Entrevista a Montse Triola, coproductora de la película “Pacifiction”, de Albert Serra, en Andergraun Films en Barcelona, el lunes 3 de octubre de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Montse Triola, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“El primer beso no se da con la boca, sino con la mirada”
Tristan Bernard
El amor es una interpretación, algo subjetivo, irreal, emocionante, agridulce, un caos, una energía desbordante y ridícula, intensa, agobiante, dolorosa, y muchas cosas más. En el amor somos y no somos, o quizás el amor existe o no, nunca lo sabremos, y más, cuando tienes dieciséis años, no encajas con los de tu edad, te sientes sola y perdida, y encima, te sientes atraída por un adulto veinte años más mayor, que es actor y se llama Raphaël. Todo esto y más cuenta Seize pintemps, el sorprendente y sensible debut de Suzanne Lindon (París, Francia, 2000), que comenzó a escribir a los 15 años cuando estudiaba en el Liceo Henri IV de París. Hija de los intérpretes Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain, ha vivido el cine desde que nació y su sueño era dedicarse al cine, como demuestra su precocidad, ya que en el verano del 2019, con apenas diecinueve años, empezaba a rodar una película escrita y dirigida por ella, en la que además de protagonizar, canta y baila.
La opera prima de la pequeña de los Lindon es una hermosísimo y breve relato sobre el primer amor, pero un primer amor muy diferente, porque está contado con una ligereza y sencillez que abruma por su sensibilidad y extrema delicadeza, enmarcada en una cotidianidad asombrosa y muy detallista. Muy pocas localizaciones, el piso que Suzanne comparte junto a sus padres y hermana, algunos espacios del instituto y un par de calles, uno de esos cafés donde se reúnen los enamorados, la plaza Charles Dullin del Distrito 18 de París, donde nos encontramos con el Théàtre de l’Atelier y su cercano y maravilloso café donde degustar una granadina… Suzanne es una náufraga, alguien que se aburre con los de su edad, que no encaja, que en casa tampoco manifiesta mucha cercanía con su hermana algo más mayor, y el instituto tampoco la motiva, aprueba sin más. Anda de casa al Instituto como una sonámbula, como una chica que está en ese tránsito vital donde todavía no ha dejado la infancia y mucho menos ha entrado en la época adulta. Ese estado de hastío cambiará cuando se fija en un joven actor de casi veinte más que ella que ha empezado a ensayar una obra en el l’Atelier. Alguien con el mismo estado de ánimo que Suzanna, tampoco encaja y también anda buscándose a sí mismo. Unos abundantes intercambios de miradas, algunas granadinas y alguna que otra cita, dan paso al amor, a un amor en silencio, que solo ellos sienten, que solo ellos comparten…
Lindon usa el scope para contarnos este primer amor, para ahondar aún más el aislamiento de sus dos criaturas, en el que la cámara no es intrusiva, sino observadora y testigo de una intimidad que está sucediendo aquí y ahora, en un gran trabajo de naturalidad y limpieza visual de Jérémie Attard, del que ya habíamos visto Mereces un amor (2019), de Hafsia Herzi, como el detallado y ágil montaje de Pascale Chavance que, además de un gran ejercicio de concisión con sus apenas setenta y tres minutos de metraje, consigue una película en la que apenas hay diálogos, todo se cuenta a través de las miradas y los gestos, priorizando el amor a las palabras, porque donde hay amor no hace falta nada más. Aunque lo que resulta innovador y muy sugestivo en estas Dieciséis primaveras es la fusión de tonos, músicas y géneros que conviven en la trama, porque se habla de literatura, vamos al teatro por delante y por detrás, hay momentos de danza, y escuchamos música clásica, pop y mucho más. Una fusión maravillosa y audaz que tiene los deslumbrantes, hermosísimos y sorprendentes instantes donde la música y el cuerpo se apodera del relato en forma de coreografías en los que, sin palabras, y mediante lo físico, se van contando las emociones que van experimentando los protagonistas. Resultan muy apropiadas y divertidas, como ese baile, muy al estilo Demy, que se marca Suzanne con el ritmo de “Señorita”, o ese maravilloso momento en el café con las granadinas en el que al unísono siguen “Stabat Mater”, de Vivaldi, que volverá a repetirse más tarde, o ese otro, con ese baile juntos mientras suena “la Dolce Vita”, de Christope, y el temazo que se marca la propia Suzanne Lindon, con esa voz cálida y tan sugerente. Y qué decir de la música de Vincent Delerm, que nos lleva a otro estado, a ese que puedes sentir cuando estás enamorado/a o crees estarlo, en que el tema “Danse”, actúa como leit motiv en la película, como ese maravilloso arranque, en el que la protagonista, ausente de la conversación de sus compañeros de mesa, comienza a juguetear y a garabatear con su caña y la granadina restante, formas imposibles o quizás, sueños e ilusiones futuras.
La directora ejecuta con acierto y cercanía la relación de la protagonista con su familia, con su hermana apenas hay contacto, demasiado diferentes y estados de ánimo, con su padre, al que tiene como de guía al que le va preguntando cuestiones a su affaire, y a su madre, que se convertirá en confidente llegado el momento. Amén de la naturalidad e intimidad con la que actúa, canta y baila la joven Suzanne, el resto del reparto brilla por su cercanía y sensibilidad, como demuestra Raphaël “le garçon du film”, Arnaud Valois, que recordamos de La chica del tren y sobre todo, de 120 pulsaciones por minuto, que no solo es el actor triste, sino también, alguien tan perdido y aislado como Suzanne, un adulto que trata a su joven enamorada como una mujer y una mujer muy especial. Rebecca Marder es Marie, la hermana tan diferente y alejada de la protagonista. Nos acompañan los “padres de Suzanne” que interpretan Florence Viala, que compartió cast con Valois en Mi niña, de Lisa Azuelos, y Frédéric Pierrot, que tiene en su haber grandes nombres como los de Tavernier, Ozon, Loach, Sorogoyen, entre otros.
La realizadora nos cuenta un período corto en la vida de Suzanne, un instante de su primavera, como hacía el cine de Rohmer, un breve espacio de tiempo, en el que sucederá el amor, un amor que sucederá sin más, inesperado e impredecible como lo son todos, un amor breve pero intenso, o eso creemos creer, porque la película no entra en detalles de su duración, eso deja que el espectador lo imaginemos. La película está llena de referencias de todo tipo, como ya hemos comentado, todas son visibles, porque la directora no quiere ocultarlas y mucho menos escapar de ellas, como el espejo en A nuestros amores (1983), de Pialat, con la que comparte nombre y esa sensación que la vida pasa y nada cambia, y el amor es esa cosa que no hace a nadie feliz, y si lo hace, es por poco tiempo. Pensar en la Michèle de Portrait d’une jeune fille de la fin des années 60 à Bruselles (1993) de Chantal Akerman, en el que la protagonista es un sombra de Suzanne, ya que siente y se desplaza sin soportar su entorno y aburrirse como una ostra, transitando por ese intervalo de la existencia en el que nos quedamos a mitad de cruzar el puente. Imposible no acordarnos de Lost in Translation (2003), de Sofia Coppola, con el amor de una joven con un señor mayor, un amor no físico, sino espiritual, donde lo físico es contado mediante otros elementos y gestos.
Seize printemps en el original, y Spring Blossom, en inglés, es un relato atípico, porque relatando la consabida historia romántica de chica conoce a chico o viceverse, huye del estereotipo y demás convencionalismos, para atraernos a un mundo muy particular, extremadamente atemporal, muy detallista y que deja lo verbal para adentrarse en un relato muy cinematográfico, donde prima la mirada, el gesto, la sonrisa y todo eso que sin decir nada dice tanto. Nos emocionamos con la primera película de Suzanne Lindon por su tremenda frescura, libertad y originalidad, porque no pretende contar nada que no conozca, y eso es muchísimo más que la mayoría de cineastas precoces que siempre nos cuentan relatos que no han vivido o simplemente copian a sus “adorados”, Lindon instala su pequeño y humilde cuento en el París que conoce, y en primavera, no hay un espacio ni una época mejor que, para mirar a alguien, intercambiar miradas, sonrisas cómplices, y sobre todo, enamorarse, porque el amor siempre llega así, de forma inesperada, extraña e inocente, porque cuando uno o una se enamora de verdad es como si lo hiciera por primera vez. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Por severo que sea un padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre”.
Enrique Jardiel Poncela
Había una vez una mujer llamada Stephane. Una mujer que apenas sabía de su padre, un padre dedicado a los negocios y a las mujeres. Pero, un día Stephane conoce a su septuagenario padre en su rica mansión en mitad de una pequeña isla, y su opulenta vida. Allí conoce su vida. Una vida en la que están una mujer sesentona, caprichosa y estúpida, una hija fría y calculadora que se ha puesto al frente de los múltiples negocios después del ictus del padre, una nieta que odia a su familia y quiere huir, y finalmente, una criada inquietante y oscura que sabe demasiado de todos y todas ellas. La realidad con la que se encuentra Stephane es muy inesperada, una situación que invitaría a huir y no volver jamás, aunque en el caso de la mujer e hija resucitada, todo será diferente, porque estará entre un padre que necesita a una aliada frente a sus “enemigas”, y las mujeres, necesitan otra mujer a su lado, alguien en confiar y derrotar al padre débil.
La tercera película del director francés Sébastien Marnier, después de las interesantes Irréprochable (2016), y L’heure de la sortie (2018), sendos dramas ambientados en el trabajo y en la educación, se erige a través de un guion del propio director y la colaboración de Fanny Burdino, que tiene en su haber películas tan estupendas como Después de nosotros (2016), de Joachim Lafosse, El creyente (2018), de Cédric Kahn y Arthur Rambo (2021), de Laurent Cantet, entre otros. Un relato que, en su primera mitad, nos habla de una familia disfuncional, no son todas un poco o mucho, una familia enfrentada por la herencia de un padre débil de salud, en la que vemos sus relaciones y los diferentes roles de los personajes, tan excéntricos como cercanos. En su segunda parte, la película vira hacia el thriller hitchockiano, donde todo se torna aún más oscuro si cabe, y donde la historia se adentra en aspectos mucho más inquietantes y sorprendentes. El director francés nos sitúa en otro lugar muy Hitchcock, que recuerda a aquella mansión de Rebeca (1940), aunque está muy peculiar, llena de cajas y cajas llenas de artículos y productos que compra compulsivamente Louis, la mujer de George, el padre.
Al igual que la siniestra familia, el lugar no podía ser diferente a tanta apariencia y lujo, como esa casa sobrecargada de elementos, a cuál más siniestro, como esos animales disecados, plantas y toda clase de objetos muy horteras que ofrecen un aspecto frágil y vulnerable a todo lo que allí acontece. Marnier vuelve a trabajar con el cinematógrafo Romain Carcanade, que ya estuvo en L’heure de sortie, que consigue esa luz etérea, donde enmarca a unos personajes que ocultan muchas cosas, con esos largos planos secuencia, como el que abre la película en el vestuario de la empresa de conservas, y las interesantes divisiones de la pantalla, tan significativas en el desarrollo emocional de los individuos. El preciso y brillante montaje de Valentin Féron, del que hemos visto Tan lejos, tan cerca y Black Vox, y Jean-Baptiste Beaudoin, del que conocemos Una íntima convicción y Promesas en París, que dota de ritmo y un in crescendo brutal a una película que se va a las dos horas de metraje. Una excelente música que va puntualizando los altibajos de unos personajes cercanísimos y misteriosos, firmada por el dúo Pierre Lapointe y Philippe Brault, que repiten después de la experiencia en El vendedor (2011), de Sebastien Pilot.
Si el guion funciona como un mecanismo funcional lleno de capas complejas, y la técnica se pone a su servicio, el reparto debía estar a la altura de la exigencia. Tenemos a una Laure Calamy, que hace poco la vimos como la alocada Magalie en Las cícladas, de Marc Fitoussi, ahora su personaje está en las antípodas, porque su Stephane es una mujer que trabaja como operaria de conservas de pescado, vive en una habitación de alquiler y mantiene una relación tóxica con una reclusa. La llegada de su padre perdido dará un vuelco a su miserable vida. Le acompañan Doria Tillier en el papel de George, una mujer de armas tomar, siniestra y arribista, que hemos visto en películas de Quentin Dupieux y Nicolas Debos, entre otros. La joven Céleste Brunnquell como Jeanne, la pequeña menos contaminada de esta familia de locas, Verónique Ruggia Saura, que ha estado en las tres películas de Marnier, como Agnes, la criada que no está muy lejos de la Señora Danvers, y muchas saben de lo que hablo, Suzanne Clément como una detenida, amante de Stephane, que nos encandiló en las películas de Xavier Dolan, entre otros, y para terminar, dos grandes y veteranos de la cinematografía francesa como Dominique Blanc y Jacques Weber, en los roles de Louise y Serge, tal para cuál o un matrimonio que se odia más fuerte que el amor que quizás sintieron alguna vez en sus vidas.
El origen del mal, de Sébastien Marnier, no es una película de esas que agradan a todos los públicos, porque no sólo habla de la familia, sino de una familia en particular, una familia que, salvando las distancias, se parece a las nuestras, aunque sea un poco, que ya es mucho, porque la familia y en este caso, esta familia no es diferente a la nuestra y la de nadie, porque en ella hay de todo, hay personas que se odian a sí mismas y a los demás, hay tensiones, mentiras, secretos, violencia, amor no lo sabemos, o quizás, el amor, en su complejidad, tiene demasiadas caras o quizás, el amor puede ser también eso, querer sin importar las consecuencias, o tal vez, el amor es querer sí, pero no querer a los demás demasiado, como hacen en esta familia, que usan el amor para querer, pero no a los que tienen más cerca, si no a lo que tienen, al maldito parné, que cantaba Miguel de Molina, o al vil metal, que decía Pérez Galdós, el dinero, esa cosa que mezclada con el amor da resultados muy sorprendentes e inquietantes, sino que le pregunten a Stephane y su nueva familia. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Parte de la historia habla de cómo nuestras madres – más que nuestros padres – tienen el poder de transportarnos de nuevo, da igual nuestra edad, a la infancia, como si usaran un hechizo. Incluso cuando se ha alcanzado los cuarenta o más, cuando se está cuidando a padres ancianos, la sensación de ser una persona adulta desaparece y vuelven las lágrimas y el sentimiento de vulnerabilidad”.
Tilda Swinton
No nos dejemos llevar por el tono y la textura de cuento de terror gótico que almacena una película como La hija eterna, el sexto largometraje de Johanna Hogg (London, United Kingdom, 1960), porque alberga la misma mirada e inquietudes que ya estaban en las anteriores películas de la excepcional cineasta británica. La historia vuelve a hablarnos de familia, en este caso madre e hija, de entornos muy cotidianos y tremendamente domésticos y palpables, ese hotel que antes fue la mansión de la familia, y nuevamente, en estados vacacionales y de asueto, una directora que quiere armar su nueva película mientras se aísla unos días en ese lugar solitario y alejado de todos y todo, pensando, descansando y sobre todo, recordando.
La británica una experta consumada en la observación de las grietas emocionales femeninas en el entorno familiar, ya lo descubrimos con Unrelated (2007), su ópera prima en la que seguía a una casada infeliz que se refugiaba en un joven, en Archipelago (2010), las tensiones de una familia también eran el foco de atención, así como en Exhibition (2013), con una pareja que debe abandonar el edificio que han construido y compartido, o en el magnífico díptico The Souvenir (2019), y su secuela, dos años después, en la que profundiza en el primer amor de una joven, su toxicidad y su recuperación. Julie es una mujer madura, sin hijos, cineasta de oficio, que pasa unos días con Rosalind, su anciana madre. En esos días de descanso y trabajo, envuelta en muchas sombras y nieblas, situada en una zona inhóspita como Moel Famau, en Gales, vivirá o quizás deberíamos decir, tendrá su Ebenezer Scrooge dickensiano particular, porque Julie recreará y volverá al pasado, aquel que compartió con su madre, en el que se destaparán recuerdos ocultos, invisibles y sobre todo dolorosos, en una especie de viaje espejo-reflejo en que la protagonista se sumergirá en una especie de ensoñación catártica, en la que la seguiremos, la sentiremos y la descubriremos, y nos adentramos en su interior, en todo aquello que oculta y nos oculta, y que irá emergiendo a la superficie más tangible, dejando sobre la superficie toda su relación y no relación con su madre.
Como hemos mencionado el tono y la textura nos remiten de forma directa a los cuentos de terror clásicos de la época victoriana, a sus personajes solitarios, melancólicos y perdidos, que tan bien relataron nombres tan ilustres como los de Henry James y su inmortal Otra vuelta de tuerca, y su excelente adaptación cinematográfica The innocents (1961), de Jack Clayton, autores como William Wilkie Collins y Margaret Oliphant, entre otras, a películas de la Hammer basándose en relatos de Poe y Lovecraft, y a todo ese universo donde lo inquietante se apodera de la historia, y vemos al personaje metido en una sucesión de experiencias extrañas que no tienen una explicación racional ninguna, en que el grandísimo trabajo de cinematografía de Ed Rutherford, que ya estuvo tanto en Archipelago como Exhibition, el exquisito y conciso montaje de Helle Le Fevre, que ha trabajado en los seis títulos de la directora, que construye una armonía perfecta para condensar los noventa y seis minutos de metraje, así como la inquietante y cercana música de Béla Bartók (1881-1945), un gran compositor que su música se acopla con detallada perfección a las imágenes de la cineasta.
Hogg acoge el cuento de terror gótico de forma natural y absorbente, pero sólo lo usa para sumergirnos y sobre todo, vapulear a su personaje, expulsándolo de su zona tranquila y llevándolo a ese otro espacio donde abundan las sombras, las tinieblas (qué maravillosa niebla, que recuerda a la de Amarcord, de Fellini), y los fantasmas, tanto los suyos como los ajenos, todos esos espectros que revivimos de tanto en tanto, todos los que nos rodean y damos cuenta de ellos en algunos instantes de nuestra existencia, cuando debemos investigarnos y encontrarnos, como el caso de Julie, que pretende hacer una película sobre su relación con su madre. La directora londinense es una maestra consumada en introducirnos, sin estridencias ni piruetas narrativas, casi de forma transparente, de un entorno íntimo y cotidiano en otro, muy oscuro y violento, pasando de un lado al otro del espejo de manera tan natural como sencilla, a través del diálogo, como esa recepcionista, tan inquietante como amable, que dice que el hotel está lleno y nunca vemos a nadie más, o la aparición del vigilante y jardinero, que recuerda a aquel otro de El resplandor (1980), de Kubrick, con el que Julie mantiene una relación, algo estrecha y que la transformará en muchos sentidos. La compañía del perro también se convierte en un elemento distorsionador que inquietará a la protagonista.
La elección de Tilda Swinton, que ya estuvo en el díptico The Souvenir, para el doble papel tanto de hija como madre, no sólo consigue seducirnos desde el primer encuadre, sino que consigue capturar toda la retahíla de matices y detalles de los dos personajes y de todo lo que se ha cocido a su alrededor, en ese espejo-reflejo en bucle, y la estupenda compañía y no de los otros personajes, la rara recepcionista que interpreta la debutante Carly Sophia-Davies, coproductora de la cinta, y el enigmático y cercanísimo vigilante que hace Joseph Mydell, al que vimos en Manderlay (2005), de Lars Von Trier, y algunas series británicas, completan un breve reparto que no sólo hace aumentar la inquietud y la extrañeza que tenemos durante toda la película. No se pierdan La hija eterna, de Joanna Hogg, porque a parte de todas las cosas que les he comentado, es una película que recordarán por mucho tiempo, porque no es sólo una película más de terror con la Swinton, sino que es una película que nos habla de nosotros y sobre todo, nuestra relación con nuestra madre, y eso es fundamental, no sólo en nuestras vidas sino en nuestras relaciones y en todo aquello que sentimos, porque todo nace y se cuece cuando éramos pequeños y mirábamos a nuestra madre y ella nos miraba, o quizás no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Nada más grueso que la hoja de un cuchillo separa la felicidad de la melancolía”.
Virginia Woolf
El cine de Mia Hansen-Love (París, Francia, 1981), es de una gran belleza, y no sólo por lo que reflexiona, sino como lo muestra, porque en su aparentemente superficialidad y ligereza, oculta todo un entramado emocional complejo e inquietante, en el que sus personajes se mueven siempre entre contradicciones, paradojas y callejones de difícil salida. En Una bonita mañana, que nos llega con apenas ocho meses de diferencia respecto a su anterior película, La isla de Bergman, pone el foco en la vida de Sandra, una joven y viuda madre que vive junto a su hija Linn de ocho años y trabaja como intérprete, y acude a menudo a ver a su padre Georg, eminente profesor de filosofía, ahora muy delicado de salud. Dos situaciones van a alterar considerablemente su existencia. Por un lado, su padre debe ingresar en una residencia porque su estado empeora, y por otro, ha comenzado una relación intermitente con Clément, un antiguo amigo casado y con un hijo. Y así están las cosas para Sandra, debe despedirse de un padre que todavía está vivo pero ya no es él, y embarcarse o no en una relación con un casado.
Desde su maravilloso arranque cuando la protagonista explica a su padre como abrir la puerta de casa desde el otro lado, deja bien claro que, a veces, los momentos más duros e insalvables se encuentran a una puerta de por miedo, que puede significar un gran obstáculo por el que hay que pasar inevitablemente, aunque no queramos. La familia, siempre importante en el imaginario de la directora francesa, tiene aquí un importancia abrumadora, como la tenía en su ópera prima Toda esta perdonado (2007), en la que también una hija debía pasar cuentas con su padre desaparecido, y en El porvenir (2016), cuando una esposa y madre tenía que volver a reconstruirse cuando su marido se iba de casa con una más joven. Como en casi toda su filmografía, la mujer es el centro de todo, mujeres de diferentes edades y una posición acomodada, mujeres con problemas sentimentales, casi siempre esperanzadas en un amor que les salve de la vida o de los conflictos internos que padecen, que en realidad están escondiendo esos miedos e inseguridades que todos tenemos a lo largo de nuestra vida, ya sean unos u otros. Sandra debe lidiar muchos frentes, batallas diarias que lleva con mucha entereza a pesar de todo, navegando por este temporal en una existencia anodina hasta ahora, en esos cinco años de soledad, o mejor digamos, de aparente felicidad, no por deseada sino porque no ocurría nada que altere esa vida o eso qué hacemos con nuestra vida o algo que se le parezca.
En poco tiempo, Sandra se ve inmersa en dos frentes de órdago, dos luchas en las que se sumerge como puede, como hacemos todos, dos elementos contradictorios y sumamente complejos, porque debe decir adiós a su padre, a su referente y a su guía, que le ha enseñado el mundo del pensamiento y la palabra, y por otro lado, llega Clément, con su “problema”, que le ofrece una no relación de idas y venidas, en la que el cuerpo y la carne lo son todo. La imagen de 35mm, que usa en sus ocho películas hasta la fecha, si exceptuamos Edén (2014), da a cada encuadre y cada secuencia esa ligereza de la que hablábamos, ese tono tan cercano e íntimo que emanan los instantes del cine de Hansen-Love, como sus añorados Varda, Rohmer y Truffaut, con esos planos de paseos por París, por sus calles empedradas, sus largos escalones, sus plazas y miradores, en la que vuelve a contar con la mirada de Denis Lenoir, al igual que en el montaje, en la que la presencia de Marion Monnier, fiel compañera en toda su filmografía, dota de pausa y encanto a las casi dos horas de metraje, una duración que vemos sin prisa, pero con mucha intensidad y emoción.
El tema musical “Liksom en herdinna”, de Jan Johansson, actúa como leitmotiv, porque lo escuchamos en varias ocasiones durante la película, que dice mucho de los entresijos emocionales por los que están pasando sus individuos. El buen manejo de la directora a la hora de componer sus personajes junto a intérpretes tan especiales como Léa Seydoux, que nos lleva de la mano con su inolvidable Sandra, una mujer entre dos frentes, y vaya frentes, despedirse de la persona que más has querido, y sobre todo, la persona que te ha guiado a ser quién querías ser, y esa otra persona que llega a tu vida con luz e ilusión, aunque traiga una mochila muy pesada, quién dijo que la felicidad venía fácil no sabía que era la felicidad y mucho menos la vida, esa cosa que nos da vida y nos mata y nos confunde, nos desoriente y sobre todo, ese densidad agridulce de no sé sabe qué. Al lado de Seidoux, nos cruzamos con el actor Rohmeriano Pascal Greggory en el papel de padre de Sandra, ese hombre que no ve, que ya no lee ni sus palabras ni las de otros, (Qué momentazo cuando la hija menciona que lo siente más en sus libros que cuando lo visita en la residencia), ni en su vida, sólo en el amor de su compañera.
Tenemos a otro pupilo de Rohmer como Melvil Poupaud haciendo de Clément, el casado que se ha enamorado de Sandra, con la que vive un amor de ida y venida, un amor de sexo y la complicidad y ternura que Sandra necesita en ese momento, no el mejor pero si el que necesita. Una estupenda Nicole García, con ese rollo de concienciada burguesa a su manera, con sus batalliltas sociales, como la exmujer y madre de Sandra, que después de 25 años divorciados, aún está presente cuando el padre se vuelve dependiente. Una bonita mañana habla sin estridencias ni sentimentalismos de temas muy importantes y muy difíciles emocionalmente hablando, de esos momentos cuando la vida te castiga y te lanza contra la tristeza y la desesperanza, temas que Hansen-Love los aborda desde una mirada desacomplejada y de verdad, en el que sentimos de todo y nos emociona, cuando caminamos por esas residencias, por esos lugares donde la vida se detiene y de qué manera, cuando los “otros” como Sandra miran a su alrededor y miran a su padre, al padre que ya no las conoce, al padre ausente, a la vida que se le va por un lado, y a la vida que empieza por otro, la vida en lo que es, una maraña de contradicciones y demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Joâo Pedro Rodrigues, director de la película “Fuego fatuo”, en el marco del D’A Film Festival, en el Teatre CCCB en Barcelona, el domingo 26 de marzo de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Joâo Pedro Rodrigues, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Iñigo Cintas de Nueve Cartas Comunicación, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño, y al equipo de comunicación del D’A Film Festival. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
El universo cinematográfico de Joâo Pedro Rodrigues (Lisboa, Portugal, 1966), es un cine libre, diferente y muy revolucionario, porque se atreve con todo, a mostrar un mundo mutante y lleno de imaginación y tremendamente inventivo, donde predomina una libertad absoluta para retratar e indagar en la sexualidad que muestra sin tapujos y de forma explícita, en que los géneros desaparecen para fluir y mezclarse de formas y texturas asombrosas. Un cine que viaja por lo más sofísticado a lo más burdo, por la elegancia a lo basto, de lo sucio a lo más pulcro, contradicciones y complejidades que hacen del cine del director portugues una experiencia muy intensa y de descubrimiento constante. Tenemos ejemplos en sus más de veinte años de experiencia en corto y largometrajes como como El fantasma (2000), Odette (2005), Morir como un hombre (2009), La última vez que vi Macau (2012), y El ornitólogo (2016), entre otros títulos. Un cine en continúa búsqueda, que no cesa de preguntarse sobre sí mismo, un cine que experimenta, que muestra sin cortapisas y sobre todo, un cine sensitivo, muy corpóreo y un inmenso agitador en todos los sentidos.
Con Fuego fatuo el cineasta lisboeta construye un híbrido impresionante y repleto de una gran inventiva para contarnos una fantasía musical, como la misma película advierte a su inicio, en la que fusiona de forma admirable y fabulosa la comedia, género que explora por primera vez de forma contundente, el musical, el romanticismo, el sexo, la biografía, la memoria, el ecologismo, la coreografía y sobre todo, una película-sensación que nos transporta a una fábula que tiene el aroma de aquellas de Perceval el galés (1978), y El romance de Astrea y Celadon (2007), ambas de Rohmer, en que la realidad transmuta en uncuento fantástico con resonancias directas a los problemas de la actualidad. Rodrigues construye un guion con su más ferviente cómplice que no es otro que Joâo Rui Guerra de Mata, con el que ha codirigido alguna que otra película, y Paulo Lopes Graça, en el que nos cuenta los recuerdos de Alfredo, un rey sin reino en su lecho de muerte, y sobre todo, cuando siendo príncipe tuvo una relación muy profunda con un bombero llamado Alfonso.
La película tiene una duración breve, apenas llega a los setenta y siete minutos de metraje, pero nunca tenemos esa sensación, ya que su limpieza visual y la intimidad y la pulcritud que desprende es asombrosa, con esa luz tan cercana y natural que firma Rui Poças, que firma muchas películas del director, amén de haber trabajado con nombres tan significativos como los de Margarita Ledo, Miguel Gomes y Lucrecia Martel, entre otros. El exquisito y conciso montaje de otra cómplice del cineasta luso como Mariana Galvâo, contribuye a manejar con estilo y gracia esa fusión brutal entre realidad y ficción, entre lo real y el sueño, entre lo físico y lo espiritual, entre lo vivido y lo soñado, entre las emociones y la carne, entre aquello que vemos y lo que intuimos. Una película diferente, extraña y cercana, un cine que se descubre a cada encuadre, a cada secuencia, en una aventura que nunca acaba, en el que nunca sabemos qué ocurrirá y sobre todo, como ocurrirá, donde la música también juega esa mezcla de lo sublime con lo más cercano, en la que escuchamos a Mozart, y cantamos y bailamos al son de Joel Branco en una canción naif ecologista, o de Paulo Bragança en un fado intenso y conmovedor.
Tenemos una pareja extraordinaria que componen unos personajes libres y totalmente abiertos a experimentar por los placeres sexuales, donde hay deseo y carne, y pollas erectas, como Mauro Costa como el príncipe que quiere experimentar, que quiere vivir de verdad, alejado de la rectitud y la superficialidad de su casa real sin reino, que decide ser bombero para salvar a los bosques, elemento esencial en el cine de Rodrigues, y que encuentra a Alfonso, que interpreta el bailarín André Cabral, un bombero que tendrá un tórrido romance con el príncipe, experimentando los placeres de la carne y demás. Fuego fatuo, de Joâo Pedro Rodrigues es una película que invita a dejarse llevar en todos los sentidos, a mirar la vida sin prisas ni prejuicios, solo dejarse llevar, que aunque parezca fácil y extraordinariamente muy placentero, muy poca gente lo practica, porque la película invita a mirarla, a descubrirla, a verla como si fuéramos niños otra vez, a recuperar unas imágenes que nos traspasan, que son una fiesta del cuerpo y el sexo, a detenerse, a mirar cada detalle, cada situación y cada follada, y sobre todo, descubrir para él que no lo haya hecho todavía, el cine del cineasta lisboeta, porque es un cine que se descubre y descubre a cada instante, que nos remueve y nos hace disfrutar a lo grande, porque es tremendamente imaginativo, lleno de incréibles hallazgos tanto de forma como de fondo, y huye de las estúpidas etiquetas y de la servidumbre comercial de tanta película sin vida y vacías, aquí es todo lo contrario porque es un cine que abre muchísimas puertas para el disfrute y para sorprenderse con cada personaje, cada situación, cone se humor irónico, perverso y disparatado, porque la vida y lo que ocurre con ella, es más llevadera si le ponemos humor, si nos reímos a carcajadas de ella y sobre todo, de nosotros mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“No quieres soltar la rabia ni los recuerdos dolorosos. Los acumulas en tus músculos en forma de contracciones que te dan la sensación de existir. Si los relajas, al desaparecer tu solicitud de ser amado, tus angustias de abandono o tus rencores, te sientes desaparecer. Crees, niño triste, que el sufrimiento es tu identidad.”
Alejandro Jodorowsky
Esta es la historia de Freddie, una joven de 25 años que vuelve a Corea del Sur, después que al nacer fuera adoptada y enviada a Francia con sus nuevos padres. También es la historia de alguien que necesita saber sus orígenes, volver a mirar a sus padres biológicos, y reencontrarse con quién es y su lugar en el mundo. Una mujer que habla francés, que casi no entiende el coreano, y se siente herida por tantas cosas, enfadada con ella misma y con los demás, alguien que se siente extraña en la se supone que es la tierra de su familia. Freddie es una especie de náufraga de sí misma, alguien a la deriva, una persona que al cumplir un cuarto de siglo de edad, sabe que hay algo en su vida desajustado, una ausencia que debe llenar para quitarse tanto peso de encima. Freddie ha emprendido el viaje más importante de su vida, o quizás, ha empezado a conocerse mejor a través de los que le precedieron.
El cineasta campoyano-francés Davy Chou (Fontenay-aux-Roses, Francia, 1983), que tiene en su haber tanto documental como Golden Slumbers (2011), en la que explica el nacimiento del cine camboyano en los sesenta y su posterior destrucción por los Jemeres Rojos en 1975, y ficción como Diamond Island (2016), en la que los jóvenes sueñan con la modernización del país mientras actúan como si el genocidio camboyano no hubiera existido. Con Retorno a Seúl se enfrenta también a la memoria histórica del pueblo coreano, cuando la escasez y la pobreza originada por la guerra, obligó a muchas familias a recurrir a la adopción como vía de salvación de sus hijos. Freddie es la voz visible de muchos que, al igual que ella, vuelven a casa en busca de respuestas, de encuentros y de sanar sus heridas. A partir de un detallista y elaborado guion del propio Chou, caminamos junto a la protagonista, en una historia dividida en tres partes bien diferenciadas que se alarga en el tiempo durante ocho años en el que suceden muchas historias. En la primera parte abundan los interiores, comidas, fiestas y (des)encuentros con la familia paterna, en la que Freddie está siempre a la defensiva, a punto de estallar, con mucha rabia, filmada a través de planos cortos y cerrados. En el segundo tramo, la película se abre mucho más, en sintonía con el personaje de Freddie, y vamos viendo mucho más la ciudad de Seúl y sus ciudades costeras, en la que la trama va virando a un acercamiento entre todas las partes implicadas, y finalmente, la última parte, nos presenta a Freddie, de forma diferente, en la que la extrañeza de los inicios deja paso a otra mujer, más madura, más tranquila y sin rencores.
La película abraza la pausa y la poesía, no tiene ninguna prisa en contarnos el periplo interior de Freddie, porque opta por la mirada y el gesto, porque no busca la empatía de forma abrupta y condescendiente, sino al contrario, quiere que el espectador entienda y se emocione junto a Freddie y viaje con ella, en su travesía emociona y catártica, sin prisas pero sin pausa, apoyándose en los silencios y la excelente música que llena esos huecos en las que las palabras no salen, que firman el dúo Jerémie Arcache y Christophe Musset, que ya trabajaron para el director en Diamond Island. La cinematografía íntima y delicada, con esos neones fluorescentes, tan característicos de las noches asiáticas, ayuda a que todo eso vaya produciéndose, en un gran trabajo de Thomas Favel, que ha estado en las dos películas citadas de Chou, amén de otras como Bella durmiente (2016), de Ado Arrieta, y otros directores como Benoît Forgeard y Pierre Léon, entre otros. Un preciso y ajustado montaje de Dounia Sichov, de la que hemos visto trabajando para directores de la talla de Sharunas Baratas, que abarca ocho años de la vida de Freddie, con sus vaivenes y roles diferentes, en una historia que se va casa a las dos horas de metraje, en la que se impone ese ritmo cadente y emocional que fusiona ese estado de ánimo agridulce que baña toda la historia.
Una película que trabaja tanto las emociones de forma sutil y nada empalagosa y subrayada, necesitaba una actriz brillante como Ji-min Park, de profesión artista plástica en su primer trabajo como actriz, con una historia similar al de su personaje, porque también nació en Corea y a los ochos se trasladó a Francia, con una mirada que traspasa la pantalla, una mirada que lo explica todo sin decir nada, y su particular viaje conteniendo todo ese tsunami de emociones tan complejas y dolorosas, en una especie de zombie a la deriva cuando llega a Seúl y poco a poco, sintiendo que su dolor proviene de otras cosas y entendiendo y entendiéndose mejor, y sobre todo, abrazar el amor y desterrando la ira, la culpa y demás fustigadores que nos hacen sufrir. A su lado, nos encontramos con Oh Kwang-Rok, al que hemos visto en títulos de Park Chan-Wook, la actriz coreana Kim Sun-young, fiel escudera de Freddie, el actor francés Louis-Do de Lencquesaing, de amplia trayectoria al lado de directores vitales como Haneke, Sokurov, Emmanuel Mouret, Emmanuel Carreré, entre otros, en el rol de un hombre de negocios que se cruzará en la vida de Freddie.
El cineasta camboyano-francés ha construido una película notable y muy actual y de siempre, que sigue a un personaje sumamente complejo, una persona que está herida, que busca, que está perdida, que tiene problemas con su identidad, con su pasado y su presente, que deambula por un país que no reconoce porque es el suyo pero no ha vivido en él, que está en un limbo emocional y también físico, ni aquí ni allá, que está metida en una especie de laberinto sin salida, lleno de puertas donde la esperanza se mezcla con el desánimo, donde la pequeña alegría de un encuentro se desvanece por la falta de incomprensión, ya sea por no saber coreano, o por no entenderse, o simplemente, porque todos son desconocidos que se conocen de oídas. Una película que habla sobre el significado de reconstruirnos constantemente, de aceptar los cambios y las circunstancias vitales, nos gusten o no, de conocernos por dentro y de seguir por la vida, aunque no sepamos donde estemos ni qué hacemos, lo importante es seguir y seguir, porque algún día nos descubriremos a través de los otros, y ese día todo cambiará y sin saberlo sabremos quiénes somos y qué debemos hacer. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Las mujeres del pajar me han enseñado que la consciencia es resistencia, que la fe es acción, que se nos acaba el tiempo. Pero ¿puede ser también la fe volver, permanecer, servir?”.
De la novela “Ellas hablan”, de Miriam Toews.
Conocimos el inmenso talento como actriz de Sarah Polley (Toronto, Canadá, 1979), antes que cumpliese los veinte años en la fabulosa El dulce porvenir (1997), luego la vimos a las órdenes de grandes cineastas como Cronenberg, Winterbottom, Bigelow, Wenders, aunque será de la mano de Isabel Coixet en Mi vida sin mí (2003), donde veremos su inmenso potencial en uno de esos personajes más grande que la vida. Dos años después, el tándem volvería a repetir en La vida secreta de las palabras. Al año siguiente, en el 2006 debuta como directora con Lejos de ella, un intenso drama sobre el amor y el alzheimer, basada en un libro de Alice Munro, que protagonizó Julie Christie, con la que había coincidido en la segunda película con Coixet. Cinco años después dirige Take This Waltz, un drama romántico protagonizado por Michelle Williams. Un año después, se pone a rescatar la figura de su madre fallecida a través de sus familiares y amigos en el imperdible Stories We Tell.
Ahora, nos llega un intenso y asfixiante drama protagonizado por un grupo de mujeres menonitas a partir de la novela homónima de Miriam Toews, que participó como actriz en Luz silenciosa (2007), de Carlos Reygadas, ambientada en este grupo religioso patriarcal, machista y pacifista. Una película con una exquisita y cercana producción detrás auspiciada por dos grandes nombres del cine más independiente como son Dede Gardner y Jeremy Keliner, y también Brad Pitt, que tienen en su haber nombres de gran interés como Andrew Dominik, Terrence Malick, protagonizadas por el mencionado Brad Pitt, y otras dirigidas por James Gray y Barry Jenkins, entre otros. La directora canadiense huye de la fisicidad y el movimiento para encerrarnos en un pajar alrededor de siete mujeres. Mujeres que se han reunido en ese lugar para debatir qué hacer con sus vidas, ahora que los hombres quedarán libres después de las denuncias por años de abusos, explotación y violencia hacia ellas. Un grupo de mujeres menonitas sin derechos, sin educación y sin vida, a merced de la voluntad del macho, tienen un día y una noche para ver qué deciden: seguir en el pueblo y luchar, o en cambio, marcharse.
Polley opta por una delicada e intensa pieza de cámara Brechtiana, en el que asistimos a un combate feroz de la dialéctica y el verbo, donde unas y otras exponen sus razones, sus miedos, sus tristezas, sus desilusiones y sobre todo, su incertidumbre y su miedo. La cineasta de Toronto vuelve a acompañarse de luc Montpellier en la cinematografía, como hiciera en sus dos primeros trabajos como directora, en el que optan por una luz naturalista y llena de contrastes, una luz que va evidenciando los diferentes y complejos estados de ánimo por los que transitan estas mujeres acorraladas y llenas de rabia y furia, unas más que otras. Una luz que se ve potenciada por la grandísima música de Hildur Sudnadóttir, de la que ya habíamos escuchado trabajos memorables como los de Joker (2019), de Todd Phillips, y la más reciente Tár, de Todd Field. Una música afilada donde suena una composición elegante y lijada que recorre con intensidad y suavidad todo lo que vamos viendo, sumergiéndonos en ese estado de espera y miedo en el que están unas mujeres que ya han dicho basta y no van a seguir reprimidas e invisibilizadas. El tándem de montadores que forman Christopher Donaldson, del que destacan sus trabajos en series tan importantes como American Gods y El cuento de la criada, y Crimes of the Future, la última del citado Cronenberg, y la editora Roslyn Kalloo, con experiencia en el medio televisivo.
Todo el impecable trabajo técnico quedaría muy ensombrecido, si una película de estas características, donde se opta por la intimidad y la sensibilidad, a la hora de afrontar un relato sobre abusos y horror en el seno de una comunidad profundamente religiosa y pacifista. Un reparto que brilla con fuerza y sensibilidad, acercándonos a todas las posiciones enfrentadas entre ellas, un ejercicio verbal que daña, que interpela y que también, es muy violento en ocasiones. Un grupo de actrices que dejan de ser actrices para ser mujeres menonitas, todas muy diferentes entre ellas pero haciendo frente común porque todas sufren los innumerables abusos y horrores. Un grupo encabezado por Rooney Mara, tan cercana, tan transparente, con esa voz que da volumen a las palabras, un actriz portentosa que lo dice todo sin mover los labios, Claire Foy, que deja la serie The Crown, para meterse en una mujer fuerte, de carácter, la guerrera del grupo, la que no se deja amilanar por ningún hombre violento, Jessie Buckley, que siempre está excelente y sigue a un gran ritmo de grandes interpretaciones después de La hija oscura y Men, las veteranas Judith Ivey y Sheila McCarthy, y las otras más de reparto pero igual de importantes como Michelle McLeod, Kira Guloien, Liv McNeil, Kate Hallet, Shayla Brown, y está también Frances McDormand, que es otra productora de la película, pocas palabras hay que añadir para una actriz que es todo un portento de la mirada y el gesto, como demuestra el par de ratos que aparece en la película, solo su presencia llena cualquier personaje. Y no olvidemos, el único hombre de la función, un Ben Whishaw, el maestro del lugar, un tipo sensible, terriblemente eterno enamorado de Ona, el personaje de Rooney Mara, un hombre que es el anti hombre rudo, violento y machista menonita, que ayuda a escribir el acta de todo lo que allí se dice, se discute y sobre todo, se acuerda.
Ellas hablan no es una película al uso, digamos convencional, en el que todo tiene un conflicto y una resolución y todo está para molestar poquito. Aquí las cosas van por otro lado, porque aunque Polley opta por una estructura aristotélica, la convencionalidad se acaba ahí, porque lo que se plantea es sumamente actual y muy complejo, porque estas mujeres menonitas, que tendrían su más clara referencia en Siete mujeres (1966), la película con la que se despidió del cine uno de los grandes como John Ford, han dicho basta, se han cansado de tanto humillación y violencia, y eso las sitúa en una película que habla tanto de la historia de todas las mujeres, de las humilladas y pisoteadas, pero también, de todas aquellas que dijeron basta, que se levantaron, que se enfrentaron a sus agresores, que no se callaron, y sobre todo, que decidieron por ellas mismas, porque hubo un día que todo cambia, y ese día y esa noche, ya nada volverá a ser igual, porque después de ese día y esa noche, las mujeres menonitas han dejado de estar calladas y han hablado de lo que sienten, han hablado de todo lo que les duele, y sobre todo, han hablado y han decidido por ellas mismas, y ese gesto, que nunca habían hecho, las convierte en otras personas, en mujeres que ya no miran atrás y se lamen las heridas, en mujeres que viven por ellas mismas, en compañía y nunca más solas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Después de cuatro películas, podemos decir, sin ánimo de pecar de exceso, que el universo de Martin McDonagh (Camberwell, London, Reino Unido, 1970), está plagada de pobres tipos, de individuos solitarios y algo torpes, tanto física como emocionalmente, seres que deambulan por sus circunstancias muy solitarios y extraordinariamente tristes, perdidos en la inmensidad de su realidad y también, porqué no decirlo, ensimismados en unos sueños que saben que muy difícilmente se harán realidad, eso sí, en su afán por no sentirse más solos de lo que están, siguen empecinados en empresas abocadas al más absoluto fracaso. Sean lo que sean, porque aunque cambie el contexto, los personajes del cineasta británico son lo que son: los asesinos que deben desaparecer en una ciudad desconocida de Escondidos en Brujas (2008), el guionista sin inspiración y sus dos locos amigos en Siete psicópatas (2012), la madre desesperada por esclarecer el asesinato de su hija en Tres anuncios en las afueras (2017).
Con Almas en pena de Inisherin el talento de McDonagh se pone al servicio de un relato sumamente sencillo, con un conflicto de esos que no llaman la atención, pero que tiene mucha miga, es decir, cuando nos hemos visto privados, ya sea de amistad o amor, de esa persona que queríamos profundamente, o al menos así lo sentíamos, y nos hemos visto privados de esa relación sin que haya ocurrido nada extraordinario, aunque quizás sí que pasaba y nosotros no éramos conscientes de tamaño desenlace. Porque la cosa de la película es que Colm ya no quiere ninguna relación de amistad con Pádraic, con el que ha sido amigo de muchos años, explicando que se aburre con él, y quiere pasar el poco tiempo que le quede de forma muy diferente. El problema es que, los dos ex amigos viven en en un pueblo llamado Inisherin, apartado y olvidado de la costa irlandesa allá por el año 1923, después de la Guerra de irlandeses con ingleses, y ahora enfrascados en una civil, con esos bombazos que vienen de otra isla cercana. Ante esa cercanía y lugares comunes, como son la iglesia de la misa de los domingos, el ultramarinos donde compran todos, los caminos pedregosos del pueblo, y sobre todo, la única taberna en la que los dos amigos pasaban las horas, uno aburriendo con sus repetitivas historias, y el otro, tocando su inseparable violín.
La película se centra en las profundas heridas que supone un desarraigo emocional de semejantes características, que no es poco, cuando hay tan pocos alicientes en la vida y mucho menos en Inisherin. Pádraic sufre esa pérdida como puede, sufriendo mucho y deambulando por ese pueblo tan triste y desolador, contando con la ayuda y compañía de Siobhán, su hermana que vive con él, y que arde en deseos de abandonar la isla y marcharse a una más grande, y también, está Dominic, un joven obsesionado con las mujeres, golpeado por su padre, el policeman del lugar, y con problemas emocionales. Una cinta muy bien contada y mejor explicada, con un formidable guion que firma el propio director, con esa impecable cinematografía de Ben Davis, que ha estado en tres películas con el director, y con gente tan importante como Frears, Eastwood y Tim Burton,que imprime esa luz mortecina, tan propia de esos lugares, con esa luz natural fusionada con la velada, creando una aroma de penumbra y recogimiento que recuerda mucho a Zurbarán. La fantástica música de Carter Burwell, que ha puesto música a todas las películas del director londinense, y mítico músico de los hermanos Coen, y de Spike Jonze, y de Carol (2015), de Todd Haynes, que recoge con acierto toda esa melancolía, soledad y tristeza que radia en la película, sin olvidarnos de esa sátira y humor negro tan característico en el cine de McDonagh, que es una marca de la casa los mencionados Coen.
El acertado y conciso montaje de Mikel E. G. Nielsen, que tiene en su haber a Thomas Vinterberg y Robin Wright, entre otros, que impone un ritmo pausado y elegante, condensado sus casi dos horas de metraje sin grandes alardes ni estridencias de ningún tipo, en que lo importante son esos tiempos sin nada que hacer que dicen mucho de lo que está ocurriendo y sobre todo, en el interior de los personajes, en el que cada gesto, cada mirada y cada no acción es cine y nada más, como decía mi querido Ángel Fernández-Santos. McDonagh recupera a sus dos actores más fetiche como Brendan Gleeson y Colin Farrel, ambos irlandeses que fueron los asesinos desterrados a Brujas en la película Escondidos en Brujas, amén de haber trabajado Gleeson en Six Shooter (2004), un cortometraje de veintisiete minutos, y Farrel en Siete psicópatas. Dos intérpretes de calibre curtidos en mil batallas, que componen unos personajes que cuesta creer que en algún momento pudieran ser íntimos amigos, porque son tan diferentes, Farrel más apocado, más rudo, más corto y más superficial, frente a Gleeson, en las antípodas del otro, músico, más emocional y sobre todo, más inteligente y sensible. Ambos consiguen mostrar sin mostrar, imbuidos en esa atmósfera cargada, asfixiante y pesada que reside en cada rincón de la isla, de ese Inisherin tan y tan irlandés con sus canciones, sus pintas, sus cotilleos y su idiosincrasia tan arraigada y tan apegada a un lugar y a una forma de ser.
Ambos intérpretes están excelentemente bien acompañados por la irlandesa Kerry Condon, que vimos en Tres anuncios en las afueras, dando vida a Siobhán, la hermana que quiere volar y ser ella misma en otro lugar, con más carácter que su hermano y sobre todo, una mujer que sabe lo que quiere y no se deja intimidar por nadie. Barry Keoghan, que muchos recordamos por películas como El sacrificio de un ciervo sagrado, que hizo con Farrell, y Dunkerque, dirigido por Dolan, entre otros, dando vida a Dominic, ese bufón y tontolpueblo que, al igual que Pádraic y todos los personajes del pueblo, ansía un poco de compañía y algunas palabras, y luego todo un ramillete de intérpretes británicos a cual mejor, como Gary Lydon, el policeman del pueblo y padre maltratador de Dominic, David Pearse como el cura, que tiene unos momentazos llenos de ironía y sarcasmo con el personaje de Gleeson, y finalmente, Pat Shortt, uno de esos taberneros que hemos disfrutado y tronchado en películas que no hace falta nombrarlas para saber de las que estoy hablando. Amén de otros actores y actrices que conforman los simpáticos, cotillas y solitarios de Inisherin.
McDonagh no olvida a sus referentes ni los oculta, sino que los mira con detenimiento y construye su película pensando en ellos, lanzando puentes y reflejándose en sus ambientes y personajes como El hombre tranquilo (1952), de John Ford, con su mítico Innisfree, que sería el padre cercano de Inisherin, y todos esos personajes de la película de Ford que podrían ser también de la del director británico, y La hija de Ryan (1970), de David Lean, más de lo mismo, eso sí, con historias muy diferentes, pero con atmósferas, lugares y estados de ánimo evidentes. Nos despedimos de Almas en pena de Inisherin, también de Colm, Pádraic, Siobhán y los demás, no porque nos sintamos a disgusto con ellos, pero ya se sabe que a los sitios ajenos hay que ir, verlos y marcharse cuánto antes mejor, no vaya a ser que los de allí se sientan espiados, invadidos y sobre todo, incómodos. Les dejamos con sus cosas, con sus tristezas, con sus canciones melancólicas, con sus soledades, y también, con sus almas, porque sí deja clara la película y su tema sobre la ruptura de una amistad es que, cuando algo se rompe es porque es mejor para todos, aunque en ese momento no lo entendamos, habrá un día que nos despertemos y sabremos el porqué, y ese día todo será diferente y nosotros también. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA