Spencer, de Pablo Larraín

LA PRINCESA TRISTE.

“Y entonces la princesa entendió que su felicidad no dependía del príncipe, sino de ella misma”.

De los nueve títulos que conforman la filmografía como director de Pablo Larraín (Santiago de Chile, 1976), muchos son retratos de personajes atrapados en unas circunstancias especiales, personas que luchan a contracorriente, sometidos a unos accidentes sociales como emocionales difíciles de llevar. Tenemos al tipo que quiere ser alguien en el mundo del espectáculo en Tony Manero (2008), a aquel otro empleado de la morgue que busca con ahínco a una mujer en los albores de la dictadura chilena en Post Mortem (2010), el publicista que diseña la campaña del “No” contra Pinochet en No (2012), los cuatro sacerdotes en penitencia de El club (2015), el poeta Neruda perseguido por su gobierno en Neruda (2016), Jackie Kennedy después del asesinato de su marido en Jackie (2016), la rebeldía y la culpa de una joven en Ema (2019). El director chileno continúa con sus retratos íntimos y profundos con Spencer, y mirándose al espejo de Jackie, acota en tres días su acción, los que van de la Nochebuena al día de San Esteban, y casi en una sola localización, la finca de Sandringham, donde la familia real británica pasará estos días de Navidad.

Larraín nos cuenta estas 72 horas en la mirada de la princesa Diana, una mujer perdida y solitaria, como deja bien reflejado la apertura de la película con Diana a toda velocidad en su flamante bólido, pero se detiene y no sabe hacia adonde ir, y entra en un bar de carretera, dejando a los parroquianos atónitos con su presencia. Llegará la última, y hará lo imposible para estar con sus dos hijos y pasar de las celebraciones de la familia. La veremos vagando por los alrededores, hablando con algunos empleados hostiles como el Mayor Alistair Gregoy, un sabueso guardián recto y serio como la familia real, y otros, más cercanos y fantásticos como Maggie, su vestidora, que se tratan como amigas del colegio. La película crea una atmósfera propia del cine de terror, con esa neblina y oscuridad, obra de la cinematógrafa Claire Mathon (responsable de películas como El desconocido del lago, de Alain Guiraudie, y Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma), y la princesa convertida en un fantasma errante que vaga entre las tinieblas sin ningún tipo de consuelo, arrastrando unas cadenas muy pesadas.

El guion de Steven Knight (que ha escrito para autores tan importantes como Frears, Cronenberg, y ha dirigido sus propias películas y ha creado series exitosas como Peaky Blinders), lo mira todo desde el rostro triste y melancólico de Diana, una presa que hace lo imposible por huir y ser ella misma, junto a sus hijos, alejándose de una familia llena de apariencias, falsedad e hipocresía, como dejará evidente sus encuentros con el príncipe Carlos y Camilla, y con la Reina, donde abundan las miradas cortantes y los silencios incómodos. La excelente banda sonora de Jonny Greengood (guitarrista de los Radiohead y ahora metido a compositor para el cine en su estrechísima colaboración con el gran director Paul Thomas Anderson), ayuda a crear ese deambular cansino y pesado de Diana, y esos momentos sobrenaturales, donde la princesa refleja su estado de ánimo en sus visiones del pasado y de los suyos), el montaje de Sebastián Sepúlveda, la cuarta que hace para Larraín, condensa de forma brillante y ágil toda ese camino laberíntico que siente Diana.

El reparto está inconmensurable, lleno de matices y espacios oscuros como evidencian el citado Mayor, que hace un extraordinario Timothy Spall, del que sobran las presentaciones, bien secundado por Jack Farthing como Príncipe Carlos (que hemos visto en la serie Poldark, y a las órdenes de Lone Scherfig, entre otros), y también, tenemos la otra cara, mucho más amable e íntima en la piel de una fantástica Sally Hawkins. Aunque la parte fundamental de la película, donde se apoya todo su entramado es en Kristen Stewart, impresionante en la piel de la princesa Diana, en uno de los personajes de su vida, amén de los que hizo para Kelly Reichardt y Olivier Assayas, a la que vemos completamente insertada en Diana, con ese imponente vestuario que firma una grande como Jacqueline Durran (que trabajó en Eyes Wide Shut, de Kubrick, y en las películas de Joe Wright), y como se mueve, como mira y como habla y calla, revelándose como la excelente actriz que es, y que ya había dejado varias muestras en las películas citadas. Diana no es solo un personaje más para Stewart, es la confirmación de que otros trabajos, igual de intensos, la esperaran muy pronto.

Larraín consigue una película dura, reveladora y llena de misterio, con una Diana magnetizada, casi hipnótica, llena de secretos, presa de su familia real, de un esposo que ya está con otra, y una reina que no la soporta, porque Diana es una mujer valiente, llena de esperanza, que no quiere pudrirse entre oro y poder, sino vivir su propia vida y ser ella misma, aunque le cueste el ostracismo y la sacudida de la realeza británica y de la prensa del corazón, que no la deja en ningún instante. El director chileno nos muestra todo aquello que ocurre detrás de las puertas, que en la realidad nunca sabremos la verdad al detalle, pero la película lo imagina y quizás, las cosas en la realidad hayan ocurrido de otra manera, pero los sentimientos de Diana, seguramente no están muy lejos del retrato que hace la película, porque todo se puede disimular y engañar, pero la mirada nunca miente, la mirada refleja todo lo que nos ocurre, todo lo que se cuece en nuestro interior, porque la mirada por mucho que se empeñe, nunca puede mentir, y siempre reflejará lo que somos y como nos sentimos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Petite Maman, de Céline Sciamma

NELLY Y MARION TIENEN UN SECRETO.

“Todo está en la infancia, hasta aquella fascinación que será porvenir y que sólo entonces se siente como una conmoción maravillosa”.

Cesare Pavese

De las cinco películas que componen la mirada de Céline Sciamma (Ponotise, Francia, 1978), es recurrente el tema de la edad temprana, tanto de la infancia en Tomboy (2011), como de la adolescencia en Naissance des Pieuvres (2007), su opera prima, en Girlhood  (2014), y en Cuando tienes diecisiete años (2016), de André Techiné, en la que actuó como coguionista. Todas ellas retratos de diferentes formas, estilos e intimidades, sobre los primeros amores, la transexualidad, la diversidad cultural, la violencia, etc… Después de la grandiosa Retrato de una mujer en llamas (2019), la que elevó el genio de Sciamma hacia los altares del cine, en las que nos transportaba a la Francia del siglo XVii, a través del amor entre una pintora y su modelo. La directora francesa vuelve a la infancia, a los primeros años, a los que ya retrató como coguionista en La vida de Calabacín (2016), de Claude Barras, excelente cinta de animación stop-motion sobre unos niños desamparados.

Ahora, lo hace con Petite Maman, una deliciosa e íntima película sobre una niña llamada Nelly, de ocho años que, después de perder a su abuela, va junto a sus padres a la casa de la fallecida para vaciarla. Una casa limítrofe con un bosque donde se tropezará con un secreto, porque entablará amistad con Marion, otra niña de su misma edad, que al parecer es su madre. Sciamma compone un delicado cuento de hadas, construyendo una película sencillísima y sensible, donde huye de todo artificio y piruetas argumentales o narrativas, para centrarse en ese maravilloso encuentro, o podríamos decir, reencuentro, nunca lo sabremos. Desmonta todo tipo de géneros, y nos sumerge en un extraordinario y conmovedor drama sobre la infancia, sobre el duelo en la infancia, sobre mirar al otro, sobre entender al otro, en un tiempo indeterminado, sin tiempo, en un espacio que es la misma casa, con leves pero significativas variaciones, y un bosque mágico, un universo totalmente infantil, donde los adultos siempre aparecen desde fuera, en el que todo lo que sucede solo es de ellas, esas confidencias, esas miradas, esos juegos, y sobre todo, el secreto que las ha juntado, las ha encontrado en el tiempo de la infancia de la madre, que la hija visita después de tantos años.

La cineasta francesa vuelve a contar con la cinematógrafa Claire Mathon, que ya estuvo en Retrato de una mujer en llamas, en otro trabajo apasionante, intenso y estilizado, aprovechando la luz natural tanto en los exteriores como interiores, creando toda esa luz que nos sumerge en el bosque, con esa cabaña como centro neurálgico de toda la trama, y la casa, la misma, que ejerce como lugar mítico y fabulador para toda la experiencia interior que viven tanto Nelly como Marion, una luz que nos acoge mediante planos largos todo el espacio de la película, sumamente cotidiano, pero a la vez, con ese toque fantástico, como de otro tiempo. El montaje lo firma Julien Lacheray, presente en todas las películas de Sciamma, donde realiza un grandísimo trabajo de delicadeza y cadencia, donde todo se desarrolla bajo el amparo de la fisicidad, donde cada corte nos lleva de un tiempo a otro, y al actual, todo muy sutil y sin estridencias, sumergiéndonos en ese otro tiempo no tiempo, donde tanto madre como hija tienen la misma edad y disfrutan y comparten de su tiempo juntas.

Petite Maman tiene el aroma que desprendían las Ana e Isabel de El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, Ponette (1996), de Jacques Doillon, Nana (2011), de Valérie Massadian, y las Frida y Anna, las dos niñas de Verano 1993 (2017), de Carla Simón, títulos que nos acercaban la infancia desde una perspectiva infantil, con sus miradas, sus juegos, sus confidencias, soledades y tristezas, donde la cámara descendía para mirarlas frente a frente, de igual a igual, cimentando la película a través de su tiempo, con sus existencias, pausando cada encuadre, asistiendo a la vida desde otro ángulo, otra mirada, encogiéndonos en otro tiempo, otro lugar y otra mirada, mucho más profunda, más calmada, y en otro universo. Rendirse y aplaudir a rabiar la maravillosa elección de las dos hermanas Joséphine y Gabrielle Sanz para encarnar a Nelly y Marion, respectivamente. Porque las dos niñas debutantes, no solo hacen creíbles sus personajes, sino que los envuelven en una deliciosa naturalidad y espontaneidad que, en muchos instantes, se acerca al tratamiento documental, a través de unas maravillosas interpretaciones resplandecientes, que son todo el epicentro del relato y las diferentes relaciones y conflictos que coexisten en la película.

Sciamma ha vuelto a emocionarnos y maravillarnos con su mirada sobre la infancia, filmada en la ciudad de Cergy, donde la directora creció, acompañándonos en este ejemplar y brillantísimo cruce entre el drama íntimo, el fantástico y lo rural, sobre  las difíciles relaciones materno-filiales, sin olvidarse de los adultos, con esa madre que huye de los conflictos, y ese padre en sus cosas, y mientras tanto, dos niñas, madre e hija, se han encontrado, y no solo eso, que entre las dos viven su propio duelo, entre este espacio-limbo cinematográfico que la película evoca de forma apasionante, honesta y sencillísima, en un interesante ejercicio donde todos nosotros no solo nos vemos reflejados en la relación que propone la película, sino que cada uno en su imaginación o no, ha vislumbrado como sería el encuentro con nuestras madres o padres cuando eran niños, quizás, como explica Sciama, no se trata solo de imaginarlo, sino de vivirlo, y sobre todo, sentirlo para que de esa manera se produzca y ocurra dentro de nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma

UN AMOR PROHIBIDO.

Desde que conocimos la obra de Céline Sciamma (Pontoise, Francia, 1978) nos hemos rendido a su mirada, tan íntima y bella, revelándose como una observadora inquieta y lúcida que explora con determinación y paciencia las relaciones sinceras y honestas que van construyendo sus personajes, sumergiéndose con sensibilidad y delicadeza para atrapar la amistad y el amor, en mitad de los conflictos que se van desatando en entornos normalmente hostiles, ásperos y demasiado cerrados en sí mismos. En su debut Naissance des pieuvres (2007) una adolescente se sentía fascinada por una compañera de clase, en Tomboy (2011) una niña se hace pasar por niño, hecho que se despertará los sentimientos de una amiga. Y en Girlhood (2014) en la que retrata a una chica desplazada de su entorno que encontrará cobijo en un grupo de chicas liberales. Sus retratos contemporáneos, muy de aquí y ahora, excelentes miradas sobre nuestro tiempo actual, dejan paso en Retrato de una mujer en llamas a un tiempo histórico y una atmósfera aislada del mundo, como es esa isla de la Bretaña francesa de 1770, en las cuatro paredes de una casona capitaneada por una condesa rígida e inflexible. Un lugar solitario e inhóspito donde llegará Marianne, una pintora que recibe el encargo de la aristócrata de retratar a su hija Héloïse, como regalo para su próximo enlace, con la condición que no podrá posar para ella, una chica recién salida del convento para desposarla.

Sciamma desarrolla una pasión igualitaria y bellísima, a través de la recreación de una verdad histórica a través de una ficción excelentemente moldeada y filmada, deteniéndose en las poderosas miradas y detalles de sus personajes, desde sus dos protagonistas, la criada y sus conflictos, o esa matriarca inflexible con el devenir de su hija, construyendo una película austera y desnuda, de magníficos encuadres, con unos decorados casi invisibles, a partir de tres únicos espacios, el estudio donde pinta Marianne, la cocina donde se alimentan y se relacionan con Sophie, la criada, y por último, esos largos paseos junto al acantilado que rodea la isla. Tres espacios filmados con la quietud y la elegancia necesarias de una cineasta creadora de atmósferas y sutilezas, donde iremos conociendo los conflictos interiores y exteriores que azotan a las protagonistas, donde la mirada de Marianne será la elegida para mostrarnos la narración y sus personajes, una artista que la conoceremos en su intimidad, tanto en su oficio como en su persona, a través de sus bocetos, sus ideas, sus rasgos pictóricos, y demás trabajos intensos y apasionados para captar la luz, los detalles y las formas y los complementos del rostro triste, ausente e invisible de la desconocida Héloïse.

La directora francesa plantea su película a través de dos partes bien diferenciadas, en la primera, asistimos al encuentro entre la artista y su modelo, entre esos paseos diurnos y esas largas noches donde la pintora agudiza su memoria para dibujar a la retratada. En la segunda mitad, y aprovechando la ausencia de la condesa, la amistad entre las dos mujeres se vuelve más intensa, más cercana, la artista y la modelo, o lo que es lo mismo, la que mira y la que es observada, dos mujeres que se disiparán para encontrar a dos almas inquietas, libres de corazón, encerradas en una sociedad que las invisibiliza, que las oculta, en la que se les prohíbe ser quiénes son, sus deseos más ocultos, donde no pueden dar rienda suelta a sus formas de pensar, a sus sentimientos, y a sus pasiones más secretas. Es en ese instante, donde la película se centra en ellas dos, en sus caracteres, donde las descubrimos de verdad, donde nos rendimos a sus deseos e ilusiones, donde la pasión se desborda y las dos mujeres disfrutan del momento, sin obstáculos ni autocensuras, de lo que sienten y de su amor.

Todo está contado con solidez e intensidad, a través de una dulzura y elegancia magníficas, sin caer en el sentimentalismo ni nada que se le parezca, con unas imágenes sobrecogedores que nos congelan el ánimo, sujetándolo con fuerza, con esos instantes poéticos y líricos en que todo se suspende en el aire, donde el tiempo se desvanece y las fuerzas del amor se apoderan del ambiente, como si la fuerza inspiradora y arrebatadora de estas dos mujeres nos atrapará sin remedio, dejándonos llevar hacia lo más profundo de nuestra alma, donde nos encontramos con esa luz tenue y cálida, que traspasa muros y puertas infranqueables, obra de Claire Mathon (responsable entre otras de Mi amor o El desconocido del lago, otras muestras del amor y la pasión desaforadas) o el estupendo montaje de Julien Lacheray (editor de todas las películas de Sciamma) con esas conduntendes e invisibles elipsis y los maravillosos planos secuencia en la que vemos con todo lujo de detalles el trabajo de la pintora, o las elegantes y sinuosas composiciones, tanto en la cocina como en esos paseos junto al acantilado, donde el tiempo se detiene, donde todo parece diferente, donde las cosas y los sentimientos se desatan y se lanzan a ese abismo de la pasión y el amor.

La maravillosa pareja protagonista en la que vemos la sutileza de sus gestos y miradas, sobre todo sus miradas, porque como se miran estas dos mujeres, con Adèle Haenel como la desdichada Héloïse, que repite con Sciamma, mostrando su rigidez del inicio para luego ir destapándose a aquello nuevo, inesperado y dulce que la va atrapando, frente a Noémie Merlant como la pintora, esa mujer tan liberal, tan especial y tan diferente de Héloïse, pero a la vez también barrada en esa sociedad patriarcal que dirige las vidas y las ilusiones de las mujeres. Desde Carol, de Todd Haynes, no asistíamos a un canto a la libertad de amar, del amor en mayúsculas, del amor entre mujeres de verdad, de esos que se recuerdan, de los que no hay dos iguales, de ese amor sincero y honesto, de ese amor que rompe barreras sociales, de frente, cara a cara, de esos amores que estallan, donde la composición de Vivaldi y sus estaciones, sobre la de la primavera, casa de fábula con esos sentimientos que invaden el alma de las dos mujeres, que sentimos los espectadores, que nos invitan a dejarnos llevar por aquello que procesamos, porque el amor es un sentimiento complejo, fugaz, efímero, algo que llega y raras veces permanece, pero lo que sí nos despierta en mitad de la noche es aquel recuerdo íntimo y profundo que sentimos y que jamás podremos olvidar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA