Siempre es invierno, de David Trueba

MIGUEL PERDU EN LIEJA. 

“Hay que perder para ganarnos, aunque también lo hayamos perdido todo”. 

Eduardo Ramírez 

Si pudiéramos hacer una radiografía emocional de los personajes masculinos de las películas de David Trueba (Madrid, 1969), veríamos a tipos sensibles, algo o muy solitarios, frustrados en un empleo insatisfactorio, y sobre todo, individuos incapaces de amar y por ende, ser amados, aunque lo intenten con todas fuerzas, o lo que es lo mismo, como buenamente pueden. El director madrileño adapta su propia novela “Blitz” situándonos en la piel de Miguel que, en Siempre es invierno es la virtud de ese chico triste y solitario, que cantaba Antonio Vega, alguien que anda de aquí para allá, sin ilusión, sin pasión y sin estar convencido de nada ni de sí mismo. Se presenta al concurso de paisajismo más que nada para hacer acto de presencia, en la lejana Lieja, en Bélgica y en invierno. Una ciudad tan fría y desangelada como el estado de ánimo de Miguel, que acaba de saber que Marta, su pareja los últimos cinco años, se ve con su ex y lo acaba de dejar. Ante tamaña mierda, Miguel decide pasar su duelo en Lieja, por unos días o por más, quién sabe. Después de este sencillo y determinante prólogo, la película empieza y no por los cauces de ese tipo de películas de personas que se recuperan tan rápido y se vuelven a enamorar de pronto, otra vez. 

Después de la excelente Sabe aquell (2023), sobre el famoso humorista y cómo se convirtió en Eugenio junto a su mujer, y El hombre bueno (2024), donde un aislado de la vida ayuda a una pareja a separarse. Dos películas sobre hombres que aman la vida pero también la odian, en esa dicotomía encontramos a Miguel, y sus cosas, que no está muy alejado del Woody Allen de los setenta, cuando protagonizaba sus propias películas. Podríamos decir que estamos ante una comedia, también una romántica, pero las de verdad, las que vemos al protagonista con mil dudas y tan cercano que asusta. De lo que sí estamos seguros es que la propuesta de Trueba hable de todos nosotros, de todas nuestras imperfecciones, complejidades y tristezas, que las hay, de cómo nos vemos en el espejo, sí es que nos vemos de verdad, porque Miguel es un tipo que está en el trabajo equivocado, en la relación equivocada que, seguramente, no dirige sus pasos hacia esos lugares donde sí que estaría mejor o simplemente, tranquilo, en paz, y no a la greña como siempre anda. Trueba no hace una película triste ni aburrida, reposada y suave sí, porque le mete las dosis de ironía y de sarcasmo, en una película con muy mala uva, pero nada gruesa ni salvaje, sino con esa idea de reírse de todo empezando por uno mismo.

Como es habitual Trueba se ha acompañado de un equipo muy bueno empezando por los productores Jaime Ortiz de Artiñado de Atresmedia Cine y Edmon roch de Ikiru Films, que ya estaban en la citada Saben aquell, la cinematógrafa Agnès Piqué Corbera, que conocemos por Canto cósmico. Niño de Elche, Mientras seas tú, La imagen permanente, Las novias del sur y la reciente Esmorzar amb mi, entre otras. Su luz juega mucho con los contrastes, es fría y cálida, es íntima y alejada, lo que define el estado de ánimo de Miguel y esa sensación de estar perdido conociendo una salida que no le gusta nada. La música de Maika Makovski, que hizo la de A quién hierro mata, de Paco Plaza, es muy suave, que traspasa con cada melodía, ayuda a seguir las excentricidades emocionales de Miguel y su incapacidad para ser él sin arrastrar tanta melancolía y nada, a la vez. Y por último, la presencia de la editora Marta Velasco, una habitual de la Trueba Factory, con más de medio centenar de títulos, entre los que se incluyen 13 trabajos con David Trueba, compone una balada triste o simplemente, una canción de blues muy azul, con tonos muy oscuros, pero con algún destella de comedia agridulce, de esas que hablan tanto de lo que somos y no seremos, en sus reposados 100 minutos de metraje. 

En el apartado interpretativo encontramos a un David Verdaguer como el complemento perfecto en el universo de David Trueba, con el que repite después de la gran experiencia de hacer de Eugenio en la mencionada Saben aquell, que le valió todos los premios habidos y por haber de aquel año. Su Miguel le va como anillo al dedo, porque le insufla verdad, perdonen que me ponga tan pesado con la palabra, y humanidad, es decir, muy cercano porque nos vemos reflejado en sus cosas: quedarse helado sentado en un parque muriéndose de frío, su inmadurez tan típica de los soñadores y los realistas de cajón, y esa mirada que recorre todas las inseguridades existentes y las que se inventa. Amaia Salamanca es Marta, la novia que lo deja, la cansada de estar tirando tanto de su chico, su “tirita”, y cuando la vean sabrán porque lo digo, y que se convierte en una gran bendición para Miguel, aunque él todavía no lo sepa, siempre nos cuesta ver lo que nos conviene al momento de producirse. La actriz francesa es Isabelle Renaud, una gran intérprete con una espectacular filmografía que la ha llevado a trabajar con grandes como Angelopoulos, Mihalkov, Chéreau, Doillon, Breillat y Dupeyron. Ella es Olga, la madura que rescata a Miguel en todos los sentidos, y lo dejó ahí, que hablo demasiado. No puedo olvidar las presencias de Jon Arias, el rival del paisajismo de Miguel, Vito Sanz, en una escena marca de la casa, y Violeta Rodríguez como recepcionista de hotel, ya verán dónde. 

Estoy convencido que a muchos espectadores les parecerá Siempre es invierno una película demasiado fría y distante, y tendrán razón, porque lo es, aunque eso no es nada contraproducente, porque David Trueba sabe generar esa distancia aparente con el espectador y también, mucha cercanía, pero de otro modo, ya que el personaje acaba resultando entrañable y nada presuntuoso, él se conoce torpe en muchas cosas, en la mayoría, aunque también es un tipo adorable, cuando no siente pena de sí mismo, y Verdaguer le da cuerpo y alma, quizás en la piel de otro, no daría esa sensación de altibajos emocionales, donde la vida es un trozo de grisura y un bosque lleno de oscuridad, pero si miramos desde otro ángulo, lo es más, sí, pero podemos ver otras cosas, menos duras, menos afiladas y tener la capacidad de reírnos de todo y de nosotros mismos, porque esos (des) amores inesperados o eso que nos creemos, nos voltean eso que llamamos vida o existencia, y nos hacen más estúpidos, más (des) ilusionados y sobre todo, nos hace más humanos, porque por mucho que planeamos lo que hacemos, eso que llamamos vida viene a desmontarlo todo y reconstruirnos cada vez con menos trozos, pero aún así, no tenemos más remedio que seguir, y volver a empezar, volver a empezar… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los lazos que nos unen, de Carine Tardieu

SANDRA Y LOS AFECTOS. 

“El afecto no se puede crear; sólo puede ser liberado”. 

Bertrand Russell

Si pudiéramos prever los acontecimientos venideros de nuestras vidas, quizás, nuestras formas de encajarlas  podría ser muy diferente. La única verdad es que, por mucho que pensemos en aquello que nos está ocurriendo, hay una tsunami emocional que nos pasa por encima y es totalmente independiente a la razón, y sin darnos cuenta, nos va sometiendo a un universo del que jamás hubiésemos imaginado que íbamos a ser partícipes. Esto le sucede a Sandra, la protagonista de Los lazos que nos unen (“L’attachement”, en el original, que podríamos traducir como “El apego”), el quinto largometraje de Carine Tardieu (Francia, 1973), en la que basándose en la novela “L’intimité”, de Alice Fervey, traza una trama muy íntima y transparente, de las que se pueden tocar, en que la citada Sandra es una mujer muy independiente que trabaja en una librería femininsta, y las cosas del destino hacen que los vecinos de enfrente le dejen un día a Elliot, un jovenzuelo de 6 años muy espabilado, mientras ellos van al hospital por el inminente nacimiento de la niña. 

Un guion muy bien hilado y nada convencional escrito por Raphaële Moussafir, tercera película con la directora, Agnès Feuvre, que tiene en su haber películas como La fractura, de Catherine Corsini, y Un verano con Fifí y El teorema de Marguerite, entre otras y la propia directora, nos sitúa en un relato muy doméstico entre vecinos, y aún más cuando Alex, el padre se queda viudo con el mencionado Elliot, y la recién llegada Lucille, que irá marcando con sus meses el desarrollo de la historia. La vida de Sandra irá cambiando y se convertirá en una más en la familia de Alex y sus dos hijos pequeños. La contención y la sutileza se imponen en el tono de la película, porque los avatares que van alcanzando a sus personajes se van dando, casi sin querer, como la vida misma, donde los sentimientos y las emociones inesperadas, porque nunca son esperadas, van envolviendo a los respectivos y llevándolos a contradicciones y reflexiones alejadas a lo que ellos tenían en mente, sobre todo, al personaje de Sandra, hilo invisible y no tanto, y conductor de esta película que tiene apariencia de comedia ligera pero se va convirtiendo en una drama sin estridencias ni voladuras, sino todo lo contrario, muy ìntimo y nada pegajoso, dejando libertad y reflexión para la participación esencial de los espectadores. 

La directora francesa, de la que habíamos visto por estos lares la estupenda Los jóvenes amantes (2021), también distribuida por Karma Films, se ha rodeado de un equipo muy cómplice para abordar una película construida a partir de miradas y gestos, y pocas palabras. Tenemos al cinematógrafo Elin Kirschfink, dos películas con Tardieu, amén de otras con cineastas importantes como Mohamed Hamidi, Guillaume Senez y Léa Domenech, para dotar de una plasticidad tangible y nada ampulosa, que mantiene una atmósfera muy cálida y verdadera. La magnífica música de Eric Slabiak, cuatro películas con realizadora, que acoge las imágenes creando esa atmósfera tranquila y reposada donde las emociones van construyéndose desde los cimientos, casi imperceptibles e invisibles, que van arrastrando irremediablemente a los diferentes personajes. El montaje de Christel Dewynter, toda una jabata con más de 30 títulos que le ha llevado a trabajar con Mikhaël Hers, Thomas Lilti y Bruno Podalydès, y muchos más que, con sus 106 minutos de metraje, consigue atraparnos con muy poco, acentuando un ritmo reposado y nada agitado, con tensión y momentos de gran calado emocional, porque Sandra, más racional y concienzuda y los años que nunca engañan sabe mucho de tantas situaciones, aunque siempre existen esos resquicios que nos sorprenden inesperadamente. 

El reparto es brillante empezando por Sandra que hace una espectacular Valeria Bruni-Tedeschi, curtida en mil batallas y construyendo un personaje admirable, tanto en su forma de mirar como apegándose al pequeño Elliot, y la relación tan especial que tienen y aún más, una presencia que llena cualquier plano y encuadre como demuestra en muchos momentos de la película. A su lado, Pio Marmaï, un actor todoterreno con casi medio centenar de títulos, dando vida a Alex, el padre viudo lleno de temor e inseguridades en su situación, Vimala Pons es Emillia, una pediatra que llegará a la vidas de Alex y sus hijos, como un terremoto emocional, Raphaël Quenard es el padre de Elliot, un tipo muy curioso, dejémoslo ahí. Y finalmente, el joven César Botti que hace de Elliot, un chaval inteligente al que no se le escapa una. No se pierdan Los lazos que nos unen, de Carine Tardieu, porque descubrirán que la vida aparte de hacer planes que la mayoría no haremos, también tiene esa parte llamémosle accidental o inesperada que, la mayoría de las veces, se convierten en las partes más importantes de nuestra vida y nos la cambian de lleno, adentrándonos en un mundo desconocido pero lleno de emociones y amores maravillosos que, quizás, nos cambian muchas cosas, incluso nuestras ideas más profundas sobre esto o aquello. Estén despiertos porque estos accidentes inolvidables están ahí afuera o ahí adentro, nunca se sabe. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Miguel Rellán

Entrevista a Miguel Rellán, actor de la película «La buena suerte», de Gracia Querejeta, en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el lunes 28 de abril de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Miguel Rellán, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Katia Casariego de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Érase una vez mi madre, de Ken Scott

MADRE CORAJE. 

“El amor de una madre por un hijo no se puede comparar con ninguna otra cosa en el mundo. No conoce ley ni piedad, se atreve a todo y aplasta cuanto se le opone”. 

Agatha Christie 

Si pensamos en madres coraje nos vienen a la memoria Maddalena Cecconi, el personaje que hacía la gran Anna Magnani en Bellísima (1951), de Luchino Visconti, y también, Cesira que componía la otra grande Sophia Loren en La ciociara (1960), de De Sica. Dos madres imperfectas. Dos madres corajudas. Dos madres luchadoras. Dos madres que pelean contra molinos-gigantes como hacía aquel hidalgo, con el propósito de conseguir que sus vástagos lleguen donde se proponen por muchos obstáculos y males en su contra. A este dúo podríamos incluir sin ningún género de dudas a Esther Pérez, la madre que protagoniza Érase una vez mi madre (en el original, Ma Mère, Dieu et Sylvie Vartan), el séptimo largometraje de Ken Scott (Quebec, Canadá, 1970), que muchos recordarán su gran éxito con De la India a París en un armario de Ikea (2018). En su nueva película, basada en la novela homónima de Roland Pérez, la citada Esther se enfrenta a que, su sexto hijo, Roland, naze con una malformación en un pie en el París de los sesenta, y ella, tozuda como una mula, se niegue a aceptar la incapacidad del niño y agarrada a su convicción, su esperanza y una voluntad de hierro luche contra viento y marea para cambiar el destino de su hijo. 

Como en sus anteriores trabajos, el director canadiense construye una interesante mezcla de drama, comedia, con toques de costumbrismo y social con un tratamiento de fábula al mejor estilo de películas como Amélie y Big Fish, donde recorremos la infancia de Roland en su peregrinaje con médicos, especialistas y vendedores de elixires que lo tratan y le ofrecen una salida de discapacitado. La madre erre que erre y seguirá consultando con otros y otras para que el sueño de ser alguien normal para su hijo se haga realidad. La gran valedora y sostenedora de este cuento de hadas no es otra que Leïla Bekhti, la gran actriz que recordamos por su participación en película como Un amor tranquilo, de Lafosse, y Querida desconocida, de Bureau y la más reciente Maria Montessori, de Todorov, compone una extraordinaria Esther Pérez pasando por medio siglo de una vida siendo esa madre protectora, torpe, valiente, sagaz y sobre todo, amorosa, quizás demasiado, con su Roland. Una interpretación que mantiene a flote la película porque hace lo difícil de forma muy natural y transparente, nada impostado, creando una mujer y madre de verdad, que no se arruga ante la adversidad y sigue pa’lante. 

Hay que hacer mención a los técnicos que acompañan a Scott como dos de sus habituales que les han acompañado en cuatro películas como son el editor Yvann Thibaudeau, con casi tres décadas de carrera con más de 70 títulos en su filmografía, y el músico Nicolas Errèra, en medio centenar de películas, amén de tener en su haber los nombres de Larry Yang, Frédèric Jardin y Patrick Timist. Y la presencia del cinematógrafo Guillaume Schiffman, también con más de 50 películas entre las que destacan títulos de Claude Miller, Michel Hazanavicius, Emmanuel Bercot y Martin Provost. Y otro editor Dorian Rigal-Ansous, que ha estado en 8 películas del famoso dúo de directores Olivier Nakache y Eric Toledano, que muchos recordarán por su popular Intocable. Todos ellos realizan un gran trabajo, al igual que los equipos de arte, caracterización y vestuario para hacer creíble aquellos sesenta tan convulsos y domésticos, donde se reflejan los pequeños detalles de toda una época y su característica forma de vivir, vestir y hacer. Sin olvidar, por supuesto, las canciones de Sylvie Vartan, tan importantes en la vida del pequeño Roland, ya sabrán porque les menciono. Unos temas que le dan calidez, paz y esperanza a Roland, a Esther y la familia.  

Acompana a Bekhti la presencia de Jonathan Coen, siendo Roland de adulto, que hemos visto hace poco siendo uno de los Dalís de Daaaaaalí!, del inconfundible Dupieux, la citada Bartan que hace de sí misma como no podía ser de otra forma, y la impertinente Madame Fleury que hace Jeanne Balibar, una especie de ogro en este cuento atemporal, sensible y esperanzador, que mientras te van contando el drama de un niño que debe arrastrarse por su piso y ser llevado en brazos por una madre que no se detendrá ante el destino que le anticipan los doctores a su hijo. Érase una vez mi madre es el relato de un niño, ya adulto, que nos cuenta su vida, y sobre todo, la relación con su madre. Una señora Pérez demasiado protectora, demasiado presente, pero ante todo, demasiado en todos los sentidos, para bien y para mal. Se puede ver la película como una historia lo que significa ser madre y también, ser hijo, dentro de las torpezas e imperfecciones de una y otro, porque lo que es este historia es el relato de unas personas de verdad, que aciertan e hierran a partes iguales, y consigue emocionarnos con una película pequeña, de unos inmigrantes en el París de los años sesenta, porque mientras unos querían cambiar el orden imperante y establecido, otros, como la señora Pérez se obstinaba en cambiar su mundo escenificado por su pequeño Roland. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La buena letra, de Celia Rico Clavellino

LAS MUJERES QUE VIVIERON EN SILENCIO. 

“Nos habíamos convertido en mulos de noria. Empujábamos, mudos y ciegos, buscando sobrevivir, y, a pesar que nos dábamos todos unos a otros, era como si sólo el egoísmo nos moviese. Ese egoísmo se llamaba miseria. La necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos. Lo veíamos a nuestro alrededor”. 

De “La buena letra”, de Rafael Chirbes

Películas sobre la guerra y sus consecuencias hay muchas, no hay tantas sobre lo que sucedía en el interior de las casas. Esos espacios donde se imponía el silencio y la amargura, en los que se amontonaban recuerdos de un tiempo que ya no volverá. Hablar de las cotidianidades de la España de posguerra en un pequeño pueblo valenciano, que podría ser como cualquiera, con la mirada y el gesto de Ana, una mujer que sobrevive entre guisos, costuras y callada, levantándose diariamente para hacer de la vida un lugar digno aunque no siempre sea posible. La historia que cuenta La buena letra, la tercera novela publicada de Rafael Chirbes (1949-2015) en 1992 sirve de base para, también, la tercera película de Celia Rico Clavellino (Sevilla, 1982), en la que se centra en los interiores domésticos y del alma que jalonan su corta y excelente filmografía.

Si en sus dos primeros largos, la cineasta sevillana nos hablaba de las aristas que se producen entre madre e hija, ya sea en el abandono del nido como sucedía en Viaje al cuarto de una madre (2018), o la vuelta al citado nido de la hija cuando la madre necesita ayuda. En su tercer largo, a priori, la cosa va por otro derrotero, porque se detiene en una madre, esposa y pilar de una casa sumida en la tristeza de la dura posguerra, aunque no deja su forma de contar, porque seguimos en las cuatro paredes de la casa, con esa luz tenue y claroscura que describe las tristezas del alma o dicho de otra forma, toda eso que queda tan maltrecho después de pasar por una guerra, por la muerte, por las ausencias, y por toda esa juventud que borró la tragedia que vino después. La vuelta de Antonio, el cuñado, después de una larga temporada en la cárcel, añade más leña a una situación tan triste como desoladora. Tomás, el marido de Ana, tiene sus diferencias con el hermano recién llegado, sumido en una desolación y amargura patentes. La vida pasa, quizás va pasando demasiado para unos personajes que deciden sobrevivir, callarse y hacer que la vida sea un poco digna, aunque eso resulte un espejismo, o más aún, un tiempo pasado que cada día se entierra más. 

Rico Clavellino se ha rodeado de un equipo de gran calidad para sumergirnos en un pueblo de posguerra con la presencia de la cinematógrafa Sara Gallego, que estaba detrás de El año del descubrimiento, Matar cangrejos y Las chicas están bien, entre otras, construyendo una luz apagada y velada que contribuye a fomentar esas sombras y leves quicios de luz en los que viven físicamente y emocionalmente los diferentes personajes. El sobrio y austero arte que firma un grande como Miguel Ángel Rebollo, detrás de las películas de Javier Rebollo, Jonás Trueba y Rodrigo Sorogoyen, así como el vestuario de Giovanna Ribes, que ha trabajado mucho en el cine valenciano con Avelina Prat, Lucía Alemany e Icíar Bollaín, donde destaca la sencillez y la “verdad” de cada prenda de ropa. El magnífico montaje de Andrés Gil, habitual del cine de Alauda Ruiz de Azúa que, en sus callados y concisos 110 minutos de metraje, nos sumerge en esa cotidianidad que duele, que intenta abrazar sin conseguirlo, en una casa que habla lo que sus personajes no hablan, en un tiempo de silencio, que escribió Luis Martín-Santos, instalada en la mirada y los gestos de una mujer como Ana que se parece mucho a aquellas otras mujeres que poblaban la inmensa Silencio roto (2001), de Montxo Armendáriz. 

La parte artística requería contención y sobriedad, y en ese sentido, las anteriores películas de Celia Rico ya contenían estos elementos, porque los personajes de sus historias dicen mucho con el gesto más que con la palabra, y sobre todo, lo hacen en hurtadillas, sin hacer ruido y haciendo todo el ruido interior del mundo. Ana es Loreto Mauleón, una actriz que ya había demostrado su gran valía como hacía en Los renglones torcidos de Dios y La quietud de la tormenta, pero en ésta hace su cum laude en interpretación dotando de humanidad a su Ana, uno de esos personajes que se te incrustan en el alma. Le acompañan unos excelentes Roger Casamajor haciendo de Tomás, un tipo anulado por todo y por todos, y que bien lo hace el actor catalán que nunca está mal. Enric Auquer es Antonio, un hombre depresivo, sin vida y sin nada al que Auquer le da una gran emocionalidad, y por último, Ana Rujas que vimos brillante en la reciente 8, de Medem hace de la otra, la antítesis de Ana, una mujer que hará todo para salir de pobre, para salir de la miseria, con todo su egoísmo a su alcance. Unos personajes resquebrajados por la guerra que huyen de sus miserias y tristezas como pueden, quizás con la poca humanidad que les queda o les quedó.

Celia Rico Clavellino tenía un gran reto por delante. El más gordo era adaptar el universo de Chirbes, una novela que es una confesión de una madre Ana que hace a su hija de la historia de su familia, y consigue trasladar ese testimonio duro y desgarrador en una película donde la emoción está ahí, llena de leves gestos, miradas a contraluz, y sobre todo, en una existencia que tiene más de espectral como queda impregnada en las fotos borradas en los retratados están como desvanecidos, en otro lugar y en otro tiempo. La directora sevillana hace suya la prosa de Chirbes, del que sólo se había adaptado su gran Crematorio en una brillante serie en 2011 de la mano de Fernando Bovaria, coproductor de La buena letra, y consigue situar su película en una de las cumbres de cómo explicar con detalles, silencios y emociones lo que significó la posguerra y lo que quedaba en las casas cuando se cerraban las puertas a cal y canto. Una no vida en la que algunos sobrevivían y otros, los pocos, se aprovechan de los sueños frustrados y las amarguras de los otros, robando la poca vida que les quedaba, como ocurre en algunas secuencias memorables como las del cine, el baile y la playa, tres momentos que ya verán ustedes los espectadores y escenifican todo lo que se fue con la guerra. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Luis García Montero y Azucena Rodríguez

Entrevista a Luis García Montero y Azucena Rodríguez, poeta y directora de la película «Almudena», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el jueves 24 de abril de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Luis García Montero y Azucena Rodríguez, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Anabel Mateo de Relabel Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los indeseados, de Erlingur Thoroddsen

LOS MONSTRUOS DE AL LADO.  

“Los monstruos más temibles son los que se esconden en nuestras almas”. 

Edgar Allan Poe

Películas como Blind (2014), y Los inocentes  (2021), ambas de Eskil Vogt, Thelma (2017), de Joachim trier, y Descanse en paz (2024), de Thea Hvistendhal, son claros ejemplos de la salud de hierro del género de terror nórdico. Un terror que se aleja de las producciones relamidas y arquetípicas basadas en el susto fácil, la fisicidad como medio narrativo y los guiones tramposos como forma de sorpresa al espectador. El terror que proponen las películas citadas está construido a partir de lo psicológico, huyendo de lo fantástico para adentrarse en espacios domésticos donde se desarrollan historias tremendamente cotidianas, donde se hurga en las complejidades de la condición humana, en atmósferas realistas donde lo sobrenatural es algo tangible, algo que está entre nosotros y sobre todo, tramas de pocos personajes, donde lo efectista desaparece para centrarse en las relaciones y en las torturas mentales por las que transitan unos personajes muy cercanos a los que les suceden conflictos que todos podemos llegar a conocer. 

Del director Erlingur Thoroddsen (Reikjavik, Islandia, 1984), conocemos su fascinación por el terror más convencional en sus dos primeros films dirigidos en EE. UU., amén de algún episodio de una serie, para volver a su país donde filma Rift (Rökkur, 2017), donde ya ahondaba en un terror más de sugerir que de mostrar, en la partía de dos hombres aislados en una cabaña siendo acosados por un fantasma. En su cuarto título Los indeseados (“Kuldi”, en el original, traducido como “Frío”), basada en el best seller homónimo de Yrsa Sigurdardóttir, en el que plantea una trama dividida en dos partes: una en la actualidad, en la que Óddin Hafsteinsson y Rún, su hija de 13 años, se encuentran en el proceso del duelo después que Lára, la esposa y madre se lanzará al vacío. La otra parte, se remonta a principios de 1984 en el centro juvenil Krókur, lugar que investiga Ódinn, donde una joven de nombre Aldis se queda fascinada por un joven que acaba de llegar y recibe la hostigación por parte de una dirección que oculta algo siniestro. Dos tramas que van mostrándose que tienen más en común de lo que en un primer instante podemos imaginar, dónde se va dosificando la información con criterio y de forma reposada, donde prima lo inquietante y lo que se oculta en cada detalle. 

Un rasgo capital que caracteriza el audiovisual nórdico es su esmero en cada elemento tanto técnico como artístico, como vemos en Los indeseables, en su cinematografía que firma el belga Brecht Goyvaerts, que tiene en su haber directores de la talla como Lukas Dhont y Julie Leclercq, en que sabe usar el cielo plomizo y grisáceo tan característico islandés para convertirlo en un personaje más, una amenaza que está a punto de saltar sobre los personajes. La música tan excelente y concisa, esencial en una película de este tipo, la firma el compositor Einar Sv. Tryggvason, que ya trabajó con el director en la citada Rift, creando ese ambiente tan cercano y a la vez, tan frío y poderoso. El montaje de la sueca Linda Jildmalm consigue en sus intensos 97 minutos de metraje carburar de forma excelente los dos tiempos, las aparentes dos tramas y sus correspondientes espejos-reflejos entre los acontecimientos de los ochenta relacionados con los de la actualidad. Mención especial merece lo que apuntábamos más arriba en la cuidada elección de los espacios, todos muy domésticos y pocos, amén de los apenas tres personajes entre los dos tiempos, consiguiendo esa trama tensa y terrorífica donde lo sugerido es lo más importante.

En el apartado artístico tenemos a Jóhannes Haukur Jóhannesson como Ódinn, un actor islandés que ha trabajado mucho en su país, amén de películas tan importantes como The Sisters Brothers (2018), de Jacques Audiard, y con Richard Linklater, Bill Condon, entre otras. La joven Ólöf Halla Jóhannesdóttir se mete en la piel de la enigmática y rebelde Rún, Elín Sif Halldórsdóttir es Aldís, y Halldóra Geiharösdóttir es la abuela. Todos bien dirigidos y mejor interpretados, dando a la película esa potente mezcla de investigación criminal, drama familiar y pasado oculto y turbulento que saldrá a la luz más pronto que tarde. Si apuestan por ver una película como Los indeseados, de Erlingur Thoroddsen, lo primero que les va a llamar la atención es su inquietante atmósfera construida a partir de pocos elementos y muy naturales, alejada de efectismos y estridencias y piruetas inverosímiles argumentales y demás triquiñuelas. Aquí no hay nada de eso. Por el contrario, todo está muy pensado y armado, construyendo un magnífico cuento de terror psicológico. ¿Puede ser el terror de otra forma?. Se hace de otras formas, pero no tiene la solidez, la tensión y la excelencia que sí tiene esta película. No se lo piensen más, seguro que les va a seducir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Nosotros, de Helena Taberna

NOSOTROS ÍBAMOS A ENVEJECER JUNTOS. 

“En casa todo parecía tan perfecto, pero ahora que estamos lejos, solos, me he dado cuenta por primera vez que somos como extraños”. 

Katherine Joyce en “Viaggio in Italia” (1954), de Roberto Rossellini 

Los primero que vemos de Nosotros, de Helena Taberna, son los últimos planos de la emblemática película Viaggio in Italia (1954), de Roberto Rossellini, que está viendo en un cine Ángela, la mujer de la película. El espejo-reflejo que se produce capta el instante emocional que experimenta el personaje en cuestión, como aquel otro de la Karina cuando veía la de Dreyer en Vivre sa vie  (1962), de Godard. El cine dentro del cine o dicho de otra forma, la vida y el cine relacionados y mirándose el uno al otro sin saber quién estudia a quién. El octavo trabajo de la navarresa gira en torno al final del amor, pero desde un lado psicológico, sin empatizar con el espectador, la película huye del juicio a sus protagonistas, y se adentra en otros menesteres, en todo ese tiempo muerto ya no sólo en la vida de alguien, sino en el amor, todo ese universo cuando aquello que tuviste ya no es, simplemente se ha ido, y ninguno de los dos se ha dado cuenta o lo que suele pasar, que ambos lo ignoran por comodidad, por egoísmo o por miedo.

Basada en la novela “Feliz final”, de Isaac Rosa, cuarta adaptación al cine del escritor sevillano, en el que han cambiado varias cosas como no podía ser de otra manera. El título es otro, y la estructura también, aunque mantiene la forma desordenada del libro, en la que hay continuos saltos en el tiempo, un rico de vaivenes que atrapa desde el primer momento, en un juego mental de ir ordenando todo lo que ocurre. Las dos voces del libro pasan a los silencios y miradas que se profesan esta pareja. Una pareja o lo que queda de ella que son la citada Ángela y Antonio, dos almas que se quisieron pero ya no, que se amaron y adelantaba su vida con planes y posibles futuros que a la postre no llegarán. La película se nutre de un guion de Virginia Yagüe (de la que vimos hace poco la serie Las abogadas, y conocíamos sus trabajos para la desaparecida Patricia Ferreira), y la propia directora, en la que van construyendo una historia de desamor en la que hubo amor o quizás, una historia de amor en la que no faltó el desamor. Sea como fuere, la historia se mueve entre dos personas en su piso, en su cotidianidad, en sus mentiras, en sus alegrías y tristezas, en sus te quiero y sus traiciones, en una aplastante cotidianidad donde asistimos a los conflictos sobre el trabajo, la precariedad económica y los devaneos emocionales. 

Taberna cose su película con una luz norteña tan mortecina y grisácea, como la de Querer, la serie de Alauda Ruiz de Azúa, en la que se evidencia los pliegues de cualquier relación, los abismos que nos separan y los pocos momentos de amor, de lucidez y cariño, y los continuos momentos de rabia, desamor y soledad. Una luz que hace hincapié en todos los espejos y reflejos físicos que contrastan con las emociones de los protagonistas, en un buen trabajo de Txarli Arguiñano que debuta en el largometraje de ficción después de años en el corto y el documental. El montaje que firman la propia directora con la compañía de Clara Martínez Malagelada, habitual de Gerardo Herrero, consigue sumergirnos en esa transparencia y cercanía que transmiten cada secuencia y cada encuadre, donde reina el desconcierto y la inquietud de querer y no saber cómo y de estar sin estar en sus reposados y profundos 94 minutos de metraje. Mención aparte tiene la extraordinaria música de uno de los grandes maestros del cine español como Pascal Gaigne, con más de 100 títulos en su filmografía, entre los que destacan El sol del membrillo, de Erice y las películas con los Moriarti, en una composición llena de los claroscuros por los que transita la película, sino recuerden la secuencia de la playa y de esos paseos cerca de casa, toda una delicia de cómo contar el interior de los personajes con música y la forma. 

Esta Kammerspiele a lo Brecht que se ha trabajado con tesón y talento la directora de Alsasua, se nutre y de qué manera de dos grandes intérpretes que lo dan todo en un drama íntimo y muy personal donde tenían por delante un reto mayúsculo, porque sus Ángela y Antonio no son personajes locuaces, porque llevan su condena en silencio, porque no saben amar, porque tampoco saben comunicarse, porque no saben, y todo lo expresan mal y a destiempo y el miedo los tiene atrapados y en vía muerta. Dos personajes que no están muy lejos de Jean y Catheirne, la no pareja de Nosotros no envejeceremos juntos (1972), de Pialat, otro monumento a rastrear los detalles del desamor. Tenemos a María Vázquez que nos encandiló en dos grandes interpretaciones como hizo en Trote (2018), de Xacio Baño y Matria (2023), de Álvaro Gago, se mete en la piel de ella, una mujer que estuvo enamorada pero como todas y todos amó como supo y no lo hizo bien, y él, Pablo Molinero, que en la serie de La Peste demostró sus buenas dotes para engancharse a cualquier situación, es como su mujer, un hombre que ama a su manera o sea mal, incapaz de enfrentarse a sus sentimientos y saber comunicarse. Un espejo-reflejo del que hablamos más arriba, que es también lo que sentimos los espectadores, presos de una relación que hemos vivido y nos vemos como ellos, almas más deseosas de ser queridas que de querernos, arrastrando todas nuestras inseguridades, miedos y vías muertas. 

Nosotros, de Helena Taberna, uno de sus mejores títulos, sin duda, no es una película cómoda de ver, aunque su apariencia pueda hacer presagiar lo contrario. En su luz natural y cercana, oculta un entramado narrativo bien elaborado y conciso, así como una forma sencilla que impone un juego de tiempos muy enriquecedor y nada convencional, que exige concentración a los espectadores, porque se centra en los matices y sutilezas que hay en cada relación, esos elementos muy importantes que, con las prisas y la ligereza de los tiempos que vivimos, nadie les hace caso y resultan cruciales en el devenir de las relaciones, porque al fin y al cabo, son los detonantes que las hace estallar o por lo menos a pararse y ver a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos y darnos cuenta de todo el daño que hacemos y nos estamos haciendo. Si enamorarse resulta francamente complicado y difícil, su reverso, el de desenamorarse es igual de oscuro, porque tanto una cosa como la otra suceden sin darnos cuenta, cuando la vida va y nosotros vamos hacia otro lado o vete tú a saber qué conflicto como el trabajo, la falta de dinero o del estilo. El amor tiene esas cosas, que sucede cuando quiere y a su manera, a pesar de nosotros, a pesar de la vida, a pesar de uno mismo, y a pesar del amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Mary Superchef, de Enzo D’Alò

MARY DEBE APRENDER A DECIR ADIÓS. 

“La muerte deja un corazón roto que nadie puede sanar, pero el amor deja un recuerdo que nadie puede robar”

(Proverbio irlandés)

En la inolvidable Mi vecino Totoro (1998), de Hayao Miyazaki se profundiza de forma sencilla y honesta, en el proceso emocional de dos hermanas que, entablan amistad con un espíritu del bosque para enfrentarse al dolor de tener a su madre enferma en el hospital. Un cine de animación para todos los públicos. Por los mismos contornos se mueve Mary Superchef (A Greyhound of a Girl), de Enzo D’alò (Nápoles, Italia, 1953), basada en la novela “Como un galgo”, del irlandés Roddy Doyle, del que se han llevado a la gran pantalla excelentes títulos como The Commitments (1991), de Alan Parker, y Café Irlandés (1993), y La camioneta (1996), ambas de Stephen Frears, entre otras. Una cinta muy cercana, de dibujo sencillo y nada enrevesado, aquí lo que cuenta es tratar el tema de la pérdida y el duelo a través de la mirada inquieta de Mary O’Hara, una niña de 11 años que empieza su verano con dos frentes: la enfermedad de su abuela y la despedida de su mejor amiga, amén de prepararse para conseguir una plaza en la escuela de cocina más exquisita de la zona. 

Un guion escrito por Dave Ingham, que lleva casi tres décadas imaginando series para el público infantil, y el propio D’Alò, del que conocemos sus excelentes trabajos en el campo de la animación donde se ha convertido en un abanderado gracias a títulos como  La flecha azul  (1996), Historia de una gaviota (y del gato que le enseñó a volar) (1998), Opopomoz (20023), Pinocchio (2012), y Pipu, Pupu & Rosemary: the Mystery of the Stolen Notes, entre otras, recibiendo grandes elogios de la crítica especializada así como galardones en los festivales más prestigiosos. A partir de una estructura bajo la atenta y valiente actitud de su protagonista Mary que, ante las dificultades, saca su arrojo y su carácter para hacer la suya. Un cuento que se aleja de lo complaciente y lo cómodo para adentrarse en terrenos emocionales complejos y muy oscuros, pero no desde un lado triste y sensiblero, para nada, todo está enfocado desde una mirada sincera y real, o podríamos decir de verdad, donde se explican situaciones muy íntimas y sensibles, donde se sitúa al espectador en varias tesituras donde los personajes se enfrentan a la enfermedad, a las despedidas y sobre todo, a la muerte, a aprender a decir adiós y enfrentarse al duelo. 

Una fábula ambientada en las costas irlandesas, en lugares como Cork y Wesford, donde predomina el verde como no podía ser de otra manera, en la que los tremendos paisajes costeros sirven de escenario común a una historia que recorre cuatro generaciones de mujeres de la misma familia que se vuelven a reencontrar para procesar el adiós en compañía y experimentando cada uno todas las emociones que experimentan. Otro elemento fundamental de la película es la composición musical que firma un grande como David Rhodes, guitarra histórico del gran músico británico Peter Grabiel, que con gran sensibilidad y transparencia ayuda a paliar todo el entramado emocional al que se enfrentan los diversos personajes desde perspectivas muy diferentes porque van desde la infancia a través de Mary de 11 años, su madre Scarlett, la abuela Emer y la invitada especial, la bisabuela Tansey, en un relato donde la realidad, la fantasía, la imaginación se dan la mano de forma natural en la que las cuatro generaciones se reúnen para decir adiós donde hay drama y tristeza, pero también mucho humor y una fiesta de la vida, de compartir y una gran celebración de la vida y del amor. 

El napolitano Enzo D’Alò es un fiel seguidor de las estructuras y formas de Studio Ghibli, porque desde la sencillez y la honestidad de su dibujo y sus planteamientos formales es capaz de sumergirnos en una excelente y profunda historia sobre la vida y el amor a través de despedirse de los seres que más quieres y más aún, cuando todavía tienes 11 años como le ocurre a la protagonista. Una heroína de verdad, de las que te encuentras, sin saberlo, cada día cuando caminas por la calle. Una joven que juega en los mismos contornos que otras niñas Ghibli como las citadas de Totoro, o aquella que debía enfrentarse a lo inquietante en la maravillosa El viaje de Chihiro (2001). Si deciden ir a ver una película Mary Superchef pueden acompañarse de los más pequeños, si los tienen, porque uno de los grandes logros de la película, y no es nada sencillo lo que ha hecho, es mostrar la pérdida y el duelo de forma cercanísima, nada estridente ni plañidera, sino desde lo humano, desde lo natural, desde la vida, de las cosas que más cuestan afrontar como la muerte, el adiós y sobre todo, enfrentarse a todo eso, y ser capaz de continuar y seguir adelante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Daniel Faraldo y Ramon Térmens

Entrevista a Daniel Faraldo y Ramon Térmens, intérprete y director de la película «Societat negra», en el hall del Cine Phenomena en Barcelona, el martes 15 de octubre de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Daniel Faraldo y Ramon Térmens, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Marién Piniés de comunicación de la película, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA