La Visita y Un Jardín secreto, de Irene M. Borrego

LA PINTORA Y LA CINEASTA.

“Un gran retrato es siempre más un retrato del pintor que de la pintada”.

Samuel Butler

De la cineasta Irene M. Borrego conocíamos muchas facetas en el oficio del cine. Amén de haber producido películas tan interesantes como El mar nos mira de lejos (2017), de Manuel Muñoz Rivas, Dos islas (2017), de Ariadna F. Castellanos y This Film is About Me (2019), de Alexis Delgado, y haber dirigido nueve cortometrajes entre los que destacan Vekne hleba i riba (2013) y Muebles Aldeguer (2015), piezas en las que prima la existencia cotidiana a través de lo mínimo, de aquello que no se ve, a partir de retratos donde se nos revela lo invisible y lo ausente. Los mismos elementos continúan en su primer largometraje como directora, La Visita y Un Jardín secreto, un relato breve, apenas sesenta y cinco minutos, doméstico, nunca salimos de las cuatro paredes de la vivienda de Isabel Santaló, una pintora que vive su vejez junto a su gato, la asistenta que le ayuda, alguna que otra visita y poco más.

La película aborda la figura de la pintora desde la más absoluta intimidad, sin alardes formales ni nada que se le parezca, desnudándolo todo, acercándose de manera tímida al principio, como si de un documental observacional se tratase, y luego, adentrándose más en la vida y obra de la pintora mencionada, todo contado desde la sensibilidad, delicadeza y tacto posibles, mostrando y mostrándose, porque la película no solo se queda en el retrato al uso, sino que va mucho más allá, porque recorre la vida de la pintora, dejando fuera hechos y datos, en un sentido emocional, en un sentido humano, a través de la voz del reconocido pintor Antonio López, que nos va contando los recuerdos sobre Isabel, colega de generación, situándose en ese espacio desde donde la película nos habla, rescatar la figura de Isabel, su obra, que nunca veremos, y sobre todo, su pensamiento y reflexión, pero desde la sutileza, desde lo íntimo, y desde el encuentro y desencuentro entre la pintora y la cineasta que la quiere retratar, dejando visibles todo el armazón cinematográfico, porque podemos ver la película como un ensayo de cómo se hace una película.

La película abraza ese espacio doméstico y lo muestra sin tapujos, ni formalidades ni tecnicismos, sino con toda la verdad, tanto cinematográfica como humana posibles. Encontramos a Rita Noriega, cinematógrafa de las recientes Cerdita y El cuarto pasajero, entre otras, y a Javier Calvo, que se encargo de la fotografía de Palabras para un fin del mundo (2020), de Manuel Menchón, construyendo esa luz natural y velada, en la que se acercan a la retratada de la forma más transparente y oscura que requiere la película, así como el trabajo de sonido que firman Nicolas Tsabertidis, que ya estuvo en Muebles Aldeguer, y es habitual de Jaime Rosales, y Hugo Leitâo, cómplice del cine de Pedro Costa, creando esa desnudez que tanto necesita el relato, y al citado Manuel Muñoz Rivas (montador de directores tan importantes como Eloy Enciso, Irene Gutiérrez, Mauro Herce y Théo Court, entre otros), como coguionista y coeditor junto a la directora, en un conciso y detallista en el que todo se envuelve en una aura de cercanía y misterio a la vez, porque es tan importante lo que se nos cuenta como todo aquello que se nos oculta.

Una película-documento que tiene ese aroma de búsqueda, de saber el pasado y dejar memoria de lo que fue y es, en la que la figura desconocida de Isabel Santaló va revelando y rebelándose a medida que avanza el relato, en una historia que cuenta y desentierra misterios y secretos ocultos o no, y otros, los entierra, en los que se habla de muchas cosas, desde la pintura, desde el proceso creativo, los miedos e inseguridades tanto del artista, como de la sociedad franquista y represora que le tocó vivir a la pintora, también, de la familia, ese espacio que se opuso a la decisión de Isabel, las diferentes luchas internas y externas de ser pintora, las dificultades de visibilizar su obra, tan radical y diferente a las corrientes del mundo del arte, el hecho de ser mujer y artista en una sociedad conservadora, aniquiladora y machista, y el retrato sobre la vejez y sus circunstancias, tan ausente en la mayoría del cine que se hace, en el que parece que la vejez es una enfermedad terrible que es mejor no analizar y mostrar en el cine y en cualquier arte.

La película también funciona como un misterio en sí misma, porque retrata aquello perceptible y aquello oculto, aquello que debemos intuir y en cierta forma, inventar, y en un entorno cercano y alejado a la vez, porque La Visita y Un Jardín secreto tiene ese aroma del cine doméstico y revelador que tanto tenía el cine de Chantal Akerman, en sus películas-retrato-hogar, en las que todo se cocía a fuego lento, deteniéndose en lo minúsculo, observando aquello imperceptible, descubriendo y emocionándonos con todo aquello que requiere de pausa y mirar, detenerse a mirar y sobre todo, a escuchar y escucharnos, como hace la película de M. Borrego que, a su manera, se erige como una revolución en toda regla, alejándose de este mundo mercantilizado en el que todo es rapidez y producción, donde hemos olvidado el gesto tan humano de detenerse, observar nuestro entorno más inmediato y cercano y escuchar al otro y a nosotros mismos, en el que podamos hablar, como hace la película, del olvido, la memoria, la pintura, el cine, la creación y nuestra percepción de un mundo que corre demasiado y se olvida de todo lo que importa y todo lo que tenemos delante que, quizás, es todo aquello que necesitamos para crecer y ser mejores personas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Marc Sempere-Moya

Entrevista a Marc Sempere-Moya, codirector de la película “Canto cósmico. Niño de Elche”, en el marco de L’Alternativa. Festival de Cinema Independent de Barcelona, en el Parc de la Ciutadella en Barcelona, el viernes 26 de noviembre de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Marc Sempere-Moya, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Eva Calleja de Prismaideas y al equipo de prensa de L’Alternativa, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

Canto cósmico. Niño de Elche, de Marc Sempere-Moya y Leire Apellaniz

RETRATO DEL ARTISTA CALEIDOSCÓPICO.

“No han entendido bien en el flamenco que la identidad es algo móvil, algo que se construye y algo que puede tomar muchas formas. En ese sentido es en el que creo que habría que hablar de la relación entre lo flamenco y lo queer”.

Pedro G. Romero

Según la etimología, la palabra “revolucionario” está formada con raíces latinas y significa “relativo a la acción y efecto de dar vuelta de un lado a otro”. En el flamenco ha habido revolucionarios como Camarón de la Isla, que sorprendió a propios y extraños con su monumental “La leyenda del tiempo” en 1979, con poemas de Lorca, la presencia de lo electrónico, y la multitud de artistas presentes. Todos los puristas se alzaron en su contra, y lo machacaron, el tiempo le dio la razón y hoy es considerado uno de los grandes álbumes de la historia de la música. Algo parecido sucedió años después, en 1996, con Enrique Morente y su “Omega”, que hizo junto a Lagartija Nick, también con poemas de Lorca, con una fantástica fusión entre el flamenco y rock, nació uno de los discos más innovadores.

A los Camarón y Morente se les une ahora alguien que ha traspaso todos los límites conocidos, porque para eso están, para romperlos. Uno de los artistas que podemos considerar como cantaores revolucionarios, y ese no es otro que Francisco Contreras Molina (Elche, 1985), más conocido como “Niño de Elche”, un artista caleidoscópico, único, multidisciplinar, y sobre todo, un artista-performance, alguien capaz de meterse con todo, explorar los infinitos mundos de la representación e interpretación, a través del cante, los sonidos y demás voces ancestrales y contemporáneas. La película Niños somos todos (2019), de Sergi Cameron, ya exploró la figura del Niño de Elche, a través de un viaje por Latinoamérica. Ahora, nos llega Canto cósmico. Niño de Elche, de la mano de Marc Sempere-Moya, que había dirigido El ball del vetlatori (2014), y propuestas que mezclan lo escénico y cinematográfico, con las que ha trabajado con Niño de Elche, y de Leire Apellaniz (Bilbao, 1975), que conocíamos su faceta como directora con El último verano (2016), y de productora en trabajos con Maider Fernández Iriarte, Chema García Ibarra, Cristóbal Fernández y Ana Schulz, y Artiz Moreno, entre otros.

Los cineastas nos conducen por un viaje que no tiene ni principio ni fin, como adelantan en su espectacular arranque, con ese cuadro negro y el puntito de luz, que irá abriéndose en una masa blanquecida y borrosa y el sonido industrial se irá mezclando con la voz de Niño de Elche, que lo llenará todo, y lo amplificará, creando una fascinante mezcla entre cine, poesía, y espíritu. La cámara penetrará en la vida y el espíritu del cantaor, escritor, artista, y lo escucharemos detenidamente hablarnos, reflexionar y dialogar de su arte, de sus miedos, del amor, de política, de literatura, de Elche, de su familia, de sus amigos, de sus amantes, de flamenco, como no, pero, también, escucharemos a su familia, a sus padres, y hermanos, amigos, cómplices, entendíos y opuestos  de flamenco como Pedro G. Romero, C. Tangana, Angélica Liddell, y demás, y actuaciones musicales, en la intimidad del terrado de casa de sus padres, en su hogar ordenando libros, en soledad, fundiéndose con el paisaje, o junto a su padre, o con el bailaor Israel Galván, y otros artistas del mundo, submundo y múltiples universos que toca y tocará Niño de Elche.

Canto cósmico se adentra en todo aquello físico, aquello que podemos ver y tocar, pero también, en lo intangible y espiritual, entre lo infinito, todo aquello que existe y no podemos ver ni apreciar, solo sentir, viendo más allá de nuestros sentidos, de lo cotidiano y adentrándose en aquello más del alma, de lo sugerente, de lo extraño, de lo poético, de lo que nace de nuestras entrañas y explora otros mundos dentro de este, en un retrato que aborda de manera sencilla y directa la eterna lucha de la condición humana entre el individuo y el colectivo, entre la tradición y la modernidad, y la libertad como arma para vencer el miedo y los miedos. La película huye del retrato simple y condescendiente, para dar un retrato poliédrico de un artista que a cada paso que da sigue en su incesante camino sobre su arte, y todos los artes satélite, vías y ventanas donde seguir experimentando, explorando y lanzándose al abismo infinito de un tipo de personalidad y artes arrolladores, que parece no descansar nunca, que camino hacia lo diferente, lo prohibido y sobre todo, hacia lo inexplorable, un revolucionario que acepta esa condición porque es tan diferente y experimentador que se sale de todos los cánones habidos y por haber, alguien que nació y se forjó así, porque no se detiene nunca, y busca y busca y mira y remira, y canta y recanta, y escribe y reescribe, y actúa y vuelve a actuar, ya sea sobre un escenario, o debajo de él, con el cante, las voces y los sonidos ancestrales y de ahora, con otros artistas en otros géneros y texturas y formas y fondos.

La película se mimetiza completamente con Niño de Elche, y no solo lo retrata de forma extraordinaria, tanto de frente como de atrás, de todos los lados posibles, sino que lo enfrenta a los otros, a los familiares, amigos y conocidos, desconocidos, detractores y demás, acercándose a grandes títulos del género como Don’t Look Back (1967), Gimme Shelter (1967), Let’s Get Lost (1988), La mugre y la furia (2000), Searching for Sugar Man (2012), entre otros, donde no solo profundizan en el artista y su trabajo, sino en los suyos y en todo lo que socialmente impactan o no. Canto cósmico. Niño de Elche se cuenta en presente, si exceptuamos alguna grabación doméstica cuando Niño era Francis y se hartaba de ganar premios debido a su admirado cante. Una película de aquí y ahora, que se cuenta en muchos tiempos, el que vemos y el que no, donde Niño de Elche vive su universo y de todos aquellos que le rodean, en una masa viva y en continuo movimiento, que nunca se detiene y sigue explorando y adentrándose en nuevos universos, unos conocidos y otros por explorar, porque Niño es un artista del renacimiento, de antes y de ahora, del no tiempo, porque anda creando sin límite y sin concesiones, solo él, y con otros, todos juntos y por separado, todo en marcha y con vida. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Quién lo impide, de Jonás Trueba

NADIE LO IMPIDE.

“Si tienes quince años / y pretendes escapar / con eso basta y sobra para hacerlo / podrías irte antes / de que estas luces de ciudad / se apaguen para siempre sin remedio / podrías cambiar tu nombre / por otro que suene mejor /
acabar con tu linaje de una vez por todas / apuntarías en un cuaderno / un nuevo código de honor / pero siempre en verso, nunca en prosa / Quién lo impide / quién lo impide / quién lo impide / Nadie lo impide…”

Fragmento de la canción “Quién lo impide”, de Rafael Berrio.

En Mes petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, una de las películas que mejor ha retratado la adolescencia, desde sus zonas oscuras, frágiles e inciertas, con esos amores principiantes, y sobre todo, con esos primeros conflictos con un mismo y con todo aquello que nos rodea. Uno de sus momentos mágicos, que tiene muchos, vemos al propio Eustache sentado en un banco, mientras observa a sus jóvenes protagonistas besándose, en un gesto revelador, que lo lleva a su adolescencia, a sus recuerdos de esa época, o quizás, simplemente no lo lleva a ningún lugar, porque el director francés siempre se consideró adolescente. Algo parecido le sucede a Jonás Trueba (Madrid, 1981), que, como aseverará en la película, él sigue siendo un adolescente.

Retratar a los adolescentes y la adolescencia siempre ha sido un elemento importante en el cine de Jonás Trueba. En su primer cortometraje Cero en conciencia (2000), nos hablaba de un chaval enamorado de la novia de su hermano mayor, el mismo año, coescribió junto a Víctor García León, la película que este último dirigió Más pena que gloria, donde nos acercábamos a la vida, tristezas y amores de un quinceañero llamado David. Tiempo después, en su cuarto trabajo como director La reconquista (2016), volvía a la adolescencia a través del cuento de verano de la película, que recogía el amor adolescente de los protagonistas adultos. En ese rodaje, conoció a Candela Recio y Pablo Hoyos, y después de la experiencia, no quería dejar de filmarlos, y sobre todo, escucharlos y retratarlos. La canción “Quién lo impide”, de Rafael Berrio (1963-2020), brillante retrato sobre el período adolescente, era una de las canciones que se escuchaban en la película, y también, el título de una experiencia inmersivo y sin tiempo, que arrancó en otoño del 2016, donde a partir de la pregunta que hace Jonás a un grupo de adolescentes: ¿Cómo os gustaría que el cine retratase la adolescencia?, se da forma a este grandísimo trabajo sobre la adolescencia.

Un proyecto que alumbró en el año 2018 cuatro películas: Tu también lo has vivido, que recogía con testimonios a cámara de un puñado de adolescentes hablando de sus vidas, sus futuros y demás temas que les interesaban, en Si vamos 28, volvemos 28, el relato de un viaje de fin de curso por Andalucía a través de los ojos de Pablo, un chaval introvertido, en Sólo somos (un grupo de chicos y chicas hablan entre ellos sobre todo aquello que les preocupa), y finalmente, en Principiantes, la historia seguía las primeras veces de Candela y Pablo, tanto en el amor como en lo espiritual. Aunque la idea de Jonás siempre fue hacer un largometraje con todo este material, recopilando todos esos momentos, filmaciones y revelaciones filmadas durante cinco años, los comprendidos entre el 2016 al 2020, siguiendo a sus personas-personajes de entre 16 hasta los 21 años de edad, y construir una película bajo el título Quién lo impide. La película arranca con una video llamada que la pandemia obligó a recuperar, donde Jonás anuncia a sus adolescentes que la película ya está acabada, otra video llamada despedirá la película.

Jonás hace un retrato sobre la adolescencia desde dentro, desde el que mira y se siente uno de ellos, no hay juicios, lecciones ni nada que se le parezca, todo rezuma vida, naturalidad, intimidad y magia, porque la película consigue que nos olvidemos que estamos ante una película, y todo parece desarrollarse en ese momento, en un mágico cruce entre working progress, ensayo, documento, ficción y vida, donde nunca sabemos dónde empieza uno y el otro, porque la verdadera intención de Jonás es mostrar muchas vidas, muchos pensamientos, ideas, reflexiones, acciones, incertidumbres y demás, nunca hacer “el retrato”, sino decenas de ellos, que respiren por sí mismos, y se muevan de un lado a otro durante esos cinco años de filmación, con una narrativa desordenada, caótica y agujereada, muy alejada de ese cine normativo, como las existencias de estos adolescentes, que van cambiando de estilo, de peinado, de ideas, de todo, y sobre todo, están dejando la infancia para entrar en el mundo de los adultos, con esas incertidumbres e inquietudes, ese puente que tiembla a cada paso, pero sin perder la esperanza por un futuro diferente.

Los doscientos veinte minutos de duración de la película no obedecen a una película estructurada y pulcra, todo lo contrario, las imperfecciones son oro en esta cinta, porque Jonás busca retratar las pulsiones y las existencias de sus protagonistas, sus interiores, sus amores, sus inquietudes, sus salidas, sus caracteres, y lo hace de la forma más sencilla posible, mirándolos de frente, donde los escucha, los retrata, los sigue, y nunca los analiza, esa parte, sabiamente, la deja al espectador. A los mencionados Candela y Pablo, se unen otros chicos y chicas como Silvio Aguilar, Rony-Michelle Pinzaru, Pablo Gavira, Claudia Navarro, Marta Casado y Sancho Javiérez, y otros muchos, que van pasando por delante de la cámara de Jonás, donde los escuchamos de muchas maneras, hablando entre ellos, ante la cámara, con el propio Jonás, narrando en off las situaciones de los otros, como cuando Candela habla de Pablo en su viaje andaluz, o a la inversa, cuando Pablo habla de Candela en su relación con Silvio, todo se cruza, todo se vive, todo se siente desde aquí, desde ese instante, como si no hubiera nada más, de forma rápida, pura energía, en el aquí y ahora, con esa cámara cercanísima, convertida como si fuera una parte más de su cuerpo, de su alma, de sus ideas, de todo lo que hacen, miran, hablan y sienten. Recuerda en cuerpo y alma a los trabajos de Moi, un noir 1958), de Jean Rouch, y High School (1968), de Frederik Wiseman, por ese cine directo, vivo, libre, a contracorriente, imperfecto y brillante, que no solo desgrana lo que tiene delante, sino también, a las personas que lo ven, como un reflejo que rebota constantemente.

Qué decir del magnífico trabajo de montaje de Marta Velasco, la montadora de todas la filmografía de Jonás, que consigue un ritmo ágil, penetrante, divertido y audaz con el inmenso material rodado durante cinco años, que se ve con naturalidad, ejerciendo de maestro de ceremonias y adaptándose completamente a lo que demanda la película, todo un gran trabajo de montaje que en una película de esta duración es esencial. Quién lo impide es mucho más que una película, es ante todo, uno de los documentos más fascinantes, reveladores y atrevidos que nunca se han hecho en el cine español, por todo lo que cuenta, y sobre todo, y esto es lo esencial en el cine, cómo lo hace, porque habíamos visto muchas películas sobre la adolescencia y adolescentes, pero quizás, nunca las habíamos visto hechas de esta forma, y con esta gratitud y honestidad en todo lo que vemos, porque estos adolescentes que retrata de forma tan sincera y humanista Jonás, son los adolescentes de ahora, pero también, son los adolescentes de antes, o lo que es lo mismo, somos nosotros cuando éramos adolescentes, o como explica Jonás, somos los adolescentes de antes, de ahora y del mañana, porque de todos los cambios que sufrimos en la vida, la adolescencia es ese período que algunos más nos negamos a cambiar, porque todo está ahí, porque en ese instante todo está vivo, y por hacer, porque cada paso es un mundo, y cada decisión nos convierte en quiénes deseamos ser o no. Solo falta decir una cosa. Gracias Jonás y gracias a todos los chicos y chicas que se han lanzado a ser retratados y filmados por su cámara, y por ser tan naturales y transparentes, interesantes y también, tan humanos, que en los tiempos que corren, es todo un logro inmenso. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

My Mexican Bretzel, de Nuria Giménez Lorang

LAS VIDAS DE VIVIAN BARRETT.

“La mentira es solo otra forma de contar la verdad. Debajo de todos los fragmentos subyace un mismo flujo. Lo esencial ni se dice ni se ve. Se busca, pero no se encuentra. ¿Qué es la realidad sino una reconstrucción continua e infinita? La voluntad de creer es la mano del hombre que cuelga del precipicio y que se agarra a la única piedra que parece que puede salvarle. Sin embargo, siempre acaba cayendo”

Paravadin Kanvar Kharjappali

Mucho del cine de ahora tiene mucha responsabilidad que el cine haya perdido su verdadera esencia, aquel misterio que impregnaban las imágenes y nos transportaba a otros mundos, otras formas de ver, de mirar, de sentir, de vivir, y sobre todo, durante hora y media, nos trasladaba a lo más profundo de nosotros mismos, imaginando y experimentando otras vidas, otras alegrías, otras tristezas, otras ilusiones, en fin, muchos universos dentro de este. Aunque, cada temporada nos tropezamos con películas que nos devuelven lo perdido, ese maravilloso legado que es mirar cine y verse reflejado.

My Mexican Bretzel, de Nuria Giménez Lorang (Barcelona, 1976), debutante en el largometraje, es una de esas películas especiales que de tanto salen de algún lugar oculto, revelándose en su misterio y su honestidad, envueltas en un aura de búsqueda, de un secreto que desvelar, ya desde su maravilloso cartel, con una mujer en el mar, esperando una ola, ataviada con un traje de baño muy de los años cincuenta, de lado, a la que no podemos ver su rostro. Un imagen que nos seduce e inquieta a la vez, y nos desborda a cuestiones que quizás, la película, nos logre responder o no. Giménez Lorang no fue a buscar una película, la película fue a buscarla a ella. Después de la muerte de sus abuelos, encontró ocultas medio centenar de bobinas de 8 y 16mm filmadas por su abuelo Frank A. Lorang (1913-2010), durante las décadas de los 40, 50 y 60. Imágenes domésticas de los viajes de un matrimonio acomodado.

Unas imágenes bellísimamente filmadas, acompañadas por el diario ficticio de un personaje inventado llamado Vivian Barrett, una esposa elegante y sofisticada, que junto a su marido León, va descubriendo el mundo en sus viajes, y a través de su diario, vamos descubriendo otra vida, u otras vidas, que tienen que ver más con sus deseos, ilusiones, frustraciones e inseguridades, en la que vamos encontrándonos con otra mujer a la de las imágenes, un diario al que le acompañan las reflexiones sobre la condición humana de Paravadin Kanvar Kharjappali. Un ejercicio parecido al de Ainhoa, yo no soy esa (2018), de Carolina Astudillo, donde las imágenes filmadas chocaban de pleno con el diario de la joven, que nos descubría muchas vidas en una. La película opta por la estructura de una película muda, devolviéndonos la artesanalidad del cine, donde vamos leyendo el diario de Barrett sobreimpresionado en las imágenes, con algunos sonidos escogidos, creando esa escala de lecturas y vidas que emanan tanto las imágenes, la escritura y la falta de sonido.

La película nos va llevando sin ruido y con delicadeza hacia un estado hipnótico, subyugante y brutal, donde los espectadores vamos fabulando sobre la vida de Vivian, su esposo, y el amante mexicano, imaginándonos no solo sus vidas, sino el off, lo que no muestran ni desvelan las imágenes, y si el diario, y viceversa, en una película que es muchas películas a la vez, porque va desde un preciso y evocador ejercicio de found footage, fiel heredero del imaginario de Marker, el melodrama romántico y desolador que tanto cosecharon Stahl, Wyler o Sirk, con sus relatos sobre la falsa felicidad de los años cincuenta y sesenta, con sus historias de amor reales o no, en un retrato íntimo sobre las apariencias y tristezas de las mujeres acomodadas, una fantasía sobria al mejor estilo de los cineastas mudos, con sus fantasmas evocados, y sus abundantes secretos y mentiras ocultos o por desvelar, o incluso, todo lo que desvelan y no las filmaciones domésticas de tantos seres anónimos que creyendo que capturan sus vidas, no sabían que estaban también evocando lo que se no se ve, lo ausente, quizás la verdad que se resiste a dejar ver su propia naturaleza.

Una película de montaje tan exhaustivo y sobrio necesitaba a alguien como Cristóbal Fernández, que firma la edición junto a la directora, para ordenar y descifrar todos los enigmas que ocultan sus imágenes, y sobre todo, revelar el misterio que esconden, pero aunque la película encierra muchos misterios y algunos se revelan, y son mostrados frente a nosotros, hay otros, quizás más productos de nuestra imaginación e inventiva, que siguen ocultos, aguardando a otros espectadores, como ocurría con la extraordinaria Tren de sombras (1997), de José Luis Guerín, sincero y rendido homenaje al cine como experiencia personal y universal, donde realidad, ficción y mentira se daban la mano creando un inquietante y fascinante juego de espejos, reflejos y espectros, que al igual que sucede con la película de Giménez Lorang, la experiencia cinematográfica como práctica evocadora a otras realidades y ficciones, en función de cada espectador y su forma de mirar, que desvela otro de los grandes aciertos de esta magnífica y fascinante obra de Giménez Lorang, que contando algo tan íntimo, personal y secreto, la película vuela por sí misma, y sus imágenes y relato se vuelven universales, y todos y cada uno de los espectadores que se acerquen a ella, no solo disfrutarán de sus infinitos misterios, sino que podrán intervenir en ella, fabulando e imaginando todo aquello que revelan sus imágenes, todo el fuera de campo que está ahí, y no vemos, y sobre todo, todos los fantasmas que se evocan, tanto los reales como los inventados, o los que se mantienen ocultos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El Drogas, de Natxo Leuza

EL DROGAS FRENTE A ENRIQUE.

“Hay quien piensa que si vas muy lejos, no podrás volver donde están los demás”.

 Frank Zappa

La película se abre con Enrique Villarreal “El Drogas” (Pamplona, 1959), en la actualidad, acostado en la cama y con la mirada pensativa. Se levanta y sale de la habitación. Una secuencia reveladora de la historia del músico, en una especie de resurrección anímica, en una existencia plagada de grandes éxitos en el mundo del rock, y también, grandes fracasos, como su despido de Barricada, sus relaciones con las drogas, o el Alzheimer de su madre. La cinta de Natxo Leuza, paisano y “colega” del músico, con más de 15 años dedicado al documental como realizador, guionista y montador, dirige su opera prima, repasando la trayectoria de “El Drogas”, a modo de enfrentamiento a sí mismo, a tumba abierta, donde conocemos al hombre que hay detrás de la rockstar, al niño que creció en el barrio obrero de Txantrea, en Pamplona, que vivió las huelgas y oposiciones al régimen franquista, y aquellos años durísimos de la transición, y los primeros ochenta, con la puta mili, sus comienzos en la música, sus colegas de viaje como Mikel Astrain, que fallecido prematuramente, o Boni Hernández, que formaron el exitoso Barricada, y los años de éxitos que alcanzaron casi tres décadas, y luego el ocaso, sus problemas con las drogas, su salida del grupo, su depresión, y su vuelta de los infiernos, iniciando nuevas etapas donde vuelve a tocar hasta la actualidad.

La película también muestra el otro lado, en el que conoceremos y escucharemos a sus compañeros de viaje como Mamen, “Su socia”, la mujer de su vida y madre de sus dos hijos, hablándonos de sus momentos buenos y malos, de sus hijos, de su hermana o cuñada, y de otros músicos, amigos del alma, como Rosendo, Kutxi Romero, Fito Cabrales, Carlos Tarque, Gorka Urbizu, Marino Goñi. Todos recorren la experiencia vital y profesional de Enrique, de “El Drogas”, y de todos los rostros y caminos que ha emprendido el músico, tanto a nivel personal como profesional. Enrique nos habla sin tapujos, face to face, a las bravas, sin dejarse nada de nada, en un documento que está más encaminado al psicoanálisis personal, donde repasa su viaje, lo vivido, su identidad, su trayectoria, sobre todo, aquella que empezaba cuando se apagaban los focos, se encendían las luces y el público entregado volvía a casa.

Una película honesta e íntima, de un tipo de barrio, alguien que debido a un problema en el nervio óptico, debe caminar torcido para ver lo que hay al otro lado, de alguien que si camina recto, ve el mundo torcido, de alguien que creció en la lucha y la resistencia política, bregando ante la injusticia y los opresores, de quién cabalgó junto al diablo, de un músico que vivía por y para la música, de alguien muy comprometido socialmente, que despachó las primeras canciones feministas en aquellos ochenta, donde todo estaba por hacerse, que lanzó discos sobre la memoria histórica cuando más falta hacían, que se enroló en mil y una aventuras para seguir componiendo y tocando su música, y la de otros. También veremos a ese padre de familia que, debido a sus compromisos profesionales, ejerció muy poco, del amor, del amante y esposo de Mamen, del que cuida a su madre enferma, del que sigue en la brecha a pesar de sus 61 tacos, renovándose continuamente, tocando todos los palos que le gustan, y siguiendo en el camino, y sobre todo, saltando como las piedras lanzadas al agua.

Una película vital, emocionante y sensible, llena de momentos muy íntimos, reveladores, donde Enrique nos muestra su sensibilidad y humanidad, mostrando su cotidianidad, los suyos, su “gentuza”, sin dejarse nada fuera, sus caídas al infierno, que algunas hubo, su continuo resurgir de las cenizas, reinventándose siempre, rememorando a aquellos que cayeron, a los que se fueron por cuenta propia, y con los años, volvieron a reconciliarse, a todas esas sombras que caminan con nosotros, acompañándonos por la trayectoria de la vida y nuestras circunstancias. Enrique se muestra desnudo en todos los sentidos, a alguien movido por la pasión, por la música, por la creación, por la innata curiosidad de seguir en este camino, donde hay alegrías y también, tristezas, esos momentos que se te clavan como puñales ardiendo, en los que tu fortaleza, y gracias a toda esa gente que vive y siente a tu alrededor, sales adelante, y con ganas de seguir cantando y haciendo feliz al público. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Jaume Plensa

Entrevista al escultor Jaume Plensa, con motivo de la “Carta blanca” que le dedica la Filmoteca de Catalunya, en la sede de la institución en Barcelona, el jueve 5 de marzo de 2020.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Jaume Plensa, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Jordi Martínez de Comunicación de la Filmoteca, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

< 3, de María Antón Cabot

CALEIDOSCOPIO DEL AMOR JUVENIL.

“La verdad no está en un sueño, sino en muchos sueños”

Pier Paolo Pasolini

En 1965 cuando Pasolini estrenó Comizi d’amore, pretendía reflejar la sociedad italiana a través de sus pulsiones y testimonios sobre las cuestiones del amor y el deseo, mediante entrevistas realizadas por él mismo a todo tipo de transeúntes improvisadas en mitad de la calle. Medio siglo después y con el mismo espíritu del poeta italiano,  María Antón Cabot se planta en el parque del Retiro de Madrid durante los tres veranos que abarcan del 2015 al 2017 para retratar su paisaje, en el que encuentra a jóvenes nerviosos, jugando al amor y al deseo, entre risas, obsesionados con las pantallas de sus móviles, parloteando entre ellos sobre sus cuestiones amorosas. Cabot surgida del colectivo lacasinegra, grupo que conocíamos por su largo Pas à Gènève (2014) y sus trabajos experimentales sobre los nuevos conceptos de la imagen en la era digital, echa mano en la producción de Carlos Pardo Ros, otro “casinegra”, para acercarse a ese mundo juvenil y entrevistarlos improvisadamente, como lo hizo Pasolini, sobre sus deseos, amores y sentimientos. Las respuestas son nerviosas, entre risas y miradas confidentes entre ellos, contestan apresuradamente, cortadamente, desde esas primeras veces en el amor y en el deseo, sus primeras alegrías, besos, amores, frustraciones, desilusiones y agitaciones.

Cabot no solo se queda ensimismada en el paisaje estival, sino que lo mira y retrata desde el observador inquieto y paciente, esperando su oportunidad, su momento, su instante, capturando ese universo fugaz y efímero de la juventud, todo se mueve entre la hipérbole, la fantasía y la irrealidad, esa misma irrealidad con la que la directora madrileña nos da la bienvenida a su película-documento, con esas ilustraciones coloridas en movimiento creando esas fantasías y pulsiones que mucho tienen que ver con los sentimientos de los jóvenes que retrata, a partir de los colores que podemos encontrar en los fondos de pantalla de los móviles, indispensables herramientas para conocer, chatear y jugar al amor. El retrato que hace Cabot es sincero e íntimo, se detiene en esa amalgama de vidas e ideas y venidas que es el parque en verano, retratando a como esa juventud de aquí y ahora se mueve en los espacios del amor y el deseo, unas formas muy diferentes a la juventud de antes, pero, como viene a indicarnos la película, las personas siguen queriendo lo mismo que aquellos que los precedieron, esa incesante y compleja búsqueda del amor y sentirse deseados.

A partir de un documento que no solo retrata a la juventud actual y sus cosas del amor, Cabot va mucho más allá, y lo hace, y esto tiene mucho mérito, a través de un dispositivo sencillo y muy acertado, mirar el parque y su colectivo humano, sobre todo, el más juvenil, mirándolos como son, sin etiquetas y convenciones sociales, capturando sus miradas, gestos, cuerpos, movimientos y testimonios, cara a cara, a su misma altura, de manera directa y verdadera, donde no hay filtros ni espejos deformantes, sino una mirada lúcida, limpia y tranquila, desde la inquietud del que mira, observa y pregunta a aquellos que interesan y sobre todo, escucha sus reacciones, pensamientos y sentimientos, dándoles esa voz que quizás deberíamos darle, y no sacar conclusiones apresuradas y poco acertadas cimentadas entre la desconfianza y la desinformación, sin juzgar a las personas anónimas que les ofrecen sus testimonios y un espacio de su privacidad. Y además, el personaje de Ana que abre y cierra la película, encontrando entre tanta maraña de personas anónimas un sentido a su forma de pensar, relacionarse y sentir.

< 3 (que son el símbolo y el número para escribir un corazón rojo en los dispositivos móviles) título claramente clarificador sobre las herramientas que usan los jóvenes para relacionarse, se mira con la belleza de lo cotidiano, hipnotizado por sus cotidianas y naturales imágenes que nos van rodeando y sumergiéndonos en ese universo de primeros deseos y amores, una película que se une a otros espejos sobre la juventud de los últimos tiempos como Quién lo impide, de Jonás Trueba, donde a través de una serie de películas hibridas entre el documento y la ficción, exploran a los jóvenes y sus inquietudes sobre la vida y el amor, así como Las primeras soledades, de Claire Simon, en la que nos introducía en un instituto y daba la palabra a unos jóvenes franceses de barrios en la periferia para escuchar sus testimonios sobre la soledad, el dolor y demás oscuridades de sus vidas. < 3 es una película maravillosa, deslumbrante y viva, sobre los jóvenes de ahora, sus ilusiones y frustraciones a través del amor y el deseo, y también, es un retrato fiel y emocionante sobre la sociedad y nuestras formas de mirar, relacionarnos, amar y desear. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


<p><a href=”https://vimeo.com/294018147″>&lt; 3 / Teaser #1</a> from <a href=”https://vimeo.com/dveinfilms”>DVEIN Films</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>

Ainhoa, yo no soy esa, de Carolina Astudillo

RETRATO DE UN DESENCANTO.

“El significado de una imagen no subyace en su origen sino en su destino”

Sherrie Levine

Las primeras impresiones que me vienen a la mente después de ver la película Ainhoa, yo no soy esa, de Carolina Astudillo (Santiago de Chile, 1975) tienen mucho que ver con la figura de Chris Marker (1921-2012) el cineasta ensayista de la memoria por excelencia, cuando refiriéndose a la naturaleza de las imágenes, mencionó: “Si las imágenes del presente no cambian, cambiemos las del pasado”, en relación a una frase de George Steiner que venía a decirnos que “No es el pasado el que nos domina, sino las imágenes del pasado”. Dicho esto, el concepto de la memoria es la base del trabajo de la cineasta chilena, afincada en Barcelona, ya desde sus primeras piezas, De monstruos y faldas (2008) o Lo indecible (2012) en los cuáles trazaba un profundo y sobrio trabajo sobre sendos casos de carcelación y tortura de las dictaduras españolas y chilenas, protagonizadas por personas anónimas, donde exploraba la memoria personal de aquellos invisibles, de los que nunca protagonizaban portadas de diarios, de tantos ausentes de la historia oficial.

Ya en su primer largometraje El gran vuelo (2014) retomaba lo investigado en el citado De monstruos y faldas, para retomar una de esas historias que pululaban por su pieza para centrarse en la figura de Clara Pueyo Jornet, militante del Partido Comunista que, después de huir de la cárcel de Les Corts en Barcelona, se perdió su pista. Astudillo tejía de manera extraordinaria un brillante y profundo retrato de la desaparecida a través de imágenes ajenas de la época de cuando vivió, ya que no existía material archivo de ninguna naturaleza, creando un mosaico magnífico en el que  indagaba en aspectos ocultos y oscuros de su biografía y dejaba abiertos todos los posibles caminos de su destino, a más, de realizar un ensayo sobre la naturaleza de las imágenes utilizadas, en la que realizaba un exhaustivo análisis de las imágenes, deteniéndose en cómo eran filmadas las mujeres, en su mayoría pertenecientes al servicio.

En su segunda película, la directora chilena va mucho más allá, porque vuelve a centrarse en una persona anónima, la citada Ainhoa Mata Juanicotena (1971-2016) una ciudadana más, una desconocida más, aunque el proceso creativo de la película anduvo por otros lares a los empleados en El gran vuelo, porque si en aquella la ausencia de imágenes provocó la búsqueda de otras de la época, en esta ocasión, la abundancia de material significó otro reto, elegir una idea entre tantas posibles, ya que había tantos caminos abiertos como diferentes. Patxi, hermano de Ainhoa, puso en manos de la cineasta material fílmico realizado en Súper 8, registrado por el padre, material en video, filmado por la propia Ainhoa, grabaciones telefónicas, cientos de fotografías familiares y los diarios de la joven citada. Un material inédito y familiar que abarcaba casi 40 años de vida, una vida llena de momentos alegres y divertidos sobre la infancia y la aventura de crecer, y también, esa adolescencia inquieta y esa juventud desencantada de la protagonista.

Astudillo construye una fascinante y maravillosa película fragmentada, grande en su sencillez e inabarcable en su reflexión, llena de idas y venidas por la biografía de Ainhoa, desde su infancia, pasando por la adolescencia y llegando a la edad adulta. Un viaje sin fin, un recorrido por su vida, por la fragmentación de su vida, a través de las películas de Súper 8 del padre, las fotografías y las grabaciones, donde Astudillo reflexiona sobre la naturaleza de las imágenes, su textura, sus imperfecciones producidas por el paso del tiempo y conservación, donde vemos a una familia feliz que disfrutan en vacaciones, con los padres de Ainhoa, sus dos hermanos mayores y ella misma, tanto en el País Vasco y su emigración a Barcelona. Momentos de otro tiempo, de un pasado lejano que jamás volverá, en el que las imágenes familiares dejan paso a una reflexión magnífica sobre la familia y la biografía propia, a la que la directora chilena añade lecturas del diario de Ainhoa, leídos por Isabel Cadenas Cañón, autora de También eso era el verano, un álbum familiar sin fotografías, una estupenda metáfora del viaje que propone Astudillo, en relación a la naturaleza de las imágenes, su destino, nuestra relación con ellas desde el presente, unas imágenes que explican unas vidas, algunas de ellas ausentes, cómo se detalla en la película.

Astudillo plantea una película de múltiples capas, a las que va añadiendo elementos que van añadiendo más piezas al caleidoscopio complejo de la existencia de Ainhoa y su familia,  como añadir su propia presencia, donde la directora, filmada en Súper 8, con el mismo formato cuadrado que acompaña a esas imágenes encontradas de la familia, en las que la directora se convierte en interlocutora con la propia Ainhoa, a la que escribe una carta que sabe que jamás leerá, en la que reflexiona en primera persona sobre acciones y decisiones comunes con la propia Ainhoa,  también leerá diferentes textos procedentes de diarios de artistas insignes como Frida Kahlo, Simone de Beauvoir, Susan Sontag, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik o Anne Sexton, algunas de ellas suicidas, como el fatal destino de Ainhoa, textos que, al igual que el de Ainhoa, se convierten en textos muy íntimos, donde descubrimos pensamientos, reflexiones y sensaciones sobre la maternidad obligada, la menstruación o el aborto, explicado de manera natural y sincera. También, escucharemos diferentes testimonios que nos hablan de otros aspectos y elementos de la propia Ainhoa, como los de su hermano Patxi, Esther, Lluís o Dave, personas que en algún momento u otro de sus existencias se cruzaron en la vida de Ainhoa.

Astudillo vuelve a contar con su equipo cómplice y habitual que raya a una altura inconmensurable, con el montaje de Ana Pfaff que realiza un trabajo memorable que entrañaba muchas dificultades, llevándonos de un tiempo a otro de manera sencilla y bella, haciéndonos reflexionar, a través de la naturaleza de las imágenes y su diálogo con el pasado y el presente, y Alejandra Molina en la edición de sonido, otro apartado esencial en el universo caleidoscopio y laberíntico de Astudillo, y la aportación en el Súper 8 de Paola Lagos, así como la suave y delicada música de La Musa, que añade otra lectura más si cabe en la vida de Ainhoa. Así como sus objetos más íntimos, como discos de grupos de rock radical vasco, fotografías, sus pinturas, pipas, y su cartera, objetos de alguien que vivió a su ritmo, que mostraba dos caras, la del exterior, donde era alguien duro y frívolo, y la del interior, que conocemos a través de sus diarios, donde se mostraba solitaria, sensible, angustiada y torturada, una persona que no encontraba el amor, que se sentía insatisfecha con su vida, con su trabajo, y quería escapar de todo y acabó con malas compañías, drogas y demás pozos oscuros, que quiso vivir demasiado deprisa, lanzándose al vacío, como le ocurrió a tantos de su generación, unos seres con inquietudes artísticas, curiosos pero perdidos en sí mismos y a la deriva en una sociedad que prometía tanto y finalmente ofreció tan poco y acabó desaparecida en su abismo, en aquellos años de finales de los 80, cuando Ainhoa se va aislando de todo y todos, marginándose en un bucle peligroso que la llevó a tomar una decisión irreversible y mortal. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Blaze, de Ethan Hawke

ESA BALADA TRISTE Y SOLITARIA.

“Blaze era un artista americano antes de que existiera el género”.

Thom Jurek (Músico-escritor)

La película arranca al atardecer en el porche de una pequeña cabaña en algún lugar de Texas, a pocos metros, en la carretera, los automóviles pasan continuando su dirección. Nos encontramos con Blaze Foley, un músico country algo borracho, mientras toca su guitarra va canturreando alguna de sus canciones, a su lado, algunos amigos ríen y le siguen en los coros. La noche va cayendo, las canciones continúan, como en un duerme vela, las risas van aumentando, es una reunión entre colegas, sentados en un porche, alejados del mundanal ruido, sintiendo que la vida va y viene y todo parece continuar igual. De Ethan Hawke (Austin, Texas, EE.UU., 1970) conocíamos de sobra su faceta como actor, con sus grandes interpretaciones en El club de los poetas muertos,  Gattaca, Training Day o sus películas con Richard Linklater. Desde el 2001 viene realizando trabajos como director en títulos como Chelsea Walls, The Hottest State (2006) el documental Seymour: An Introduction (2014) cine intimista, próximo y desnudo, cine sobre artistas outsiders, fuera del neón y el oropel, gentes sencillas con pasiones arrebatadoras y llenas de fe, artistas que buscan y rebuscan para alcanzar su cima.

Ahora, el cineasta texano nos envuelve en la vida de Blaze Foley (Malvern, Arkansas, 1949-Travis Heights, Austin, 1989) un músico estadounidense country, uno de esos artistas solitarios y tristes, que componen canciones y cantan a la vida, a la desesperación, al amor, a lo imposible, y a la desazón de la existencia entre sus innumerables rostros y texturas, alguien que camina a paso lento (ya que de niño la polio lo dejó así) por carreteras secundarias, que toca medio borracho en bares vacíos o locales apartados en que ni cristo le hace caso, seres anónimos, individuos que sin quererlo ni pretenderlo, dejarán un legado inmenso como fue en el caso de Blaze, con su movimiento musical country, el “Texas Outlaw Music”, que inspiró a músicos de la talla de Merle Haggard y Willie Nelson, entre otros. Aunque, Hawke nos hace un biopic al uso, ni mucho menos, Hawke se va a los márgenes, donde parece sentirse en su salsa, y filma la existencia anodina, vital y tranquila de Blaze, y lo hace basándose en el libro de Sybil Rosen, “Living in the Woods in a Tree: Remembering Blaze Foley”, compañera de Blaze, y coautora del guión junto a Hawke, construyen una película estructurada en tres tiempos, el mencionado en el inicio, donde Blaze con sus canciones y sus amigos vivirá su última noche con vida, después de su desgraciada última actuación en el “The Outhouse”, en Austin.

Luego, en el segundo tiempo, viviremos y sentiremos su love story junto a Sybil en una cabaña en mitad del bosque, entre canciones, amor y sexo, y el posterior viaje a Austin y aún más el de Chicago, donde las cosas en la pareja ya no eran tan idílicas ni cálidas. Y finalmente, un último tiempo, años después, cuando Townes Van Zandt y Zee, sus dos más allegados amigos le cuentan a un periodista radiofónico la vida y milagros de Blaze. Hawke va de un tiempo a otro de forma aleatoria y desestructurada, componiendo un retrato íntimo y profundo sobre un músico outsider, un “fuera de la ley” en toda regla, un tipo sencillo, que a veces bebía demasiado, o en ocasiones no trataba demasiado bien a su mujer y sus colegas, y en otras, parecía querer autodestruirse, no avanzar y estancarse en sus canciones y en su existencia amarga, pero, eso sí, en otros instantes, era un ser encantador, alguien especial, un tipo como pocos y alguien capaz de componer la mejor de las canciones, con sinceridad y verdad.

El cineasta estadounidense recorre un periodo de unos quince años en la vida de Blaze, desde el año 1974 hasta su muerte en 1989, capturando con detenimiento y reposo todos esos momentos en su vida, esas noches que nunca se acababan, esos temas tristes y sinceros que rompían el alma de quién los escuchaba, esas caminatas sin fin donde no había un puto dólar, o tantos locales donde el público lo ignoraba y acaba tirado a patadas, o su momento de gloria con esos tres magnates que lo quieren lanzar como una star del country (interpretados por Linklater, Sam Rockwell y Steve Zahn) aunque las cosas no suceden como se esperan, quizás nunca suceden como las esperas, simplemente suceden y poco o nada tienen que ver con lo planeado. Un reparto ajustado y lleno de almas encabezado por el músico y actor Benjamin Dickey que da vida a Blaze, bien acompañado por Ali Shawkat como Sybil, la musa, el amor y la luz del músico, el músico Charlie Sexton como Townes Van Zandt, Josh Hamilton como Zee, Kris Kristofferson, actor y leyenda de la música country haciendo un corto papel como padre de Blaze, y finlamente, el propio Hawke un papelito en la sombra.

Hawke mira a esos cineastas alejados de lo convencional que filmaban a tipos rotos, quebrados, sin aliento y tremendamente cansados como Fuller, Ray, Cassavetes o Altman, o esos músicos desconocidos con guitarra en mano y caminando llenos de polvo tocando en tugurios de mala muerte como en El aventurero de medianoche, de Eastwood, Tender Mercies, de Beresford o Inside Llewyn Davis, de los Coen, retratos demoledores sobre artistas solitarios, incomprendidos y románticos, que no encajan de ninguna de las maneras en un mundo demasiado sórdido, superficial y mercantilizado, una especie de extraterrestres en su propio entorno y existencia, seres que caminan y caminan hasta caer rendidos sin fuerzas, como aquel cowboy anónimo que cantaba Johnny Cash, y sobre todo, por todos aquellos que soñaron una vida diferente a través de sus canciones y se sintieron demasiado solos y apartados. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA