándonos de todos los obstáculos emocionales que se nos presentan en la existencia y como debemos enfrentarnos a ellos, con valentía a pesar del dolor, con alegría a pesar del vacío y sobre todo, en pie y firme, para mirar de frente a los sinsabores y encontrar esas ayudas en forma de amistad que nos darán los empujones que necesitamos para volver a ser lo que éramos, y a hacer lo que hacíamos, acompañándonos con lo que se fue, pero sin tristeza, solo con alegría de lo que vivimos, de lo que sentimos y de lo que todo experimentamos y aprendimos junto a esa persona que ya no está. Una película maravillosa y didáctica sobre la vida, el hecho de vivir, crecer, aprender y respirar, de cómo relacionarse en los momentos más difíciles, y también, de volver a aprender, en un aprendizaje constante que es vivir, para volver a surcar las olas desde la libertad de quiénes somos, donde estamos, y donde estuvimos, qué queremos, y teniendo un presente para seguir viviendo, experimentando y sintiendo. JOSÉ A. PEREZ GUEVARA

Okko, el hostal y sus fantasmas, de Kitarô Kôsaka

AFRONTAR LA PÉRDIDA.

Los cinéfilos de pro no cabe duda que conocerán a Nausicaä, Mononoke, Momo, Mima Kirigoe, Makoto o Chihiro, todas ellas adolescentes o jóvenes enfrentadas a tesituras de órdago, a estados emocionales difíciles que las llevarán por caminos complejos de transitar, heroínas cotidianas muy a su pesar, envueltas en problemas que les transportarán en viajes emocionales de primer orden, viajes que les ayudarán a conocerse más, a interiorizar más, a descubrirse y sobre todo, a afrontar las pérdidas que en muchos casos padecen. No debería sorprendernos el indudable interés de la animación japonesa en tratar la complejidad de la pérdida a través de la mirada femenina, ya que están pobladas de mujeres sus películas, protagonizadas por chicas sacudidas por el dolor y con un carácter indomable que les hará enfrentarse a todo aquello que les enquista en su existencia. Okko es una chica que viene a sumarse a las anteriormente citadas, ya que después de perder a sus padres en un accidente de tráfico, su vida cambia de raíz y se traslada a vivir junto a su abuela en la ciudad de la primavera llamada Hananoyu, donde trabajará en el pequeño hostal familiar, un ryokan de aguas termales, una posada tradicional japonesa. Allí, las cosas indudablemente que no serán nada sencillas y deberá lidiar con su nuevo hogar, sus nuevas obligaciones y todo lo que ello conlleva.

El cineasta Kitarô Kôsaka (Prefectura de Kanagawa, 1962) miembro durante muchos años del Studio Ghibli, el gran estudio de animación japonés que dirigían Hayao Miyazaki y Isaho Takahata, siendo uno de los más destacados en los equipos de producción de películas tan memorables como La tumba de las luciérnagas, La princesa Mononoke o El viaje de Chihiro, entre muchas otras Su puesta de largo fue en el 2003 con Nasu, verano en Andalucía, sobre la historia de Pepe, un ciclista que participa en la Vuelta de España, le siguió cuatros años después una secuela, Nasu, A Migratory with Suitcase. Ahora, después de años dedicados a la producción y a la dirección de equipos de animación, vuelve a ponerse tras las cámaras adaptando las novelas juveniles Wakaokami wa Shogakusey, de Hiroko Reijo, en un guión firmado por Reiko Yoshida, que está detrás de títulos tan importantes como A Silent Voice.

El director japonés envuelve su película de un cuento sensible y sincero sobre las dificultades de adaptación de una adolescente en el medio rural, en otro ambiente y con la carga de haber perdido a sus padres, con el añadido que en su nueva vida recibe la visita de unos seres peculiares, se les presentan fantasmas que tienen que ver y mucho con su nueva existencia, porque se tratan del amigo de la infancia de su abuela, la hermana mayor de la alumna más repipi y extravagante de clase, que resulta que también es la hija de los propietarios del hotel más lujoso de la zona, y finalmente, un diablillo glotón que atrae a personas con problemas emocionales, porque Okko tendrá que atender a personas con su mismo conflicto, vivir después de una perdida, tales como un chaval que acaba de perder a su madre, una joven que ha roto con su amor, o un padre de familia que se recupera de un aparatoso accidente que costó las vidas de algunas personas. Kôsaka nos cuenta una fábula infantil, haciendo un retrato sencillo y a la vez complejo sobre las vicisitudes de Okko y su nueva vida, donde hay momentos divertidos productos de las relaciones con los fantasmas, que solo ve ella, o con los tira y afloja con su compañera de clase, o con las nuevas obligaciones de Okko, que en algunos momentos se les harán cuesta arriba.

La película, como suele ser habitual en el cine de animación japonés, desborda imaginación por los cuatro costados, una factura visual y sensorial sublime, y una capacidad extraordinaria para envolvernos en un relato de caparazón ligero, pero que oculta en su interior toda la complejidad que siente el personaje de Okko, el descubrimiento de un entorno visualmente arrebatador, en la que la niña deberá interactuar con él, descubrir sus secretos más ocultos, y sobre todo, crecer y sentir que la vida a pesar de los embates difíciles que nos toca experimentar, tiene cosas bellas que nos darán herramientas para seguir batallando en nuestra lucha cotidiana. Kôsaka ha construido una lección de humanidad, una alegoría a los pequeños detalles, a los trabajos sencillos, a escuchar atentamente y relacionarse con los demás, empatizar con ellos, olvidándose del éxito individual, de tomar decisiones, adquirir obligaciones, de hacerse responsable de tu vida, el esfuerzo como camino de exploración y crecimiento personal, el significado de ayudar a los demás como acto de generosidad, respeto a ti mismo y a tu trabajo, y el único camino para alcanzar la felicidad y el bienestar íntimo y profundo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cómo entrenar a tu dragón 3, de Dean DeBlois

HIPO Y FURIA NOCTURNA.

“Esto es Isla Mema. Está a 12 días al norte de desesperación y unos grados al sur de me muero de frío. Está situada de lleno en el meridiano de la desgracia. Mi aldea, en una palabra recia, lleva aquí 7 generaciones, pero todos los edificios son nuevos. Tenemos pesca, caza y unas preciosas puestas de sol, lo único malo son los bichos. Veréis, la mayoría de los sitios tienen ratones o mosquitos, nosotros tenemos dragones. La mayoría de la gente se iría, nosotros no, somos vikingos, somos un pelín cabezotas. Yo me llamo Hipo, menudo nombrecito verdad, pues los hay peores. Los padres creen que un nombre horrible ahuyenta a los gnomos y a los trolls, como si nuestro encantador carácter vikingo no fuera bastante”.

El año 2010 vio la luz la película Cómo entrenar a tu dragón, dirigida por Dean DeBlois (Brockville, Canadá, 1970) y Chris Sanders (Colorado Springs, EE.UU., 1962) dos consumados especialistas en el cine de animación de los últimos años con diversos trabajos en Walt Disney  y Dreamworks Animation,  que venían de dirigir Lilo & Stitch (2002) antecedente cercano en su argumento, que después tuvo continuaciones en forma de serie televisiva. En aquella, también contaban el encuentro entre un humano y un animal, y su relación, entre lo diferente y lo extraño, en ese caso, se trataba de una niña hawaiana solitaria y un alienígena nacido de un experimento secreto.

En Cómo entrenar a tu dragón, DeBlois y Sanders, y la compañía en la producción de Bradford Lewis y Bonnie Arnold (autores de grandes títulos como Ratatouille, Antz o Toy Story, entre otros) y basada en los libros de Cressida Cowell, nos contaban la cotidianidad de una isla remota al norte llamada Isla Mema, donde vikingos y dragones luchaban desde tiempos remotos, y nos presentaban a Hipo, un chaval de 15 años, diferente, solitario y con ideas propias al resto, una especie de “bicho raro” en la aldea, el cual, hijo de Stoico, el jefe de la aldea, soñaba con cazar dragones, pero su padre, por su condición, se lo prohibía y lo relegaba a la fragua para construir armas. Aunque, Hipo, de fuerte carácter y personalidad, desobedecía a su progenitor y se lanzaba al ataque, y casualidades del destino, capturaba un “Furia nocturna”, al que llama cariñosamente “desdentao”, el dragón más invencible y más fiero para los vikingos, además, con la peculiaridad que nadie, jamás, lo ha llegado a ver, convertido en una especie de leyenda. En esas, Hipo lo captura y nace entre los dos una increíble amistad, llegando a ser un gran equipo en el que tanto Hipo como Furia Nocturna muestran su alma, todo aquello que los acerca y sobre todo, se convierten en inseparables, consiguiendo Hipo cabalgar a lomos del dragón, cosa inaudita para los vikingos. Hipo conseguía, después de muchos avatares y disputas, convencer a su padre y al resto del carácter desconocido de los dragones y convertirlos no en el enemigo, sino en todo lo contrario.

En la segunda entrega, aparecida en el 2014, con DeBlois dirigiendo en solitario, y Sanders en tareas de producción, nos mostraban una realidad bien diferente a la primera entrega, porque  vikingos y dragones convivían en armonía, en la más absoluta cotidianidad, con sus más y sus menos, convertidos los dragones en una especie de mascotas domésticas, aunque también esa convivencia volvía a ser amenazada, y aparecía un nuevo enemigo,  los temibles tramperos, en la figura de un vikingo renegado, que se dedican a cazar dragones para su beneficio y poder y sujetarlos a su antojo. Hipo, con 20 años de edad, Furia Nocturna, Astrid, su amada, y el resto de la aldea, luchaban contra ellos para así mantener a los dragones libres. La película nos mostraba el encuentro de Hipo y su madre Walka, a la que había visto por última vez cuando era sólo un bebé. La madre, al igual de Hipo, cree en la conservación de la naturaleza y sobre todo, la preservación de los dragones, y luchan, con uñas y dientes con ese fin.

En esta tercera entrega y cierre de la trilogía, DeBlois vuelve a dirigir en solitario y nos muestra a un Hipo ya adulto y jefe de la aldea, enamorado de Astrid y con Isla Mema viviendo en consonancia entre vikingos y dragones, aunque los rescates continuos de dragones está llevando a la masificación en la isla. En sus vidas, volverá a aparecer una nueva amenaza, Crimmel, un experto trampero que ha creado un imperio del terror hacia los dragones, que tiene en su poder un ejemplar idéntico a Furia Nocturna, pero hembra y de color blanco, animal que hará las delicias de “desdentao”, y al que llamarán “Furia Diurna”. DeBlois y Sanders han construido un magnífico filme de aventuras, donde también hay comicidad, de factura impecable y gran realismo y lleno de detalles precisos, donde abundan las sombras y los reflejos de luces, que comenzó como un retrato sobre lo iniciático para derivar en un retrato sobre la transición en convertirse en adulto y todas las responsabilidades que eso conlleva, que nos habla de amistad, de compañerismo, de mirar al otro y empatizar con lo diferente, extraño y raro, de respetar, y sobre todo, de la pérdida, de todos esos adioses que hay que experimentar en la vida, ya sean la pierna que pierde Hipo en la primera entrega, el padre muerto en la segunda, o todo aquello que tendrá que decir adiós en la última entrega.

DeBlois cuentan una emocionantísima aventura humanista, donde asistimos a luces y sombras, donde pasamos del drama a la comedia, y donde los personajes se muestran transparentes, con sus dudas, defectos y aciertos. Un grandísimo retrato contado de forma brillante y emocionante, siguiendo la peripecia de Hipo, Furia Nocturna y todos los demás, con ese aire entre lo fantástico y lo real que ya tienen las películas del Studio Ghibli, o buena parte del cine de Pixar, historias de aventuras fantásticas, donde la acción y las secuencias espectaculares se mezclan con el alma de los personajes, de alguien como Hipo, que al igual que su madre, cree en un mundo diferente, un mundo donde no haya guerras, donde vivan en armonía todas las especies, y en el que la naturaleza rija las vidas de todos los seres que la habitan. Hipo se convierte en un resistente contra lo establecido, un agitador de la paz y la vida, un líder contra las injusticias y la maldad del mundo, alguien capaz de liderar a todos los demás, alguien que cree en sí mismo, y también, sabe aceptar sus debilidades y defectos, y sabe, que aunque duela, la vida y los dragones tienen su propio mundo, su propio destino como el de él y los suyos. DeBlois cierra con magnificencia su trilogía de Hipo, Furia Nocturna y el resto de personajes, con ese maravilloso epílogo, que además de emocionar, encuentra en gestos, miradas y detalles todo aquello que quiere explicar.