El viejo roble, de Ken Loach

UN CUENTO SOBRE LA ESPERANZA. 

“La esperanza es promover la ilusión en circunstancias que sabemos que son desesperadas”. 

G. K. Chesterton

El cineasta Ken Loach (Nuneaton, Reino Unido, 1936), autor de una de las filmografías más interesantes a nivel social y humanista, ya que, desde sus primeras películas como Poor Cow (1967), Kes  (1969) y Family Life (1971), entre otras, su cine se ha decantado por la “Working Class” británica, construyendo tramas alrededor de los conflictos sociales que han ido sufriendo esa parte de la población más desfavorecida. No hay tema social que no haya sido reflejado en su cine en sus más de 32 películas si incluimos sus trabajos para televisión. En una trayectoria que abarca más de medio siglo ha habido de todo, pero sobre todo, ha habido una necesidad de focalizar su cámara en el rostro y las circunstancias de los trabajadores/as desde un lado humanista y socialista, abogando por valores humanos que el consumismo ha ido eliminando sistemáticamente como la humanidad, la fraternidad, la igualdad, la cooperativa y sobre todo, la comunidad como eje fundamental para ayudar y ayudarse los unos a los otros. 

Con El viejo roble (The Old Oak, en su original), cierra la trilogía iniciada con Yo, Daniel Blake (2016), y continúo con Sorry We Missed You (2019), sobre obreros focalizados en el noroeste de Inglaterra, en tantas pequeñas poblaciones que fueron prósperas por la minería que posteriormente, se cargó la Thatcher en los ochenta, y ahora viven de recuerdos del pasado mirando fotos antiguas colgadas en una pared de una parte del local en desuso, toda una reveladora metáfora de la situación de ahora, como vemos en El viejo roble. A partir de un guion de Paul Liberty, 15 películas junto a Loach, la historia se posa en la existencia de TJ Ballantyne, un tipo que regenta el pub del mismo título que la película, que fue y ahora sólo alberga a unos cuántos parroquianos que sólo hablan del pasado glorioso y de las penas y tristezas de la actualidad. Toda esa armonía de estar y ya, se ve interrumpida con la llegada de familias sirias refugiadas, como evidencia su arranque construido a partir de fotografías en blanco y negro acompañadas de su sonido real. La hostilidad y el rechazo que dejan claro muchos lugareños, se ve contrarrestada por el citado TJ Ballantyne que se hace amigo de Yara, que hace fotos, y la gran ayuda de la trabajadora social Laura. 

Loach traza una excelente trama con tranquilidad y sin aspavientos sin recurrir a lo facilón ni la condescendencia, sino todo lo contrario, situando su cámara a la altura de los ojos de sus protagonistas, sumergiéndonos en sus conflictos personales y sociales, sus necesidades que son muchas en una población donde la crisis aboga a la desesperación y la tristeza a muchos de ellos y ellas. Con la compañía de la productora Rebecca O’Brien que desde el 2002 junto a Loach y Laverty están al frente de la compañía Sixteen Films, el director británico no hace una película de falsas ilusiones, nos muestra la realidad del lugar, con una imagen que se acerca y entra en las casas con respeto e intimidad, en un grandísimo trabajo de cinematografía de Robbie Ryan, quinto trabajo con el inglés, amén de películas con Frears, Arnold, Baumbach, Potter y Lanthimos, entre otros. La magnífica edición de Jonathan Morris, 24 películas con Loach, que ajusta con detalle y precisión un relato que se va a los 110 minutos de metraje, en el que hay de todo: documento, ternura, valores humanos y necesidad de acompañarse en los momentos jodidos de la vida. El músico George Fenton, 19 películas con Loach, amén de Frears, Jordan y Attenborough, entre otros, compone una música que ayuda a entender y entrar en el interior de los personajes a partir de donde vienen y porqué actúan de la manera que lo hacen. 

El cineasta británico hace cine y habla de valores humanos y los reivindica, porque es lo único que les queda a los pobres y pisoteados en este mundo mercantilizado donde unos pocos privilegiados someten a la mayoría que vive de sus migajas. Pero, sus películas no son panfletos ni proclamas para construir un mundo mejor, su cine es su mejor ejemplo y ha explorado todas las iniciativas humanas para estar más cerca, para abandonar ese individualismo de mierda que nos deja más sólos cada día y más aislados. Su cine, como hacían los Renoir, Rossellini, Ozu, Kaurismäki y demás, está para y por el obrero, el empleado, el trabajador de lunes a viernes, el que trabaja mucho para tener muy poco, el que sueña con una vida mejor y se jubila sin que llegue, el que mira los partidos de fútbol en el bar de turno rodeado de unas cervezas y amigos. La maestría de Loach para escoger intérpretes que no sólo componen unos personajes de carne y hueso, sino que transmiten todo el desánimo y la esperanza que recorre la película. Tenemos a Dave Turner, que ya estuvo en las dos anteriores que hemos citado un poco más arriba, encarnando a TJ Ballantyne, uno de esos tipos machacados por la vida, que arrastra demasiadas heridas sin curar, pero que aún así, sigue resistiendo en su viejo roble, y se muestra solidario y ayudante a los recién llegados.

Junto a Turner tenemos otros actores y actrices que son tan naturales y cercanos como el mencionado, demostrando la intimidad que consigue el británico para hablar de aquellos problemas que invisibiliza el cine comercial. Valores como la amistad, de las de verdad, de las duras y las maduras, como la que entabla Turner con Yara que hace la debutante Ebla Mari, una de esas mujeres valientes y de coraje que, a pesar de las dificultades, sigue ahí, junto a su familia, y manteniendo una dignidad asombrosa, Claire Rodgerson interpreta a Laura, una actriz que también debuta, escogida del lugar donde filmaron. Trevor Fox hace de Charlie, uno de los parroquianos del citado pub que se muestra hostil a los refugiados. Y luego, una retahíla de intérpretes naturales que han sido reclutados del lugar para dotar a la película de esa verdad y cercanía que tiene el cine de Loach. Las películas del británico gustarán más o menos, estarán más conseguidas o no, pero lo que nunca se le puede reprochar es su mirada al proletariado, a los necesitados, a los desahuciados del desaparecido estado del bienestar, que han quedado en el olvido de los diferentes gobiernos, tan abocados a generar riqueza a costa de la explotación laboral y el recorte de servicios públicos esenciales. 

El viejo roble no es sólo la última película de Ken Loach, sino que como ha anunciado el propio director, esta película es su despedida del cine, a sus 87 años deja de mover la manivela, como se hacía antes. Así que, con El viejo roble se despide del cine uno de los grandes, uno de los nombres que más han hecho para retratar las miserias de una sociedad más idiotizada y absurda a costa de los trabajadores/as como nosotros, porque algunos/as se han creído esto del trabajo y de sus miserables condiciones y siguen ahí, esforzándose en solitario y perdiéndose la vida para conseguir más estupideces materiales y visitar más lugares en una existencia estúpida e histérica. Loach nos pide que por favor dejemos de correr, nos detengamos y miremos a nuestro alrededor, que miremos a nuestro interior y al interior de los demás, que nos demos tiempo, que paremos tanta locura, y sobre todo, nos ayudemos y empaticemos, porque si no, seguiremos solos en el infierno más desesperado, y nos pide que lo hagamos ya, antes que sea demasiado tarde, porque la vida es otra cosa, es compartir y estar cuando las cosas se ponen feas, porque, aunque no lo parezca, seguimos siendo lo que somos y seguimos teniendo las mismas necesidades, y seguimos deseando querer y nos quieran y muchas cosas, y seguimos teniendo ilusión, seguimos resistiendo y por mucho que las élites hacen lo posible, todavía no hemos perdido la esperanza. ¡LONG LIFE FREEDOM! JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las chicas están bien, de Itsaso Arana

5 CHICAS, 7 DÍAS Y UNA CASA. 

“La única alegría en el mundo es comenzar. Vivir es hermoso porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante”.

Cesare Pavese

Siempre empezar es difícil. Empezar es abrirse a los demás, desnudarse, darse a conocer, exponerse. Empezar una película requiere mucha reflexión. Ese primer encuadre, la distancia precisa, los intérpretes y elementos que lo conformarán. El primer plano que vemos de Las chicas están bien, de Itsaso Arana (Tafalla, Navarra, 1985), es sumamente revelador. vemos a las cinco protagonistas esperando tras una cancela. Una cancela que no pueden abrir. Al rato, aparece una niña, una niña que les da la llave que abre la cancela. Un plano sencillo, sí (que nos recuerda  a aquella otra cancela que se abría para los protagonistas de Pauline en la playa (1983), de Rohmer), pero un plano esperanzador y libre, y digo esto porque esa cancela no está dando la oportunidad a otro mundo, abriéndose al universo de la infancia, de los sueños, de la libertad, de la vida, con ellas, y los muertos, que ellas recuerdan. Como sucede en los cuentos de hadas, la vida se detiene en ese mismo instante cuando cruzan esa puerta, que quizás es mágica, o quizás no, lo que sí que es, y muchas más cosas, la entrada a ser tú, a expresarse, a dejar los miedos tras la puerta, a mirar y mirarse, a ver y qué te vean, a ser una, u otra, y todas las vidas que están y las que estuvieron, a dejarse llevar, y sobre todo, compartir junta a unas amigas-cómplices, una casa, el verano, el teatro, el pueblo, su río y todo lo que el destino nos depare. 

Arana lleva desde el año 2004 peleándose con el mundo de la representación y abriendo nuevas miradas, caminos y destinos en la compañía teatral La Tristura, que comparte junto a Violeta Gil y Celso Giménez, de la que nació la película Los primeros días (2013), de Juan Rayos, sobre el proceso creativo de Materia prima, una de sus obras. También ha dirigido la película John y Gea (2012), un cine hablado y comentado de 52 minutos con la inspiración de Cassavetes y Rowlands, nos enamoró en la maravillosa Las altas presiones (2014), de Ángel Santos, ha sido coguionista de La virgen de agosto (2019), que también protagonizó, así como en La reconquista (2016), y Tenéis que venir a verla (2022), todas ellas de Jonás Trueba. Una mujer de teatro, de cine, un animal de la representación, de la verdad y mentira que reside en el mundo de la creación y demás. Su ópera prima Las chicas están bien se nutre de todos sus universos, miradas y concepciones de la creación y mucho más, porque la película está llena de muchos caminos, cruces, (des) encuentros, destinos e infinidad de situaciones. 

Una película que a su vez no es una película, es y volviendo a ese primer plano que la abre, una entrada a ese híbrido, por decirlo de alguna manera, a ese universo donde todo es posible, un cine caleidoscópico, un cine que profundiza en la ficción, el documento, la realidad, la no verdad, el teatro, en la propia materia cinematográfica, en inventar, en ensayar la ficción y la vida, en exponer y exponerse, tanto en la vida como en la ficción, y viceversa. Una película totalmente libre y ligera, pero llena de reflexiones de las que no agotan, las que están pegadas a la vida, a su cotidianidad, a lo que más nos emociona, a lo que nos alegra o entristece, y a lo que no sabemos definir. Un cuento de verano, que encaja a la perfección con el espíritu de “Los ilusos”,  con sus productores Jonás Trueba y Javier Lafuente, la cinematografía llena de luz, veraniega y nocturna de Sara Gallego, de la que hemos visto hace nada Contando ovejas y Matar cangrejos, y la “ilusa”, Marta Velasco, en labores de montaje, siempre medido, lleno de detalles, rítmico, con sus 85 minutos de metraje que tienen dulzura, pausa y moviminto. Un cine descarnado, que se define por sí mismo, no sujeto a ningún dogmatismo ni corriente, sólo acompañando a la vida, al cine que se hace con pocos medios, pero lleno de inteligencia y frescura, transparente, muy reflexivo, que capta con inteligencia las dudas, los miedos e inseguridades del proceso creativo que tiene la vida y la muerte en el centro de la cuestión. 

Su aparente sencillez y ligereza ayuda a reflexionar de verdad sin que tengas la sensación de estar haciéndolo, sólo dejándote llevar por las imágenes libres y vivas de la película, que consigue atraparnos de forma natural y haciéndonos participes en ese mundo íntimo en el que transitan estas cinco mujeres, con sus amores no correspondidos, sus amores que surgen, sus recuerdos de los que no están, la vida que está llegando, y los mal de cap de la escritura, de las dudas y reflexiones y miedos para construir una ficción que tiene mucho de verdad o realidad, como ustedes quieran llamarla. Un cine que se parece a muchas películas en su artefacto desprejuiciado y atento a los sinsabores y alegrías vitales como el que hacen Los Pampero, Matías Piñeiro, la últimas de Miguel Gomes, Joâo Pedro Rodrigues y Rita Azevedo Gomes, y algunos más, donde el cine, en su estado más primitivo, más ingenuo, como si hubiera vuelto a sus orígenes, a ese espacio de experimentación, de sueños, de libertad, de hacer lo que me la gana, de un mundo por descubrir, una aventura de la que sabes cómo entras pero no como saldrás. Una travesía llena de peligros, de incertidumbre, de esperanza, de alegrías, de tristezas. 

Una película como esta necesita la complicidad del grupo de actrices amigas y compañeras que aparecen en la pantalla, siendo ellas mismas, interpretándose a sí mismas, y a otras, o a otras más, donde todas son ellas mismas y todas juntas al unísono. Con dos “tristuras” como Itziar Manero (que hemos visto hace poco en Las tierras del cielo, de Pablo García Canga, en la que está como productor el citado Ángel Santos), y Helena Ezquerro, dos actrices que estuvieron en Future Lovers. Una, la rubia, a vueltas con el recuerdo de su madre, con ese momentazo a “solas con ella”, y la otra, más extrovertida, que se vivirá su enamoramiento, junto a las tres “ilusas”, Barbará Lennie, que protagonizó Todas las canciones hablan de mí, la primera de Jonás Trueba, que sin ser ilusa, ya recogía parte de su espíritu, con su relato de esa vida que está a punto de llegar, Irene Escolar, que estuvo en la mencionada Tenéis que venir a verla, la princesa del cuento, la vitalidad y la sensualidad en estado puro, que tiene uno de los grandes momentos que tiene la película con ese audio-declaración, que recuerda a aquel otro momentazo de Paz Vega en Lucía y el sexo (2001), de Medem.

Finalmente, tenemos a Itsaso Arana, guionista y directora de la película-cuento-ensayo o lo que quieran que sea, o como la miren y sientan, que ahí está la clave de todo su entramado, en funciones de escritora y directora de la obra de teatro que están ensayando, esas mujeres junto a una cama que esperan al lado de una moribunda o muerta, una cama que será el leitmotiv de la película, que cargan a cuestas y que escenifica esas charlas y reflexiones, como si fuese la cama el fuego de antes. Una mujer a vueltas con el azar, la inquietud y la creación como acto de rebeldía, libertad y prisión. No se pierdan una película como Las chicas están bien porque es una delicia, bien acompañada por la música de Bach y otros temas, y no lo digo por decir, ya verán cómo sienten lo mismo que yo, y no lo digo como una amenaza, ni mucho menos, sino como una invitación a disfrutarla, porque es pura energía y puro deseo, amor, y vital, tanto para las cosas buenas y las menos buenas, y magnífica, porque no parece una película y sin embargo, lo es, una película que habla de la vida, de la muerte, de quiénes somos, de cómo sentimos, cómo amamos y cómo nos reímos, como pensamos, como lloramos, como estamos en este mundo que nos ha tocado, y sobre todo, cómo nos relacionamos con los demás y sobre todo, con nosotros mismos. Gracias, Itsaso, por hacerla y compartirla. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El hombre del saco, de Ángel Gómez Hernández

ÉRASE UNA VEZ EN GÁDOR EN 1910…

“Llega temprano a casa porque si no te va a llevar el hombre del Saco”.

La leyenda del Hombre del Saco es de sobra conocida, pero muy pocos conocen de dónde viene la famosa retahíla paterna para infundir temor a sus hijos rebeldes. El segundo largometraje de Ángel Gómez Hernández (Algeciras, Cádiz, 1988), da buena cuenta de ello, haciendo referencia al caso real de Francisco Ortega conocido como “EL Moruno” que, enfermo de tuberculosis, secuestró y asesinó a un niño de siete años con el fin de curarse con su sangre en Gádor, un pueblo de Almería allá por 1910. El asesino fue detenido y ejecutado por Garrote Vil. El caso se convirtió en leyenda y ha pasado de generaciones en generaciones. Del director conocíamos la estimable y sugerente Voces (2020), interesante cuento de terror clásico y psicológico protagonizado por una familia y su pequeño que escucha las mencionadas voces. Ahora, nos llega una vuelta de tuerca, porque deja el terror adulto para centrarse, a partir de la citada leyenda, en una mezcla de misterio juvenil, con el mejor aroma de Los cinco, la serie de novelas para chavales de la escritora británica Enid Blython, y el film Los goonies (1985), de Richard Donner, y el cuento de terror clásico, con pueblo de por medio, y protagonizado por chicos y chicos, los del lugar, y unos recién llegados. 

La película está destinada para un público infantil y juvenil, teniendo en cuenta la edad de sus jóvenes protagonistas, y la índole del enredo oscuro en el que están metidos. Tiene lugares comunes como el verano, las bicicletas, la casa abandonada, niños y niñas desaparecidos que siguen aumentando la leyenda más de un siglo después, adultos muy escépticos, y algún que otro extraño personaje que malvive escondido y muerto de miedo. La resolución del misterio se cuenta mediante la aventura tras este grupo de detectives amateurs que siempre van más allá, y desafían su propio miedo y rebeldía, para adentrarse en la oscuridad que se cierne sobre el citado pueblo, las inquietantes afueras y sobre todo, los hermanos y amigos desaparecidos. La trama nace a partir de una idea de Manuel Facal, Ignacio García Cucucovich y el propio director, con guion de Juma Fodde, del que hemos visto No dormirás y Lobo feroz, dos sendos viajes al terror. Esta vez, se centran en los niños y niñas y en sus pesquisas detectivescas, en una trama convencional, que sorprende poco, aunque contiene algún que otro momento interesante, como la aparición de cierto personaje que da a la historia una dosis de tensión e inquietud que le viene muy bien, o ese breve flashback en el que, muy inteligentemente, nos ponen en conocimiento del origen real de la leyenda, y la rareza de cierto personaje, una especie de “rara avis” dentro del pueblo, una activista de las causas perdidas. 

El director gaditano confía la parte técnica en monstruos del panorama español como el cinematógrafo Javier Salmones, todo un veterano con con más de 40 años de carrera y más de 80 títulos, con directores de la talla de Fernando Colomo, Gonzalo Suárez, José Luis Cuerda y Paco Plaza, entre otros. El montaje de Luis de la Madrid, con más de medio centenar de películas, entre los que destaca el terror al lado de nombres consumados como los de Jaume Balagueró, Guillermo del Toro y Miguel Ángel Vivas, que curiosamente hizo un corto llamado El hombre del Saco (2002). La música de Jesús Díaz, que vuelve a colaborar con el director, después de la experiencia de Voces, es una de las mejores bazas de la cinta. El reparto, una interesante mezcla de jóvenes intérpretes con experiencia en el género, en su mayoría, con otros, los adultos, llenos de rostros con experiencia. Entre los menores nos encontramos a Luna Fulgencio que, a pesar de su corta edad, sólo 12 años, ya ha trabajado en más de 20 títulos, entre los que destaca las comedias con Santiago Segura, series como El ministerio del tiempo, La valla y La caza, entre otras, y thrillers como Durante la tormenta, La casa de caracol, y más. Lucas de Blas, que era el niño de la citada Voces, Carlos González Morollón, que recordamos por ser uno de los hermanos albinos de la reciente Tin & Tina, amén de varias comedias, Claudia Placer, que hemos visto en las terroríficas Verónica y La influencia, Lorca Prada, que estaba en la intensa Adiós, de Paco Cabezas, Iván Renedo, con experiencia en la serie Estoy vivo, y otra de terror como Malasaña 32, Carla Tous, en la serie 30 monedas, de Álex de la Iglesia, y el debutante Guillermo Novillo. 

Los adultos son viejos conocidos de Gómez Hernández como Macarena Gómez y Javier Botet, que fueron habituales en sus cortometrajes, encarnando, respectivamente, la madre recién llegada con la idea de empezar de nuevo con sus tres hijos, y Botet, del que mejor no desvelamos nada, y Manolo Solo que, como ocurre con Botet, mejor mantenemos la incógnita de su identidad. Las mejores bazas de El hombre del Saco son su atmósfera, algunas apariciones, y nunca mejor dicho, el misterio, que mantiene el interés, y el concepto de la amistad cuando eres chaval, quizás la mejor época para saber qué es la amistad de verdad, a pesar de los conflictos, tan humanos. Las cosas a mejorar podrían ser la de anunciar a Javier Botet en el cartel le resta sorpresa e interés, porque ya sabemos de su historial cinematográfico, no todos los personajes de niños y niñas están definidos y hay un poco de caos con tanto rostro y conflicto, la trama, aunque no plana, resulta demasiado convencional y poco sorpresiva, aunque, insisto, la película está destinada al público más joven, y quizás, la película les gustará y les hará pasar un buen rato, porque por mucho que se diga, entretenerse también está muy bien. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Alma Viva, de Cristèle Alves Meira

EL ESPÍRITU DE AVOA. 

“Los vivos cierran los ojos a los muertos y los muertos abren los ojos a los vivos”.

Había una vez una niña llamada Salomé que pasaba todos los veranos en casa de su Avoa, en un pequeño pueblo en la región de Trás-os-Montes. Ese verano será diferente, y lo será porque la abuela morirá y la existencia de Salomé cambiará, y lo hará de tal forma que tanto su familia como los habitantes del pueblo pensarán que el espíritu de Avoa se ha metido en la niña y la ha poseído. Después de una trayectoria como actriz y directora de varios cortometrajes, Cristèle Alves Meira (Montreuil, Seine-Saint-Denis, Francia, 1983), coescribe junto a Laurent Lunetta, y dirige su primer largometraje Alma Viva, en la que vuelve a sus años de infancia, cuando siendo hija de inmigrantes portugueses, volvía al pueblo de su abuela, y vivía la idiosincrasia del lugar, con sus fiestas, tradiciones, alegrías y tristezas. No es la primera vez que la directora rueda en Trás-os-Montes, ya lo había hecho en sus anteriores cortometrajes, lugar mítico que ya fue reflejado en la película homónima de Margarida Cordeiro y António Reis, rodada en 1976, convirtiendo la zona en un paisaje en el que conviven lo ancestral, lo espiritual y lo etnográfico, en uno de los mejores documentales de la historia. 

La mirada de la cineasta no está muy lejos de la película de Cordeiro y Reis, porque también recoge tanto lo humano como lo espiritual para retratar las diferentes texturas, aromas y paisajes que componen el pueblo en el que desarrolla la historia, donde vemos tradiciones como la música y el canto, la pesca mediante explosivos, el pastoreo con cabras, la fuerte carga católica, y las inevitables diferencias entre vecinos, y demás componentes en un lugar que viven lo ancestral y lo moderno. Todo ese gazpacho de aromas, texturas y tonos también se refleja en Alma Viva, porque tiene la habilidad de cruzar y fusionar la ficción y el documento de forma natural y nada artificial, creando una película que navega por diferentes lugares y atmósferas según le convenga, que le emparenta con aquella delicia que es Aquele querido mes de agosto (2008), de Miguel Gomes. No obstante, las dos películas comparten el mismo cinematógrafo Rui Poças, mítico director de fotografía de la cinematografía portuguesa, con más de setenta títulos a sus espaldas, que ha trabajado con Joào Pedro Rodrigues y Lucrecia Martel, entre otros, y la especial habilidad para crear una intimidad que traspasa la pantalla, donde interiores y exteriores van confluyendo creando ese paisaje entre la realidad más tangible y la espiritualidad más etérea, construyendo un paisaje mítico en constante movimiento y cambiante. 

El montaje de Pierre Deschamps, del que hemos visto hace poco El inocente, de Louis Garrel y hace algo más La nube, de Just Philippot, va de la mano con la luz de la película, condensando con pausa y detalle todos los movimientos físicos y emocionales que van confluyendo en el relato, con sus medidos 88 minutos de metraje, a los que no hay que añadir ni quitar nada. Aunque si hubiese que buscar la herencia que recoge la película de la cineasta francesa-portuguesa no podemos dejar de pensar en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, quizás una de las mejores películas que fusionó la realidad más desesperanzadora con la fantasía más cercana, construyendo ese rico universo de la infancia entre sueños y monstruos-espíritus que vagan sin descanso. En ese sentido, el cine de Alice Rohrwacher también planea por la película, porque crea historias con un componente fantástico y realismo siempre con la mirada de la infancia como testigo-espectador de huida del mundo de los adultos y entrando en ese otro mundo, más soñante y sobre todo, más humano, como le sucedía a la inolvidable Alicia de Carroll, eso sí, también encontraba las oscuridades de ese otro universo. 

Estamos ante una vuelta a lo rural, y lo decimos porque en pocos años se han estrenado películas como Trinta Lumes, de Diana Toucedo, Destello bravío, de Ainhoa Rodríguez, Verano 1993 y Alcarràs, ambas de Carla Simón, El agua, de Elena López Riera, y la reciente Secaderos, de Rocío Mesa. Todas dirigidas por mujeres, y que comparten muchas líneas temáticas y texturas y el protagonismo en la infancia y la vejez. Aplaudimos que el cine mire a la infancia, a las tradiciones y sobre todo, a la realidad pasada por lo fantástico, en un cine que mira a  su más cercana realidad desde muchas miradas, posturas y reflexiones diferentes. El reparto reclutado con intérpretes naturales que no sólo crean unos personajes adultos llenos de rencillas y rencores como esos hermanos que se odian, con esos momentos berlanguianos como la llegada del coche por las estrechas callejuelas del pueblo, o la secuencia negrísima del velatorio, haciendo hincapié en un personaje muy curioso, el del hermano invidente, que actúa como testigo invisible o podríamos decir, como narrador omnipresente, lanzando unas frases que explican muy bien lo que se cuece en el pueblo y en esa familia dividida. 

Mención especial tiene Salomé, la niña Lua Michel, hija de la directora, que interpreta con un aplomo y una veracidad sorprendentes, mostrando una naturalidad, mirada y cercanía que nos ha encantado y la hemos disfrutado y padecido, en el buen sentido de la palabra. Alma viva, la ópera prima de Cristèle Alves Meira es una película pequeña, sencilla e íntima, con pocas localizaciones, que muestra un paisaje, el de Trás-os-Montes, con su peculiaridad, su historia, y sobre todo, sus gentes, y lo hace desde el drama íntimo, el cuento de terror, el documento antropológico, y la comedia disparatada, y hablar de la muerte de forma natural y profunda, toda una mezcla que funciona a las mil maravillas, y lo hace sin estridencias ni artificio, con una serenidad, simpleza y transparencia que ya lo quisieran otros cineastas más veteranos, porque la directora no sólo ha querido retratar un lugar que, quizás, el fuego y la estupidez humana hace desaparecer, sino que lo ha hecho desde la verdad, esa que aparece cuando se mira detenidamente un espacio, y se hace desde la tranquilidad y la observación, esas posiciones cómplices que ayudan a que, tanto las personas y los paisajes adquieran una mirada única para tratarlas desde su profundidad y humanidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

To Leslie, de Michael Morris

LA BALADA DE LESLIE.  

“El que no está dispuesto a perderlo todo, no está preparado para ganar nada”.

Facundo Cabral 

El tema de la “superación” se ha convertido en un género en sí mismo en el sistema hoolywodiense. Películas de corte cercano, de sentimientos y muy empáticas, donde sus protagonistas después de caer en la más absoluta desgracia, sea por los motivos que sean, emprenden un camino de obstáculos que irán salvando para finalmente conseguir ser una buena persona, o sea, una persona aceptada, con un trabajo bien remunerado, la casa con piscina, el perro, la señora, los hijos y los domingos de barbacoa. Películas que ensalzan unos valores conservadores, superficiales, materialistas, y sobre todo, muy patriotas. Fuera del circuito comercial, también hay películas que hablan de “superación”, pero en otros términos, mucho más humanos, más reales y sobre todo, mucho más complejas, mostrando un Estados Unidos de verdad, más decadente, violento y jodido. La película To Leslie, de Michael Morris (London, Reino Unido, 1974), va por esos encajes, porque nos pone en la piel de la Leslie del título, una mujer agraciada con un premio suculento en la lotería, como nos explican en sus magníficos títulos de crédito iniciales, pero la película arranca con Leslie, sin un puto dinero, porque ha despilfarrado en regalos y alcohol toda su fortuna, y después de perder su casa, se va como una homeless intentando colocarse en algún sitio. Ahí comenzará un periplo que la llevará con su hijo, y luego, al pueblo que la vio nacer y hace la tira que no pisa. 

Morris que se ha pasado toda su carrera dirigiendo series de televisión, entre las que podríamos destacar algunas como Kingdom y Better Call Saul, entre muchas otras, hace su puesta de largo con un guion de Ryan Binaco, que también ejerce como coproductor, en una película “indie”, en todos los sentidos (sin abusar del término “indie”, del que se ha abusado hasta la saciedad, corrompiendo su verdadera esencia y espíritu), y sí, con To Leslie, decimos “independiente”, por varios motivos, desde su reparto, lleno de rostros desconocidos, que llenan de alma y vida cada momento de la historia, de su tema, que habla de esas gentes invisibles, gentes que viven en la periferia, gentes que la vida les va mal y viven con muy poco, y sobre todo, gentes muy perdida y que siempre pierde, esas gentes que llenaban las películas de los outsiders tan alejados de los parámetros hollydienses como Ray, Brooks, Mulligan, Fuller, Altman, Cassavetes y demás francotiradores del alma y de la realidad más inmediata. Un gran trabajo de cinematografía de Larkin Seiple, de la reciente “Todo a la vez en todas partes”, que construye una luz natural, tan cercana , una luz de verdad, de esa que escuece el alma, donde lo sombrío acecha en cada rincón, en esos no lugares en que el tiempo parece ni darse cuenta que existen, llenos de gentes sin alma, o gentes que la vida ha retirada después de muchos tumbos, tropelías y desaciertos. 

La suave y delicada composición de Linda Perry, que actúa como una caricia entre tanta hostia en la existencia de Leslie, una tipa enganchada al alcohol, en un proceso de autodestrucción y una vida que solo sirve para fallar a los suyos y sobre todo, a ella misma. El estupendo montaje de Chris McCaleb, que consigue imponer ese ritmo cadente y reposado en una película con un metraje que se va a las dos horas, donde nada de lo que ocurre está contado con prisas y es vacío, en una película completamente apoyada en las miradas y en las relaciones sucias entre los personajes. La película con un tercio que nos habla del periplo de no búsqueda de Leslie, en el que va de aquí para allá, sin rumbo ni nada, y luego, un par de tercios, donde a su llegada al pueblo, todo adquiere más búsqueda, ahora con un sentido real. Viendo To Leslie nos viene a la memoria una película que parece su inspiración como La balada de Cable Hogue (1970), de Sam Peckinpah, situada en aquel no lugar, alejado de todos y todo, donde van a parar los desahuciados de la sociedad, a los que nadie quiere o los que no se quieren, porque ese no lugar donde va a parar Leslie tiene mucho de tierra de nadie, de esos sitios de paso, esos espacios donde van a caer todos aquellos y aquellas que algún quisieron y fueron queridos. 

Un reparto de esos que sin decir nada transmiten todo, porque solo hay verdad, esa verdad a la que no le hace falta fingir ni tampoco hacer la pose, con un reparto de rostros no populares, pero brillante en cada plano y en cada mirada, como Owen Teague, Catfish Jean, Stephen Root, James Landry Hebert, Andre Royo, Matt Lauric y Allison Janney, mención especial tiene la pareja de la película, o quizás podríamos decir mejor, el dúo que tiene un peso importante en la película, como son Marc Maron, que tuvo su serie propia, y hemos visto en películas tan importantes como Joker y Worth, frente a él, una arrebatadora y fascinante Andrea Riseborough como Leslie, una antiheroína en toda regla, esa mujer que ha fallado a todos, pero más a sí misma, una outsider que podría ser cualquier mujer rodeada de mala suerte del cine de Fuller, alguna de esas mujeres sin suerte del cine de Nicholas Ray, y algunas otras de más allá, que pululaban en lugares donde imperaba la violencia y el desamor. Celebramos que una película como To Leslie se haya metido en la carrera de los premios de la Academia de Hollywood, aunque la nominación a la mejor actriz para la increíble Andrea Riseborough ha venido precedida de una enorme manifestación de la profesión reivindicando un trabajo tan impresionante. No obstante, que una película de estas características esté ahí, eso es muchísimo, quizás sea la cuota de cine “indie” de verdad, o quizás también sea que, el cine que se hace fuera de los encajes de Hollywood, también puede aportar, en su pequeño espacio, pero a la postre aportar, y con eso nos quedamos, con que el cine aporte, otras cuestiones más ambiciosas se las dejamos para él que quiera aportarlas, yo no lo haré, porque hacer una película bien construida, que cuente algo que emocione, y encima, te creas, ya es mucho más de lo que aportan la mayoría. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La niña de la comunión, de Víctor García

SARA Y LA MUÑECA MISTERIOSA.  

“A veces hace falta oscuridad para ver mejor las cosas”

“El tribunal de las almas”, de Donato Carrisi

El género de terror de los últimos tiempos se ha instalado en el susto facilón, subiendo los decibelios del sonido acompañando esos momentos de puertas y ventanas abriéndose, y alargando los misterios en cuestión para después sacarse de la manga una resolución completamente inverosímil. No obstante, director como M. NIght Shyamalan, Jordan Peele, Robert Eggers, Alex Garland, Eskil Vogt y Rob Savage, entre otros, se han alejado de estas chapucerías, y se han decantado por un terror más puro, más clásico y sobre todo, más de atmósferas y personajes. La niña de la comunión, el séptimo trabajo de Víctor García (Barcelona, 1974), se mueve por estos lares, teniendo a Verónica (2017), de Paco Plaza, un referente bien claro. La idea surge del director y Alberto Marini, que ha trabajado con el mencionado Plaza y con otro grande del género como Jaume Balagueró, en un guion que firma Guillem Clua, reputado dramaturgo y director teatral, del que hemos visto hace poco Los renglones torcidos de Dios, de Oriol Paulo. 

La cosa va de un pueblo cualquiera a finales de los ochenta, y más concretamente en 1987, cuando Sara y su familia se instalan en el pueblo. Rebe, extrovertida y diferente, se hace íntima de la recién llegada. Todo se vuelve del revés cuando Sara encuentra una noche una muñeca de niña de comunión, y sufren en sus carnes unas especies de trances que los deja inconscientes y los traslada a otra dimensión. Lo mismo le sucede a Rebe, y a un par de amigos. Podríamos decir que la película sigue la estructura clásica, porque los protagonistas empiezan a investigar qué hay detrás de todo lo que les ocurre, hablando con el cura, que calla mucho más de lo que sabe, y una madre que busca a su hija desesperadamente. El director barcelonés, que después de El ciclo (2003), un cortometraje de 9 minutos de terror que lo llevó a trabajar en el cine estadounidense, en el que ha hecho principalmente secuales como Return to House on Haunted Hill (2007), y Hellraiser: Revelations (2011), entre otras, construye una película sencilla y muy cercana, con una gran ambientación de finales de los ochenta con los anuncios míticos, el temazo “Lobo hombre en París”, de La Unión, los imprescindibles recreativos, el bar del futbolín, y la discoteca a ritmo de Chimo Bayo.

Un buen equipo de técnicos con un gran trabajo de diseño de producción de Marc Pou, del que conocemos por series como Nit i dia y No matarás, de David Victori, los grandes David Martí y Montse Ribé de la imperdible DDT, que estuvieron en el El laberinto del fauno (2006), de Guillermo del Toro, se encargan de una parte esencial de efectos, una excelente composición del músico Marc Timón, que va más allá del mero acompañamiento, del que hemos visto Sanmao: La novia del desierto y la reciente Oswald. El falsificador. Una gran cinematografía apoyada en una luz velada donde hay muchos interiores y noche, que firma José Luis Bernal, con una filmografía con títulos como Zulo, La jauría y un par de películas con Pere Vilà i Barceló, entre otras, y un gran trabajo de edición de Clara Martínez Malagelada, que también estuvo en Sanmao, Billy, de Max Lemcke, y el reciente documental Sintiéndolo mucho, de Fernando León de Aranoa, que condensa con acierto y buen ritmo los 98 minutos de intenso y oscuro metraje. Un magnífico reparto que mezcla con acierto caras nuevas como las de Aina Quiñones, Marc Soler y Carlos Oviedo, que dan vida a los jóvenes del pueblo y ejercen de protagonistas, junto a Carla Campra, a la que vimos como la niña desaparecida en Todos lo saben, siendo una de las amigas de la citada Verónica, dando vida a Sara, que recuerda a la Sandra Escacena de Verónica, una chica atrapada en un misterio que se cierne en torno a las muñecas de comunión, y luego están los otros, los adultos que son interpretados por intérpretes muy importantes de la escena catalana como Maria Molins, Manel Barceló, Anna Alarcón, Mercè Llorens y Jacob Torres, que vuelve al universo de Víctor García, veinte años después de protagonizar El ciclo

Nos lo hemos pasado muy bien viendo La niña de la comunión, aunque podríamos puntualizar, porque lo que pretende la película y consigue no es que lo pases bien, sino todo lo contrario, que lo pases un poco mal con su tensión y su estupenda atmósfera, que sufras al lado de sus desdichados protagonistas, afectados por algo que desconocen y les hace mucho daño, asfixiados en un lugar concreto, en ese pueblo que nos ha devuelto aquellos años de finales de los ochenta, con sus miserias, su hipocresía y maldad, y totalmente sujetos a la butaca viendo el misterio que se cierne con las muñecas de comunión, como deja bien claro el brutal prólogo de la película. No se pierdan la película si les gusta pasarlo un poco mal en el cine, que también está bien pasarlo un poco mal de vez en cuando, y más cuando nos cuentan una historia que podría pasar en el lugar donde vivimos, porque a veces, las cosas suceden, la gente calla y parece que así se ocultan, pero no, solo están dormidas, esperando, pacientes hasta que llega alguien nuevo al pueblo, alguien que no conoce nada, y convierte la leyenda en realidad, o lo que es lo mismo, destapa la oscuridad y todo lo que encierra que no es poco. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El fred que crema, de Santi Trullenque

INVIERNO DE 1943, EN LA FRONTERA.

“Toda bondad y heroísmo surgen de nuevo, para luego ser destruidos y volver a resurgir. El mal nunca triunfará, pero tampoco morirá”.

John Steinbeck

Erase una vez… Durante el invierno de 1943, en Andorra, en uno de esos pueblos fronterizos, nos encontramos con Sara y Antoni que esperan su primer hijo y apenas tienen algo que echarse a la boca. Toda su triste realidad cambiará cuando deben acoger a una familia judía huida con los nazis al acecho. Un suceso que, además, destapará tensiones familiares que vienen del pasado. El fred que crema, la opera prima de Santi Trullenque (Barcelona, 1974), tiene una estructura de cuento de toda la vida, con la misma apariencia que le gustaban a Manuel Gutiérrez Aragón, sino recuerden El corazón del bosque, mezclado con el aroma del western fronterizo muy propias de Hawks, y también, la amargura y la tristeza que acompañan a los individuos que pululaban por esos relatos sucios y amargos como en McCabe and Mrs. Miller (1971), de Robert Altman, en Perros de paja (1971), de Sam Pekinpah, y en El gran silencio (1968), de Sergio Corbucci, y esos ecos de las tradiciones de los pueblos, con sus canciones, sus bailes, y sus conflictos, y aún más, salidos de una durísima Guerra Civil.

El relato, que parte de la obra teatral Fred, de Agustí Franch que coescribe el guion con el propio Trullenque, está construido a través de sus personajes, de aquello que saben, que ocultan, y de  aquello otro que temen. Unos personajes que se ven envueltos en un conflicto complejo, debatiéndose entre lo que les dicta la razón y por otro lado, la emoción, en una tensión in crescendo que la asemeja a un cuento de terror clásico donde la amenaza y la muerte se ciernen sobre los habitantes del pueblo. Con un magnífico trabajo técnico donde todos los apartados van a una, consiguiendo esa conjunción que funciona con fuerzo y brío, con una luz que firma Àlex Sans, que debuta en el largometraje de ficción, llena de contrastes y sólida que marca con sabiduría todos los conflictos que se van sucediendo, donde el color rojo sobresale en ese paisaje blanco y muy gélido, con unos estupendos interiores iluminados con luz natural y cálida. La fantástica composición del música Fancesc Gener, que ha trabajado con Laura Mañá, Miguel Courtois y la reciente Chavalas, con una banda sonora que explica todo aquello que sienten los personajes sin caer en el subrayado.

El grandioso trabajo de sonido del tándem Èric Arajol Burgués y Sisco Peret, que han trabajado en películas de Mar Coll, Claudio Zulián, entre otras, y el estupendo montaje de Marc Vendrell, debutante en el largometraje, con un sobrio ejercicio que llena de ritmo y tensión las casi dos horas de metraje. El equipo artístico brilla a la misma altura que la parte técnica, porque tenemos a una maravillosa Greta Fernández en la piel y la fuerza de Sara, una mujer en su sitio que sabe que le conviene y pondrá su familia por delante ante este asunto que cada vez está más negro, y su marido, el Antoni en el rostro de Roger Casamajor, un actor de pura sobriedad y un tipo que a pesar de todo en contra hará lo imposible para salvar a la familia judía, el gran Pedro Casablanc en uno de esos personajes que arrastran mucho pasado, Adrià Collado en la piel del “otro” del pueblo, acérrimo enemigo de Antoni, y el cacique del pueblo, y finalmente, el lobo de la historia, el oficial nazi Lars, al que todos temen y rehúyen, interpretado magníficamente por el actor Daniel Horvath.

Trullenque ha construido una película de personajes, sumergidos en una tensión psicológica agobiante, como en las películas de antaño, donde seguimos a unos individuos metidos en tesituras morales difíciles de lidiar, porque en El fred que crema todo pende de un hilo, y en muchas ocasiones, todos vigilan y todos son vigilados, porque nada pasa porque si, porque tanto los que se ocultan tiene  la necesidad de sobrevivir para seguir en la pelea y los otros, los invasores, tienen ojos en todos los sitios y lo escuchan todo, y tarde o temprano darán con el agujero y ya nada será igual. También, podemos ver la película como un análisis profundo y certero sobre la naturaleza del mal, sobre los hechos y las conductas que nos hacen tomar aquella u otra decisión que tendrá una repercusión trascendental en nuestras vidas, y cómo afectan esas decisiones a los que viven con nosotros o dependen emocional o económicamente de nosotros. Difícil gestión de unos hechos que nos sobrepasan, del que estamos condenados, que nos defendemos como podemos, con nuestros miedos, desesperanzas y hambre.

Trullenque no lo tenía nada fácil en su primer película para la gran pantalla, pero se ha lanzado con una buena historia, una forma que atrapa y unos intérpretes que transmiten humanismo y cercanía, y ha conseguido salir bien parado del envite que no era nada fácil, porque ya vendrán los de siempre diciendo que otra película sobre la guerra y los nazis, y no sé que más, porque al que suscribe le pasa todo lo contrario, que le faltan más películas sobre la guerra y sobre nazis, y sobre todo, porque los humanos o si nos queda algo de humanos, seguimos optando por la guerra, por el terror y por matar a los demás por el bien de nuestros objetivos o lo que sea, nuca lo entenderé y mejor así, porque me ocurriría como a los personajes de El fred que crema que sin comerlo ni beberlo anteponen la vida a la suya propia, y defienden la humanidad ante el terror de los otros, esos que solo desean destruir, y ante eso, la vida, la alegría, cantar las canciones junto al fuego y esas cosas en las que estamos pensando… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Entrevista a Alicia Cano Menoni

Entrevista a Alicia Cano Menoni, directora de la película “Bosco”, en la sede de la Casa Amèrica Catalunya en Barcelona, el miércoles 16 de noviembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alicia Cano Menoni, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial, y a Violeta Medina de Comunicación, por por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Paula Labordeta y Gaizka Urresti

Entrevista a Paula Labordeta y Gaizka Urresti, directores de la película “Labordeta, un hombre sin más”, en los Cinemes Boliche en Barcelona, el martes 6 de septiembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Paula Labordeta y Gaizka Urresti, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Alexandra Hernández de Hayeda Cultura, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La casa del caracol, de Macarena Astorga

LOS LOBOS QUE NOS ACECHAN.

“Tengo miedo de escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto y el mundo no va a la deriva, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que colocarme en el vacío”.

Clarice Lispector

La película se sitúa en la España de principios de los setenta, más concretamente en el verano del 73, en uno de esos pueblos perdidos en la serranía de Málaga, de nombre Quintanar, en uno de esos lugares en los que aparentemente nunca pasa nada, o tal vez sí, porque en Quintanar, se cierne una leyenda macabra, un mito alimentado por las supersticiones de sus habitantes, una leyenda en torno a un ser que las noches de San Juan asesina niños. A ese lugar llega Antonio Prieto, un tipo de la ciudad, alguien que escribe, o al menos, escribió con éxito. Ahora está en mitad de una crisis literaria, y ha buscado una casa aislada para perderse en sus obsesiones, miedos, entre soledad, paz y mucho mezcal. La directora Macarena Astorga (Madrid, 1970), tiene una larga y variada trayectoria en el documental con trabajos sobre la memoria y las cineastas españolas, en la enseñanza como profesora de imagen y sonido, y en la ficción, con cortometrajes tan exitosos como Tránsito (2013).

Para su debut en el largometraje de ficción, Astorga ha elegido una historia basada en la novela homónima de Sandra García Nieto, que se encarga de firmar el guion, en un cuento de los de toda la vida, con alguien llegando a un pueblo que esconde un secreto, un enigma que iremos conociendo a medida que el protagonista lo va descifrando. La película se mueve entre el thriller psicológico, tanto los habitantes de la zona como el escritor tienen muchas cosas que ocultar y sobre todo, que callar, el drama rural a lo Lorca, Ramón J. Sender, y el “Pascual Duarte”, de Cela, con esa rabia, salvajismo y carpetovetónico, sin olvidar, lo más arraigado de los pueblos y las zonas rurales, todo ese misterio y leyenda que se cierne en sus espacios, como si las cosas imposibles de explicar o entender, siempre tuviesen un origen ancestral, más misterioso y fuera de este mundo. Juntando toda esa mezcla de texturas, acompañando una atmósfera asfixiante y unos personajes misteriosos, la trama avanza con aplomo y llena de tensión, manejando con soltura los diferentes ambientes del lugar, como esa taberna donde se corta con una navaja todo lo que allí se cuece, o ese bosque lleno ruidos extraños que separa el pueblo de la casa donde mora el escritor, y la casa, con esos caracoles que nos van dejando pistas por la historia del pasado que desvelarán los acontecimientos.

Un exquisito y sobrio ejercicio de luz que firma el cinematógrafo Valentín Álvarez, del que hemos visto trabajos tan fabulosos como los de Vidrios partidos, de Erice, y El Rey, que firmaban él mismo, y Alberto San Juan. El trabajado montaje de Beatriz Colomar, que ayuda a envolvernos en esa trama de deformes, al estilo del Jorobado de Notre Dame, encerrados en cobertizos, lobos y bestias que acechan el pueblo, y personas oscuras como la ciega que ve todo lo que quiere, o esos lugareños que odian a los forasteros preguntones. La sombra de El inquilino (1976), de Polanski, y El resplandor (1980), de Kubrick, sobrevuelan por La casa del caracol, que no rehúye de sus referentes, al contrario, los abraza y consigue mezclarlos sabiamente con esas películas tan setenteras del cine español como las de Saura, Borau y Gutiérrez Aragón que sabían explicar nuestra idiosincrasia más profunda, con la fantasía y la fábula más imaginativa.

Quizás la parte más inverosímil del relato es la inclusión del metalenguaje, elemento que resulta demasiado ajeno a todo aquello que se cuenta y sobre todo, le resta fuerza a ese ambiente negro y maldiciente que se respira en toda la película. Aunque, el grandísimo trabajo del plantel interpretativo con un superlativo Javier Rey, que no solo da naturalidad, oscuridad y complejidad a su escritor triste y solitario, sino que consigue una credibilidad absoluta, mostrando un personaje débil, cobarde y sobre todo, lleno de traumas sin resolver. A su lado, brilla intensamente una Paz Vega, que sabe ser de ese pueblo, mostrar dulzura y también, esconder alguna que otra cosa, las dos niñas que se mueven con soltura y naturalidad, que interpretan con gracia Luna Fulgencio y Ava Salazar, y luego la retahíla de lugareños que desde sus rostros marcados y sus cuerpos de vida y misterio, entre los que destacan Norma Martínez como Justa, esa criada callada y madre de las dos niñas, Carlos Alcántara como el cura, un personaje de esos que calan fondo, la pareja que forman Elvira Mínguez, que siempre está extraordinaria desde que nos dejase sin palabras en Días contados (1994), de Uribe, y Vicente Vergara, que regentan el bar del pueblo, y custodian al Esteban, el deforme que tienen encerrado, no solo una metáfora del pueblo, sino de todas esas creencias que más tienen que ver con el miedo a vivir que con la realidad que se vive en el lugar.

Finalmente, las presencias estimulantes de esos intérpretes mal llamados secundarios, que en realidad, en ocasiones, acaban aportando mucho y salvan muchas de esas tramas menos evidentes, dotando a esos momentos en apariencia intrascendentes, mucha vida y mucho armatoste para el resultado final que se persigue. Gentes como las grandes aportaciones de María Alfonso Rosso como la ciega, uno de esos seres que hablan poco y dicen mucho, y se erigen como uno de los personajes más tenebrosos de la película, y Pedro Casablanc como sargento de la Guardia Civil, uno de esos tipos que con unas pocas secuencias dejan huella en cualquier trabajo que se precie. La directora madrileña ha debutado con un buen relato, bien ejecutado, con algún elemento innecesario, pero en su conjunto una obra primeriza que sabe sacar el jugo a su inquietante atmósfera, una trama sencilla pero llena de tensión y oscuridad, y sobre todo, un grandísimo trabajo interpretativo que luce con gran intensidad, sumergiéndonos en mitos, leyendas y alguna que otro golpe de realidad, de esos que duelen. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA