As bestas, de Rodrigo Sorogoyen

LOS OTROS. 

“El hombre es el inventor de la crueldad. Sé que tengo que gobernar la bestia que llevo dentro; algo así hacemos con la razón; pero la crueldad es fruto de la razón. La misma razón que crea.“

José Saramago

Después de cinco películas y media, podemos decir sin ánimo de aventurarnos demasiado que, el cine de Rodrigo Sorogoyen (Madrid, 1981), tiene una mirada de aquí y ahora, un cine que se centra en nuestro alrededor más próximo, en relatos donde sus individuos están metidos en encrucijadas de difícil tesitura, personajes totalmente emparentados con la figura clásica del antihéroe trágico del western, esos tipos, nobles y transparentes, que deben lidiar con fuerzas del mal, ya sean caciques de pueblo de turno, o sheriffs corruptos y demás tipejos, porque cuando el western alcanzó su mayoría de edad, o sea que se dejó los alardes nacionalistas donde los indios eran el foco de enemistad y demás, se centró en la corrupción imperante y la violencia desatada con la que se edificaron muchas ciudades, en que el miedo y la muerte era el pan de cada día. 

No podría entender el cine del madrileño sin el grandísimo trabajo de la guionista Isabel Peña (Zaragoza, 1983), en el universo de Sorogoyen, porque le viene acompañando en la elaboración de los guiones desde casi el principio. Tanto el madrileño como la maña han construido una solidísima filmografía que abarca cinco largometrajes y alguna que otra serie, en que a partir de un conflicto dramático, visten sus obras de thrillers agobiantes y laberínticos, donde las emociones complejas tienen una parte muy importante en su desarrollo. La magnífica apertura de As bestas, con ese hipnótico y revelador prólogo, del que ya tuvimos buena cuenta en A rapa das bestas (2017), de Jaione Camborda, y en Trote (2018), de Xacio Baño, en las que también escenificaban la lucha del hombre y el animal. Sorogoyen, después de ese arranque, nos sitúa en una de esas aldeas galegas, aunque podría ser cualquiera del ancho y largo territorio del país, esos lugares fantasmales que la falta de trabajo y la dejadez gubernamental ha vaciado, y se basa en un hecho real, para contarnos la existencia de un matrimonio francés alrededor de la cincuentena, los Antoine y Olga, que quieren hacer su proyecto de vida cultivando la tierra y restaurando las casas abandonadas para que otros como ellos vengan a disfrutar de la naturaleza. 

Antoine y Olga se encontrarán o mejor dicho, se tropezarán con los “otros”, las pocas gentes de la aldea que todavía resisten a pesar de tantas hostias, y en especial, los hermanos Xan y Loren que están en conflicto con los franceses, porque una empresa eólica quiere instalar sus molinos y todos votaron que sí, menos el francés y algún otro. El cineasta madrileño nos mete en faena desde el primer instante, manteniendo las brasas de este irremediable estallido de llamas, porque como buen western que es, la tensión está presente en cada instante, en cada mirada y en cada gesto, son impagables todos los momentos del bar del pueblo, esos diálogos tan llenos de rabia y furia, y el estupendo uso del miedo instalado tanto en unos como en otros, con esas grabaciones caseras de Antoine, que ayudan a hacer correr el tiempo y a situarnos en el continuo conflicto malsano que tienen entre los franceses y los hermanos gallegos. Un elemento fundamental de la película es la excelente música de Oliver Arson, del que hemos escuchado hace poco su trabajo en Cerdita, y un habitual de Sorogoyen, con esos ritmos afilados y de lija que nos sacuden a cada momento, con esos tambores de esa guerra inminente entre unos y otros.

El gran trabajo de luz del cinematógrafo Alex de Pablo, otro cómplice del director, del que hemos visto no hace mucho su maestría en El sustituto, de Óscar Aibar, que acoge esa luz mortecina, de monte, de niebla, de humedad y de frío, que tan bien penetra en cada espacio, tanto interior como exterior, donde los contrastes evidencian la tensión y el miedo que se palpa, y finalmente, el exquisito trabajo de montaje de Alberto del Campo, que también estaba en Competencia oficial, que unifica una historia que tiene dos partes bien diferencias, y también, dos tonos muy diferentes, pero que son una unidad, donde el miedo y la tensión van cambiando, pero no desaparecen, donde todo fluye en un metraje que se va a los ciento treinta y siete minutos. Resulta alentador y magnífico que la última temporada de cine español haya vuelto su mirada a lo rural, con relatos muy diferentes entre sí, que aglutina todas las complejidades existentes y las diferentes luchas de sus habitantes por mantener una forma de vida y de relación con la naturaleza como son Alcarràs, de Carla Simón, Cerdita, de Carlota Pereda, y la de Sorogoyen, deseamos que esto no sea flor de un día, y los cineastas sigan acercándose a lo rural que siempre había sido espacio intrínseco del cine de nuestro país. 

Una película como As bestas que tanta importancia le da a todo lo invisible, en un gran equilibrio entre lo físico, ya sea el entorno y el movimiento de los personajes, como lo emocional, tenía que reclutar a un buen grupo de intérpretes capaces para mostrar todo ese interior salvaje y malsano que ocultan y el que no, y lo ha conseguido con dos star del cine francés como Denis Ménochet, que le hemos visto en mil y una, y hace poco en Peter von Kant, de Ozon, haciendo de Fasbinder, casi nada, con ese físico tan imponente y esa mirada alijada, hace un Antoine con ternura y también, una animal herido que luchará por “su casa”, junto a él, su esposa en la película, una Marina Foïs, que nos enamoró en Una íntima convicción, en el rol de la esposa enamorada, que vive el sueño de su marido, una mujer en la sombra que más tarde, también tendrá su protagonismo y demostrará una entereza, valentía y arrojo envidiables. Y luego están los otros, los hermanos machados y desgraciados, como espeta en algún momento de la película, unos enormes Luis Zahera, su tercera película con Sorogoyen, aquí dando vida al malcarado y dolido Xan, bruto y salvaje, y el otro hermano, Diego Anido, que nos encantó en la citada Trote, el hermano más tranquilo o quizás, podríamos decir, el menos violento, aunque tiene lo suyo. Dos hermanos que no estarían muy lejos de aquellos de Puerto Hurraco que se liaron a tiros con todos un maldito domingo de finales de agosto de 1990. 

También tenemos a los de fuera, aquellos que orbitan alrededor y funcionan como testigos, como hacía el joven Enrique en la inolvidable La caza, entre los que están Marie Colomb, la hija del matrimonio francés, que mira y observa e interviene y no entiende a sus padres ni nada de lo que hacen, y el actor no profesional José Manuel Fernández Blanco como Pepiño, el “amigo” de los franceses. As bestas es una película que recoge lo ancestral con esa lucha entre lo propio y lo extraño, entre lo de aquí contra lo extranjero, entre la animalidad y lo racional, un choque entre formas de mirar, entender y relacionarse con la naturaleza y los animales, entre lo mío, lo de toda la vida, y lo otro, lo que viene de fuera, el que me quiere arrebatar, un conflicto eterno de difícil solución, y lo muestra a través de una complejidad apabullante y con el tempo de los grandes, con una película que nos habla de muchas cosas, de la sociedad rural, de una de ellas, porque tampoco pretende ser ejemplo de nada, de capitalismo salvaje, de agricultura, de formas de vida ya desaparecidas y otras, a punto de desaparecer, como la que encarna el señoritingo que hereda y nunca va al pueblo, o lo ve como una oportunidad de negocio sin más, de drama cotidiana y extraordinario, y de thriller del bueno, del que se te mete en las entrañas y no te suelta, y todo contado con la precisión del que sabe hacia dónde va. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Franco Piavoli

Entrevista al cineasta Franco Piavoli, con motivo de la retrospectiva en el marco de la Mostra de Cinema Espiritual en la Filmoteca de Catalunya en Barcelona, el miércoles 16 de noviembre de 2022

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Franco Piavoli, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Lucas por su gran trabajo como intérprete, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial, y a Jordi Martínez de comunicación de la Filmoteca, por por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Suro, de Mikel Gurrea

HELENA E IVÁN Y EL BOSQUE.

“Las fronteras no son el este o el oeste, el norte o el sur, sino allí donde el hombre y la mujer se enfrenten a un hecho”.

Henry David Thoreau

Erase una vez a Helena y David, un par de arquitectos y enamorados, que deciden dejar la locura de la ciudad y comenzar un proyecto de vida en la casa de la tía del pueblo de ella que está en desuso. En los primeros instantes, la armonía entre ellos y el nuevo lugar parecen ir de la mano. Pero, en cuanto empieza la temporada del corcho, donde una colla pela el corcho de los alcornoques durante el verano, empiezan a surgir entre ellos conflictos y tensiones que virarán su entorno, su amor y sus vidas. De Mikel Gurrea (San Sebastián, 1985), conocíamos su trabajo en varios cortometrajes y su labor como docente en el proyecto de Cinema en Curs. Con Suro, construye una sólida opera prima, llena de espacios ocultos y muchos subterfugios, donde prima el estudio psicológico de los dos personajes principales, y los cambiantes y certeros puntos de vista durante el relato, amén de una elaboradísima disertación con la frontera en toda su amplísima definición, ya sea física y emocional, donde el conflicto no solo acentúa los problemas internos de la pareja, sino que los sitúa en ese lugar de no lugar donde nunca sabemos qué hacer, o simplemente donde mirar.

La historia nos sitúa en ese entorno natural y agradable que parece al inicio de la película, en la comarca de l’Alt Empordà, porque siempre lo conoceremos desde la posición de la pareja recién llegada, donde todo significa un descubrimiento, y sobre todo, un sueño y una nueva vida para ellos, ajenos a todo lo que les espera, para luego más tarde, en una trama in crescendo, se van adentrando en su realidad y su complejidad, en  terrenos y situaciones más complejas, en el que el verano abrasador, la difícil tramuntana que sopla, y la amenaza constante del fuego, convierten el lugar y los personajes que lo habitan, en un campo de minas, en un espacio donde todo se tensiona y se generan conflictos a doquier. No estamos ante una película que sea un reflejo de la extracción del corcho, porque esa actividad funciona como espejo para introducir las grietas de esta pareja urbanita, que no son conscientes en las dificultades que se estaban metiendo en ese entorno rural que,  a simple vista, parecía otra cosa.

El primer largometraje de Gurrea brilla en su parte relato con un implacable guion que escriben el el propio director y el argentino Francisco Kosterlitz, que ya demostró su valía en la película El silencio del cazador (2019), de Martín Desalvo, con la que guarda algún parentesco en el tratamiento psicológico de los personajes y el entorno rural, y tampoco se queda atrás en su cálida y ennegrecida luz a medida que avanza la trama y los problemas, firmada por Julián Elizalde, del que hemos visto grandes trabajos con Meritxell Colell, Elena Trapé y la más reciente La maternal, de Pilar Palomero, la excelente música de Clara Aguilar, que dota de ese elemento crucial para una historia en el que casi todo pasa en el interior de los personajes. El estupendo trabajo de sonido de Leo Dolgan en el directo y Xanti Salvador en la mezcla, para crear toda esa atmósfera densa y dura que se va generando en esa casa, en ese lugar y en esa pareja. El magnífico trabajo de montaje de Ariadna Ribas, que pocas presentaciones hacen falta, en otro ejercicio de concisión, de miradas y gestos cortantes y en dura batalla consigo mismas y con el entorno, en un metraje que se va casi a las dos horas.

Otra de las grandes ideas de la película es su mezcla entre actores profesionales y actores naturales, donde encontramos a la pareja Helena e Iván, intérpretes con experiencia como Vicky Luengo, en la piel de Helena, una mujer que no se arruga ante nada, con más vida que Iván, alguien que deberá enfrentarse a todo aquello que soñaba con su vida en el pueblo, y que en la realidad ha sufrido sus más que variaciones que la han sacudido su interior, y Pol López, que interpreta a Iván, un tipo que le ocurre lo mismo que a Helena, porque no es consciente de las consecuencias de sus acciones y sobre todo, en el lugar en el que está, tan complejo y ajeno a él y a su forma de ver las cosas. Tenemos a Karim, ese chaval marroquí sin papeles que trabaja como pelador, que hace el joven debutante Ilyass El Ouahdani, que se convierte en la piedra de distensión entre la joven pareja por una serie de acciones que se van planteando. Y luego, la colla de peladores, con sus hachas rompiendo la tranquilidad y la paz de un bosque que luego veremos que no es tal. Suro se enmarca en ese cine de lo rural, de la frontera entre aquellos que lo habitan y aquellos otros que vienen de la ciudad, con sus ideas, sus formas de hacer y sobre todo, de mirar, una idea que veíamos en cintas tan extraordinarias como Defensa (1972), de John Boorman, y en Furtivos (1975), de José Luis Borau, donde el bosque y lo rural dictaba sus reglas, sus hipocresías, sus códigos sociales y sobre todo, el espacio que a cada uno le tocaba.

Nos alegramos enormemente por este extraordinario debut de Mikel Gurrea, no solo por todo lo que plantea, sino también por sumergirnos en un cuento moral y psicológico, como los que hacían Carlos Saura y Víctor Erice en los setenta, donde agarraban con fuerza e intensidad a los espectadores y los sacudían con sus entramados estudios de la condición humana, tan frágil, tan vulnerable y tan estúpida, y a veces, tan cruel, que se divide entre los que sí y los que no, y al que se rebela, lo ajusticia sin contemplaciones, en una ley entre aquello que la mayoría considera justo, y solo unos pocos consideran injusto, donde los personajes se mueven entre arenas movedizas, ya no solo en esos entornos tan asfixiantes y hostiles, sino en sus interiores, tan cambiantes, tan contradictorios y tan complejos, en ese de deambular por las emociones, por todo nuestro código moral que, en muchas ocasiones, se desbarata y nos cuestiona todo, porque en el fondo todos y cada uno de nosotros, se mueve en líneas muy finas entre el lo que llamamos bien y mal, y casi siempre sabemos muy poco y lo aplicamos peor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cerdita, de Carlota Pereda

SARA Y LOS MONSTRUOS.

“Los monstruos son reales, y los fantasmas también: viven dentro de nosotros y,  a veces, ellos ganan”.

Stephen King

Desde que apareció el cortometraje Cerdita en 2018, la película se ha convertido en todo un fenómeno con sus más de 300 participaciones en festivales de todo el mundo, y sus más de 90 premios. Su directora Carlota Pereda (Madrid, 1975), con amplísima experiencia en televisión como script, guionista y directora en series como Periodistas, Acacias 38, El secreto del Puente Viejo y Águila roja, entre otras, ya había hecho un par de películas cortas como Las rubias (2016), y Habrá monstruos (2019). Toda esa gran trayectoria hizo que el cortometraje se convirtiera en el largometraje que ahora nos ocupa, y Cerdita se convirtiera en su opera prima y en toda una realidad, que ahora podemos disfrutar todos los espectadores. La película se centra únicamente en una sola jornada, en la que nos cuenta la historia de Sara, una adolescente obesa y apocada, que recibe los insultos y el acoso constante de las demás chicas y chicos.

La película se sitúa en uno de esos pueblos perdidos de la provincia de Extremadura, pero podría ser otro pequeño municipio a lo largo y ancho del país. Es verano, el calor es sofocante y asqueroso tanto en el pueblo como en la carnicería que regentan sus padres. Sara aprovecha el desierto y el silencio de las calles a la hora de la siesta, para acudir a la balsa de las afueras para refrescarse. Cuando todo parece tranquilo, llegan las de siempre, Claudia, Roci y Maca, y se ceban con ella, dejándola a su suerte. Aunque, ese día, en ese lugar, y a esa hora, todo cambiará, porque un desconocido acecha a las chicas, y la realidad triste y oscura de Sara cambiará por completo. Los anteriores trabajos de Pereda se habían instalado en el género, ya fuese thriller o terror, pero sin olvidarse de la idiosincrasia tan de aquí, con toques de humor negro y exponiendo muchos temas como el miedo, los conflictos personales de identidad y con los demás, y todos los monstruos físicos y espirituales que nos habitan y en relación con nuestro entorno y con los que nos rodean.

Cerdita construye su relato a partir de todos esos elementos, personificando en la mirada y el cuerpo de su protagonista, alguien que se oculta ante el recelo y el bullying, mostrándose seca y cerrada ante los demás, alguien con un cuerpo grande, convertida en un monstruo feo y triste en su pueblo. La directora madrileña viaja por diferentes marcos en su primera película, desde el drama íntimo, los conflictos propios de la adolescencia, el despertar sexual, el psycho killer rural, y la venganza, y la redención íntima de alguien que deja ser un patito feo para convertirse en la reina del lugar, situación que la emparenta directamente con Carrie (1976), de Brian de Palma, que está basada en una novela de Stephen King. Pereda recluta algunos de sus más fervientes cómplices como Rita Noriega en la cinematografía, que ya estuvo en sus cortos de Cerdita y Habrá monstruos, y tiene en su haber películas con Kike Maíllo y Álex de la Iglesia, que consigue con esa luz que quema, toda la asfixia y el agobio del personaje y del lugar, tanto de día como esa noche oscura y fragmentada. Otro compañero de viaje es el montado David Pelegrín, también del corto Cerdita, que condensa con aplomo y pausa los cien minutos de metraje, con ese ir y venir entre Sara y el resto, entre Sara pueblo y las afueras, en un constante espejo-reflejo, donde el personaje esta en continuo conflicto consigo mismo, en que el espectador actúa como testigo-juez de sus acciones, porque al igual que ella, sabemos todo lo que ocurre.

El inmenso trabajo de sonido con Nacho Arenas, que estuvo en Las rubias y Cerdita, con más de 120 películas a sus espaldas, en un brutal composición junto a dos fenómenos como Nicolás de Poulpiquet, con más de 190 trabajos y Nicolás Mas, que ha estado en los equipos de Crudo, de Julia Ducournau y Malgré la nuit, de Philippe Grandrieux. Y las nuevas incorporaciones al universo de Pereda como la excelente música de Olivier Arson, habitual en el cine de Sorogoyen, y el gran trabajo de casting de Arantza Vélez, a la que le arropan películas como La herida, Hermosa juventud, A cambio de nada, Verónica y As bestas, que trabaja con Paula Cámara, como en Cerdita. Un reparto bien escogido y mejor trabajado encabezado por una Laura Galán, que repite el personaje de Cerdita, en una composición natural y cercanísima, en la que la vemos sufrir de todo: el infernal calor y a las personajes, esos demonios con patas que siempre serán el animal más peligroso, y la descubriremos en todos los sentidos, tanto en lo sexual y en la rabia que sacará a su debido momento, en lo exterior como en el interior.

El resto el reparto no desentona en absoluto, al contrario, le da una profundidad maravillosa, entre dos “veteranas” como las tótems Carmen Machi, como la madre de Sara, que es capaz de hacer de tía con pasta como de esposa de carnicero y madre de pueblo, y la presencia de Pilar Castro, y un ramillete de intérpretes poco conocidos en la gran pantalla que demuestra una naturalidad desbordante e intimidad, como los sorprendentes jóvenes como Irene Ferreiro como Claudia, Camille Aguilar como Roci, y Claudia Salas como Maca, José Pastor como Pedro, un tipo que estará más cerca de Sara de lo que ella cree, la peculiar pareja de civiles en los que encontramos un veterano muy eficiente como Chema del Barco y el joven Fernando Delgado-Hierro, el Juancarlitos, con esos toques de humor Berlanguiano, y finalmente, Richard Holmes como el desconocido, ese tipo que nadie sabe quién es y que nadie ha visto y que sembrará el terror en el pueblo. Celebramos con gran entusiasmo la llegada al largometraje de Carlota Pereda, porque estamos seguros que su cine seguirá ofreciéndonos relatos contundentes y sensibles sobre nuestra forma de ser, sobre la forma en que nos relaciones con los demás y sobre todo, con nosotros, y con ese aroma de cine de género, ya sea thriller o terror, incluso algo de gore, porque la fusión de relato sobrio y crónica de una sociedad y sus habitantes, con lo más oscuro de nuestro ser, resulta en Cerdita  extraordinario, lleno de fuerza, y brillante, en esta fábula de terror anclada en uno de esos lugares donde nunca pasa nada, pero cuando pasa, pasa de verdad… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mil incendios, de Saeed Taji Farouky

LA FAMILIA BIRMANA.

“Gobierna tu casa y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos, y sabrás cuánto debes a tus padres”.

Proverbio oriental

La película se abre de forma magnífica y muy descriptiva. Vemos una zona rural, una tierra que emana fuego, agujereada de pequeños pozos que de forma manual intentan sacar petróleo del subsuelo. El sonido natural ha dejado paso a un intenso ruido mecanizado de las diferentes máquinas y motores rudimentarios para extraer el valioso oro negro. Nos encontramos en Myanmar (Birmania), y conocemos al matrimonio Thein Shwe y Htwe Tin, que han dejado la agricultura y se dedican a la extracción de petróleo manual, un trabajo durísimo, sucio, asfixiante, y sobre todo, muy explotador para el rendimiento que se saca, en un subsuelo cada vez más seco. Zin Ke Aung, el hijo de la pareja, se niega a seguir la tradición familiar y quiere probar suerte con su sueño de futbolista en la ciudad. La familia le apoya, pero también, le entristece perder a su único hijo.

El director palestino y británico Saeed Taji Farouky, ha cimentado una filmografía en el campo documental, adentrándose en una defensa a ultranza por las injusticias de las minorías, componiendo un cine a favor de los derechos humanos, como en The Runner (2013), en el que retrataba la vida de Salah Ameidan, un saharaui occidental que quiere representar como corredor a su país olvidado y no reconocido internacionalmente. En Tell Spring Not to come This Year (2015), película aclamada en el prestigioso Festival de Berlín, en la que se centraba en la intimidad y cotidianidad de dos soldados afganos y hacía todo un profundo recorrido por la historia del país árabe. Con Mil incendios, se ha trasladado a una zona también olvidada, a una zona rural de Birmania, una zona donde malviven muchas familias en el oficio de la extracción de petróleo. La cámara filma y captura esa intimidad familiar, desde el trabajo rutinario, pesado y difícil, las pausas para comer, sobre todo, arroz y algún pescado, y los escasísimos momentos de asueto familiar, donde cada uno sueña con sus cosas, sus ilusiones olvidadas, y sus esperanzas maltrechas.

El extraordinario trabajo de montaje de la experimentada Catherine Rascon, con más de cuarenta títulos en el documental, consigue una película, donde el sonido es capital, porque siempre las máquinas están en funcionamiento, nunca cesas, un ruido que se mezcla con el de la escasa cotidianidad familiar, con esos parones, en los que asisten a ver jugar a fútbol al hijo y lo llevan a la ciudad a las pruebas, o esos otros, que van en moto, con el bidón de petróleo a cuestas, para venderlo en otra aldea más grande, y muchos instantes más. La excelente música de Fátima Dunn, ayuda a relajar tanta desigualdad y miseria, y alegrarnos, porque a pesar de las dificultades, siempre hay tiempo para sonreír y jugar con el recién llegado. Aunque la película retrate unas condiciones de vida y trabajo durísimas y esclavistas, Saeed Taji Farouky no se regodea en esa suciedad y miseria, sino que la filma desde el respeto y la honestidad, huyendo de la “porno miseria”, que mencionaba nuestro añorado Luis Ospina, y dotando de humanismo y sinceridad a todo lo que vemos, a darle valor a esa resistencia de las gentes humildes que, a pesar de tanta negrura, siguen diariamente en sus quehaceres laborales, intentando salir adelante y ayudar a sus hijos.

La película plantea de forma sutil y magnífica las confrontaciones entre padres e hijos o lo que es lo mismo, entre el pasado y el futuro, entre una vida tradicional con trabajos duros y esa otra vida, alejada de la aldea y encaminada a la modernidad, en este caso, el fútbol como vía para huir de tanta explotación. El mismo conflicto del cine del maravilloso e inolvidable Yasujiro Ozu, un cine que hablaba de nosotros, y de cómo el tiempo nos reflejaba en el espejo y nos devolvía otra persona. El cineasta palestino-británico apenas echa mano de los diálogos y construye una película de miradas, gestos, y sobre todo, mucho ruido ensordecedor que inunda toda la pantalla, un ruido mecanizado que no solo expulsa cualquier atisbo de la palabra y por ende, de humanidad, sino que invade todo aquello que vemos en la historia, solo roto por esos escasos momentos ya mencionados, donde la película se transforma en una profunda exploración de sus gentes, sus vidas, sus creencias, sus vidas pasadas, su astrología y todo aquello de donde vienen y hacia donde van. Mil incendios es una película grandiosa, por la sutileza y la honestidad con la que cuenta unas vidas que, en manos de otro, daría a una de esas películas horribles donde el sentimentalismo y la condescendencia se apoderan de todo, y es un desastre. Afortunadamente, Saeed Taji Farouky trata con sumo respeto a todas aquellas personas que filma y lo hace desde la cercanía y la sinceridad del cineasta que observa y no juzga. Una gran película, que no debería perdérsela nadie. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El médico de Budapest, de István Szabó

LA DIGNIDAD HUMANA.

“La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas”.

Karl Marx

El director István Szabó (Budapest, Hungría, 1958), es junto a Miklós Jancsó (1921-2014), y Béla Tarr (1955), los directores húngaros más relevantes e importantes que ha dado el país magiar. La filmografía de Szabó arrancó en 1965 con la película La edad de las ilusiones, a la que le siguieron otras producciones como Padre (1966), Un film de amor (1970), entre otras. Películas que hablaban de la condición humana sometida al contexto histórico, económico, social y cultural de la Hungría comunista y la Segunda Guerra Mundial. A partir de Confianza (1980), la historia de una pareja que simula su amor para no ser deportada por los nazis, su cine despega internacionalmente de la mano del director de fotografía Lajos Koltai, en una colaboración que se alargará 14 películas, y la presencia del sensacional y contenido actor austriaco Klaus Maria Brandauer en la trilogía sobre el Imperio austro-húngaro que se inicia con la cinta Mephisto (1981), en la que un ambicioso actor de teatro se vuelve seguidor nazi para conseguir éxito, en Coronel Redl (1984), un oficial oculta su homosexualidad en plena desmembración del imperio, y Hanussen (1988), donde un hombre dotado para la hipnosis y la adivinación predecirá el auge y caída del nazismo.

Szabó emprenderá una nueva etapa en su cine, en el que realiza varias películas notables rodadas en inglés como Cita en Venus (1991), Sunshine (1999), Conociendo a Julia (2004), con producciones húngaras entre las que destacan Dulce Emma, querida Bobe (1992), The Door (2012), siempre moviéndose en un cine elegante, sobrio, pausado, y enormemente humanista, con la continua lucha entre los valores humanos contra los materiales, y entre los sentimientos y el deber. Con El médico de Budapest, trabaja por primera vez con el director y productor Pál Sandór, que tiene en su haber más de cuarenta producciones, donde vuelve a reencontrarse con Klaus Maria Brandauer, su actor fetiche, convirtiéndolo en un prestigioso cardiólogo de Budapest que, llegada la jubilación, decide convertirse en el médico de cabecera del pueblo donde creció. Allí, se reencontrará con varios personajes, empezando con el cura, ex compañero del colegio, que interpreta Károly Esperjes, que trabajó por primera vez con Szabó en Coronel Redl, con unas maravillosas sesiones de terapia y conocimiento en que se habla de fe y el valor del trabajo y las convicciones personales.

El doctor se tropezará con varios personajes, muy distintos entre sí, unos, más conformes con los delirios del alcalde y otros, en contra. El insigne cardiólogo mantendrá una relación cercana con la maestra que enseña canto a sus alumnos, que hace Dorottya Udvaros, que también estuvo en Coronel Redl, y bajo las órdenes de Jancsó, una mujer viuda, independiente y firme que, también se verá hostigada por los vecinos por su forma diferente de pensar y hacer. András Stohl hace de ese alcalde más preocupado de sus intereses personales que las necesidades de sus habitantes, uno de esos tipos muy críticos con el régimen comunista que ahora, en democracia, utiliza las mismas triquiñuelas para alcanzar sus objetivos, András Balint, uno de los actores húngaros más reputados, imprescindible en muchas películas de Jancsó y en las primeras de Szabó, da vida a un personaje faro del relato, siempre sentado en un banco junto a la estación, testigo de un tiempo pasado y espectador de un presente demasiado viejo.

Con un estilo y una forma muy característica, donde abundan las secuencias donde todo parece fluir sin grandes turbulencias, el cineasta húngaro maneja como nadie el tempo cinematográfico, con un ritmo reposado, cadencioso, como si filmase un diario del pueblo en cuestión introduciendo el conflicto de forma silenciosa, sin armar jaleo, huyendo de las estridencias y virguerías narrativas de mucho del cine actual, István Szabó es de la vieja escuela, aprendió cine a partir de la forma y los personajes, construyendo unos encuadres invisibles, pero llenos de fuerza y contundentes, donde la acción emocional era y lo es todo. Cada personaje es sumamente complejo, visto desde el detalle, desde la mirada del observador que sabe hacia dónde va, siguiendo su camino, moviendo con pausa su historia, y sobre todo, capturando con armonía y sencillez, todo lo que se cuece bajo la apariencia del lugar y sobre todo, de cada uno de los personajes, con su característico tono donde el melodrama intenso y cautivador va calando en el interior de los personajes, y siendo fiel a esa mirada de cineasta curtido en 17 películas, donde se ha labrado una obra de un gran observador de su tiempo, del pasado imperial, ruina y deshecho de los tiempos actuales, lanzando esa mirada crítica, corrosiva e inquieta al régimen comunista, a la democracia o eso que se le parece, y demás momentos convulsos de la historia vivida, donde la condición humana se ve continuamente sometida a los avatares de la historia, donde los valores humanos siempre están chocando con las adversidades históricas, donde la lucha por vivir y sobrevivir pende de un hilo muy fino.

En El médico de Budapest, como sucede en la mayoría de su filmografía, todo se mueve en apariencia con una armonía plácida y cotidiana, pero la llegada del doctor de la capital, romperá con todo eso, y alterará el lugar, dejando al descubierto todas las miserias y la corrupción que se manejan, fusionada excelentemente bien con los conflictos personales de los personajes, tanto los personales como los que tienen con otros, donde hay una historia de amor, de las que encogen el alma, esa lúcida e íntima mirada sobre la vejez con sus alegrías y tristezas, la despoblación y la dejadez del mundo rural, el sentimiento de sentirse extraño en un lugar reconocible, el paso del tiempo y sus afectaciones, las relaciones difíciles entre doctor y su madre, y sobre todo, lanza un mensaje humanista, en la que los valores humanos son cada día más imprescindibles en un mundo cada vez más idiotizado y autómata donde el dinero es el nuevo Dios y la razón de existir. El director húngaro nos habla de esa imposibilidad de volver a lo que éramos, al tiempo perdido, y a todo lo que dejamos, como explicaba con inteligencia y emoción la maravillosa Fresas salvajes, de Bergman, aunque como hace el genial cineasta sueco y el propio Szabó, siempre nos quedará algún lugar y alguna mirada en la que reflejarnos y sentirnos felices, aunque solo sea un leve instante, que con el tiempo se convierten en momentos inolvidables. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Destello bravío, de Ainhoa Rodríguez

LIBERADAS HACIA UN MUNDO NUEVO.

“Libérate del pasado. Y vuelve a nacer.

Abre siempre la puerta hacia un mundo nuevo”

(Del tema “10”, de los Quentin Gas & Los Zíngaros)

En la cinematografía española, como ocurre en cualquier otra, de tanto en tanto surge una película difícil de clasificar, por su idiosincrasia, estilo, forma, narrativa, historia y demás, estas películas rompen con lo establecido, con esos cánones inamovibles entre los que deben de moverse el cine del momento, se convierten en películas de culto al instante, por su cariz transgresor, su irreverencia, y sobre todo, su espíritu cañero, reivindicativo y profundamente personal, que la convierte extraña, fascinante y cautivadora a la vez. Por citar solo algunos ejemplos ese cine podría ser el de la película Diferente (1961), de Luis María Delgado, El extraño viaje (1964), de Fernando Fernán Gómez, Arrebato (1979), de Iván Zulueta, y Mamá es boba (1997), de Santiago Lorenzo, entre otras muchas. Destello bravío, puesta de largo de Ainhoa Rodríguez, una extremeña nacida en Madrid el año del naranjito, es una de estas películas, y lo es por todo lo que cuenta, y sobre todo, por como lo cuenta, en un relato sorprendente, arriesgado y muy personal.

La debutante cineasta se ha lanzado al abismo y ha cosido una película que bebe de muchas cosas, donde la directora lo mezcla todo y cuando digo todo es todo. A saber: tenemos la tragedia lorquiana, más pura y negra, con su luna, su muerte y todo lo demás, con su especial versión del “Anda jaleo”, la fábula clásica con fantasía a lo Sueño de una noche de verano, de Shakespeare o Esopo,  también hay restos del western setentero de Hellman, con esa búsqueda existencialista, y las películas de Jodorowsky, tan realistas y extravagantes, la ciencia ficción de los ciencuenta de la serie B estadounidense, o las alucinadas de los setenta al estilo de El hombre que cayó a la tierra (1976), de Roeg, el surrealismo de entrañas de Buñuel, o alguna que otra alucinación propia del cine de Lynch, y también, pinceladas del musical al rollo The Rocky Horror Picture Show o El fantasma del paraíso,  todo ello mezclado en un gazpacho infinito para hablar de despoblación, de la España rural abandonada, de crítica social, feroz y a degüello del distanciamiento de ese gobierno con lo rural, mezclado sabiamente y sin barreras, con la liberación de unas mujeres sometidas a siglos de patriarcado, liberándose de mucho machismo, de una cárcel imposible y lanzándose a la vida a través de la experiencia sexual más profunda y desatada.

Ainhoa Rodríguez nos cuenta todo este batiburrillo de géneros, miradas, expresiones y conflictos de una forma muy especial, con esa cámara latente y observadora, que mira y filma, con largos planos secuencia donde ocurre todo, lo que vemos y lo que no, en un grandísimo trabajo de Willy Jáuregui, en su primer largometraje, bien acompañado de un montaje seco, seguro y clarificador que nos sujeta a la butaca de forma intensa y brutal, que firma José Luis Picado (que ha trabajado incansablemente en numerosas series como Cuéntame cómo pasó, Hit o Fugitiva, entre muchas otras), y el extraordinario trabajo de sonido, en el que encontramos a dos grandes de nuestro cine como Alejandro Castillo y Eva Valiño, que por el día acogen todos los sonidos naturales del lugar, animales, quehaceres diarios de los personajes, y de la tierra, y por la noche, recogen todo un elaborado sonido con ecos del inicio con los simios de 2001, Una odisea en el espacio, de Kubrick, donde ese instala el misterio, el embrujo, y todo lo que se cuece en el interior y en espíritu de los que habitan ese lugar. Sin olvidarnos de los temas del grupo “Quentin Gas & Los Zíngaros”, con ese “10”, una mezcla singular de rock, pop y flamenco, deudores de “Triana” que acompaña uno de los momentos más impresionantes y desatados que ha dado el cine español en muchos años, que nos remite a los primeros Fassbinder, Waters y Almodóvar.

Y, luego están sus personajes, en su mayoría mujeres maduras no actrices elegidas en un arduo casting naturales de la comarca de Tierra de Barros en Badajoz (Extremadura), que con su naturalidad, sentimiento y sus historias, nos envuelven en sus existencias, su interior y sus conflictos como Isa, que se graba la voz porque cuando llegué el “Destello bravío” perderá la memoria, Cinta que desesperada en un triste y odioso matrimonio, rodeada de santos y vírgenes, intenta huir no sabe dónde, o María que vuelve a su pueblo escapando de su soledad, y ese pastor al cuidado de sus ovejas que se pierde en su trabajo cotidiano y en esa luz cegadora nocturna. Rodríguez, que ha contado con la coproducción de Lluís Miñarro, quizás el productor más estimulante y valiente más importante ahora mismo, que lleva décadas dando oportunidades a propuestas diferentes y audaces. La directora extremeña ha construido una película humana y transgresora, llena de amor y sensibilidad, pero también, de ruptura y batalla que, arremete con todo contra todos, no dejando ningún títere con cabeza, pero lo hace de forma inteligente, elegante y profundamente libre, tanto como las mujeres que retrata, donde la forma se adecúa completamente a ese mundo fascinante y complejo que habita cada una de las mujeres, donde se mezclan el realismo más exacerbado con el surrealismo más extravagante y espiritual, donde vida y sueños se funden, generando un nuevo mundo, una nueva forma de ver las cosas, y una liberación hacia un mundo nuevo, donde las mujeres explorarán más sus existencias, sus cuerpos y su sexualidad, porque ya viene siendo hora, porque ya todo ha explotado y no tiene vuelta atrás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Una veterinaria en la Borgoña, de Julie Manoukian

ENCONTRAR TU LUGAR.

“¿Me preguntas por qué compro arroz y flores? Compro arroz para vivir y flores para tener algo por lo que vivir”.

Confucio

Los más cinéfilos recordarán el personaje del veterinario que interpretaba Javier Cámara, amigo del protagonista, en la maravillosa Ficción, de Cesc Gay. Una profesión que se ha desarrollado muy poco en el cine, un oficio el de curar física y emocionalmente a los animales, y también, a sus propietarios, muy difícil, sin horarios, y muy mal pagado, requiere de mucha voluntad, dedicación, comprensión por los tuyos, y sobre todo, amor a los animales, soportar a sus dueños, y más aún, amor por el entorno rural, tan machacado por el progreso que empuja laboralmente a las personas a las grandes urbes, dejando sin población a los pueblos. Una veterinaria en la Borgoña, la opera prima de Julia Manoukian (Lyon, Francia, 1981), se mete de lleno en el trabajo diario de los veterinarios, situándonos en el corazón de la Borgoña, en la que conoceremos su cotidianidad de la mano de Alexandra, una especialista en virología con su vida y trabajo en París que, por circunstancias emocionales, acaba trabajando de veterinaria en verano en el pueblo donde creció, junto a su tío Michel, después del fallecimiento de su madre.

Una vez allí, conoceremos al socio de Michel, el tal Nico, un hombre en la cuarentena que sufre por conciliar familia y trabajo, y hace lo imposible por continuar con su trabajo. Alexandra no encaja en ese lugar, pero las cosas nunca salen como uno las prevé, y las circunstancias acaban dirigiéndonos. La directora francesa emplea una luz natural y muy intima, obra del cinematógrafo Thierry Pouget, para contarnos una historia que ya hemos visto muchas veces, la del urbanita que regresa al pueblo de su infancia. Pero esta vez, la cosa cambia y mucho, porque nos muestra un oficio casi desconocido, por un lado, además, mezcla con sabiduría y sobriedad la crítica social y la comedia agridulce, donde tenemos a una mujer que recupera mucho de su memoria en el pueblo, y a través de unos personajes, algunos muy excéntricos, las actividades de su trabajo, los animales y sus problemas, y la camaradería y la fraternidad que se vive en el lugar, empezará a mirar el pueblo con otros ojos, y lo que es más interesante, empezará a verse a sí misma como una persona que debe todavía encontrar su sitio, lanzarse a la aventura y no tener miedo de saber quién es y qué es lo que quiere.

El montaje de Marie Silvi es ágil, rítmico y estupendo, porque conjuga las secuencias en movimiento, de pura comicidad, sin olvidarse del entrno y la realidad más inmediata, y también, aquellas que requieren pausa y serenidad, donde conocemos con más profundidad las necesidades, miedos y afectos de los atribulados personajes, en constante tensión por ayudar a los animales, y también, de paso ayudarse a ellos, y a todos aquellos que giran en su entorno.  Otro de los aciertos de la película es el tratamiento con los animales, ya que vemos momentos de alegría con otros de tristeza, donde las vidas de las mascotas a veces dependen mucho del trato de sus dueños que, en ocasiones, no los tratan como los animales que son. Un retrato sobre los veterinarios rurales, y el entorno rural, con su mirada crítica y sensible, necesitaba de intérpretes cercanos y llenos de inteligencia, que fueran capaces de pasar sin estridencias del drama a la comedia y viceversa.

La convincente y tierna interpretación de Noémie Schmidt en la piel de la indecisa y perdida Alexandra, con su carácter e individualismo que, encontrará muchas razones, completamente diferentes a las que traía en un principio. A su lado, Clovis Cornillac, el veterinario honrado y motivado que cree en lo rural que además de sus “animales”, tendrá otro frente abierto con su mujer e hijos. Y luego, un ramillete de secundarios que ayudan a mantener esa armonía y esa naturalidad que respira toda la película. Manoukian, después de años fogueándose como guionista en series de televisión, da el salto al cine como directora con soltura, sensibilidad y sabiendo hacer eso que tan bien le sale a la cinematografía francesa, fusionar con credibilidad y profundidad la película social, con buenos personajes y naturalidad, con ese toque comercial que tanto ayuda a que el cine llegue a un público adulto e interesado por historias que los miren de frente, sin atajos ni argucias, un público atraído por los retratos humanos y cercanos, muy lejos de tanta fantasía idiotizada que no aporta absolutamente nada. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Solo las bestias, de Dominik Moll

LA DESAPARICIÓN DE EVELYNE DUCAT DURANTE UNA TORMENTA DE NIEVE.

“Nunca amamos a nadie: amamos, sólo, la idea que tenemos de alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos”

Fernando Pessoa

Amar y ser amado es la única fuerza que resiste todos los embates y sinsabores de la existencia. Quizás, sea esa la única razón por la que los seres humanos soportamos la futilidad de la vida, o podríamos decir que, en el amor y sus circunstancias, encontramos el verdadero significado de la vida, o al menos, eso creemos cada vez que, por una razón completamente desconocida a nuestra voluntad, sucumbimos a sus encantos. Solo las bestias, basada en la novela homónima de Colin Niel, tiene su base en esa misma estructura, la de un grupo de personajes que idealizan el amor o simplemente, desearían ser amados como fantasean, aunque se toparán con una durísima realidad que les llevará a sumergirse en abismos muy oscuros. Dirige Dominik Moll (Bühl, Alemania, 1962), autor entre otras de Harry, un amigo que os quiere (2000), Lemming (2005), El monje (2011), Only the Animals (2019) y de la serie The Tunnel (2013), entre otras, obras enmarcadas generalmente en el thriller con elementos de drama, comedia o fantástico, en las cuales la psicología y la relación de los personajes se convierte en el foco de la acción.

Escrita por Moll y Gilles Marchand, un estrechísimo colaborador en la filmografía del director, nos proponen un thriller psicológico, donde todo está magníficamente construido, desde su penetrante y absorbente atmósfera, situadas en las inestables y duras mesetas de Causse Méjean, en el sur de Francia, en un entorno rural aislado, bañado por desiertos rocosos, por el cruzan carreteras solitarias y heladas, donde trabajan ganaderos con existencias difíciles, donde los inviernos llenos de nieve y frío dificulta sobremanera las relaciones y los trabajos cotidianos. El guión, se estructura a partir de cinco capítulos, en los que cada personaje explicará su testimonio personal a partir del hecho que engloba a todos los personajes, la misteriosa desaparición de Evelyne Ducat, una mujer de la ciudad, durante una tormenta de nieve. Cada segmento se centra en la piel de uno de los cinco personajes en cuestión, a modo de Rashomon, de Kurosawa, aunque aquí, el relato no cuenta diferentes puntos de vista del mismo hecho en el espacio y tiempo, sino lo hace en relación a su participación en los hechos que lo relacionan con la extraña desaparición, dilatando el tiempo con continuos vaivenes.

Conoceremos partes de la historia, nunca en su totalidad, de las razones o motivos de cada personaje en función a su actuación en los hechos, en la que las circunstancias, pro insignificantes y cotidianas que estas parezcan, veremos que tendrán un significado muy importante, todo contado con sus contradicciones, zonas oscuras, aquello que ocultan, o lo que han olvidado, porque no lo recuerdan o les conviene no recordarlo. La tenue y naturalista luz del cinematógrafo Patrick Ghiringhelli (que ya estuvo en Eden, la serie sobre los trasfondos de la inmigración a Europa, que hizo anteriormente Moll) se convierte en un elemento indispensable para dotar de tensión y suciedad al relato, así como, el excelente montaje de Laurent Rouan (que también estuvo en Eden) en ese prisma catalizador que ayuda a controlar el adecuado ritmo que tanto necesita el thriller. O el brutal corte de la estructura en los 2/3 de la película, trasladándonos 5000 km del lugar de los hechos, a la ciudad de Abiyán, en Costa de Marfil, con su megalópolis urbana y africana, que contrasta fuertemente con el paisaje nevado del sur francés, donde conoceremos a Armand, un joven obsesionado con el dinero, que también tendrá su parte en esta trama enrevesada y compleja que nos cuenta la película.

Viendo las imágenes y los personajes que entran en este juego macabro y violento de Solo las bestias, resulta impensable no acordarse del aroma y los tipejos que pululaban por ese monumento al cine que era el thriller rural de  Fargo (1996), la maravillosa película de los hermanos Coen, en la trama, atmósfera y personajes de Solo las bestias, en las que podríamos encontrar elementos comunes en las dos cintas, como el paisaje nevado, desolador y aislado, la actitud de los personajes, unos seres perdidos y solos, necesitados de salir de esas vidas mundanas y duras, y su incapacidad para huir de ellas, siempre optando por decisiones que perjudicarán a otras personas, y sobre todo, a ellos mismos, sin olvidarnos, la tristeza y amargura que desprenden unos personajes demasiado aislados en sus interiores, necesitados de amor y de ser incapaces de encontrarlo, aunque lo tengan delante, empecinados en historias que no les llevan a ningún lugar agradable, sino todo lo contrario, adentrándose en terrenos oscuros, inquietantes y violentos.

Moll ha reunido un reparto que transmite toda la necesidad de amar y amargura interior de sus personajes en los cuerpos y las voces de Laure Calamy da vida a Alice, una trabajadora social que encuentra el amor en Damien Bonnard, un granjero traumatizado por la muerte de su madre, que ve en los animales su mejor consuelo, Denis Ménochet, distanciado de su esposa Alice, busca en internet ese amor ideal que cambie su triste existencia, Nadia Tereszkiewicz, una joven enamorada de quién no la va a corresponder como ella desea, Guy Roger “Bibisse” N’drin, un joven marfileño que tiene en internet su vía de escape para ser quién no es. Y finalmente, Valeria Bruni Tedeschi, la mujer desaparecida, el núcleo y el fin de este grandioso relato de misterio y suspense. Una obra donde la capacidad de Moll ha logrado una película tan redonda como lo era Harry, un amigo que os quiere (2000), dotando tanto al relato como a sus personajes, complejos, solitarios y tristes, de ese paisaje emocional que tiene tanto que ver con lo que ocurre en el espacio físico, creando ese cordón umbilical invisible, que los une con su entorno como una prisión de la que resulta muy difícil escapar, o porque no tienen fuerza o inteligencia suficiente, y encuentran puertas a su alcance que nunca debieron cruzar, porque se adentran en infiernos de los que no se puede salir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Hil Kanpaiak (Campanadas a muerto), de Imanol Rayo

DESENTERRAR LAS HERIDAS.

“Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”.

Leon Tolstoi de su novela Anna Karennina

Con el nuevo siglo, hemos sido testigos de la gran efervescencia de la cinematografía vasca, que ha apostado por un cine de grandísima calidad técnica, artística y narrativa, hablado en euskera, con películas como Loreak (Flores) (2014), del equipo Jon Garaño, José Mari Goenaga y Aitor Arregi, también responsables de Handia (2017), Amama (2015), de Asier Altuna, y las recientes Akelarre, de Pablo Agüero y Ane, de David Pérez Sañudo. Un cine heterogéneo en el fondo, pero muy parecido en su forma, llena de relatos oscuros, inquietantes y sobrecogedores, que recorren la historia vasca de ayer y hoy. Hil Kanpaiak (Campanadas a muerto), es la nueva propuesta procedente del País Vasco que se suma a esta terna de cine bien ejecutado y sobre todo, cine muy profundo e interesante. El responsable es Imanol Rayo (Pamplona-Iruña, 1984), del que ya habíamos visto Bi Anai (Dos hermanos) (2011), basada en la novela homónima de Bernardo Atxaga, que nos contaba la cruda historia de un joven que debe hacerse cargo de su hermano deficiente.

Ahora, nos llega su segundo largo, que, al igual que su primer trabajo, se basa en una novela, la de 33 ezki de Miren Gorrotxategi, adaptada por el escritor Joanes Urkixo, responsable del guión de Lasa y Zabala, entre otros, en un cuento marcado por el pasado y el odio entre dos hermanos muy diferentes, también ambientado en el rural vasco, y que nuevamente, tiene a dos hermanos en liza, pero aquí la cuestión cambia soberanamente. El cineasta navarro nos convoca a un relato poliédrico, que abarca más tres décadas en el seno de una familia, y más concretamente, en la relación difícil y oscura de dos hermanos enfrentados, Fermín y Estanis, contada en tres tiempos, con los hermanos siendo jóvenes a principios de los setenta, con el conflicto con Karmen, amante de Estanis. Luego, veinte años más tarde, con los hermanos gemelos, Néstor y Aitor, nacidos de Karmen, que se ha casado con Fermín, y la marcha a casa de Estanis del joven Aitor, y finalmente, en el años 2004, en la que la aparición de los restos de una joven desaparecida, hará explotar las viejas heridas y enfrentará a los personajes en litigio familiar y emocional.

Aunque, la parte central de la trama se desarrolla en el año 2004, la película va yendo de un tiempo a otro para conseguir entender el conflicto fraternal y su andadura en el tiempo, y lo ejecuta de forma brillante y sobria, a través de esas miradas y ojos, como en el caso de Karmen, que cortan el aire con unos silencios que hacen mucho ruido, y haciendo un ejemplar uso del fuera de campo, a través de los sonidos que van y vienen durante el metraje. Un drama familiar profundo y terrorífico, contado como un thriller rural y familiar, con sus misterios, sus mentiras, sus silencios y todo lo que cada personaje oculta, individuos que hablan muy poco, callan más, y miran demasiado. La cinematografía de Javier Agirre, un cómplice habitual en todo ese cine vasco, con esa cámara quieta, en la que apenas hay movimiento, enmarcando con inteligencia y tensión cada encuadre y mirada de los personajes, con toda esa dureza y negrura que arrastran los personajes, como ocurría en Trote (2018), de Xacio Baño, otra historia familiar rasgada por lo rural y la opresión.

La excelente composición de Fernando Velázquez, con ese maravilloso coro, que ayuda a catalizar toda la tragedia que va consumiendo a esta familia rota y resquebrajada, llevados por un destino marcado y violento. La ejemplar y cuidadosa  edición de Raúl López, otro habitual en este cine vasco en euskera, convierte la película en un estilizado drama rural, que nos va sumergiendo y destapando un pasado muy oscuro y violento, que desatará toda la violencia en un presente demasiado cargado, lleno de amargura y rabia. El grandísimo plantel que ha reunido Rayo brilla con gran intensidad y resuelven sus roles de manera excepcional, encabezados por Itziar Ituño como Karmen, una composición de las grandes de la temporada, dotada de una mirada que rompe el alma, Eneko Sagardoy en un doble papel, interpretando los hermanos gemelos, vuelve a demostrar la capacidad para desarrollar personajes difíciles y complejos, Yon González como el policía Kortazar, un testigo invitado a esta tragedia sin remedio, y después, las inmensas presencias de Kandido Uranga (que ya estaba en la opera prima de Rayo), toda una institución en la cinematografía vasca, Josean Bengoetxea, Asier Hernández como Estanis, el “otro” hermano, Iñigo Aranburu, el hermano “cobarde”, Dorleta Urretabizkaia como pareja profesional de Kortazar, y las colaboraciones de intérpretes tan buenos como Patricia López Arnaiz (protagonista de Ane), Itsaso Arana y Andrés Gertrudix.

Rayo ha construido un drama familiar con reminiscencias clásicas, con la tragedia griega de fondo, con ese aire de western rural, como los que hacían Peckinpah o Frankenheimer, llenos de cadáveres, miedo, ruido, furia y violencia, una violencia seca, que desconoces cuando se producirá ni por donde aparecerá, como ocurre en la película, con esas campanadas que inevitable anuncian la tragedia inminente. El director pamplonés cocina  a fuego lento y con paciencia, una película elegante, bella y nada manierista, sensible y dura, un drama rural y familiar oscuro y perturbador, lleno de sombras y almas heridas, como un fuerte golpe en el alma, algo que te persigue constantemente, algo que no sabes o puedes quitarte de encima, como un fantasma inquietante que continuamente amenaza tu voluntad y tu rabia, tus deseos de venganza, de acabar con todo, algo que sabes que tarde o temprano estallará, y es una idea que solo espera su momento, un instante en el que nada ni nada podrá parar, un instante que irremediablemente lo cambiará todo, un instante que será único, irremediable, donde todos los personajes se cruzarán y no habrá vuelta atrás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA