Napoleón, de Ridley Scott

EL SEÑOR DE LA GUERRA. 

“La gloria es fugaz, pero la oscuridad es para siempre”

Napoléon Bonaparte

La relación de Ridley Scott (South Shields, Reino Unido, 1937), y Napoléon Bonaparte (1796-1821), viene de muy lejos, ya que su espíritu rondaba entre Feraud y D’Hubert, sus dos oficiales que se batían en duelos fratricidas en la inolvidable Los duelistas (1977), la primera película del británico. Casi medio siglo después y más de treinta títulos a sus espaldas, Scott vuelve o mejor dicho, se enfrenta al emperador face to face, y lo hace a partir de un guion de David Scarpa, del que ya había dirigido otro retrato, el del multimillonario Jean Paul Getty en Todo el dinero del mundo (2017), en un relato que abarca quince años de la vida del citado entre 1800 y 1815, cuando pasó de cónsul a Emperador de todos los franceses (1804-1815), pasando por sus innumerables invasiones y batallas como las de Egipto, el frío polar de Rusia, y las recordadas Austerlitz (1805) y la madre de todas las batallas que fue la de Waterloo (1815), que significó su fin, sin olvidar, por supuesto, su compleja y oscura relación con Josefina de Beauharnais (1763-1814), que convirtió en emperatriz en 1804. 

Dos vértices: Josefina y el amor, y la guerra son los dos pilares en los que se sustenta la película, en su retrato sobre una de las figuras más controvertidas y peculiares de la historia de Francia y por ende, de la historia. Como ha ocurrido con la reciente Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese, volvemos a tener a Apple Studios detrás de una superproducción en la que no se ha escatimado ningún esfuerzo de producción para hacer creíble la historia del famoso emperador. Las secuencias bélicas son de una majestuosidad y detallismo brillante, sólo citar la que se desarrolla en Rusia con ese inmenso bloque de hielo que vemos bajo el agua, en una fascinación de colores y texturas entre el blanco rígido del hielo, el resquebrajamiento de los bloques mezclados con la sangre de los soldados que van cayendo, y las batallas anteriormente citadas donde asistimos a la guerra en todos sus detalles, acompañada de una amalgama de colores, texturas y formas que se funden con la extrema violencia y crueldad, en unos enfrentamientos que recuerdan a los de Campanadas a medianoche (1965), de Welles, en ese caos absoluto que se va desarrollando de hombres a pie y a caballo de aquí para allá, reflejando la locura de esas batallas fratricidas. 

No deberíamos caer en la tentación que Napoleón sólo es un grandioso espectáculo visual en su forma de retratar las batallas, porque no seríamos justos y esto es importante, con todo lo que cuenta la película, porque su antesala, esa Francia caótica y en pie de guerra social, también está fielmente capturada, porque no voy a entrar, como suele ocurrir, en valoraciones históricas fidedignas y bla bla bla, esto es una película sobre Napoleón, no un documental sobre su vida, su obra y milagros, se retratan algunos aspectos relevantes que así han decidido sus creadores, y ya está. Todo lo demás, nada tiene que ver con su calidad o no cinematográfica. Dicho esto, continuó hablando de la película. Esa antesala, o ese espacio de no guerra, donde la cama se instala buscando su mejor posición, en la que asistimos a esas otras batallas, una Francia en pleno polvorín, después de la fallida revolución, y ese vacío de poder e intereses, como el instante de la rebelión en el congreso, y ese baile donde se conocen Napoleón y Josefina, figura clave en la película, con una secuencia que podía haber filmado el mencionado Scorsese en su Lobo de Wall Street, porque la relación de aquella pareja no está muy lejos de los de esta. 

Scott que nos ha brindado películas grandes como Alien, Blade Runner, Thelma & Louise, 1492, la conquista del paraíso, Gladiator, El reino de los cielos, American Gangster, Marte y El último duelo, con otras que, para el que suscribe, no lo son tanto, consigue con Napoleón, un gran espectáculo visual e íntimo, aunque, claro, las secuencias de interior y de alcoba no tengan esa grandeza o épica que tienen las batallas, eso sí, la decadencia y la oscuridad la retrata con maestría, deteniéndose en las partes más difíciles sin hacer escabechina ni ser condescendiente, ayuda y mucho la textura y la forma que usa para mostrarlos en un gran trabajo de cinematografía del polaco Dariusz Wolski, con el que Scott ha hecho 9 películas, amén de trabajar con cineastas sumamente estéticos como Proyas, Burton y Greengrass, con una luz etérea con neblina, para enseñar las alegrías y tristezas de una existencia muy convulsa, llena de guerra, muertes y algo de amor. Una película que se va a los 147 minutos debía tener a unos editores que supieran dotar de ritmo a una historia que tiene escenas de guerra dinámicas y llenas de energía con otras donde se impone la pausa y la precisión, en un exquisito montaje de Claire simpson, con cinco películas con Scott, al que le acompaña su discípulo más aventajado como Sam Restivo. la excelente música que capta todos esos momentos tan diferentes y detallistas de la mano de Martin Phipps, al que conocemos por sus trabajos en las series Peaky Blinders y The Crown, entre otras.

El magnífico trabajo de diseño de Arthur Max, 16 películas con el británico, ahí es nada, con un acabado apabullante, como los demás departamentos técnicos que se ponen al servicio de la historia. El apartado interpretativo debía tener uno de esos actores que sin hablar pudiera expresar todo el ánimo y desánimo de un hombre de guerra como Napoléon, y se ha encontrado en Joaquin Phoenix, que hace de cada interpretación un acto de valentía, de encontrar esa peculiar forma de caminar que define cada rol que ha interpretado, como demuestra su capacidad para transformarse con un gesto y un detalle, nada postizo, nada impostado, sólo él, con esa forma de mirar, de moverse y sobre todo, de su silencio. Para Josefina, nada fácil teniendo a Phoenix enfrente, se ha encontrado en la actriz Vanessa Kirby la mejor emperatriz, toda una mujer con carácter, con sabiduría, con esa forma de mirar desafiante y encantadora, resuelve con astucia y solvencia un personaje difícil que también libró su batalla con Napoleón. Como ocurre en estas películas el reparto debe librar también sus momentos con naturalidad y transparencia como ocurre con los Tahar Rahim, que siempre será para muchos Un profeta, de Audiard, la composición de Ludivine Sagnier, Ben Miles, Paul Rhys, y un excelente Rupert Everett como el Duque de Wellington, un gran adversario para el emperador francés en la famosísima batalla de Waterloo, y toda una retahíla de grandes intérpretes muy bien escogidos y mejor dirigidos. 

Cuando se hace una película sobre Napoleón es inevitable pensar en Stanley Kubrick, por su película fallida sobre el emperador, y su cinta de Barry Lyndon (1975), que nos sitúa muy cerca de la época napoleónica a finales del XVIII, de la que Scott, como no puede ser de otra forma, usa como inspiración en las batallas, en las formas, en el detalle, en la luz, en esa ceremonia de la guerra y las costumbres burguesas, y demás detalles y sensaciones, porque la película de Kubrick va mucho más allá, no sólo cuenta una historia, sino que la cuenta de la mejor forma posible, seduciéndonos y completamente hipnotizados en la existencia de un sirvenguenza y arribista de la peor calaña, pero con una gran producción, llena de tacto y hermosísima. Quizás Napoleón no sea tan redonda como la de Kubrick, pero es una gran película, y lo es porque cuenta una parte de la vida del emperador con sus guerras tanto exteriores en el campo de batalla y muerte, humanizando la figura y retratando al hombre detrás de la máscara, como esa vomitera antes de la primera guerra, toda una declaración de bajar del pedestal a un hombre que le faltó humildad, sobre todo, en la guerra. Y las guerras interiores, las que libraba con los políticos, con su mujer, a la que quiso a su manera, y con él mismo, la más dura de todas ellas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Más que nunca, de Emily Atef

QUÉ HACER CUANDO TE ESTÁS MURIENDO.

“Los vivos no pueden entender a los moribundos”.

No es la primera vez que la muerte está presente en el cine de Emily Atef (Berlín, Alemania Occidental, 1973), ya que la ha tratado en un par de sus películas. En Mátame (2012), en la que una adolescente, hastiada y desilusionada por la vida, le pide a un preso fugado que acabe con su vida, porque ella no se atreve a suicidarse. En 3 días en Quiberón (2018), se centraba en la actriz Romy Schneider que vive en una clínica de rehabilitación donde se recupera de sus adicciones y depresiones. Aunque es con esta última, que Más que nunca tiene sus conexiones, ya que ambas nos hablan de dos mujeres que deciden alejarse para encontrarse consigo mismas y aclarar sus existencias. Si en la citada, la cosa iba sobre una actriz a la deriva, ahora la situación la protagoniza Hélène, una mujer, también a la deriva, que no puede trabajar porque está enferma, una de esas dolencias raras que se llama “Fibrosis pulmonar idiopática”, que afecta a la respiración de forma severa. La enferma vive con su marido, Mathieu, en Burdeos, un lugar que para Hélène se ha convertido en una prisión, porque nadie la entiende, y la ciudad es una losa que le impide respirar y vivir. El descubrimiento de un blog escrito por otro moribundo, despertará en la mujer los deseos de salir de su espacio y viajar a Noruega, con el fin de descubrirse y perderse en la inmensidad de la naturaleza nórdica. 

La directora franco-iraní, que escribe el guion junto al alemán Lars Hubrich, del que conocemos sus trabajos para Fatih Akin en Goodbye, Berlín (2016), y Marcus Lenz en Rival (2020), nos sumerge en un relato extremadamente sobrio, con apenas tres personajes, donde abundan las miradas y los silencios, en una historia dividida en dos partes muy bien diferenciadas. En una, estamos en la mencionada Burdeos, una ciudad que apenas vemos, un lugar extraño y ajeno para la protagonista, un espacio filmado en planos cerrados y cortos, donde prevalece el diálogo y la sensación de miedo y dolor. En la segunda mitad, nos trasladamos a Noruega con Hélène, lo urbano deja paso a la inmensidad de la naturaleza, con esos planos largos y muy abiertos, donde vemos la diminutez humana comparada con el paisaje desbordante, rodeados de un lugar inhóspito por su luz, porque en verano no anochece, una hostilidad el inicio que dejará paso a un nuevo nacimiento para la enferma, que volverá a sentir las cosas, su cuerpo, su ser y sobre todo, su humildad y pequeñez ante la grandeza e inmensidad del paisaje de los fiordos. Allí, volverá a nacer, volverá a convertirse en alguien, esa persona que la enfermedad había anulado, allí, junto a Mister, o Bent, que la dejará en paz, con esas conversaciones donde Hélène encontrará a alguien que no la juzga, que no la trata como una inútil, y sobre todo, a alguien que la entiende sin imponer ni expresar nada, muy diferente que Mathieu. 

Atef construye una película minimalista, muy cercana, con un pequeño conflicto o muy grande, como cada espectador quiera ver o sentir, sin estridencias ni artificios innecesarios, contada de forma tranquila y reposada, como las historias grandes, donde las emociones se pueden sentir de verdad, cada gesto y cada tos, donde podemos escuchar el más leve sonido, incluso los silencios, donde hay vida, y también, muerte, donde lo humano se manifiesta y se hace cercano. Una cuidada, bellísima e hipnótica, que no redundante, cinematografía de uno de los grandes del cine francés como Yves Cape, que tiene en su haber películas con Alain Berliner, Bruno Dumont, Patrice Chéreau, Claire Denis, Gianni Amelio, Leos Carax, Michel Franco y Bertrand Bonello, entre muchos otros. El gran trabajo de montaje por el tándem Sandie Bompar, que ha estado en la reciente Fuego, de Claire Denis, y Hansjörg WeiBbrich, que montó 3 días en Quiberón, y películas de Aleksandr Sokurov, Bille August y Hans-Christian Schmid, entre otros. La excelente música del debutante Jon Balke, añade esa sutileza e intimidad que tanto pide una película de tema devastador, pero nunca regodearse en la tragedia ni sobre todo, que nunca cae en la estupidez ni en la sensiblería. 

Ya hemos comentado los tres únicos personajes que habitan la película. Tenemos al actor noruego Bjorn Floberg, que ha trabajado indistintamente en las cinematografías de su país y danesa, con nombres reconocibles como los de Erik Gustavson, Nils Gaup y Ole Bornedal, y más. Un personaje de la segunda parte de la historia, ese Mister/Bent, una especie de ángel de la guarda, o mejor dicho, alguien igual que ella, alguien moribundo que no sólo ha alejado ese positivismo estúpido que viene de los vivos, sino que se ha aislado y sobre todo, ha conectado mucho consigo mismo, una experiencia que tambiéne está viviendo Hélène, por eso se entienden casi sin palabras, porque no buscan respuestas ni tampoco falsas esperanzas, están conectándose con la vida sin falsos moralismos, y aceptando su muerte. Luego, tenemos al matrimonio de Gaspard y Hélène, él, que está sano, sigue a lo suyo, esperanzado, positivo y más cosas, muy de los vivos, que hace espléndidamente Gaspard Ulliel, al que va dedicada la película, porque cuando la películas estaba en proceso de posproducción, murió trágicamente mientras esquiaba. Su personaje Mathieu también hará su particular viaje, un proceso que es muy duro, pero inevitable y la más sincera y profunda prueba de amor. 

Frente a él, tenemos a Vicky Krieps, la actriz luxemburguesa, que descubrimos en Hilo invisible (2017), de Paul Thomas Anderson, y alucinamos cada vez que la vemos en la pantalla, porque es una actriz a la altura de la Davis, la Hepburn, la Streep, la Blanchett, y no exageró en absoluto, porque su mirada, su forma de moverse, su silencio, esa forma de bañarse en las aguas frías, y su paseos, y su tranquilidad, y sus ataques, sólo consiguen que nos creamos todo lo que hace en esta delicada y sincera película, porque Krieps hace y deshace a su antojo, y construye una Hélène en su trance más difícil porque debe conectarse consigo misma y con su enfermedad, y con el paisaje noruego, sólo para estar con ella, para sentir con ella, para liberarse de todos y todo, y sobre todo, para sentirse libre y flotando, como en algún que otro momento experimenta en los fiordos, y decidir su vida o lo que le quede de ella, y aún más, decidir como será el final de su vida, como será su despedida, sin tristezas ni agobios, sino en paz con ella misma y nada más, porque la vida es eso, ese período finito en el que todos y todas nos veremos en algún momento de nuestras vidas, y en ese proceso encontrarnos y encontrar nuestro lugar, sea aquí, allá o dónde sea, pero en libertad, con respeto, dignidad y amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Alma Viva, de Cristèle Alves Meira

EL ESPÍRITU DE AVOA. 

“Los vivos cierran los ojos a los muertos y los muertos abren los ojos a los vivos”.

Había una vez una niña llamada Salomé que pasaba todos los veranos en casa de su Avoa, en un pequeño pueblo en la región de Trás-os-Montes. Ese verano será diferente, y lo será porque la abuela morirá y la existencia de Salomé cambiará, y lo hará de tal forma que tanto su familia como los habitantes del pueblo pensarán que el espíritu de Avoa se ha metido en la niña y la ha poseído. Después de una trayectoria como actriz y directora de varios cortometrajes, Cristèle Alves Meira (Montreuil, Seine-Saint-Denis, Francia, 1983), coescribe junto a Laurent Lunetta, y dirige su primer largometraje Alma Viva, en la que vuelve a sus años de infancia, cuando siendo hija de inmigrantes portugueses, volvía al pueblo de su abuela, y vivía la idiosincrasia del lugar, con sus fiestas, tradiciones, alegrías y tristezas. No es la primera vez que la directora rueda en Trás-os-Montes, ya lo había hecho en sus anteriores cortometrajes, lugar mítico que ya fue reflejado en la película homónima de Margarida Cordeiro y António Reis, rodada en 1976, convirtiendo la zona en un paisaje en el que conviven lo ancestral, lo espiritual y lo etnográfico, en uno de los mejores documentales de la historia. 

La mirada de la cineasta no está muy lejos de la película de Cordeiro y Reis, porque también recoge tanto lo humano como lo espiritual para retratar las diferentes texturas, aromas y paisajes que componen el pueblo en el que desarrolla la historia, donde vemos tradiciones como la música y el canto, la pesca mediante explosivos, el pastoreo con cabras, la fuerte carga católica, y las inevitables diferencias entre vecinos, y demás componentes en un lugar que viven lo ancestral y lo moderno. Todo ese gazpacho de aromas, texturas y tonos también se refleja en Alma Viva, porque tiene la habilidad de cruzar y fusionar la ficción y el documento de forma natural y nada artificial, creando una película que navega por diferentes lugares y atmósferas según le convenga, que le emparenta con aquella delicia que es Aquele querido mes de agosto (2008), de Miguel Gomes. No obstante, las dos películas comparten el mismo cinematógrafo Rui Poças, mítico director de fotografía de la cinematografía portuguesa, con más de setenta títulos a sus espaldas, que ha trabajado con Joào Pedro Rodrigues y Lucrecia Martel, entre otros, y la especial habilidad para crear una intimidad que traspasa la pantalla, donde interiores y exteriores van confluyendo creando ese paisaje entre la realidad más tangible y la espiritualidad más etérea, construyendo un paisaje mítico en constante movimiento y cambiante. 

El montaje de Pierre Deschamps, del que hemos visto hace poco El inocente, de Louis Garrel y hace algo más La nube, de Just Philippot, va de la mano con la luz de la película, condensando con pausa y detalle todos los movimientos físicos y emocionales que van confluyendo en el relato, con sus medidos 88 minutos de metraje, a los que no hay que añadir ni quitar nada. Aunque si hubiese que buscar la herencia que recoge la película de la cineasta francesa-portuguesa no podemos dejar de pensar en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, quizás una de las mejores películas que fusionó la realidad más desesperanzadora con la fantasía más cercana, construyendo ese rico universo de la infancia entre sueños y monstruos-espíritus que vagan sin descanso. En ese sentido, el cine de Alice Rohrwacher también planea por la película, porque crea historias con un componente fantástico y realismo siempre con la mirada de la infancia como testigo-espectador de huida del mundo de los adultos y entrando en ese otro mundo, más soñante y sobre todo, más humano, como le sucedía a la inolvidable Alicia de Carroll, eso sí, también encontraba las oscuridades de ese otro universo. 

Estamos ante una vuelta a lo rural, y lo decimos porque en pocos años se han estrenado películas como Trinta Lumes, de Diana Toucedo, Destello bravío, de Ainhoa Rodríguez, Verano 1993 y Alcarràs, ambas de Carla Simón, El agua, de Elena López Riera, y la reciente Secaderos, de Rocío Mesa. Todas dirigidas por mujeres, y que comparten muchas líneas temáticas y texturas y el protagonismo en la infancia y la vejez. Aplaudimos que el cine mire a la infancia, a las tradiciones y sobre todo, a la realidad pasada por lo fantástico, en un cine que mira a  su más cercana realidad desde muchas miradas, posturas y reflexiones diferentes. El reparto reclutado con intérpretes naturales que no sólo crean unos personajes adultos llenos de rencillas y rencores como esos hermanos que se odian, con esos momentos berlanguianos como la llegada del coche por las estrechas callejuelas del pueblo, o la secuencia negrísima del velatorio, haciendo hincapié en un personaje muy curioso, el del hermano invidente, que actúa como testigo invisible o podríamos decir, como narrador omnipresente, lanzando unas frases que explican muy bien lo que se cuece en el pueblo y en esa familia dividida. 

Mención especial tiene Salomé, la niña Lua Michel, hija de la directora, que interpreta con un aplomo y una veracidad sorprendentes, mostrando una naturalidad, mirada y cercanía que nos ha encantado y la hemos disfrutado y padecido, en el buen sentido de la palabra. Alma viva, la ópera prima de Cristèle Alves Meira es una película pequeña, sencilla e íntima, con pocas localizaciones, que muestra un paisaje, el de Trás-os-Montes, con su peculiaridad, su historia, y sobre todo, sus gentes, y lo hace desde el drama íntimo, el cuento de terror, el documento antropológico, y la comedia disparatada, y hablar de la muerte de forma natural y profunda, toda una mezcla que funciona a las mil maravillas, y lo hace sin estridencias ni artificio, con una serenidad, simpleza y transparencia que ya lo quisieran otros cineastas más veteranos, porque la directora no sólo ha querido retratar un lugar que, quizás, el fuego y la estupidez humana hace desaparecer, sino que lo ha hecho desde la verdad, esa que aparece cuando se mira detenidamente un espacio, y se hace desde la tranquilidad y la observación, esas posiciones cómplices que ayudan a que, tanto las personas y los paisajes adquieran una mirada única para tratarlas desde su profundidad y humanidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Una bonita mañana, de Mia Hansen-Love

SANDRA EN LA MUERTE Y EN EL AMOR. 

“Nada más grueso que la hoja de un cuchillo separa la felicidad de la melancolía”. 

Virginia Woolf

El cine de Mia Hansen-Love (París, Francia, 1981), es de una gran belleza, y no sólo por lo que reflexiona, sino como lo muestra, porque en su aparentemente superficialidad y ligereza, oculta todo un entramado emocional complejo e inquietante, en el que sus personajes se mueven siempre entre contradicciones, paradojas y callejones de difícil salida. En Una bonita mañana, que nos llega con apenas ocho meses de diferencia respecto a su anterior película, La isla de Bergman, pone el foco en la vida de Sandra, una joven y viuda madre que vive junto a su hija Linn de ocho años y trabaja como intérprete, y acude a menudo a ver a su padre Georg, eminente profesor de filosofía, ahora muy delicado de salud. Dos situaciones van a alterar considerablemente su existencia. Por un lado, su padre debe ingresar en una residencia porque su estado empeora, y por otro, ha comenzado una relación intermitente con Clément, un antiguo amigo casado y con un hijo. Y así están las cosas para Sandra, debe despedirse de un padre que todavía está vivo pero ya no es él, y embarcarse o no en una relación con un casado. 

Desde su maravilloso arranque cuando la protagonista explica a su padre como abrir la puerta de casa desde el otro lado, deja bien claro que, a veces, los momentos más duros e insalvables se encuentran a una puerta de por miedo, que puede significar un gran obstáculo por el que hay que pasar inevitablemente, aunque no queramos. La familia, siempre importante en el imaginario de la directora francesa, tiene aquí un importancia abrumadora, como la tenía en su ópera prima Toda esta perdonado (2007), en la que también una hija debía pasar cuentas con su padre desaparecido, y en El porvenir (2016), cuando una esposa y madre tenía que volver a reconstruirse cuando su marido se iba de casa con una más joven. Como en casi toda su filmografía, la mujer es el centro de todo, mujeres de diferentes edades y una posición acomodada, mujeres con problemas sentimentales, casi siempre esperanzadas en un amor que les salve de la vida o de los conflictos internos que padecen, que en realidad están escondiendo esos miedos e inseguridades que todos tenemos a lo largo de nuestra vida, ya sean unos u otros. Sandra debe lidiar muchos frentes, batallas diarias que lleva con mucha entereza a pesar de todo, navegando por este temporal en una existencia anodina hasta ahora, en esos cinco años de soledad, o mejor digamos, de aparente felicidad, no por deseada sino porque no ocurría nada que altere esa vida o eso qué hacemos con nuestra vida o algo que se le parezca. 

En poco tiempo, Sandra se ve inmersa en dos frentes de órdago, dos luchas en las que se sumerge como puede, como hacemos todos, dos elementos contradictorios y sumamente complejos, porque debe decir adiós a su padre, a su referente y a su guía, que le ha enseñado el mundo del pensamiento y la palabra, y por otro lado, llega Clément, con su “problema”, que le ofrece una no relación de idas y venidas, en la que el cuerpo y la carne lo son todo. La imagen de 35mm, que usa en sus ocho películas hasta la fecha, si exceptuamos Edén (2014), da a cada encuadre y cada secuencia esa ligereza de la que hablábamos, ese tono tan cercano e íntimo que emanan los instantes del cine de Hansen-Love, como sus añorados Varda, Rohmer y Truffaut, con esos planos de paseos por París, por sus calles empedradas, sus largos escalones, sus plazas y miradores, en la que vuelve a contar con la mirada de Denis Lenoir, al igual que en el montaje, en la que la presencia de Marion Monnier, fiel compañera en toda su filmografía, dota de pausa y encanto a las casi dos horas de metraje, una duración que vemos sin prisa, pero con mucha intensidad y emoción. 

El tema musical “Liksom en herdinna”, de Jan Johansson, actúa como leitmotiv, porque lo escuchamos en varias ocasiones durante la película, que dice mucho de los entresijos emocionales por los que están pasando sus individuos. El buen manejo de la directora a la hora de componer sus personajes junto a intérpretes tan especiales como Léa Seydoux, que nos lleva de la mano con su inolvidable Sandra, una mujer entre dos frentes, y vaya frentes, despedirse de la persona que más has querido, y sobre todo, la persona que te ha guiado a ser quién querías ser, y esa otra persona que llega a tu vida con luz e ilusión, aunque traiga una mochila muy pesada, quién dijo que la felicidad venía fácil no sabía que era la felicidad y mucho menos la vida, esa cosa que nos da vida y nos mata y nos confunde, nos desoriente y sobre todo, ese densidad agridulce de no sé sabe qué. Al lado de Seidoux, nos cruzamos con el actor Rohmeriano Pascal Greggory en el papel de padre de Sandra, ese hombre que no ve, que ya no lee ni sus palabras ni las de otros, (Qué momentazo cuando la hija menciona que lo siente más en sus libros que cuando lo visita en la residencia), ni en su vida, sólo en el amor de su compañera.

Tenemos a otro pupilo de Rohmer como Melvil Poupaud haciendo de Clément, el casado que se ha enamorado de Sandra, con la que vive un amor de ida y venida, un amor de sexo y la complicidad y ternura que Sandra necesita en ese momento, no el mejor pero si el que necesita. Una estupenda Nicole García, con ese rollo de concienciada burguesa a su manera, con sus batalliltas sociales, como la exmujer y madre de Sandra, que después de 25 años divorciados, aún está presente cuando el padre se vuelve dependiente. Una bonita mañana habla sin estridencias ni sentimentalismos de temas muy importantes y muy difíciles emocionalmente hablando, de esos momentos cuando la vida te castiga y te lanza contra la tristeza y la desesperanza, temas que Hansen-Love los aborda desde una mirada desacomplejada y de verdad, en el que sentimos de todo y nos emociona, cuando caminamos por esas residencias, por esos lugares donde la vida se detiene y de qué manera, cuando los “otros” como Sandra miran a su alrededor y miran a su padre, al padre que ya no las conoce, al padre ausente, a la vida que se le va por un lado, y a la vida que empieza por otro, la vida en lo que es, una maraña de contradicciones y demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Silent Land, de Aga Woszczynska

LO QUE QUEDA DEL AMOR.   

“El amor puede hacerlo todo, y también lo contrario de todo”

Alberto Moravia

El amor es una especie de fantasma o espíritu que nos invade no solo el cuerpo, sino también el alma, un invasor al que nos rendimos sin oposición, un virus que nos contamina sin remedio, un algo que nos provoca las emociones más intensas y maravillosas, aunque también provoca lo contrario, porque el amor se siente o no, porque cuando se siente te desborda y te eleva, y cuando no, te produce la tristeza más profunda y terrible. En el cine hemos visto muchas parejas en crisis portagonizadas seres abatidos y deambulando por calles, playas o cualquier lugar, en solitario, rotos, vacíos y sobre todo, añorando lo que fue y lo que ya no será. Imaginamos a los personajes de las películas de Antonioni, a los de Ingmar Bergman, a los de Carlos Saura, y a tantos otros, invadidos por ese desamor o ese no amor, esa sensación de derrota, de vacío y tiempo perdido.

Adam y Anna son una pareja polaca que viaja a la isla italiana de Cerdeña a pasar sus vacaciones en una casa en una colina frente al mar. Cuando llegan la piscina no funciona y viene un joven magrebí a arreglarla que muere accidentalmente, hecho que removerá intensamente a la pareja y nacerá entre ellos miedos, inseguridades y distancia. La directora Aga Woszczynska (Lódz, Polonia, 1984), con formación en Varsovia y en la prestigiosa escuela de Lódz, debuta en el largometraje de ficción con un guion escrito junto a Piotr Jaksa Litwin apoyado una trama muy inquietante, de apariencia sencilla, donde todo parece moverse dentro de un marco raro y muy oscuro, porque su pareja protagonista, los citados Adam y Anna, pasan sus vacaciones entre silencios y monotonía, van y hacen dentro de un mapa diseñado y aparentemente perfecto y sin fisuras. La muerte del trabajador desenterrará demasiadas cosas entre ellos, llevándolos a terrenos complejos en el que emergerán muchas dudas y fantasmas.

Silent Land (del original Cicha Ziemia), es un magnífico drama psicológico, como ya no se hacen, donde el conflicto es muy profundo, peor su apariencia es muy sencilla, cercanísima y tremendamente cotidiana, en un espacio natural y doméstico, donde lo que ocurre no se ve, ocurre dentro de los personajes, en ese espacio donde les invade una oscuridad desesperanzadora y muy terrorífica. La pareja de Silent Land no está muy lejos de aquella otra, la que formaban Gitti y Chris, en Entre nosotros (2009), de Maren Ade, también en otra isla mediterránea, la de Córcega, y atrapados en una relación que va pero no sabemos hacia adonde, en un espacio de estancamiento muy fuerte. En una primera mitad asistimos a esa calma inquietante donde todo está programado y siempre en compañía: las comidas, las salidas a correr, los baños y el sexo, muy significativo su forma de hacerlo que ya evidencia demasiadas cosas. En la segunda mitad, que arranca con la muerte del joven, los veremos solos y estallará esa aparente calma, donde se alejarán sin remedio, y su intención de relacionarse con otras personas, aún más evidencia su distancia.

La cineasta polaca consigue generar esa atmósfera incómoda y perturbadora con pocos elementos, esa casa llena de luz y calidez con esos instantes apagados como los momentos sexuales y con la puerta de entrada, creando todo ese juego de contrastes que marca las emociones de los personajes, en un gran trabajo del cinematógrafo Bartosz Swiniarski, bien acompañado en el elaborado montaje que firma un grande como Jaroslaw Kaminiski, que tiene en su haber a directores de la talla de Pawel Pawlikowski y films como Rehenes (2017), de Rezo Gigineishvili y Quo Vadis, Aida? (2021), de Jasmila Zbania, consigue un detallado y preciso montaje que llena de secretos y silencios inquietantes los ciento trece minutos de metraje de la película. Un reparto bien elegido en el que sus interpretaciones se apoya en todo aquello que miran y callan, en esos silencios que son la base de todo el entramado emocional de la cinta, encabezados por la fantástica pareja protagonista con Dobromir Dymecki como Adam y frente a él, que ya no junta a él, Agnieszka Zulewska como Anna, dos almas en crisis en un amor o lo que queda de él, esos pedazos caídos y rotos que, quizás, ya sean perdidos o no quieren encontrarse.

Los otros invitados son una pareja que se dedica a vender submarinismo a los turistas como Jean Marc Barr, una maravillosa presencia que hemos visto en casi todas las películas de Lars von Trier, y con Raoul Ruiz y Christophe Honoré, entre muchos otros. A su lado, una convincente Alma Jodorowsky, que era una de las chicas de La vida de Adèle, y finalmente, Marcello Romolo, el casero italiano que regenta una trattoria, que recordamos en la serie de The Young Pope, de Paolo Sorrentino. Woszczynska ha construido una película excelente, que escapa del subrayado narrativo y formal, para adentrarse en elementos más complejos y oscuros, que la hermana con la recién estrenada Aftersun, de Charlotte Wells, donde también radiografía con bisturí unas vacaciones con padre e hija a finales de los noventa, sea como fuere, en las dos películas se deja constancia el distanciamiento entre una y otra de las personas que las habitan, porque las vacaciones, al igual que el amor, no tiene punto medio, y sobre todo, el amor y el desamor pueden estallar en cualquier momento, y más aún cuando nos alejamos de los deberes y obligaciones cotidianos y nos vamos de vacaciones con tiempo para descansar y sobre todo, pensar en nosotros mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El vientre del mar, de Agustí Villaronga

LA BALSA DEL HORROR.

“Quien ha visto la verdad permanecerá para siempre inconsolable”

El cine de Agustí Villaronga (Palma de Mallorca, 1953), siempre se ha movido, o mejor podríamos decir, que se ha adentrado en todo aquello que no queremos ver, en todos aquellos universos sórdidos y horribles del alma humana. Mundos cotidianos, pero mundos oscuros, donde lo más miserable y terrible de la condición humana hace acto de presencia, con unos personajes a la deriva, condicionados por un entorno durísimo, áspero y sobre todo, unos individuos atrapados en una realidad que ahoga, que no te suelta, y te convierte en un monstruo sin consuelo. Después de unas cuantas películas de presupuesto generoso, como Incierta gloria (2017), y aún más, Nacido rey (2019), la intención del cineasta mallorquín era levantar una obra teatral basándose en un episodio de la novela “Oceano mare”, de Alessandro Baricco, que relata el naufragio de la fragata francesa Alliance en junio de 1816. La pandemia obligó a cambiar los planes, y del teatro pasó al cine. Villaronga vuelve a adaptar un texto ajeno, seis de sus once trabajos lo son, como ya hiciera con Simenon, Blai Bonet y Joan Sales, entre otros,  y nos sitúa en un relato que cuenta lo que sucedió, desde el presente, aunque la estructura viajará indistintamente por diferentes tiempos, creando ese caleidoscopio irreal y de miedo, adentrándose en el alma de los náufragos.

Dos de los nueve supervivientes explican a las autoridades lo sucedido, con esos rostros, mirándose y desafiándose, situados frente al estrado, frente al juicio, frente a los que escuchan. Por un lado, tenemos al oficial médico Savigny, implacable y malvado, y por el otro, Thomas, un marinero raso, que es la otra cara de Savigny, o mejor dicho, la cara más humana de toda la experiencia vivida. La película juega con todos los espacios, el físico y natural, con el mar asfixiando la balsa y sus maltrechos tripulantes, en la que también incluye imágenes de In the Same Boat, de Francesco Zizola, y de la pintura “la balsa de la medusa”, de Théodore Géricault, que evoca el terrible naufragio, y el mental y onírico, situado en una antigua fábrica vitícola, en un trabajo exquisito de Susy Gómez, donde todo acaba convirtiéndose en un único espacio, mezclado entre lo físico y lo psíquico, entre lo natural y lo artificial, entre lo vivido y lo soñado, entre lo humano y lo animal, donde las raíces originarias del proyecto teatral quedan muy presentes, y las del cine primitivo igual, con esas transparencias, donde es tan importante lo que vemos, como aquello que imaginamos, o creemos ver, o vemos sin ver., en una magnífica idea que recuerda los grandes títulos del terror y fantástico, cuando la fuerza era sugerir más que mostrar.

La excelente cinematografía, firmada por Josep M. Civit, cinco trabajos con Villaronga, y Blai Tomàs, que firma su primera codirección, después de algunas películas en el equipo de cámara, ayuda a sumergirnos en todos los mundos que nos presenta la película, con esos juegos de espejos entre el blanco y negro y el color, eso sí, un color apagado, triste y oscuro. El reposado y penetrante montaje de Bernat Aragonés, que condensa con inteligencia los breves pero intensísimos setenta y seis minutos de metraje, que firma su primer trabajo con Villaronga, en una filmografía en la que encontramos trabajos con Isabel Coixet y Belén Funes. Y finalmente, la música de Marcus J.G.R., tercer trabajo con el cineasta mallorquín, captando a la perfección todas las texturas, pieles, cuerpos y sangres que coexisten en una historia que desde el pasado nos habla del presente, de todos los males humanos y no humanos, como la lucha de clases, las continuas inmigraciones, y los más bajos instintos salvajes y animales del ser humano o lo que quede de él, desde la avaricia, la violencia, el egoísmo, el miedo, la desesperación, la locura, la falta de piedad y empatía, entre muchas otras.

Todas esas oscuras emociones que aparecen en una situación donde la vida y la muerte se confunden, donde cada día vivo es un día menos para sobrevivir o morir. Villaronga confía plenamente en sus dos intérpretes principales: vuelve a contar con grandísimo Roger Casamajor, probablemente el mejor actor de toda su generación, en su cuarto trabajo con el director, con el que debutó en el año 2000 con El mar, con su excelente y crápula Ramallo, inolvidable. Ahora se mete, con su peculiar sutileza y profundidad, un actor tan físico y expresivo, en la piel de Savigny, una especie de Coronel Kurtz, completamente ido y lleno de ira y violento, un dictador de la balsa, imponiendo su ley y su voluntad, alzándose en el inquisidor de la travesía, que ya amenaza grandes dificultades externas, por su frágil estructura y los contratiempos del mar, y a más, la balsa convertida en una embarcación, si se le puede llamar así, donde sobrevivir es un milagro, donde cada día se convierte en una odisea, por la falta de todo: compañerismo, hermandad, comida, agua, y esperanza, sobre todo, esperanza.

Frente a Casamajor, la excelente interpretación de Òscar Kapoya, debutante en la gran pantalla, después de trabajar en varias series de TV3, con el que protagoniza un grandioso duelo interpretativo, encarnando las dos formas de ver, sentir y vivir la experiencia del naufragio, que va desde lo humano a lo más alejado, entre todo lo que somos y en que nos convertimos, entre las múltiples facetas que hay entre el bien y el mal, entre lo que queda de nosotros, y en todo aquello en que nos podemos convertir, entre los diferentes tonalidades de lo oscuro y la maldad. Villaronga ha construido una película pequeña y humilde, pero de resultados grandiosos y profundos, donde a partir de un hecho histórico, construye toda una parábola de aquel mundo y de todos los que lo han precedido, porque tristemente los males del hombre nunca terminar, y continúan persistiendo, donde la idea de fraternidad y cooperación ha muerto, y seguimos comiéndonos unos a otros, sea como sea, y donde sea, porque si hay una cosa clara que explica acertadamente El vientre del mar, que no es una cosa de colores, formas y demás diferencias, sino que ante la desesperación y la muerte, todo conocimiento y humanidad desaparecen, y no somos nada, solo animales hambrientos sedientos de sangre y horror. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Jo Sol

Entrevista a Jo Sol, director de la película “Armugán, el último acabador”, en la sala de cine de Video Instan en Barcelona, el martes 25 de mayo de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Jo Sol, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.

Armugán, el último acabador, de Jo Sol

EL ÚLTIMO VIAJE.

“Dicen los más ancianos que en esta tierra nadie muere solo. Aquí existe la tradición de acompañar a quien emprende su último viaje. No es una labor fácil. Hay que estar siempre disponible para la imprevisible llamada. Es preciso conocer el camino y saber qué hacer con quien se resiste a lo inevitable. Por eso, vine a estas montañas, a aprender el secreto oficio de la muerte. Aprenderlo de ti, Armugán, el último acabador”.

La película se abre con una imagen sólida y muy intensa, de esas imágenes que se convertirán en icónicas en el transcurso de la acción, y seguramente, en el recuerdo de la película. Una imagen en la que vemos a un hombre Anchel, que carga a su espalda a otro, Armugán, tullido y bajito. Se encuentran caminando en lo alto de algún lugar del Pirineo. Escuchamos la respiración agitada del que carga y la mirada impasible del cargado, acompañados de una música que se mezcla con la respiración, creando casi el ruido de un animal sin aliento. Una imagen que nos remite a La balada de Narayama (1983), de Shôhei Imamura, y a Madre e hijo (1997), de Aleksandr Sokúrov, en las que también, al igual que ocurre en Armugán, el último acabador, el relato gira en torno a la muerte y a ese último viaje o tránsito, en el que todos nos veremos en algún momento.

El trabajo de Jo Sol (Barcelona, 1968), se ha movido por derroteros poco convencionales, sus propuestas siempre han virado hacia aquello que la sociedad tilda de incómodo e invisible, proponiendo películas que en un tono híbrido entre el documento y el retrato, con algunas pinceladas de ficción, ha construido miradas sobre personas de diversidades humanas muy diferentes, con dolencias graves y limitaciones físicas, adentrándose en sus almas, sus reflexiones y demás aspectos, centrándose en elementos como el género, la sexualidad, las enfermedades mentales, etc… Un cine que le ha servido para reflexionar a través de sus heterogéneos personajes, de las diferentes posiciones morales respecto a temas todavía tabú como el sexo, la identidad y todo aquello que se sale de la norma establecida y construida. En Argumán, el último acabador, aunque parezca que en la forma si que el cine de Jo Sol ha girado 180 grados, con la introducción del blanco y negro, una luz tenue, sombría, sobria y espectacular, obra de Daniel Vergara, que además de coproductor de la cinta, debuta en el largometraje de ficción, después de despuntar en películas como Marcelino, el mejor payaso del mundo, y el cortometraje Vera, entre otros trabajos, consigue esa luz mortecina, que recuerda a la de Honor de caballería y El cant dels ocells, ambas dirigidas por Albert Serra, donde la atmósfera se torna pesada, reposada y llena de tensión.

Tanto el sonido de Leo Dolgan (con trabajos interesantes en Mi querida cofradía o el cortometraje Panteres), también coproductor, como la música de Juanjo Javierre, un habitual del cine de Nacho G. Velilla, se fusionan con acierto creando ese cuerpo físico y psíquico que ayuda a comprender y ver aquello que no se cuenta, en una película de escasísimos diálogos, donde la imagen y la labor del reparto lo es todo, como una vuelta a los orígenes del cine, y el excelente montaje, obra de Afra Rigamonti, una habitual del cine de Jo Sol, como en la cinematografía como en la edición, en un trabajo serio y audaz en una historia de largos planos y muchos planos fragmentados. El director barcelonés nos habla de la muerte, del último viaje que separa la vida de la muerte, donde Armugán, un término que nos remite a leyendas nórdicas, ayuda a morir, no provocándolo, como surgirá ese conflicto entre el maestro y Anchel, ayuda al moribundo a que ese paso sea lo más tranquilo posible, a través de una especie de rito con las manos de Armugán.

Jo Sol plantea una película vitalista y sobre todo, humanista, con el aroma del mejor Rossellini, en un relato atemporal, si bien nos lo ubica en las montañas reconocibles, pero los dos principales protagonistas viven alejados del mundo, en una vida humilde y sencilla, en perfecta consonancia con los animales, ese rebaño de corderos que actúa como guardianes y vigías de la casa, y sobre todo, la naturaleza, con esas plantas que manipula Armugán como si fuesen una especie de tesoro o reliquia. La película se construye a través de la intimidad de estos dos hombres, que parecen el reflejo más cotidiano de Quijote y Sancho, pero dándole la vuelta, porque aquí el sano es el escudero, y el limitado físicamente es el sabio, o quizás no. Unos hombres que se miran desde la admiración, el respeto y la enseñanza, sintiéndose muy cerca y ayudándose uno al otro, aunque la película los enfrentará con un caso peculiar que se plantea en la película y divide a los dos hombres en su posición moral, rasgo del cine de Jo Sol, pero haciéndolo con inteligencia y alejado de dogmatismos.

Armugán, el último acabador  es una película transparente y bien planteada, su conflicto o conflictos no son enrevesados ni tramposos. Todo gira en torno a la muerte, desde el vitalismo, aceptándola como algo natural, desde la sencillez de una forma de vida en extinción, que podríamos ver su reflejo en todas esas vidas rurales y sencillas que van desapareciendo ante un progreso devastador que aniquila el humanismo. La película recorre temas como el existencialismo, peor con calma, sabiduría y sin panfleto, sino con todo lo contrario, desde la humildad y las diferentes posiciones. El excelente dúo protagonista formado por Iñigo Martínez Sagastizábal como Armugán, viejo conocido de Jo Sol, y Gonzalo Cunill como Anchel, un intérprete fabuloso que encarna esa fisicidad y aplomo como nadie, en un personaje con cierto aroma del que hacía en la reciente Occidente. Y las estimulantes presencias de Núria Lloansi y Núria Prims. Armugán, el último acabador es una magnífica, sensible y poética cinta sobre la muerte y todo lo que la rodea, con ese aroma del cine del este, con nombres como los de Tarkovsky, Béla Tarr y demás, que han logrado películas que abordan desde el humanismo y la filosofía el tema de la muerte y ese último tránsito a la otra vida. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Les dues nits d’ahir, de Pau Cruanyes Garrell y Gerard Vidal Barrena

LOS QUE SE QUEDAN.

“Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos”.

Carlos Fuentes.

Películas como Les amigues de l’Àgata (2015), de Laia Alabart, Alba Cros, Laura Rius y Marta Verheyen, Júlia ist (2017), de Elena Martin, Yo la busco (2018), de Sara Gutiérrez Galve, Ojos negros (2019), de Marta Lallana e Ivet Castelo y Les perseides (2019), de Alberto Dexeus e Ànnia Gabarró, tienen en común que son proyectos surgidas del grado de comunicación audiovisual en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, tutorizadas por nombres tan importantes de nuestro cine como Gonzalo de Lucas, Javier Rebollo, Jonás Trueba, Carla Simón, entre otros. Un cine que habla de personas jóvenes que oscilan entre los 20 y 30 años de edad, con temas que rondan sobre la muerte, el amor, la pérdida, la amistad, la memoria, entre otros temas, y sobre todo, es un cine que capta la vida en toda su plenitud, su negrura, su vitalidad y su dolor. Cinco películas a las que se añade una más de esta maravillosa cantera de talento y trabajo de la UPF, con el inquietante y atractivo título de Les dues nits d’ahir, un trabajo de guerrilla, sin pasta, con audacia y resistencia, que firman Pau Cruanyes Garrell y Gerard Vidal Barrena, igual de jóvenes que su terna de protagonistas, los Eric, Ona y Marcel, que ya evidencian ese estado de nervios y excitación que muestran en el febril arranque de la película, cuando sustraen las cenizas de Pol, el amigo que acaba de fallecer.

A partir de ese instante, y con la complicidad de la noche, las tres almas en pena se lanzan a vivir un itinerario hacia la nada, o mejor dicho, hacia ninguna parte, sin rumbo fijo, simplemente una huida para soportar el dolor o simplemente, para ocultarlo o quizás, para darle esquinazo, una forma de digerir el conflicto generando una partida entre colegas para olvidarse por unas horas o unos días de ese dolor inmenso por la pérdida del amigo fallecido. La cámara y esa luz sombría, firmada por Ignasi Àvila Padró, también surgido de la UPF, se convierte en una piel más, en una segunda textura de ellos mismos, capturando toda esa huida, o ese camino sin retorno, como unos fugitivos huyendo de ellos mismos, de su propio dolor y tristeza, intentando despedir al amigo ausente o simplemente, compartiendo unas noches con la esperanza de que aquello que tanto duele, duela menos. Acompañados de un montaje obra de Carlos Murcia Sánchez, muy fragmentado y cortante, que nos sitúa en el centro de todo, entre los personajes, viviendo intensamente su escapada o su deambular casi espectral, convertidos en una especie de zombies, de seres que quieren recordar y a la vez soportar tanta desazón, metiéndose en muchos líos y conflictos, tanto entre ellos, como con alguno que otra persona que se van encontrando por su no camino.

Personajes descontrolados, fumados, rabiosos, perdidos y a la deriva, con sus traumas interiores y enfrentados entre sí y contra los otros, que caen bien y mal, y a veces, ni sabemos cómo o porque actúan de tal o aquella manera, sometidos a un duelo que deben compartir, soportar y lidiar con él. Tres excelentes intérpretes tan jóvenes como sus directores, que saben encauzar todo esa montaña rusa de emociones y conflictos que están sintiendo, bien compuestos y sobre todo, una forma de transmitirlos muy natural y realista, encabezados por Arnau Comas Quirante que da vida a Eric, el más colega del fallecido, el que más se culpabiliza de su muerte, y el más visceral y animal de los tres, después esta Judit Cortina Vila que es Ona, la mujer del grupo, la que tuvo una relación más íntima con Pol, y también se machaca por su falta de sinceridad, y finalmente, Oriol Llobet Avellaneda que interpreta a Marcel, el más ausente, el más isla del grupo, el que tiene una relación más distante con todos, quizás por eso ahora se siente mal por la pérdida irreversible.

Les dues nits d’ahir esta ciertamente emparentada con El camí més llarg per tornar a casa (2014), de Sergi Pérez, otra cinta de guerrilla y en los márgenes, con un tipo a la deriva, igual que los tres protagonistas, incapaz de asumir la pérdida y el dolor, con toda su opresión y devastación. El tándem que forman  Cruanyes Garrel y Vidal Barrena, atentos a estos nombres que darán que hablar si la suerte y la industria les acompaña. Dos veinteañeros que han construido una película desde lo más profundo, mostrando todo ese mar de conflictos y de dudas por las que pasan las personas cuando perdemos a un ser querido, fijándose en los que se quedan, en los que deben despedirse del ausente, con todo lo que eso conlleva, que no es nada fácil, que comporta asumir la pérdida y sobre todo, el dolor que rasga el alma, quizás junto a los colegas de siempre, la cosa se hace más llevadera, pero pasar hay que pasar por todo, con la culpa que arrastramos y demás, y soportarlo, porque no queda otra, y de esa manera aprender a vivir con esa ausencia, que ahora martiriza y paraliza. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Crash, de David Cronenberg

LOS DEMONIOS Y LA CARNE.

“Las marcas triangulares del coche se habían formado con la muerte de una criatura anónima, de identidad desvanecida, inscrita abstractamente en la geometría del vehículo. ¿Cuánto más misteriosas podían ser nuestras propias muertes, y las de los afamados y poderosos?”

J. G. Ballard de la novela “Crash”

El término “ballardiano” es recogido por el diccionario Collins bajo la siguiente definición “una modernidad distópica, un paisajismo inhóspito creado por el hombre y los efectos psicológicos del desarrollo tecnológico, social o medioambiental”. J. G. Ballard (1930-2009), describió de forma intensa y profunda los males del ser humano moderno ante una sociedad superficial, consumista y aterradora que, eliminaba el humanismo para abrazar como un salto al abismo la superficialidad y lo material como síntoma de poder, ambición y locura. Un universo peculiar, muy personal y alejado de convencionalismos, modas y demás estupideces, en títulos como La exhibición de las atrocidades, Rascacielos, Hola, América o Noches de cocaína, entre muchas otras.

Los mundos distópicos demasiado “reales” del genial novelista británico que profundiza de manera extraordinaria en todos los males de nuestra sociedad. Universos no muy alejados de los que filma David Cronenberg (Toronto, Canadá, 1943), que en su primera etapa despachó títulos como Crimes of the Future (1970), Vinieron de dentro de… (1975), Rabia (1975), Scanners (1980), o Videodrome (1983), donde implantaba los elementos que han definido su filmografía, la llamada “nueva carne”, en la que retrata de forma admirable los miedos humanos, tanto los cambios físicos y psicológicos ante la transformación física y la infección, en el que se desvanecen los límites entre lo mecánico y lo orgánico, moviéndose en dramas con tintes de terror, ciencia-ficción y el fantástico, dentro de una cotidianidad de horror. Cronenberg ha adaptado autores tan relevantes como Burroughs, King, DeLillo, entre otros. En 1996 adapta “Crash”, novela de Ballard publicada en 1972 (que tuvo una adaptación televisiva protagoniza pro el propio autor), poniendo en imágenes un relato muy oscuro y tremendamente físico y psicológico.

En Crash nos tropezamos con James Ballard, alter ego del propio autor, dedicado a la dirección televisiva, casado con Catherine, que han basado su relación en el sexo como principal estructura, un sexo liberal entre ellos y con otros. Después de un accidente automovilístico, Ballard entra en contacto con Helen Remington y entre los dos nace una atracción mutua a través del sexo y los coches. Más tarde, entrará en juego Vaughan, un tipo apasionado de los accidentes de coches, que además de escenificar accidentes históricos de grandes estrellas del cine clásico, su vida gira en torno a los accidentes, las cicatrices y el sexo, al igual que Gabrielle, una amiga que lleva una prótesis debido a un accidente. Veinticinco años después, Crash  sigue manteniendo su vigencia, quizás las psicopatías siguen igual o incluso más de acentuadas, retratando una serie de personajes abocadaos al constante peligro, en un viaje a las profundidades del alma, a su parte más oscura, más horrible, a aquello que nos negamos a admitir, a lo prohibido, a nuestras pulsiones sexuales, las más ocultas, las que no queremos desvelar.

Cronenberg se acompaña de los cómplices más cercanos como el cinematógrafo Peter Suschitzsky, el editor Ronald Sanders y el músico Howard Shore, la película nos sumerge en un mundo de poder y ambición, donde el automóvil como objeto de posición social se ha convertido en una metáfora del sexo más sucio, más animal y más pueril, donde ya no existen fronteras entre lo real y lo soñado, donde la vida carece de sentido sino es una existencia de constante peligro, donde la muerte bordea a cada instante, donde cada cicatriz y herida se convierte en una pulsión sexual, en una marca más de ese desenfreno alucinatorio y autodestructivo por el que se mueven estas criaturas atrapadas en su sexualidad y en sus objetos mecánicos, en unos automóviles que se funden en falos y vaginas, expuestas y dispuestas para ir más allá, sin pausa, a velocidad vertiginosa, donde velocidad, o lo que es lo mismo, el peligro de morir, deviene la única forma de soportar y llenar ese vacío de vidas opulentas, sí, donde falta tanto a nivel interior. Con un reparto heterodoxo y nada comercial con un James Spader en la piel del atribulado y frío Ballard, la escenificación del tipo que se adentra en la oscuridad, en su propia oscuridad, sin miedo, como si la cosa no fuese con él, pero con la determinación de que no hay marcha atrás, Deborah Kara Unger como su esposa, su amante y la compañera perfecta que también se lanza al abismo para aceptarse y descubrirse a través del sexo y lo prohibido, Holly Hunter como la Dra. Helen Remington, también abocada a la locura sexual, a ir más allá, a olvidarse de los convencionalismos y dejarse arrastrar por el sexo más superficial y la morbosidad.

Y los dos personajes más siniestros, dementes y robotizados de la película como el que hace Rosanna Arquette como Gabrielle, con esa aparatosa prótesis que le cubre las dos piernas y la profunda cicatriz que le cubre media extremidad, uno de esos personajes reservados que tanto le gustan al cineasta canadiense, ya que tiene todo aquello que le interesa, la sexualidad de un ser casi autómata, donde cada movimiento y gemido duele e hiere. Y finalmente, Elias Koteas da vida al siniestro Vaughan, un tipo que ha ido más lejos que nadie, su escenificación de los accidentes es toda una declaración de principios de un personaje psicópata convertido en la figura de macho alfa, de un tótem sexual, donde su cuerpo y todo su ser emanan sexualidad y velocidad, una especie de gurú de esta peculiar aquelarre de sexo, automóviles y muerte. El binomio Ballard-Cronenberg sigue levantándonos de la butaca, incomodándonos, martirizando nuestras pesadillas y pulsiones, y sobre todo, mostrando la oscuridad más profunda y siniestra de lo que somos, de todo aquello que nos autocensuramos, de todos nuestros miedos, de nuestros deseos, pasiones, y nuestra sexualidad, tan llena de tabúes, prejuicios y convencionalismos. Crash  se mueve entre todo lo diferente, todo aquello no aceptado por una sociedad llena de miseria moral tanto a nivel físico como emocional, en un retrato sobre la vida y la muerte, la eterna lucha entre eros y tánatos, entre nuestra existencia aceptada y todos esos infernos que habitan en nuestro interior y gritan sin cesar para salir al exterior y escenificarse. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA