En el cine de Pere Vilà i Barceló (Girona, 1975) emergen dos elementos significativos que cimentan el discurso de su filmografía: la vejez y la memoria. En su tercer largometraje, estas dos características vuelven a aparecer de forma intensa y contundente, en un trabajo que funde de forma brillante la necesidad de contar estos dos temas que obsesionan al cineasta gerundense. Para encontrar el origen de esta película debemos trasladarnos al año 2008, cuando Vilà e Isaki Lacuesta dirigieron el cortometraje Soldats anònims, que describía las excavaciones de un grupo de arqueólogos en una fosa común con soldados que lucharon en la Batalla del Ebro. De aquel documento, surgieron dos trabajos: Lacuesta parió Los condenados (2009) localizada en algún lugar de Sudamérica, se adentraba en la búsqueda de una fosa por un grupo de ex combatientes donde yacía un ex compañero. Por su parte, Vilà hizo lo propio con este ejercicio sobre la memoria, mirando de frente a nuestro pasado más reciente, a la Guerra Civil y a aquel tiempo y a las personas que tuvieron que vivirlo. El relato se divide en tres capítulos o movimientos, arranca en un geriátrico y su cotidianidad diaria, un lugar sin vida, casi sin sonido, un espacio vacío y desolado, donde Vilà filma los cuerpos y los gestos, nunca de frente, sin apenas diálogos y música, de forma elegante y casi pegado a ellos, como si pudiésemos tocarlos, un cine íntimo, minimalista y desnudo donde el tiempo se dilata y el plano no parece encontrar su fin, un modo que nos recuerda a Béla Tarr, la manera que sigue los movimientos parsimoniosos y repetitivos del anciano protagonista, Josep. El segundo segmento, después de una maravillosa elipsis, nos conduce al año 1975, después de la muerte de Franco, donde Josep vuelve del exilio y visita a su novia Laura -que hemos visto anciana enferma de alzheimer en el geriátrico- después de tantos años, Vilà cambia el tono y nos somete a un duelo actoral inspirado en el cine de Cassavetes o Bergman, y nos incrusta en las cuatro paredes de una vivienda y asistimos a un combate dialéctico entre Lluís Homar i Emma Vilarasau, donde aparecen los reproches, las cosas calladas durante tanto tiempo, la rabia contenida, dos almas heridas por la guerra, dos seres que arrastran un pasado horrible, como tantos otros que la guerra y el franquismo anuló, convirtiéndolos en muertos, desaparecidos o invisibles. En el tercer tramo, volvemos al presente, y el anciano, después del fallecimiento de Laura y tras escuchar por la radio el descubrimiento de una fosa de la batalla del Ebro, se fuga del centro y se adentra en el bosque, la forma recupera su tono íntimo y cadente, la cámara lo sigue entre su deambular lento, pero sin descanso, una forma que nos recuerda al cine de Ming Liang o Weerasethakul, dos cineastas que han sabido fundir al hombre con el paisaje creando un solo espacio en el que tiempo y materia deja de tener sentido. Allí, en ese lugar, Josep es alcanzado por un joven que lo buscaba junto a otros. En aquel instante, la película funde pasado y futuro, el anciano que vivió la guerra y el joven que apenas la conoce, pero que debe escuchar para saber lo que ocurrió y así recuperar la memoria. Un retrato brutal, sencillo y poético filmado en un bellísimo blanco y negro por el cinematógrafo José Luís Bernal –que ya colaboró con Vilà en La Lapidation de Saint Étienne (212)- en una obra que solamente reclama al espectador que se siente y se deje llevar por una historia que le conmoverá y le hará reflexionar a partes iguales.
Entrevista a Zoraida Roselló, directora de “Se fa Saver”. El encuentro tuvo lugar el Miércoles 30 de julio en Barcelona, en la Plaza Josep Mª Folch i Torres.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Zoraida Roselló, por su tiempo, sabiduría y simpatía, a Clara Martínez de Sala 1, autora de la edición, por su trabajo y complicidad, y a un señor que pasaba por allí que tuvo la amabilidad de tomar la fotografía.
Ramón Lluís Bande (Xixón, 1972) de amplia experiencia como escritor y realizador audiovisual, se propuso para este trabajo el reto de afrontar la memoria desde la actualidad, huyendo del documento para parir un monumento, un espacio de recuerdo para todos aquellos combatientes guerrilleros que, durante los meses de octubre de 1937 y noviembre de 1952, resistieron combatiendo el franquismo desde los montes asturianos. Bande nos sumerge en una obra contundente, que nos agarra desde el primer minuto, sumergiéndonos en un viaje hacía aquellos lugares olvidados donde perecieron los guerrilleros. Su película se estructura en tres partes o movimientos, un prólogo, donde nos muestra las fotografías de uno de los grupos de maquis más activos, unas imágenes tomadas por Constantino Suárez, que han sido rescatadas del olvido. Luego se adentra en el tronco de su discurso, un texto en asturiano sobre impresionado se apodera de un fondo negro, en el que podemos leer los nombres de los guerrilleros asesinados, y la fecha y el lugar de lo ocurrido, el sonido ambiente invade el cuadro, corte al espacio, los lugares, vacíos, desnudos, ausentes de gente, esos lugares que vieron por última vez estos hombres: fachadas de casas, plazas, caminos, claros del bosque, faldas de montaña, orillas de río… así hasta 34 sitios de la memoria, un recorrido ceremonioso donde se recupera el testimonio de los que ya no están y se invoca el espíritu de los ausentes. El realizador lo muestra a través de un plano fijo que se mantiene durante un minuto y cinco segundos como respeto a los difuntos. Su epílogo se compone de una pantalla fundida en negro, mientras escuchamos una canción popular donde una mujer nos canta evocando la lucha de aquellos guerrilleros. Bande se despoja de todo artificio cinematográfico, su película está narrada a tumba abierta, sin dilaciones ni subrayados, su tono es directo y sincero, su estructura rocosa y contundente que no deja tiempo a despistes ni vericuetos, nos muestra el camino y nos coge de la mano en esta mirada profunda y reflexiva a un tiempo de barbarie donde la sinrazón fascista acabó con toda una generación y unos hombres que se vieron desplazados y asesinados por defender la libertad. El cineasta asturiano cuida con delicadeza una forma que se funde magníficamente con el contenido político del relato. Tanto una como la otra, se desplazan por la misma vía, ejerciendo el equilibrio íntimo y perfecto que desprende toda la película. Su discurso y planteamientos no andarían muy lejos de las obras de Patricio Gúzman y Claude Lanzmann, otros maravillosos cineastas que también se han planteado la recuperación de la memoria histórica a través del presente, a través de ejemplares ejercicios que, además de desenterrar las imágenes y los lugares, se han preocupado por la forma que han empleado para contarlas. Bande ha hecho un hermosísimo y brutal poema funerario sobre el tiempo y la materia, que además se revela como una de las obras más intensas, profundas, necesarias y magnífica que se han filmado en este país sobre la memoria de los guerrilleros antifranquistas.
Mike Leigh (Salford, Reino Unido, 1943) de descendencia judía, creció en el barrio obrero de Salford, cerca de Manchester, donde su padre ejercía de doctor. Allí, el joven Leigh conoció de primera mano los problemas y la realidad social de los británicos, que con el tiempo se convirtieron en la materia prima de su filmografía. Después de un debut desafortunado (Bleak Moments, 1972), que lo llevó al medio televisivo haciendo películas, irrumpió con fuerza en la década de los 90 con títulos como La vida es dulce (1990) o Indefenso (1993), títulos donde aborda unos dramas sociales de indudable carga profunda y emocional, donde la ironía, la sátira o incluso lo absurdo forman parte de su imaginario, obras que lo confirman como uno de los cineastas más brillantes y personales de su generación. Será con Secretos y mentiras (1996), Palma de Oro, donde conseguirá su mayor éxito, planteando un drama muy en línea de sus antecesoras. Vendrán otros títulos como El secreto de Vera Drake (2002), ambientada en los años 50 durante la dura posguerra, donde conseguirá el León de Oro. Ahora nos llega una obra ambientada en la primera mitad del siglo XIX, – siglo, pero a finales, que ya abordó en la película Topsy-Turby (1999), sobre la rivalidad de dos artistas londinenses-, donde aborda la figura del pintor William Turner (1775-1851), pero desde un enfoque realista, contenido y humano. Leigh sitúa su relato en los últimos 25 años de la vida del pintor, un hombre admirado y criticado en vida, de condición controvertida y excéntrica, que tanto se relacionaba con aristócratas y académicos de las artes como con prostitutas y otra clase de personas y condiciones. Su enorme talento para retratar los paisajes, centrándose en la furia y el asombroso poder de la naturaleza sobre el ser humano, le llevó a ser uno de los mayores maestros en materializar la luz, a través de sus acuarelas y óleos, que inspiraron a los futuros impresionistas. Una vida con la compañía de su ama de llaves, que la utiliza como criada y desahogo sexual, y también, de su padre, que le ayuda en su estudio. La muerte de éste lo conducirá a una profunda depresión que lo llevará a casarse con la señora Booth –dueña de una pensión que el pintor suele frecuentar-, y aislarse medio retirado en el barrio de Chelsea, donde pasará los últimos años de su vida. Leigh depura su relato, atrapando fielmente los momentos y situaciones de forma realista, filmando de modo elegante los continuos viajes y paseos del pintor en busca de esa imagen que le inspiraba, a través de la excelente luz, -muy acorde con el espíritu de la obra de Turner-, realizada por su inseparable cinematógrafo Dick Pope, colaborador fiel que llevan trabajando juntos desde el año 1990, y la compañía de la sutil y bellísima música de Gary Yershon, otro de los habituales. Una trama sencilla y honesta, donde el cineasta aprovecha no sólo para retratar los lugares vivos y oscuros de la personalidad de Turner, sino que también, el retrato duro y descarnado de una época en la que la diferencia de clases era abismal y donde la hipocresía y el cinismo brillaban en todo su esplendor. Como es habitual en el cine de Leigh, los actores brillan con luz propia, componiendo unos personajes tristes y humanos que se mueven entre claroscuros, emergiendo entre todos, la poderosa interpretación de Timothy Spall, -uno de sus actores fetiche del director, con el que ha trabajado en 5 títulos- una composición enérgica y sobrecogedora, afianzando el carácter difícil del pintor y el peculiar sentido de humor negro y grotesco del que alardeaba. Leigh ha fabricado una obra intensa y hermosa donde funde el clasicismo más depurado con el Free cinema más enérgico en la forma de enfrentarse a la realidad del momento.
Entrevista a José F. Ortuño, Co-director de “The Extraordinary Tale”. El encuentro tuvo lugar el Jueves 31 de julio en Barcelona, en la entrada de los Cines Verdi.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a José F. Ortuño, por su tiempo y sabiduría, a JJ Montero Publicity, por su generosidad y paciencia, a Daniel Arrébola, autor de la fotografía, por hablarme de esta película, y a Clara Martínez de Sala 1, autora de la edición, por su trabajo y complicidad.
Lisandro Alonso (Buenos Aires, 1975) se ha pasado 6 años sin dirigir un largometraje, después de Liverpool, si exceptuamos su trabajo en las Correspondencias para el CCCB (2011) que mantuvo con Albert Serra, una pequeña pieza de 23 minutos rodada en la Pampa donde recuperaba a Misael, el personaje de La libertad (2001), su opera prima. Tiempo suficiente para pensar en cómo afrontar su nueva película. Jauja, es una obra radical e hipnótica, que si bien sigue el mismo discurso que Alonso ha investigado en sus anteriores obras, aquí da un paso más, o podríamos decir, llega al final de su camino, y no sólo con la película, sino también con su faceta como director de cine. En su última obra, también reconocemos sus constantes tanto temáticas como formales: hombres errantes en busca de alguien o algo –que Alonso utiliza como mera excusa argumental-, un paisaje exterior e interior que aplasta y devora al personaje de forma brutal, la relación de los personajes con objetos reveladores, los planos fijos y mantenidos de extensa duración que provocan el desconcierto en el espectador, su rodaje en 35mm, y sobre todo, una investigación constante de las propias formas del lenguaje cinematográfico que le han llevado en cada película a reinventarse como creador adoptando nuevas fórmulas y caminos. En su quinto título, nos sitúa en la Patagonia en 1882, durante una de las campañas del ejército argentino en busca de Jauja, ese lugar mítico donde reina la abundancia y la felicidad. Les ayuda Dinesen, un capitán danés ingeniero, -magistral la composición de Viggo Mortensen- al que le acompaña su hija, Ingebor. Una noche, Ingebor se fuga con uno de los soldados, y su padre sale tras ella adentrándose en territorio enemigo. Alonso arranca su película cercando a sus personajes en un tiempo de espera, -recuerdan el ejército de El desierto de los tártaros (1976), de Zurlini- entre diálogos, tareas y baños, recordando al oficial Zuluaga que ha desaparecido (como el coronel Kurtz de Apocaypse Now), encuadrados en el formato 1:1, la total ausencia de la mise en scène, y la ruptura entre el tiempo y el espacio temporal, tres cuestiones en las que Alonso da un paso más en relación a sus anteriores trabajos. En el instante en que Dinesen se apodera de la película, el director argentino empieza su viaje, un trayecto en el que se inspira de muchas fuentes del western: desde Ford, -donde La legión invencible (1949), tendría un papel destacado-, el metafísico de Hellman, o el crepuscular de Peckinpah, donde la hermosísima y penetrante luz de Timo Salminen –habitual colaborador de Kaurismäki-, juega un gran papel dotando a la textura del filme un sabor clásico y moderno a la vez, en que el formato cuadrado afianza una imagen que conmueve e inquieta. Alonso sigue a su criatura desde la distancia, abriendo el plano, observando como el desierto lo va devorando lentamente, como su difícil tránsito por las rocas y las hierbas lo van derrotando y consumiéndolo a la nada –la secuencia nocturna donde el capitán se recuesta mirando el firmamento estrellado, resulta de una emoción sobrecogedora-. En ese momento, el espacio físico y emocional se apropian de la película transportándonos hacía otro lugar, y revelando la cinta hacía una experiencia poética y existencial, donde ya nada existe y somos invadidos por sensaciones, y estímulos de todo tipo. La secuencia de la cueva, -que podría haber firmado Lynch-, navega entre el sueño y el lirismo- podría resumir todo el trayecto de la película, donde también podríamos encontrar elementos del cine de Herzog. El cineasta bonaerense nos conduce hacía otra dimensión, quizás hasta la tierra de Jauja, un lugar que sólo existe entre lo físico y lo emocional, donde el pasado se ha borrado y el futuro no existe, un espacio espiritual y mágico que habita en algún lugar profundo de nuestro ser.
El nombre de Liv Ullmann (Tokio, 1938) siempre estará ligado al de Ingmar Bergman. Desde que el gran cineasta sueco la adoptase profesionalmente en Persona (1965), la moldeó y la transformó en una de las grandes actrices de la segunda mitad del siglo pasado, convirtiéndola en su musa en más de una decena de títulos, tanto en cine como en teatro. Animada por Bergman, Ullmann decidió debutar en la dirección con Sofie (1992), a la que siguió Kristin Lavransdatter (1995), dos retratos de mujer basados en novelas de gran relieve. Sus siguientes películas, Encuentros privados (1996) e Infiel (2000), ambas escritas por Bergman, y con algunos actores y técnicos de la filmografía del realizador sueco, fueron dos duros dramas, magníficamente filmados, situados en la infidelidad y las relaciones humanas. Para La señorita Julia, su quinta película como directora, Ullman ha fusionado sus dos grandes pasiones, teatro y cine. Basada en la obra de August Strindberg, la narración está ambientada en las paredes de una mansión en mitad del campo irlandés, – desarrollada casi toda en la cocina- la noche de San Juan de 1890, la original se situaba en la Suecia rural. En ese escenario, gélido y triste, de alcobas y pasillos de poca luz, se desarrolla una historia que habla de amor, pasión, deseo sexual, sentimientos, poder, clases sociales y las complejas y mutantes relaciones humanas, con la compañía de Schubert y su Andante con moto. La señorita Julia, -magníficamente interpretada por Jessica Chastain, quizás la mejor actriz de su generación- la hija del barón, se siente aburrida y quiere bailar con los criados, se tropezará con John, -estupendo Colin Farrell, sumiso y malvado, a partes iguales- un joven criado, muy apuesto al que intentará seducir a toda costa, el vértice de este triángulo lo compone Kathleen, -Samantha Morton, impresionante su mirada y sutiles gestos- la criada y novia de Johh. Ullman, al igual que hacía en sus anteriores obras, filma de modo sobrio y realista, sus personajes, desorientados y confusos, se mueven a través de una coreografía que los encierra y asfixia en un decorado casi interior, exceptuando el arranque del filme y alguna estancia de la imponente casa. Una trama donde prevalece el actor y la palabra, unos diálogos afilados que, en ocasiones son destructivos y en otras, delicados. La planificación de Ullman es clásica y detallada, sus planos pesan, tienen una carga de emoción y tragedia. La directora noruega tiene mucho oficio, sabe a conciencia lo que tiene entre manos y no defrauda en absoluto. Su mirada es sincera y honesta, teje su madeja narrativa de forma clara y concisa. Su cine no enjuicia, se mantiene al margen, nos cede a los espectadores el testigo de reflexionar y comprender o no a sus criaturas. Unos personajes que cambian su rol durante la acción, a veces son lobos y en otras, corderos, o las dos cosas a la vez. Ullman se sirve de sólo tres personajes, principalmente dos, y un tercero que actúa como testigo en este drama que navega por los misterios y las profundidades del alma humana.
El arranque de la película deja muy claras sus intenciones, tanto estilísticas como formales. Nos presenta a unos adolescentes sentados alrededor de una mesa, mientras escuchan a un párroco joven que les adoctrina los evangelios de forma estricta y servil. El grupo queda encuadrado en un plano fijo que permanecerá inmóvil los casi 15 minutos que tiene de duración. Dietrich Brüggemann (Munich, 1976), en su cuarto trabajo, se adentra en el terreno del fundamentalismo religioso, a través del via crucis particular que sufrirá María, una niña de 14 años habitante de una ciudad gélida de la Alemania actual. La niña pertenece a una familia, donde una madre posesiva, dominante e intransigente, lleva las riendas de su prole formada por padre, dos hermanos pequeños, Johannes –que padece una extraña enfermedad que le impide hablar- y María. La matriarca impone la doctrina de la iglesia a la que pertenecen, -una fe basada en la culpa y la sumisión que anula la identidad individual-, que sigue con vehemencia los preceptos y cánones de la Sociedad ficticia de San Pablo, reflejo de la Sociedad de San Pío X, que rechazó las reformas del Concilio Vaticano II (1962-1965), que abogaban por la modernización del credo religioso, al considerarlas que traicionaban los preceptos religiosos tradicionales del catolicismo. María se ve envuelta en las dificultades propias de la edad, motivo por el cual mantiene una disputa interna consigo misma, que la debate entre la doctrina que recibe de su madre y sus deseos personales. Brüggeman, autor también del guión junto a su hermana Anna, sitúa a su personaje en la semana de su confirmación, en el tránsito que dejará de ser niña para convertirse en adulta, instante que empezarán a aparecer las situaciones de la adolescente que es, como conocer chicos y sentirse atraída o hacer otro tipo de actividades que le apetecen… Brüggeman es fiel a su narración, una estudiada y calculada estructura que, a través de una forma estilizada compuesta por 14 planos fijos de unos 15 minutos de duración, (Las 14 estaciones de la Cruz, que van desde que Jesús es condenado a muerte hasta que es sepultado después de morir clavado en la cruz) -ya practicada en su debut, NeunSzenen (2006), pero en un contexto de comedia-, donde los personajes se mueven como si actuarán encima de un escenario, extrayendo de cada uno de ellos todo su armamento emocional y complejidad. Un relato que va in crescendo, asfixiándonos suavemente, con paciencia, observando como la joven protagonista se ve arrastrada al abismo por una madre dictatorial y cruel que la consume y machaca en pos de la fe católica. Un relato hermosísimo y terrorífico, que hiela el alma. Una ejercicio muy emparentado con Paraiso: Fe (2012), de Ulrich Seidl, otra película de la vecina Austria, que también planteaba un relato sobre los límites de la crueldad en favor de la catolización. Mención especial tiene la magnífica composición de la maltratada María por parte de la debutante Lea Van Acken, una maravillosa interpretación apoyada en unas delicadas miradas y gestos, que reflejan, a base de íntimos detalles, todo el desmoronamiento emocional que es sometido la niña. Una película galardonada con el Oso de plata en la Berlinale y la Espiga de Plata en la Seminci, dos grandes premios que certifican el discurso moral y religioso que imparte Brüggemann de forma brillante y certera.
Nos encontramos en Barcelona, en el desaparecido barrio del Bornet, a principios del S. XVIII, en el que seremos testigos de la intrahistoria, de las vidas y circunstancias de tres personajes envueltos en un marco histórico muy significativo: Bonaventura Alberini, calderero que debido a sus deudas de juego se ve tristemente desahuciado, su hermana Mariana, joven viuda desheredada por su difunto esposo que tiene que entregar a su hijo y ponerse a ganarse el pan en una taberna, y finalmente, Vicenç, un comerciante burgués codicioso y sin escrúpulos que se verá involucrado de manera siniestra en la vida de los hermanos. Después de su primer trabajo, A través del Carmel (2009), -documento rodado en plano secuencia donde radiografiaba la vida cotidiana del barrio a través de sus habitantes y lugares-, Claudio Zulian se enfrenta a una reconstrucción histórica, marcada por una forma rigurosa y muy estilizada, que atrapa y sumerge al espectador en un relato sobre desahucios, bajas pasiones, vilezas y demás situaciones donde los humanos se aprovechan de la desgracia ajena de manera cruel y despiadada. Una mirada sincera y honesta que nos remite directamente a un presente en que las cosas parecen que han cambiado para seguir igual. Un guión férreamente construido y muy bien aprovechado, basado en hechos reales (libremente inspirado en el libro La ciutat del Born, del historiador Albert García Puche), que sitúa su arranque en los albores de 1700, a través de tres segmentos o capítulos dedicados a cada uno de los tres personajes en cuestión, que culminará 14 años después con la Guerra de Sucesión, en la que combaten las tropas de Felipe V (Borbón) que defienden Barcelona contra el asedio del ejército de Carlos III (Casa de Austria). Zulian maneja el tiempo de manera brillante, adaptando cada secuencia a la historia que se nos está contando, cumpliendo de manera eficaz el ritmo y la acción que se pide en cada situación, donde los planos fijos de larga duración, el fuera de campo, el tratamiento del sonido -escuchamos un continuo bullicio callejero-, los extensos diálogos y la ausencia de música -sólo recurre a la diegética- sazonan un conjunto que se apoya en una delicada mirada hacía los detalles más íntimos que esclarecen los deseos y frustraciones de unos individuos asfixiados y sin futuro. Un proceso heredado de los grandes cineastas, en el que la acción es una mera excusa para conocer a unos personajes que se debaten entre su complejidad emocional y existencial. La estructura de las películas que filmó para televisión Rossellini fucionarían como el espejo donde mirarse, así como en la inacción de las películas de Bresson, sin olvidarnos de Barry Lindon (1975), donde Kubrick narraba de manera excelsa la figura de un trepa odioso que sería un pariente cercano del personaje de Vicenç. Una película que funciona de manera obsesiva en su forma y fondo, donde una no existe ni funciona sin la otra. El tridente de actores -Marc Martínez, Vicky Luengo y Josep Julien, sin dejar de lado, la maravillosa presencia de Mercè Arànega como alcahueta y señora entregada a la buena vida y sus placeres-, se mezcla y funde con el paisaje urbano y emocional que desgrana todo el relato, una ciudad en crisis, mugrienta, sucia, moribunda y brutal, donde la vida se hace muy dura y en la que a veces la única escapatoria es venderse al mejor postor, aunque sea a riesgo de perder la dignidad y la identidad. Mención aparte tiene la luz de la película, firmada por el excelente cinematógrafo Jimmy Gimferrer -como reivindicaban el desparecido Néstor Almendros o Vittorio Storaro, y otros, en identificar de esa manera su figura en las películas que trabajaban-. Una luz tenue, naturalista y velada, (en la que su fuente de inspiración podríamos encontrarla en el trabajo de John Alcott para Barry Lindon), que ilustra a través de los contrastes de luz y sombras, los elementos que recorren magníficamente toda la película emocionando y sobrecogiendo en algunos momentos. Una luz donde Gimferrer está creando cimientos y abriendo nuevas vías a la hora de afrontar el reto de reconstruir una época histórica concreta. Un camino que ya empezó en Història de la meva mort (2013), de Albert Serra, continúo con Stella Cadente (2014), de Lluís Miñarro, y ahora hace lo mismo con Born. No puedo acabar esta crítica sin hacer referencia al plano final de la película, un maravilloso cierre para un relato que de manera sencilla y exquisita propone un viaje hacía un momento histórico que, ante lo que pudiera parecer, sigue latiendo con fuerza en cada uno de nosotros.
La 21 edición de la Alternativa. Festival de Cinema Independent de Barcelona ha vuelto a confirmar su apuesta seria, enérgica y admirable por un cine que viaja por otras vías, cine de resistencia, cine propio y rabiosamente personal, un cine para todos que ofrece nuevas miradas dentro del contexto cinematográfico imperante. Durante una semana, la que abarca del 17 al 23 de Noviembre, los tres espacios ubicados en el CCCB, Hall, Auditorio y Teatro, se llenaron de cine radical, resistente, hermoso y fascinante. Un cine caracterizado por las óperas primas, de procedencias diversas y heterogéneas, y sobre todo un rasgo común que agrupaba a todas ellas, miradas personales y ejercicios a tumba abierta donde se planteaban las diversas formas que abarca el lenguaje cinematográfico, como el desarrollo físico fílmico, que imágenes utilizar y también, que sentido se busca con ese desarrollo elegido.
El arranque del Festival estuvo marcado por el cineasta Djibril Diop Mambéty (Senegal, 1945-1998), al que el Festival le dedicaba una retrospectiva, y su película Touki Bouki (1973), una mezcla brillante de naturalismo y surrealismo que invade la pantalla de luminosidad para contarnos una historia situada en Dakar, inmensa urbe rodeada de mar, en la que una joven pareja mantiene el sueño de emigrar y abrazar una vida mejor rodeada de lujo y dinero. Con evidentes ecos del cine de Jean Rouch (Moi un noir, 1958), es un relato trepidante y fiero donde sorprende una imagen bellísima, poética, con un montaje vertiginoso y un tratamiento del color brillante. Gran película que me ha descubierto un gran cineasta con una mirada personal y propia. En la segunda jornada, me dejé llevar por una de las secciones paralelas, la Partly Fiction, Una aproximación artística al documental. La cita era con Harry Dean Stanton: Partly Fiction (2012), de Sophie Huber, retrato minucioso, arrebatador y espléndido de uno de los actores más carismáticos e innovadores del último medio siglo del cine de EE.UU. Escuchamos el relato del actor, mientras recibe y visita a algunos de sus amigos, David Lynch, Kris Kristofferson, Wim Wenders, Sam Shepard y Debbi Harry. El intérprete mientras va bebiendo y consumiendo cigarrillos nos habla de sus amores, de sus películas y de su talento musical obsequiándonos con diferentes canciones de desamor, huellas y memoria, seduciéndonos con su filosofía vital dentro de un pragmatismo y una naturalidad asombrosa aceptando el devenir de los acontecimientos, quitando hierro a la trascendencia de la vida y sus hechos. Filmado en un maravilloso blanco y negro, es un relato lleno de melancolía con el aroma de los grandes western crepusculares. En la misma sección, también me acerqué a ver Vaters Garten – Die Liebe meinerEltern (2013), de Peter Liechti, el director retrata a sus propios padres ancianos dando cuenta de la relación difícil y compleja que ha mantenido con sus progenitores. Situada en Suiza, y narrada a través de los testimonios enfrentados a la cámara, utilizando un tono directo y realista, la película es una especie de exorcismo paterno-filial para reflexionar de las cosas que nos separan y nos unen.
Otro de los nombres destacados del Festival era el de Anne-Marie Miéville (Lausana, 1945), que el certamen le dedicó otra de sus retrospectivas. Fotógrafa que conoce a Jean-Luc Godard y entra en el Grupo Dziga Vertov, desde 1983 escribe y dirige algunas de sus películas. Ici et ailleurs (1976), de Jean-Luc Godard, aguda y magnífica reflexión sobre el tratamiento de las imágenes, el invento cinematográfico y la abrumadora invasión de imágenes que se superponen, se amontonan y desconciertan a los espectadores alejándolos del tema tratado, a través de una familia francesa de clase media y la vida cotidiana de unos combatientes palestinos. Una estupenda película de sólo 53 minutos que nos invita a estudiar la verdadera naturaleza de las imágenes y nuestra figura como receptores de las mismas. Otra de las secciones más seductoras y audaces es la Panorama, donde recoge a cineastas nacionales que ofrecen un cine singular y a contracorriente. Tenía muchas ganas e ilusión por ver Hotel Nueva Isla (2014), de Irene Gutiérrez, ya que venía avalada por el éxito a su paso por varios certámenes, y todo hay que decirlo, no me defraudó en absoluto. Sorprende y seduce de forma brillante una película minimalista y realizada con tan pocos elementos. Situada en un hotel ruinoso y abandonado de La Habana vieja. La película se centra en un personaje que parece una mezcla del Quijote de Cervantes y el Robinson Crusoe de Defoe, un señor enjuto y miope que se mueve en su “hogar” como un alma en pena, que recibe visitas de su amante y convive con un amigo con mujer e hija, que también alberga sueños inalcanzables, como vender el hotel, que se cae a pedazos, y hacerse millonarios. La cineasta adopta la mirada de observadora que deviene en una brillante reflexión sobre un tiempo detenido y un pasado del que ya sólo queda algunas huellas que poco a poco se van borrando.
En la misma sección, también me adentré en la propuesta de Movie(2014), segundo largo de Meritxell Soler González. Las buenas sensaciones que me dejó su primera obra Cinema a la fi (2011) se han certificado en este nuevo trabajo, que también nos convoca a un viaje, si en aquel era un recorrido por Argentina visitando cines ubicados en lugares remotos, y espacios donde hubo cines, ahora se adentra en una búsqueda personal, a través del recuerdo de su padre fallecido, la realizadora viaja hasta Los Angeles buscando los lugares donde se filmaron las películas que forman parte de sus sueños. Lugares reales que no se parecen a los fílmicos, la imagen como vehículo transformador de una realidad dura y triste, el cine como herramienta para soñar y transportarnos a mundos imposibles. Otra de las películas que levantaron mi interés fue ReMine, el último movimiento obrero(2014), de Marcos M. Merino, que venía con el reciente galardón de no ficción del Festival de Sevilla bajo el brazo. El realizador nos sumerge en una película de batalla. Es un fiel y brillante retrato de la huelga que llevaron a cabo las distintas cuencas mineras asturianas del carbón, utilizando unas imágenes cercanas y directas, la película no focaliza el relato a través de ningún personaje en concreto, sino que lleva la voz y las diferentes opciones de protesta sin juzgarlas, sólo mediante la observación, el cine directo de Depardon o el cine de agitación social de Solanas tienen aquí un deudor extraordinario. Resaltar que finalizada la proyección, el público congregado en el Teatre CCCB nos levantamos y aplaudimos entusiasmados. También, dentro de la misma sección me acerqué a ver dos cortometrajes muy interesantes: por un lado, La prima bastarda de Stephen Dedalus (2014), de Marla Jacarilla, interesante y divertida pieza que, a través de 5 actos, indaga en las imposibles semejanzas entre James Joyce y la alter ego de la directora. Interesante reflexión sobre la capacidad humana de hacer verosímil cualquier historia por muy extravagante e inventada que sea. Me llamó la atención de forma agradable, Imágenes secretas (2013), la pieza de Diana Toucedo, montadora de profesión, que narra a través de un viaje imposible, en busca de un padre marino ausente, la Patagonia sirve de escenario en este sueño frustrado de un reencuentro que no se produce, narrado a través de unas imágenes cotidianas que nos retratan los lugares donde ha estado, las huellas dejadas y habitaciones de hotel vacías.
He dejado para el último tramo de este informe sobre lo visto y lo vivido en la sección Oficial, compuesta por unos trabajos interesantes, que fusionaban trabajos con realizadores conocidos con otros que acaban de aterrizar, todos ellos cargados de energía y llenos de sabiduría y talento para llevar a buen término unas propuestas arriesgadas y comprometidas que huyen del imperante sistema de cine que nos rodea y asfixia semana tras semana. Una de esas historias es Al doilea joc (2014), de Corneliu Porumboiu, cineasta rumano perteneciente a esa nueva ola de cine surgido en el país después de la caída de Ceaucescu, que tan buenas críticas se lleva de los festivales por los que pasa. A través de un partido de fútbol, que enfrenta al Steaua y Dinamo de Bucarest, los equipos del ejército y la policía de Rumania respectivamente, y a través de la conversación entre cineasta y su padre, arbitro de aquel partido celebrado en 1988 bajo una inmensa nevada, nos habla sobre el régimen dictatorial y la situación que se respiraba en aquellos momentos. Memoria histórica y retrato personal se funden en una película con algunos altibajos pero que mantiene el interés. Go Forth (2014), de Soufiane Adel, aquí el cineasta, parisino de origen argelino, se centra en la figura de Taklit Adel, su abuela materna, que relata ante la cámara, las dificultades de la colonización en Argelia, su exilio en Francia y los problemas por salir adelante. A través de imágenes de super-8 y dron, la película se pierde en abarcar demasiados puntos de vista que no acaban de encontrar su naturaleza fílmica, aunque el testimonio de la abuela es sumamente gratificante. Slimane (2013), de José A. Alayón, situada en la periferia de Tenerife, entre canteras de arena, casas abandonadas y lugares no transitados, el realizador canario se centra en un grupo de jóvenes árabes mayores de edad surgidos de centros de menores. Una mirada cotidiana y realista sobre unos jóvenes sin futuro, que viven con energía, y luchan por estar mejor. Entre el cine directo de Depardon y los Dardenne, donde su Rosetta (1999) planearía por el epicentro de la acción, y el relato ficcionado, donde la cámara adopta la actitud de observadora a unos jóvenes que se debaten entre lo cambiante de las cosas.
Vientos de Agosto (2014), de Gabriel Mascaro. Cineasta con experiencia en documentales que viene de Brasil, nos presenta una experiencia sensorial ejemplar y unas imágenes de gran belleza para relatarnos las vicisitudes de una pareja de jóvenes que se verán sumergidos en una historia sobre la vida, la muerte, la pérdida, la memoria y cómo los elementos de la naturaleza son utilizados como metáfora para hacernos reflexionar y conmovernos con este relato sencillo y hermosísimo. He dejado para el final, la película ganadora del certamen, Ben O Degilim (2013), de Tayfun Pirselimoglu. El realizador turco nos atrapa en un fascinante y cautivador juego de espejos y sombras que reflexiona sobre la identidad y el otro, en un punzante y asfixiante cinta negra en el que nada es lo que parece en una historia inspirada en Vértigo (1958), de Hitchcock, que bebe de diversas fuentes, desde el extremo minimalismo de Bresson o Kaurismaki, incluido el humor negro del último, y pintado por unos colores apagados que potencian los innumerables silencios y los pocos diálogos que nos sumergen en una fascinante exploración sobre la pérdida y lo que realmente somos, y cómo nos observan los demás.
Hasta aquí lo visto y lo vivido durante los 7 días que ha durado la 21 edición de l’Alternativa. Esperemos y deseemos que el año que viene siga con esta energía y radicalismo, y nos vuelva a sorprendernos, entusiasmarnos y cautivarnos con un cine que sea fiel reflejo de las pulsiones del mundo que nos rodea y nos ofrezca miradas personales, arriesgadas y a contracorriente. Se despide el que les ha propuesto este viaje a través de lo experimentado en los días de festivaleo. Hasta el próximo viaje!