El cautivo, de Alejandro Amenábar

DE LO QUE LE SUCEDIÓ A CERVANTES CAUTIVO EN ARGEL.  

“La lectura es el único medio a través del cual nos deslizamos, involuntariamente, a menudo sin poder hacer nada, a la piel del otro, a la voz del otro, al alma del otro”. 

Joyce Carol Oates

Después de tres películas como Tesis (1996), Abre los ojos (1997) y Los otros (2001), que encumbraron a Alejandro Amenábar (Santiago de Chile, 1972), como uno de los grandes valores del género del terror psicológico, cosechando buenas críticas y excelentes resultados en taquilla. Un período que viró con Mar adentro (2004), donde dejaba la ficción pura y dura para adentrarse en las ficciones sobre personajes reales. A Ramón Sampedro le siguieron la filósofa y atea Hypatia en Ágora (2009), la excepción de Regresión (2015), que volvía a sus orígenes, y la vuelta a los personajes con Miguel de Unamuno en Mientras dure la guerra (2019), para finalizar, de momento, con Miguel de Cervantes (1547-1616) en El cautivo, sobre los cinco años que estuvo preso en Argel. A partir de una historia junto a Alejandro Hernández, que ya lo acompañó en la citada de Unamuno y en la serie La fortuna (2021), el director madrileño imagina al joven Cervantes que, contaba con 28 años cuando fue apresado, y su período y sobre todo, su relación con su captor Hásan, el Bajá de Argel.  

Amenábar construye una eficaz y entretenida fusión de película de aventuras y carcelaria, donde se profundiza sobre las relaciones personales, de poder y necesidad, así como de liberación sexual, en el que la ficción cuenta con un peso enorme en la trama, convirtiéndola en vehículo capital para sobrevivir tanto física como mentalmente. La trama es reposada y nada estridente, no juega con el espectador mediante giros inverosímiles y demás argucias, sino que cimenta un buen ejercicio de miradas y gestos en su primera mitad para después, en su segundo tramo, acentuar lo físico y los deseos y anhelos de los personajes principales y los satélites que los acompañan. Nos encontramos a un Cervantes todavía muy joven, que lee vorazmente y también escribe, junto a su mentor en prisión el fraile Antonio de Sosa, que es quién nos cuenta la película. A su lado, también tenemos la antítesis, Blanco de Paz, otro fraile del Santo Oficio, que se convertirá en el lado oscuro de la trama. A través de un reducido grupo nos van contando las peripecias de Cervantes que, gracias a su ingenio como contador de historias se ganará muchos privilegios del Bajá, levantado muchas ampollas entre sus compañeros de cautiverio. 

Amenábar, como es costumbre, presenta una película que ha contado con una gran producción para trasladarnos al siglo XVI, y más concretamente al Argel de 1575, donde brillan sus apartados técnicos como la cinematografía de Alex Catalán, que ya estuvo en la mencionaba Mientras dura la guerra, con una luz natural y nada estridente que, caza toda la multiculturalidad que reinaba en el lugar, así como la abundancia de colores y texturas que se respiraba en el ambiente. El diseño de producción que firma Juan Pedro de Gaspar, otro habitual en las últimas producciones de Amenábar, y el director de arte Hedvig Király, al que conocemos por sus trabajos en El hijo de Saúl, de Nemes, y La reina de España, de Trueba, y el vestuario de la italiana Nicoletta Taranta, responsable de Romanzo criminale y A ciambra, brillando cada uno/a en sus respectivos apartados. La música del propio Amenábar consigue ese acercamiento a las singularidades y complejidades que se palpan tanto en prisión como en esos “escapes”. El montaje de Carolina Martínez Urbina, conocida por su trabajo en la mítica serie Crematorio, y el cine de Cobeaga, y su segunda experiencia con el director después de la citada Regresión. Un empleo magnífico de realidad-ficción en la que cada secuencia y encuadre nos atrapa hasta el final en sus rítmicos 133 minutos de metraje. 

Otra característica del cine del madrileño es su gran capacidad para componer personajes complejos para los que elige intérpretes que se enfundan con naturalidad consiguiendo que nos olvidemos de la máscara y nos quedemos con el personaje. Como hizo con Nicole Kidman en Los otros, Javier Bardem en Mar adentro, Rachel Weisz en Ágora y con Karra Elejalde y Eduard Fernández en Mientras dure la guerra. El sorprendente Julio Peña, habituado a vehículos comerciales muy poco atractivos, se destaca dando vida al joven Cervantes, en un personaje que va creciendo a lo largo del metraje, mostrando su capacidad inventiva, inteligencia y coraje para salir airoso de varios entuertos. Frente a él, el actor italiano Alessandro Borghi como el Bajá, con más de 30 títulos a sus espaldas,  como el recordado en Las ocho montañas, siendo el señor que todo lo ve y decide desde las alturas que, mantendrá una relación nada convencional entre lo que podría ser captor y reo. Y luego están los “otros”, empezando por un Miguel Rellán, tan grande, tan cálido y un actor que hace de todo y muy bien, Fernando Tejero está muy bien como un fraile altivo. Están Luis Callejo, Roberto Álamo, José Manuel Poga, Albert Salazar, César Sarachu y Mohamed Said, entre muchos otros. 

Polémicas aparte, que además apenas son 10 minutos de película, El cautivo es una excelente película porque aborda un tema que todavía no se había tocado en el cine, la vida del joven Cervantes, quizás el escritor más célebre de la historia por su libro que no necesita presentación alguna. La película lo aborda como un joven en eterna lucha y huida, devorador de libros, escritor empedernido y contador de historias fabuloso, que se las ingenia para entretener a los demás presos, y además, despierta el deseo del Bajá, que también lo pretende como contador de relatos. Además, la película se enfunda el traje de fabulador de su protagonista, y ejerce una trama que va y viene a través de lo real y lo ficticio, de lo que se sabe y lo que se inventa, porque no hay verdad que este cargada de mentira, y viceversa, porque necesitamos la mentira-ficción para soportar tanta verdad, o quizás, lo que inventamos es la verdad para que no parezca tan dura, o tal vez, la mentira es todo lo que vemos y hemos inventado la verdad para vivir con algunas verdades que sabiendo mentiras, las creemos como verdad. Lo que está claro es que, Cervantes y sus cinco años de cautiverio, que para la resolución de la película es un dato que no molesta, ni mucho menos, es la historia de alguien que quería sobrevivir y, al igual que otros, se inventaron una historia, una identidad o lo que fuese. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

On Falling, de Laura Carreira

LA EMPLEADA AURORA. 

“Cuando el trabajo es un placer la vida es bella. Pero cuando nos es impuesto la vida es una esclavitud”. 

Maximo Gorki

Viendo el nombre de Ken Loach y Rebecca O’Brien de Sixteen Films como unos de los productores podemos hacernos una idea sincera de por dónde irán los tiros de On Falling, ópera prima de Laura Carreira (Porto, Portugal, 1994), que nos sitúa en la existencia de Aurora, una inmigrante portuguesa que vive en la fría y lluviosa Edimburgo y trabaja como picker en uno de esos almacenes on line que venden para todo el mundo. Lo humano y lo social del individuo aplastado por los designios de lo material, fue la punta de lanza que exploró el magnífico cine del citado Loach, son también los cimientos de esta película, donde se habla muy poco, en la que asistimos en silencio a la vida de Aurora, entre las paredes que comparte con otros inmigrantes y los eternos pasillos que recorre en soledad capturando la infinidad de objetos para los pedidos. No conocemos su pasado, y mucho menos, qué será de su futuro. El relato se enmarca en su presente, en esa vida repetitiva, anodina y vacía llena de solitud, apenas compartida y terriblemente, alienante y autómata. 

Carreria afincada en Edimburgo ya demostró su sensibilidad por los trabajadores precarios en sus anteriores trabajos. Sendos cortometrajes Red Hill (2019) y The Shift (2020), en los que seguía a dos personas solitarias en sus duros empleos. La misma atmósfera y tono siguen en su primera película On Falling (traducida como “En caída”), capturando una de tantas vidas de la mal llamada Europa del bienestar que no es más que una mera excusa para seguir explotando personas y esclavizarse en trabajos insulsos y alienantes que no ayudan para tener una vida mejor, sino una vida en suspenso, como de espera, casi nula, que va pero a ningún lado sano y humano. La película nunca cae en el tremendismo ni la condescendencia, sino que logra construir un equilibrio profundo y honesta donde vemos la vida de Aurora, sus males y complejidades pero nunca de forma aleccionadora ni con el relamido mensaje de positivismo ni estupidez del tipo. La cinta emana verdad, una de tantas, que retrata de frente y sin cortapisas la vida de muchos inmigrantes que terminan en empleos mecanizados y aburridos, sólo para seguir manteniendo un sistema materialista y deshumanizado. Siempre ha sido mucho más humano y coherente hablar de los que sufren la “sociedad consumista” que hablar de las miserias de los que se nutren de ella. 

Una película que, aunque habla de miserias, construye una forma ejemplar y brillante, con la excelente cinematografía de Karl Kürten, que trabaja habitualmente con Lea Becker, con esos encuadres en espacios reales y domésticos que evidencian lo gris y oscuro de la existencia de la protagonista, con unos planos que sigue sus movimientos muy pegados a ella, que recuerdan mucho al Free Cinema británico que capturó las frágiles realidades de la working class post Segunda Guerra Mundial. La música de Ines Adriana no se dedica a acompañar las imágenes, sino que va mucho más allá, reflejando mucho el interior de Aurora, todas esas cosas que siguen ahí y no acaban de materializarse como un mejor trabajo, socializar más, aunque lo intenta no llega a concretarse y en fin, una vida que no sea tan mierda. El montaje que firman el dúo Helle le Fevre, la editora de la gran cineasta británica Joanna Hogg, y Francisco Moreira, que ha trabajado con Joâo Nicolau y Catarina Vasconcelos, entre otros, generando un relato muy movido, en el que hay pocos descansos, de corte puro y nada empático, porque la idea es contribuir a la reflexión en sus intensos 104 minutos de metraje.

Una película como esta necesitaba una actriz portentosa como Joana Santos, muy expresiva y tremendamente corporal, que consigue transmitir en silencio y en poquísimas palabras y gestos, toda la desazón y tristeza que acarrea Aurora, una mujer en tránsito de no se sabe qué, esperando una vida mejor que no acaba de llegar, en un estado donde todo parece que su vida es vivida por otra. Seguiremos muy de cerca la filmografía de Laura Carreira porque su On Falling es una obra mayor que devuelve el mejor cine social y humanista, tan en desuso en estos tiempos, quizás tiene mucho que ver con la necesidad de evasión y disfrute efímero que tiene el personal, para huir y engañar por unas horas esa existencia tan alejada de lo que son y en realidad, desean, y huyen de verse reflejado en una pantalla y no para bien, dándose cuenta de las vidas miserables que vivimos en el día a día, la que se refleja cada mañana en nuestro espejo, y las que vemos alrededor ya sea en el coche que nos lleva al dichoso polígono lleno de almacenes iguales que venden toda clase de objetos inútiles, o los que comparten con nosotros el almuerzo en mitad de conversaciones banales que ya no entretienen ni satisfacen en absoluto. Unos seres que apenas comparten unos minutos a lo largo de la semana, que apenas se conocen, en una sociedad cada vez más vacía, superficial y sin rumbo ni felicidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El volcán, de Damian Kocur

LA FAMILIA KOVALENKO. 

“La vida es un baile en el cráter de un volcán que en algún momento hará erupción”. 

“Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis”, de Yukio Mishima 

Cuenta la historia de la familia Kovalenko, procedente de Ucrania, lleva unos días en Tenerife disfrutando de unas merecidas vacaciones. Son Roman, sus hijos Sofía y Fedir, y Nastia, la nueva mujer. Los días pasan sin más, entre excursiones, momentos de playa y compartiendo comidas en el hotel y la habitación. Todo cambiará para ellos cuando el jueves 24 de febrero de 2022 Rusia invade Ucrania. La vuelta ya no es posible, con las maletas a cuestas, deben volver al hotel y esperar, o quizás resignarse a una situación llena de incertidumbre, miedo, rabia y angustia ante su situación y la de los suyos. La segunda película de Damian Kocur (Katowice, Polonia, 1976), toca de forma sincera y muy íntima las emociones que estallan en el seno de esta familia, que la cámara sigue muy de cerca, a modo de espejo, confrontando el conflicto bélico y las diferencias que se crean debido a la terrible noticia. Todo se cuenta de forma sutil, sin hacer algarabías ni estridencias argumentales, porque se busca naturalidad y honestidad, donde el paraíso se torna un espacio extraño mientras en su país de origen las cosas se han puesto horribles. 

La primera película del director Bread and salt (2022), cuando el joven Tymek volvía a su pueblo natal y asistía al conflicto entre árabes trabajadores de un kebab y los chavales del barrio. Dos obras que hablan de las diferencias y tensiones que se producen entre unos y otros que, en El Volcán (en el original, “Pod wulkanem”, traducido como “Bajo el volcán”), se generan en el interior de la familia, creando ese efecto espejo con la realidad entre Rusia y Ucrania, en un guion coescrito por Marta Konarzewska y el propio director, centrado en Sofía, la adolescente de la familia, con esas llamadas de puro terror con su amiga de Kiev, y su encuentro con el africano que reside ilegal en Tenerife huyendo de la guerra de su país. Contrastes y cercanías que se van produciendo en un Tenerife muy alejado de la típica estampa turista que nos venden. El supuesto paraíso se torna un lugar lleno de extrañeza, artificial y lejano, porque la elección se torna una prisión en la que deben permanecer cuando desearían estar en su país. El relato se convierte en un diario de esas primeras semanas, de la incertidumbre y el dolor y el miedo instalado en los Kovalenko y las tensiones y conflictos que se generan entre ellos debido a la situación compleja en la que están inmersos.

Kocur se acompaña de un equipo brillante arrancando con la cinematografía de Mykyta Kuzmenko, con esa cámara que sigue sin descanso a los diferentes integrantes de la familia en dos velocidades: la del grupo familiar que hacen cosas juntos como ir de excursión, la del Teide tiene su miga y hace saltar muchas cosa que todavía no habían saltado, y la otra velocidad, la de Sofía, que la cámara la sigue en sus encuentros con el citado africano, y su deambular por una ciudad nocturna cada vez más rara y diferente, ya que su estado de ánimo y por ende, el de toda la familia, ha cambiado y de qué manera. La música de Pawel Juzkuw también sabe crear esa atmósfera de película de terror, de cotidianidad cercana e inquietante a la vez, donde cada mirada y gesto aluden a una situación que se parece a la de antes y está totalmente alterada, generando esa sensación en los diferentes espacios y en la relación entre los cuatro personajes protagonistas. El montaje de Alan Zejer construye un ritmo pausado y de quietud de mucha tensión y terror, donde las cosas parecen que no han sido alteradas, pero los personajes saben que si, y con ese tempo, se consigue introducirnos en ese miedo constante de no saber qué hacer y con esa espera llena de pavor en sus implacables y tranquilos 105 minutos de metraje. 

El cineasta polaco ha reclutado un enorme reparto que ayuda a mostrar todas los miedos en la montaña rusa emocional que viven la familia, que tienen los mismos nombres que sus personajes empezando por la joven Sofía Berezovska, siendo la adolescente enfadada con la “nueva” mujer de papá, y con la situación en Ucrania, Roman Lutskiy es el padre, empeñado en alistarse en volver y coger las armas, Anastasiya Karpenko es la nueva mujer de Roman, que intenta mantener una calma tensa que cuesta mucho, y finalmente, el pequeño Fedir Pugachov, ajeno a todo. De la guerra de Ucrania habíamos visto muchos documentales que retratan los efectos de la guerra y la población civil, pero no habíamos visto una de ficción, y una como esta, que hablase de la retaguardia en el extranjero, como le sucede a la familia Kovalenko, donde la guerra en su país tiene su espejo en los conflictos interiores que se producen en esta familia que estaban en el paraíso disfrutando y  deben permanecer en él, siendo conscientes y con miedo en un lugar que se torna ajeno y extraño donde lo que antes parecía bonito, ahora se ha vuelto una prisión muy a su pesar, sin ánimo de disfrutar el espacio y sobre todo, con la mente en su país, en una tierra de nadie tanto física como emocionalmente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

The Last Showgirl, de Gia Coppola

LA ESTRELLA APAGADA. 

“La vida es mucho más pequeña que los sueños”. 

Rosa Montero 

Han transcurrido 30 años desde Showgirls, de Paul Herhoven, en la que conocíamos a una joven Nomi Malone, interpretada por Elizabeth Berkley, que llegaba a Las Vegas con la intención de convertirse en una star como bailarina en uno de los casinos más importantes de la ciudad. En su experiencia encontrará más sombras que luces. En The Last Showgirl, de Gia Coppola (Los Ángeles, Estados Unidos, 1987) conocemos a Shelly Gardner, una cincuentona que bien podría ser el futuro de la citada joven Malone. Los años de esplendor y de las chicas favoritas de la ciudad han pasado a mejor vida, y el espectáculo, en horas bajas, anuncia que en unas pocas semanas cerrará sus puertas para convertirse en otro show muy diferente. No es una película nostálgica ni nada que se le parezca, porque el pasado es un recuerdo muy borroso, como algo de un tiempo que, a día de hoy, parece que nunca existió, o los pocos que quedan de aquella época, ya son demasiado mayores y apenas recuerdan algo, y los que sí, añoran más la juventud que fue y ya no es. 

El tercer largometraje de Gia, nieta del gran Francis Ford Coppola, después de Palo alto (2013) y Popular (2020), deja los conflictos de la juventud que poblaban sus dos primeras películas, para introducir un elemento diferente como el de una bailarina stripper que pasa de los cincuenta. A partir de un guion de Kate Gersten, que la conocemos por sus series Mozart in th Jungle, The Good Place y Up Here, entre otras en el que una mujer debe dejar una vida dedicada al mundo del espectáculo y reiniciarse en otra vida, en otra ocupación, además, de retornar a la relación con una hija que, debido a su empleo nocturno, tuvo que dar a otra familia. Muchas batallas son las que enfrenta Shelly Gardner, la más veterana del lugar, al igual que su inseparable amiga de miles de batallas como Annette, que ahora reparte sus encantos de camarera en un casino de juego. Las dos más que contarse batallitas, ahogan sus penas, pequeñas alegrías y algunas tristezas bebiendo, queriéndose y sobre todo, acompañándose que, en sus circunstancias, ya es mucho. Son dos vaqueros que tanto le gusta retratar al bueno de Peckinpah, barridos por los tiempos, o simplemente, que no se han podido adaptar a unos cambios y una modernidad que va demasiado deprisa, tan veloz que arrasa a aquellos que pertenecen a otro mundo, a otros mundos. 

La cinematografía que firma Autumn Durald Arkapaw, que empezó con el cortometraje Casino Moon (2012), de Gia Coppola, y ha seguido trabajando con ella en sus tres largos, hace un trabajo excepcional al que le ayuda el 35mm que da ese aspecto que consigue sumergirnos en una ciudad vacía, desierta y abandonada, donde las risas, la luz y el color se han trasladado a otras zonas, y los interiores, donde vemos cada detalle, cada matiz y cada arruga, sin caer nunca en la condescendencia ni en el efectismo, sino en contar una verdad, desde lo natural y la transparencia. La música de Richard Wyatt, del que hemos visto Barbie (2023), de Greta Gerwig, aporta una melodía que se adapta a la despedida y el reset que debe de hacer la protagonista, y todo de manera abrupta, sin tiempo ni concesiones. El gran trabajo de montaje firmado por la pareja Blair McClendon, que es el editor de Charlotte Wells, la directora de la magnética Aftersun (2022), y Cam McLaughlin, que ha trabajado con Lone Scherfig, Guillermo del Toro y el citado Coppola, construyen una película de 84 minutos de metraje, en el que todo se cuenta a partir de una sencillez en todos los sentidos, siguiendo la pericia de la protagonista que, no se deja llevar por la desesperación y empieza a levantarse con fuerza. 

Un reparto brillante en el que destaca la poderosa e íntima interpretación de Pamela Anderson, en su mejor papel hasta la fecha, en una gran recuperación como los vividos por Pam Grier en Jackie Brown (1997), de Tarantino, o el más reciente de Demi Moore en La substancia, en una película con la guarda algunas coincidencias. Anderson con sus 57 tacos, sale maquillada y al natural, luciendo arrugas y mucha naturalidad, muy alejada de aquel sex-symbol explotado hasta la saciedad a partir de su presencia en la serie noventera Baywatch. En un camino donde realidad y ficción se cruzan en que la maquinaria de Hollywood explota los cuerpos normativos donde la sexualidad está en venta, como sucede en la película de Gia Coppola. Le acompañan una soberbia Jamie Lee Curtis que hace de Annette, una mujer que se ríe de sí misma y de una ciudad convertida en una caricatura y puro esperpento. Dave Bautista es el encargado del show que desaparece, muy alejado de sus películas palomiteras y haciendo un personaje de carne y huesos. Y luego, actrices jóvenes como Kerman Shipka y Brenda Song, la antítesis de la Anderson, Billie Lourd como la hija reaparecida, y la breve pero interesante presencia del siempre peculiar Jason Schwartzman. 

Muchos espectadores pueden comentar que The Last Showgirl tiene caminos ya recorridos, sí, pero eso no debería suponer ningún agravio hacía la película, sino al contrario, podemos acercarnos a ella sin prejuicios ni convencionalismos que la hagan desmerecer antes de ser vista. Vayan sin ataduras ni ideas preconcebidas, porque la película que protagoniza una espectacular Pamela Anderson que, a pesar de todas las hostias, ha sabido reconducir su carrera y apostar por un cine tranquilo, independiente, y sobre todo, un cine que habla de la verdad de la condición humana, de todas las estrellas fugaces y apagadas que hay entre nosotros, de las que se quedan después que se van todos, las que siguen confiando en su talento, las que se esfuerzan cada día para seguir soñando, aunque todo y todos le digan lo contrario o peor, lo equivocada que está. Gia Coppola ha hecho un retrato de tantos fantasmas y espectros que siguen deambulando por los espacios ya vacíos y sucios de las grandes ciudades, anteriormente escaparates donde todo estaba en venta: los cuerpos de las mujeres y su sexualización, y ahora, lo que queda de todo eso, quizás es la mirada de verdad de alguien como Shelly Gardner, sin maquillaje, sin brillantes, sin plumas, sin focos, con sólo un rostro reflejado en un espejo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Los tortuga, de Belén Funes

LAS QUE VIVEN EN LA PERIFERIA. 

“No hace tanto tiempo, en este mismo barrio, la felicidad era también una manera de resistir”.

Almudena Grandes

Con La hija de un ladrón (2019), de Belén Funes (Barcelona, 1984), que seguía el coraje de Sara, una joven madre de 22 años que intentaba vivir dignamente, que se basaba en el personaje de su aplaudido cortometraje Sara a la fuga (2015). Una película que demostró la enorme capacidad de la cineasta que creció en Ripollet, haciendo un cine social y político y situándonos en lo más profundo de la periferia y de las gentes que vivían en ella. Con su segundo largometraje Los tortuga, sigue escarbando los espacios y los sentimientos que subyacen en los territorios del contorno de las ciudades, esos lugares amenazados de desahucios, con individuos en constante peligro, con viviendas precarias y trabajos que penden de un hilo muy fino, casi invisible. Vidas de prestado, como alguien las llamó. No vidas que se mueven entre nosotros, con sueños e ilusiones como nosotros, pero al borde del abismo cómo podemos acabar nosotros. 

Con la ayuda en el guion de Marçal Cebrián, como ocurrió en las anteriores citadas, construyen sus “tortugas” (con la mítica fotografía de Miserachs de 1962 que aparece en la película), a partir de la joven Anabel, que no está muy lejos de la mencionada Sara, que con 18 tacos estudia cine y echa de menos al padre muerto. Vive junto a Delia, su madre que conduce un taxista por la noche y hace lo que puede para que su primogénita siga materializando su sueño. Pasan sus vidas así, y visitando a la familia jienense del padre y pensándolo a través de los olvidos que le legó a Anabel, como nos deja claro la secuencia que abre la película que, de un modo plenamente documental, asistimos a la recogida de olivas por parte de toda la familia. Funes sitúa el foco en los interiores, tanto físicos como emocionales, que recorren las existencias de madre e hija, otra vez en un conflicto maternofilial, como sucedía en la citada La hija de un ladrón, que era entre padre e hijo, sobre todo, planta su mirada en todos esos tiempos muertos o silenciosos en los que sus personajes están pensando o simplemente recogiéndose en sí mismos, o en compañía hablando de lo difícil que está todo, de las pocas oportunidades para los jóvenes y para todos y todas, pero no cae en el pesimismo, sino en pequeñas y leves esperanzas que van apareciendo a golpes de codo, con muchas dificultades, pero que luchan por hacerse un pequeño hueco. 

Como ocurría en su anterior largometraje, el equipo técnico brilla con soltura y se acoge a ese cine sobre las intermitencias y las oscuridades cotidianas. Tenemos a Diego Cabezas, que coincidió con Funes en la serie La ruta, con una cinematografía que consigue una imagen de “verdad”, es decir, un encuadre que sigue con intensidad las vidas agitadas de las dos mujeres, sin caer en positivismos de pandereta ni en estúpidas proclamas sobre la valentía de escaparate y demás banalidades. La música de Paloma Peñarrubia, que hemos escuchado hace poco en películas como ¡Que caigan las rosas blancas!, de Carri, y Caja de resistencia, de Alvarado y Barquero, que ayuda a acompañar con honestidad y sencillez las vicisitudes de las protagonistas. El montaje conciso y magnífico de un grande como Sergio Jiménez que, en sus 109 minutos de metraje, nos da espacio para reflexionar sobre lo que sucede, tanto lo que vemos como lo que se guardan los personajes, unas almas en continua agitación, encarceladas en unas vidas duras y nada complacientes, además, de pasar un duelo que está siendo peor de lo que imaginaban, porque cada una hace y huye de la empatía necesaria para ayudarse y ayudar a la otra. 

En el aspecto interpretativo, Funes vuelve a elegir un gran reparto encabezado por la debutante Elvira Lara interpretando una natural y sublime Anabel, siguiendo la estela de Dunia Mourad de Sara a la fuga y de Greta Fernández de La hija de un ladrón. Una mirada profunda y real que traspasa la pantalla, tanto cuando sonríe como cuando la vida se pone cabrona. Una gran elección que deseamos que siga llenando su talento en próximas películas. Le acompaña Antonia Zegers haciendo de una madre cansada, con poca vida y mucho menos feliz, con su taxi a cuestas como los “tortuga” con sus cosas. La actriz chilena de la que hemos disfrutado en muchas obras, consigue esa cercanía y la complejidad que respiran tanto ella como la complicada relación con su hija y los familiares de su marido ausente. Destacamos la presencia de Mamen Camacho que, algunos espectadores reconocerán como integrante del reparto de la serie diaria Servir y proteger, crea uno de esos personajes-puente, cuñada y tía de las protas, que sabe y hace todo para generar esa unión que parece algo rota. Bianca Kovacs es una vecina rumana que también lucha como puede para seguir, y Sebastián Haro, un actor de raza andaluz visto en mil y una. Y luego una retahíla de intérpretes naturales que forman la familia jienense. 

Volvemos a aplaudir con fuerza la honestidad y el humanismo que destila cada imagen que vemos en Los tortuga, porque es un cine de aquí y ahora, centrado en las gentes de la periferia, esa que está ahí sin que nadie les haga ni puto caso. Un cine bien hecho, un cine social y política, insistimos ya que en este país se ve bien poco, y además contado con sutileza, con fuerza y valentía, deteniéndose en los problemas reales como la falta de una vivienda digna y un trabajo sólido y duradero. Belén Funes vuelve a mirar hacia adentro, su padre jienense que vino a Barcelona siendo un tortuga más, y ella, hija de la periferia que estudió cine como la mencionada Anabel, donde el cine y la vida actúan como espejo-reflejo como medio para reflexionar sobre lo que nos sucede y cómo se cuenta con una cámara y unos intérpretes en esos viajes de ida y vuelta entre un pueblo de Jaén y la urbe barcelonesa, tanto monta monta tanto, donde parece que todo no se va nunca y las cosas suceden en un bucle viciado y triste. Corran a ver la película de Funes, porque muchos se van a ver muy reflejados, porque antes o después se verán envueltos en alguna de las situaciones emocionales de las que profundiza la cinta, y si no al tiempo, por eso es bueno estar preparados y seguir pa’lante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La historia de Souleymane, de Boris Lojkine

MOI UN NOIR. 

“No sé por qué vine a Francia”. 

Desde el primer instante La historia de Souleymane, de Boris Lojkine (París, Francia, 1969), nos sitúa en el fragor de la batalla diaria de su protagonista, un guineano que pedalea por las densas calles de París llevando envíos de un lugar a otro. Su realidad es invisible en todos los sentidos. Pedalea y trabaja para otro que a cambio de un dinero le cede su imagen, es decir, su visibilidad, porque el joven vive y trabaja sin papeles. En tres días tiene la entrevista para regularizar su situación, que intenta aprenderse su relato de refugiado político a través de la experiencia de otro a cambio de dinero, of course. Una realidad impostada, una no realidad que Souleymane sobrevive en plena agitación, donde lo físico impera sobre todo lo demás, de aquí para allá, sin movimiento. Las únicas pausas llegan de noche, cuando el inmigrante debe buscar un lugar donde dormir. Cada día, cada noche es una forma de subsistir en una urbe donde los que hay como él, intentan aguantar aunque no resulta para nada fácil. La vida de este joven es una más de todas esas vidas que nos cruzamos a diario en nuestras ciudades, vidas no vidas. 

La relación con África en el cine de Lojkine es muy importante, ya que sus anteriores trabajos versaban sobre ese continente y sus consecuencias. En su ópera prima Hope (2014), se centraba en la odisea de una nigeriana y un camerunés que deambulaban por el norte de África intentando llegar a Europa. En Camille (2019), la cosa iba sobre una fotógrafa idealista en la República Centroafricana donde se topa con una realidad muy distinta. Después de transitar por el territorio africano, ya sea desde la posición africana y europea, ahora se centra en la mirada africana en Europa, y más concretamente en París, y lo hace con un guion coescrito junto a Delphine Agut, desde la intimidad y la realidad de un inmigrante más, escuchando su respiración y agitación constantes, sin caer en el sentimentalismo ni la condescendencia, sino creando un retrato veraz, honesto y humano, situando su cámara a la altura de sus ojos, en un formato que cierra el plano y por ende, el espacio, el 1,66:1 ayuda a seguir sin pestañear los tres días intensos y difíciles en la existencia de Souleymane con su bicicleta, el único tesoro físico que tiene, y su ilusión o no de quedarse en la France, como espeta en algún instante, más casi como un lamento que una necesidad de su error al viajar a  Europa. 

A partir de una cinematografía de verdad, es decir, sin florituras y demás adornos que intenten crear una ilusión falsa y panfletaria, donde prima lo crudo sin ser tremendista, que firma Tristan Galand, que tiene en su haber varios documentales y trabajos con la cineasta Pauline Beugnies. La ausencia de música extradiegética que se suple con temas que añaden esa sensación de fisicidad y a contrareloj que tiene toda la película, en la que el sonido resulta crucial para el devenir de la película en la que aparecen tres cabezas visibles conocidos del director ya que estuvieron en Camille, como son Marc Olivier-Brullé, Pierre Bariaud y Charlotte Butrak construyendo una banda sonora brutal y compleja capturando todos los sonidos y ruidos de la cotidianidad del joven guineano. En el montaje encontramos a otro cómplice del director parisino como Xavier Sirven, del que también lo conocemos por su trabajo en Padre y soldado (2022), de Mathieu Valdepied con un estelar Omar Sy como protagonista. Una edición muy certera y sólida en sus 93 minutos de metraje en la que todo ocurre a partir de una agitación muy asfixiante, donde todo va a gran velocidad, muy deprisa, sin descanso, a partir de cortes abruptos y planos secuencias en modo laberíntico sorteando objetos y personas. 

En el campo artístico también va en consonancia con la idea de veracidad y realidad que busca la película, por eso la elección de Abou Sangaré para dar vida a Souleymane como ya hiciese Boris Lojkine en la citada Hope, donde sus protagonistas también eran intérpretes naturales. Una interpretación magnífica para alguien que había trabajado como mecánico, en una composición brutal, sin concesiones y compleja en la que aporta una mirada, un gesto y unos silencios sinceros y nada impostados. Una gran elección por parte del director ya que es capital en la historia, porque la vemos y oímos a través de él. Le acompaña Nina Meurisse como agente de la Ofpra, que vuelve al universo Lojkine ya que fue la fotógrafa idealista de Camille, participando en una de las secuencias clave en la trama. Otros actores naturales acompañan al protagonista, también sin ninguna experiencia anterior como los Alpha Oumar Sow, Emmanuel Yovaine, Younoussa Diallo y Gishlain Mahan, entre muchos otros, reclutados en un casting laborioso que vienen, como el caso de Sangaré a través de asociaciones de guineanos y otros colectivos. 

No se pierdan una película como La historia de Souleymane, porque verán sin adornos ni mensajes buenísimos una realidad muy invisible y muy real que transita por las calles y barrios de París, y de otra cualquier urbe europea, donde no hay buenos ni malos, sino una realidad donde los inmigrantes más antiguos se aprovechan de la situación de los recién llegados, que da una visión real y triste de la condición humana, tan interesada y aprovechada, y con poca humanidad, al igual que las leyes de Francia, donde tratan a los inmigrantes como invasores más como personas que han dejado sus nulos futuros naturales para lanzarse a un viaje peligroso y que los que llegan se enfrentan a la ilegalidad, a las prisas y a la invisibilidad y a ser tratados como delincuentes. En fin, nos encanta conocer nuevas culturas pero no verlas en la puerta de casa. Nos quedaremos con el nombre de Boris Lojkine que, después de ver su tercer largometraje como director, el primero que ve servidor, me han quedado ganas de ver sus otros trabajos, porque en este sabe adentrarse en una realidad que duele, en una triste realidad que nos vapulea las conciencias, que está ahí y que no queremos verla, queremos seguir con nuestras vidas, con nuestras cosas y sobre todo, disfrutando de nuestros privilegios sin importarnos cuáles son sus orígenes, porque no nos gustaría saberlo o simplemente, hacemos por ignorarlo como hacemos con personas como Souleymane. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Misericordia, de Alain Guiraudie

JÉRÉMIE HA VUELTO A SAINT-MARTIAL. 

“Todas las novelas son historias en las que nos contamos lo que somos, lo que nos gustaría ser y lo que no sabemos que somos”. 

Michel Schneider

La película se abre como un western fronterizo y crepuscular con el protagonista Jérémie llegando en coche a su pueblo. La cámara opta por un punto de vista subjetivo en esos primeros minutos, nosotros somos el personaje, y seguramente, estamos experimentando unos espacios del pasado que ahora, vemos como extraños, la vida y agitación de antaño han pasado a mejor vida y estamos ante un lugar casi deshabitado y desolado. Es otoño, un tiempo intermedio, Jérémie regresa a lo que fue su casa para ir al entierro de Jean-Pierre, su antiguo jefe en la boulangerie del pueblo. Allí se reencontrará con viejos fantasmas que irá desenterrando como Martine, la viuda, Vincent, el hijo, con él que fue amigo antaño pero que ahora es todo diferente. También, con el cura extraño y callado, y Walter, alguien con quién no tuvo mucha relación. El joven que parece en mitad de la nada, se quedará unos días, todavía no sabe cuántos, y comenzará a deambular por el bosque a la caza de setas y entablar ciertas compañías. 

Al director Alain Guiraudie (Villefranche-de-Rouergue, Francia, 1964), lo conocemos por su inolvidable El desconocido del lago (2013), un interesante cruce de amores homosexuales y thriller asfixiante alrededor de un lago en un pequeño pueblo apartado. En Misericordia, su séptimo largometraje, sigue la línea de un cine que mezcla géneros, texturas y formatos, cogiendo un poco de cada cosa y creando un conjunto que juega al desconcierto y la confusión a partir de unos personajes nada convencionales de los que conocemos muy poco y donde el pasado se sugiere de una forma intrigante. Un cine con una trama inquietante que le acerca a Chabrol, tanto en sus atmósferas como tempos y lugares, en que el deseo, ya sea correspondido como ocultado es el motor de sus protagonistas, donde vemos mucho el cine de Buñuel, porque la historia dentro de una cotidianidad aplastante y una sucesión de lugares comunes y repetitivos, se va creando una red de relaciones cada vez más turbias, raras y muy oscuras. El director francés nos sumerge en una trama que se va componiendo a través de los personajes, de todo lo que vemos de ellos y lo que no, en un juego complejo de espejos-reflejos donde lo noir es una excusa para que podamos conocer el ambiente que se respira o no. 

El formato 2;35 ayuda a crear ese halo de misterio que cruzado con lo doméstico va tejiendo una atmósfera “real” pero con sombras alrededor. Una cinematografía que firma Claire Mathon, en su tercera película juntos, que tiene en su haber cineastas como Maïwenn, Céline Sciamma y Pablo Larraín, entre otros, donde el frío y gris otoño genera ese aire cercano y alejado a la vez, donde lo rural con el bosque omnipresente va creando ese lazo invisible entre los diferentes personajes con Jérémie como hilo conductor. El gran trabajo de sonido formado por Vasco Pedroso, Jordi Ribas, Jeanne Delplancq y Branko Nesko, donde cada detalle resulta importante para el devenir de todo lo que se cuenta. La música de Marc Verdaguer aporta el halo de incertidumbre y agobio que sobrevuela toda la trama. El montaje de Jean-Christophe Hym, también con 3 títulos con Guiraudie, en una filmografía con titanes como Raoul Ruiz y Hou Hsiado-Hsien, realiza un ejercicio metódico y calculado del tempo cinematográfico de la película con sus desapasionados y concisos 103 minutos de metraje en que pivotan apenas cinco personajes a los que se añadirán otros que irán creando ese retrato de unos personajes que callan mucho, hablan poco y miran aún más. 

Los repartos de las películas del cineasta galo están muy bien escogidos porque sus películas están cruzadas por muchos aspectos y elementos y son sus intérpretes los que las hacen más profundas y diferentes. Tenemos a un impresionante Félix Kysyl en la piel de Jérémie, uno de esos personajes tan cercanos como alejados, nada empáticos, que es el narrador de la historia o quizás, es un invitado que nos muestra ese lugar atemporal entre el pasado y el presente, en una especie de limbo que conocemos, y a la vez, nos resulta totalmente desconocido. Le acompañan Catherine Frot como Martine, una actriz curtida en más de 50 títulos hace de una mujer que le coge cariño a Jérémie y le ayuda a pasar el duelo, Vincent, el hijo malcarado de Martine y del fallecido lo interpreta Jean-Baptiste Durand, uno de esos personajes con actitudes violentas que tiene mucho rencor a Jérémie de un pasado en el que fueron amigos y algo ocurrió que ahora ya no pueden volver a serlo. Jacques Develay, un actor sobrio y estupendo hace del cura, un personaje vital en la historia y lo es porque tendrá una parte esencial en su transcurso, de esas presencias que difícilmente se olvidan en una película de este tipo. Tenemos a David Ayala dando vida a Walter, otro “amigo” del pasado con el que el protagonista mantiene algo o quizás, no. Y finalmente, otras presencias que no desvelaremos para no anticipar interesantes sorpresas. 

No deberíamos dejar de ver Misericordia, de Alain Guiraudie, con un título al que el director nos remite al cine de Bergman, un término en desuso pero muy necesario en estos tiempos actuales donde se juzga muy a la ligera y se nos olvida la empatía. Destacar la presencia de Andergraun Films de Albert Serra y Montse Triola como coproductores de la cinta, a los que añade la contribución de los mencionados Jordi Ribas y Marc Verdaguer, en uno de los títulos del año y no lo digo porque de vez en cuando hay que expresarse en términos lapidarios, ni mucho menos, lo digo porque es una película de las que hacían Lang, Huston y demás, donde se profundiza en valores como la moral, la ética y lo que significa la bondad y la maldad en nuestro tiempo, y donde se cuestionan las estructuras y convenciones sociales en lo referente a todo aquello de la conducta, el deseo y demás acciones y sentimientos. Una película que tiene el amor fou buñueliano como motor de su trama, amores ocultos, invisibles y nunca expresados, también aquellos otros consumados y ocultados a los demás, en las diferentes vidas vividas y no vividas en una película que juega a preguntarse y no hacer juicios de sus personajes y muchos menos de lo que hacen, ese matería, tan difícil se la deja a los espectadores, pero tengan cuidado, que alguno de ellos podría ser usted. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Bye Bye Tiberias, de Lina Soualem

CUATRO MUJERES PALESTINAS. 

“Somos lo que dejamos en los otros”. 

Ángeles Mastretta

La película arranca con una grabación doméstica en la que vemos el lago Tiberias, símbolo de un pasado que ya no volverá para la excelente actriz palestina Hiam Abbas (con más de 60 títulos en los que ha trabajado con Amos Guitai, Tom McCarthy, Jim Jarmusch, Ridley Scott y Costa-Gavras, etc…)  y su familia. Un lugar que sigue existiendo en un tiempo determinado. Un espacio que simboliza también el tiempo pasado y el futuro incierto en el que se encuentra la población palestina. Así empieza Bye Bye Tiberias, la segunda película de Lisa Soualem, hija de Hiam, que vuelve a hablar de sus raíces como hiciese en su primer largo Leur Algèrie (2020), en la que hablaba de la familia paterna. Ahora, profundiza en la familia materna, a través de su madre, que se exilió a los 20 años para seguir su sueño de ser actriz, y las dos mujeres que le precedieron, su madre y abuela. Pasado y presente se envuelven para contarnos una historia de cuatro generaciones de mujeres palestinas en las que se recorre, cómo no podía ser de otra forma, la dura historia del pueblo palestino. Aunque, a diferencia de otros documentos sobre el conflicto, en esta, la raíz de todo es una historia familiar, la de Abbas, contando una cotidianidad invisible y muy cercana. 

El guion que firman la propia directora y Nadine Naous, también realizadora en títulos como Clichés (2010), cortometraje protagonizado por la citada Hiam Abbas, y el largo Home Sweet Home (2014), que explora las entrañas de su familia palestina-libanesa, se sustenta desde mostrar lo oculto, es decir, recorrer a las cuatro mujeres palestinas que escenifican la historia y la realidad de otras muchas que se han visto afectadas por la eterna guerra entre Palestina e Israel, a partir de archivo en el que vemos imágenes inéditas de la Palestina de los cuarenta del siglo pasado, la expulsión de familias palestinas de 1948 para que fuesen ocupadas por israelitas, las mencionadas grabaciones domésticas de los noventa cuando Hiam volvía a ver a su familia con Lina de niña. Una película de idas y venidas entre pasado y presente, donde lo de antes y lo de ahora, con la actriz viajando a los lugares que fueron y ya no son, es un continuo espejos-reflejos donde la historia queda a un lado para centrarnos en el rostro y los cuerpos de unas mujeres que han vivido el horror, el exilio, y las penurias de una vida en constante peligro que, les ha llevado a estar separados de los suyos. 

Soualem se ha acompañado de grandes cineastas para contar la historia de su familia materna a través de su madre, empezando por la cinematógrafa Frida Marzouk, de la que hemos visto películas como Entre las higueras y Alam, entre otras, con un trabajo de luz natural y mucha naturalidad, donde se cuenta desde lo íntimo y con gran profundidad en una interesante mezcla de texturas y colores cálidos todo el devenir de las que no están y de las que sí. La música de un grande como Amin Bouhafa con más de 50 títulos en su filmografía, junto a cineastas de la talla de Abderrahmane Sissako, Kaouther Ben Hania y Rachid Bouchareb, y muchos más, donde sin enfatizar vamos descubriendo la historia desde la honestidad y la sinceridad que demanda un relato como éste. El gran montaje de Gladys Joujou, una gran profesional que tiene en su haber nombres tan importantes como Oliver Stone, Jacques Doillon, y películas recientes como El valle de la esperanza, de Carlos Chahine, que imprime un carácter sólido e interesante a la amalgama de imágenes, tiempos y miradas que anidan en la película, consiguiendo que en sus reposados 82 minutos todo ocurre de forma tranquila por la que se recorren temas como la familia, la sangre, la tierra, la política, los sueños y demás menesteres.

La gran labor de una película como Bye Bye Tiberias no es la de hacer una historia que hable sobre la guerra y la expulsión de los palestinos, como ya hay muchas películas sobre el tema, sino la de hacer una relato que se centra en la retaguardia, es decir, en todas las heridas que un conflicto tan sangriento ha dejado en las personas, y sin hacerlo desde la tristeza y la desilusión, sino desde la mirada y el gesto cotidiano, desde las cuatro mujeres palestinas de esta familia: la bisabuela, la abuela, la madre Hiam Abbas y la propia directora, y hacerlo desde lo más íntimo y lo más profundo, sin caer en el derrotismo y la desesperanza, sino con alegría y humor, a través del amor que nos han dejado las que nos precedieron y lo que hacemos desde el presente, recordándoles y siendo fieles a su legado, a su tiempo, a su historia y por ende, la de nuestro país, Palestina, un país que siempre existirá en el corazón aunque pierda la tierra, nunca perderá su historia y su memoria, porque esa cuestión es la que pone sobre la mesa la película de Lina Soualem: el significado de un país, su tierra, sus gentes, su memoria y todo lo demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

The Brutalist, de Brady Corbet

LA OSCURIDAD DEL SUEÑO AMERICANO. 

“El Brutalismo puede ser austero, pero también es un estilo monumental; crea extraños objetos de amor y desprecio a partes iguales y que lleva un tiempo desplegar en el imaginario colectivo, porque la gente no es capaz de asimilarlos en el momento. Esto, para mí, es un reflejo de la experiencia inmigrante, y el Brutalismo es un estilo arquitectónico principalmente creado por inmigrantes. Tanto en alcance como en escala, los edificios brutalistas piden visibilidad, pero a quienes los diseñan o construyen les toca luchar por su derecho a existir”.

Brady Corbet 

El prólogo que abre The Brutalist, de Brady Corbet (Scottsdale, Arizona, EE. UU., 1988), nos sitúa en un encuadre muy oscuro acompañado de ruidos y movimiento. De repente, vemos a su protagonista László Tóth, expulsado al exterior entre la multitud que intenta sobrevivir al horror de la Segunda Guerra Mundial y los campos de exterminio. Después, un barco y la llegada a los Estados Unidos donde la primera imagen es la estatua de la libertad pero al revés. Una imagen muy sintomática que deja entrever el tortuoso y oscuro camino que le espera al personaje en cuestión.  

A Corbet lo habíamos visto como actor en películas notables junto a directores de la talla de Araki, Haneke, von Trier, Baumbach, Östlund, Assayas y Hansen-Love, entre otros, y conocíamos sus dos largos como director en La infancia de un líder (2015), que podéis ver en la imperdible Filmin, y Vox Lux, tres años después. Dos cintas que ya vislumbraron los elementos que interesan al director estadounidense como los orígenes de la maldad, en la primera, y el precio de la fama, en la segunda. Elementos que continúan en The Brutalist, donde su personaje principal que viene de haber sido reconocido como arquitecto en su Hungría natal, ahora debe empezar de cero o más bien, convencer de su arte y su forma de trabajar con la arquitectura brutalista donde expone todo su trauma emocional. El concepto arquitectónico tiene varias lecturas: el brutalismo de la historia que cuenta. Un hombre que se topa con un país donde todo es demasiado enorme. Todo está en venta y no existe la moral ni la ética, sólo el dinero y la ambición y la codicia desmedida. En la conservadora Pensilvania, László encontrará a su mecenas Harrison Lee Van Buren, un hombre que define perfectamente el “Sueño americano”, el hombre hecho a sí mismo que ha levantado todo un imperio de poder y riqueza, que ahora vislumbra un edificio en honor a su esposa fallecida. Tóth será el encargado de llevar a cabo esta monumental obra. 

Estamos ante una película que cruza con eficacia arrolladora películas como El manantial (1949), de King Vidor, y There Will Be Blood (2007), de Paul Thomas Anderson. Una película sobre un arquitecto que lucha por las ideas de su trabajo en pos a un mercado que antepone la riqueza, y la otra, sobre un petrolero codicioso y sin escrúpulos que no detendrá en agrandar su poder. Podríamos ver los dos personajes como inspiraciones a los dos protagonistas de The Brutalist, en el guion que firman la noruega y cineasta Mona Fastvold, y el propio director, que recoge 30 años en la vida de László Tóth, su mujer Erzsébet, y la relación de ambos con Van  Buren, su mastodóntica construcción ambientados en el Estados Unidos blanco y fascista de la década de los cincuenta, sobre todo. Es una película de grandes dimensiones que recoge el rostro más oscuro y violento del citado “Sueño americano”, hermana con otras joyas que transitaron por las travesías oscuras de los inmigrantes en el país de las oportunidades como América, América (1963), de Kazan, las dos partes El Padrino (1972/1974), de Coppola, y Érase una vez en América (1984), de Leone, por citar tres películas muy paradigmáticas que rastrean tres formas de “adaptarse” al nuevo mundo o lo que queda de él.  

La solidez técnica que desprende la película es abrumadora tanto en su formato de VistaVision rodado en 70mm, hacía seis décadas que no se usaba el invento de la Paramount que proporcionaba los grandes angulares para recoger los planos generales donde vemos los personajes en un primer término y sobre la colina la construcción, por ejemplo, y en los planos cercanos consigue esa intimidad que traspasa. Un gran trabajo de cinematografía del británico Lol Crawley, del que hemos visto 45 años, de Andrew Haigh y Ruido de fondo, de Noah Baumbach, en su tercer trabajo con Corbet, en su película más compleja del que sale muy airoso porque la película refleja todo esa complejidad de la intimidad emocional de unos personajes y la grandiosa edificación en la que están sometidos, a más de las difíciles y oscuras relaciones que mantienen entre ellos. La excelente música de Daniel Blumberg, que ya trabajó en El mundo que viene, de la coguionista Mona Fastvold, crea esa parte más invisible que escenifica el intrincado emocional del protagonista que se refleja en sus edificios, y en su férrea cabezonería en el trabajo y en los materiales utilizados. El montaje del húngaro Dávid Jancsó, habitual del cineasta Kornél Mundruczó, tenía la complicada tarea de dar cohesión y unidad a una película de 215 minutos, incluido sus 15 minutos de intermedio, y la cosa respira cine, y sobre todo, con su clasicismo y su cercanía construye una historia que nos sumerge en un mundo donde todo es posible, aunque deberíamos pensar si todos los sueños valen la pena por el elevadísimo precio que cuestan, y las heridas que dejan en el alma. 

Del apartado artístico destaca su impecable y natural trío protagonista. Empezando por un inconmensurable Adrien Brody, al que no habíamos visto en un personaje “Bigger than Life” como el pianista judío polaco Wladyslaw Szpilman, protagonista de El pianista (2002), de Polanski. Su arquitecto judío húngaro László Tóth es uno de esos tipos tan fuertes como arquitecto como vulnerable con sus adicciones, tan férreo en sus ideas y convicciones como frágil y complejo en sus relaciones. Un diamante que Brody lo humaniza y lo desmonta con cada mirada, cada gesto y ese acento que lo convierte en uno de esos personajes difíciles de olvidar. Le acompaña un brutal Guy Pearce dando vida a Van Buren, escenificando esos hombres de negocio acaparadores, conservadores y clasistas que “Make America Great Again”, pisoteando a todos sus adversarios, sin moral ni ideales, sólo ambicionan dinero y poder, y sobre todo, nunca desfallecen, siempre tienen un arma cargada para seguir explotando a todos los que puedan. Felicity Jones encarna a Erzsébet, la esposa de László, una mujer que ha sufrido mucho en la guerra pero que no se deja engatusar por los ideales de ese nuevo país lleno de dinero y violencia y horror, y la siempre interesante presencia de Stacey Martin como hija de Van Buren, que ya estuvo en las dos películas anteriores de Corbet. 

Una película como The Brutalist no es sólo es el retrato de un personaje que huye del horror nazi para encontrar una nueva vida en Estados Unidos, sino también, es el retrato de un tiempo, de la construcción de un país y del capitalismo y la codicia por lo material, también es un retrato sobrio y profundo sobre la oscuridad de lo seres humanos. Un viaje donde emergerá lo más horrible de la condición humana, todo lo que nos ha llevado a construir sociedades mal llamadas liberales, porque, en realidad, están controladas por grandes corporaciones que deciden qué se compra y vende, y lo peor de todo, lo venden como si eso fuese la libertad, un sin Dios. Brady Corbet se ha elevado a los grandes nombres del cine con su película, por su arrojo, su forma clásica de narrar que le empareja con los cineastas que hicieron grande el cine, y lo hace con un relato aparentemente sencillo, pero sumamente complejo, porque indaga en los abismos del alma humana, en esas zonas invisibles, en esos lugares que no reconocemos, de los que huimos siempre, pero que forman parte de nosotros, de lo que somos. Una película como esta no dejará indiferente al espectador que se atreva a verla, y no lo digo por su duración que, seguro será un hándicap para muchos espectadores, pero vencido ese prejuicio actual, la película te agarra desde el primer instante, te lleva por el viaje que propone siguiendo la travesía de László Tóth, donde nos encontraremos de todo: Un país que vende libertad y no a cualquier precio. Un sueño convertido en pesadilla. Un trauma que se erige como una edificación mastodóntica donde el hormigón y la frialdad del gris escenifica todo lo emocional y sobre todo, el alma que debe seguir a pesar del horror que vivió. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Flow, de Gints Zilbalodis

UN GATO, UN PERRO, UN LÉMUR, UNA CAPIBARA Y UN PÁJARO SECRETARIO.  

“No ha aprendido las lecciones de la vida quien diariamente no ha vencido algún temor”. 

Ralph Waldo Emerson 

La primera imagen que vemos de Flow, de Gints Zilbalodis (Riga, Letonia, 1994), es el reflejo en el agua del gato protagonista. Una imagen invertida, o lo que es lo mismo, una imagen del revés o quizás una premonición de lo que va a experimentar el gato en cuestión. También es una imagen que nos remite a nuestro interior, porque la segunda película del cineasta letón se mueve entre las oscuridades de lo invisible, removiendo todos los miedos personales que nos impiden vivir con plenitud y sobre todo, aceptar y aceptarnos. El gato, del que desconocemos su nombre, vivirá una aventura muy a su pesar, pero una travesía necesaria y sobreviviente, porque el mundo por el que se mueve, natural y vegetal, se verá sumergido bajo las aguas, y la única supervivencia será convivir en un barco a la deriva con otros cuatro animales: un perro, un lémur, una capibara y un pájaro secretario. 

La trayectoria de Zilbalodis está compuesta por 7 cortometrajes de animación dibujados a mano, amén de Away (2019), su ópera prima en el que contaba mediante la animación la peripecia de un chico y un pequeño pájaro que huían de un espíritu oscuro. Uno de esos cortos Aqua, que hablaba de un gato que tiene miedo al agua, le inspiró para Flow, traducido como “Fluir”, en el que mezcla animación también dibujada a mano en 2D y 3D, creando ese mundo onírico, de fantasía y de fábula, con el mejor espíritu de Esopo, un universo de una belleza deslumbrante y estéticamente alucinante que nos sumerge, y nunca mejor dicho, en ese universo donde el agua lo ha inundado todo y los cinco protagonistas deben convivir juntos para salvarse, aprendiendo a respetarse a pesar de sus diferencias y sobre todo, a vencer los miedos personales para seguir con vida a pesar de la catástrofe a la que se enfrentan. Una película que habla de cómo los humanos tratamos nuestro entorno y todos los demás seres vivos que nos rodean. Podemos ver la película como una llamada de atención a las horribles consecuencias que ya estamos sufriendo. 

Mucho del cine de ahora está construido a partir de los diálogos, que no siempre son ingeniosos ni inteligentes, ni ofrecen otra mirada. En Flow, se ha mirado al pasado, a cuando el cine no había diálogos y todo se construía a través de las imágenes y en ocasiones, la música, y es una película donde se han prescindido completamente de los diálogos, dando el valor a las imágenes y la excelente música de Rihards Zalupe y el propio director, y la gran labor de diseño de sonido de Gurwal Goïce-Gallas, un gran especialista en la materia con más de 60 títulos en su filmografía en la cinematografía francesa, para construir un mundo de pequeños gemidos, sonidos y una apabullante amalgama de sensaciones y emociones, donde la cámara en constante movimiento que sigue sin descanso cada acción de los diferentes personajes, en especial, las del gato, protagonista y vehículo conductor de este viaje a los confines o mejor dicho, a la supervivencia. El director letón nos sumerge en un mundo donde no hay humanos, pero si sus vestigios, que pueden remitirnos al sudesteasiático, aunque el relato no se decanta por un realismo palpable, vemos monumentos, templos y demás construcciones pero ni rastro humano.

La ilusión se impone en la historia, creando un mundo muy natural y transparente, donde la realidad, el sueño, la fantasía que se mueve entre lo real y lo que no lo es, entre un espacio límbico en el que todo se puede tocar y es intangible a la vez. Una producción que ha tenido el esfuerzo y el entusiasmo de compañías como Dream Well Studio desde donde Zilbalodis crea sus películas, acompañada por Sacrebleu Productions de Francia de la que han salido grandes obras de animación como 90 cortometrajes que han cosechado premios alrededor del mundo, y películas como El techo del mundo (2015), de Rémi Chayé, El extraordinario viaje de Marona (2019), de Anca Damian, y Ma famille afghane (20121), de Michaela Pavlátová, entre otras, y Take five de Bélgica, con cintas como The Island (2021), de la citada Damian, y Sirocco y el reino de los vientos (2023), de Benoît Chieux, entre otras muchas. Un cine de animación que, a diferencia de otras producciones, optan por crear mundos reales y fantásticos que tienen una relación directa con los problemas que nos acechan en la sociedad actual, generando ese espacio de pensamiento, de reflexión y de conciencia personal.

No deberían dejar pasar una película como la que propone Flow, de Gints Zilbalodis, que recoge características de todo tipo como el cine mudo, la gran animación europea de los cineastas checos o franceses que han hablado de lo natural y las consecuencias de su no respeto. La película letona-francesa-belga está teniendo un recorrido internacional realmente impresionante, engordando una lista larguísima de galardones, reconocimientos y sobre todo, de espectadores, que invitan a seguir rastreando una animación diferente y nada complaciente, que puede ser disfrutada tanto por adultos como de niños, sin ser sensiblera e infantil, que vaya más allá del mero entretenimiento y explore sus extraordinarias e infinitas capacidades como hacen con esta (des) ventura sobre un gato, un perro, un lemúr, una capibara y un pájaro secretario, que podrían ser como los músicos de Bremen, pero en su caso, una especie de supervivientes que deben de respetarse, convivir y sobre todo, aceptarse, y convivir con sus miedos personales y exteriores para enfrentarse a los avatares del cambio climático, que viene de esos sapiens que han sido los primeros en caer. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA