Evento organizado por la Unión de Cineastas. “Pensar la película que no existe”, con el cineasta Javier Rebollo, que nos cuenta su película-proyecto “La cerillera”. El encuentro tuvo lugar el martes 2 de febrero de 2015, en el Cine Zumzeig, en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Javier Rebollo, por su tiempo, generosidad y simpatía, al equipo de Unión de Cineastas, en especial a Mar Coll y Cristina Silvestre, por su paciencia, amabilidad y cariño, y al Cine Zumzeig, por apoyar esta causa resistente y romántica, y sobre todo, dar visibilidad a este tipo de eventos.
Mientras cae la noche, llueve en Madrid. En la cafetería de un hotel, vemos a Julia, una mujer de mediana edad, se levanta y acude al mostrador. Luego, entra a la habitación número 216. Un lugar donde ha vivido los mejores momentos de su vida, aunque también es un lugar que le produce dolor. Llaman a la puerta, y entran una pareja de su misma edad, se sientan y, después de dialogar, Julia se toma un medicamento con el que se dormirá y después, morirá. La tercera película de Norberto López Amado (1965, Ourense), – después de Nos miran (2002), una cinta de terror protagonizada por Carmelo Gómez, y más tarde el documental sobre el arquitecto Norman Foster, ¿Cuánto pesa su edificio, señor Foster? (2010), y una trayectoria dedicada a la televisión donde ha dirigido series de éxito como Tierra de lobos, El tiempo entre costuras, Mar de plástico, entre otras – es una pieza de cámara, como gustaba tanto al dramaturgo Bertolt Brecht, una película ambientada en una habitación de hotel, la número 216, en un espacio reducido, un lugar donde se concentran la felicidad y el dolor de una mujer y la relación que mantuvo con un hombre en el pasado, hace más de veinte años, un lugar donde se concentra todo el drama, a excepción de algunos planos de detalle exteriores. Una cinta que nos habla en voz baja, casi a susurros, en la que una mujer recuerda aquel encuentro que le marcó el resto de su vida. Como si fuese Carmen Sotillo, la célebre protagonista de la novela Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes, Julia da rienda a sus recuerdos y devuelve a ese espacio a Lander, el hombre que apareció en su vida, el hombre del que se enamoró, y le obligó a viajar hasta su pueblo vasco para reencontrarse con él, cuando éste desapareció. Dos cuerpos, dos miradas, dos almas rotas, dos corazones sin consuelo.
El director gallego manejaba como referencia La voz humana, el monólogo que escribió Jean Cocteau para Edith Piaf en 1930, en el que se hablaba del amor como desesperación, como enfermedad y como locura. Los dos personajes deberán enfrentarse al pasado, a las decisiones que tomaron, a los errores que cometieron, a todo lo que dejaron, a esa vida que truncaron, que no siguieron, que no tuvieron, quizás por miedo a uno mismo, a los demás o al entorno extremo en el que vivían. López Amado habla de memoria personal, pero también colectiva, de la España de finales de los 80, aquel país sometido a la convulsión política con atentados terroristas de por medio. Un tiempo difícil, un tiempo de horror, en el que las vidas de estas dos personas se verán superadas por aquellos acontecimientos. La película está contada desde el punto de vista de ella, de Julia, de una mujer rota, que mira, siente, y padece su vida, su amor y su tormento. Todo se cuece de manera sobria y contenida, lentamente, con paciencia, con un juego escenográfico que recuerda al Kammerspielfilm o Teatro de cámara, – donde de la mano del guionista Carl Mayer y la dirección de Murnau en El último o Tartufo, se desplazaron de lo expresionista y fantástico en la Alemania de los 20, para realizar una serie de dramas sencillos y cotidianos, ambientadas en las viviendas de los personajes, las cuales adquirían un carácter claustrofóbico -. Un cine sencillo, ajustado en lo económico como forma de resistencia ante los tiempos de fragilidad económica que vivimos.
El inmenso trabajo interpretativo de la pareja protagonista, en especial el de Marta Belaustegui – actriz que a finales de los 90 y principios del 2000 trabajó en películas destacables como Cuando vuelvas a mi lado o Las razones de mis amigos, entre otras, y más dedicada en la última década al teatro con compañía propia – una composición que encoge el alma, basada en la mirada y los gestos, en la que maneja con precisión todos sus movimientos y desprende una sensualidad penetrante, manejando con soltura un personaje complejo que arrastra el peso de un pasado doloroso que la ha dejado heridas difíciles de soportar. En frente de ella, su paternaire masculino, un Roberto Cayo enorme, que tiene que batallar con la mujer que ama y también, librar cuentas terribles con el pasado que cuestan resolver. Una obra de gran poderío visual que tiene en la luz contrastada y velada en un blanco y negro de enorme fuerza de la mano del cinematógrafo Juan Molina Temboury (que ha trabajado con Fernando Trueba y Basilio Martín Patino, entre otros) y un guión escrito por Rafa Russo (labor que hizo en las interesantes Lluvia en los zapatos y Aunque tú no estés, y debutó como director en el 2006 con la estimulante, Amor en defensa propia) compuesto a través de silencios incómodos, miradas que hielan y movimientos fugaces y torpes, que inundan el espacio, esa habitación de hotel cargada de amor feliz y doloroso, de la carga del pasado, donde se repasan las decisiones que tomamos, lo que hicimos, y sobre todo, una película en la que se habla, dialoga y discute sobre los recuerdos, lo único que tenemos, esa memoria complicada que nos asalta cuando menos lo esperamos, y nos devuelve momentos o instantes que creíamos olvidados, que ya no nos pertenecen, como si fuesen de otro, como canta Léo Ferré a esta pareja desdichada en Avec le temps, a ese tiempo que lo borra todo, al amor perdido, el que ya no volverá, el que se perdió en los recuerdos…
El año cinematográfico del 2015 ha bajado el telón. 365 días de cine han dado para mucho, y muy bueno, películas para todos los gustos y deferencias, cine que se abre en este mundo cada más contaminado por la televisión más casposa y artificial, la publicidad esteticista y burda, y las plataformas de internet ilegales que ofrecen cine gratuito. Con todos estos elementos ir al cine a ver cine, se ha convertido en un acto reivindicativo, y más si cuando se hace esa actividad, se elige una película que además de entretener, te abra la mente, te ofrezca nuevas miradas, y sea un cine que alimente el debate y sea una herramienta de conocimiento y reflexión. Como hice el año pasado por estas fechas, aquí os dejo la lista de 13 títulos que he confeccionado de las películas de fuera que me han conmovido y entusiasmado, no están todas, por supuesto, faltaría más, pero las que están, si que son obras que pertenecen a ese cine que habla de todo lo que he explicado. (El orden seguido ha sido el orden de visión por mi parte)
1.- MURIERON POR ENCIMA DE SUS POSIBILIDADES, de Isaki Lacuesta.
Erase una vez un niño que vivía junto a sus padres en una idílica zona rural de Brasil. Un día, su padre se marcha a la ciudad en busca de fortuna. El niño, muy apenado por su ausencia, decide ir en su búsqueda. En ese instante, iniciará un viaje por un mundo completamente desconocido para él, pero el niño lo afrontará de manera ingenua, soñadora y libre. El segundo trabajo de Alê Abreu (1971, Sâo Paulo, Brasil) es una fábula emocionante, elaborada con técnicas artesanales cuidando todos los detalles y explicada elegantemente. Cinco años de trabajo y un equipo de 150 profesionales han sido necesarios para contar este cuento, en el que un niño vive la mayor de sus aventuras, en el que deja la paz del mundo rural para adentrarse en la locura del mundo industrial y mecanizado. Una perfecta sinfonía visual muda, apenas unos diálogos ininteligibles, porque se trata de portugués al revés, en la que brillan su gama de colores vivos y radiantes, cuando nos encontramos en el pueblo, y luego, cuando nos encontramos en la ciudad, los colores se apagan tornándose grises y oscuros.
En el mundo tecnológico donde priman las técnicas de animación por ordenador, Abreu ha preferido optar por otros caminos, su planificación se basa en la utilización de técnicas más artesanales y sencillas en las que ha trabajo con materiales como pasteles al óleo, lápices de colores, rotuladores, plumas, bolígrafos y pintura, utilizando para los fondos collages gráficos de periódicos y revistas. La idea del cineasta brasileño, que también es ilustrador y pintor, era construir un mundo en el que todo fuera posible, como si fuese dibujado por un niño, en el que todo vale, dotándolo de una libertad sin límites, en el que veamos imágenes de todo tipo y calibre. Abreu ha edificado una película libre y dinámica, una comedia agridulce que nos lleva de un lugar a otro, sin prisas y con paciencia, dentro de una estructura en la que brillan su armonía y ritmo. La película está construida a través de un fondo blanco en el que a medida que avanza nuestro protagonista, se irá llenando de infinidad de colores, formas y texturas, en el que hay todo tipo de animales y sonidos, acompañado de una música delicada y enérgica que llena la pantalla, en la que resalta la suavidad de la melodía de flauta que sirve como leitmotiv, o el sonido alegre de las orquestas populares, o incluso un rap.
El niño, con esos ojos vivos, atentos y grandes, se irá encontrando en su viaje onírico y lírico, un mundo diferente, hostil y sucio, donde la industrialización ha engullido a una humanidad que ahora se encuentra al servicio de las máquinas, la tecnología y los objetos. Una ciudad repleta de suciedad y ruidos, automóviles que lo contaminan todo, viviendas minúsculas y tristes, una población masificada, publicidad contaminante, y una maquinaria en continua codicia constructora que ha desplazado del trabajo a los seres humanos. Un entorno hostil y alejado de la tranquilidad de su pueblo. Allí, en ese lugar sin alma y vacío, encontrará a alguien que lo guiará por ese espacio gris e infeliz. Solo unos pocos resisten ante la deshumanización que se ha apoderado de todo, unos pocos que a través de la música plantean otra vía, y llenar ese mundo de color y alegría, aunque sólo sea en un espacio reducido y con el rechazo del estado. Cinta de una pureza visual absorbente y maravillosa, que tiene la misma naturaleza poética y reivindicativa que otras fábulas ecológicas y humanistas que abogan por un mundo más sano y limpio como Cuando el viento sopla (1986), de Jimmy T. Murakami y La princesa Mononoke (1997), de Hayao Miyazaki, aventuras donde sus protagonistas se enfrentan a la hostilidad de los codiciosos y malvados que quieren destruir la naturaleza en pos de un progreso industrial, destinado para unos privilegiados que aniquila la vida de los seres humanos y los entornos donde viven y trabajan. Abreu ha parido un hermoso canto a la vida, a la imaginación, a la infancia, y sobre todo, a nuestro mundo, un planeta en el que tendríamos que vivir todos en comunidad y respetando la naturaleza.
Durante sus sobrios títulos de crédito, se nos anuncia que la película que vamos a ver no intenta contar la vida de un poeta, nos explican que el cineasta ha intentado recrear su mundo interior, sus estados de ánimo, sus pasiones y tormentos, en el que se ha utilizado ampliamente los simbolismos y las alegorías, propias de la tradición de los poetas-trovadores de la Armenia Medieval (Asough). El cineasta armenio Serguei Paradjanov (1924-1990), que se diplomó teniendo al cineasta ucraniano Alexandre Dovjenko, entre uno de sus maestros, alcanzó su gran éxito, obteniendo premios internacionales, con el noveno título de una carrera que sobrepasó la decena de trabajos, Los corceles de fuego (1964), una película poética en la que se narraba la historia de amor de dos jóvenes que pertenecían a familias enfrentadas, una cinta con la que abandonaba el realismo soviético oficial. Su siguiente trabajo fue Sayat Nova, filmada durante 1967-1968, y con un presupuesto ajustadísimo, una película basada en la vida del poeta armenio del siglo XVIII (1712-1795), figura mayor del arte del ashik (trovador) que escribía sus poemas y los cantaba acompañado de un laúd o de un kamanche, y empleó las tres lenguas del Cáucaso (georgiano, armenio y azerí), además de ser un símbolo de libertad y hermandad entre los pueblos.
La película tuvo infinidad de problemas con la censura soviética, – el propio Paradjanov acabó internado en campos de trabajo en más de una ocasión – una vez finalizada la película, el Goskino (comité cinematográfico del estado) la juzgó de ser una obra oscura y formalista, demasiado alegórica, que no reflejaba la vida del poeta, y optaron por cambiarle el título, El color de la granada (cómo se conoció internacionalmente) y remontarla sin contar con Paradjanov. La actual restauración hace justicia a una película que debió tener el reconocimiento internacional que merecía. Paradjanov hizo una película diferente, que no se parece a ninguna otra, una obra sumamente poética, de una audacia formal exquisita, carente de realismo, y alejada de herramientas narrativas que nos sirvan de guía para identificar lo que se nos cuenta. El cine de Paradjanov no viaja por caminos conocidos, su campo cinematográfico es otro, una obra extremadamente poética, artística y visionaria. Una obra muy personal, arriesgada y profundamente bella. Nos cuenta la biografía del poeta Sayat Nova, donde podemos identificar sus diferentes etapas vitales, la infancia, la etapa adulta en la corte del Rey de Georgia, y finalmente, su vejez, recluida en un monasterio del Cáucaso, y posterior muerte, durante el saqueo de Tbilisi. La película crea una historia sin tiempo y espacio, sin orden cronológico, sólo de sensaciones y experiencias más propias del espíritu y el alma. Paradjanov no recurre a ningún síntoma narrativo convencional, huye de esa forma, su universo lo constituyen el surrealismo y la experimentación con la imagen y el sonido. Cimenta su película a través de Tableaux vivants (cuadros vivientes) donde nos va explicando escenas de la vida del poeta, un itinerario en el que utiliza un lenguaje sumamente críptico y oscuro, acompañado de los versos del poeta, mediante una voz en off o intertítulos, y algunos movimientos perpetrados con la técnica de stop motion.
El cineasta armenio como hiciera en otros filmes, nos cuenta una historia de amor, a la que el poeta se ve obligado a renunciar y acabar sus días recluido sin poder olvidar a su amada. La música es otro de los elementos fundamentales, como lo era en la obra de Sayat Nova, en muchos instantes observamos como los “cuadros”, con marcada iconografía eclesiástica, se convierten en números musicales, donde la libertad de movimiento y coreografías inundan la pantalla. Paradjanov edifica una obra de grandísima belleza pictórica, donde su virtuosismo contamina la imagen levándola hacía lo divino y transcendental. Una película que mantiene la eterna lucha entre lo divino y lo terrenal, la luz y la oscuridad, entre la carne (simbolizado en el color rojo, amor, sexo, danza) y lo espiritual (colores grises y oscuros, reclusión monasterial, las lecturas bíblicas y el culto religioso), con la introducción de elementos dionisiacos (las uvas y las granadas) que dejan paso al misticismo religioso. Una obra de fuerte carga lírica que, en ciertos momentos se acerca a otra cumbre del cine-poesía como La casa es negra (1963), de Forug Farrokhzad, en la que la poeta-cineasta iraní realizaba una obra de gran profundidad a través de sus versos y la cotidianidad de una leprosería. Paradjanov inunda su película de imágenes imperecederas, bellas, pero también oscuras y siniestras, imágenes que forman un elaborado y formalista mosaico de las escenas de la vida de un poeta perseguido, rechazado y desterrado. Una obra cumbre que no solo rescata a un cineasta poco reconocido, sino que nos sumerge en una película que ensalza las virtudes de la poesía y sobre todo, en una emocionante lección de cine para nuestros sentidos, en la que se deja lo narrativo de lado, para abrazar una experiencia visual y sensorial que nos conduce hacía lugares no identificados que nacen y mueren en el espíritu.
“No me es posible saber en este momento, querido lector, si ya la infinita selva ha iniciado en mí el proceso que ha llevado a tantos otros que hasta aquí se han aventurado, a la locura total e irremediable. Si es ese el caso, sólo me queda disculparme y pedir tu comprensión, ya que el despliegue que presencié durante esas encantadas horas fue tal que me parece imposible describirlo en un lenguaje que haga entender a otros su belleza y esplendor; sólo sé que, como todos para los que se ha descorrido el tupido velo que los cegaba, cuando regresé a mis sentidos, ya me había convertido en otro hombre.”
(Extracto fechado en 1907 del diario de Theodor Koch-Grunberg)
En el momento que el western contó las películas desde el punto de vista del indio, el género completó la parte de la historia desconocida, la que no conocíamos, adquiriendo en ese instante su verdadera dimensión. El arranque de la película describe con minuciosidad y detalle la verdadera naturaleza del relato. El encuentro entre occidente y la naturaleza. Un indígena joven y fuerte de la selva amazónica se detiene en un claro de la selva frente a un río. Ha observado algo en la distancia. Por el río, y dirigiéndose hacía él, se le acerca una barca en la que van Manduca, un joven indígena con ropas occidentales que hace de guía y compañía, y Theo, (que interpreta el actor belga Jan Bijvoet, el ser inquietante y perverso de Borgman) un científico alemán gravemente enfermo. Cuando los tiene delante, el indígena los rechaza y se marcha. De esta manera, tan potente y observacional, arranca la tercera película de Ciro Guerra (1981, Río de Oro, Cesar, Colombia) en la que sigue explorando los límites del ser humano y el entorno que lo rodea. En su primera película, La sombra del caminante (2004) se centraba en las dificultades económicas que encontraban dos desplazados en una sociedad que los ignoraba, en la segunda, Los viajes del viento (2009) la trama giraba en torno en un juglar que viajaba junto a un aprendiz para devolver su acordeón a su anciano maestro.
En el abrazo de la serpiente, vuelve a contar con su inseparable Cristina Gallego en labores de producción, para levantar una película que ha necesitado de un gran esfuerzo económico y humano en el que han tenido que sortear las dificultades de un rodaje en plena selva amazónica, para conseguir un retrato fiel, humanista y realista de los pueblos indígenas que poblaron durante miles de años esas tierras. La película se centra en el encuentro del hombre blanco con el indígena de la Amazonía colombiana. Basada en los diarios del etnólogo alemán Theodor Koch-Grunberg y del biólogo estadounidense Evan Schultes. La cinta gira en torno a la búsqueda de los explorados-científicos de la yakruna, una planta sagrada que permite soñar. Para ello, necesitarán la sabiduría y la protección de Karamakate, un chamán que es el último sobreviviente de su pueblo. Los tres emprenden un viaje por el río en busca de la preciada planta. Contada a través del punto de vista del indígena, y en dos tiempos, separados por 40 años de distancia, Guerra plantea la misma búsqueda, la condición materialista del blanco frente a la sabiduría de la naturaleza del indígena. El cineasta colombiano nos convoca a una cinta naturalista, metafísica y sobria, filmada en 35mm y en blanco y negro, (una cinematografía basada en las fotografías que hicieron estos explorados en sus viajes en el pasado), donde el viaje se centra en lo espiritual y divino, más que en lo físico y terrenal. Un viaje a lo oculto, a lo misterioso, al descubrimiento de una forma de vida que ya no existe, donde se hablan varios idiomas, desde castellano, portugués, alemán, latín, catalán, y las lenguas indígenas, cubeo, wanano, tikuna y huitoto. El relato nace desde lo interior y viaja a lo divino, a lo que no se ve, a lo intangible, a lo que se escapa de nuestros sentidos.
El director nos acerca una riqueza cultural, comunitaria y espiritual diferente, ajena y tremendamente humana y generosa. Su trama se mueve en la idea de justicia y reparación de esas comunidades indígenas que han sido exterminadas y olvidadas por la fuerza y la codicia de los hombres occidentales que han invadido esas tierras con la idea de arrebatárselas y robarles los elementos naturales (tema que también explora Patricio Guzmán en su reciente El botón de nácar). Una película visualmente muy potente, en la que abruma su estudiada y brillante forma, que presenta de forma directa y brutal a los personajes y el bellísimo e inabarcable entorno natural que los rodea. Un relato magnético, asombroso y sobrecogedor, que mira con crudeza y realismo el exterminio de esos pueblos a través de un relato en el que se habla de amista, lealtad y traición. Un viaje sin tiempo, sin espacio, sobre el conocimiento de uno mismo y del otro, en el que todo está por descubrir y por conocer. Recoge el testigo de la intensidad y el riesgo de las aventuras clásicas de viajes a lo desconocido y oculto, también, refleja la incertidumbre y el aroma de las novelas de Conrad, donde se relata el encuentro entre occidente y lo natural, entre formas de vivir y pensar diferentes, entre la razón y la locura, entre lo terrenal y lo ancestral, temas que también han tratado cineastas como Murnau y Flaherty en Tabú, o Herzog en sus viajes físicos y psicológicos, en el que sus personajes se enfrentan a su locura interior y exterior en Aguirre, la cólera de Dios o Fitzcarraldo, sin olvidarnos de la aventura apocalíptica y psicótica de Coppola y su viaje salvaje por esa guerra que enloquece a los soldados en Apocalypse Now. Guerra ha parido una película de fuerte contenido social y dramático, donde no hay espacio para la condescendencia ni el manierismo. Sus imágenes contienen una fuerza y un poderío visual que sobrecoge la mirada y mantiene un pulso narrativo de enorme sentido que nos sumerge en un viaje fuera de todo alcance, en el que lo material ha desaparecido, no hay nada conocido, sólo una espiritualidad en consonancia con la naturaleza que no podemos observar ni mirar.
El año cinematográfico del 2015 ha bajado el telón. 365 días de cine han dado para mucho, y muy bueno, películas para todos los gustos y deferencias. Cine que se abre en este mundo cada más contaminado por la televisión más casposa y artificial, la publicidad esteticista y burda, y las plataformas de internet ilegales que ofrecen cine gratuito. Con todos estos elementos ir al cine a ver cine, se ha convertido en un acto reivindicativo y resistente, y más si cuando se hace esa actividad, se elige una película que además de entretener, te abra la mente, te ofrezca nuevas miradas, y sea un cine que alimente el debate y sea una herramienta de conocimiento y reflexión. Como hice el año pasado por estas fechas, aquí os dejo la lista de 13 títulos que he confeccionado de las películas de fuera que me han conmovido y entusiasmado, no están todas, por supuesto, faltaría más, pero las que están, si que son obras que pertenecen a ese cine que habla de todo lo que he explicado. (El orden seguido ha sido el orden de visión por mi parte)
1.- LEVIATÁN, de Andrei Zvyagintsev.
El director ruso Andrei Zvyagintsev vuelve a los mismos derroteros de su anterior película Elena (2011), si en aquella nos mostraba un retrato sobre la vieja guardia soviética enfrentada a la Rusia de ahora. Ahora, se centra en esa Rusia contemporánea, ese país corrupto, sin ley, dominado por unos señores de maza y azote que siembran el terror allí donde van. Nos habla de Kolia, un mecánico que vive en un pueblo del norte del país, junto a su mujer y el hijo de ésta. El alcalde-cacique del lugar está empeñado en que venda su propiedad de forma legal o ilegal. Zvyagintsev realiza un retrato demoledor de la Rusia actual, donde no existe la democracia ni nada parecido, donde siguen primando valores de otro tiempo basados en el puro terror. El realizador ruso mantiene su estilo narrativo sobrio y realista en el que todo ocurre de forma directa, seca y abrupta, en el que uno de sus fuertes siguen siendo la relación entre los personajes. Cine sin lugar a la esperanza, en el que resultan evidentes sus metáforas que utiliza como reflejo en la descripción de su país, una nación abocada al despilfarro y la apariencia, donde hay monstruos que lo devoran todo.
Después de The Master (2011), donde retrataba a aquellos combatientes enloquecidos que volvían de la segunda guerra mundial perdidos y solos, y encontraban refugio en sectas religiosas con trasfondo perverso. Su nueva película es una adaptación de la novela de Thomas Pynchon, donde nos sitúa en la California del 70, a través de un personaje Doc Sportello, un detective privado fumado y perdido en su angustia, que por encargo de su exmujer se involucra en una aventura infernal, sicótica y sucia, donde se tropezará con personajes de toda estofa, hippies trasnochados, flipados de la coca, mujerzuelas interesadas, políticos corruptos y otros, venidos a menos, y toda clase de gentuza y conflictos. Interesante mezcla de comedia y drama, donde la sátira y las situaciones absurdas forman parte de este paisaje enfermo y codicioso. Película visagra, que habla del fin de una época y el comienzo de otra, donde encontramos personajes aferrados a los 60, donde todo lo que soñaban no fue, y ahora en los 70, se daba la bienvenida a un tiempo de especulación, de falsa vida, enfermo de codicia y poder, y tremendamente vacío y miserable. Otro de sus grandes aciertos es la tremenda interpretación de un irresistible Joaquin Phoenix, fantástico en su rol, uno de esos seres que se ha quedado en medio de la nada, en un limbo lleno de soledad y perdición, en el que lo único que le traería paz y armonía sería la vuelta de su mujer.
El admirado y veterano cineasta norteamericano Frederick Wiseman nos encierra en el National Gallery de Londres, uno de los museos más grandes y prestigiosos del mundo, para retratar sus entrañas y memoria, a través de todos los puntos de vista posibles. El cine de Wiseman, que lleva casi medio siglo retratando todo tipo de instituciones y centros, está construido a través de la mirada inquieta y curiosa de un artesano de la narrativa cinematográfica. Wiseman nos muestra a los visitantes, a los empleados del museo, al equipo directivo, como manejan las complejas finanzas, se detiene en las retiradas de las exposiciones y la construcción de las próximas, el deambular continuo en perpetuo movimiento de un centro cultural. El realizador norteamericano filma la mirada serena, la que emplea el tiempo necesario, apoderándose de un ritmo construido a través de la observación y la quietud. En su cine no hay prisas, sino miradas y gestos, belleza por lo que se mira con atención y relajación. Wiseman deja a los espectadores mirar detenidamente su película, acomodarse y dejarse llevar con paciencia las tres horas de metraje. Un cine libre, directo y mágico que nos adentra en un lugar misterioso y evocador, que nos lleva a emocionarnos desde lo íntimo y la libertad de nuestra propia mirada.
7.- UNA PALOMA SE POSÓ SOBRE UNA RAMA A REFLEXIONAR SOBRE LA EXISTENCIA, de Roy Andersson.
El cineasta alemán lleva dedicado tres décadas a la realización de Heimat, una serie para televisión que arrancó en 1984 y se ha extendido en el tiempo hasta 2004, en el que retrata a una familia para retratar la historia de Alemania del siglo XX. Esta película, filmada en primoroso y cromático blanco y negro, es una precuela de la serie, donde a través de un ficticio pueblo rural, de mediados del siglo XIX, dibuja a la familia Hunsrück. Dividida en dos partes, la primera, Home from Home y la segunda, Chronicle of a Vision, en la que utilizando una descripción detallada de la relación de los personajes y los elementos que les rodean, retrata de forma admirable y ejemplar las diferentes situaciones políticas, sociales, económicas y culturales a las que tienen que enfrentarse los distintos personajes. El punto de vista se reserva al hijo menor, un joven que tiene el sueño de no continuar con la herrería familiar, y convertirse en escritor y emigrar a Brasil, como han ido haciendo la mayoría de los habitantes del pueblo. Una película monumental (se va a los 225 minutos de metraje) de ritmo cadente, y estructura cuidada, nos ofrece una descripción minuciosa del pasado, presente y futuro, no sólo de Alemania, sino de la Europa actual que sigue a la deriva, deshecha y desigual.
10.- EL CLUB, de Pablo Larraín.
El cine del chileno Pablo Larraín siempre había tenido un componente histórico, desenterrando la memoria de los perseguidos y desaparecidos de la dictadura de Pinochet. En su nuevo trabajo, emprende un camino diferente (aunque uno de los curas tiene un pasado colaboracionista con los militares durante aquel período). Coge a cuatro sacerdotes, al cuidado de una monja, cuatro almas perversas, que tienen que expiar sus pecados en una casa costera alejados de todo y todos. La aparente armonía se verá truncada con la aparición de un sacerdote joven que volverá a sacar las miserias de los cuatro pecadores para que así cada uno se perdone a sí mismo para ser personado por Dios. La aparición de un joven, que fue violado por uno de los curas también alterará ese orden armonioso de pura apariencia en la que se encuentran los expulsados. Film extraño, en el que el cinismo se apodera de sus inquietas y perversas imágenes, de violencia seca y brutal en todos los sentidos. Larraín filma de modo abrupto, extrayendo las miserias y lo terrorífico del ser humano, su mirada se acerca a Haneke o Seidl, en su falsa esperanza en un mundo donde tienen cabida todo tipo de brutalidades y horrores. Una película excelente que duele por su realismo y su mirada atroz.
Tras ocho años sin filmar largometrajes, el prestigioso cineasta taiwanés Hou Hsiao-Hsien vuelve con una película de artes marciales, (género por antonomasia de la cinematografía China), aunque su mirada está muy alejada de los trabajos de sus coetáneos Kar Wai o Yimou. Hsiao-Hsien opta por un ritmo de otro calibre, más cadente, donde prima la exploración y observación de la complejidad emocional de los personajes, y donde no hay cabida para el espectáculo de las luchas acompañadas de virguerías técnicas. Su película está situada en la China del siglo IX, donde una joven que ha sido criada por una monja como una justiciera asesina, tiene el encargo de acabar con su primo, un tirano despiadado. La película está más cercana a los ejercicios de Bresson con Lancelot du Lac o los western crepusculares de finales de los 50 y principios de los 60. La carga psicológica se antepone al movimiento y la épica, desde un punto de vista elegante y detallista, el realismo del realizador taiwanés sobrecoge y abruma a través del detalle y lo mínimo. Envuelta en una brillante fotografía que además de imprimir una belleza exultante a toda la película, recoge con enorme manejo del detalle todos los movimientos sinuosos, y miradas que se reparten los distintos personajes. Una película enorme, de tempo ajustado, que va apoderándose de los personajes desde lo más bello y personal.
“Sus ojos se encontraron en el mismo instante, cuando Therese levantó la vista de la caja que estaba abriendo y la mujer volvió la cabeza, mirando directamente hacia Therese. Era alta y rubia, y su esbelta y grácil figura iba envuelta en un amplio abrigo de piel que mantenía abierto con una mano puesta en la cintura. Tenía los ojos grises, incoloros pero dominantes como la luz o el fuego. Atrapada por aquellos ojos, Therese no podía apartar la mirada. Oyó que el cliente que tenía enfrente le repetía una pregunta, pero ella siguió muda. La mujer también miraba a Therese, con expresión preocupada. Parecía que una parte de su mente estuviera pensando en lo que iba a comprar allí, y aunque hubiera muchas otras empleadas, Therese sabía que se dirigía a ella. Luego la vio avanzar lentamente hacia el mostrador y el corazón le dio un vuelco recuperando el ritmo. Sintió como le ardía la cara mientras la mujer se acercaba más y más”.
(Extracto del libro “El precio de la sal”, de Patricia Highsmith).
Los primeros cinco minutos de una película son suficientes para conocer el espíritu de la misma y hacía donde nos pretenden llevar. El arranque de Carol es sublime e hipnotizador. En un fondo negro escuchamos el sonido del tren, luego entra la música de Burwell y sobre una especie de rejilla comienzan a aparecer los títulos de crédito. La cámara avanza, sale de la estación e irrumpe en plena calle, automóviles y personas de arriba abajo, absorbidos por la vorágine de la gran ciudad. Es viernes por la tarde, nos encontramos en Nueva York, en 1950. La cámara continúa hasta entrar en un restaurante, allí descubrimos el punto de vista que hemos estado siguiendo, un joven que, tras saludar al barman detrás de la barra, mira a su alrededor y observamos en panorámica el interior del local. La cámara se detiene en dos mujeres que comparten una mesa, el joven reconoce a la más joven y se acerca. El joven las interrumpe (situación similar a la planteada en Breve encuentro), todavía no las conocemos y menos de que estaban hablando, lo sabremos más tarde. La sexta película de Todd Haynes (1961, Los Ángeles) está contada a modo de flashback, iremos descubriendo suavemente el relato que nos cuentan, una película arrolladora, ejecutada desde lo más íntimo, contada con una elegancia que abruma, una mise en scène sublime y elegante, dominada por los colores cromáticos y esa luz velada e invernal, y de comienzos de primavera tenue que inunda de melancolía y tonalidades oscuras la pantalla, en la que los personajes están dispuestos y dirigen su mirada a través de cristales (como ocurría en la reciente La academia de las musas, de Guerín), unos encuadres que te dejan sin palabras, que enamoran en cada plano, que no deja indiferente, que captura con lo más sencillo, como una brizna de hierba, que recitaba Lorca.
Haynes nos sitúa en la década de los 50, en aquel Nueva York después de la segunda guerra mundial, en aquel país que comenzaba a despertar después de la pesadilla, en un país que debía enfrentarse a sus miedos y sobre todo, a su moralidad, enfrentada a esa modernidad que traía nuevas costumbres y que avanzaba sin detenerse. Nos cuenta la historia de amor entre dos mujeres, tenemos a Therese Belivet, una joven de 20 años que trabaja como dependienta en unos grandes almacenes, pero su gran sueño es dedicarse a la fotografía, sale con Richard, un joven que aspira a convertirse en su marido y vivir felices en una casa rodeados de hijos. La otra mujer, Carol Aird, es una mujer madura y elegante, con una hija y en proceso de divorcio de su marido Harge, que le ofrece una vida burguesa pero carente de amor y vida. La película cuestiona y de qué manera el American way of life, como hacía el novelista Richard Yates (1926-1992) en su obra (Revolutionary Road, Once maneras de sentirse sólo, entre otras), esas vidas atrapadas y succionadas por el American dream, esas vidas enloquecidas por el éxito personal, donde la cotidianidad se consume con amigos idiotas, que se pavonean de su riqueza y de su país, donde hay meriendas en el jardín, trabajos para la comunidad, fiestas nocturnas en mansiones, y esa idea del matrimonio perfecto con hijos rubios y bellos, existencias vacías y solitarias que claman por una vida más plena y sencilla, más acorde con lo que sienten. Basada en la novela de Patricia Highsmith (1921-1995), publicada en 1952 con el título El precio de la sal y seudónimo de Clarice Morgan, sería el segundo libro de la autora después de Extraños en un tren. Una adaptación eficiente y maravillosa que ha hecho Phyllis Nagy (que ya había adaptado a la Hihgsmith de El talento de Mr. Ripley en teatro, y realizado con éxito para televisión Mrs. Harris, una tragedia que escribió y dirigió, en la que una mujer asesinaba a su marido del que se había separado). Haynes que subió a los altares del melodrama con Lejos del cielo (2002), una historia protagonizada por Julianne Moore situada en los 50, donde se criticaba duramente la sociedad puritana que rechazaba lo diferente, y Mildred Pierce (2011), la miniserie de 3 episodios que protagonizó Kate Winslet, en la que durante la época de la gran depresión, una madre soltera lucha para que no le quiten a su hija. En Carol, se manejan los mismos derroteros, la (in)feliz ama de casa y la madre soltera tienen mucho que ver con el personaje de Carol, aunque ésta lleva su pasión más allá poniendo en peligro la custodia de su hija, la cual le quieren arrebatar por su conducta inmoral.
Haynes propone un relato de ritmo cadencioso, de manera íntima y acercándose con encanto y sigilo a sus criaturas, una mujeres que tienen que enfrentarse a lo que sienten, y luego a esa sociedad fascista y burguesa que rechaza de forma salvaje lo que se sale de la norma, lo que no entienden ni tampoco quieren entender. El cineasta estadounidense que ya deslumbró con I’m not here (2007), en la que nos contaba la vida del músico Bob Dylan, a través de varios intérpretes que lo encarnaban desde su juventud hasta su madurez, con una increíble Cate Blanchett que asumía de forma admirable el rol del carismático músico. Aquí, vuelve a encandilarnos con este melodrama sobrio y maravilloso, como los de antes, como los que hicieron los maestros Douglas Sirk (Sólo el cielo lo sabe, Escrito sobre el viento, Imitación a la vida, entre otros) o John M. Stahl (Sublime obsesión, Débil es la carne, Que el cielo la juzgue, etc…), historias de pasión devoradora, de amor en su infinita locura, amores difíciles, arrebatadores, complejos, rodeados de esa sociedad estadounidense que pretende ser ejemplo y acaba siendo castradora y perversa. Haynes nos sumerge en una love story, en una historia de amor de verdad, de ese amor que se siente profundamente, que te atrapa y domina, del que no puedes escapar, del que te abruma y te pierde, dejándote sin aliento. Un amor donde la pasión y el deseo se materializan de modo natural y sin poder detenerlos, (la secuencia de sexo, que viene precedida de ese viaje en automóvil, entre las dos mujeres, filmada con un romanticismo y candidez contundente, ejemplifica sus sentimientos más profundos y ese espacio de libertad que no disfrutan en su realidad), una voluntad por encima de la razón, por encima de todo, y de uno mismo. Dos mujeres que se aman, que se desean, que descubren que su relación las completa, les llena ese vacío que inunda sus vidas, un amor sincero e inolvidable, aunque frente a ellas, está esa sociedad americana puritana y conservadora, que las rechaza, las juzga y las castra, que aniquila y extermina cualquier modo de vida o pensamiento que no sea el suyo, el inmovilizado, el de familia feliz con hijos.
Haynes nos devuelve ese cine clásico, pero con una mirada actualizada y revisada, como hizo Fassbinder en 1974, en otro tono, con Todos nos llamamos Alí. En el que devolvía y colocaba en el lugar que se merecía Sólo el cielo lo sabe (1955), de Sirk, explorando aquellos temas que Sirk no pudo ejecutar en libertad, valiéndose de una viuda que se casaba con un inmigrante marroquí y veía como era criticada y juzgada. El realizador estadounidense nos entrega una obra sobre la mirada, el oficio de mirar, sobre el deseo y la pasión, un ejercicio memorable y brutal, de una contundencia que sobrecoge, filmada en estado de gracia, donde vuelve a contar con algunos de sus más íntimos colaboradores, como Ed Lachman, su cinematógrafo en buena parte de su filmografía, y dos colaboradores que estuvieron en Mildred pierce, el montador Affonso Gonçalves, y el músico Carter Burwell (habitual de los hermanos Coen), que nos regala una composición sutil y conmovedora que registra de forma audaz y mágica todas las miradas, gestos y silencios que se dedican las dos excelentes actrices, una Cate Blanchett que, domina todos los registros interpretativos, componiéndonos una señora valiente y fuerte que deberá, no sólo enfrentarse a sí misma, sino a una sociedad que la juzga y la condena, y la presencia de Rooney Mara “un ángel caído del cielo”, como la define Carol (muy alejada de la hacker tatuada de las adaptaciones de las novelas de Larsson) aquí nos encandila con esa mirada inquieta y nerviosa (en ocasiones recuerda a la Audrey Hepburn de Desauyno con diamantes o Dos en la carretera), encarnando a esa luz apagada que no siente ilusión por la vida, que camina perdida y sin esperanza, hasta que se encuentra con Carol Aird, y entonces, para la joven There Velivet, todo cambia, y cambiará para siempre… como nos canta en un momento la gran Billie Holyday en su Easy living:
Encuentro con José Luis Guerín, director de “La academia de las musas”, con motivo de la proyección de clausura de l’Alternativa. Festival de Cinema Independent de Barcelona. El evento tuvo lugar el domingo 22 de noviembre de 2015, en la Filmoteca de Cataluña.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a José Luis Guerín, por su tiempo, conocimiento y generosidad, al equipo de l’Alternativa. Festival de Cinema Independent de Barcelona, por su trabajo, resistencia y cariño, y a Octaví Martí y Pilar García de Comunicación de la Filmoteca, por su paciencia y amabilidad.
“La actividad de pensar se parece al agua gracias a su capacidad de amoldarse a todo. Las leyes del pensamiento son las mismas que el agua, que está siempre dispuesta a amoldarse a todo”.
Theodor Schwenk
La cinematografía de Patricio Guzmán (1941, Santiago de Chile) está estructurada a través de dos temas fundamentales: el golpe de estado de Chile en 1973 y la posterior dictadura, y la construcción de la memoria de ese período y de su país. En su primera película El primer año (1972), registraba el primer año de gobierno de Allende, y a continuación, realiza La batalla de Chile, un monumental trabajo dividido en tres partes que cuenta los eventos ocurridos entre 1972 hasta septiembre de 1973, cuando el golpe de estado acabó con la democracia. En La cruz del sur, se centraba en la religiosidad de América Latina, El caso Pinochet, sobre el conflicto de extradición del tirano cuando se encontraba en Londres, Salvador Allende, sobre la figura emblemática del político chileno. Una filmografía compuesta por más de una docena de largometrajes, y un buen número de piezas cortas, donde el cineasta chileno ha demostrado una mirada crítica y serena, en la que se ha aproximado a temas complejos de fuerte contenido político y social. Guzmán cuenta sus películas a modo de fábulas, con gran sentido poético, acercándose a lo más íntimo y oculto, a lo que permanece olvidado e invisible a nuestros ojos, y valiéndose de unas imágenes elegantes y con una puesta de escena enorme, las envuelve en cine puro y emocionante, logrando que el documento-suceso trascienda a lo universal e imperecedero.
En el 2010, arrancó una trilogía que se inició con Nostalgia de la luz, un valioso trabajo filmado en el desierto de Atacama, el lugar más árido de la tierra, donde la cámara de Guzmán observaba a los astrónomos mirando a las estrellas, y a los familiares buscando a sus desaparecidos, para hacer un documento sobre la memoria del cosmos y la tierra, a través de lo humano y lo divino. Ahora, nos entrega la segunda parte con El botón de nácar, donde el documentalista chileno nos sumerge en las aguas de la Patagonia Occidental, en el sur de Chile, en el archipiélago más grande de la tierra, en el que existen unos 74.000 km de costa. Una zona vasta e inabarcable que la película recorre minuciosamente para ofrecer luz a lo que la historia se ha empeñado en borrar y olvidar. Guzmán vertebra su documento a través de dos objetos, dos botones rescatados de la memoria, uno, fue encontrado en la superficie de un raíl oxidado, el único vestigio que resta de los miles de chilenos arrojados al mar durante la dictadura de Pinochet, y el otro, el de Jimmy Button, un nativo que en 1830 recibió como regalo del capitán Fitzroy, un conquistador que le arrebató la memoria, la identidad y su vida. Dos objetos insignificantes que explican la memoria ancestral de esos lugares perdidos y olvidados.
Un escenario en el que Guzmán se adentra en un viaje como si fuera un explorador intrépido de antaño, y se empeña en sacar a la luz. Se centra en los nativos indígenas que poblaban aquellas tierras de frío polar, en la que apenas había alimento, nos muestra sus rostros, mediante fotografías, también sus costumbres, su cultura, su forma de vida, y cómo se relacionaban con la naturaleza, a la que escuchaban, respetaban y cuidaban, sin olvidar a los descendientes que restan vivos, a los cuales escucha y ofrece su cámara para que den testimonio de su cultura y su lengua. También, registra el testimonio de un poeta, de un letrado, un musicógrafo, todos nos acercan los secretos del agua, lo que descubre y lo que oculta. La película viaje con elegancia y armonía de un lugar a otro, deteniéndose en la belleza de sus paisajes, el sonido de su universo, los accidentes naturales que se producen, y sobre todo, Guzmán nos muestra una memoria perdida y olvidada, una identidad lejana y a la vez, muy cercana, un tiempo en el que las cosas y las personas viajaban a otro ritmo, en otra dimensión, de otra forma. El cineasta chileno nos vuelve a enamorar con su ritmo cadencioso, su voz acogedora nos atrapa sigilosamente, descubriendo la historia que encierra esas aguas que no paran de viajar, en continuo movimiento. Una película que además de desenterrar una parte de la historia que pocos recuerdan, nos enfrenta a nuestro pasado colonialista y destructor, y también, a nosotros mismos, porque conocer nuestro pasado nos hace mirar nuestro presento y futuro, siendo más humildes y humanos.