Eo, de Jerzy Skolimowski

EL BURRO Y EL MUNDO.

“Él comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Esta tan igual a mí, tan diferente a los demás que he llegado a creer que sueña mis propios sueños”

Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez (1917)

El cineasta Jerzy Skolimowski (Lodz, Polonia, 1938), pertenece a esa maravillosa terna surgida de la magnífica Escuela de Cine y Teatro de Lodz:  Andrew Vajda, Jerzy Kawalerowicz, Wojciech Jerzy Has, Krzystof Kieslowski, Andrzej Munk, Roman Polanski, Krzystof Zanussi y Andrzej Zulaski, entre otros que, a lo largo del siglo XX, crecieron haciendo cine en el bloque soviético con películas de fuerte carga crítica y poética, llenas de humor, que les abrieron las puertas al mercado y los certámenes internacionales. En el caso de Skolimowski, recordamos sus películas como Walkover (1965), La barrera (1966), y La partida (1967), filmado en Polonia, y las otras, rodadas en Gran Bretaña como Zona profunda (1970), El grito (1978), Trabajo clandestino (1982), The lightship (1986), entre otras. Su largo período dedicado a la pintura figurativa y expresionista. Su vuelta a Polonia con películas como Cuatro noches con Anna (2008), Essential Killing (2010), y 11 minutos (2015).

Después de siete años sin rodar, el cineasta polaco vuelve con Eo una hermosísima, poética y sensorial fábula contemporánea protagonizada por un pequeño burro grisáceo de raza sarda que es, ante todo, un sentido y honesto homenaje a Au Hasard Balthazar (1966), de Robert Bresson, quizás la película que mejor ha retratado el mundo de los animales, erigiendo al burro en un ser que, en su peculiar aventura recibe maldad y bondad, en un mundo cínico e implacable. Skolimowki vuelve a contar con la guionista Ewa Piaskowska, que le ha producido sus últimas cuatro películas, y con la que ha coescrito sus tres últimas, en un relato que nos devuelve el cine en su máxima esencia, ya que casi no hay diálogos, en un grandioso espectáculo visual y sensorial, donde nos sumergimos en una aventura que nos lleva por el rural polaco e italiano siguiendo los pasos de Eo, el pequeño burro protagonista, que, al igual que le sucedía al soldado afgano que interpretaba Vincent Gallo en Essential Killing, debe luchar contra los obstáculos y sobrevivir a un mundo demasiado hostil.

Eo será el alma de este cuento viviendo a través de un periplo difícil que lo llevarán a estar siempre de aquí para allá, como Eo que después de ser desahuciado del circo donde lo tienen trabajando, lo recluirán en una granja en la que no se adapta, para más tarde huir campo a través, y acabar siendo mascota a su pesar de unos salvajes seguidores de un equipo de fútbol, del que será apaleado por los hinchas del rival, y luego, curado para ser mal vendido como carne junto a unas vacas, y después, siendo rescatado por un joven italiano que tiene una relación extraña con una condesa, y mucho más. Desventuras en las que Skolimwski nos muestra una mundo-sociedad llena de peligros, pero también, de bondad y soledad, de pequeñas alegrías y tristezas, de unos humanos salvajes y egoístas que usan y tiran al pequeño animal según su conveniencia, mostrando así la relación de los sapiens con los animales y nuestro entorno natural, en que la película lanza una profunda y directa crítica hacia el trato y respeto que tenemos con los animales y la naturaleza.

La película reivindica los valores humanos a través del animal, deteniéndose en la inocencia, aspecto en desuso completamente en una sociedad en el que todo parece una lucha encarnizada de poderes en el que todo vale, donde estamos todos contra todos, y un sálvese quien pueda, y poco más, en una sociedad totalmente individualiza, solitaria y apática, donde rige la ley del talión y la desesperanza. Una película de contenido abrumador y ejemplar, tiene una parte técnica a su altura, con la exquisita y excelente cinematografía de Mychal Dymek, que tiene en su haber grandes trabajos como el que hizo en  la reciente Sweat, de Magnus von Horn, y su trabajo en el equipo de Cold War (2018), de Pawel Pawlikowski, el conciso, detallado y brutal montaje de Agnieszka Glinska, que ya estuvo en 11 minutos, en sus extraordinarios ochenta y ocho minutos de metraje, la impresionante música de Pawel Mykietyn, un habitual en la filmografía de Krzystof Warlikowski, y de otros como Wajda, Bartas y Małgorzata Szumowska, en una composición que se fusiona con armonía y belleza con la banda sonora que nos va transportando al mundo interior del asno protagonista.

Uno de los productores es el mítico Jeremy Thomas, el mítico productor de casi medio siglo de carrera, con más de setenta títulos producidos a nombres tan ilustres como Bertolucci, Cronenberg, Kitano, Miike, Wenders, Jarmusch y Guilliam, entre otros, que le produjo Skolimowski El Grito, y le ha coproducido las tres últimas, en una de esas colaboraciones que se extienden a lo largo de sus carreras extensísimas, donde la autoría deviene uno solo, en una idea de hacer cine desde la emoción y desde la necesidad de hacer lo que uno quiere, alejándose de modas y tendencias del momento, haciendo cine desde el alma, con el alma y sobre el alma. Aunque el equipo es el absoluto protagonista de la película, el animal va encontrándose personajes de toda índole y condición social encarnados por Sandra Drzymalska, una de las actrices jóvenes polacas más talentosas de su generación, el italiano Lorenzo Zurzolo, Mateusz Kosciukewicz, uno de los actores polacos más destacados del momento, y la maravillosa presencia de una grande como Isabelle Huppert. Celebramos el regreso al cine de Skolimowski que no solo mira a Bresson, sino a ese cine del que ya queda poco, donde lo primordial era contar una historia desde el corazón, construyendo emociones y sumergiendo al público a todo aquello que no se ve del cine pero está, donde se le mostraba una historia, se construía una mirada y había espacio para la reflexión a través de una mirada crítica sobre la sociedad y al fin y al cabo, sobre nosotros y todos los seres de nuestro entorno, ya sean animales como vegetales. No se la pierdan, porque es maravillosa y encima, sensible y humanista, porque todos deberíamos ser como ese asno, con la misma humanidad que tenían Platero, Balhazar y Eo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La promesa de Hasan, de Semih Kaplanoglu

UN CUENTO MORAL.

“Hay que ser buenos no para los demás, sino para estar con paz con nosotros mismos”

Achile Tournier

El cine de Semih Kaplanoglu (Esmirna, Turquía, 1963), apareció por estos lares con la bellísima trilogía Yusuf, compuesta por las películas Huevo (2007), Leche (2008) y Miel (2010), donde nos explicaba la vida del citado Yusuf, desde su infancia, su juventud y su madurez, pero a la inversa. Muchos nos quedamos asombrados por su tremenda delicadeza para atrapar el universo rural, sus quehaceres y cotidianidades, a través de un magnífico rigor narrativo, donde la belleza formal se fusionaba con excelencia con el componente moral de sus historias, con unos personajes que siempre se debatían entre aquello que debían a hacer y aquello que deseaban hacer. El cine de Kaplanoglu no es condescendiente con sus personajes y con aquello que cuenta, sino todo lo contrario, se muestra como un observador atento y tenaz, que explica las situaciones y sus conflictos, pero siempre dejando que la condición humana aflore y reparta suerte o desgracia, según se mire.

Con La promesa de Hasan, segunda parte de la trilogía “Promesas”, que arrancó con La promesa de Asli (2019), y se completará con La promesa de Fikret. En la que nos ocupa, tenemos en liza a Hasan, un agricultor obsesionado con la propiedad y lo suyo, que siempre ha de salirse con la suya en el conflicto que tenga entre manos, alguien que no quiere perder ni ceder. Digamos que el macguffin de la película, como mencionaba el gran Hitchcock, no es otro que la instalación de una torre de alta tensión que se ha programado para que se instale en las tierras fértiles de Hasan. Este conflicto que, aparentemente, resultará un obstáculo más, nos sumergirá en la cotidianidad de Hasan, y nos ocupará buena parte de la primera mitad de la película, porque en la segunda mitad, el relato se detendrá en el interior de Hasan, porque planea un viaje a la Meca junto a su esposa Emine, para cumplir el quinto de los pilares del islam, el Hajj, situación que le lleva a rendir cuentas con su pasado y de reencontrarse con los errores que cometió por su egoísmo y avaricia, y visitará a aquellas personas que hizo daño. Entre medias, la película, muy inteligentemente se introduce en el subconsciente de Hasan, y mediante extrañas y acusadoras pesadillas, apalean emocionalmente la mente culpable de Hasan.

El director turco vuelve a contar con el cinematógrafo Özgür Eken, que ya estuvo en Huevo  y Leche, en una magnífica luz en la primera película digital de Kaplanoglu, realizada en 6K y con una Sony Venice que, no solo cuenta de forma estética cada plano, cada encuadre, sino que su paleta de colores que va de la luminosidad hacia la oscuridad, contando el periplo emocional del protagonista, se elabora de manera bellísima y llena de espectacularidad, donde cada detalle y objeto está lleno del particular y tenso descenso de los infiernos que está viviendo Hasan. El gran trabajo de arte de Meral Aktan, que hizo el mismo trabajo en El peral salvaje (2018), de Nuri Bilge Ceylan, y la sensible y certera composición de sonido que hace Seckin Akyildiz, que ha estado en varias películas de Kaplanoglu como Grain (2017), y la mencionada La promesa de Asli (2019), y en la conocida Un cuento de tres hermanas (2019), de Emin Alper, y el extraordinario trabajo de montaje, que realiza el propio director, que amén de dirigir, también escribe y produce, en un estupendo trabajo de contención y pausa, donde lo que importa es testigo sin alardes ni piruetas del viaje emocional y metafísico que experimenta un atribulado protagonistas, condensando con enorme pericia sus más de ciento cuarenta y siete minutos de metraje.

Un gran reparto repleto de caras poco conocidas, tanto en sus personajes de reparto con Gökhan Azlağ como Serdar, Ayşe Günyüz en la piel de Demirci  Nisa y Mahir Günşiray dando vida a Muzaffer, y la maravillosa pareja protagonista que hacen Umut Karadag, con mucha experiencia en televisión, se mete en el rostro de Hasan, y su compañera, Filiz Bozok que da vida a Emine, debutante en el cine, que sirve como reflejo del alma de un atormentado protagonista. Estamos ante una película deudora del lenguaje cinematográfico poético y alejado de modas, narrativas deudoras de la televisión y demás piruetas sin sentido. En La promesa de Hasan vemos y vivimos el cine que hacían Renoir, Rossellini, Tarkovsky, Kiarostami, Erice y el citado Bilge Ceylan, por mencionar a algunos de los más grandes cineastas de la mirada, el tiempo y la poética, sumergiéndonos ya no solo en bellos e inquietantes paisajes, sino en el interior de los personajes, en esos mundos oníricos, filosóficos y llenos de miedos e inseguridades, donde lo más importante no es lo que se cuenta, que sí, sino también, todo aquello que no vemos pero está ahí, aquello que decía Bergman en relación al cine de Tarkovski: “Es el cineasta que mejor me ha transmitido la relación entre realidad y sueño”.

Apaguen todos los aparatos electrónicos que lleven encima, y decídanse a entrar en una sala de cine, y déjense llevar, aunque solo sea por un rato breve, por las imágenes, sonidos y silencios que propone una película como La promesa de Hasan, que les transportará a otros universos camuflados en este, porque entre otras cosas, el relato de Kaplanoglu está construido para saborear el tiempo, para mirar el tiempo, para dejarse llevar por el tiempo, para construir el tiempo que diría Tarkovski, porque es cuando nos detenemos que vivimos intensamente la vida, la vivimos de verdad, mirando todo lo que nos rodea, todas esas pequeñas cosas que están a nuestro lado y nos las miramos por nuestras estúpidas prisas, por nuestros malditos egos, por nuestro estúpido orgullo. Así que, háganme caso y entren a ver una película como La promesa de Hasan porque les va a reconciliar con sus existencias y les hará reflexionar sobre como actuamos con los demás, y el daño que nos hacemos a nosotros mismos. Así que ya lo saben, no lo demoren mucho, porque ya saben cómo va esto del cine en la actualidad, todo va tan de prisa que nos acabamos perdiendo lo que no habría que perderse. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cantando en las azoteas, de Enric Ribes

LA DIGNIDAD COMO ORGULLO.

“Para mí vivir es no tener prisa, contemplar las cosas, prestar oído a las cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión, no decir mentiras, compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen, no contestar que sí ni que no sin haber contado antes hasta cien como hacía el Pato Donald… Vivir es saber estar solo para aprender a estar en compañía, y vivir es explicarse y llorar… y vivir es reírse…”

Carmen Martín Gaite

Nació como Eduardo Rondón en los años veinte en San Fernando en Cádiz. De infancia difícil en el seno de una familia obrera, se refugia como monaguillo donde será objeto de abusos. Se alista al ejército en el Sáhara y luego, huye a París dejando una España franquista y reaccionaria. Allí trabajará para Cocteau y François Sagan y se convertirá en el transformista Gilda Love, que lo lleva a Barcelona en la década de los sesenta y setenta en un espectáculo que se convierte en la sensación de Barcelona. Gilda Love es el último transformista de la Barcelona más underground y canalla.

Cantando en las azoteas no hace un recorrido por la larga y novelesca vida de Gilda Love, sino que se centra en el aquí y ahora. La cotidianidad de un nonagenario, que vive con pocos recursos en el barrio del Raval, que sueña con volver a actuar, y las circunstancias le obligan a cuidar de una niña. El cineasta Enric Ribes (Barcelona, 1989), a pesar de su juventud, alberga una larga trayectoria junto a Oriol Martínez con el que dirige varios cortos como Take Me to the Moon (2014) y Xong Di (2016), sobre la intimidad de las colonias textiles de China, y largometrajes como Glance Up (2014), sobre un deportista discapacitado, y The Peach Blossom Garden (2016), sobre el sueño de un paraíso perdido en China. En solitario Ribes dirige Greykey (2018), retrato contado por la hija de un guineano-español superviviente de Mauthausen, galardonado internacionalmente, y producido por Valérie Delpierre, al igual que su opera prima en solitario, el mismo viaje que hiciera con Carla Simón y Pilar Palomero, que nace del proyecto de un corto documental para convertirse en una mirada tierna y humana de Gilda Love, y lo hace con un magnífico guion que firma Xènia Puiggros (productora entre otras de La mujer ilegal, de Ramón Termens y Voces rotas, de Héctor Faver), en el que colabora el propio director y ha tenido como consultora a Isa Campo.

Una historia desde la intimidad de Gilda Love, y siguiendo una trayectoria que continua anclada en el retrato ,en un ejercicio muy interesante en el manejo del archivo, que hay muy poco, en ese ejercicio de mirar al otro, de penetrar en su intimidad, de entrar en lo doméstico, en filmar a su personaje en la cotidianidad de su vivienda con sus quehaceres diarios, comprar gas, cuidar de sus plantas, maquillarse y vestirse frente al espejo como hacía antes, tender la ropa en la azotea mientras canta recordando como lo hacía su madre, escuchando y tarareando sus actuaciones, y de repente, la aparición de Chloe, una niña de dos años, con un padre en la cárcel y una madre haciendo la calle, que se quedará con Gilda como antaño hizo con otros niños. Una relación que no solo recuerda a aquella otra de El chico, de Chaplin, una película que tiene más de un siglo de existencia, sino que ejerce como faro para hablarnos de todo aquello que vemos y no vemos de singular personaje. Una exquisita, cálida y naturalista cinematografía de Anna Franquesca Solano, a la que Ribes recupera de sus trabajos anteriores, amén de realizar una carrera en el cine independiente estadounidense con títulos tan loables como Indiana, de Toni Comas, o The Farewell¸de Lulu Wang, entre otras.

El director catalán reúne su relato en unos especiales y auténticos setenta y ocho minutos en un gran trabajo de edición que firman Guillermo Irriguible, que ya estuvo en Greykey, Queralt González, con experiencia en series como Sé quién eres, Vida perfecta y Hache, entre otras, y Sofi Escudé, que ha trabajado con Mar Coll, Liliana Torres y Pilar Palomero, entre otras. Ribes sin alardes ni subrayados, construye una excepcional película que aborda temas tan universales como la vejez, las personas mayores del colectivo LGTBIQ+, la soledad, la dignidad de ser diferente y seguir defendiéndolo y aceptándose, y sobre todo, la bondad, ese valor humano en vías de extinción, una obra que le acerca a aquella bondad y humanismo que tanto declamaban cineastas como el citado Chaplin, Renoir, Rossellini, Kiarostami, Kaurismäki, entre otros, donde lo humano y la cercanía con el otro es esencial para seguir viviendo con dignidad y orgullo, y Gilda Love es todo un ejemplo en ese sentido, porque como dice ella todo lo ahce de corazón y sin esperar nada, sintiéndose útil y siendo generosa, como la misma actitud que tenía el anciano de Umberto D, de De Sica, que a pesar de las injusticias que soportaba y no tener nada, se mostraba bondadoso.

Ribes nos ofrece un hermosísimo canto a la vida, al amor y a resistir como forma de ser, mirando a su personaje desde la honestidad, sin caer en el sentimentalismo ni la condescendencia, mirando por la mirilla, sintiéndose uno más de su vida, alguien que mira y filma, siempre desde la sinceridad, mostrándolo todo y haciéndolo de forma tierna y sensible. El director barcelonés ha creado una película muy sencilla, y tremendamente honesta, una obra auténtica, de verdad, que emana vida y humanidad por sus cuatro costados. Un relato sobre alguien que tiene una actitud de rebeldía y dignidad ante la vida, que a sus más de noventa años, sigue en pie, en la lucha, siendo una persona que nunca se rendirá, que seguirá dando guerra, porque solo las cosas que nos importan, hacen que seamos reales, como Cantando en las azoteas, que no solo nos descubre a un personaje-persona de una Barcelona desaparecida, sino que nos abre los ojos para que volvamos a sentir valores que parece que la sociedad consumista e individualizada ha desterrado, valores como la dignidad, la bondad y la resistencia, valores que nos hacen humanos, al fin y al cabo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dogville, un poble qualsevol, de Lars Von Trier/Sílvia Munt. Teatre Lliure.

LA INOCENCIA VIOLADA.

“El mal no es nunca ‘radical’, solo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. Es un ‘desafío al pensamiento’, como dije, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la ‘banalidad’. Solo el bien tiene profundidad y puede ser radical.”

“Eichmann en Jerusalén” (24 de julio de 1963, carta a Gershom Scholem), en Una revisión de la historia judía y otros ensayos.

Si digo que no tenía muchísimas ganas de ver la adaptación al teatro de Dogville, de Lars Von Trier, una película que me impresionó en su estreno, y volvía a recuperar en la Filmoteca el martes pasado, faltaría a la verdad. Así que, el sábado pasado me acerqué al Teatre Lliure de Montjuïc a verla. La cosa de entrada pintaba muy bien, la adaptación está firmada por Pau Miró (Barcelona, 1974) dramaturgo y director que ha llevado a las tablas obras tan significativas como Víctoria, en el TNC hace unas tres temporadas, y también, Sílvia Munt (Barcelona, 1957) reputada actriz que hace años se ha pasado a la dirección cinematográfica y teatral, de ella he visto obras tan estupendas como Una comedia española, de Reza, El precio, de Miller o La respuesta, de Friel. Además, el Lliure siempre es un gran aliciente por la calidad de sus producciones, y si añadimos un buen reparto encabezado por Bruna Cusí, David Verdaguer, Lluís Marco, Andrés Herrera, entre otros, la invitación a ir a verla era casi un mandato.

El relato empieza como la película, una chica entra como un resorte en un bar de pueblo, donde sucederá toda la acción, eso sí, en dos espacios, el bar propiamente dicho, con su puerta a la calle, y el almacenillo, donde se acumulan las cajas de repuesto, y unas escaleras que dan a un altillo donde duerme Virgínia en un colchón. Virgínia que así se llama la huida, encuentra a Max, un joven eterno aspirante a escritor y aires de filósofo de manual, pronto la cobijan con la ayuda de Glòria, la dueña del local, y persuaden al padre de la chica que la busca. Dos semanas le dan de prueba a Virgínia para convencer a los 10 habitantes de este pueblo perdido entre montañas y olvidado por todos, Un poble qualsevol (Un pueblo cualquiera) como reza su subtitulo, y todo parece ir por buen camino, con las explicaciones humanistas de Max y el pueblo la acoge, y sin quererlo, Virgínia se torna imprescindible en ayudarles en actividades que antes hacían sus habitantes sin necesitar ayuda, como el amor que florece entre ella y Max. Aunque, lo que parecía bondad y buenos alimentos, se vuelve diferente, como un mal aire, un presagio tempestivo se adueña de la relación de la joven con sus habitantes, y las nubes negras acechan hasta el punto de convertirse en una amenaza, en algo que abusar y encerrar.

A partir de pequeños detalles como una noticia falsa del diario que acusa a Virgínia de ladrona, una torta propinada accidentalmente al niño, o la generosa compensación que el padre alimenta a los que conozcan su paradero, convierten a la joven en objetivo oscuro para aquellos que tienen el poder sobre ella, amenazándola y convirtiéndola en un cervatillo hambriento y solo. El trabajo de Munt y Miró con la adaptación es magnífico y concreto, dejando en 95 minutos los 178 que tenía la película, que era más narrativa y pausada. Ahora, asistimos a un thriller oscuro y trepidante de gran ritmo, con el añadido del vídeo, casi imprescindible en muchas obras, donde vemos esos instantes que describen la vida exterior del pueblo, donde el relato adquiere esa profundidad necesaria y envolvente que pide la obra. El pueblo ya no está situado en los EE.UU. de la Gran Depresión, sino en un pueblo cualquiera de la Cataluña profunda actual, lo que no ha cambiado la actitud amargada e infeliz de sus habitantes, todos llenos de aristas y vacíos emocionales, todos sin rumbo ni vida.

La Grace de Von Trier no era tan inocente e ingenua como lo es la Virgínia de la obra, una joven de infancia difícil y solitaria, que encuentra en este Dogville, un poble qualsevol, una mano amiga, una mirada cálida y un espacio donde poder vivir en tranquilidad, solo aparentemente, porque con el tiempo verá que no, verá que ni Max, su único valedor, le dará la espalda, y todo por miedo, porque el miedo, arma mortífera de los malvados y de una sociedad demasiado frágil en todos los sentidos, el miedo de Virgínia que huye de un padre malvado, el miedo de Max frente a sus sentimientos y frente a los demás vecinos del pueblo, incluido su padre, el doctor retirado, y el miedo, o la excusa que manifiestan los habitantes del pueblo, que lo utilizan, tenga o no algo de verdad, como arma arrojadiza a la indefensa y necesitada Virginía. Cuando el texto tiene alma y fuerza, tiene que haber un reparto bien conseguido para que los intérpretes saquen el mayor partido al texto, y Dogville, un poble qualsevol, lo tiene.

El gran acierto que Bruna Cusí sea la Virgínia atemorizada y huida, con su cuerpo menudo, pero con esa fantástica dicción y sobre todo, la mirada de Cusí, sobria, asustada y con esa vida de a retales, a bandazos, que nos transmite el caleidoscopio de emociones que siente su personaje, como esas miradas brutales al espejo del almacenillo, cuando la vida en el pueblo se vuelve negra y oscura como la noche, y su vida corre peligro, esté donde esté, bien acompañada por David Verdaguer como Max, el chico de buenas intenciones, que acaba fracasando en no saberse situarse, en decir su vida, en llevar las riendas de su existencia, un pusilánime perdido y tan encerrado como Virgínia, y el resto del pueblo, bondadosos y cuervos por igual, según les convenga, Albert Pérez, el padre de Max, demasiado recto y racional, casi como un calco del hijo años después, Anna Güell, estupenda como dueña del bar, jovial y cercana, Andrés Herrera, el transportista con piel de cordero, Josep Julien, el amargado y malcarado que tira su vida en su huerto, su mujer Áurea Márquez, sombra del marido, y de ella misma, y madre de un niño idiota, y Alba Ribas, la jovencita que se hace amiga de Virgínia pero solo lo parece, en el fondo, como todos, espera algo a cambio, porque creen exponer su pellejo teniendo a Virgínia entre los suyos, y pedirán hasta reventar, creyéndose con la verdad y sobre todo, con la bondad por encima de todo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Lazzaro Feliz, de Alice Rohrwacher

UN CUENTO SOBRE LA BONDAD.  

“Lazzaro Feliz es la historia de una santidad menor, sin milagros, sin poderes o superpoderes. Sin efectos especiales. Es la virtud de vivir en este mundo sin pensar mal de nadie y simplemente creer en los seres humanos. Porque otro camino es posible, el camino de la bondad, que los hombres siempre han ignorado, pero que siempre reaparece para cuestionarles. Algo que pudo haber sido pero que ni nos atrevimos a desear.”

Alice Rohrwacher

Con sólo tres películas, Alice Rohrwacher (Fisole, Toscana, Italia, 1981) ha creado un universo muy personal, un mundo de ambiente rural, lleno de ternura y sensibilidad, pero también, lleno de fantasía, donde las cosas más mundanas y cotidianas, esas que pasan desapercibidas, o de muy vistas, ya no se les hace el caso que debieran, van transformándose en otra cosa, adquiriendo una piel distinta, entrando en un estado espiritual, de más adentro, donde las cosas de siempre, feas y tristes, van convirtiéndose en algo diferente, y a la vez, extraño, capturando una magia que sumerge todos nuestros sentidos en un mundo donde todo es posible, donde las tristezas y los pesares del mundo, se vuelven de otro color y texturas, no se resuelven por arte de magia, pero sí se encaran con otro ánimo, porque a pesar de la negrura del mundo, siempre hay un motivo para verlo de manera diferente, más cercana a las emociones.

En su debut con Corpo Celeste (2011) una niña y su madre hacían lo imposible para reintegrarse en una zona rural de Calabria, tradicionalista y de moral católica, después de vivir 10 años en Suiza. En El país de las maravillas (2014) Gelsomina y su familia fabricaban miel en un pueblo, cuando deberán enfrentarse al final de esta forma de vida que parece tener fin. Cuentos inspiradores, fábulas mágicas pero con una base real, donde lo más insignificante adquiere un sentido humano y sobre todo, fantástico, donde las cosas se vuelven de distinta forma, con otro color y con texturas atrayentes y agradables. Rohrwacher continúa en el marco de la fábula en Lazzaro feliz, donde retrata a un joven campesino (interpretado por Adriano Tardiolo en su primera incursión en el cine) que es pura bondad e inocencia, alguien casi místico, un ser lleno de buenos sentimientos, que quiere ayudar a todos, y nunca se niega o se queja por nada ni por nadie, una especie de santidad, pero con los pies en el suelo, humano y cercano a aquellos que más lo necesitan. Aunque, en la pequeña aldea de “La Inviolata” se ha convertido en el chico para todo, donde todos los campesinos se aprovechan de esa bondad sin fin, unos campesinos que cultivan tabaco, en situación de esclavitud y servidumbre para la marquesa Alfonsina de Luna y su hijo Tancredi, un chico díscolo y engreído que intenta llamar la atención con estúpidas travesuras de una madre miserable y clasista.

Lazzaro y Tancredi se hacen amigos y mantienen una relación agradable y de camaradería. Todo cambiará cuando las autoridades descubren la situación de “La Inviolata” y acaban con ella, por estar ya prohibido por ley esa forma de trabajo y vida. La cineasta italiana parte su película en dos. En el primer bloque, asistimos a una película sobre campesinos y sus formas de vida, en un marco antropológico, donde somos testigos de su miseria y relaciones entre ellos, donde Lazzaro es el criado de todos, una condición que asume sin rechistar ni quejas de ningún tipo. En la segunda mitad, la película se ha ido al futuro, donde aquellos niños y niñas ahora son adultos y viven en la periferia de Roma, donde malviven y se dedican al hurto o al trapicheo de objetos y cualquier tipo de cosa que pueda generar dinero, y donde Lazzaro, sigue con la misma edad, a pesar de todos los años transcurridos, y se marcha a la ciudad ya que el pueblo está abandonado, y encuentra a una de esas familias del pueblo y convive con ellos.

La extraordinaria y sublime luz de Hélène Louvert (que ya había trabajado en las dos anteriores películas de Rohrwacher) realizada en 16mm, con todo ese grano y textura, que da vida y proximidad en el mundo rural, en ese campo lleno de colores, tierra, polvo y sudor, contrasta con los grises sombríos de la ciudad, donde a pesar del cambio de lugar y haberse liberado del yugo de la marquesa, las cosas continúan igual, como si el tiempo se hubiera detenido, donde siguen habiendo una sociedad dividida entre amos y esclavos, entre explotados y vividores, donde unos sirven a otros en condiciones miserables y deshumanizadas. El sobrio y brutal montaje de Nelly Quettier (responsable de la edición de Léos Carax o Claire Denis, entre otros) ayuda a seguir la peripecia de Lazzaro y los demás, contribuyendo a ese aire de magia que destila la película, mezclando con delicadeza la triste realidad con los momentos mágicos, fusionándolas de un modo sencillo y natural, creando un nuevo espacio en el que todo es posible, donde suciedad y fantasía conviven junto a los personajes, donde en cualquier momento puede ocurrir lo inesperado y lo sobrenatural.

Rohrwacher aboga por la bondad en este mundo deshumanizado, en una maravillosa y sutil fábula sobre la condición humana, en la que lanza un grito de esperanza e ilusión, sin olvidarse de la tragedia de la sociedad, una sociedad materialista que ha olvidado a los seres bondadosos y de buen corazón, donde éstos no tienen cabida y son arrojados miserablemente. La directora italiana nos cuenta su película desde las emociones, sin caer en aspavientos sentimentalistas ni nada de ese tipo, ni tampoco en discursos moralistas, sólo guiándonos a través de la mirada absorbente del joven Lazzaro, alguien que no parece de este mundo, no por un físico extraño ni fantástico, sino porque la bondad y la inocencia que transmite ya no pertenecen a este mundo, si alguna vez lo hicieron, cualidades humanas que lo hacen de otro mundo, valores que le convierten en un ser puro y santo, donde a pesar de este mundo individualista y clasista, siempre hay espacio para aquellos que son buenos, que hacen el bien, a pesar de los palos que reciban, a pesar de este mundo.

Rohrwacher también realiza una declaración de principios cinematográficos acudiendo a los grandes del cine italiano, enmarcando su aventura humanística tomando como referencias a aquellos que hicieron grande el cine italiano, como La Terra Trema, de Visconti, aquellos pescadores podrían ser los campesinos del tabaco, o del arroz de Arroz Amargo, de De Santis, o aquellos de El árbol de los zuecos, de Olmi, contados de manera neorrealista, capturando la esencia de lo humano como hacían Rossellini o De Sica, o la periferia sucia y fea de la ciudad que podríamos convocar al cine de Pasolini, o esos lugares industriales abandonados, fríos y aislados que tanto le interesaban a Antonioni, o la magia, lo fantástico y los sueños que pululaban por los universos de Fellini. Toda la historia del cine italiano condensada en los 125 minutos de la película, que no copia de modo literal a los maestros, sino que recoge su esencia y el espíritu que recorría aquel cine para llevarlo a su universo de un modo visceral y extraordinariamente personal, convirtiendo así su película en una obra de calado universal y humanístico, donde nos habla de valores humanos que deberían guiar nuestras vidas a pesar del mundo en el que vivimos, porque quizás entre tanta trivialidad y quehaceres vacíos, nos olvidemos de que algún día podemos encontrarnos con un Lazzaro y no seamos capaces de verlo, o peor aún, lo expulsemos de nuestras vidas porque no nos detengamos a valorar todas sus bondades que son infinitas.