Entrevista a Arantxa Echevarría, directora de la película “Chinas”, en el Cafe Salambó en Barcelona, el miércoles 4 de octubre de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Arantxa Echevarría, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y al equipo de Revolutionary Press, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Madre es un verbo. Es algo que haces, no algo que eres”.
Dorothy Canfield Fisher
Si exceptuamos la serie Los salvajes (2022), las cuatro películas que componen la filmografía de Rebecca Zlotowski (París, Francia, 1980), se centran en mujeres metidas en historias que las sobrepasan, aunque ellas no se rinden y siguen hacia adelante como la chica rebelde de Belle épine (2010), la joven y su amor prohibido en Grand Zentral (2013), las hermanas que se comunican con fantasmas en Planetarium (2016), y la adolescente en busca del amor en Una chica fácil (2019). Películas que forman parte de una especie de continuidad coherente en la que la directora francesa va acercándose a los cambios que va produciendo la vida y sus circunstancias. Así, que en su quinto trabajo, hablarnos de Rachel era un paso natural en su cine, porque la heroína cotidiana de esta película es una mujer de cuarenta años, sin hijos, profesora implicada en chicos con problemas y con una vida aparentemente plena. Un día conoce a Ali del que se enamora perdidamente y comienza una historia. Una historia que le llevará a entablar relación con Leila, la hija de cuatro años en custodia compartida. La vida de Rachel da un vuelco considerable, porque además de disfrutar de un amor intenso, bello y sexual, también es madre cada dos semanas.
Zlotowski construye su drama íntimo y cotidiano mirando a aquellas mujeres fuertes y honestas que poblaron el cine estadounidense de los setenta, las Sally Field, Jill Clayburgh, Meryl Streep, Ellen Burstyn, Diane Keaton, protagonistas de historias en las que se enfrentaban a problemas de toda índole que rompían los estereotipos de esposa y madre feliz. Rachel es una digna heredera, porque es una mujer con su trabajo, una vida acomodada, y además, ha encontrado un amor en el que se siente dichosa. El conflicto que plantea la película no es grandilocuente ni nada espectacular, tampoco lo necesita, porque hurga en esas pequeñas grietas que aparentemente son invisibles para nuestros ojos, pero que revelan todo el problema que se cierne sobre los personajes principales. Podrías dividir la película en dos mitades bien diferenciadas. En la primera estaríamos siendo testigos de ese amor y esa convivencia con la hija de Ali con sus pequeños conflictos pero sin nada que resaltar. En la segunda la cosa va cambiando, porque aparece en escena la ex de Ali, y la cosa adquiere más tensión y preocupación.
La directora se acompaña de algunos de los cómplices que le han acompañado durante su carrera como el músico Robin Coudert, con esas melodías casi invisibles pero que ajustan todo el entramado emocional en el que viven los personajes, el cinematógrafo George Lechaptois, que también ha trabajado en películas tan destacadas como Los perros (2017), de Marcela Said y Próxima (2019), de Alice Winocour, entre otras, componiendo una luz tan cercana y tangible en el que nos invitan a ser uno más, siendo testigos sin manipular lo que está ocurriendo, y finalmente, la montadora Géraldine Mangenot, a la que hemos visto en películas tan interesantes como Mi hija, mi hermana, Porto y El acontecimiento, entre otras, con un ritmo pausado y sin aspavientos, consigue condensar de forma intensa los ciento cuatro minutos de metraje en una película que no dejan de suceder cosas. Zlotowski siempre se ha rodeado de grandes intérpretes en su cine, nos acordamos de Léa Seydoux, que protagonizó sus dos primeras películas, Natalie Portman, Amira Casar, Olivier Gourmet, Denis Ménochet y Marina Foïs, ahora muy actuales por protagonizar la estupenda As Bestas, entre otros.
En Los hijos de otros vuelve a rodearse de grandes como Roschdy Zem, que recupera después de protagonizar la serie de Los salvajes, con una extensísima carrera al lado de nombres ilustres como Techiné, Bouchareb, Desplechin, y demás, en la piel de un tipo enamorado de Rachel, buen padre de Leila, que deberá decidir lo mejor para su hija cuando las cosas cambian de tono. A su lado, una mujer valiente y llena de amor como Virginie Efira como Rachel, con esa lucidez y brillo que tienen las actrices que saben dónde van y tienen esa capacidad para imprimir veracidad, humanidad y sensualidad a sus personajes, unos individuos que traspasan la pantalla y que construyen sus roles a través de aquello que se ve, a partir de lo invisible, mediante miradas, gestos y detalles ínfimos pero muy importantes. Resaltamos dos apariciones, una más breve que la otra, la de Chiara Mastroianni como la ex de Ali, y el gran cineasta Frederik Wiseman en el papel de un entrañable, divertido y peculiar ginecólogo.
Zlotowski nos invita a mirar a sus personajes y sus vidas cotidianas como si estuviéramos viéndolos desde una mirilla, siendo testigos privilegiados de sus alegrías y angustias, de sus deseos y frustraciones, de todo lo que les ocurre en compañía y en soledad, en la que todo está reposado, un drama tejido con honestidad y humanismo un relato muy actual, una historia en la que tarde o temprano la viviremos o la tendremos muy cerca, con un conflicto tremendamente cotidiano pero muy bien presentado y mejor desarrollado, donde una mujer que desea ser madre y está en el límite de poder serlo de forma convencional, se siente que siempre será la otra madre de la pequeña Leila, y se debate en una historia de amor en la que disfruta y siente con intensidad, pero por otra parte, tiene esa necesidad de ser madre por primera vez, de sentirlo de otra manera, y la película explica con sabiduría este conflicto con sus luces y sombras, con sus pequeñas felicidades y tristezas, con sus silencios, tan incómodos y tan asfixiantes, con todos esos detalles que hacen de Los hijos de los otros una película que nos lanza muchas cuestiones y algunas de difícil resolución, pero hay que seguir como hace Rachel que no se detendrá ante nada ni nadie. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Uno aprende, cuando se hace viejo, que ninguna ficción puede ser tan extraña ni parecer tan improbable, como lo sería la simple verdad”.
Emily Dickinson
La ficción ha servido como vehículo o mera excusa para trasladar los conflictos y situaciones de la vida real a la vida imaginaria o ficticia. No podríamos entender el mundo del arte, sin esa maniobra de ficcionar la realidad, o viceversa, porque en ocasiones es tal la fusión o mezcla, que resulta imposible descifrar que partes pertenecen al mundo real o al inventado. Podríamos enumerar miles de artistas que han encontrado en la ficción, ese espejo redentor o no, para mirar con más detenimiento su vida y los aspectos de ella, porque no hay mejor verdad o mirada, que mirarse a uno mismo a través de los espejos de la ficción. La pareja de intérpretes franceses Romane Bohringer (Pont-Sainte-Maxence, 1973) y Philippe Rebbot (Casablanca, Marruecos, 1964), después de diez años de relación y dos hijos pequeños en común, Rose y Raoul, deciden separarse y emprender una nueva vida. Pero, quieren mucho a sus hijos y para paliar esa situación, deciden llevar a cabo una operación insólita. Construirán os viviendas autónomas y separadas, una al lado de la otra, que solo se comunicarán a través de la habitación de sus hijos.
Este hecho real en la vida de los dos intérpretes ha servido de ficción para su primera película juntos, que escriben, dirigen y se interpretan a sí mismos, en un relato que ficciona su realidad, o podríamos decir con más exactitud, una verdad-ficción que tiene mucho de terapia y de comicidad para verse en una pantalla, como fue y es este tipo de situación. Bohringer y Rebbot plantean una comedia disparatada, con múltiples momentos de vodevil, equívocos, con esos divertidísimos intercambias de puertas que se abren y cierran, los continuos movimientos de una vivienda a otra, los diferentes ligues que acaban por no entender nada de lo ocurre, las situaciones paralelas en las que conocemos más a los dos protagonistas, antagónicos y tan diferentes, como la maravillosa secuencia que abre la película, en la que los asisten a terapia y vamos viendo sus diferentes reacciones, o esa otra, de las más divertidas de la película, cuando les comunican a sus respectivas familias la separación, familias que también se interpretan a sí mismos, y vemos las diferentes reacciones de ambas.
Estamos ante una mujer Roman, con los pies en la tierra, el timón de esta ex relación, peor muy apasionada en las relaciones, que busca desesperadamente estar con alguien después de la separación. En cambio, Philippe está en las antípodas de esa actitud, más bohemio, pasota, infantil, que anda desorientado, y sin saber qué hacer con su vida, no busca el amor, sino más ligues, pasarlo bien, y estar con sus hijos. En algunos instantes la película parece una de esas rocambolescas situaciones llenas de situaciones incómodas, que tanto narraban las comedias screwball estadunidenses en los treinta y cuarenta, de esas aventuras de Tati, con sus torpezas y meteduras de pata constantes, en otras, las discusiones de la pareja nos remiten al Woody Allen de los setenta y ochenta, donde dos seres que ya no se aman, pero todavía se quieren, afilan sus diferencias y conflictos, sean o no reales. Un proceso de película que la realidad acaba imponiendo sus secuencias de ficción, donde todo lo que ocurría se convertía en materia de ficción, donde hay secuencias completamente reales, donde hay una cámara para registrar ese instante, como la boda de sus amigos, en las que cualquier detalle real se centrifugaba convertido en materia ficticia, momentos vividos, detalles, gestos y demás.
Bohringer y Rebbot han capturado momentos y situaciones reales y ficticias en una película-documento-ficción que no solo habla de ellos, o aquel otro que les gustaría ser, sino que se ríen y mofan a rienda suelta de quiénes son y cómo actúan, de sus manías, defectos y estupideces, mirándose en ese espejo en el que nada ocultan y se lanzan al abismo que propone la película, dejándose llevar por las situaciones que plantea, desnudándose, tanto física como emocionalmente, mostrando y mostrándose de manera honesta, sencilla y directa, con esa naturalidad que caracteriza una situación que, a priori, podría resultar descabellada e imposible de realizar, pero el humor que destilan, y la capacidad para ser sin ser, o siendo otros para verse mejor, para entenderse, para separarse y juntarse a la vez, para distanciarse y estar muy cerca el uno del otro, para encontrar ese equilibrio emocional que, a veces, resulta que solo es mental, porque en la práctica las cosas se vuelven vulnerables, inciertas, irracionales y sobre todo, vitales y corporales, donde no pensamos tanto y sentimos más, dejándonos llevar por el fluir caprichoso e incomprensible de la vida. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Los trabajadores seguimos siendo el pariente pobre de la democracia”.
Marcelino Camacho
Alguien como Ken Loach (Nuneaton, Warwickshire, Reino Unido. 1936) que lleva más de medio siglo dirigiendo películas de un total que casi llegan a la treintena de obras, una filmografía compuesta por obras donde prima el contenido social, económico y político de personas corrientes que habitan el Reino Unido, gentes que se mueven en un entorno hostil, degradante y muy difícil. El cineasta británico impregna su cine de una mirada crítica e incisiva a la sociedad actual, sumergiéndose en esas personas que cada día se levantan a trabajar empleándose en actividades poco de su agrado, que encima deben aguantar las presiones del jefe, las tensiones de los objetivos y demás características instaladas en el mundo laboral moderno. Loach nos habla de nuestra sociedad, del llamado estado del bienestar, con sus desigualdades, carencias y demás imperfecciones que agotan, agobian e invisibilizan a esa parte de la sociedad que cada día intenta llenar la nevera, aunque cada día lo pongan tan y tan complicado aquellos que ofrecen empleo, o simplemente buscan mano de obra barata a la que explotar. Loach ante un mundo tan clasista y doloroso aboga por las buenas gentes, por la solidaridad y el cooperativismo entre los de abajo como única tabla de salvación para seguir manteniéndose a flote ante tanto naufragio capitalista.
En su anterior filme Yo, Daniel Blake (2016) retrataba el encuentro entre un hombre en busca de asistencia social y una madre soltera de dos hijos sin lugar donde vivir, en la que hacía una reflexión mordaz y durísima contra la sanidad británica y su inútil maraña burocrática. Ahora, en Sorry We Missed You, vuelve a centrar su mirada en una situación desesperada, ya que Ricky encuentra trabajo de autónomo repartiendo paquetes pero franquiciado en una de esas empresas surgidas por el boom de internet, pero para ello, necesita comprar una furgoneta (situación que recuerda al conflicto de Antonio Ricci, aquel hombre anclado en la posguerra italiana que necesitaba una bicicleta para su empleo de colgador de carteles) si los Ricci empeñaban ropa de cama, los Turner harán lo propio con el automóvil de la mujer que utiliza para su trabajo que consiste en asistencia a personas mayores. Todo parece ir más o menos bien, cuando las distensiones en el hogar con el hijo adolescente que se dedica a pintar muros clandestinamente con sus colegas, empieza a crear fricciones y problemas en los horarios laborales tanto de Ricky como de su mujer Abby.
Loach que vuelve a contar con Paul Laverty, su guionista más cómplice, construye una película naturalista y muy cercana, que explica con detalle y pausa los conflictos, tanto laborales, como familiares, sin forzar situaciones ni caer en lo superficial, explicando con sobriedad los diversos acontecimientos, retratando las reacciones con mesura de sus diferentes personajes, y cómo el trabajo y sus imposibles y agotadores horarios va minando las relaciones entre ellos. Loach nos habla con sinceridad y de frente estos nuevos empleos que han crecido masivamente entre los autónomos y emprendedores, trabajos que esconden una explotación laboral en toda regla, en los que la empresa asume el mínimo riesgo y abusa de sus no trabajadores, donde apreciamos la competitividad y el individualismo entre los trabajadores con tal de mantener el empleo aunque sea a costa de la desgracia ajena, unos empleos que cumplen unas leyes permisivas y degradantes para los trabajadores.
Loach también coloca el foco en esos trabajadores disponibles siempre, las 24 horas al día y los sietes días de la semana, donde las quejas son respondidas con continuas amenazas con la pérdida de ese empleo que los enjaula sin vida de ningún tipo, y sobre todo, a parte de los conflictos laborales, el director británico pone el dedo en la llaga en el tema principal, como esos trabajos abusivos y maratonianos dejan tiempo a las personas para ocuparse de los problemas con sus hijos, sin tiempo para resolverlos y lo que es más grave, sin el suficiente descanso para afrontarlos con delicadeza y aplomo. Sorry We Missed You es una de las mejores películas de Loach de los últimos años, convertida en una cinta hermosísima por lo que cuenta y cómo lo cuenta, humanista, comprometida, militante y tristemente real, donde hay tiempo para el terror laboral que tantos sufren diariamente, como también para la ternura, donde las cosas no son blancas y negras, en el que hay un sinfín de matices, donde en ningún instante Loach peca de manierista, como quizás ha pecado en otras ocasiones, donde su militancia de izquierdas se ha impuesto al cineasta, aquí el equilibrio es magnífico, estudiando con inteligencia y sobriedad todos los aspectos que rodean del mundo laboral y familiar de los Turner.
Como suele ser habitual en el universo de Loach, las composiciones de sus intérpretes son realmente extraordinarias, con las actuaciones soberbias y naturalistas de Kris Hitchen como Ricky, el padre, y Debbie Honeywood como Abby, la madre, sin menospreciar las estupendas aportaciones de Rhys Stone y Katie Proctor como los hijos de la pareja. Loach tiene tiempo para contarnos ese universo de los barrios periféricos de Newcastle, que antaño albergaron a tantos obreros de las fábricas, y ahora, esos barrios alejados componen una diversidad cultural y heterogénea en el que los “Working class” británicos esperan, algunas veces más alegres que otras, una oportunidad que los saque de ese agujero y los lleve a una casa en propiedad, aunque en muchas ocasiones esas llamadas oportunidades acaban siendo perjudiciales, y ocultan su verdadera identidad mediante explotación laboral y personal, porque al fin y al cabo, cualquier actividad que desarrollemos acaba afectándonos no solo a nosotros sino a todos aquellos que nos rodean. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Andy es un niño que vive con su madre en paz y tranquilidad. Un día, toda esa situación cambia, su madre recibe un disparo durante un atraco en una cafetería. Debido a este suceso, Andy viaja a Cuernavaca a la casa de su abuela paterna Carmen, una mujer seria, estricta y amargada que vive en una gran casa ajardinada cerrada a cal y canto por miedo a la inseguridad y violencia exteriores. La vida de Andy se vuelve sombría y solitaria, deambulando por la casa, en el que también viven su tía con síndrome de Down, y los jardineros, con el hijo del capataz Charly, entablará una amistad peligrosa y oscura, mientras el niño no cesa de preguntar por su padre a su abuela que siempre le responde con evasivas y con desprecio. El director mexicano Alejandro Andrade Pease lleva un par de décadas trabajando en el cine dirigiendo cortometrajes y en el ámbito televisivo, debuta en el largometraje con un relato iniciático, de transformación, de un niño que llega a la casa de las aparentemente maravillas para enfrentarse a una historia cruel, de ausencias, de dolor y violencia, todo contado en el marco de una fábula, como se si tratase de Hansel y Gretel, de los hermanos Grimm, donde aquellos dos hermanos se encontraban con una durísima realidad, cruel y violenta, en esa casa que tan maravillosa parecía.
Un niño sólo, desamparado, que se encuentra desubicado, en una casa ajena y extraña, junto a una abuela que apenas recuerda y mantiene una nula relación, un chaval que camina por ese lugar buscando algo donde agarrarse, como la idea de reencontrarse con ese padre ausente, y que encuentra ese supuesto cariño o atención en Charly, un jovenzuelo medio delincuente que se aprovechará de la ingenuidad de Andy para conseguir sus objetivos oscuros. Andrade Pease nos conduce con aplomo y pausa por este cuento contemporáneo desde la mirada de Andy, desde la altura de un niño, desde esa inocencia de alguien que ha vivido rodeado del amor de su madre y ahora no entiende tanto desprecio y crueldad. Andy se siente solo, perdido, a la deriva, una especie de náufrago sin isla, sin amor, con esa ilusión de su padre, cuando su madre ya no está con él, algo donde agarrarse ante tanta violencia emocional, porque el director mexicano nos explica una historia de gran crueldad y violencia desde lo más íntimo, desde lo más profundo del alma de la condición humana, donde las relaciones familiares se mueven entre el dolor y la amargura, como descubriremos más profundamente con la llegada de Andrés, el padre de Andy, un tipo adicto al juego y egoísta, que mantiene una relación difícil y terrorífica con su madre.
La película se centra en seres de piel dura, faltos de amor, envueltos en la bruma de esos recuerdos amargos, dolorosos, con vidas duras, complejas y llenas de odio, que se han distanciado entre ellos, que han construido sus espacios personales donde ahogar sus penas y sus rencores hacia los demás y sobre todo, hacia ellos mismos. Andrade Pease nos sitúa en una casa señorial burguesa con su piscina, su grandísimo jardín, y esas guayabas que sirven para hacer confitura. Un espacio aparentemente bello y pacífico, que guarda secretos y recuerdos demasiado dolorosos, sus paredes y espacios almacenan rencores, cajas sucias y polvorientas de amargura y mentiras, mucha soledad y muchas heridas sin cerrar. La interpretación cálida y cercana de Emilio Puente dando vida a Andy, ese niño inocente y bondadoso que se enfrentará a ese universo de crueldad, dolor y violencia en el que viven su abuela y su padre, Charly y demás, en el que tendrá que aprender que a pesar de la belleza de algunas cosas, hay otras que ocultan miseria, soledad y oscuridad.
Con la sobriedad y brillantez que tiene una actriz como Carmen Maura que interpreta a esa abuela-bruja amargada y violenta, con esas miradas y gestos llenos de tiempo, donde demuestra una vez más su innata capacidad para mostrarlo todo sin enseñar nada, bien acompañados por Moisés Arizmendi que da vida a ese padre perdido, cansado y solitario con sobriedad y aplomo. Un relato de transformación protagonizado por un niño que muy a su pesar abandonará su mundo conocido y tranquilo, para enfrentarse a ese otro universo desconocido habitado por parientes extraños que lo conducirán por emociones oscuras, egoístas y llenas de odio y violencia, en el que Andy descubrirá otros mundos crueles y amargos, y sobre todo, se redescubrirá a sí mismo, acostumbrándose a unas relaciones diferentes a las que había vivido, donde vivirá con el desamparo y la soledad que se convertirán en sus compañías no esperadas ni queridas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“El tiempo pasa muy rápidamente, pero la vida sigue”.
Proverbio chino
El universo cinematográfico de Wang Xiaoshuai (Shanghái, China, 1966) está situado en la periferia, en aquellos espacios anodinos y fríos, poblados por gentes corrientes, de vidas sombrías y extremadamente cotidianas, personas que pertenecen a la gran masa de población que trabaja, come y duerme sin más, con existencias invisibles, eternamente desplazados y sin un lugar donde quedarse, sujetos a las reformas políticas, económicas y sociales del estado y las múltiples transformaciones que provoca en sus vidas, en la sociedad que viven, en sus empleos y sobre todo, en su identidad personal. Eso mismo les ocurría a los chavales que tenían una bicicleta como objeto de distensión y división social en La bicicleta de Pekín (2001) y las dos familias obligadas a desplazarse y todos los problemas de clase que sufrían en Sueños de Shanghái, por citar dos trabajos de Xiaoshuai de una filmografía de 13 títulos, en los que siempre ha explorado como los cambios políticos afectan de manera crucial a la vida cotidiana y personal de aquellos que la sufren en silencio, recuperando aquella mención que hacía Gramsci que “Lo humano es político”, en que la persona y su vida están completamente condicionadas al estado, como algo indisoluble.
En Hasta siempre, hijo mío, el cineasta chino, uno de los máximos exponenntes del cine independiente chino, construye un fresco histórico que abarca tres décadas de su país desde los años ochenta hasta la actualidad, situándonos en el marco de una pequeña ciudad sobre dos matrimonios que trabajan en la siderurgia y sus respectivos hijos. Toda esa aparentemente tranquilidad del trabajo diario y lo sombrío de sus vidas, se verá profundamente marcado por la tragedia, cuando Xing Liu, el hijo de Yaojun y Liyun muere trágicamente ahogado en un embalse mientras jugaba con Hao, el hijo de su matrimonio amigo. Este suceso marcará completamente las existencias de Yaojun y Liyun y su relación con el otro matrimonio, donde ella Haiyan, ocupa un puesto de relevancia donde vigila a los demás trabajadores para que mantengan la obligación de solo tener un hijo como marca el estado. La ley del único hijo, la reforma económica de los ochenta y la presión en el entorno cambiarán la actitud, las necesidades y las relaciones entre los dos matrimonios, que obligará a Yaojun y Liyun a poner tierra de por medio y emigrar a una pequeña ciudad costera y empezar una nueva vida alejados de la tragedia y el dolor.
Xiaoshuai construye de forma íntima y profunda un relato sobre el peso del pasado, sobre el hecho de ser padres y las relaciones que se construyen y se rompen debido a esas emociones que se guardan, que no se dicen, que se ocultan a los demás por miedo o por supervivencia, contándonos a través de ese cineasta que observa desde la puerta, de forma invisible, que mira la vida de sus personajes, desde la más absoluta de las cotidianidades, desde lo más íntimo, desde el silencio, desde todo aquello que se guarda silencio, se calla, a través de leves gestos o miradas que sin hablar se dicen todo, un cine humanista, donde lo humano adquiere una presencia palpable, donde todo es conocido, donde todo es tangible, un cine que en muchos instantes recuerda a Yasujiro Ozu, en su sensibilidad para tratar temas profundamente complejos desde un prisma naturalista y muy cercano, explicando de forma íntima todos los conflictos que se sucedían entre padres e hijos con el telón de fondo de los cambios estructurales en la sociedad.
La película nos cuenta en sus 180 minutos intensos y magníficos treinta años de un país, y lo hace con una narrativa desestructurada con continuos saltos en el tiempo, peor con una forma recia y casi inamovible, donde la cámara describe desde el silencio, mostrándose presente y oculta a la vez, relatándonos los dos matrimonios como protagonistas en un relato social, dramático y profundamente conmovedor, pero sin resultar en ningún momento en la condescendencia ni nada que se le parezca, sino todo lo contrario, Xiaoshuai opta por la sutileza y los silencios, describiendo con minuciosidad los espacios, las relaciones y todo aquello que no se dice pero se siente, rebuscando en las emociones palpables y calladas de sus personajes, con esos instantes de puro documento como su descripción de la vida en la fábrica, los exiguos momentos de ocio, con ese baile multitudinario donde parece que la tragedia se puede olvidar por el hecho de no hablar de ella, pero más lejos de la realidad, o esos impagables recorridos por la cotidianidad en el taller de reparaciones, las comidas o los conflictos con ese niño que viene a llenar el vacío del otro, donde la vida y el cine parecen decirnos que no hay vida sin reconstruir el pasado como fue, sin huir de él, sin cortapisas ni tablas de salvación, sino mirándolo de frente, siendo valientes para afrontar nuestros errores para así seguir caminando con dignidad y valentía a los avatares que vendrán en el presente.
Un reparto brillante y profundamente conmovedor encabezado por esa pareja protagonista que tanto recuerdan al matrimonio de Cuentos de Tokio, interpretados por Wan Jingchun y Yong Mei, dos actuaciones memorables, llenas de sutileza y silencios devastadores, como esos instantes en que vuelven a la ciudad y visitan lo que fueron, y les cuesta reconocerse debido a los grandes cambios urbanísticos de la ciudad. Xiaoshuai ha cosido con delicadeza y paciencia un relato amargo y sombrío sobre la vida, sobre todos aquellos que como sus padres trabajaron y fueron sometidos a los designios de un estado que como se explicará en la película sus intereses están por encima de los intereses de los trabajadores, esos trabajadores expuestos a toda imposición legal donde aceptas y te vuelves invisible o simplemente abandonas, dejándolo todo y empezando una vida más mísera y sobre todo, alejada de aquellos que considerabas tus amigos, quizás como explica la película, el tiempo coloca la verdad en su lugar y la vida nos brindará oportunidades para escucharla y reconfortarnos de tanto dolor y vacío. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Alice y Céline son vecinas y muy buenas amigas en la Bruselas de comienzos de los 60. Además, las dos mujeres son madres de dos niños de la misma edad, Théo y Maxime. Viven en casas contiguas muy parecidas, con sus respectivos maridos y rodeados de un ambiente de clase media bien posicionado. Hasta ese instante todo parece ir como la seda, con sus cotidianidades muy bien avenidas en la que todos forman una gran familia. Pero toda esa aparente felicidad aburrida destapará graves tensiones entre las dos amigas cuando Maxime, el hijo de Céline muere trágicamente con Alice como testigo. La armonía desaparecerá de este peculiar vecindario y la guerra interna y oculta empezará a instalarse en las vidas de las dos mujeres. Después de dos películas como Cages (2006) e Illégal (2010) en la que abordaba retratos femeninos cargados de fuerte contenido social en espacios cerrados, amén de dirigir para televisión Santuario (2015) en la que se enfrentaba al terrorismo de ETA desde la visión francesa, el director Olivier Masset-Depasse (Charleroi, Bélgica, 1971) sin perder un ápice de la atmósfera de sus anteriores trabajos y siguiendo en un marco estilizado, adapta de forma libre la novela Derrière la Haine, de la escritora belga Bárbara Abel, sumergiéndonos en un ambiente opresivo y doméstico, en el que aparentemente todo parece funcionar a las mil maravillas, eso sí, felizmente aburrido, pero como ocurre en el universo de Lynch, cuando nos adentramos en sus jardines o piscinas, en los lugares fuera de nuestra vista, nos encontramos con terribles y ocultas verdades, como ocurrirá en el relato que nos ocupa, la trágica muerte del hijo de los vecinos, desencadenará una atmósfera fangosa e irrespirable que batirá en una lucha encarnizada entre las dos mujeres y madres.
El cineasta belga impone un thriller psicológico con esos paisajes propios de las películas estadounidenses de Douglas Sirk, donde los habitantes bien pensantes y conservadores manejan unas vidas vacías y alineadas, que solo son caparazones para ocultar sus verdaderos deseos que chocan con la realidad acomodada y de clase media. La película se instala en el interior de las hogares, entre meriendas con niños, cumpleaños sorpresas, cenas entre matrimonios tomando cocktails muy elaborados y conversaciones para regalarse los oídos y cosas por el estilo, como esos ambientes que tan bien describían tanto Hitchcock, Chabrol o Truffaut en sus películas, lugares de vidas programadas, espacios en el que todo está decorado y ambientado hasta el más mínimo detalle, aunque solo sea un mero escaparate para ocultar aquello que esconden bajo la alfombra, como sucederá en la trama cuando muere Maxime.
La muerte del niño de los vecinos desencadenará de forma profunda las tensiones invisibles entre las dos amigas, y propiciará que la película se adentré en las mentes desquiciadas tanto de una como de otra amiga, que nos llevarán por ese cruce de vidas y espejos deformantes sobre el deseo, la culpa y el odio, en el que los puntos de vista irán cambiando para desviar nuestra atención o no según convenga para la película, eso sí, el relato huye despavorido de las tendencias actuales del thriller, donde abundan ese cine ramplón y tramposo, lleno de giros inverosímiles, argumentos enrevesados y resoluciones poco sólidas. Los referentes de Masset-Depasse son los ya mencionados, los clásicos por trabajo e ideas que no solo han creado escuela para los cineastas que han llegado más tarde, sino que en mayor o menor medida siempre están presentes porque han creado imágenes sin tiempo que embellecen con el tiempo.
El buen hacer de la pareja de actrices con Veerle Baetens que da vida a Alice, la madre de Théo que sospecha de las intenciones y los actos que va perpetrando una desquiciada Anne Coesens que interpreta a Céline, esa madre rota y vacía que hará lo imposible para sustituir a su hijo fallecido, cueste quién cueste. El relato emana tensión y sensibilidad, manejando con astucia y veracidad los cambios de tono en el que pasa de la angustia a la cotidianidad en un suspiro sin apabullar al espectador, y sobre todo, dejando que el respetable digiera con aplomo y pausa todo lo que va aconteciendo, en este ejercicio de estilo que apabulla por su estilizada y colorista forma, su excelente manejo del terror doméstico, sin sustos ni aspavientos, creando con sutileza y sobriedad todos los componentes para crear esa tensión psicológica que aterra con pocos detalles, tanto en el fondo, el decorado o los magníficos movimientos de cámara que sitúa el rostro y las miradas de las mujeres en el centro de la acción y ejecutando esa amenaza in crescendo que las va oprimiendo cada día sin descanso, en que el excelentísimo trabajo interpretativo es fundamental en este tipo de películas para conseguir la verosimilitud y la intimidad necesaria. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
En la primera secuencia de la película vemos al padre de Asher asando unos trozos de carne que empareda en un pan y se lo da a Asher, en compañía de los obreros subordinados del padre de Asher. Ese leve gesto de padre a hijo, y luego las palabras de orgullo del progenitor, dejan claro que el padre ya mayor quiere a su hijo como sucesor de la empresa de construcciones. Aunque, Asher que tiene 17 años y está en puertas de los exámenes de final de instituto, parece no tener claro qué camino seguir. La primera película de ficción de Matan Yair (Jerusalén, Israel, 1977) tiene sus cimientos en una historia real, la vida por Asher Lax que se interpreta a sí mismo en la película, dando vida a un chico que vive entre dos mundos, ser fiel a su padre y heredar el negocio de la construcción y pasarse la vida entre andamios, o por otra parte, seguir con los estudios y labrarse un porvenir por su cuenta y riesgo. Yair sigue el cogote de su personaje que se va moviendo en un ambiente, el de las obras y el instituto que nada tienen que ver, el chico algo rebelde encuentra en la sabiduría y la comprensión de Rami, un profesor de literatura al que aprecia, un ancla en el que apoyarse y decidir su futuro.
El cineasta israelí se sumerge en un retrato de la cotidianidad de un chico de 17 años, que está en un cruce de caminos, ese en el que todos nos hemos enfrentado en un momento de nuestra vida, durante el último año de instituto en el que tenemos que decidir hacia adonde se encaminarán nuestros deseos vitales e incertidumbres, ese espacio en el que debemos afrontar nuestro propio destino, dejando atrás la infancia y enfrentándonos a la experiencia de ser adulto y decidir nuestra propia vida. El cineasta hebreo adopta la mirada imparcial, esa mirada del que retrata un misterio y dejará las conclusiones al espectador, al que continuamente lo está interpelando entre las relaciones de Asher con su padre, y sobre todo, con su profesor. Asher parece alguien difícil y complejo de tratar, pero quizás solo necesita algo de cariño y una mirada cómplice que le ayude a tomarse su tiempo y decidir con claridad y convicción. La película está enmarcada en la inmediatez, en esos pocos días donde todo sucederá, Asher se examinará, mientras tiene que tomar las riendas del negocio familiar mientras el padre se encuentra convaleciente, y además, una difícil situación llegará a la vida de Asher en la que deberá lidiar como buenamente pueda.
Ese andamio al que se refiere el título original de la película (Scaffolding) se erigirá como símbolo de la seguridad y la vida trazada que desea el padre para Asher, y también, de esa vida en construcción de Asher, aunque éste no lo ve nada claro, y además, todo su mundo parece ya decidido, situación que Asher todavía no quiere plantearse y menos aún tomar una decisión. Yair impone la mirada neorrealista a su retrato, donde todo sucede de manera vertiginosa, en el que la cámara recoge todos los acontecimientos de manera documental, con la compañía extraordinaria de unos intérpretes en estado de gracia, empezando con la inmensa y prodigiosa labor del debutante Asher Lax, que no solo se interpreta a sí mismo de forma extraordinariamente convincente, sino que además, ofrece una gama de registros magnífica, ejerciendo de timón y verdadero protagonista del filme, a su lado, Ami Smolartchik como el profesor que ejerce como ese padre que escucha a su alumno, conociendo su actitud y sobre todo, esos estados de ánimo de rabia y hostilidad que muestra Asher cuando las cosas se tuercen o los demás profesores y las estrictas normas del instituto parecen ir en contra de sus necesidades y derechos.
Una película que respira el aroma de esos dramas ásperos y cotidianos de buena parte del cine británico firmado por los Leigh, Loach o Frears, bellos y duros retratos de chicos difíciles en ambientes hostiles, tanto familiares como sociales, que otros cineastas de la altura de los hermanos Dardenne han seguido una línea parecida tanto a nivel formal como estructural. Ayir plantea una película que se sumerge en las grandes cuestiones sobre la vida, nuestra identidad y nuestro camino a seguir, retratando a personajes que deben decidir, personajes que necesitan saber algunas respuestas para saber qué hacer con su existencia, aunque como explica con seriedad y honestidad la película, ni el cine es capaz de contestar a tales preguntas, y en cambio, si tiene herramientas interesantes y psicológicas para retratar a esos personajes que si se hacen las preguntas pertinentes, porque, al fin y al cabo, esas cuestiones existencias solo se las puede responder cada persona a través de su experiencia vital, aunque en muchos casos, nunca podrán ser respondidas, porque no conseguiremos conocer los grandes dilemas de nuestra propia existencia y nuestro lugar en el mundo.
En un momento de la película, Rosa, la protagonista, le confiesa a un amigo, que es padre de un compañero de su hijo en el colegio, que toda esa fuerza y decisión que parece tener es pura apariencia, que en el fondo es una mujer débil, insatisfecha, llena de miedo e inseguridades. Quizás esta confesión podría tratarse de algo puntual, de alguien que no ha alcanzado esas metas soñadas cuando de joven imaginaba una vida muy diferente a la que tiene ahora, aunque la película no se queda en una mera anécdota de una mujer que vive en Brasil, sino que retrata algo que sucede muy a menudo en mujeres de países desarrollados de unos cuarenta años, las cuales se han casado, han tenido hijos, y además, trabajan en empleos que no resultan de su agrado, porque por el camino se quedó aquel trabajo creativo que tanto les llenaba ahora tienen aparcado o casi enterrado. Rosa además de trabajar diseñando baños, se hace cargo de su casa, sus dos hijas preadolescentes, ya que su querido esposo pasaba largas ausencias salvando la selva amazónica.
Y con esa situación emocional que vive Rosa, o podríamos decir, a la que Rosa se ha acostumbrado, aunque sea mera fachada, le va a venir algo que la desestabilizará del todo, porque en una comida familiar, la madre le confesará que es hija de una aventura, que su verdadero padre es un alto comisionado del gobierno. A partir de ese instante, la vida de Rosa empezará a sufrir cambios, su vida aparentemente feliz ira transmutando hacia otra, una vida diferente, más liberadora, más sociable, y sobre todo, dejándose llevar, metiéndose en la piel de Nora, la heroína de Ibsen, aquella mujer que dio un golpe en la mesa y abandonó la prisión de la Casa de muñecas, para empezar de nuevo, para abrirse al mundo y buscarse a sí misma. Rosa obligará a su marido a asumir responsabilidades, se lanzará a la aventura de conocer a su verdadero padre, y sobre todo, se sentirá fuertemente atraída por ese padre que se encuentra en el colegio, en el supermercado y demás.
El cuarto trabajo de Laís Bodanzky (Sao Paulo, Brasil, 1969) vuelve a contar con el guionista Luíz Bolognesi, como sus anteriores trabajos, más cercanos a la denuncia social. Ahora, retrata a Rosa, una mujer de unos cuarenta años, que arranca una aventura para encontrarse a sí misma, descubriendo facetas olvidadas de su ser, recuperando esa pasión por la dramaturgia y teniendo bien claro que la vida que lleva no puede continuar así, porque de esa manera, Rosa, se asfixia, se ahoga, y se muere. La película se ve bien, ahonda en temas actuales que afectan considerablemente a muchas mujeres que conviven con esa doble identidad de madre y esposa, y que acaban confundiéndolas y rompiéndose por dentro por querer abarcarlo todo, y además haciéndolo de manera perfecta, sin ningún temor, inseguridad y demás. Bodanzky tiene en María Ribeiro la figura esencial para retratar a esta mujer de ahora, las que nos cruzamos cada día en nuestra cotidianidad, llevándola por distintos estados emocionales, y sobre todo, mirándola al rostro de manera sencilla y de frente, extrayendo sus cualidades que son muchas, pero también, sus debilidades, que también las hay, describiéndolas de manera humanista, y moviéndolas dentro de ese laberinto físico y emocional que, en ocasiones, sienten miedo, otras se pierden, y se acaban encontrando, aunque les cuesta la vida, y en muchas otras, se detienen, se paran en seco, cansadas de ser ellas mismas, o ser aquello que se espera de ellas, dejándose llevar para llegar a ese espacio donde nadie las ve, donde se sienten como verdaderamente son, olvidándose de esa posición social de madre y esposa trabajadora que es un ejemplo para todos.
Quizás la película abre algunos frentes que no casan con el conjunto de la trama o se pierde en su estructura, pero la gran labor del elenco de la película ayuda a conseguir esas situaciones cotidianas de manera eficiente y emocionante, abriendo debates para reflexionar sobre el funcionamiento de nuestras vidas, su naturaleza y la incapacidad que tenemos para afrontar nuestros verdaderos problemas, siendo sinceros con nosotros mismos, y con los demás, porque la actitud de Nora de dar ese golpe a la mesa y salir de ese espacio de confort y enfrentarse a los avatares de la vida, no sea en absoluto sencilla, y sea una experiencia cargada de dolor, pero, hay momentos en tu vida que haces lo que nadie espera de ti, o acabaras lamentándote de vivir una vida ejemplarmente social aceptada, pero llena de vacío y tristeza.
“Siempre hay que seguir hacia delante, porque llega un momento que todo sale bien”.
Irene es una madre de familia de cuarenta años que vive junto a sus cuatro hijos en Petrópolis (Río de Janeiro, Brasil). El mayor, es un portero talentoso de balonmano, el segundo, un artista de la tuba, que siempre la acarrea por todos los lugares, y los más pequeños, un par de gemelos, rubios y rebeldes. Klaus, el marido, intenta infructuosamente tirar hacia delante su precario puesto de libros, que cada día va de mal en peor. La cotidianidad se ve agitada cuando la casa que habitan, se le acumulan los desperfectos. Aunque, el verdadero cisma del relato se producirá cuando Fernando, el hijo mayor, recibe una propuesta de un equipo de Alemania porque quieren contar con sus servicios. La familia no volverá a ser la misma a partir de esa noticia, sobre todo, para Irene, que verá que ese mundo familiar y unido que tanto trabajo le ha costado edificar y mantener, empieza a resquebrajarse y a separarse.
El cineasta brasileño Gustavo Pizzi debutó con Riscado(Craft), en el año 2010, donde daba buena cuenta de las dificultades de una actriz talentosa en busca de una oportunidad. Ahora, vuelve a contar con Karine Teles (también en labores de guionista, ya que firman juntos el texto) que ya había dado vida a la actriz desafortunada, para convertirla en madre-matrona al estilo de aquellas matriarcas coraje italianas al modo de Anna Magnani de Bellísima o la Sophia Loren de Dos mujeres, madres de armas tomar que se llevan por delante a cualquiera que atente o haga daño a su prole, y además, les ayudarán en todo lo que sea menester, aún poniendo su vida en peligro. Irene es el pilar de esa casa, levanta a ese marido desanimado, que intenta negocios que siempre le salen mal (que parece un personaje salido de una película de Berlanga) y apoya hasta las últimas consecuencias a sus hijos, y a su hermana, Sònia, que ha dejado a su marido drogadicto y se ha presentado en su casa con su hijo pequeño. Irene es una madre con todas las de la ley que, además se dedica a la venta ambulante, y estudia para sacarse el segundo grado. Una madre inquieta, valiente y fuerte, que nunca desfallece, por muy mal que estén las cosas. Aunque, la idea de perder a su hijo mayor, la hará mantener una batalla íntima contra ella misma, porque por un lado está feliz por la aventura alemana de su hijo, pero, por otro, sabe que se va a ir lejos, y tendrá que vivir con ello, combatir esa ausencia que sabe que la afectará, porque es la primera vez que le sucede algo parecido.
Pizzi enmarca su película en una tragicomedia social e íntima, donde no paran de suceder situaciones, algunas dramáticas, otras divertidas, pero siempre con ese lado cómico, siempre desde la idea de vitalidad, de reconstruirse cada día, y afrontar con la mejor de las caras los avatares cotidianos que se producen en el seno familiar. Tiene el aroma de la comedia familiar, divertida y con momentos duros, en los que un conflicto, ya sea la despedida de un hijo que marcha al extranjero o la de un concurso de jóvenes estrellas que los lleva a cruzar medio país, como sucedía en la extraordinaria Pequeña Miss Sunshine. Obras íntimas, muy familiares, pero sin esa idea de lo establecido y las buenas maneras, sino todo lo contrario, mostrando la humanidad de cada uno de sus componentes, sus pequeños dramas íntimos, y cómo afecta a los demás, y los conflictos, mayores o menores, que se van originando en el hogar, un hogar siempre patas a arriba, a punto de estallar, pero con optimismo para afrontar los males. Una actitud encomiable ante la vida, donde por muchas hostias que te den, con voluntad y decisión, y sin dejar de trabajar por ello, algo en claro siempre se saca, y los problemas nunca son tan grandes si tenemos la paciencia de mirarlos con la perspectiva necesaria, y sobre todo, nos mantenemos unidos con los nuestros.
La fantástica y maravillosa interpretación de Karine Teles (que ya la habíamos visto como la madre altiva de Una segunda madre, y también, en la joven engañada de El lobo detrás de la puerta) es el pilar de este entramado familiar, la que sustenta los cimientos de todos y cada uno de ellos, la que sonríe y contagia a todos, y la que llora en silencio, manteniéndose firme ante los problemas, le acompañan Octávio Müller (que también estuvo en Riscado) haciendo ese padre bonachón y negado para los negocios, que encuentra consuelo en su mujer siempre que lo necesite, Adriana Esteves hace de la hermana, que se convertirá en ese apoyo femenino que con sola una mirada se entienden, van al alimón, y sobre todo, conoce ese combate interno que tiene Irene con la marcha de Fernando. Bien conjuntados con los niños, que los gemelos son los hijos reales del propio director e Irene.
Pizzi construye una película esperanza, sin caer en el sentimentalismo de culebrón, sino en una sinceridad que nos atrapa en sus 98 minutos de metraje, donde nunca dejan de ocurrir cosas, algunas muy divertidas, surrealistas, extravagantes y dramáticas, haciéndonos reír, también llorar, pero sin estridencias ni trucos de magia, sino mostrando sinceridad y verdad, conduciéndonos por esta familia a través de su madre, esa mujer fuerte, valiente y hecha palante, personas que a pesar de las dificultades por las que atraviesan, nunca contagian con su desfallecimiento o tristeza a los demás, se lo comen en silencio, para los demás siempre tienen una sonrisa, una palabra amable, y energía para mirar siempre para lo que tenga que venir, manteniendo unido a la familia, pase lo que pase, y pese a quién pese.