Ellas hablan, de Sarah Polley

UN DÍA, UNA NOCHE. 

“Las mujeres del pajar me han enseñado que la consciencia es resistencia, que la fe es acción, que se nos acaba el tiempo. Pero ¿puede ser también la fe volver, permanecer, servir?”.

De la novela “Ellas hablan”, de Miriam Toews.

Conocimos el inmenso talento como actriz de Sarah Polley (Toronto, Canadá, 1979), antes que cumpliese los veinte años en la fabulosa El dulce porvenir (1997), luego la vimos a las órdenes de grandes cineastas como Cronenberg, Winterbottom, Bigelow, Wenders, aunque será de la mano de Isabel Coixet en Mi vida sin mí (2003), donde veremos su inmenso potencial en uno de esos personajes más grande que la vida. Dos años después, el tándem volvería a repetir en La vida secreta de las palabras. Al año siguiente, en el 2006 debuta como directora con Lejos de ella, un intenso drama sobre el amor y el alzheimer, basada en un libro de Alice Munro, que protagonizó Julie Christie, con la que había coincidido en la segunda película con Coixet. Cinco años después dirige Take This Waltz, un drama romántico protagonizado por Michelle Williams. Un año después, se pone a rescatar la figura de su madre fallecida a través de sus familiares y amigos en el imperdible Stories We Tell

Ahora, nos llega un intenso y asfixiante drama protagonizado por un grupo de mujeres menonitas a partir de la novela homónima de Miriam Toews, que participó como actriz en Luz silenciosa (2007), de Carlos Reygadas, ambientada en este grupo religioso patriarcal, machista y pacifista. Una película con una exquisita y cercana producción detrás auspiciada por dos grandes nombres del cine más independiente como son Dede Gardner y Jeremy Keliner, y también Brad Pitt, que tienen en su haber nombres de gran interés como Andrew Dominik, Terrence Malick, protagonizadas por el mencionado Brad Pitt, y otras dirigidas por James Gray y Barry Jenkins, entre otros. La directora canadiense huye de la fisicidad y el movimiento para encerrarnos en un pajar alrededor de siete mujeres. Mujeres que se han reunido en ese lugar para debatir qué hacer con sus vidas, ahora que los hombres quedarán libres después de las denuncias por años de abusos, explotación y violencia hacia ellas. Un grupo de mujeres menonitas sin derechos, sin educación y sin vida, a merced de la voluntad del macho, tienen un día y una noche para ver qué deciden: seguir en el pueblo y luchar, o en cambio, marcharse. 

Polley opta por una delicada e intensa pieza de cámara Brechtiana, en el que asistimos a un combate feroz de la dialéctica y el verbo, donde unas y otras exponen sus razones, sus miedos, sus tristezas, sus desilusiones y sobre todo, su incertidumbre y su miedo. La cineasta de Toronto vuelve a acompañarse de luc Montpellier en la cinematografía, como hiciera en sus dos primeros trabajos como directora, en el que optan por una luz naturalista y llena de contrastes, una luz que va evidenciando los diferentes y complejos estados de ánimo por los que transitan estas mujeres acorraladas y llenas de rabia y furia, unas más que otras. Una luz que se ve potenciada por la grandísima música de Hildur Sudnadóttir, de la que ya habíamos escuchado trabajos memorables como los de Joker (2019), de Todd Phillips, y la más reciente Tár, de Todd Field. Una música afilada donde suena una composición elegante y lijada que recorre con intensidad y suavidad todo lo que vamos viendo, sumergiéndonos en ese estado de espera y miedo en el que están unas mujeres que ya han dicho basta y no van a seguir reprimidas e invisibilizadas. El tándem de montadores que forman Christopher Donaldson, del que destacan sus trabajos en series tan importantes como American Gods y El cuento de la criada, y Crimes of the Future, la última del citado Cronenberg, y la editora Roslyn Kalloo, con experiencia en el medio televisivo. 

Todo el impecable trabajo técnico quedaría muy ensombrecido, si una película de estas características, donde se opta por la intimidad y la sensibilidad, a la hora de afrontar un relato sobre abusos y horror en el seno de una comunidad profundamente religiosa y pacifista. Un reparto que brilla con fuerza y sensibilidad, acercándonos a todas las posiciones enfrentadas entre ellas, un ejercicio verbal que daña, que interpela y que también, es muy violento en ocasiones. Un grupo de actrices que dejan de ser actrices para ser mujeres menonitas, todas muy diferentes entre ellas pero haciendo frente común porque todas sufren los innumerables abusos y horrores. Un grupo encabezado por Rooney Mara, tan cercana, tan transparente, con esa voz que da volumen a las palabras, un actriz portentosa que lo dice todo sin mover los labios, Claire Foy, que deja la serie The Crown, para meterse en una mujer fuerte, de carácter, la guerrera del grupo, la que no se deja amilanar por ningún hombre violento, Jessie Buckley, que siempre está excelente y sigue a un gran ritmo de grandes interpretaciones después de La hija oscura y Men, las veteranas Judith Ivey y Sheila McCarthy, y las otras más de reparto pero igual de importantes como Michelle McLeod, Kira Guloien, Liv McNeil, Kate Hallet, Shayla Brown, y está también Frances McDormand, que es otra productora de la película, pocas palabras hay que añadir para una actriz que es todo un portento de la mirada y el gesto, como demuestra el par de ratos que aparece en la película, solo su presencia llena cualquier personaje. Y no olvidemos, el único hombre de la función, un Ben Whishaw, el maestro del lugar, un tipo sensible, terriblemente eterno enamorado de Ona, el personaje de Rooney Mara, un hombre que es el anti hombre rudo, violento y machista menonita, que ayuda a escribir el acta de todo lo que allí se dice, se discute y sobre todo, se acuerda. 

Ellas hablan no es una película al uso, digamos convencional, en el que todo tiene un conflicto y una resolución y todo está para molestar poquito. Aquí las cosas van por otro lado, porque aunque Polley opta por una estructura aristotélica, la convencionalidad se acaba ahí, porque lo que se plantea es sumamente actual y muy complejo, porque estas mujeres menonitas, que tendrían su más clara referencia en Siete mujeres (1966), la película con la que se despidió del cine uno de los grandes como John Ford, han dicho basta, se han cansado de tanto humillación y violencia, y eso las sitúa en una película que habla tanto de la historia de todas las mujeres, de las humilladas y pisoteadas, pero también, de todas aquellas que dijeron basta, que se levantaron, que se enfrentaron a sus agresores, que no se callaron, y sobre todo, que decidieron por ellas mismas, porque hubo un día que todo cambia, y ese día y esa noche, ya nada volverá a ser igual, porque después de ese día y esa noche, las mujeres menonitas han dejado de estar calladas y han hablado de lo que sienten, han hablado de todo lo que les duele, y sobre todo, han hablado y han decidido por ellas mismas, y ese gesto, que nunca habían hecho, las convierte en otras personas, en mujeres que ya no miran atrás y se lamen las heridas, en mujeres que viven por ellas mismas, en compañía y nunca más solas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La hija oscura, de Maggie Gyllenhaal

NO VOLVERÍA A SER MADRE.

“La maternidad es una responsabilidad aplastante”

Hace ya unos años que muchas madres se han alzado contra el mito de la madre perfecta, y han explicado las tremendas dificultades de la maternidad, construyendo una imagen real de la experiencia de ser madre, desterrando el maldito sentimiento de culpa, y luchando por una sociedad más igualitaria. Muchas de estas reflexiones las podemos encontrar en gran cantidad de trabajos como el de la novela “La hija oscura”, de la italiana Elena Ferrante, la escritora más enigmática de la literatura actual, en la que nos habla a tumba abierta del arrepentimiento de la maternidad y todas las sombras que persiguen a su protagonista. La actriz Maggie Gyllenhaal (Lower East Side, Nueva York, 1977), que la recordamos por títulos tan significativos como los que interpretó en Donnie Darko (2001), de Richard Kelly y Secretary (2002), de Steven Shainberg, amén de trabajar con nombres tan ilustres como los de Sam Mendes, Christopher Nolan, Oliver Stone, Sidney Lumet, John Sayles y John Waters, entre otros. La actriz neoyorquina se pasa a la dirección con la adaptación de la novela de Ferrante, en la que nos sitúa en la ficticia isla de Kyopeli, que podría ser cualquiera de las islas mediterráneas, en pleno verano, siguiendo los pasos de Leda, una profesora de literatura comparada, que se está tomando unos días de descanso. Pero todo cambiará, con la llegada a la playa de una familia autóctona tan diferentes y tan toscos y sobre todo, con Nina, una joven madre agobiada por su pequeña.

Las relaciones con esa madre primeriza, provocarán un efecto espejo en Leda, que comenzará a recordar sus difíciles años de madre joven con sus dos hijas y un marido demasiado ausente. La película pivotará entre estos dos tiempos y dos lugares, en los que tanto pasado y presente generarán un único espacio donde se analizarán todas las experiencias negativas del hecho de ser madre joven y trabajadora, todas las cosas que debe una madre rechazar, perder y sentir en pos a su nuevo rol, tan agobiante y rompedor. Gyllenhaal consigue una buena película, en la que juega con el drama personal de Leda y esos toques de terror y suspense que se engarzan con seguridad y aplomo a todo lo que se cuenta. La romántica y paradisiaca isla en la que se desarrolla la trama, chica frontalmente con las emociones invisibles y soterradas que se disparan como un tsunami en las dos madres, tanto en Leda, con la que se contará la historia, y Nina, esa madre que Leda se recuerda en ella, en ese mundo asfixiante en el que tanto una como la otra, encontrarán una vía de escape para soportar esa maternidad sin tiempo, sin vida, sin nada.

La película está apoyada en dos elementos muy importantes. Primero, el que vemos, donde los personajes van de un lado a otro y en apariencia, disfrutando del mar, de las cenas nocturnas, y de los paseos aprovechando las cálidas noches, y segundo, lo otro, lo que no vemos pero también pasa en el interior de estas dos mujeres, atrapadas en su rol de madres y perdidas en el limbo de no saber qué hacer ante tanto desbarajuste emocional, porque quieren a sus hijas, pero están deseando largarse y descansar de tanta cotidianidad. Un buen equipo técnico entre los que destacan la cinematógrafa Hélène Louvart, que tiene en su filmografía nombres ilustres como los de Varda, Doillon, Recha, Rosales, Rohrwacher, Hansen-Love, entre muchos otros, con esa luz que mezcla de forma maravillosa esa luz mediterránea con esa otra luz oscura más penetrante e inquietante, y Affonso Gonçalves en la edición, que ha trabajado con Haynes, Jarmusch, Tod Williams e Ira Sachs, amén de otro, que maneja con buen ritmo y agilidad los ciento veinticuatro minutos que abarca la película.

Si la parte técnica brilla con luz propia, las interpretaciones no se quedan atrás en absoluto, porque la directora neoyorquina, con buen criterio e inteligencia, basa su entramado argumental en unas interpretaciones donde se mira mucho y se habla menos, donde las diferentes composiciones de los personajes son cruciales para conseguir esa justa medida en la que se dicen las cosas de forma sutil, sin estridencias, como una brisa de verano al atardecer, casi sin darnos cuenta, todo cociéndose a fuego lento, con un ritmo pausado pero no detenido, contando con una inconmensurable y vital Oliva Colman, en el rol de Leda, la madre arrepentida y extraña, una de esas actrices muy british, que recuerda tanto a las Helen Mirren, Maggie Smith o Emma Thompson, entre otras, con el aplomo y la concisión perfectas, y una naturalidad desbordantes, con esa mirada y esos silencios que encogen el alma. Bien acompañada por una Dakota Johnson, olvidando esos papeles más comerciales que le conocíamos en los últimos tiempos, muy atractiva y rota, que se convierte en la otra madre, o visto como el pasado de Leda, con los mismos conflictos, terrores y esas irresistibles ganas de largarse y respirar, sin remordimientos de conciencia ni nada que se le parezca.

Luego, todo una retahíla de buenos intérpretes con una grandísima Jessie Buckley, la actriz irlandesa nos había encantado con su mirada, su porte delicado pero intenso y su preciosa melena pelirroja en cintas difíciles de olvidar como Beast y I’m Thinking of Ending Things, del gran Charlie Kaufman, metiéndose en la piel de la joven Leda, donde vamos descubriendo todos los pormenores de su experiencia como madre joven y trabajadora, y todo lo que ocurrió. Tenemos a Ed Harris, en un rol breve pero muy interesante, Paul Mescal es Will, el camarero del chiringuito con un peso importante en la trama, y luego, dos apariciones intensas como las de Alba Rohrwacher y Peter Sarsgaard, que no nos dejarán indiferentes. Maggie Gyllenhaal aprueba con nota muy alta su primera incursión como directora, porque se pone al servicio de la historia completamente, construyendo una mirada sensible, intensa y brutal sobre el hecho de ser madre, la maternidad, y una lanza a favor de todas esas mujeres que se han sentido culpables más de una vez por querer huir de sus hijas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El espía inglés, de Dominic Cooke

NUESTRO HOMBRE EN MOSCÚ.

“El trabajo de espionaje tiene una sola ley moral: se justifica por los resultados”.

Del libro “El espía que surgió del frio”, de John Le Carré

El período de la Guerra Fría comprendido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945 hasta 1991 con la disolución de la URSS. Casi medio siglo de disputas, conflictos y guerras sucias y no declaradas entre las dos grandes potencias mundiales, los EE.UU. y la Unión Soviética. El cine, como no podía ser de otra manera, se ha nutrido de este contexto y ha producido muchas películas, entre las que destacan: Se interpone un hombre  (1953, Carol Reed),  ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964, Stanley Kubrick), El espía que surgió del frío (1965, Martin Ritt), Llamada para un muerto  (1966, Sidney Lumet), Cortina rasgada (1966, Alfred Hitchcock), El hombre de Makintosh  (1973, John Huston),  El silencioso (1973, Claude Pinoteau), El cuarto protocolo (1987, John Mackenzie), El topo (2011, Tomas Alfredson), El puente de los espías (2015, Steven Spielberg), son solo algunas de las películas que tratan el tema de la Guerra Fría, a veces de forma directa, y en otras, como telón de fondo, y en realidad, en cualquier lugar del mundo donde las dos potencias mantenían intereses políticos y económicos de toda índole.

Un cine que no solo habla de una de las épocas más convulsas en el mundo, que seguía a la iniciada en la 2ª Guerra Mundial, sino que también habla de seres humanos que, en mayor o menor media se vieron involucrados en la guerra sucia de los servicios secretos, como explicaba muy bien Nuestro hombre en La Habana (1959), del citado Carol Reed, una película que guarda muchas similitudes con El espía inglés (The Courier, en el original, traducido como “El mensajero”), porque también es un hombre de negocios que es reclutado por el servicio británico, peor si en aquella el objetivo era Cuba, ahora es Moscú, la URSS, donde debe relacionarse con el oficial disidente Oleg Penkovsky. Basada en hechos reales, la película se sitúa en el contexto más caliente de la Guerra Fría, en aquellos primeros años sesenta, con el epicentro de la crisis de los misiles, en octubre de 1963, cuando los soviéticos colocaron unos misiles en Cuba apuntando a los Estados Unidos.

A partir de un guion de Tom O`Connor, que recoge la atmósfera de lo mejor del género de espías, con esas ciudades europeas oscuras, llenas de misterio, con tipos extraños de gabardinas, sombreros y maletines, despachos clandestinos y cenas donde se desarrollará la política más sucia e invisible. Una gran cinematografía llena de matices y detalles que firma todo un veterano como Sean Bobbit, que tiene en su filmografía a nombres tan importantes como Steve MacQueen, Winterbottom, Neil Jordan y Barry Levinson, entre otros, el cadencioso y brillante montaje de otro veterano como Tariq Anwar, que ha trabajado con Sam Mendes, Tom Hooper y Nicholas Hytner, entre otros. El director Dominic Cooke (Wimbledon, Londres, Reino Unido, 1966), con experiencia en teatro en el prestigioso Royal Court, y en televisión con La corona vacía, y en el cine con En la playa de Chesil (2017), protagonizada por Saoirse Ronan, basada en una novela del prestigioso Ian McEwan que también hacía el guion, situada  también en 1962, pero con el relato de un amor imposible, de un amor enquistado en las puertas de la modernidad que todavía no había llegado.

Si la parte técnica es elegante y sofisticada, el elenco artístico no se queda atrás, porque tiene un grandioso reparto encabezado por Benedict Cumberbatch en la piel de Greville Wynne, el ingeniero metido a espía, que ya había trabajado con Cooke en televisión, donde despliega todo su ingenio de la vieja escuela británica: sutileza, elegancia, estilo y sobre todo, una forma profunda de mirar y hablar cuando es totalmente necesario, y esas réplicas Made in UK. Frente a él, el georgiano Merab Ninidze, que da vida al coronel que traiciona a su país, y las mujeres, porque en toda película de espías siempre deben haber mujeres, y no mujeres de una sola pieza, de compañía, sino todo lo contrario,  mujeres de verdad, como la esposa de Wynne, que hace Jessie Buckley, con el difícil encaje de seguir con su marido, sin poder saber nada, y creyendo que tiene una aventura, y la otra mujer, Emily Donovan, un alto cargo de la CIA, que juntamente con los británicos, están al mando de toda la operación para descubrir los planes militares de los soviéticos con Cuba.

Cooke logra una película admirable, llena de sorpresas, y construyendo una trama sólida, unos personajes que brillan desde su intimidad, su valentía y sus acciones, todo contando de forma sencilla y profunda, alejándose del heroísmo y la aventura, solo con personajes de carne y hueso, metidos en un embolao de mil demonios como le ocurre al personaje de Wynne, un tipo de negocios que juntamente con el oficial soviético, ayudaron a que el mundo no estallase en pedazos, esas pequeñas victorias, que quedan invisibles para todos, y gracias a la película, las descubrimos y no solo eso, también, entendemos el grandísimo trabajo que hicieron hombres y mujeres anónimos, y vemos la historia desde otra mirada, otro punto de vista, porque la historia, como decía José Luis Sampedro: “La historia siempre hay que reescribirla, porque constantemente descubrimos hechos y personas que tuvieron una gran importancia en ella, y de las que no sabíamos nada”. Pues lo dicho, El espía inglés rescata a Wynne y Penkovsky y los pone en el lugar de la historia y la memoria que se merecen. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA