ALI QUIERE HUIR DE TÚNEZ.
“No puede haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados”.
Adam Smith
Erase una vez… Un hombre que camina junto a su hijo un domingo cualquiera en busca de su herramienta de trabajo: Su bicicleta. Esta es la historia que contaba Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio de Sica. Punta de lanza del Neorrealismo italiano. Han pasado más de siete décadas y como destacaría el poeta, seguimos en las mismas. Seguimos en las mismas dificultades para tener un trabajo, una vivienda y una vida digna. En los países empobrecidos aún es peor, países como Túnez, que Francia arrasó en sus años de colonialismo. Países que vieron como las revoluciones llamadas como la “Primavera Árabe”, ocurridas entre 2010-12, hicieron movilizar a cientos de miles de personas indignadas por las condiciones miserables en las que existían. Pero, diez años después de aquel estallido, dónde quedó todo aquello, donde fueron a parar tantas promesas e ilusiones de tantos y tantas que creyeron en un cambio social real. Uno de ellos es Ali, un joven tunecino que vive en Sidi Bouzid, la ciudad dónde empezó todo, donde se saca unos cuántos dinares de la venta ambulante de gasolina con el sueño de emigrar a la Europa del bienestar y de la riqueza. La muerte de su padre, con el que lleva tres años alejado, le devolverá al hogar familiar y ayudará a sus dos hermanas pequeñas. Las deudas y un desahucio inminente lo llevarán a trabajar como contrabandista con el peligro que conlleva.
El cineasta Lofty Nathan (New York, EE.UU, 1987), de origen egipcio, que conocimos a través del documental 12 O’Clock boys (2013), en la que retrataba a un grupo de chavales que encuentra en el “dirt bike riders” su forma de resistir los avatares de una sociedad injusta y desigual. Ahora, debuta en la ficción con el largometraje Harka, una palabra con dos definiciones: “quemar” y por otro lado, el nombre que se les da a los que emigran ilegal en patera a Europa, en un guion inspirado en la realidad cruda y sin futuro que se enfrentan cada día muchos tunecinos en la piel de Ali. Con una imagen poderosa y que quita el aliento por su cercanía y transparencia filmada en 35mm por el cinematógrafo debutante Maximilian Pittner, la intensa música de Eli Keszler y el exquisito y conciso montaje del tándem Sophie Corra y Thomas Niles, que ya trabajó con Nathan en el mencionada 12 O’Clock Boys, consiguen una película punzante y muy física, apoyada en la poderosa mirada de Adam Bessa que da vida al desdichado Ali, en una increíble interpretación basada en el silencio y la contención que le valió el premio en la prestigiosa sección Un Certain Regard del Festival de Cannes.
Estamos frente a un intenso y dramático western, al estilo de los Ray y Peckinpah, de aquellos que cuentan las miserias y dificultades de la condición humana en pos de una sociedad arbitraria, fascista y clasista, donde cada día muchos hombres y mujeres no saben que será de ellos, rodeados de injusticia y sobre todo, sin más salida que lo ilegal y la violencia. También hay algo de esperanza, aunque muy poca, con esa sensible relación entre el propio Ali y su hermana pequeña, Alyssa, que interpreta con astucia la joven Salima Maatoug, donde vemos los momentos de aire que nos concede una película que mira hacia la vida desde un prisma realista, casi como un documento, porque es cine de verdad, aquel que refleja la sociedad, o el menos, una parte de ella, focalizándose en la mirada y cuerpo de Ali, que es uno de tantos jóvenes de Túnez, y de tantos países árabes, africanos y asiáticos que sueñan con escapar de sus tierras y emigrar a Europa. Por momentos, la película puede ser muy dura, pero nunca cae en el exhibicionismo ni en el sentimentalismo, camina por esa delgada línea entre el retrato y la denuncia inteligente e íntima sin caer en esa condescendencia tan cutre y superficial de tantos filmes que pretenden una cosa y acaban por ser una caricatura esteticista y poco más, sólo con el fin de reventar taquillas independientemente del tema que traten.
Seguiremos la pista de Lofty Nathan porque Harka, su primer largometraje en la ficción, aunque como hemos comentado tiene mucho de documento, de reflejo de una realidad y de situar su mirada en el aquí y ahora, es una película digna de la frustración y decepción de las revoluciones que no acaban de verse reflejadas en los cambios sociales, y seguimos igual, con otros gobernantes, pero con las mismas artimañas de corrupción en todos los sentidos, como esos desencuentros con la policía y demás funcionarios que sirven al poder injusto y deshumanizado que no sólo no ayuda sino que reprime al que menos tiene. Harka nos devuelve o quizás, podríamos decir que es un ejemplo más que magnífico de cine social bien construido y mejor desarrollado, porque lo que cuenta es la existencia de un joven tunecino, pero podría ser uno de tantos jóvenes en muchas partes del mundo que no tienen vida, no tienen nada, y sobre todo, han perdido toda esperanza y andan como almas en pena a la deriva y capaces de cualquier barbaridad para llamar la atención o simplemente escapar de esas miserables y terroríficas vidas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA