Entrevista a Loreto Mauleón y Alberto Gastesi, actriz y director de la película “La inquietud en la tormenta”, en el marco del D’A Film Festival, en la Sala Raval del Teatre CCCB en Barcelona, el sábado 25 de marzo de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Loreto Mauleón y Alberto Gastesi, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Andrés García de la Riva de Nueve Cartas Comunicación, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño, y al equipo de comunicación del D’A Film Festival. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“-Las heridas son parte de la vida, Daniel. Nos recuerdan que el pasado fue real.
– Yo no estoy herido. – No, tú estás perdido en el tiempo”.
La primera imagen con la que se abre una película es fundamental, porque, en cierta manera, define lo que será el devenir de lo que se quiere contar. En La inquietud de la tormenta, la ópera prima del donostiarra Alberto Gastesi, no nos encontramos con una imagen, sino dos. Dos imágenes definitorias. Dos rostros en silencio, que parece que miran a algún lugar, ya sea físico o emocional. Dos rostros que pertenecen a Lara y a Daniel. Dos almas que, quizás, se recuerdan, o simplemente, se reencuentran. La película se inicia con un misterio. Un misterio que posiblemente desvele algo oculto, o no. Como la misteriosa ballena varada en la playa de La Concha, ante el asombro de los transeúntes, que recuerda a otros cetáceos como aquel de La dolce vita (1960), de Fellini, o el de Leviatán (2014), de Andrey Zvyagintsev, que van mucho más allá del hecho accidental, para descubrir los estados de ánimo de los personajes, unos individuos que contemplan atónitos el inmenso animal, y a su vez, actúan como espejo-reflejos en sus circunstancias personales.
El director guipuzcoano, que lleva una larga trayectoria en el mundo del cortometraje, se adentra en las posibilidades o no de una pareja que no lo fue. Lara y Daniel se conocieron o quizás nunca hablaron, simplemente se miraron, puede ser que se dedicaran alguna sonrisa, y ahí quedó la cosa. Pero, ¿Qué pasaría si hubieran ido a más?. Esta pregunta es la que se plantea la historia de La inquietud de la tormenta, que obedece a Gelditasuna ekaitzen, en euskera, porque la película asume con naturalidad las situaciones de la ciudad vasca y mantiene los dos idiomas. La película, con un guion de Alex Merino, que ya coescribió con Gastesi el cortometraje Cactus (2018), y el propio director, nos mueve entre dos tiempos, el presente, con Lara y su pareja, Telmo, que vuelven de París con la intención o no, de instalarse en Donostia y visitan un piso, y ella se reencontrará con Daniel, que ahora vende pisos. También, está el pasado, en la no historia de Lara y Daniel, en lo que pudo ser y no fue. Y ahí estamos, entre un tiempo y el otro, entre dos personajes, entre dos posibilidades de vida, que recuerda a aquella maravilla de La vida en un hilo, (1945), de Edgar Neville.
Filmada con elegancia y sensibilidad, con un impecable blanco y negro y el formato 4:3, en un prodigioso trabajo de cinematografía de Esteban Ramos, con una interesante filmografía que le ha lelvado a trabajar con Galder Gaztelu-Urrutia, el director de El hoyo (2019), Iban del Campo y con Gastesi en el cortometraje Miroirs (2016), y el conciso y rítmico montaje del que se encarga el propio director, en un depurado trabajo en el que la naturalidad y la cercanía son la base de un metraje que abarca los noventa y seis minutos. Luego, tenemos a Donostia, esa ciudad nublada, con la lluvia como protagonista, como les ocurría a los personajes de la película de Neville, convertida en un paisaje que vemos desde varios ángulos, en dos tiempos y a partir de dos miradas, de ese tiempo que parece que navega a la deriva en bucle, que parece anclado, como la mencionada ballena, como esos dos personajes, que parece que sí, que parece que no, y luego, las circunstancias actuales, las de ese presente, las de ese piso vacío, las de esa tormenta, las cosas que nos decimos, las que nos callamos, y todas las heridas que nos acompañan.
La voz cantante de la película, la llevan la inmensa pareja protagonista en las miradas, ¡Qué miradas!, de Loreto Mauleón, que nos encantó en Los renglones torcidos de Dios, de Oriol Paulo, y ahora se mete en la piel de Lara, una joven que pudo tener todo en Donostia, pero que el tiempo y lo demás, la llevaron a París enamorada, y ahora, el tiempo y demás, otra vez, la devuelve a la ciudad, y a su pasado. Frente a ella, Daniel en la piel de Iñigo Gastesi, que ya había protagonizado algún de su hermano Alberto, amén de películas tan nombrables como Oreina (2018), de Koldo Almandoz, y Ane (2020), de David P. Sañudo, entre otras, dando vida a ese joven que se quedó, que hizo su vida en Donostia, que está enamorado de Vera y parece algo estancado y algo herido, que se reencuentra con Lara y el pasado lo traspasa o simplemente, le devuelve algo que creía perdido. Acompañan a esta peculiar pareja, Aitor Beltrán en Telmo, el chico de Lara, al que hemos junto a directores como Mikel Rueda y Gracia Querejeta, entre otros, y Vera Millán como Vera, la chica de Daniel, que la recordamos en A puerta fría (2012), de Xavi Puebla, y luego, todos esos personajes como la madre de Daniel, tan sabia y tan llena de paz, un contrapunto al estado emocional de su perdido hijo, que tiene esa secuencia, tan bien filmada y mejor hablada, que explica tantas cosas de Daniel, y ese otro momento con el amigo de Lara y su chico, en plena calle, una especie de reencuentro, que detalla las vicisitudes y egoísmo que imperan en la alocada y nerviosa existencia actual.
La quietud en la tormenta es una película pequeña y sencilla, y me refiero a sus circunstancias de producción, no así a su acabado formal ni emocional, que son de primer nivel, porque contiene alma, y vemos a unos personajes contradictorios y complejos, tan vulnerables como todos nosotros, porque habla de muchas cosas, y lo hace de forma magnífica y depurada, contando todo lo necesario y sin ser reiterativo, una trama muy sensible y cercana, sin caer en los relamidos momentos sensibleros y demás, sino con cabeza y corazón, porque lo que les pasa a Lara y Daniel, nos ha pasado a muchos y seguirá pasando, porque nunca sabes a ciencia cierta todo aquello que vas dejando o todo aquello que no te atreviste a comenzar, eso nunca lo sabremos, porque la vida es así, siempre en continuidad y en presente, no nos da valentía cuando la necesitamos, sino a tiempo pasado, cuando ya no hace falta, en fín, las circunstancias de la existencia y esa manía estúpida de la velocidad, que nos lleva a equivocarnos demasiado a menudo, y cuando nos detenemos, es cuando miramos mejor y sobre todo, nos miramos mejor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Inés García, directora de la película “Winterreise”, en el marco de La Inesperada Festival de Cine, en el parque de la España Industrial en Barcelona, el viernes 25 de febrero de 2022
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Inés García, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Miquel Martí Freixas y Núria Giménez Lorang, directores de La Inesperada, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Lo viejo es bello por feroz, por real… Reivindico la vejez y los cuerpos cuando el tiempo los ha vuelto fláccidos”
“El deseo sexual no se acaba, se modifica; cambian las fuerzas y la forma de encauzarlas”
Arturo Ripstein
Seres amargados y solitarios, gentes de mal vivir, movidos por sus bajos instintos, condenados al abismo, olvidados por todos, incapaces de cambiar su carácter, enjaulados en sus propios destinos, tan negros como los ambientes decadentes y sucios por los que se mueven, con oficios y trabajos, por así llamarlos, que los han llevado a la tristeza y el rencor, arrastrados por sus pasiones enfermizas, esclavos de amores difíciles (el recordado y triste “amor fou”, que acuño Don Luis Buñuel), llenos de razones y amarguras que, en ocasiones no tienen otra salida que la locura o el crimen, o ambas a la vez. Tipos y viejas de corazón sombrío, de pasiones desatadas y odios deshumanizados, perpetrados en una miseria moral que los debilita y los empuja al abismo.
Desde que debutase en el largometraje allá por el 1965 con Tiempo de morir, un atípico western que escribieron Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, el universo cinematográfico de Arturo Ripstein (Ciudad de México, 1943), se ha llenado de personajes tristes y solitarios, cargados de atmósferas sucias, sombrías y decadentes, seres que luchan con todas sus fuerzas para desviar un destino condenado al olvido y la tragedia, sumidos a espacios llenos de mugre, vacíos y cargados de odio, rencor y mala suerte. Una carrera cinematográfica que abarca casi los sesenta años, con más de treinta títulos, en los que ha habido de todo, desde trabajos con los guionistas “mexicanos” de Buñuel como Luis Alcoriza y Julio Alejandro, producciones internacionales con Peter O’Toole, adaptaciones de novelas con autores del prestigio como G. Gª Márquez, Guy de Maupasant, Mahfuz, Aux o Flaubert, y demás pulsiones cinematográficas que han curtido y sobre todo, convertido a Ripstein en uno de los cineastas mexicanos más importantes de la historia, mundialmente reconocido en certámenes internacionales.
Ripstein es uno de los mejores cronistas de su Ciudad de México, con la inevitable y extraordinaria compañía de Paz Alicia Garciadiego, su guionista y mujer, que lleva desde 1986 con El imperio de la fortuna, escribiendo sus guiones, construyendo con una mirada crítica, feroz y humana sus relatos, mostrando todos esos lugares incómodos, oscuros y malolientes, esos espacios donde la vida pende de un hilo, donde cada paso puede ser el último, donde abundan prostitutas enamoradas del tipo menos recomendable, amas de casa aburridas y deseosas de un amor loco que las saque de su inexistente vida, tipos alimentados de odio, llenos de celos, perdidos en los abismos de la existencia y del deseo, pobres diablos que se arruinan la existencia por un fajo de billetes marcados por un destino fatal, en definitiva, gentes de vidas sombrías, aquellas que se reflejan al otro lado del espejo, el que nadie quiere ver, los que resultan “invisibles”, los que nadie quiere cruzarse, los que están como si no estuvieran, porque malviven en esas zonas donde nadie quiere conocer, esos lugares donde habitan los males humanos, lo que no gusta, lo que aparece en los noticiarios siempre por motivos criminales.
Ahí están sus grandes títulos como El lugar sin límites, La mujer del puerto, Principio y fin, Profundo carmesí, El coronel no tiene quien le escriba o Así es la vida…, entre otros. Con La perdición de los hombres (2000), abre una nueva etapa en que el blanco y negro se impondrá en casi todas sus películas, porque de las cinco que hará hasta la actualidad, tres están filmadas en B/N, donde sigue manteniendo sus señas de identidad evidentes: los incisivos planos secuencia que abren y cierran las secuencias y siguen con transparencia a sus personajes, el espacio doméstico como lugar donde se desatan las pasiones y todos los demás infiernos, historias acotadas en poco espacio de tiempo, algunas pocas jornadas, personajes sedientos de deseo, arrastrados por atmósferas decrepitas y viles, que antaño tuvieron su leve esplendor, y una obsesión certera por interesarse por los más miserables, tanto físicamente como moralmente, componiendo tragicomedias sobre la oscuridad de la condición humana, esa que la mayoría no quiere ver, no quiere saber, y sobre todo, alejándose completamente de esa idea del “buenismo” o “positivismo”, que tanto daño hacen a los tiempos actuales, como si siendo así, el resto ya no existiese.
En Las razones del corazón (2011), nos envuelve en Emilia, una mujer frustrada en un matrimonio vacío, cree encontrar su salvación en un amante cubano que acaba asfixiando de amor. En La calle de la amargura (2015), dos prostitutas de mala muerte acaban encontrando su tabla de subsistencia con dos enanos de la lucha libre. En El diablo entre las piernas (con ese cartel que recoge la composición de “El origen del mundo”, de Courbet), nos enfrentamos a un matrimonio que llevan casados la intemerata y pasan de los setenta. Un matrimonio que convive y apenas se cruzan por la vieja y olvidada casona, y cuando la hacen, estalla la tormenta de reproches de él. El viejo, un tipo malcarado, comido por los celos, que mata su pobre tiempo con una amante tan triste y solitaria como él. Beatriz, que en sus años mozos, fue una devoradora de hombres, ahora, se lame sus heridas y se reconcome con su cuerpo viejo y plegado, aguantando las embestidas verbales de un marido que la despelleja cada vez que se le antoja. Una mujer que mata su tiempo con clases de tango, para sentirse deseada y sobre todo, deseable. Entre medias de todo, Dinorah, la criada que, al igual que Emilio Gutiérrez Caba en La caza, de Saura, es el testigo joven de esta truculenta y malsana historia de amor fou, o quizás sería, un relato sobre el amor y sus demonios esos que no entienden de razones ni nada que se le parezca, llevados y consumidos por la bilis del odio, de la incapacidad de soportar el paso del tiempo, ese tiempo que todo lo reconcome, que todo lo mata, o quizás lo cambia de perspectiva, porque Beatriz, ante tantas injurias del marido podrido, acaba despertándose su deseo, sus “ganas de coger”, su humedad entre sus piernas y se lanza a saciar su sexo. Ripstein.
David Mansfield, el compositor de Cimino, vuelve a poner música, que colabora intermitentemente con el cineasta mexicano desde Profundo carmesí. Mariana Rodríguez se encarga de la edición, y la luz de Alejandro Cantú, vuelve a registrar las sombras y los reflejos desde Las razones del corazón, con sus encuadres llenos de vida y alma, como esos esos espejos de tocador en las habitaciones, en los que se refleja la vida, el pasado y la tristeza más infinita, o los grandes aciertos de composición, como la maravillosa sala de baile, con las tiras de papel brillante, que escenifica la vida por el baile, y unos barrotes de la cárcel en la que se encuentran atrapados sus personajes. No podemos olvidar todo su reparto, transmitiendo verdad y vida, con sus eternos y cómplices intérpretes como Patricia Reyes Espíndola y Daniel Giménez Cacho, con importantes roles, y los de última hornada como Alejandro Suárez y Silvia Pasquel, como la pareja veterana y carcomida, y Greta Cervantes, esa criada metomentodo. Ripstein habla desde lo más profundo del alma, sin artificios, sin maquillaje y sin nada que enturbie la mirada del espectador, rasgado de vida, de carne y sus demonios, de vida ajada y reventada, de pasados revueltos, y presentes descarnados, de purita miseria, de celos que enloquecen y de amor que da vida y muerte a la vez, de sexo en la vejez, mostrando los cuerpos envejecidos de forma directa y sin tapujos, como rara vez se ha visto en el cine, reivindicando la vida y la ancianidad como un paso más en la vida (con esa idea tan interesante de Los olvidados, de Buñuel, donde la pobreza no era síntoma de bondad, sino todo lo contrario), con una vejez sincera, donde hay fealdad y resistencia al olvido, en la que puede haber de todo, pasiones, amores, sexo y lujuria. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Cada vez que miramos una fotografía, somos conscientes, aunque sólo sea ligeramente, de que el fotógrafo escogió esa visión entre una infinidad de otras posibilidades. El modo de ver de un fotógrafo se refleja en su elección del tema”.
John Berger
Hay varias teorías respecto al origen de la palabra azul, según se dice, quizás derive del árabe hispánico, este del árabe lāzaward, “lapislázuli”, este del persa laǧvard o lažvard, y este del sáncrito rājāvarta, “rizo del rey”. Sea cual sea su origen, en la RAE tienen más claro su significado, refiriéndose a: Dicho de un color: Semejante al del cielo sin nubes y el mar en un día soleado, y que ocupa el quinto lugar en el espectro luminoso. Venga de donde venga y sea cual sea su significado, lo que está claro es que ese color ha sido el inicio, el desarrollo y el motor de la obra del fotógrafo Carlos Pérez-Siquier (Almería, 1930) un color que siempre estará relacionado a su obra, y a él mismo. Aunque, dicho sea de paso, su andadura en el universo de la mirada y la fotografía arranco con el blanco y negro, y más concretamente, en el barrio de su ciudad natal, “La Chanca”, que ya había sido objeto de estudio por Juan Goytisolo (1931-2017) en su libro homónimo de 1962, donde encontramos definiciones como: “El barrio de la Chanca se agazapa a sus pies, luminoso y blanco, como una invención de los sentidos. En lo hondo de la hoya las casucas parecen un juego de dados, arrojados allí caprichosamente. La violencia geológica, la desnudez del paisaje son sobrecogedoras “. Doce años dedicó Pérez-Siquier a mirar el barrio, un barrio periférico, pobre y miserable, donde se hacinaban familias y sobrevivían como podían en aquella España del desarrollismo económica que negaba otras realidades más tristes y duras. Pérez-Siquier se detuvo en sus calles, sus casas, sus gentes y su espíritu, indomable y digno, en el que la humanidad radiaba a pesar de todas las penurias acaecidas.
El cineasta Felipe Vega (León, 1952) autor de obras de gran calado humanista y profundamente personales como Mientras haya luz (1987) El mejor de los tiempos (1989) o El techo del mundo (1994) donde explora los temas sociales desde una mirada crítica y honesta, sumergiéndose en mundos olvidados que no están muy lejos de la sociedad bien pensante y moralista. También, se ha acercado al mundo de las emociones y los conflictos personales en películas de la talla de Nubes de verano (2004) o Mujeres en el parque (20016), y también, ha desarrollado una carrera muy interesante en el campo documental con obras acerca de la memoria como Cerca del Danubio (2000) en el que se acordaba de los 142 almerienses que acabaron en el campo de extermino de Mauthausen, y en Eloxio da distancia (2008) junto a la pluma del escrito Julio Llamazares, se adentraba en las costumbres y la cotidianidad de A Fonsagrada, un pequeño pueblo lucense alejado del mundanal ruido.
Vega es un enamorado de la fotografía y de Almería, y conserva una amistad de más de un cuarto de siglo con Pérez-Siquier, así que de recibo dedicarle un tributo-homenaje a su fotografía, a su arte, a su mirada y sobre todo, a su humanismo, en un trabajo que huye de los cánones establecidos para centrarse en la parte humana del que hay detrás de las fotografías, haciendo hincapié a sus fotografías en blanco y negro, donde además de denunciar las condiciones miserables del barrio de “La Chanca”, se esforzaba en extraer la belleza cotidiana de sus gentes, sus casas y su ambiente, creando imágenes de gran belleza pictórica muy sabiamente mezclada en ese durísimo entorno social, como escribía Goytisolo tan acertadamente: “Y no hay nada, sino fuego y líneas de color extremado”.
La película también se detiene en su fotografía en color, importantes para estudiar lo que significó el desarrollismo económico en la España franquista con la llegada masiva de tantos turistas que venían a empaparse de sol y fiesta, con esas fotografías de personas anónimas que se tuestan en las playas, siempre con esa idea de la fotografía social y además, bella visualmente, jugando de manera sencilla y admirable con los colores, con su “azul” omnipresente tan característico de sus imágenes. Luego, la película se detiene en los reconocimientos posteriores, su visibilidad como uno de los fotógrafos más importantes del siglo XX, el legado de su obra y todos los procesos creativos que lo han acompañado cuando de forma honesta y anónima se acercaba a recorrer las calles de “La Chanca” y toparse con sus habitantes y sus miradas, como la de esa niña, inmóvil que lo mira con la curiosidad del que mira a un extraño, a alguien diferente a su cotidianidad, a un ser, armado por una máquina que quiere retratarla, que años después recupera y vuelve a inmortalizarla, ahora en color.
Vega mira a Pérez-Siquier desde la admiración, desde la sencillez del que se detiene a mirar esa imagen que le cautiva, que le transporta a otra perspectiva, de aquel que mira sin condescendencia ni sentimentalismos, del que se muestra curiosa y atento ante la mirada del fotógrafo, mostrando su humanidad, sus procesos, su alma inquieta y curiosa a robar lo efímero, aquello casi invisible para el resto, aquello que, en un instante casi imperceptible, se convierte en algo bello, intangible y lleno de luces y colores, aquello que advierte algo mágico, algo profundo y algo sentido, aquello que quedará inmortalizado para siempre, para que alguien quiera mirarlo detenidamente, sin prisas, con la pausa que dan la curiosidad y la inquietud de mirar y nada más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
La primeras imágenes de la película nos remiten al cine documental, en el que su protagonista viaja a bordo de una camioneta por las zonas rurales de una Polonia de posguerra ruinosa y fría. Un viaje en el que se dedican a grabar las canciones populares de los campesinos, en que la cámara filma esa inmediatez y fisicidad de los lugareños, imágenes en las que Pawlikowski impone tantos años de experiencia en el documental. Luego, Wiktor, el protagonista del relato, junto a Irene, realizarán un casting donde buscan voces y bailarines entre los campesinos. En una de esas pruebas, quedará prendado de Zula, una enigmática rubia, de carácter y pasado oscuro. Entre los dos, sin que ellos mismos puedan remediarlo, nacerá una intensa y desesperada historia de amor, entre idas y venidas, que abarcará desde el año 1949 hasta el 1964. Pawel Pawlikowksi (Varsovia, Polonia, 1957) había instalado su filmografía en retratos de personajes de naturalezas y personalidades distintas en que las circunstancias los llevaban a relacionarse con todo lo que implica el choque entre dos mundos antagónicos.
Después de algunos títulos interesantes y dotados de personalidad, irrumpe con fuerza en el panorama internacional con Ida (2013) una película que lo devolvía a su país y a su idioma, en un exquisito y elaborado blanco y negro y el formato de 1: 1’33, nos contaba una sobria y amarga historia, con reminiscencias a Viridiana, de Buñuel, donde una novicia descubría su oscuro pasado familiar en la Polonia de los años sesenta. Cold War se sitúa una década anterior, en los cincuenta, y también adopta la plasticidad minuciosa y elegante del banco y negro y el formato cuadrado, para contarnos una historia dura y bella sobre dos amantes en un amor imposible en tiempos de desolación y grises. Viktor y Zula son la pareja de enamorados basados en los padres del director, a los que dedica la película, y en esos amores que se aman y se separan y vuelven a reunirse a lo largo de 15 años, unas veces por sus caracteres diferentes, otras, por las circunstancias políticas que les condicionan terriblemente, y en algunas, por caprichos del destino.
El cineasta polaco sitúa su trama en esa Europa de posguerra, con los dos bloques del este y oeste bien diferenciados, con esa Polonia militarizada y controladora, pasando por el París bohemio y divertido, aunque también, dificultoso para vivir, el Berlín oeste con su libertad, pero imbuido en el miedo, o la Yugoslavia socialista, donde nadie está a salvo de nadie. La película nos habla de una Europa herida y en reconstrucción, donde no hay lugares realmente buenos para vivir, donde todos tienen algo positivo y también, negativo, algunos más que otros. Las diferentes tonalidades de blanco y negro que opta la película describen con naturalidad y sobriedad las diferentes atmósferas que se respiran en uno y otro país, teniendo más contrastes entre la Polonia de tonos grisáceos con ese París libre y musical, donde parecen que las canciones suenan de otra manera. Pawlikowski nos cuenta los amores de Viktor y Zula mediante la música, rodeados de tantos temas que según sus diferentes estados de ánimo y la situación de su amor, nos lleva a sentir una cosa u otra, como por ejemplo el tema “Dos corazones”, de Mazowsze, que escucharemos un par de versiones del mismo tema, como canción popular interpretada por una campesina en Polonia, para luego más tarde escucharla como jazz en los labios de Zula en París. Desde el folklore polaco hasta los ritmos modernos como el rock, el jazz y demás.
Una imagen pulcra, oscura o etérea, obra de Lukas Zal (que también hizo la de Ida) con esos encuadres majestuosos, donde como ocurría en Ida, casi todo se reduce al primer tercio de la imagen, dejando vacíos los dos tercios restantes, para evidenciar aún más la soledad y desesperación que sienten los protagonistas, como le ocurría a Anna, la joven novicia. El cineasta polaco condensa tantos años en 89 minutos que nos llevan de un espacio a otro, y a un país a otro, con cuidadísimas elipsis, donde es tant importante lo que vemos como aquello que se nos oculta, pasando por diferentes atmósferas y estados de ánimo, donde tanto Viktor como Zula se sienten continuamente amenazados por circunstancias tan adversas, donde el poder político era inmenso, donde la falta de libertad propia y ajena era el común denominador, en el que nada ni nadie se encontraba a salvo en un mundo con miedo, receloso y ruinoso, tanto físicamente como emocionalmente, donde unos y otros luchaban encarnizadamente por liderar los cambios del nuevo orden político, social, económico y cultural.
Pawlikowski se ha rodeado de buena parte de sus colaboradores habituales, muchos de ellos ya estuvieron en Ida, como el mencionado cinematógrafo, los diseñadores de producción Katarzyna Sobanska y Marcel Slawinski, la productora Ewa Puszczynska, y algunos de sus intérpretes como Joanna Kulig que ya estaba en Ida, y ahora da vida a la desdichada y cambiante Zula, bien acompañada por Tomas Kot como Viktor, y a su lado, Agata Kuleska que hace de Irene, y en Ida interpretó a la malvada y déspota tía de la protagonista, y la presencia del director francés Cédric Khan dando vida a otro cineasta parisino, y Jeanne Balibar en un breve pero interesante rol. Cold War, contundente y revelador título para una película de garra y fuerza, tanto plástica como argumentalmente hablando, en la que encontramos a uno de los cineastas europeos más interesantes del momento, con una gran personalidad como autor, que describe con aplomo y detalle de cirujano esos años oscuros de posguerra donde Polonia y sus ciudadanos debían resurgir de pozos muy oscuros para moverse y respirar en un país ruinoso que imponía un orden estricto y férreo, que dejaba a sus habitantes vacíos y encarcelados en vida.
Un caluroso día de agosto de 1945, bajan del tren dos judíos ortodoxos que transportan dos baúles, y se encaminan en dirección a un pequeño pueblo de la Hungría rural. El pueblo se prepara para la boda del hijo del secretario municipal, aunque, la llegada de los forasteros agitará a sus habitantes y despertará lo más oscuro de su pasado reciente. El sexto trabajo del cineasta Ferenc Török (Budapest, Hungría, 1971) basado en el relato corto Hazatérés (Regreso a casa) de Gábor T. Szántó, coguionista junto al director de una película que recupera el aroma de los mejores westerns como Sólo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1955) o Conspiración de silencio (John Sturges, 1955) dramas vestidos de tragedia griega, donde la aparición de alguien que viene de fuera, ya sea en son de paz o todo lo contrario, afectará de manera crucial a los habitantes del pueblo, seres que tienen mucho que esconder y más que callar, porque ese pasado violento que creían enterrado y olvidado, volverá a sus mentes atormentándolos. La película vuelve la mirada hacia el pasado más ignominioso de la historia de Hungría y tantos países de su alrededor, durante la ocupación nazi, centrándose en la condena y expulsión de muchos judíos de los pueblos y ciudades, y posteriormente, arrebatándoles sus viviendas y negocios.
Una cinta sobre el pasado oscuro, sobre tantos episodios violentos sufridos por unos y perpetrados por otros, donde la llegada de los extraños despertará fantasmas del pasado, viejas rencillas y demás aspectos violentos que tanto tiempo han estado ocultos y aparentemente olvidados, dentro de una película que se enmarca en un período concreto, cuando al final de la segunda guerra mundial, y una vez vencido el fascismo, el comunismo todavía no había llegado, en ese tiempo de transición donde todavía había tiempo para la esperanza y construir una sociedad diferente (con la atenta mirada de los soldados soviéticos que ya empezaban a llegar). Los poderes facticos del pueblo se verán amenazados y convulsos por esas figuras negras y caminantes que se aproximan al pueblo, quizás para reclamar lo que es suyo, aquello que les fue arrebatado injustamente, el temor a perderlo todo, a enfrentarse a su pasado violento, será el detonante para que unos y otros, se muevan con rapidez y preparándose para esa amenaza que se cierne sobre sus vidas.
El representante municipal, además de dueño de la tienda del pueblo, junto con el sacerdote, y finalmente, un tipo que anda borracho y traumatizado por ese pasado que por más que lo intente, no ha podido olvidar. Török sigue explorando los avatares históricos que han sacudido su país desde el final de la segunda guerra mundial, aspectos recurrentes en su filmografía, como la ocupación soviética, el final del comunismo, y los primeros años de la “democracia” en Hungría, temas que el director húngaro lo ataja desde la variedad de los puntos de vista, y cómo el ser humano se ve sujeto a las decisiones políticas que casi nunca van en consonancia con las necesidades de los más necesitados. En su sexto largometraje construye un drama seco, áspero, de gran tensión psicológica, donde sus personajes se mueven por instinto, arrastrando ese miedo que acecha, ese miedo que les devuelve a su sitio, que les despierta lo peor de cada uno de ellos, un miedo que te agarra y no te suelta hasta dejarte seco y herido de muerte.
Török imprime a su relato un forma estilizada en la que aporta un primoroso y sobrio blanco y negro, obra del veterano cinematógrafo Elemér Ragályi, curtido en mil batallas, que realiza un trabajo espléndido, dotando al filme de una extraña luz, con esas figuras negras (como si sus habitantes más que asistir a una boda fueran a un funeral) rodeados de esa tierra quemada, esas casas pálidas, con sus calles polvorientas, y esos interiores mortecinos, en el cada encuadre está sujeto a la perspectiva de los aledaños mirando de hurtadillas a través de ventanas, de puertas, como si toda esa nube negra disfrazada de pasado se cerniera sobre el pueblo como una tormenta amenazante que acabará con todos, y se los llevará hasta el mismísimo averno, con ese calor abrasador que atraviesa a unos personajes acostumbrados a permanecer en silencio, ya que tienen mucho que callar, y a mentirse entre ellos, a no soportar la asfixia de los sitios cerrados y pequeños, y no dejarse llevar por lo que sienten, como les ocurre al triángulo amoroso de los jóvenes que estructura el drama de la cinta, quizás el elemento esperanzador de un futuro que parecía prometedor.
Török se acompaña de un extraordinario reparto coral, con esa veracidad y naturalidad fantástica, en la que plantea una película de ritmo pausado y tenebroso, en el que sus 91 minutos pasan de manera vertiginosa, encauzando unas tres horas de duración real de la historia, desde que llegan los forasteros hasta que hacen su cometido, donde la acción se agarra al interior de los personajes, que sufren y sienten el peligro que les amenaza, donde el estallido de violencia se palpa en cada calle, cada habitación y cada rincón del pueblo, y las miradas de los habitantes, que se mueven como alimañas intentando huir de ellos mismos y de paso, expiar sus pecados, aquello del pasado que ocurrió y quieren olvidar o simplemente no hablar de ello, aunque no todos lo consiguen. Una drama sobre los aspectos más oscuros de las guerras, sobre la condición humana, su miedo, su egoísmo y su avaricia, donde unos ganan y otros sufren esa victoria, porque nunca hay salvadores de la patria, sino algunos que aprovechan las circunstancias para vencer al más debilitado, y de esa manera, seguir escalando en su posición social y económica.
“Todo es del viento y el viento es aire siempre de viaje”
Octavio Paz
Luciana y Pedro son dos jóvenes que se conocen una noche en una fiesta, después de intercambiar torpes palabras, se besan y deciden irse juntos. Esa noche no ocurre nada, pero tras deambular por ahí, Pedro tiene que marcharse al Rincón de la Vieja, un volcán en una ciudad próxima, donde tiene que hacer su tesis. El miedo de no verse más, ya que Luciana también marcha fuera, empuja a la joven a acompañarle. La nueva película de Paz Fábrega (1979, Costa Rica) nos zambulle de lleno en un relato construido a través del momento, de vivir el instante y dejarse llevar por lo que se está viviendo, sin más, sin pensar en el mañana, y en las consecuencias que traerá. La joven cineasta se plantea en sus trabajos una mirada crítica y constructiva sobre la realidad de la juventud, una edad de instantes y momentos líquidos, como definiría Bauman, un tiempo de sensaciones, de relaciones esporádicas, de disfrutar de todo lo que la vida ofrece, sin mirar más allá, en las que la mirada de Fábrega se interesa por la soledad que conlleva y ese deambular sin rumbo a la espera de una vida diferente a la convencional, pero que no termina por llegar.
Nos subimos a este viaje acotado que se desarrolla en apenas tres jornadas, un fin de semana, a bordo de dos jóvenes que se acaban de conocer, que apenas recuerdan sus nombres, que no saben nada el uno del otro, pero que se dejan llevar por la aventura, guiados por el viento de cara, por la atracción del instante, por ese espíritu de libertad del momento, nada más. La cámara inquieta de Fábrega captura todos esos instantes, las bellísimas imágenes del volcán y sus alrededores, consumiéndonos con ellos, filmando los cuerpos de sus criaturas con una cercanía absorbente, mezclándose con el paisaje que los rodea. Los vemos jugando entre sábanas embriagados, recorriendo las vías de un tren o siguiendo los caminos salvajes de la jungla, bañándose desnudos en unas aguas, haciendo el amor en mitad de la nada, encaramados a un árbol, suspendidos, deteniendo el instante, en un intento inútil de parar el tiempo, pero dejándose llevar por sus sentidos y lo que están sintiendo en ese momento, disfrutando de la persona que tienen al lado, de ese amor incipiente, de esa pasión devoradora, sin más tiempo y lugar, y circunstancias personales, sólo eso, como si toda su vida fuese ese instante preciso. El estupendo e interesante giro del relato añade complejidad y una mirada profunda y analítica a toda la experiencia que estamos observando.
Fábrega ha construido una película filmada en blanco y negro, que ayuda a describir y atrapar a sus personajes de forma abstracta, como si estuviésemos dentro de un sueño, de algo irreal, de una situación que se vive en otro mundo, muy física, minimalista (sólo dos personajes, el único personaje que interactúa con ellos está filmado en fuera de campo) y corporal, en la que asistimos a una aventura terrenal y soñada de dos almas libres, que rechazan las ataduras y las convenciones del tiempo moderno, que se mofan de las vidas tan encajonadas de sus conocidos, que se dejan arrastrar por lo que sienten. Una obra de guerrilla y a contracorriente, cine hecho desde la artesanía y el amor por el trabajo humilde y sencillo, que ha pateado innumerables certámenes en busca de financiación, cine cuidado al detalle, con el trabajo de Kattia González (también coproductora de la cinta) y Fernando Bolaños, una pareja protagonista viva, espontánea, que interpretan a sus personajes de manera cercana, transparente y honesta, captando esos momentos ínfimos que enriquecen las situaciones que estamos viviendo. Fábrega también en labores de guionista, codirectora de fotografía y de montaje, ha levantado una película pequeña, que nos llega de Costa Rica, una cinematografía desconocida por estos lares, pero que es capaz de producir obras de esta grandeza, en la que nos sumerge en esa vida propia de la juventud, en el que todo vale, y disfrutar del placer de cada momento, sin importar las consecuencias, es lo único que cuenta, dejarse llevar por la vida y el placer de experimentar esa libertad.
“Prefiero presentar las imágenes como una instalación, liberándolas unas de otras”
Apichatpong Weerasethakul.
Arranca la película de manera subjetiva, desde el interior de un automóvil, un vendedor de pescado ambulante recorre los caminos de un pueblo ofreciendo su mercancía, mientras una voz masculina en off nos cuenta una historia de desamor. El cineasta solicita nuestra mirada desde el primer instante. Un rato después, en la parte trasera del vehículo, el propio director filma a una mujer que le cuenta cómo sus padres la vendieron, cuando termina, el director le pregunta: ¿Tienes otra historia que contarnos? Puede ser real o imaginaria. A partir de esta premisa, el cineasta Apichatpong Weerasethakul (1970, Bangkok) ha construido su universo cinematográfico a lo largo de sus 7 largometrajes. Un mundo onírico y abstracto, que mezcla de forma audaz y tranquila, conceptos tan variados como el metacine, el documental, fantástico, ficción, entrelazado por diferentes dispositivos cinematográficos para sumergirnos en unas obras de gran poderío visual, de fascinante estructura, y personajes envolventes que nos cuentan historias sin tiempo, que viven y sienten en un estado emocional, en una forma espiritual que va más allá de lo tangible para instalarse en una especie de limbo en el que los sentidos se apoderan de la forma y la película vive intensamente en cada uno de los espectadores de formas diferentes y opuestas.
Su primera película arrancó su rodaje en 1997, y luego se traslado un año más tarde (en Bangkok) para seguir con un año de montaje, para finalizar la película en el año 2000. Un aventura que nació con la idea de filmar en blanco y negro, las zonas rurales de Tailandia y sus habitantes, en la que se lanzó con un reducido equipo (sólo de 5 personas) a capturar sus rostros y sus vidas, un conjunto que desprende una proximidad y cercanías absolutas, dotándolo de una fuerza mágica y terrenal. Después de un breve prólogo, en el que somos testigos de la búsqueda del dispositivo que estructurará su película (como ocurre en los universos de Kiarostami o Guerín, entre otros), Weerasethakul edifica su narración a través de un cuento, (característica muy presente en su cine, en Tropical Malady, se explicaba “La historia del Tigre mágico”, que curiosamente, también escucharemos aquí), que nos habla de un niño paralítico con superpoderes y su maestra. Después de asistir a la representación del acontecimiento, el cineasta tailandés se lanza en un juego de cadáver exquisito ( muy en boga de los surrealistas) en el que filmará, a través de tomas largas, a las personas que se encuentra, mientras le van contando su versión del cuento, a través de diferentes lenguajes: entrevistas, la inclusión de intertítulos del cine mudo, representación de una obra cantada, lenguaje de sordomudos, etc… Diferentes maneras de contarnos un suceso, ya sea real o imaginario.
El director prefiere no decantarse por ninguna de las posibilidades, y nos cede la palabra a los espectadores, para que sigamos su película, y nos detengamos y reflexionemos sobre la forma en que se presentan las distintas versiones del hecho en sí. Weerasethakul, como acostumbra en su cine, tiene espacio para indagar en otros aspectos como la difícil situación política (la crítica a la americanización del país o la corrupción militar) , documentar su particular visión sobre las zonas rurales del país, y el elemento de la memoria (exprimiendo las costumbres y tradiciones intrínsecas de su tierra), y sobre todo, investigar las formas de representación del cine y los mundos físicos y sobretodo, espirituales que nos rodean en nuestras existencias. Cine estructural (nacido de las vanguardias de los años 20), que ya aparecía en sus cortometrajes, que investigue sobre las formas, en la que el planteamiento narrativo sólo funciona como una mera excusa para indagar de forma seria y concisa sobre las posibilidades de los múltiples lenguajes cinematográficos. Una vuelta a los orígenes del cine, a través de las diferentes texturas y sus diversas e infinitas formas de representación, además de manifestarse en una reflexión profunda de la forma de construirlas y mirarlas.
Arranca la película con un narrador en off que nos explica, frente a una imagen de un pueblo nevado, que nos encontramos en el planeta Arkanar, donde reina un régimen tiránico y se vive igual que hace 800 años, en plena edad media, siguiendo las estructuras de un sistema feudal. Nos presentan a Don Rumata, un caballero de armadura brillante, que tiene incrustado en la frente una joya y todos le atribuyen un poder divino, se ha erigido como el dueño, señor y dios de todos. A este dios se le ha atribuido una misión que cumplir, eliminar a los intelectuales del planeta. El cineasta Aleksei German (1938-2013), de filmografía breve, sólo 6 títulos, se embarcó en el año 2000 en el proyecto de su vida, que ya quiso llevar a cabo en el momento de la publicación del libro en 1969, una novela publicada por los hermanos Arcadi y Boris Strugatski (responsables también de las obras Stalker (1979), dirigida por Tarkovski, y Días de eclipse (1988), de Sokurov). La novela ya fue llevada al cine en 1989 por el alemán Peter Fleischmann con el título El poder de un dios, pero con resultados academicistas y estéticos que no agradaron a los escritores que la repudiaron públicamente. German tampoco pudo hacerlo en aquel 1969, porque los tanques soviéticos invadieron Praga y las autoridades se lo prohibieron, ya que encontraban muchas similitudes con el poder gris. La segunda tentativa fue durante la prerestroika de Gorvachov, pero German pensó que sería un tema que no interesaría. Por fin, en el año 2013, ha visto la luz, después de un titánico esfuerzo de 13 años.
German nos sumerge en un inframundo donde sus personajes se mueven entre lo orgánico (saliva, mocos, heces, orina, vómitos, sudor, barro y sangre), donde una cámara, a través de planos secuencia (a la manera de Jancsó), penetra traspasando las paredes, los cuerpos y toda clase de objetos que se va encontrando a su paso. Una película filmada en un prominente blanco y negro (como casi toda la filmografía de su director), unos escenarios de poderosos colores grisáceos, fielmente reconstruidos que respiran y exhalan toda la podredumbre y miseria, tanto moral como física, que asola la región. Unos hombres y mujeres que pululan como animales heridos y hambrientos, que se mueven en un reino caótico y podrido, en un planeta contaminado por la guerra y la barbarie, en un mundo harapiento de odios y mentiras. Un punto de vista completamente subjetivo donde la cámara flota de un personaje a otro, siguiendo los movimientos torpes y lentos de Don Rumata, una cámara que se acerca de forma brutal, (casi chocando contra ellos, en encuadres difíciles e imposibles), a los personajes, en los interiores, entre las interminables estancias y mazmorras que están asfixiadas de gente de toda clase y estofa (criados deformes, esclavos ancianos, señoras obesas, mujeres dementes y demás seres vivientes de profunda animalidad que se pelean , y se humillan constantemente, soldados de La orden que asesinan impunemente, y señores altivos, etc…).
Don Rumata parece ser el único capaz de encontrar algún resquicio de luz ante semejante panorama de oscuridad y terror. Una obra de profundas actualidad, donde alguien se enfrenta al poder de lo establecido, para salvaguardar el arte y la poesía del mundo. Una película que nos remite al expresionismo, al imaginario y cinematografía de Jerzy Kawalerowicz, al Welles de Macbeth (1948), Otelo (1952), pero sobre todo a Campanadas a medianoche (1965), a Bresson de Lancelot du Lac (1974), y la pintura de Brueghel. La obra póstuma de un grandísimo creador, una película monumental, prominente, majestuosa e hipnótica, de belleza fascinante y conmovedora, de virtuosismo técnico, que subyuga y atrapa a todos aquellos espectadores que quieran viajar durante sus 170 minutos brutales y brillantes hasta la época del renacimiento que se encuentra perdida en los confines de la humanidad.