El valle de la esperanza, de Carlos Chahine

LA MUJER TRISTE. 

“La historia de la mujer tiene que ver más con lo que se calló que con lo que se dijo”.

Irene Muñoz 

Érase el verano de 1958, en un valle remoto de las montañas libanesas, una familia muy cristiana y conservadora ha huido de la vorágine revolucionaria de Beirut para refugiarse en la paz y el remanso del pueblo. Layla es la hermana mayor de tres hermanas, casada y madre de un hijo. Su vida es anodina, demasiado cotidiana y anodina, sin más, vive en una falsa libertad e independencia, atrapada en un matrimonio impuesto que soporta con tristeza y desesperanza. Su existencia gira alrededor de un padre y un marido que deciden su destino y sus quehaceres diarios. Todo esa calma aburrida y violenta se ve amenazada con la llegada de unos veraneantes franceses. Hélène, una madre demasiado protectora, y Charles, un joven doctor que despertará en Layla un deseo oculto y reprimido, y quizás, una forma de evadirse de tan triste realidad, porque ese verano donde el joven país está envuelto en encontrar el equilibrio entre la mayoría musulmana y la minoría cristiana, también, hubo otra revolución,la de las mujeres como Layla, más íntima y personal, que quieren vivir su vida a pesar del tremendo machismo y patriarcado en el que les ha tocado vivir. 

Su director, Carlos Chahine (Líbano, 1958), al que conocíamos por su trabajo como actor bajo las órdenes de su compatriota Ziad Doueiri en películas tan interesantes como El insulto (2017), hace su puesta de largo mirando al pasado de su país, una tierra de la que se exilió en 1975, y volvió hace en 2018 para dirigir una trilogía sobre la familia a partir de tres cortometrajes. La familia, el pasado de su tierra y las mujeres vuelven a ser las raíces en las que se apoya la trama de El valle de la esperanza, escrita en colaboración con Tristan Benoit, donde todo está contado con pausa, con detalle y extrema sensibilidad, sin caer en lo sensiblero ni el dramatismo efectista, aquí todo se desarrolla bajo la mirada de su protagonista Laya, sin monopolizar la historia, dejando espacio a los demás conflictos que giran en torno a ella, y sus dos hermanas, también encerradas en ese palacio de cristal vacío, como le ocurría a Madame Bovary, de Flaubert, que es la novela que una de las hermanas está leyendo. Tiene el mismo aroma que películas como Mustang (2015), de Deniz Gamze Ergüven, y Papicha (2019), de Mounia Meddour, donde vemos a mujeres jóvenes encerradas en familias patriarcales y los ecos de una revolución interna. 

Estamos ante una película que nos desborda con muy poco, dejando que todo se cuente a fuego lento, desde el interior de su principal protagonista, sin prisas y sin exquisiteces que no vengan al caso. Un melodrama sobrio y tranquilo, muy bien filmado y exquisito, como los podían hacer Max Ophüls y Douglas Sir, en que lo íntimo y lo más personal convive y se desenvuelve en una sociedad muy agitada y en proceso de disputa, en que las mujeres reciben por todas partes, porque la revolución nunca va a mejorar su situación vital del país, unos ideales machistas que se preocupan por la libertad del país, y no de las que tienen en casa aprisionadas. La luz brillante y dolorosa de la película, que firma el cinematógrafo Thomas Bataille, ayuda a hacernos partícipes a los espectadores, removiéndonos a partir de los contrastes que se respiran a lo largo del argumento, así como el rítmico y ajustado montaje de Gladys Joujou, de la que hemos visto sus trabajos para Alejandro Magno, de Oliver Stone, Alma mater, de Philippe van Leeuw, entre otros, en un específico trabajo en una película de sólo 83 minutos de metraje, y finalmente, la excelente música de Antonin Tardy, que ayuda a revelarnos aquello que las mujeres sienten y callan por imposición. 

Una película que se sostiene a partir de lo que no se dice, de todo lo que callan las distintas mujeres que pululan por su trama, necesitaba un buen plantel de intérpretes que transmitan todo ese silencio impuesto y doloroso, y lo consigue con composiciones de verdad, de esas que se te agarran al alma, porque lo cuentan todo sin apenas palabras, a través de miradas, gestos, y demás. Tenemos a la magnífica Marilyne Naaman, que consigue conmovernos con lo mínimo todo el abanico de complejidad y silencio en el que vive su desdichada Layla, en una mezcla de belleza marchita por su interior, tan desolado como ansioso de romper esa cárcel donde la han obligado a no respirar. Nos encontramos con la gran Nathalie Baye, poco hay que decir de una de las últimas grandes damas de la cinematografía francesa con más de medio siglo de carrera, aquí haciendo de una madre demasiado encima de su hijo pero con ternura, Antoine Merheb Har es el hijo, un doctor llamado Charles, el hombre que despierta el deseo y la pasión a Layla, el forastero que rompe la cotidianidad enfangada en la que vive. Y luego, una retahíla de buenos intérpretes como Pierre Rochefort, Talal Jurdi, Ahmad Kaabour, Christine Choueiri, Joy Hallak y Rubis Ramadan, entre otros y otras, que consiguen esa profundidad tan importante para una película de estas características. 

Sólo me queda celebrar una cinta como El valle de la esperanza, y a su director Carlos Chahine, y que en futuro no muy lejano, podamos seguir viendo su cine, porque es un cine que nos habla a nosotros, que nos relata esa intimidad de cuando las puertas de las casas se cierran, de todo eso que se nos oculta, que desconocemos, de todas los pequeños dramas y tristezas como las de una mujer como Layla y sus hermanas, y tantas mujeres que han sufrido y sufren el patriarcado de aquellos que luchan por la libertad y olvidan empezar por su entorno más próximo. Deseo que la película encuentre su público, una audiencia que se emocionará con el relato que nos cuenta, y la sensibilidad y ternura que destila en cada plano, en cada encuadre, su forma de acercarse a una historia compleja sin caer en la estridencia ni el dramatismo exagerado, sino todo lo contrario, con detalle, con sutileza y conmoviendo al espectador, que la disfrutará por su narrativa y la sufrirá por su argumento, porque nos habla de tantos silencios vividos a lo largo de la historia de la humanidad, y que alguna vez, algunos se rompen y ya no hay vuelta atrás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Mounia Meddour

Entrevista a Mounia Meddour, directora de la película “Houria”, en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el miércoles 28 de junio de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Mounia Meddour, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Martin Samper, por su gran labor como intérprete, y a Lara P. Camiña y Sergio Martínez de BTeam Pictures, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Izaskun Arandia

Entrevista a Izaskun Arandia, directora de la película “My Way Out”, en el marco del D’A Film Festival, en el Teatre CCCB en Barcelona, el martes 28 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Izaskun Arandia, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial, y al equipo de comunicación del D’A Film Festival. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

My Sunny Maad, de Michaela Pavlátová

LAS MUJERES AFGANAS. 

“No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar, estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar”.

Angela Davis

La novela “Frista”, de la corresponsal de guerra y activista humanitaria Petra Procházková, en la que explica su experiencia personal de su matrimonio con un afgano desde un modo realista, crudo, muy profundo y sensible, a través de aquellos viviendo en el Kabul post talibán. La cineasta Michaela Pavlátová (Praga, Chequia, 1961), encontró en la novela de Procházkova la materia perfecta para hablar de una mujer checa en mitad de una sociedad completamente diferente en la que su amor se verá sometido a la voluntad de una sociedad machista. Un guion escrito por Ivan Arsenyev y Yaël Giovanna Lévy, donde nos explican de un modo muy cercano y transparente la vida de Herra, una joven solitaria universitaria que conoce a Nazir del que se enamora, y con él se van a vivir a Kabul en Afganistán, ese país aún militarizado y recogiendo los escombros de años de dictadura talibán. En ese contexto tan extraño para ella, vivirá con la familia de su amado: un abuelo liberal que defiende los derechos de la mujer, una cuñada maltratada por un marido celoso y estúpido, y la llegada de Maad, un niño discapacitado y abandonado que Herra y Nazir acogen como su hijo. 

La película muestra con claridad y solidez el conflicto social que impregna la atmósfera de la historia, con el trabajo en la embajada estadounidense y el choque entre una vida conservadora y patriarcal con otra más moderna y equitativa. El exterior de Kabul queda reflejado al detalle y sin estridencias de ningún tipo, en el interior del hogar, donde se desarrolla la trama de la película, en la que con intimidad e intensidad sorprendentes, vamos conociendo los diferentes roles de las mujeres frente a los hombres, la invisibilidad en la que viven y el sometimiento continuo. La cinta huye del manido film de buenos y malos, para adentrarse en una investigación profunda y magnífica desde la posición de la mujer, pero sin caer nunca en discursos y proclamas panfletarias, todo está muy bien medido y ajustado a la personalidad de cada mujer, de cómo cada una reacciona ante la injusticia y demás situaciones adversas que se producen en el interior de ese hogar afgano. Seguimos la experiencia de Herra en su eterno conflicto de una europea avanzada y capacitada en un rol completamente diferente siendo la esposa de un hombre, aunque veremos su evolución y su resistencia a no ser solo eso, a ser más, a ser ella y tener un trabajo y ser madre de un modo diferente muy alejado a lo convencional. 

La película se detiene en la mirada y el gesto de las mujeres, en sus diálogos y confidencias y apoyo emocional. En ese sentido, la película nos habla como a susurros, sin alzar la voz, ni recurrir a recursos tramposos y condescendientes, sino optando por acercarse a una realidad que, a veces puede ser muy compleja y llena de oscuridades. Con un estilo visual impecable y lleno de concisión, la película trabaja a partir de una animación realista, en la que consigue mostrar y ser explícito cuando la situación lo requiere, donde la animación se convierte en el mejor vehículo para contar todo aquello que está ahí, pero que no vemos sino escarbamos con decisión. La parte técnica es magnífica, porque nos acerca y a la vez, nos sitúa en esa posición de testimonio asistiendo a esa mezcla de dureza, incertidumbre y humor, a partir de la entrada de Maad, el niño discapacitado que aporta madurez, inteligencia y muchas risas, por su forma de enfrentarse al conflicto y la injusticia. Tenemos a los músicos y hermanos Evgueni y Sacha Galperine, que han compuestos bandas sonoras originales para nombres tan importantes como los de Asghar Farhadi, Andrey Zvyagintsev, François Ozon, Kantemir Balagov, Marjane Satrapi, Audrey Diwan, entre otras, que componen una música muy especial que detalla esas partes duras de la historia, así como esos otros instantes donde la armonía y la familiaridad se tornan más evidentes y cercanas. 

Creo que sería una buena noche de cine la sesión doble que compondrían My Sunny Maad, por un lado, y Las golondrinas de Kabul (2019), de Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec, otra joya incontestable de la animación, en la que nos sumergían en la situación de Zunaira y Mohsen, dos jóvenes enamorados, en medio de ese Kabul dominado por los talibanes, que resisten a pesar de todo y todos. Déjense de las fábulas simplistas y las mentiras que les han contado desde los medios internacionales que abogan por la transparencia y el rigor informativo, cuando solo son escaparates de la política internacional interesado y especulativa, que cuentan una versión muy alejada de la realidad y sobre todo, de la intimidad de la vida real y cotidiana de las afganas y demás, en un país que lleva décadas azotado por la cruenta e inútil guerra que ha destrozado anímicamente y físicamente un país lleno de riquezas y no me refiero a las materiales, sino a las emocionales, a las que valen de verdad. My Sunny Maad, de Michaela Pavlátová es uno de esos estrenos que merecen y mucho el coste de la entrada de un cine, porque debemos aplaudir el gesto y el esfuerzo de las distribuidoras Pirámide Films y BarloventoFilms por estrenarla en nuestro país y difundirla, entre tanto estreno superfluo e intrascendente que sólo ocupa un espacio valioso que impide que valiosísimas películas como esta y otras, no dispongan de su espacio para llegar al público que quiere conocer esas vidas anónimas que están ahí y a nadie parece importarles, y son las que mejor explican la situación de las mujeres y también, a nivel político y económico de un país como Afganistán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Joyland, de Saim Sadiq

SER POR ENCIMA DE TODO. 

“La identidad de una persona no es el nombre que tiene, el lugar donde nació, ni la fecha en que vino al mundo. La identidad de una persona consiste, simplemente, en ser, y el ser no puede ser negado”.

José Saramago

En toda mi experiencia como espectador de cine, que ya abarca más de tres décadas,  solamente recuerdo haber visto dos películas pakistaníes. Una de ellas, El silencio del agua  (2003), de Sabiha Sumar, que mezclaba la experiencia personal de un joven enamorado contra la islamización de la dictadura de 1979. La otra, más reciente, El viaje de Nisha (2017), de Iramb Haq, filmada en Noruega, en la que una joven lucha contra el patriarcado de su familia. Así que, una película como Joyland es muy bienvenida, porque el cine de Pakistán no se prodiga mucho por estos lares. El director Saim Sadiq, nacido en Lahore (Pakistán), ambienta su ópera prima en su ciudad natal, y lo hace después de ocho cortometrajes, entre los que destaca Darling (2019), una pieza de 16 minutos, protagonizada por la actriz trans Alina Khan, que interpreta a una joven que que quiere hacerse un sitio con su espectáculo de danza erótica mientras descubre el amor. 

Buena parte del argumento, estética y protagonista de Darling, vuelven a ser parte importante en Joyland, en un guion escrito por Maggie Briggs y él mismo, en que el director pakistaní nos cuenta el conflicto de Haider, un joven que es un hombre diferente, alguien demasiado sensible y tranquilo para el hombre religioso y familiar del que se espera en su familia. La cosa aún se tensará más cuando Haider encuentra trabajo como bailarín de danza erótica en el espectáculo de Biba, una artista trans de la que se enamora, ocultándoselo a su mujer Mumtaz y a toda su familia. Sadiq teje una película muy emocionante e inteligente donde prevalece la construcción de la identidad en un enfrentamiento entre Haider, que se esconde de los demás y vive con el miedo constante de ser descubierto, y Biba, que es todo lo contrario, porque muestra quién es y se enfrenta a quién sea. Y luego, se centra en el amor entre Haider y Biba, un amor a contracorriente, fuera de la norma, en el que se dejan llevar por la pasión y el deseo. Todo esto lo mezcla con los otros, la familia de Haider, con una esposa que cada vez se siente más sola, un hermano y cuñada demasiado cuadrados, y un padre conservador que prohíbe cualquier atisbo de libertad en su casa. 

Una película que es un viaje personal e íntimo de su hilo conductor, el tal Haider, en su proceso de ser y estar, que no es poco por el contexto en el que vive. Una historia con mucha ironía, como la que hace referencia a su título Joyland, ese país de disfrute, de atracciones, de luces de neón y demás, que para ser hay que ocultarse de los demás, toda una triste realidad de un país con contrastes tan significativos. La película no solo es magnífica en lo que cuenta, sino también en cómo lo cuenta, porque brilla en su parte técnica con una cinematografía de Joe Saade, que recientemente estrenó Costa Brava, Líbano, de Mounia Akl, con esa imagen de 4:3 y una estética oscura mezclada con esas luces fluorescentes y neón que tanto acostumbran las películas chinas, el excelso montaje de Jasmin Tenucci y el propio director, en el que consiguen una película que fusiona la fisicidad con los números musicales y la pausa con sus personajes dubitativos, en una cinta que se va a las dos horas de metraje. La música de Abdullah Siddiqui construye de forma admirable y sentida, y acompaña los diferentes estados de ánimo en los que viven los atribulados personajes. 

Joyland tiene todos los ingredientes de forma y fondo bien contados, estudiados y detallados, donde no falta realidad y poética, por eso el elenco no podía desentonar en un relato que se detiene en todos los detalles. Un reparto lleno de sabiduría, donde se impone una naturalidad e intimidad que desborda la pantalla, acercándonos a esa atmósfera dividida entre lo que desean los diferentes personajes y la realidad tan dura y cortante en la que viven. con una Alina Khan, que repite con Sadiq, espectacular, una mujer de bandera que vive su identidad con la más absoluta normalidad y enfrentándose a todos y todas, como deja clara la portentosa secuencia en el metro. Junto a ella Ali Junejo, actor conocido en Pakistán, que da vida a Haider, un hombre atrapado en una sociedad demasiado patriarcal y anticuada, que todavía mantiene valores que atentan contra la libertad y la identidad individual. Tenemos a Rasti Farooq como Mumtaz, la esposa de Haider, una mujer también atrapada, alguien que cada vez está más sola y necesitada en todos los sentidos. Y luego, los otros: el hermano y la cuñada, que interpretan Sameer Sohail y Sarwat Gilani, respectivamente, y el padre que hace Salmaan Peerzada, que viven de forma tradicional e hipócritamente. 

Celebramos que una distribuidora como Surtsey Films, siempre atenta a descubrirnos cinematografías nada convencionales y muy interesantes, haya puesto sus ojos en una película de estas características y haya decidido estrenarla junto a Filmin, porque estamos ante una película sobre la libertad y todo lo que una palabra tan denostada y apropiada conlleva, que no es poco. con Joyland hemos disfrutado y sufrido porque cuenta una historia tan emocional y personal, sino por su forma de contarla, tan real, tan llena de vida, de sentimientos y de amor, y sobre todo, alejándose de ese sentimentalismo y buenismo que tanto daño hacen en el cine y en la vida, porque la vida y la realidad van por otro lado, y en demasiadas ocasiones la sociedad y la ley imperantes van en contra de las necesidades y deseos de las personas que solo quieren que las dejen en paz y vivir su identidad de forma tranquila y natural, solo eso, y enamorarse de quién sea, de cómo sea y sobre todo, sin que nadie los critique y los juzgue por el simple hecho de ser diferente y no entrar en el canon establecido en el que viven y piensan. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Camila saldrá esta noche, de Inés Barrionuevo

LA JOVEN REBELDE.

“Yo vine a este mundo para ser libre y no esclava. Vine para vivir, no para figurar como una mera existencia. Vivo para ser persona y no objeto. Con mis pies aparto toda etiqueta con la cual se pretende controlarme. Me tomo la atribución de cuestionar las verdades asumidas y de hacer profano lo que por siglos se ha tenido pro sagrado”

Alejandra Pizarnik

Las tres películas que había estrenado la cineasta Inés Barrionuevo (Córdoba, Argentina, 1980), profundizan sobre la adolescencia y el entorno familiar. Tanto en Atlántida (2014), como en Julia y el zorro (2018), un pueblo en los ochenta, y una casa aislada de la sierra, ambas situadas en la provincia de Córdoba. En Las motitos, ambientada en un barrio, al igual que Camila saldrá esta noche, en el que la adolescente-protagonista, a la separación de sus padres, se traslada a la ciudad de Buenos Aires, junto a su madre y hermana pequeña. Deja el instituto público y las luchas reivindicativas para sumergirse en un mundo completamente diferente. Vive en la casa de la abuela, que está moribunda en el hospital, y acude a un instituto religioso de uniforme, donde pronto entablará amistad con otros compañeros, y se introducirá en ese universo de pura apariencia, donde siempre hay espacio para ser libres y rebeldes.

La directora argentina coloca a su maravillosa e inolvidable protagonista en el centro de todo, porque veremos ese entorno hostil y ajeno siempre desde su mirada. Una mirada inquieta, rebelde y libre, una joven que lucha por un aborto libre y público, por su libertad sexual, contra el acoso machista y escolar, y demás, como comprobaremos a lo largo del metraje, y sobre todo, por ser libre y romper tantas ataduras que impiden ser y sentirse libre. La película coescrita por Andrés Aloi y la propia directora, es de aquí y ahora, tratando temas candentes de la actual sociedad argentina, pero no solo se queda ahí, va mucho más allá, y es donde radica toda su fuerza e inteligencia, porque también puede verse como una reflexión profunda y nada condescendiente del paso de la adolescencia a la edad adulta, situándonos en un año escolar, o casi, donde Camila y sus compañeros están cursando el último año de secundaria, en un tiempo de tránsito, de descubrimientos, de experiencias, de construir una identidad, o simplemente, descubrir y descubrirse, de forma libre y real, alejándose de tantos convencionalismo y etiquetas.

El ejemplar trabajo de cinematografía de Constanza Sandoval, construyendo una película donde hay momentos de agobio y muy asfixiante, con otros donde la joven y sus amigos salen de noche, bailan, beben y se drogan, dando rienda suelta a una libertad de la que carecen en su vida diaria, con esos planos cerrados, donde siempre vemos una parte de un todo, en el que es tan importante todo lo que vemos como lo de fuera, que nos llega en off. El magnífico montaje de Sebastián Schajer, también contribuye a esa atmosfera opresiva que se mueve entre dos mundos antagónicos, en que el exterior es ahogante y el interior es pura libertad y sobre todo, rebeldía, porque la película aboga por una rebeldía de inconformismo que mire los conflictos de frente, rompiendo muros que solo han servido para anular vidas y convertir a las personas en meros consumidores y autómatas. Camila representa todo lo contrario, una juventud que ha venido a cambiar las cosas, a vivir de forma libre y a enterrar tanta injusticia, insolidaridad e impunidad contra las mujeres libres.

Una película que sustenta mucho de su relato en la interpretación de los personajes, en todo aquello que dicen, pero también, callan, tiene un equilibrado y estupendo reparto en el que sobresale una maravillosa y sorprendente Nina Dziembrowski, en su primer papel protagonista, después de debutar con la película Emilia (2020), de César Sodero, se mete en el cuerpo y el alma de una Camila, que suavemente va introduciéndose en esa atmósfera del instituto, de primeras reacia, y luego, de forma total y experimentando con todo y todos, donde se relacionará con Pablo, homosexual y atrevido, interpretado por Federico Sack, y como no, con Clara, una maravillosa Maite Valero, siendo esa aventura, ese misterio, esa joven que esconde algo. Adriana Ferrer es una madre que le cuesta relacionarse con Camila, Carolina Rojas es la hermana pequeña que sigue los pasos firmes de Camila, y finalmente, la presencia de Guillermo Pfening, que ya estaba en Atlántida, y nos encantó en Nadie nos mira, de Julia Solomonoff.

Camila saldrá esta noche sigue el camino de situar la trama en el período complejo y confuso de la adolescencia, sobre todo, en mirar, profundizar y reflexionar sobre un tema convulso y difícil de forma magnífica y diferente a la mayoría de producciones, como han hecho otros cineastas de Argentina como Lucrecia Martel en La niña santa (2004), Lucía Puenzo en XXY (2007), Santiago Mitre, Clarisa Navas Celina murga, Milagros Mumenthaler, Martín Shanly en Juana a los 12 (2014), Kékszakállú (2016), de Gastón Solnicki, y Mateo Bendeski en Los miembros de la familia (2019), entre otras. El significativo título de Camila saldrá esta noche también advierte el espíritu de una película que se aleja de formas y texturas cómodas, para componer un formato muy característico, que enfrenta a muchas incomodidades al espectador y lo lleva hacia otros lugares, espacios de reflexión, de mirar y comprender, o quizás, de cambiar ciertos aspectos firmes de sus ideas que, en realidad, forman parte de los múltiples miedos y  prejuicios impuestos por una sociedad que nos quiere sometidos y anulados, y no como reivindica la película, seres libres, rebeldes y valientes. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Pájaros enjaulados, Oliver Rihs

HASTA QUE ESTEMOS MUERTOS O LIBRES.

“Decir la verdad es siempre revolucionario”

Antonio Gramsci

Resulta muy curioso que, las tres últimas películas provenientes de Suiza que se han estrenado entre nosotros están basadas en hechos reales, y todas tiene al estado represor como protagonista. La primera, El orden divino (2017, Petra Biondina Volpe), sobre un grupo de mujeres que se alzan contra la prohibición de votar en el país en 1971. La segunda, Mis funciones secretas (2020, Micha Lewinsky), centrada en el escándalo que supuso que en 1989, el estado espiará a un grupo de teatro de izquierdas). Y ahora, nos llega el caso de Barbara Hug, una afamada abogada de izquierdas, y su relación con Walter Strüm, el apodado “rey de las fugas”, durante la década de los ochenta. Las dos son personas que arrastran el peso traumático de familias que no los quisieron, y luchan contra esos demonios rebelándose contra un estado que oprime y violenta a todos aquellos que se levantan ante las injusticias, como deja clara la secuencia de apertura de la película, con esa manifestación de protesta y la policía atentando y deteniendo violentamente a muchos de los manifestantes, y mientras, Strüm aprovecha el desorden para escapar.

El director Oliver Rihs (Männedorf, Suiza, 1971), lleva más de dos décadas produciendo y dirigiendo películas. Con Pájaros enjaulados (que tiene el subtítulo: “Hasta que estemos muertos o libres”), séptimo título de su filmografía, construye una película edificada en aquella Suiza que pretendía ser moderna, y seguía manteniendo cárceles siniestras donde se torturaba indiscriminadamente a los presos, amén de una represión contra todo aquel que protestaba ante los abusos de poder. La película, muy bien ambientada y llena de detalles históricos, nos sitúa en un despacho de abogados idealistas que defienden a todos los activistas de izquierdas, en el que sobresale la figura de Barbara Hug, “Babs”, como la llaman sus camaradas, una mujer de salud delicada por sus problemas renales, que necesita de diálisis y una muleta para caminar, se erige como una sólida y luchadora nata contra el estado y la misión de acabar con el sistema penitenciario de la edad media, y encuentra, por azares del destino, la figura de Walter Strüm, encantador y atractivo, además de un célebre preso, con el récord de fugas y atracos a bancos de la historia de Suiza. Un tipo que le servirá para luchar mejor contra ese sistema represor.

La cinta consigue una atmósfera acogedora y muy íntima, describiendo con naturalidad y detalle todo el activismo político de izquierdas en aquella Suiza ochentera, con las continuas idas y venidas a la vecina Alemania, con la presencia de la RAF, la facción del Ejército Rojo, las casas comunas del partido y demás componentes, un gran grupo de idealistas que a su manera creyeron que las cosas podían ser de otra manera. Pájaros enjaulados es una película muy física, siempre está en continuo movimiento, los personajes envueltos en una energía desbordante, van de aquí para allá, movidos por sus inquietudes y su fuerza de lucha incansable. La película nos habla del concepto de libertad, de esa idea compleja de ser o sentirse libres, y lo hace bajo dos formas muy diferentes pero que en cierta manera, se atraen, personalizadas en las figuras de Hug y Strüm, dos personas que ven la libertad desde conceptos muy alejados, que se pasaron su vida luchando para conseguirla, aunque como suele ocurrir, una se siente más libre cuando trabaja para algo que cuando finalmente se consigue.

Otro de los elementos que más brilla en la película, y más en una película de estas características es la interpretación de todos los personajes, unos individuos de carne y hueso, alejándose al máximo de esa idea romántica de los ideales políticos y demás, con sus relaciones, discusiones y conflictos. Destacan las composiciones de Jella Haase, como una joven idealista, Philippe Graber, al que ya vimos protagonizando la citada Mis funciones secretas, como un compañero abogado de Hug, Anatole Taubman como uno de esos fiscales fascistas del estado, Bibiana Beglau, como una líder del activismo de izquierdas alemán, Pascal Ulli, otro de los compañeros abogados de Hug. Una gran pareja protagonista. Por un lado, se encuentra Joel Basman, que le hemos visto en películas de Andreas Dresen, y en Vida oculta, de Malick, se mete en la piel del escurridizo y encantador delincuente Strüm, un tipo complejo, machacado emocionalmente por su pasado y su difícil relación con su padre, es un hombre independiente, un culo inquieto, y alguien que entendía la libertad como una forma de ser, individual y egoísta.

Frente a Basman, tenemos a Marie Leuenberger, la actriz berlinesa que ya nos encantó como protagonista en la mencionada El orden divino,  metida en la piel y el rostro de la fascinante Barbara Hug, con ese cuerpo herido, y esa mente inquieta e inteligente, atrevida y compleja, que no decae en ningún instante, con su fortaleza y su vulnerabilidad, atraída por completo con la figura de Strüm, independiente y cercana, una de esas mujeres anónimas que cambiaron muchas cosas y la historia no las reivindica como se merecen. Rihs ha construido una estupenda película, porque no embellece y heroiza a sus protagonistas, sino que los presenta con sus virtudes y defectos, con todo lo que son y sobre todo, su humanidad, no los acerca y los mira de frente, a su altura,  que nos acerca a dos figuras que no conocíamos, y además, nos hace reflexionar sobre todas aquellas personas que antes que nosotros se preguntaron que es la libertad, y no solo eso, se activaron con luchas, reivindicaciones y su férreo activismo para si no alcanzarla, acercarse a ella lo máximo posible. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Libertad, de Clara Roquet

EL ÚLTIMO VERANO.

“Uno no puede ser uno mismo de manera absoluta cuando se está en público, porque estar en público ya te obliga a cierta autodefensa”

John Lennon

Para hablar de Libertad, opera prima de Clara Roquet (Malla, Barcelona, 1988), nos tenemos que ir a sus primeros trabajos, El adiós (2015), una película de quince minutos, en la que nos hablaba de forma muy íntima y profunda de la muerte, a través de la cuidadora sudamericana y de una niña bien. En su segundo trabajo, Les bones nenes (2016), de 17 minutos, retrataba las consecuencias de los actos a través de una niña y su hermana adolescente en un entorno rural. Para su debut en el largometraje, la directora barcelonesa nos envuelve en un verano, el último de la infancia de Nora, una adolescente de 14 años, con su familia, una familia tradicional y conservadora que representa su madre Teresa, y su abuela Ángela, cuidada por Rosana, una colombiana que recibirá la visita de su hija Libertad, a la que no ve hace años. La recién llegada trastocará por completo la existencia de Nora, porque lo que parecía un verano más, aburrida y solitaria por los juegos demasiado infantiles de los pequeños, y las conversaciones ajenas de los adultos, se convertirá en otra cosa, porque Libertad, un año más que ella, le mostrará otra forma de vivir, de relacionarse con los chicos, y una especie de libertad que hasta ahora, era una quimera para Nora, siempre vigilada y caminando por una senda trazada de antemano.

Roquet se ayuda de parte del equipo que le ha acompañado en sus anteriores trabajos como la productora Lastor Media, el músico Paul Tyan, que le da ese toque sutil y triste de los conflictos que atraviesa la protagonista, y la cinematógrafa Gris Jordana, con una luz cegadora en el exterior, e íntima y densa en los interiores, que recoge con precisión los diferentes tipos de luz que había en los cortometrajes citados, y el delicioso y acogedor montaje de la siempre estupenda Ana Pfaff. Libertad no subraya en absoluto las situaciones que se van produciendo, todo está contado desde el interior y la mirada de Nora, que a modo de fábula, nos va conduciendo por esa transición en la que está inmersa. Por un lado, no encaja en esa vida llena de convenciones, de la que se siente muy alejada, una desconocida para ellos, luego, a más está las decisiones de su madre que no entiende, por la hipocresía y falsedad en la que se mueve, luego, su abuela, ensimismada en sus recuerdos y su demencia, en la que entrada de Libertad en la casa y en ese verano que pinta tedioso, dará un vuelco en el todo cambiara. La visitante le mostrará otra forma de ver la vida, más acorde a lo que Nora siente, sus juegos, sus escapadas, sus baños a la luz de la luna, y sobre todo, una vida de idas y venidas, todo lo contrario a la vivida por Nora.

Nos rondan en la cabeza algunas películas que tienen mucho que ver con lo que cuenta Roquet, esa mirada libre, extraordinaria y sensible de acercarse a esos universos familiares, de verano y llenos de oscuridades, como por ejemplo, La ciénaga, de Lucrecia Martel, Tres días con la familia, de Mar Coll,  Las horas del verano, de Olivier Assayas y Una segunda madre, de Anna Muylaert, donde el verano, la familia, las cuidadoras e hijos/as de éstas, juegan un papel fundamental en ese choque de clases, en ese espejo deformador entre los privilegios de unos y las carencias de otros, en esa especie de paraísos invertidos porque lo que materialmente les sobra a unos, emocionalmente les falta. La directora catalana que ha coescrito películas tan interesantes como 10000 km y Los días que vendrán, de Carlos Marqués-Marcet, y Petra, de Jaime Rosales, conoce estos universos burgueses y sus grietas, ya que creció en una familia de estas características, y sabe atrapar de forma sutil y extraordinaria, sus intimidades, sus zonas oscuras y todas sus apariencias y mentiras, y los muestra de forma detalla, intensa y nada invasiva, como deja patente en el cuadro que abre la película, con esas cortinas mecidas levemente por el viento, y de repente, Rosana, las abre y empieza a destapar los muebles ante la inminente llegada de Nora y su familia.

Todo se cuenta sin sobresaltos ni piruetas argumentales, todo encaja de forma maravillosa y llena de sutilezas, el guion escrito por la propia directora, se acoge a un relato lineal, un relato de iniciación, o podríamos decir, un relato de despedida, de ese tiempo de la infancia que Nora está dejando, y entrando en la vida de los adultos, donde todo está bajo la alfombra, donde todo se oculta, donde todo está impregnado de la tristeza y la mentira, de ese mundo que Nora va a huir porque no es el suyo, y sobre todo, porque está provisto de la verdad y la libertad de ser y ejercer de uno mismo, eso que da tanto miedo a los adultos, y por eso siguen el plan establecido desde generaciones. Cada detalle, cada plano y cada movimiento de cámara está supeditado al estado de ánimo de la protagonista, como ocurre con las dos canciones que suenan durante la película: “Pena, penita pena”, de Lola Flores, relacionada con ese mundo de la abuela que se está extinguiendo, y el otro tema que escuchamos, “Si supieras”, de Gloria, que alude completamente a las emociones de Nora, a esa cárcel y esos impedimentos de su madre hacia la joven.

Amén de las interpretaciones brillantes de Nora Navas que es Teresa, la madre de Nora, esa mujer acomodada, que sigue una tradición que ya ni cree ni siente, Vicky Peña como la abuela Ángela, en su mundo, con su enfermedad y ausente y cercana, Carol Hurtado como Rosana, la cuidadora, servil y una más, aunque en la práctica, una menos, y las dos niñas, Nicolle García es Libertad, y María Morera como Nora, que ya nos encantó en La vida sense la Sara Amat, de Laura Jou, se erigen no solo como la pareja protagonista de la película, sino como el contrapunto perfecto a todo el entramado de la historias, con esas dos formas de mirar, de sentir, de esos dos mundos opuestos, tan diferentes, pero que en la práctica, las dos adolescentes tan distintas entre sí, encontrarán ese punto que las une, las acerca, a pesar de sus diferencias, que son muchas, encontrarán aquello que las hace iguales, las ansias por ser ellas mismas, por descubrir el mundo de fuera, sintiéndose que están haciendo algo por ellas, sin nadie que las dirija, que les diga y dejándolas sentir todo eso que andaban tanto tiempo buscando o queriendo encontrar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Libertad, de Enrique Urbizu

NO HAN NACIDO PA’ SER SEMBRAOS, NI RECOGÍOS.

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.

Miguel de Cervantes en Don Quijote de la Mancha.

Después de la experiencia de la serie Gigantes, con dos temporadas realizadas en el 2018 y 2019, Enrique Urbizu (Bilbao, 1962), vuelve a contar con el mismo equipo de guionistas Miguel Barros, y Michel Gaztambide (que ha escrito junto al director sus mejores películas, La caja 507, La vida mancha y No habrá paz para los malvados), para poner en pie Libertad, una serie ambientada en el mundo del bandolerismo, en la España convulsa y cambiante de principios del XIX. Esta vez, la cosa no ha quedado ahí, una serie de cinco episodios a cincuenta minutos por tanda para la plataforma Movistar+, sino que al igual que ocurrió con La plaza del diamante, de Francesc Betriu, o con La fiebre del oro, de Gonzalo Herralde, entre otras, la serie tiene un remontaje para su estreno en cines de 138 minutos.

La serie-película cuenta un relato sencillo y honesto partiendo de Lucía, la Llanera que, después de diecisiete años en prisión, es indultada y sale junto a su hijo Juan, que no ha visto más vida que los barrotes. La noticia corre como la pólvora, y varios “compañeros” de antes, están muy interesados en ella y sobre todo, en su hijo, como el padre, el legendario “Lajartijo”, toda una leyenda, casi como un fantasma ya que hace años que nadie sabe de él, y el “Aceituno”, el aspirante al trono, un ser cruel y violento, que captura a la Llanera por orden del Lagartijo, pero ahí no queda la cosa, el gobernador Montejo, exquisito, elegante y cacique, los utiliza para capturar a los “fuera de la ley”, y así dejar los caminos libres para sus chanchullos con terratenientes como Don Anastasio. Estamos en una época difícil, donde el pueblo, dedicado al campesinado y los oficios duros, vivía sometido a las leyes injustas, que protegían al poderoso, como siempre, y al clero, donde la única libertad era convertirse en un forajido y vivir en la sierra, vida sucia, maloliente, durísima, pero en libertad. Urbizu huye de toda épica y heroísmo, para centrase en un relato pausado, candente y sombrío, más cerca del no western de Peckinpah o Monte Hellman, filmando los tiempos muertos, los momentos de monte, de fuego y actitud en constante tensión, y sobre todo, de relaciones interpersonales, de posiciones enfrentadas y de caracteres complicados que deben de compartir.

La Llanera quiere dejar todo ese mundo, olvidarse que alguna vez fue bandolera, que amó al Lagartijo, y vivir una vida en paz junto a su hijo. Pero, al igual que le ocurría a Gregory Peck en la magnífica El pistolero, las cosas no van a resultar nada sencillas, y el estigma la va a perseguir constantemente, y cuando más consigue zafarse de todos aquellos que no cesan de perseguirla, más se ve sometida a ellos, como si el fantasma de su pasado la siguiera sin descanso ni piedad. Si tuviéramos que encontrar en espejos donde Libertad se mira, serían Amanecer en puerta oscura, de José Mª Forqué y Llanto por un bandido, de Carlos Saura, ambas protagonizadas por Paco Rabal, en las que, al igual que sucedía en la mítica serie de Curro Jiménez, los bandoleros son tipos corrientes, duros como la piedra por sus vidas errantes, nómadas y huyendo de la ley, se tratan como individuos que luchan contra el estado, contra lo injusto, y un poder arbitrario que somete y ajusticia a un pueblo indefenso y empobrecido.

El cineasta bilbaíno vuelve a lucirse en su composición narrativa, como ya nos tenía acostumbrados, pero aquí, luce muchísimo más, ya que los campos y montes abiertos de la zona de Madrid y Guadalajara, excelentemente iluminados, con esa luz sombría y velada obra del cinematógrafo Unax Mendía, colaborador fiel del director, como el estupendo montaje de Ascensión Marchena, que repite con Urbizu después de Gigantes, que nos lleva de aquí para allá, en una película de travesía por el monte y las sierras difíciles, como ese espectacular instante de tiroteo en una subida. La excelente música de Mario de Benito, que sigue cosechando buenas composiciones en el universo Urbizu, con ese aire de no western cansado, triste y crepuscular, anunciándonos ese mundo de pillaje y libertad que está llegando a su fin. La Llanera y su hijo, convertidos en “macguffin”, en el preciado tesoro que todos andan buscando, y todos deberán defender a navajazos y escopetazos, en una violencia que Urbizu la filma de forma seca, muy cruel, sin estridencias ni piruetas artificiosas, sino con toda su suciedad y mentira, como el arranque cuando desmembrar las extremidades de uno de los bandoleros ajusticiados y expuestas en la plaza del pueblo para evidenciar la tiranía del gobierno corrupto y asesino.

Otro de los elementos clave en el cine del director bilbaíno es su reparto, porqué sus intérpretes siempre brillan, y más en una película que todo se centra en el aspecto psicológico y emocional, con una Bebe reposada y de mirada traspasadora, que no se fía de nadie y mucho menos de ella, que da vida con aplomo y humanidad a una Llanera cansada, que solo quiere que la dejen en paz junto a su hijo. Jason Fernández es Juan, el hijo de la Llanera, de carácter febril y maneras rudas, pero de corazón, el Lagartijo es Xabier Deive, una especie de espectro, alguien viejo, con muchos tiros y montes pegaos, alguien que quiere dejar su legado a su hijo, El Aceituno es Isak Férriz, que repite con Urbizu después de Gigantes, el gitano malcarado ha dejado paso a un tipo sin escrúpulos y maloliente, que se venderá al mejor postor, uno de esos pistoleros de Peckinpah, de vida jodida, que tiene preparado un plan para reventarlo todo, el gobernador Montejo es Luis Callejo, uno de esos hombres cultivados, de poder, que mantiene caciques y sinvergüenzas porque le ayudan a mantener un orden que empobrece y aniquila a los alborotadores, un político corrupto como los de ahora. También, nos encontramos con Reina que hace Sofía Oria, la hija rebelde del terrateniente al que da vida Pedro Casablanc, con ese pelucón a lo francés, tan ridículo como cruel sus formas, una hija que huye de esa vida falsa para emprender una existencia en el monte, más difícil pero en libertad, y por último, el inglés John, que interpreta Jorge Suquet, que viene en busca de la historia de la Llanera y también, nos contará el relato, pero se irá involucrando más de lo que imaginaba.

Mención aparte tienen los roles de esos intérpretes con pocas secuencias, pero como ocurrían en los no westerns más potentes, siempre se les recuerda, como ocurre con Manolo Caro en plenitud de forma, convirtiendo su bandolero-escudero en un tipo melenudo y sin miedo a ná, y un Ginés García Millán en estado puro, con esa mirada de viejo sabio, viviendo en soledad, y sabiendo que su vida o la vida, cuanto menos caso se le haga más tranquila se vuelve. Urbizu ha vuelto a crear una historia mítica y magnífica, con ese aire sucio, duro y negrísimo, que recuerda a las pinturas negras de Goya, Zurbarán y Murillo, que nos retrotrae a esa España violenta y cruel que no nos quitamos de encima, una forma carpetovetónica agarrado a fuego en las entrañas, que sigue campando a sus anchas, con su caciquismo y su injusticia, construyendo un relato sobre la libertad, una libertad que, según quien la administre, tiene un valor y un significado completamente diferentes. Libertad, en su formato de cine, es una película extraordinaria, con ese tempo pausado y baladista, con ese lento caminar y en continua huida, sin prisas, sin atajos, porque quizás, ya, las cosas ya no son como antes y ha llegado el momento de descabalgar, mirar el camino recorrido y sentarse junto al fuego, en silencio y fumando, dejando que el tiempo y sobre todo, la vida nos atrape. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Manual de la buena esposa, de Martin Provost

MUJERES LIBRES.

“Ignoramos nuestra verdadera estatura hasta que nos ponemos en pie”.

Emily Dickinson

Hasta el año 1977, la Sección Femenina, encabezada por Pilar Primo de Rivera, educó y adiestró a cientos de miles de mujeres en la España franquista, reivindicando un modelo de mujer esposa y madre, obediente, educada y sobre todo, sumisa al hombre. En Francia, también funcionaron este tipo de instituciones contra la libertad de la mujer, las llamadas “Escuelas de economía doméstica”, centros en los que mujeres de origen humilde y campesinado en su mayoría, recibían instrucción de cómo ser una buena esposa, bajo un estricto control moral y religioso. En Manuel de la buena esposa conocemos una de estas escuelas tradicionalistas y muy conservadoras, una ubicada en Alsacia-Mosela, en la frontera con Alemania, durante el curso de 1967-68, tiempo de cambios, de reformas y libertad. El director Martin Provost (Brest, Francia, 1957), del que habíamos visto las estimables Séraphine (2008), sobre la sencilla y peculiar vida de la pintora Séraphie de Senlis, Violette (2013), sobre la sincera amistad de Violette Leduc y Simone de Beauvoir, o Dos mujeres (2017) que se adentraba en el reencuentro entre una comadrona y la amante de su difunto padre. Relatos sobre mujeres de carácter, libres y humildes, relatos para todos los públicos, donde se reivindica la necesidad de contar historias de mujeres fuertes y resistentes, y enfrentadas a sus circunstancias.

En su nuevo trabajo, Provst, que coescribe el guion con Séverine Werba, capitanea su relato a través de Paulette Van Der Beck, que protagoniza con sabiduría y cercanía una grandísima Juliette Binoche, que siempre está brillante. Paulette es una de esas mujeres que hizo lo que debía y no lo que sentía, que se casó con Robert y ahora lleva la dirección de la escuela. Con la muerte del muermo y salido de su esposo, empieza tanto su liberación personal, a raíz de André Grunvald (fantástico el actor Edouard Baer, poniendo ese contrapunto masculino al relato), un antiguo amante que llegó tarde de la guerra, y la liberación social, que se avecina en la Francia del revolucionario 1968. A su lado, dos mujeres más, la hermana Marie Thérèse (interpretada por una desatada Noémie Lvovsky), que representa la ejecución de esa moral cristiana sobre las mujeres, con ordeno y mando por bandera, y Gilbert, la cuñada de Paulette, la maestra de la cocina, muy reservada y enamorada en secreto de los hombres que la rechazan, que hace una grandiosa Yolande Moreau, actriz fetiche del director.

En la otra parte de la cancha, encontramos a las alumnas, un buen ramillete de jovencitas con esos aires de cambio, como ese maravilloso momento donde bailan desatadas la canción de moda, encabezadas por Annie (Marie Zabulkovec), la más lanzada y liberal con los hombres, Albane (Anamaria Vartolomei) y Corinne (Pauline Briand), que descubrirán que su relación va más allá de la amistad y sueñan con una vida en común en la bohemia de París, y finalmente, Yvette (Lily Taïeb), más apocada y callada, que quiere liberarse de un matrimonio forzado. Provost nos cuenta la cotidianidad de las clases, con sus conflictos propios de una escuela que inculca sometimiento y cadenas a las mujeres, mientras que, en la Francia de entonces, los cambios sociales, y sobre todo, relacionados con las mujeres están cambiando a pasos agigantados. La mezcla de comedia disparatada, con sus momentos “Slapstick”, sus momentos irreverentes y chocantes entre maestras y alumnas, o esos momentos delicados en los que vamos conociendo mucho más los sentimientos que ocultan los diferentes personajes, en los que su trabajo difiere mucho con su intimidad.

La comedia se mezcla con el melodrama, un melodrama femenino, íntimo y singular, donde cada mujer tiene sus motivos para romper las cadenas, ponerse de pie y abrazar otra vida, más libre, más suya, y sobre todo, mirándose al espejo de frente, y relacionarse con los hombres de otra manera, más humana y por igual. Cuanto más se desata y más loca se vuelve la película, más divertida, comprometida y estupenda se vuelve, como ese extraordinario momento con Paulette y André lanzados a correr y jugar por el prado, solos y sin miradas indiscretas, y sobre todo, sin la moral impuesta, se sienten vivos y libres después de muchísimos años, o ese momento completamente hilarante con el equipo de televisión grabando las buena moral de la escuela. Provost ha construido una película de sentimientos y también, de actrices, como sus trabajos anteriores, donde el relato adquiere toda su fuerza y energía por el magnífico trabajo interpretativo de las actrices en cuestión, generando ese espacio donde intérprete e historia casan a la perfección y donde todo gira hacia donde se desea. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA