Crónica de un amor efímero, de Emmanuel Mouret

LAS MANIOBRAS DEL AMOR. 

“Bueno, iba a demostrar algo. Veréis: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en este mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor”.

Del libro “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, de Raymond Carver

Es una noche de primavera como otra cualquiera, pero no para Charlotte y Simon, porque para ellos es su primera cita. Una cita que los acabará llevando a casa de ella a hacer el amor. Y así irán pasando los días y sus citas, una o dos veces por semana, que los llevará a conocerse a través del placer y sus largas charlas sobre la vida y todas las demás cuestiones. Tanto ella como él no quieren enamorarse, solo quieren quedar y pasarlo bien, sin ningún compromiso, como cuando eran jóvenes despreocupados. Ella está libre pero no quiere ataduras de ningún tipo, él está casado y tampoco quiere atarse. Pero… ¿De verdad sólo quieren placer y nada más? O quizás… no se atreven a expresar lo que sienten, o también, están atados a ese pacto de no enamorarse, como si el amor fuese un sentimiento que podemos controlar y manejar a nuestro antojo y/o circunstancias. 

Estamos ante el 14 trabajo de Emmanuel Mouret (Marsella, Francia, 1970), un director que ha construido de forma sencilla y natural relatos sobre las cuestiones sentimentales, y todo lo que ello comporta, a través de historias de amor o no amor, en el que sus personajes deambulan por sus emociones de forma perdida, a la deriva y sin tener la más remota idea. Nos acordamos de El arte de amar (2011), Caprice (2015), Mademoiselle de Joncquiéres (2018), Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (2020), y Crónica de un amor efímero, la que nos ocupa, que ya contiene un misterio en su propio título, la de una relación con fecha de caducidad, quizás todas la tienen, y en un inicio no parece importarle a sus dos personajes, incluso lo agradecen, quitándose ese peso de la duración de las relaciones. Aunque, la vida tiene sus propios planes, y no digamos los sentimientos, y nosotras sólo somos unos títeres guiados por unas cuerdas muy invisibles. Una trama bien construida y apoyada en cimientos firmes y muy sólidos en un guion que firman Pierre Giraud, que ya trabajó en la mencionada Mademoiselle de Joncquiéres, y el propio director, en el que sólo con dos almas crean y recrean ese pequeño y sensible universo de paseos por la ciudad, visitando exposiciones, deambulando por parques, citándose en hoteles para dar rienda suelta al placer y la carne, y esos largos paseos por el campo, en bicicleta o tumbados disfrutando de la brisa. 

La suave e íntima luz que firma Laurent Smet, ocho películas con Mouret, le da ese tono y textura adecuados para un relato donde no hay tensiones ni gritos entre esta pareja de temporada, como escenifica en esa tarde de cine viendo en uno de esos cines de antes la inmortal Secretos de un matrimonio (1974), de Bergman, una pareja que es todo lo contrario a ellos, porque sí verbaliza cruelmente toda la rabia y la tensión de años de pareja. El exquisito y conciso trabajo de montaje de Martial Salomon, otro habitual del cine de Emmanuel Mouret, que impone la ligereza y la naturalidad alejándose del artificio y la impostura para crear unas secuencias que se ven como una brisa de viento, pero que albergan toda la complejidad y la profundidad que sienten interiormente tanto uno como otro. Tiene el tono y el aroma tan característico de la cinematografía francesa en la que se habla de amor y la vida a través de largos e interesantes diálogos, en el que el cine traspasa la pantalla y son hijas de su tiempo y de cualquier tiempo, como las célebres y recordadas historias de amor y no amor como Las maniobras del amor (1955), de René Clair, La piel suave (1964), de François Truffaut, Un hombre y una mujer (1966), de Claude Lelouch,  L’amour fou (1969), de Jacques Rivette, Nosotros no envejeceremos juntos (1972), de Maurice Pialat, El amor después del mediodía (1972), de Eric Rohmer, La mamá y la puta (1973), de Jean Eustache, Una vida de mujer (1978), de Claude Sautet, entre otras. 

Charlotte y Simon no son una pareja modelo, pasan de los cuarenta, parecen felices con sus carreras profesionales, o quizás sólo lo fingen. Los dos forman una pareja atípica y nada convencional siendo los protagonistas de esta cercana historia de amor o lo que sea, dos almas sometidas a la prisa y la locura de esta sociedad mercantilista, y que encuentran en sus citas más que una vía de escape, sino una forma de relajarse, de olvidarse de ellos mismos, y sobre todo, recuperar aquello perdido del placer y esas relaciones donde prima el futuro y no el presente. La natural y encantadora Sandrine Kiberlain es Charlotte, una mujer que se siente libre y desinhibida en el amor y las relaciones, acepta lo que encuentra y se va metamorfoseando según las personas y sus circunstancias. Frente a ella, un adorable y simpático pascal Macaigne es Simon, ese especialista en la preparación del parto, que tiene una vida triste y una mujer a la que quiere pero no mucho, que encuentra en su relación con Charlotte aquello que necesita, quedar, pasarlo bien, hablar sin preocupaciones y sin más, y olvidarse de los sentimientos. 

Los dos protagonistas parecen tener claro lo que sienten y lo que buscan en la relación diferente que tienen, aunque esto siempre resulta aparente porque en verdad es eso lo que sienten, o quizás, sienten otra cosa, porque la vida dicta sus normas, el amor las suyas y nosotros las que podemos. Si les gustó la anterior película de Mouret, la sencilla y fantástica Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, que estoy seguro que así fue, no se pierdan Crónica de un amor efímero, porque tiene la transparencia, la sutileza y el encanto de las grandes películas sobre el amor que tan bien hacen en el país vecino, y además, les hará reflexionar muchísimo sobre sus sentimientos, sobre sus relaciones sean íntimas o no, y sobre todo, y esto es lo que más importante me parece, es que tiene esa melodía, porque las películas buenas la tienen, esa melodía que te atrapa con lo más sencillo e íntimo, y te sumerge en otro tiempo, en otro estado, en otra vida, en otro amor, esos que aparecen sin avisar, los que te pillan desprevenido, los que te hacen sentir emociones que hasta ahora desconocías que podías sentir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Memorias de París, de Alice Winocour

COGERSE DE LAS MANOS.

“Con el tiempo y la madurez, descubrirás que tiene dos manos: una para ayudarte a ti misma y otra para ayudar a los demás”.

Audrey Hepburn

No hace ni un mes que se estrenaba la magnífica Un año, una noche, de Isaki Lacuesta, donde daba buena cuenta de la diferente gestión de estrés postraumático de una pareja de supervivientes de los atentados terroristas de la sala Bataclan de París del fatídico 13 de noviembre de 2015. En Memorias de País, cuarto trabajo de Alice Winocour (París, Francia, 1976), escrito por la propia directora y la colaboración del coguionista Jean-Stépahne Bron y Marcia Romano, que ha colaborado con Ozon y ha escrito la reciente El acontecimiento, de Audrey Diwan, en la toma un punto de partida parecido, en este caso fue un ataque a uno de los restaurantes y se centra en una de sus supervivientes, Mia, una mujer que, como sucedía con el protagonista masculino de Un año, una noche, tiene flashbacks de aquel día, y su memoria recuerda confundiéndolo todo, sin poder tener un recuerdo global de lo sucedido durante el ataque.

No es la primera vez que la cineasta parisina se centra en los problemas mentales de sus protagonistas, ya lo hizo en Augustine (2012), sobre el trabajo de un psiquiatra y su paciente diagnosticada de histeria en la Francia de finales del XIX, y también, en Disorder (2015), centrándose en los problemas traumáticos de un soldado. Otro dato importante en el cine de Winocour son sus protagonistas, porque ya en Próxima (2019), la soledad que sufría una astronauta que se separaba de su hija por una misión, que la emparenta de frente con Mia, otra mujer que deberá enfrentarse a su trauma en soledad, porque su marido nunca llegará a entender lo que sufre porque no la ha vivido, y además, actúa como si nada hubiera pasado y todo pudiese volver como antes, una situación parecida a la que vivía Geni con su marido en la estupenda Todos queremos lo mejor para ella, (2013), de Mar Coll. La trama se centra en Mia y su proceso de reconstrucción, acudiendo al restaurante donde se celebran encuentros de víctimas, donde vemos las distintas reacciones de cada persona que sobrevivió recordando o intentando recordar el atentado. Allí, conocerá a Thomas, alguien que recuerda y sufre heridas físicas, y entre ambos reconstruirán su memoria.

La película se centra en dos miradas, la de Mia y la de la ciudad de París, donde ambos se volverán a reencontrar y sobre todo, a reconstruirse después de la tragedia, a volverse a mirar y volver a caminar por sus calles y lo demás sin miedo. Una película de gran factura técnica con la inquietante e íntima atmósfera de la cinematografía elaboradísima de Stéphane Fontaine, que tiene en su haber a nombres tan importantes como los de Jacques Audiard y Mia Hansen-Love, el excelente montaje de Julien Lacheray, que es el habitual de Céline Sciamma y Rebecca Zlotowski, y ha editado todas las películas de Winocour, que detalla cada gesto, cada mirada, en una película de búsqueda de uno mismo y de los demás, como el inmigrante senegalés que cogió de la mano a Mia y ella quiere encontrar. Y la inquietante y atmosférica música de Anna Van Jausswolff, de la que ya habíamos escuchado en Personal Shopper, de Assayas, y en el documental El chico más bello del mundo, sobre la figura de Björn Andréssen, el chico que protagonizó con 15 años la inolvidable Muerte en Venecia, de Visconti.

El magnífico reparto que encaja a la perfección con toda la complejidad y los diferentes matices en los que profundiza la película, como ya había mostrado en sus anteriores trabajos formando parejas muy diferentes entre sí, pero muy complementarias, como dos reflejos del mismo espejo, con los Vincent Lindon y Chiara Mastroianni, los Matthias Schoenaerts y Diane Kruger, y Eva Green y Matt Dillon, ahora les toca a Virginie Efira y Benoît Magimel, maravillosos y naturales, que hacen los heridos emocionalmente Mia y Thomas, en los que se ayudarán, se reconstruirán y volverán una y otra vez a aquel día, aquel momento. Les acompañan Grégoire Colin, el marido de ella que está empeñado en volver a la rutina sin más, Maya Sansa es Sara, una superviviente que organiza y escucha en los reencuentros de los afectados, Amadou Mow es Assane, el senegalés que ayudó a Mia y ésta quiere encontrar, y finalmente, Nastya Golubeva, que hemos visto en Holy Motors y Anette, ambas de Leos Carax, siendo una chica que perdió a sus padres en el atentado y ahora necesita reconstruirse haciendo las cosas que ellos hacían.

Winocour ha construido una película muy especial, una película también muy difícil, que necesita la complicidad de un espectador que bajará a los infiernos junto a los personajes, a través de los recuerdos reales de su hermano que fue uno de los supervivientes de Bataclan, en el que estamos en una especie de limbo, tanto de Mia como la ciudad de París, en el que todos deben recordar y ayudarse a recordar, para volver a mirarse y mirar, a reencontrarse y reencontrar su alma rota y en pedazos, tanto de ellos como de la ciudad, en una historia sobre fantasmas, sobre los ausentes y los presentes, sobre volver al terror, al miedo y la sangre, para sanar, para estar y sobre todo, para recordar sin sentir miedo y terror, la memoria como acto de reconciliación con uno mismo y con todo lo que le rodea, y no solo recordar, sino también, y esto es lo más importante, compartir con los otros, con los demás, mirarse y reconocerse, sin prisas, con pausa, volver a cogerse de las manos, volver a ser humanos, y volver a sentir, a volver a abrazar y volver a amar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un año, una noche, de Isaki Lacuesta

RAMÓN/CÉLINE.

“Lo primero que viene a mi memoria es una luz sobrecogedora. Un resplandor repentino me sacude la mente y veo la sala devorada por su aura. Ya no estamos a oscuras. Ya no toca la banda. A mi alrededor, en el foso, hay cientos de personas, como yo, tiradas en el suelo. Mantienen la cabeza escondida entre los brazos y tiemblan. Muchos aún no son conscientes de lo que ocurre. Algunos morirán sin saberlo”.

Primer párrafo de la novela “Paz, amor y death metal”, de Ramón González

La película se abre de manera imponente y sobrecogedora. Una imagen que no podemos descifrar en la que flotan partículas doradas, mientras suena una música de ópera, dando esa sensación de tiempo detenido que recorre toda la película. Luego, vemos una manta térmica dorada que, a continuación, descubrimos que son dos mantas y dos personas, hombre y mujer jóvenes, con la mirada perdida, sin rumbo, caminan envueltos en la manta y agarrándose fuertemente. La música va dejando paso al ruido de la calle, llena de sirenas y un gran trasiego de los servicios policiales y médicos. Estamos en la noche del viernes 13 de noviembre de 2015, la noche de los atentados en París. La pareja son Ramón y Céline, dos de los supervivientes de la sala Bataclan, donde fueron asesinadas cerca de ochenta personas.

La décima película de Isaki Lacuesta (Girona, 1975), se centra en estas dos almas, Ramón y Céline, a partir de la novela “Paz, amor y death metal”, de Ramón González, que sobrevivió a aquella noche fatídica. Un guion que firman Fran Araújo, Isa Campo y el propio Lacuesta, el mismo equipo de las tres últimas películas del director gerundense. Después de Los condenados, Murieron… y La próxima piel, el director vuelve a la ficción pura, pero no al uso, como nos tiene acostumbrados, tanto en la forma de adentrarse y la precisión quirúrgica en la  que envuelve a sus dos criaturas, porque se sitúa en la gestión del dolor, la culpa y el trauma tanto de Ramón como Céline. Mientras, él, necesita verbalizarlo, no olvidar nada y compartir lo ocurrido en Bataclan. En cambio, ella, opta por lo contrario, olvidar, callarse, no compartir, silenciarlo todo, y seguir como si nada. Dos formas diferentes de gestionar y afrontar el traumar, dos formas en las antípodas de enfrentarse al dolor, dos almas en continuo colisión, dos almas enfrentadas, dos almas que viven el después como pueden, ni mejor ni peor.

El director catalán vuelve a su tema preferido, el doble, que estructura toda su filmografía. En este caso, no se trata de la misma persona, sino de dos, dos personas y sus experiencias traumáticas, y contada a través de dos elementos importantes: la fragmentación y la desestructuración, tanto en el relato como en la forma, con esa cámara tan cerca de todo, que penetra en sus almas tristes, convirtiéndose en una segunda piel, en ese otro personaje, que los mira y los retrata, sin juzgarles y sin condescendencia, en un relato a modo de puzle imposible, en el que todo lo vemos a partir de ellos dos, a partir de su frágil memoria, de sus flashes de aquella noche, y de esa vida no vida que intentan continuar a pesar de lo que han vivido. No es en absoluto una película que dé respuestas de cómo gestionar un trauma, sino que se adentra en el interior de los personajes, y también, en cómo se gestionan, y sobre todo, como gestionan su yo de ahora, que ya no es el de antes, porque el de antes murió aquella noche en Bataclan, y no solo su conflicto, sino el conflicto que tienen con el otro, que está ahora misma muy distanciado en su forma de encarar el dolor y la vida a partir de ahora.

Esa imagen en ocasiones abstracta y extraña, donde hasta el naturalismo tiene ese aroma de dureza y dolor, donde encuentran pocas huidas de luz, porque esa luz no la encuentran en su interior, y el fascinante juego de espejos y reflejos con esa cámara deslizándose entre paredes y cristales, mostrando todos esos muros que los separan a ellos y al otro. Una imagen de Irina Lubtchansky, que ha trabajado para Rivette y es habitual de Desplechin, consigue esa luz monrtecina y martilelante que se ha isntalado en las no vidas de los protagonistas, y toda la magnífica filmación de los atentados en Bataclan, llenos de confusión, ruido, miedo y locura. Toda un doctorado de cómo filmar una situación así, en el que ayuda el exquisito trabajo de montaje donde encontramos a un viejo conocido del director como es Sergi Dies, que firma junto a Fernando Franco, un director-montador, en el que saben transmitir esa montaña rusa en bucle por la que transitan las almas sin descanso de la película. El maravilloso equipo de sonido que forman grandes de la cinematografía de este país como Eva Valiño, Amanda Villavieja, Marc Orts y Alejandro Castillo, como suenan esos disparos en la sala, o todos los sonidos que nos acompañan durante el metraje, que podemos tocar y sentir, tan secos, tan duros, que tanto duelen. Y finalmente, otro que repite con Lacuesta, el músico Raúl Refree, creando esa compañía perfecta que explica lo que no vemos, y ayuda a penetrar más profundamente en estas almas que están siendo tan vapuleadas.

El reparto necesita una mención aparte, porque tiene a intérpretes que acostumbran a ser protagonistas haciendo personajes de reparto o colaboraciones como Quim Gutiérrez, en un rol brutal, amigo y también, superviviente como Ramón, la increíble Alba Guilera, toda una revelación, Enric Auquer, el música C. Tangana, que debuta en el cine, Natalia de Molina, Raquel Ferri, Blanca Apilánez y el reencuentro con Bruno Todeschini, que era uno de los tutores que aparecía en La próxima piel. Y el protagonismo de Noémie Merlant y Nahuel Pérez Biscayar, que vuelve al cine español después de Todos están muertos (2014), de Beatriz Sanchis. Pedazo pareja e impresionantes composiciones de dos de los mejores intérpretes jóvenes de la cinematografía francesa, dando cuerpo y alma a unas vidas en suspenso, unas no vidas, unas existencias llenas de dolor, de miedo, de muerte, y sobre todo, de ser incapaces de compartirlo todo aquello que están sintiendo, de la incapacidad que tenemos los humanos de gestionar el dolor, el trauma, la tristeza, y los conflictos que nos traen con los demás y con nosotros mismos.

Isaki Lacuesta ha hecho una de sus grandes películas, como lo eran La leyenda del tiempo, donde el pequeño Isra también atravesaba el conflicto del dolor por la muerte de su padre, o Los pasos dobles, donde también había una suerte de puzle argumental, o Entre dos aguas, otra vez con Isra, ya adulto, donde el conflicto volvía a distanciar a una pareja. Un año, una noche es una película para ver y otra vez, porque dentro de su carcasa hay muchos detalles, gestos y miradas que se nos escapan, en una película que habla de frente al dolor y al miedo, sin cortapisas ni edulcorantes, sumergiéndonos en la tristeza, en todo aquello que no nos deja ser quiénes somos, detallando minuciosamente nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, todo nuestro ser reducido al pozo de la no vida, de querer olvidar cuando es imposible, de tener la capacidad de enfrentarse a toda la mierda que sentimos y sobre todo, a ser capaces de mirar a nuestro amor y compartir todo lo que duele, todo lo que sentimos, y sobre todo, todo lo que sucedió y vimos aquella noche en Bataclan. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Una historia de amor y deseo, de Leyla Bouzid

AHMED CONOCE A FARAH.

“No parecen gran cosa, las palabras. Parecen inofensivas, desde luego, como bocanadas de aire, soniditos que brotan de la boca, ni calientes ni fríos, y fáciles de captar en cuanto llegan por el oído, al enorme aburrimiento gris del cerebro. Bajamos la guardia ante las palabras y llega la desgracia”.

La periferia parisina ha sido objeto de representación y estudio en la cinematografía francesa en películas como El odio (1995), de Mathieu Kassovitz, Los miserables (2019), de Ladj Ly, París, distrito 13 (2021), de Jacques Audiard, Arthur Rambo (2021), de Laurent Cantet, entre otras. Cine que mira a los suburbios parisinos, cine social y muy potente, que está muy alejado de la condescendencia habitual, para construir relatos sobre la dura realidad que se vive, en contraposición con el centro de la ciudad. A Leyla Bouzid (Túnez, 1984), que estudió literatura francesa en la Sorbona y cine en la Fémis, la conocimos con Al abrir los ojos (2015), su ópera prima que seguí los pasos de Farah, una argelina de 18 años, a pocos meses del estallido popular y revolucionario, de vida disoluta que la enfrentaba al conservadurismo de su familia.

Con Una historia de amor y deseo, su segundo trabajo, vuelve a hacer un retrato íntimo y personal sobre Ahmed, un chaval de 18 años, de familia argelina y de la periferia parisina, que empieza literatura en la Sorbona, y un día conoce a Farah, una joven tunecina que ha dejado su país para estudiar también literatura. Entre los dos jóvenes nace un amor y un deseo, aunque Ahmed luchará íntimamente entre su deseo sexual hacia Farah contra las ideas religiosas y tradicionales que le han inculcado desde niño. La directora tunecina construye con pausa y sensibilidad una película entre dos mundos, entre dos formas de pensar y sobre todo, sentir, donde siempre hay un forma y su reflejo, porque nos habla de literatura árabe del siglo XII, sumamente sensual y erótica, y por otro lado, está la idea tradicionalista del mundo árabe, y las diferentes formas de pensar y sentir entre los países árabes del norte de África, como pueden ser la Argelia de Ahmed y el Túnez de Farah. Dos jóvenes en las antípodas del pensamiento y los sentimientos pero que se han cruzado, y la mirada de Bouzid los retrata de forma humanista, con sus ilusiones, tristezas, miedos, inseguridades, deseos y sexualidad.

Una detallista y cromática escala de colores y luces que firma el cinematógrafo Sébastien Goepfert, que conoció a Bouzid mientras estudiaban en la Fémis, y ya se encargo de la luz de al abrir los ojos, bien acompañado por un gran trabajo de montaje de Lilian Corbeille, que la conocemos por sus trabajos en Les combattants, Mentes brillantes y la serie Vernon Subutex, entre otras, que condensa con sabiduría los ciento tres minutos de metraje, que suceden de forma rítmica y con intensidad. La extraordinaria música casi experimental del casi debutante en cine Lucas Gaudin, describe con suavidad todos los demonios interiores del joven Ahmed, bien acompañada por esos otros momentos sublimes donde escuchamos música en directo como esos hermosísimos momentos del saxofonista a orillas del Sena, el concierto de Ghalia Benali y el baile que se marca Ahmed a ritmo de las darboukas. Otro de los aspectos fundamentales de Una historia de amor y deseo es su pareja protagonista, que bien están los dos, Sami Outalbali es Ahmed, que se ha fogueado en series de televisión. Un intérprete extraordinario que sabe construir un personaje entre dos universos, un mundo interior en pleno tsunami emocional, luchando frenéticamente entre lo que siente, lo que desea y lo que se niega a ser y desear, su impulsos sexuales, sus miedos y su cobardía para enfrentarse a quién quiere ser.

Frente a él, una increíble Zbeida Belhajamor, una actriz amateur de teatro en Túnez, que se mete en el rostro, la piel y el cuerpo de una fantástica Farah, dando la réplica y el contrapunto idónea al personaje de Ahmed, agitándolo para que tome las riendas de su vida, y empiece a caminar libre de ataduras e ideas prejuiciosas, sin olvidarnos del resto del reparto, intérpretes todos desconocidos pero con un gran naturalidad para componer sus diversos y complejos personajes. Aurélia Petit, una actriz francesa que ha trabajado con grandes como Haneke, Ozon, Donzelli y Amalric, entre muchos otros, da vida a la profesora de literatura que todos hemos tenido alguna vez, esa profe que nos ha abierto la mente, que nos ha mostrado otras formas de ver, de pensar y sobre todo, de sentir, en este caso, la inmensa y desconocida literatura árabe medieval llena de erotismo, sensualidad y sexo, todo un abanico de sabiduría y posibilidades que enriquecen el universo de Ahmed y Farah y todos aquellos que tengan inquietudes y curiosidad.

Solo nos queda agradecer a la distribuidora Flamingo Films que siga apostando por este cine hecho desde la verdad, un cine social potente y real, muy alejado de la moralina y los estereotipos habituales en producciones que pretenden mostrar una realidad y acaban haciendo cine propagandístico, superficial y lo que es peor altivo y pretencioso. En la película de Leyla Bouzid no encontramos nada de todo eso, sino todo lo contrario y mucho más, porque su cine enmarca a todas las realidades que convergen en esos espacios y lo hace desde la mirada del que quiere conocer, situando la cámara a la altura de los ojos de sus inquietos y complejos personajes, sumergiéndose en todas las diferentes particularidades de aquellos que viven y vienen de la periferia parisina, de la amalgama de formas de pensar y sentir entre todos los inmigrantes que han llegado y de sus hijos, nacidos en Francia, pero envueltos en tantos mundos que los hace confundir y les dificulta su existencia, aunque como ocurre en la película, siempre les quedará la poesía árabe para dejarse llevar por sus sentidos, su erotismo y experimentar su sexualidad como les sucede a Ahmed y Farah. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

París, Distrito 13, de Jacques Audiard

¿QUÉ FUE DEL AMOR?.

“Hemos olvidado el amor, la amistad, los sentimientos, el trabajo bien hecho. Lo que se consume, lo que se compra son solo sedantes morales que tranquilizan tus escrúpulos éticos”

Zygmunt Bauman

De los nueve títulos que componen la filmografía de Jacques Audiard (París, Francia, 1952), muchos están estructurados a partir de la diferencia y opuesto en sus personajes principales. Personas que, por circunstancias propias y ajenas, se ven abocados a relacionarse con otros, y que deben unir fuerzas para enfrentarse a unos terceros, rodeados de un atmósfera ajena a ellos que resulta difícil e inquietante. Recordamos a la secretaria sorda y tímida que conoce al ex convicto y malcarado en Lee mis labios (2001), el vocacional pianista que se niega a seguir la herencia familiar y su profesora china que no entiende una palabra en francés en De latir, mi corazón se ha parado (2005), el joven que ingresa en prisión y acaba haciéndose el capo en un ambiente hostil en Un profeta (2009), el rudo portero de discoteca y la accidentada entrenadora de orcas en De óxido a hueso (2012), los inmigrantes de Sri Lanka en la Francia actual en Dheepan (2015), y los hermanos buscadores de oro en el salvaje oeste de Los hermanos Sisters (2018).

En París, Distrito 13 (“Les Olympiades”, en el original, referido a un rascacielos del centro del barrio del citado distrito), basada en tres novelas gráficas del estadounidense Adrian Tomine, en un magnífico guion que firman el propio director, Léa Mysius, de la que hemos visto Los fantasmas de Ismael, de Desplechin, y La familia Samuni, de Stefano Savona, y Céline Sciamma, la maravillosa directora de grandes títulos como Retrato de mujer en llamas y la reciente, Petite Maman, amén de guiones para Téchine o esa maravilla que es La vida de calabacín. En el relato nos encontramos con cuatro personajes, tan distintos y tan cercanos a la vez. Tenemos a Émilie Wong, una licenciada que se gana la vida con trabajos auxiliares y de pelea con su familia, que conocerá a Camille, un profesor hastiado y cansado de su trabajo, con el que mantendrá una relación sexual muy intensa y efímera. Camille trabajará en una inmobiliaria con Nora, una mujer que ha llegado a París huyendo de una relación sentimental muy tóxica con su tío e intimaran, y aún más, porque Nora conocerá a Amber Sweet, una cam girl que se desnuda y practica sexo a través de internet.

La sombra de Rohmer está en cada encuadre y cada espacio de la película, a través de sus cuentos morales como MI noche con Maud, de la que Audiard se declara como fuente de inspiración, y también, Les rendez-vous de París (1994), estructurada a partir de tres relatos sobre las citas perseguidas o encontradas de unos cuántos individuos por la ciudad francesa. El impacto visual y plástico del blanco y negro, si exceptuamos los momentos de la cam girl que, al ser por ordenador son en color, un color pixelado y rugoso,  que firma el cinematógrafo Paul Gilhaume, dotando esa cadencia y suavidad que impregna cada plano de la película, con ese tono actual y atemporal, como el conciso y soberbio trabajo de montaje de Juliette Welfling, que ha trabajado en toda la filmografía de Audiard, y con otros tótems como Farhadi, Gondry y Schnabel,entre otros, y la excelente música de Rone, y los temas actuales que le dan esa textura de existencias que viven al día, con sus trabajos precarios, su continua incertidumbre tanto en el respirar como en el amor, o esa cosa que llamamos amor en estos tiempos de primero sexo y luego, ya veremos.

La película nos lleva de forma tranquila y sencilla por estos cuatro personajes y sus aventuras sentimentales, sus dificultades para relacionarse y saber que desean y a quién. Sus continuos devaneos en lo sexual, que lo cogen de forma intensa, vertiginosa y más parecido a una droga de la que son adictos, en una forma inútil y desilusionante de encontrar a quién amor o tropezarse de casualidad con el amor o algo que se le parezca. Ya en su magistral prólogo, con Émilie y Camille, desnudos y follando como descosidos, como si no hubiera un mañana, y el salto que da para contarnos como empezó todo, y las continuas elipsis, tan descriptivas y apabullantes que le imprimen agilidad y ritmo en una historia con constantes subidas y bajadas y atajos sexuales y sentimentales de los protagonistas, en la que las pertinentes subtramas que viven los personajes, nos ayudan a conocerlos mejor, a profundizar en sus vidas, y darnos cuenta de sus miedos, (des) ilusiones, pasados, frustraciones y demás aspectos emocionales que evidencian unas vidas en continuo tránsito, unas existencias que no saben ni pueden encontrar una estabilidad económica y emocional.

Un estupendo reparto que consiguen encontrar  esos personajes perdidos, a la deriva, en un perpetuo presente que parece no tener fin. Tenemos a Lucie Zhang, con poca experiencia, pero que transmite una naturalidad y cercanía brutales, dando vida a Émilie, en pleno desenfreno sexual que oculta carencias emocionales graves como no saber romper con una familia demasiada castradora. Makita Samba es Camille, al que vimos en Amante pro un día, de Philippe Garel, es el tipo que va de aquí para allá, sin encontrar su lugar y menos, el amor, aparentemente seguro en sus emociones pero solo una fachada que esconde otros conflictos personales. Noémie Merlant es Nora, la fascinante protagonista de Retrato de mujer en llamas o Curiosa, condenada a la eterna huida siempre escapando de todos y sobre todo, de ella misma, incapaz de mirarse en su interior y descubrir que le da miedo, encontrará en Amber Sweet, que interpreta Jehnny Beth, ese contrapunto, esa otra manera de mirar a los demás, una mujer sin complejos, en apariencia, una mujer que iremos descubriendo a través de Nora.

Audiard ha construido una película de ahora y de siempre, con este grupo de personas que se mueven mucho pero no van a ninguna parte, que disfrutan del sexo pero no del amor, que se pierden en sus vidas, que se autoengañan demasiado, que viven unas vidas que no son las suyas, que malgastan sus existencias por no saber qué hacer ni adónde ir, que deambulan como zombies en laberintos sin salida que ellos mismos se han construido, presos de sus no amores, llenos de miedos, en una sociedad estúpidamente productiva que todo lo valora en metálico, en una excelente radiografía del amor o lo que queda de él, en estos tiempos de sexo por sexo, donde las apps de internet han revolucionado nuestras relaciones sentimentales, haciéndolas más superficiales, pero solo un fiel reflejo de la velocidad y el usar y tirar de nuestra sociedad mercantilista que todo y todos estamos en venta, eso “Tiempos líquidos”, que tan sabiamente nos habla Bauman, con toda esa evaporación en todo, esos amores líquidos, esas relaciones sin consistencia, sin peso, sin solidez, que se mueven en los cuerpos, en la piel, en el sexo, en la nada, porque lo más importante, las emociones, y el pánico a mostrar las emociones, y por ende a mostrarse ante el otro, quedan relegadas al espacio vacío, a la ocultación, a la nada. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Las cartas de amor no existen, de Jérôme Bonnell

¿QUE FUE DE NUESTRO AMOR?

“¿Acaso podemos cerrar el corazón contra un afecto sentido profundamente? ¿Debemos cerrarlo? ¿Debe hacerlo ella?

James Joyce

Jonas es un tipo de cuarenta y tantos tacos, con encanto pero torpe, como cantaba Sabina, alguien que se encuentra en Stand by, no por decisión propia, sino porque su vidas y los hechos que la rodean parecen ir contra él, o simplemente, las cosas van sucediendo y Jonas va llegando tarde a todo, porque no quiere darse cuenta que las cosas se terminan, o hay gente con la que hay que terminar por nuestro propio bienestar. A Jonas le costó despedirse de la madre de su hijo, una mujer que ya no quería, también de su socio, un aprovechado que le ha metido en un gran lío, y además, le cuesta horrores decir adiós a Léa, su última novia. Jonas ahí anda, a la deriva por su miedo a cerrar, a decir adiós, y sobre todo, el miedo a la incertidumbre que se apodera de uno cuando cierra algo o a alguien y empieza de cero. Donde muchos ven una forma de empezar de nuevo, Jonas lo ve como una decisión que no quiere o no puede tomar, aunque la situación actual lo lleve a la mierda. Y en esas anda.

La historia arranca después de una noche de borrachera, Jonas se levanta más perdido que nunca y no decide otra cosa que visitar a Léa de buena mañana, y hacer lo imposible para recuperarla, una vez más. La cosa no va como espera y se refugia en el café de enfrente de su casa, como si se tratase de un naufrago en una isla desierta, esperando a Léa decide escribirle una carta, una carta para contarlo todo lo que siente por ella, y esta se decida a rescatarlo, porque él no se atreve o simplemente no se lo ha planteado, quizás ha llegado de coger la riendas de su vida y enfrentarse a ese tipo que tanto miedo le da y no es otro que él mismo. Las cartas de amor no existen (del original “Chère Léa”), es el séptimo largometraje de Jérôme Bonnell (París, Francia, 1977), y vuelve a colocarse en el tono que más le gusta al director francés, entre la comedia dramática y el romance, porque estamos ante una comedia romántica, con ese aroma que tenían las del Hollywood clásico, sin olvidarnos de Becker y Truffaut, donde el amor y su perdición es el trasunto real de la trama, una estructura que se desmarca acomodándose en el suspense hitchcockiano, con el inquietante macguffin, que no es otro que la citada carta, ya que su contenido nunca nos será revelado.

La acción, más propia del thriller psicológico que de la comedia al uso, juego mucho con los inequívocos y las subtramas que solo hacen más difícil la no aventura y no decisión del protagonista, jugando mucho con la información, porque se nos da poca información del pasado del protagonista y las personas que lo pululan, en una especie de radiografía emocional que sin querer se practica el propio Jonas que, al igual que le ocurría al dickensiano Ebenezer Scrooge, sus fantasmas del pasado comenzarán a revolotearle el alma, donde el café será el centro neurálgico de su catarsis personal, y saldrá a unas visitas como la de su ex en la cafetería de una estación, que recuerda a una de sus películas El tiempo de los amantes, de dos desconocidos que se conocían en un tren, y la peculiar relación con el dueño del café, el amante de Léa, su socio con el que se comunica vía móvil, al igual que su hijo, y algún que otro cliente y los habituales del barrio. Las cartas de amor no existen habla de amor, o quizás podríamos decir, de todo ese amor que creemos sentir, de las historias que hay que dejar, decir adiós, y del tiempo.

El tiempo real de la película acotada a un solo día, a una única jornada, veinticuatro horas donde casualmente Jonas hará balance de los hechos vitales hasta ahora, y en un lugar ajeno al suyo, en cierta manera, Jonas está en una especie de laberinto emocional en el que él mismo ha puesto sus obstáculos para no salir. La estupenda cinematografía de Pascal Lagriffoul, responsable de toda la filmografía de Bonnell, le da ese toque cercano y naturalista sin caer en ningún instante en el embellecimiento ni la condescendencia, la excelente música de David Sztanke va detallando todos los estados emocionales de Jonas en una especie de montaña rusa de nunca acabar, y el ágil y formidable montaje de Julie Dupré, que ya trabajó con el director parisino en À trois on y va y en la citada El tiempo de los amantes – amén de aquella maravilla que era Dos otoños, tres inviernos (2013), de Sébastien Betbeder – que rompe con habilidad ese único escenario donde se desarrolla casi toda la trama.

El maravilloso reparto de la película encabezado por Grégory Montel, un magnífico y desconocido para el público de por aquí, pero muy popular en Francia por su éxito televisivo por Call My Agent!, una serie que ha dado la vuelta al mundo. El actor se mete en la piel de Jonas, y nunca mejor dicho, porque la cámara se posa en él y dentro de él, dando vida a un tipo que tiene muchos frentes abiertos por miedo o por no atreverse: un trabajo que odio, porque en realidad le encantaría escribir, y mira tú, ha empezado por una carta, una carta que no puede parar de escribir, con relaciones pasadas que cree todavía estar ahí, con relaciones actuales, más de lo mismo, y enganchado a todo y nada, a un pasado que lo machaca y a un presente, de bólido, que repite patrones anteriores, un caso, en fin, quizás ese día, ese día tan loco, surrealista y extraño, le abra los ojos, depende de él. Le acompañan la siempre fascinante y natural Anaïs Demoustier como Léa, el eficaz Grégory Gadebois como dueño del café, Léa Drucker como al ex esposa, y finalmente, una sorprendente Nadège Beausson-Diagne, una cliente particular del café. Bonnell ha construido una película de verdad, auténtica, que no solo retrata a un tipo-náufrago de sí mismo, sino de su propia vida, y ya no digamos del amor, y lo hace desde dentro a fuera y al revés, contándonos ese París, ese otro París, el muy alejado de su estereotipo de ciudad del amor y mandangas por el estilo, aquí vemos su día a día, su cotidianidad, sus gentes y el amor, ¡Ayyy…! El amor,,,, Que seríamos sin él y con él. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cartas mojadas, de Paula Palacios

LOS INVISIBLES DEL MEDITERRÁNEO.

“Huimos de una guerra, y nos encontramos con otra en el mar”

Desde que en 2015 estallará la crisis descontrolada de inmigrantes que se lanzaban al mediterráneo, intentando llegar a Europa, utilizando travesías difíciles, y llenas de peligros que costaban la vida de muchos, muchas cámaras se fueron a documentarlo, generando una gran cantidad de trabajos sobre la tragedia de los inmigrantes muertos en el mediterráneo, desde miradas, ángulos y puntos de vista diferentes, quizás faltaba uno que introdujera el elemento humano, el que se sube a bordo de los barcos, y registra la cotidianidad, lo que sucede en su interior de forma sincera y veraz. En Cartas mojadas, de la española Paula Palacios, cumple esa función, de mirar de frente, de filmar los rostros y los cuerpos del mediterráneo, hablando de todo, del inicio del viaje, de todo lo que dejan, las travesías, y los destinos. Un relato que va desde lo más íntimo, a lo más general, deteniéndose en todos las miradas y sentimientos, y no solo muestra lo que sucede en el mar, sino va más allá, dirigiéndose a esos lugares donde van a parar los inmigrantes cuando supera la barrera del mar, mostrándonos las diferentes realidades con las que se encuentran, y todo nos lo cuentan, de forma humanista, rigurosa y sensible. Palacios ha producido y dirigido más de veinticinco documentales para televisión, donde prevalecen los temas sobre migración y mujer, haciendo hincapié en esa parte humana que se oculta con tantas cifras de fallecidos.

En Cartas mojadas, su primera película para cine, nos convoca en tres espacios. En el primero, iremos a bordo del barco humanitario “Open Arms”, en el que rescatarán del mar a más de medio millar de personas, personas que conoceremos y miraremos a sus rostros cansados, mientras la tripulación, intenta por todos los medios un puerto donde recalar. En el segundo espacio, nos llevarán a las calles de París, donde inmigrantes viven al raso, sin nada, en el que son expulsados por la policía. Y en el tercer espacio, nos subimos a bordo de una patrullera de guardacostas libio que, localiza embarcaciones y las devuelve a sitios como Libia, donde los inmigrantes son torturados y esclavizados. Tres miradas de la tragedia que se vive a diario en el mediterráneo, de todos los que sobreviven. Y todo ello, Palacios nos lo cuenta a través de una voz en off, de una niña ficticia que lee una carta de la madre, esas cartas mojadas que elude el título, todas esas cartas que no llegan a su destino, que se pierden bajo las aguas del mar, reivindicando a todos aquellos que mueren, víctimas invisibles de una política europea que ahoga a los países pobres e impide que sus habitantes lleguen a Europa, un continente demasiado ensimismado en su ombligo y en hacer dinero, que salvar vidas.

La película tiene una factura impecable, con esa luz que capta todos los elementos humanos y físicos de la película, una cinematografía que firman Taha Jawashi, Amine Belhouchat y Mikel Landa, que capta con mucho criterio y sobriedad la vida y la muerte del mediterráneo, bien acompañado de un montaje enérgico y brillante, obra de Virginie Véricourt, que sabe contarnos las diferentes realidades sin perder un ápice del contenido de la obra, y la excelente música de Mariano Marín (que muchos recordamos por las score de Tesis y Abre los ojos, entre muchas otras), una música afilada y oscura que describe el terror que muchos viven en su trágico viaje. Palacios ha construido una película de frente, sin recovecos ni sentimentalismos, muestra unas realidades tremendas, las que viven miles de personas que se lanzan al mar para huir de la guerra, la miseria, la violencia y la injusticia que se viven en sus países de origen, huyen de una guerra y se encuentran con otra, la que sufren en el mar, la de aquellos que los rechazan y les impiden llegar a un lugar mejor del que huyen.

Un relato triste y lleno de rabia, desesperanzador y durísimo, que la película consigue mostrar con el equilibrio adecuado, entre esa cercanía para que podamos empatizar con sus imágenes, pero también, la suficiente distancia para la reflexión necesaria, que nos conmovamos con unas imágenes terribles, pero sin caer en la lágrima, sino explorando unas realidades que no acostumbran a mostrarse en los informativos occidentales, siempre tapadas con cifras que no describen el inmenso drama para tantas personas. La película se lanza al vacío, muestra y provoca la reflexión y el pensamiento en los espectadores, sin caer en la superficialidad de otras producciones, aquí no hay épica ni heroísmo, solo unas personas que intentan salvar a otras, personas que actúan con conciencia ante la tragedia del otro, ante la impasibilidad de sus países, y no miran hacia otro lado como hace la mayoría, materializan su ayuda, subiéndose a un barco, enfrentándose a todas las autoridades y trabajando por salvar vidas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


<p><a href=”https://vimeo.com/392949016″>CARTAS MOJADAS – TRAILER stereo VOST</a> from <a href=”https://vimeo.com/moradafilms”>MORADA FILMS</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>

Habitación 212, de Christophe Honoré

EL AMOR DESPUÉS DE VEINTE AÑOS.

“Amar no es solamente querer, es sobre todo comprender”

Françoise Sagan

El amor, y las cuestiones que derivan del sentimiento más complejo y extraño, y la música, son los dos elementos en los que se edifica el universo de Christophe Honoré (Carhaix-Plouguer, Francia, 1970). Un mundo rodeado de un estética pop y romántica, donde sus personajes aman el amor o eso creen, unos personajes, algunos, algo naif, algo inocentes, muy del amor, porque para el cineasta francés el amor, o un parte esencial de él, se basa en la aventura a lo desconocido, a lanzarse a ese abismo que produce inquietud y temor, pero también placer y felicidad, quizás en buscar ese equilibrio, no siempre sencillo, está ese sentimiento que llamamos amor. Su nuevo trabajo nos habla de amor, claro está, pero de ese amor maduro, ese amor después de veinte años, un amor que ya tiene una edad para mirar hacia atrás, para vernos a nosotros mismos, para cuestionarnos si aquellas decisiones que tomamos fueron las acertadas, o no. El relato arranca con Maria Mortemart (una maravillosa Chiara Mastroianni, en su quinta presencial con Honoré) caminando con paso firme y decidido por las calles céntricas de París, coqueteando con la mirada con chicos mucho más jóvenes que ella, mientras escuchamos a Charles Aznavour cantando “Désormais”, una canción que nos remite al desamor, quizás una premonición de lo que está a punto de llegar.

Cuando Maria llega a casa, se encuentra a Richard (Benjamin Biolay) su marido, que por azar, descubre que Maria tiene un amante. Se enfadan y Maria se va de casa, cruza la calle y se aloja en la habitación 212 del hotel de enfrente (el número hace referencia al artículo del matrimonio que indica obligaciones de los cónyuges como respeto y fidelidad). Mientras observa la tristeza de su marido, Maria, al igual que le sucedía a Ebenezer Scrooge (el huraño y enfadado protagonista de la novela Cuento de Navidad, de Dickens) recibirá unas visitas muy inesperadas que la llevarán a su pasado y presente, con continuas idas y venidas por ese tiempo, de naturaleza mágica y crítica, que le ha tocado vivir: al propio Richard, veinte años más joven, cuando se casaron (interpretado con dulzura y sensibilidad por un enorme Vicent Lacoste, que repite con Honoré después de la imperdible Amar despacio, vivir deprisa), a Irène (una cálida Camille Cottin) la que fue primer amor y profesora de música de Richard, que sigue enamorada de él, y  la agradable presencia de la bellísima Carole Bouquet, la voluntad de Maria, en forma de imitador de Aznavour, y una docena de amantes de Maria, veinte años más jóvenes que ella, en estos veinte años de matrimonio.

Durante la noche, tanto la viviendo como el hotel, y la calle, se convertirán en un decorado de una película de la metro, de esas que se rodaban en EE.UU. durante la época dorada del musical, que también adaptó al cine francés, Jacques Demy, con la nieve cayendo, con esas siete salas de cine, que anuncian una de Ozon, por ejemplo, o ese restaurante que recibe el nombre de “Rosebaud” (haciendo referencia al pasado y a aquello de dónde venimos, como en Ciudadano Kane). Visitas que funcionaran como terapia de pareja y sobre todo, del amor para Maria y Richard, que también se incorporará a la noche del amor y de aquello que dejamos o no, un Richard desorientado y diferente. Honoré construye una deliciosa y acogedora comedia dramática, con momentos de musical puro, sobre el amor y todos los asuntos que encierran a la pareja, a sumergirnos en el verdadero significado del amor y todo lo que significa, haciéndonos reflexionar y también, enamorándonos con sus bellas y románticas imágenes, y la música que escuchamos, desde la canción melódica del propio Aznavour y Serrat, música clásica de Vivaldi al piano, un tema sobre aquellos amores que podían haber sido como el “Could it be magic”, de Barry Manilow o el “How Deep is Your Love”, versión de The Rapture, indagando en la verdad de esos sentimientos que tanto clamamos al amado o amada.

Honoré mira con sinceridad e intimidad la naturaleza humana, mirándonos como verdaderamente somos, seres imperfectos que amamos como sabemos o podemos, equivocándonos y cometiendo muchos errores, o simplemente, dejándonos claro que el amor, ese sentimiento capaz de mover montañas y conciencias, y convertirnos en meras sombras de nuestra voluntad, no es un sentimiento perfecto, ni mucho menos, simplemente es una emoción, con todas sus virtudes y defectos que, en algunas ocasiones acertamos y en la mayoría, erramos, quizás la capacidad de perdonar y perdonarnos será el mejor camino para seguir enamorándonos cada día de ese ser que es tan especial para nosotros, porque nadie, absolutamente nadie, será capaz de mirarlo como lo hacemos nosotros, porque como explica Honoré, después de veinte años, ya somos capaces de amar, porque ya conocemos todas sus imperfecciones y a pesar de todo eso, seguimos sintiendo algo profundo y complejo por esas personas, y todo lo demás, no sirve de nada, porque el amor no es ciego, suele ser real y sobre todo, lleno de imperfecciones, pero no solo el nuestro, sino el de todos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mi vida con Amanda, de Mikhaël Hers

LAS VIDAS DAÑADAS.

“El cine debe apropiarse de los atascos, encontrar una manera de incluirlos, hacerlos hermosos o conmovedores. Tengo la sensación de acercarme más a la verdad a través de momentos de calma y digresión que a través del ojo de la tormenta”

François Truffaut

Erase una vez una niña llamada Amanda que tenía siete años. Un día, esperaba sentada en los escalones de entrada a su colegio a su tío David, un joven de 24 años, despreocupado y ligero como su vida acotada al presente efímero. Esta es la primera secuencia de la película Mi vida con Amanda, ese primer instante en que descubrimos la relación entre los dos personajes que protagonizarán el grueso del relato. La tercera película de Mikhaël Hers (París, Francia, 1975) después de las interesantes Memory Lane (2010) sobre un grupo de amigos parisinos, y Ce sentiment de l’été (2015) sobre el duelo compartido entre un joven, novio de la fallecida, y la hermana de ésta. En su nuevo trabajo vuelve a hablarnos de duelo, de cómo afrontar la pérdida, la ausencia, vivir con el vacío del ausente, a través de David y Amanda, tío y sobrina, que después de un atentado en un parque, pierden a Sandrine, hermana y madre, respectivamente.

Hers plantea una película que, en su primera media hora es una comedia ligera de relaciones familiares y personales, donde conoceremos a esta peculiar familia y también a Léna, una amiga especial de David. A partir de la tragedia, la película se encamina al drama, pero no a ahondar en el melodrama, sino en un drama vital e íntimo, en el que nos sumergiremos en las vidas de los que sobreviven a la tragedia, a esas existencias dañadas, a su cotidianidad, a aquello que no sale en los medios, al día después de la noticia, a ese día a día que, a veces se hace oscurísimo y otras, sin venir a cuento, se llena de luminosidad, a esas emociones a ritmo de crucero, a una mezcla de sentimientos que van del odio al amor y viceversa, a esos llantos y risas que nacen desde lo más profundo en los lugares más insospechados, junto a un amigo, en mitad de una estación de tren abarrotada o explicándole a su sobrina de 7 años que nunca volverá a ver a su madre.

Y en mitad de ese cúmulo de sensaciones, tristezas y alegrías, esta la ciudad de París, con sus idas y venidas, sus ajetreos diarios, y su inmensa población llenándola de vida y también, de ausencias, sensación que quedará muy reflejada cuando David va a visitar a Léna a su pueblo, donde el tiempo se calma y las cosas parecen tener otra naturaleza, una materia más cercana y diferente. Hers vuelve a contar, como ha hecho en sus anteriores trabajos, con el cinematógrafo Sébastien Buchman para capturar esa luz parisina y el tumulto de esos trayectos en bicicleta, que también describen esa pulsión emocional que tienen los personajes y las relaciones que los unen. El montaje obra de Marion Monnier (colaboradora de nombres tan importantes como Hansen-Love o Assayas, entre otros) componiendo ese ritmo entre ligero y tenso que tanto requiere el drama que nos cuenta la película.

Para transmitir ese mana de emociones contradictorias y la tragedia cotidiana con la que deben convivir los diferentes personajes se requería intérpretes cercanos y transparentes como Vincent Lacoste (que habíamos visto en Eden, de Hansen-Love, o en Vivir deprisa, amar despacio, de Honoré) con ese aire de ligereza y despreocupación que tiene David, recordándonos tanto por su aspecto físico como emocional al Gaspard que hacía Melvil Poupad en la maravillosa Cuento de verano, de Rohmer. Bien acompañado por la niña Isaure Multrier como Amanda, en su primera aparición en el cine, protagonizando con el personaje de Lacoste los momentos más intensos de la cinta. Con las agradables presencias de Stacey Martin como Léna, transmitiendo la tristeza después de la tragedia, y un buen contrapunto con el personaje de David, y finalmente, a Greta Scacchi en un personaje interesante que nos descubrirá aspectos actuales.

Hers ha construido una película magnífica y cálida, llevándonos por unos personajes en proceso de reconstrucción, en vidas dañadas, en existencias detenidas en seco, en vidas que deben volver a vivir y sentir, sin miedo, apoyándose mutuamente, porque no hay otra, compartiendo emociones, tristezas y alegrías, porque ahora es todo lo que tienen el uno y el otro. Mi vida con Amanda se hermana con Verano 1993, de Carla Simón, en su forma de presentar y construir el duelo, la ausencia y la amalgama de emociones que se sienten después de la tragedia, la convivencia con el dolor, en un mundo diferente, extraño, que huele de otra manera y sobre todo, se refleja con otro aire, un aire que nos ha cambiado, que nos ha transformado, que ha dejado a lo que éramos y ahora, debemos empezar a caminar a ser lo que dejamos, a valorar todo aquello que tenemos y sobre todo, cuidarnos mutuamente en compañía de los que nos quieren y queremos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sinónimos, de Nadav Lapid

CONSTRUIRSE LA IDENTIDAD.

“Si estamos en contra del estado, somos apátridas. Si hacemos el bien, somos enemigos. Si hablamos la verdad, somos peligrosos. ¡Somos todo menos lo que ellos quieren!

Sócrates

Yoav aterriza, como si fuese un extraterrestre, en el París actual, caminando frenéticamente en mitad de la noche, entrando en una vivienda, sacarse la ropa y ducharse, para más tarde, quedarse dormido en la bañera, cuando alguien le ha quitado la ropa. Emile y Coraline, una pareja de vecinos lo auxilia muerto de frío y le da cobijo, ropa y cariño. De Yoav solo conocemos que es israelí, no sabemos cómo ha llegado a París, si huye de algo o alguien, y sobre todo, ni el mismo sabe quién es ahora mismo. La tercera película de Nadav Lapid (Tel Aviv-Yafo, 1975, Israel) basada en experiencias autobiográficas, sigue la misma senda de sus anteriores trabajos, ejercicios contundentes, profundos y críticos sobre la sociedad israelí y todas sus ataduras culturales, como hacía en Policía en Israel (2011) en la que a través de la experiencia de un policía experto en terrorismo, nos enfrentaba al otro, al desconocimiento del terrorista y sus verdaderos motivos y la naturaleza de sus acciones, en La profesora de parvulario (2014) una maestra se enfrentaba a una sociedad demasiado conservadora en pos de uno de sus alumnos dotados para la poesía.

El director judío sitúa su historia lejos de sus fronteras, en un París alejado de lo conocido y turístico, donde seguimos las peripecias de Yoav, un joven apátrida, alguien que cada paso que da en la ciudad de acogida, le iremos descubriendo, tanto su pasado como su cotidiano presente, acompañándolo en sus paseos por la ciudad eterna, un lugar que se nos muestra con la efervescencia de alguien que solo lo conoce de oídas, llevado por su imaginación, de alguien que lo está descubriendo a cada paso, gesto o mirada, de un tipo que huye de un pasado militar en Israel que odia, que quiere olvidar su cultura judía, su familia, sus orígenes, y empezar de cero en otro paisaje, adoptando su idioma, negándose a hablar en israelí, en una huida hacia delante a través del cuerpo y la palabra, apropiándose de las palabras, esos sinónimos que rezan en el título de la película, repitiéndolos constantemente mientras camina a ritmo frenético por la ciudad, mirando a todos sitios y a ninguno, experimentando en trabajos alimenticios, viviendo como una especie de nómada, de outsider, de fantasma que esta redescubriéndose y sobre todo, construyéndose a medida que conoce su nueva ciudad y vida.

La cámara de Lapid, como una parte del cuerpo más de Yoav, se pega a su personaje y lo sigue en constante movimiento, como una especie de diario personal, donde los espectadores nos movemos al son que esas imágenes van marcando. El cineasta israelí coloca a Yoav en medio de todo, en una estructura que nos irá revelando su pasado, con esa rabia contenida y crítica feroz que hace ante el autoritarismo y militarismo de Israel, del que solo hay un camino posible, huir y dejarlo todo atrás, como veremos en esta nueva etapa que emprende el protagonista, en sus relaciones personales con sus nuevos amigos franceses, Emile y Caroline, dos burgueses hastiados de la existencia y del amor, que lo integran en sus relaciones íntimas como intruso benefactor para sacarlos de su desesperación y frustración vital. Y en el otro lado, Yaron, israelí que trabaja en la embajada como seguridad, que se convierte en el símbolo de esas raíces que Yoav quiere abandonar, peor a la vez, es una especie de fuerza del pasado que le empuja a ser quién quiere dejar ser.

En esa especie de limbo encontramos al joven conductor de esta aventura enmarcada en el retrato social, la profundidad personal a través de la identidad, la pérdida de valores humanos, la desorientación de muchos jóvenes cansados y alejados de una sociedad demasiado consumista y rígida en sus formas y convenciones sociales, donde encontramos drama íntimo y personal, locura, humor, surrealismo, fantasía, violencia, amor, sexo, misterio, y donde todo sucede a velocidad de crucero, donde no hay tiempo, donde todo marcha a contrarreloj, donde todo está a un tris de explotar, donde todo se mueve, se huele, se siente, a través de las palabras, el cuerpo y las emociones libres y disparadas, donde la tensión y lo febril se dan la mano, donde Yoav ha muerto de su patria, y ahora convertido en un náufrago, se reconstruye lejos de su vida hasta ahora, de su infancia, de su familia, y quiere reencontrarse con algo que le haga despertar de este letargo en un proceso muy personal de descubrimiento intrínseco que le lleve a otro lugar con destino incierto y desconocido ahora mismo.

La fascinante, brutal y conmovedora interpretación de Tom Mercier en la piel de un Yoav, uno de esas personas que rechaza totalmente a su patria, un país intolerante, sumido en la autodestrucción y en la paranoia militar, bien acompañado por los Quentin Dolmaire como Emile y Louise Chevillotte como Caroline, en esa pareja de parisinos altivos, culturales, sensuales, perdidos y aburridos que, encuentran en Yoav su propia tabla de salvación, en una cinta sobre náufragos sin patria, sin espacio ni tiempo, que recuerda a algunos títulos de Godard de los sesenta como Bande à part, Pierrot el loco, Masculino, Femenino o La chinoise, entre otros, jóvenes perdidos, alocados, politizados, y desorientados que clamaban por una libertad que desconocían en qué consistía exactamente, u otros con la misma intensidad y tratamiento como Soñadores, de Bertolucci, o trabajos de Garrel como Les Amants réguliers, donde una juventud a la deriva encontraba alicientes para defender la libertad tanto personal como social, intentando rencontrarse y relacionarse con los demás y con ellos mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA