Alma Viva, de Cristèle Alves Meira

EL ESPÍRITU DE AVOA. 

“Los vivos cierran los ojos a los muertos y los muertos abren los ojos a los vivos”.

Había una vez una niña llamada Salomé que pasaba todos los veranos en casa de su Avoa, en un pequeño pueblo en la región de Trás-os-Montes. Ese verano será diferente, y lo será porque la abuela morirá y la existencia de Salomé cambiará, y lo hará de tal forma que tanto su familia como los habitantes del pueblo pensarán que el espíritu de Avoa se ha metido en la niña y la ha poseído. Después de una trayectoria como actriz y directora de varios cortometrajes, Cristèle Alves Meira (Montreuil, Seine-Saint-Denis, Francia, 1983), coescribe junto a Laurent Lunetta, y dirige su primer largometraje Alma Viva, en la que vuelve a sus años de infancia, cuando siendo hija de inmigrantes portugueses, volvía al pueblo de su abuela, y vivía la idiosincrasia del lugar, con sus fiestas, tradiciones, alegrías y tristezas. No es la primera vez que la directora rueda en Trás-os-Montes, ya lo había hecho en sus anteriores cortometrajes, lugar mítico que ya fue reflejado en la película homónima de Margarida Cordeiro y António Reis, rodada en 1976, convirtiendo la zona en un paisaje en el que conviven lo ancestral, lo espiritual y lo etnográfico, en uno de los mejores documentales de la historia. 

La mirada de la cineasta no está muy lejos de la película de Cordeiro y Reis, porque también recoge tanto lo humano como lo espiritual para retratar las diferentes texturas, aromas y paisajes que componen el pueblo en el que desarrolla la historia, donde vemos tradiciones como la música y el canto, la pesca mediante explosivos, el pastoreo con cabras, la fuerte carga católica, y las inevitables diferencias entre vecinos, y demás componentes en un lugar que viven lo ancestral y lo moderno. Todo ese gazpacho de aromas, texturas y tonos también se refleja en Alma Viva, porque tiene la habilidad de cruzar y fusionar la ficción y el documento de forma natural y nada artificial, creando una película que navega por diferentes lugares y atmósferas según le convenga, que le emparenta con aquella delicia que es Aquele querido mes de agosto (2008), de Miguel Gomes. No obstante, las dos películas comparten el mismo cinematógrafo Rui Poças, mítico director de fotografía de la cinematografía portuguesa, con más de setenta títulos a sus espaldas, que ha trabajado con Joào Pedro Rodrigues y Lucrecia Martel, entre otros, y la especial habilidad para crear una intimidad que traspasa la pantalla, donde interiores y exteriores van confluyendo creando ese paisaje entre la realidad más tangible y la espiritualidad más etérea, construyendo un paisaje mítico en constante movimiento y cambiante. 

El montaje de Pierre Deschamps, del que hemos visto hace poco El inocente, de Louis Garrel y hace algo más La nube, de Just Philippot, va de la mano con la luz de la película, condensando con pausa y detalle todos los movimientos físicos y emocionales que van confluyendo en el relato, con sus medidos 88 minutos de metraje, a los que no hay que añadir ni quitar nada. Aunque si hubiese que buscar la herencia que recoge la película de la cineasta francesa-portuguesa no podemos dejar de pensar en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, quizás una de las mejores películas que fusionó la realidad más desesperanzadora con la fantasía más cercana, construyendo ese rico universo de la infancia entre sueños y monstruos-espíritus que vagan sin descanso. En ese sentido, el cine de Alice Rohrwacher también planea por la película, porque crea historias con un componente fantástico y realismo siempre con la mirada de la infancia como testigo-espectador de huida del mundo de los adultos y entrando en ese otro mundo, más soñante y sobre todo, más humano, como le sucedía a la inolvidable Alicia de Carroll, eso sí, también encontraba las oscuridades de ese otro universo. 

Estamos ante una vuelta a lo rural, y lo decimos porque en pocos años se han estrenado películas como Trinta Lumes, de Diana Toucedo, Destello bravío, de Ainhoa Rodríguez, Verano 1993 y Alcarràs, ambas de Carla Simón, El agua, de Elena López Riera, y la reciente Secaderos, de Rocío Mesa. Todas dirigidas por mujeres, y que comparten muchas líneas temáticas y texturas y el protagonismo en la infancia y la vejez. Aplaudimos que el cine mire a la infancia, a las tradiciones y sobre todo, a la realidad pasada por lo fantástico, en un cine que mira a  su más cercana realidad desde muchas miradas, posturas y reflexiones diferentes. El reparto reclutado con intérpretes naturales que no sólo crean unos personajes adultos llenos de rencillas y rencores como esos hermanos que se odian, con esos momentos berlanguianos como la llegada del coche por las estrechas callejuelas del pueblo, o la secuencia negrísima del velatorio, haciendo hincapié en un personaje muy curioso, el del hermano invidente, que actúa como testigo invisible o podríamos decir, como narrador omnipresente, lanzando unas frases que explican muy bien lo que se cuece en el pueblo y en esa familia dividida. 

Mención especial tiene Salomé, la niña Lua Michel, hija de la directora, que interpreta con un aplomo y una veracidad sorprendentes, mostrando una naturalidad, mirada y cercanía que nos ha encantado y la hemos disfrutado y padecido, en el buen sentido de la palabra. Alma viva, la ópera prima de Cristèle Alves Meira es una película pequeña, sencilla e íntima, con pocas localizaciones, que muestra un paisaje, el de Trás-os-Montes, con su peculiaridad, su historia, y sobre todo, sus gentes, y lo hace desde el drama íntimo, el cuento de terror, el documento antropológico, y la comedia disparatada, y hablar de la muerte de forma natural y profunda, toda una mezcla que funciona a las mil maravillas, y lo hace sin estridencias ni artificio, con una serenidad, simpleza y transparencia que ya lo quisieran otros cineastas más veteranos, porque la directora no sólo ha querido retratar un lugar que, quizás, el fuego y la estupidez humana hace desaparecer, sino que lo ha hecho desde la verdad, esa que aparece cuando se mira detenidamente un espacio, y se hace desde la tranquilidad y la observación, esas posiciones cómplices que ayudan a que, tanto las personas y los paisajes adquieran una mirada única para tratarlas desde su profundidad y humanidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Abou Leila, de Amin Sidi-Boumédiène

NUESTROS INFIERNOS.  

“Es un error esencial considerar la violencia como una fuerza”.

Thomas Carlyle

El impactante y revelador plano detalle que abre la película, en el que vemos como se martillea una pistola y, de inmediato, un señor sale de su casa, y su asesino se dirige a él. Son las primeras horas de cualquier día, allá por la Argelia de 1994, en plena guerra civil. A partir de esa secuencia, ejemplo del estado violento y anímico, y de las terribles circunstancias que devoraban el país, se articula toda la primera película de Amin Sidi-Boumédiène (Argelia, 1982), porque las consecuencias trágicas de ese instante, nos acompañarán el resto del metraje, eso sí, el contenido de esa información, vital para comprender el aspecto psicológico de los personajes, se irá desvelando a medida que avance el relato, porque la intención del director argelino no es solo hablar de la violencia más física y evidente que a simple vista queda patente, sino también, y sobre todo, sumergirnos en los aspectos emocionales que provoca en las personas, asistiendo a las terribles consecuencias interiores que van desembocando en el alma de los protagonistas. S y Lotfi, dos amigos de la infancia, policías, pero en campos completamente distintos. S, es guardia de tráfico, mientras Lotfi, es un especialista en antiterrorismo, aunque el destino, siempre incierto y caprichoso, ha querido juntarlos, y han emprendido un viaje hacia el sur, hacia el desierto para capturar al terrorista Abou Leila, aunque quizás, es solo una excusa para huir del polvorín del norte del país, convertido en un lugar sangriento y desbocado.

La exquisita y sobria luz del cinematógrafo japonés Kanamé Onoyama, colaborador del director en sus cortometrajes, nos sumerge de forma extraordinaria a esta especie de descenso a los infiernos, a nuestros infiernos, a esos lugares de nuestra alma oscuros, sin tregua, compartiendo esos monstruos que anidan en los dos policías, sobre todo, en el caso de S, donde el mal se hace más evidente y aflora con más fuerza. En el caso de Lotfi, todo resulta menos físico, aunque también debe arrastrar las consecuencias de una vida rodeada de violencia. Sidi-Boumédiène nos traslada al desierto, a ese espacio vacío, metáfora de la Argelia de entonces, un país que esta vaciándose, quedando sin gentes, sin recuerdos, una especie de mundo plagado de almas en pena, sin consuelo y vagando sin descanso. Un espacio donde realidad y sueño se mezclan, fusionándose en uno solo, en que lo físico y lo emocional se cambian, se fusionan o simplemente, deambulan por el alma de los dos protagonistas, donde lo real y lo onírico contaminan toda esa atmósfera sucia y oscura que se traslada a lo físico, aunque también, hay espacio para lo surrealista, en este viaje a lo emocional, a esa parte más negra del alma, a esos lugares donde no queremos estar, en este viaje por el abismo y las profundidades del alma, con ecos de western metafísico, donde el paisaje acaba siendo un monstruo engullidor que aplasta sin remisión a los personajes, donde el aire es densísimo, en que la atmósfera acaba devorando y condicionando las actitudes y aptitudes de los protagonistas.

El magnífico trabajo con el sonido y la música hacen el resto, sumergiéndonos en ese universo donde fisicidad y emociones nos van llevando de un lugar a otro, de un estado mental a otro, y descubriéndonos las verdaderas identidades y aspectos emocionales de la pareja protagonista. Slimane Benouari da vida a S, el hombre que arrastra la pesadísima losa de la culpa y el dolor, condenado a esos pensamientos y monstruos que afloran en su viaje, donde también hay cabida para la tormentosa infancia que sufrió, frente a él, su especie de ángel de la guarda, en la piel de Lyes Salem que da vida a Lotfi, alguien que parece, solo lo parece, más entero y firme que S, aunque la procesión va por dentro, y los males violentos con los que tiene que lidiar a diario, también han hecho mella en su interior y, al igual que S, parece un espectro que, con la excusa de ayudar a su amigo del alma, ha huido de la locura violenta del norte, y quizás, solo pretende huir y desaparecer, o simplemente olvidarse de quién es y evaporarse con el paisaje.

Sidi-Boumédiène, que también firma el intenso y excelso montaje, ha debutado en el largometraje por la puerta grande, construyendo una película sublime y esencial, que inteligentemente huye del retrato de la violencia o las causas que la provocan, filmándola en off o sustituyéndola por animales, ni tampoco hace un profundo análisis político de la Argelia sumida en la guerra civil, todo eso funciona como telón de fondo, para adentrarse en aspectos más importantes y brutales como la interioridad de los personajes testigos de esa violencia incontrolada y psicótica que ha asumido al país en el caos y la demencia, como explican en varias ocasiones los personajes de la película: “Todos estamos locos. El país ha perdido totalmente la cabeza”. Un profundo y desolador retrato sobre las consecuencias emocionales de la violencia en un nivel personal e íntimo, no solo para entender la violencia como una especie de lucha encarnizada contra no se sabe quién o para qué, donde víctimas y verdugos acaban convirtiéndose en meras cobayas donde todos huyen y sufren, sino también, un ejercicio muy reflexivo y profundo sobre las nefastas consecuencias de la violencia, de vivir y sobrevivir en un ambiente lleno de odio, sangre y violencia, que parece no tener fin, y son hechos que solo son la punta de un iceberg que estallará sin remisión en el alma frágil de todos los implicados. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA