Eugénie Grandet, de Marc Dugain

LA MUJER LIBRE Y VALIENTE. 

“Todo poder humano tiene un componente de paciencia y tiempo.”

De Eugénie Grandet (1883), de Honoré de Balzac

Resulta revelador que la primera adaptación al cine de una novela de Honoré de Balzac La marâtre (1906), la dirigió Alice Guy (1873-1968), el/la primera cineasta de la historia. Más tarde vinieron otras dirigidas por Truffaut y Rivette, que adaptó un par La bella mentirosa y La duquesa de Langeais. De Eugénie Grandet ya se había llevado a la gran pantalla en otras ocasiones. Ahora llega de la mano de Marc Dugain (Dakar, Senegal, 1957), excelente novelista con una trayectoria de casi la veintena de títulos, de la que El pabellón de los oficiales se llevó al cine dirigida por François Dupeyron en el 2011. Como director lo conocemos por Une exécution ordinarire (2010), que adaptó su propia novela en un drama ambientado semanas antes de la muerte de Stalin. Le siguió L’echange des princesses (llamada aquí Cambio de reinas), adaptación de la novela homónima de Chantal Thomas, y ambientada en el siglo XVIII, bajo la mirada de una adolescente y una niña princesas francesas que las casarán con los herederos españoles para mantener la paz. 

Con Eugénie Grandet, Dugain se mete de lleno en la mirada de otra mujer, la Eugénie del título, una joven soltera e hija de Felix Grandet, un tonelero y hombre de poder en Samur, tremendamente codicioso y avaro que oculta su fortuna a todos y todas, ambientada en la época de la Restauración de los Borbones en Francia, tras la caída de Napoleón en 1814 y previo a la Revolución de Julio de 1830, en la que Balzac nos habla sin cortapisas y de frente sobre la situación de sometimiento de la mujer por parte del hombre. La llegada de Charles Grandet, sobrino del amo, recientemente huérfano y sin bienes, cambiará todo para la joven Eugénie, que dejará esa vida de beata y trabajo de hogar, y se enamorará del joven. Entre sus virtudes, la cinematografía gala puede presumir de producir excelentes dramas históricos, tanto por calidad artística y técnica, como demuestran títulos como Cyrano de Bergerac, El nombre de la rosa, La reina Margot, Ridicule, entre otros. Eugénie Grandet es otra de las películas que se suma a esa excelencia del drama histórico.

Un drama histórico que sigue la gran tradición de la cinematografía francesa porque el cineasta francés se rodea del cinematógrafo Gilles Porte, del que vimos por aquí como director El estado contra Mandela y los otros (2018), que codirigió con Nicolas Champeaux, y ya trabajo en Cambio de reinas, en un trabajo riguroso y con una luz magnética, en la que predominan los claroscuros, y esos interiores velados que recuerdan a los citados títulos, así como los grandes trabajos de diseño de producción de Sevérine Baehrel y de vestuario de Fabio Perrone, también en Cambio de reinas, y en la poderosa Germinal (1993), de Claude Berri. La excelente partitura de Jeremy Hababou, que sabe dotar de belleza, drama y sensibilidad del que está construido el relato. El magnífico montaje de Catherine Schwartz, habitual en el cine de Gaël Morel, que hace un trabajo inmejorable de concisión y detalle para contar una historia que combina el estatismo en el que vive la protagonista con el movimiento perpetuo de los hombres, en una historia que abarca los ciento tres minutos de metraje. 

Un enorme reparto que fusiona a los veteranos como el estupendo Olivier Gourmet, un actor capaz de hacer lo que quiera, con sencillez y aplomo, que da vida al monstruo de Grandet, ese padre de ambición desmedida, estúpido y altivo. A su lado, Valérie Bonneton, un actriz que ha trabajado con Olivier Assayas y Mia Hansen-Love, entre muchos otros, que interpreta a la sumisa y anulada mujer de Grandet y madre de Eugénie, y los más jóvenes, entre los que encontramos a César Domboy, que tiene en su haber a directores como Mélanie Laurent y Robert Zemeckis, dando vida a Charles Grandet, un joven atractivo parisino que llega a Samur con una mano delante y otra detrás, será una luz para Eugénie, que interpreta Joséphine Japy, a la que hemos visto como protagonista en Amor a segunda vista y en los repartos de El monje y Las apariencias, se convierte en una maravillosa protagonista, en un personaje que mira más que habla, que mezcla su indudable belleza con una serenidad y paciencia indomables, en una mujer fuerte, valiente y llena de sabiduría que esperará su momento y tendrá muy claro su camino y qué hacer. 

Dugain ha construido una hermosísima, reveladora y magnífica película, que no solo es un brillante y eficaz drama, sin fisuras ni sentimentalismos baratos, sino que profundiza con honestidad e intimidad en todas aquellas mujeres de mediados del XIX en aquella Francia machista y soberbia, sino que habla de todas las mujeres, de todos sus sometimientos, sus deseos y amores, y como no, habla del amor desde una perspectiva muy diferente, alejándose de tantos y tantos retratos de amor romántico sin medida. Aquí no hay nada de eso, porque nos habla de un amor de verdad, de aquellos que se pueden tocar y sentir, nada que ver con esos amores que nos venden en el cine y la novela barata, que nada tienen que ver con la realidad dura  en la que nos movemos. Eugénie Grandet no es solo una novela sobre aquella Francia del XIX, sino que es un certero y sencillo retrato sobre la condición humana, aquella masculina que somete a las mujeres, y la femenina, aquella que se calla, como la madre, y aquella otra que no, que sigue firme, que camina, que sabe hacia adónde va, que tiene muy claro que la vida está mucho más allá que casarse y tener hijos, que también se puede experimentar la felicidad de formas muy diferentes, y sobre todo, en libertad y en soledad, porque todo eso nada tiene que ver con lo que uno siente en el interior, y la compañía más importante siempre es la de uno o una, porque Balzac era femeninista y miraba a la mujer de verdad, creía en ella, en todo su ser, una mujer que no está muy lejos de la Madame Bovary, de Flaubert, otra novela del XIX, que también cuestiona y rompe los valores tradicionales impuestos por los hombres, y retrata a mujeres libres, valientes y con coraje. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Lizzie, de Craig William Macneill

UNA MAÑANA DE AGOSTO DE FINALES DEL XIX.

“Los hombres no tienen que aprender, Bridget. Nosotras, sí”

El jueves 4 de agosto de 1892, la localidad Fall River, del estado de Massachusetts, en EE.UU., se despertó horrorizada cuando se descubrieron los cadáveres de Andrew Borden, y su segunda esposa Abby, brutalmente asesinados, en el interior de su casa. La situación dio un gran vuelco cuando se supo que Lizzie Borden, una de las hijas, y Bridget Sullivan, la asistenta, se encontraban en el interior de la vivienda cuando se cometieron los crímenes. Las dos mujeres declararon que no escucharon nada ni vieron a nadie. La prensa sensacionalista se hizo eco del asunto y apodaron a Lizzie Borden como “La asesina de el hacha”, y la historia la recuerda así. Pero, realmente solo los implicados saben realmente que ocurrió aquella mañana calurosa del verano de 1892 en la casa de los Borden. En el año 2014, Christina Ricci protagonizó un telefilme que indagaba en los hechos. Unos años más tarde, nos llega una nueva versión del caso de Lizzie Borden de la mano de Graig William Macneill, cineasta nacido en Nueva Inglaterra (EE.UU.), que tiene experiencia en el medio televisivo con series como Westworld o Them, entre otras, y ya había debutado en el cine con la película The Boy (2015), sobre el desamparo de un niño con un padre depresivo.

Con Lizzie, su segundo trabajo para la gran pantalla, reúne un grandioso reparto encabezado por unas maravillosas Chloë Sevigny, que además es productora, junto a Kristen Stewart, en los roles de Lizzie Borden y Bridget Sullivan, respectivamente. Una película asfixiante y muy claustrofóbica, donde abundan los interiores y los planos y encuadres cerrados, capturando toda la intimidad doméstica del hogar férreo y oscuro de los Borden, sin caer en los estereotipos de la oscuridad para crear una atmósfera terrorífica y malsana, en un formidable trabajo del cinematógrafo Noah Greenberg, que ya había trabajado con Macneill en su opera prima, y en Most Beuatiful Island, de Ana Asensio, sobre el lado oscuro de la ciudad de los rascacielos. La música barroca y sutil de Jeff Russo, que conocíamos por sus trabajos en las series de Fargo y Star Trek, entre otras, y el grandísimo trabajo de montaje de Abbi Jutkowitz, que sintetiza y crea esa casa-laberinto en el que hay pocas formas de encontrar luz y paz, con esas palomas, sinónimo de una libertad imposible, y ese granero como lugar-isla de algo de paz, aunque expuesta a las miradas inquisitorias.

Una casa-cárcel y una época de pura apariencia y machismo exacerbado, en la que podemos ver el sometimiento de las mujeres ante los hombres, ese padre, el Sr. Borden, avaro y negociante sin escrúpulos, lleva con mano de hierro su patrimonio y su casa, Abby, su segunda esposa, sumisa y leal, y el tío John, una sanguijuela que quiere ganarse la riqueza de los Borden cuando el padre no este. Ante la conservadora y gris Fall River, que tanto recuerda a ese New York, de por ejemplo, las novelas de Henry James, y la adaptación de La heredera, de Wyler, y las de Edith Wharton en La edad de la inocencia, de Scorsese. La joven Lizzie, aquejada de epilepsia, encuentra en el cariño y la comprensión de la asistenta, una vía de escape ante una existencia invisible y de continuo sometimiento masculino. Un amor prohibido, pero lleno de comprensión y sentimiento. Un guion que firma Bryce Kass, que arranca con una secuencia inquieta y muy bien filmada, para trasladarnos en flashback a seis meses antes de los asesinatos, con la llegada de la asistenta a la casa de los Borden, para luego, contarnos en una segunda mitad, todo lo que ocurrió con la detención de Lizzie Borden como principal sospechosa y los hechos que vinieron luego.

Macneill cuenta la versión de los hechos, los que él cree que sucedieron aquella mañana de finales del XIX. Quizás no son los que realmente pasaron, pero la versión de la película podría estar muy cercana, o no, pero se ajusta bastante al caso en cuestión, mirado desde la perspectiva de ahora, con más de un siglo transcurrido del caso. Una película de estas características, anclada en un fascinante e inquietante thriller psicológico, donde abundan las miradas y los silencios, debía tener un reparto que compusiera unos personajes que miran mucho y callan más. Los estupendos Jamey Sheridan como Andrew Borden, que hemos visto en series, hace un padre malvado, un machista y un señor injusto y abusador, junto a Denis O’Hara como el tío John, un ser repugnante y arribista, y la sumisión y la sombra que es la segunda esposa Abby, que hace con astucia una gran Fiona Shaw, que recordamos como la tía Petunia de la saga de Harry Potter, gran acierto presentando a una mujer que sabe pero calla, alejándose de la idea de malvados y cándidas, sino mostrando los diferentes perfiles psicológicos y como los enfrentan los diferentes personajes.

Y finalmente, las dos grandes de la función. Dos actrices como Chloë Sevigny y Kristen Stewart, de gran fuerza expresiva, que se mueven con pausa y miran con profundidad, en unos personajes complejos y muy bien interpretados, que hacía tiempo que no las veíamos con tanta fuerza, aunque las dos poseen variados y estupendos trabajos. Por un lado, tenemos a una increíble Kristen Stewart, dando vida a la asistenta, callada, sin consuelo, muy reservada, que también aguanta los abusos del lugar, y frente a ella, una grandísima Chloë Sevigny en la piel de Lizzie Borden, una frágil y débil de salud, pero de carácter fuerte y capaz de todo, sobre todo, de enfrentarse a la tiranía de su padre y romper con ese ambiente misógino de un país que todavía arrastraba las costumbres y la hipocresía heredada de Inglaterra. Macneill mantiene un gran pulso narrativo y formal, y construye con pocos elementos una atmósfera de terror, recurriendo a la intimidad de la casa, y unos personajes atrapados en sus ganas de mantener lo tradicional, frente a la libertad e independencia que ansían tanto Lizzie como Bridget. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Libertad, de Enrique Urbizu

NO HAN NACIDO PA’ SER SEMBRAOS, NI RECOGÍOS.

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.

Miguel de Cervantes en Don Quijote de la Mancha.

Después de la experiencia de la serie Gigantes, con dos temporadas realizadas en el 2018 y 2019, Enrique Urbizu (Bilbao, 1962), vuelve a contar con el mismo equipo de guionistas Miguel Barros, y Michel Gaztambide (que ha escrito junto al director sus mejores películas, La caja 507, La vida mancha y No habrá paz para los malvados), para poner en pie Libertad, una serie ambientada en el mundo del bandolerismo, en la España convulsa y cambiante de principios del XIX. Esta vez, la cosa no ha quedado ahí, una serie de cinco episodios a cincuenta minutos por tanda para la plataforma Movistar+, sino que al igual que ocurrió con La plaza del diamante, de Francesc Betriu, o con La fiebre del oro, de Gonzalo Herralde, entre otras, la serie tiene un remontaje para su estreno en cines de 138 minutos.

La serie-película cuenta un relato sencillo y honesto partiendo de Lucía, la Llanera que, después de diecisiete años en prisión, es indultada y sale junto a su hijo Juan, que no ha visto más vida que los barrotes. La noticia corre como la pólvora, y varios “compañeros” de antes, están muy interesados en ella y sobre todo, en su hijo, como el padre, el legendario “Lajartijo”, toda una leyenda, casi como un fantasma ya que hace años que nadie sabe de él, y el “Aceituno”, el aspirante al trono, un ser cruel y violento, que captura a la Llanera por orden del Lagartijo, pero ahí no queda la cosa, el gobernador Montejo, exquisito, elegante y cacique, los utiliza para capturar a los “fuera de la ley”, y así dejar los caminos libres para sus chanchullos con terratenientes como Don Anastasio. Estamos en una época difícil, donde el pueblo, dedicado al campesinado y los oficios duros, vivía sometido a las leyes injustas, que protegían al poderoso, como siempre, y al clero, donde la única libertad era convertirse en un forajido y vivir en la sierra, vida sucia, maloliente, durísima, pero en libertad. Urbizu huye de toda épica y heroísmo, para centrase en un relato pausado, candente y sombrío, más cerca del no western de Peckinpah o Monte Hellman, filmando los tiempos muertos, los momentos de monte, de fuego y actitud en constante tensión, y sobre todo, de relaciones interpersonales, de posiciones enfrentadas y de caracteres complicados que deben de compartir.

La Llanera quiere dejar todo ese mundo, olvidarse que alguna vez fue bandolera, que amó al Lagartijo, y vivir una vida en paz junto a su hijo. Pero, al igual que le ocurría a Gregory Peck en la magnífica El pistolero, las cosas no van a resultar nada sencillas, y el estigma la va a perseguir constantemente, y cuando más consigue zafarse de todos aquellos que no cesan de perseguirla, más se ve sometida a ellos, como si el fantasma de su pasado la siguiera sin descanso ni piedad. Si tuviéramos que encontrar en espejos donde Libertad se mira, serían Amanecer en puerta oscura, de José Mª Forqué y Llanto por un bandido, de Carlos Saura, ambas protagonizadas por Paco Rabal, en las que, al igual que sucedía en la mítica serie de Curro Jiménez, los bandoleros son tipos corrientes, duros como la piedra por sus vidas errantes, nómadas y huyendo de la ley, se tratan como individuos que luchan contra el estado, contra lo injusto, y un poder arbitrario que somete y ajusticia a un pueblo indefenso y empobrecido.

El cineasta bilbaíno vuelve a lucirse en su composición narrativa, como ya nos tenía acostumbrados, pero aquí, luce muchísimo más, ya que los campos y montes abiertos de la zona de Madrid y Guadalajara, excelentemente iluminados, con esa luz sombría y velada obra del cinematógrafo Unax Mendía, colaborador fiel del director, como el estupendo montaje de Ascensión Marchena, que repite con Urbizu después de Gigantes, que nos lleva de aquí para allá, en una película de travesía por el monte y las sierras difíciles, como ese espectacular instante de tiroteo en una subida. La excelente música de Mario de Benito, que sigue cosechando buenas composiciones en el universo Urbizu, con ese aire de no western cansado, triste y crepuscular, anunciándonos ese mundo de pillaje y libertad que está llegando a su fin. La Llanera y su hijo, convertidos en “macguffin”, en el preciado tesoro que todos andan buscando, y todos deberán defender a navajazos y escopetazos, en una violencia que Urbizu la filma de forma seca, muy cruel, sin estridencias ni piruetas artificiosas, sino con toda su suciedad y mentira, como el arranque cuando desmembrar las extremidades de uno de los bandoleros ajusticiados y expuestas en la plaza del pueblo para evidenciar la tiranía del gobierno corrupto y asesino.

Otro de los elementos clave en el cine del director bilbaíno es su reparto, porqué sus intérpretes siempre brillan, y más en una película que todo se centra en el aspecto psicológico y emocional, con una Bebe reposada y de mirada traspasadora, que no se fía de nadie y mucho menos de ella, que da vida con aplomo y humanidad a una Llanera cansada, que solo quiere que la dejen en paz junto a su hijo. Jason Fernández es Juan, el hijo de la Llanera, de carácter febril y maneras rudas, pero de corazón, el Lagartijo es Xabier Deive, una especie de espectro, alguien viejo, con muchos tiros y montes pegaos, alguien que quiere dejar su legado a su hijo, El Aceituno es Isak Férriz, que repite con Urbizu después de Gigantes, el gitano malcarado ha dejado paso a un tipo sin escrúpulos y maloliente, que se venderá al mejor postor, uno de esos pistoleros de Peckinpah, de vida jodida, que tiene preparado un plan para reventarlo todo, el gobernador Montejo es Luis Callejo, uno de esos hombres cultivados, de poder, que mantiene caciques y sinvergüenzas porque le ayudan a mantener un orden que empobrece y aniquila a los alborotadores, un político corrupto como los de ahora. También, nos encontramos con Reina que hace Sofía Oria, la hija rebelde del terrateniente al que da vida Pedro Casablanc, con ese pelucón a lo francés, tan ridículo como cruel sus formas, una hija que huye de esa vida falsa para emprender una existencia en el monte, más difícil pero en libertad, y por último, el inglés John, que interpreta Jorge Suquet, que viene en busca de la historia de la Llanera y también, nos contará el relato, pero se irá involucrando más de lo que imaginaba.

Mención aparte tienen los roles de esos intérpretes con pocas secuencias, pero como ocurrían en los no westerns más potentes, siempre se les recuerda, como ocurre con Manolo Caro en plenitud de forma, convirtiendo su bandolero-escudero en un tipo melenudo y sin miedo a ná, y un Ginés García Millán en estado puro, con esa mirada de viejo sabio, viviendo en soledad, y sabiendo que su vida o la vida, cuanto menos caso se le haga más tranquila se vuelve. Urbizu ha vuelto a crear una historia mítica y magnífica, con ese aire sucio, duro y negrísimo, que recuerda a las pinturas negras de Goya, Zurbarán y Murillo, que nos retrotrae a esa España violenta y cruel que no nos quitamos de encima, una forma carpetovetónica agarrado a fuego en las entrañas, que sigue campando a sus anchas, con su caciquismo y su injusticia, construyendo un relato sobre la libertad, una libertad que, según quien la administre, tiene un valor y un significado completamente diferentes. Libertad, en su formato de cine, es una película extraordinaria, con ese tempo pausado y baladista, con ese lento caminar y en continua huida, sin prisas, sin atajos, porque quizás, ya, las cosas ya no son como antes y ha llegado el momento de descabalgar, mirar el camino recorrido y sentarse junto al fuego, en silencio y fumando, dejando que el tiempo y sobre todo, la vida nos atrape. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El palacio ideal, de Nils Tavernier

EL SUEÑO DE UN HOMBRE SENCILLO.

“Hijo de campesino, campesino, quiero vivir y morir para demostrar que en mi categoría también hay hombres de genio y energía. Durante veintinueve años fui cartero rural”

Joseph Ferdinand Cheval

Erase una vez un cartero llamado Cheval, un hombre poco hablador, ensimismado en su mundo, en la naturaleza y los animales que se tropezaba en su andar continuo por los bosques y caminos de la región de Drôme, en el sudeste de Francia, a finales del XIX. Un hombre que rehuía de los humanos y se sentía más cómodo y comunicativo en la naturaleza, donde encontró su inspiración, como los grandes artistas, como ese maravilloso momento que tropieza con una roca, que luego saca de la tierra y se la lleva a su casa, donde la recorre con la palma de la mano, sintiendo la estructura y la forma de la citada roca. La película nos muestra a  alguien golpeado por la vida, que lo dejó viudo y sin su único hijo. Pero, él siguió con su ruta diaria y su amor por el medio ambiente. Un día, conoció a Philomène, una viuda hermosa y se casaron. Nació Alice, que se convirtió en la ternura y el sentimiento de Cheval, que empezó a construir “El Palacio Ideal” para su hija, recogiendo piedras y tomando inspiración en pasajes bíblicos y en palacios hindús. Una obra que, a pesar de las continuas dificultades, logró acabarla después de 33 años.

Nils Tavernier (París, Francia, 1965), hijo del insigne director Bertrand Tavernier, ha construido una carrera como actor en películas de su progenitor como Beatrice o Ley 627, y otros geniales directores como Chabrol y Forman. También ha dirigido documentales de corte social y cultural, junto al guionista Laurent Bertoni. Su debut en la ficción se produce con la cinta Con todas nuestras fuerzas (2013), protagonizada por Jacques Gamblin, que recogía la hazaña de un tetrapléjico, ayudado por su padre, en su cometido de correr la durísima prueba de “Iron Man”, le siguió el thriller con al miniserie En algún lugar del valle, sobre una niña desaparecida. Ahora, llega el turno de la historia real del cartero Joseph Ferdinand Cheval, la  L’incroyable histoire du facteur Cheval, en su título original, contando nuevamente con Bertoni, a la que se une Fanny Desmares, para contarnos un relato romántico, al estilo de El cartero y Pablo Neruda (1994, de Michael Radford, contándonos la pericia de un hombre seco e introvertido, alguien de pocas palabras, alguien en su universo naturalista, que ante los golpes y la dureza de la vida, empieza a crear desde cero un monumento para su hija, un lugar especial como legado para su primogénita.

La acción de la película arranca en 1873 y se desplaza hasta 1924, cuando falleció Cheval, donde conoceremos su entorno, pequeño y rural, en la aldea de Hauterives, donde el cartero alzó su obra, utilizando materiales como piedras, que iba encontrando en su andar como cartero. La película de Tavernier es lineal, ligera y emocionante, sigue un ritmo pausado y romántico, explicándonos los avatares tristes y alegres de la vida de Cheval y su familia, una vida dura y llena de desgracias, que el cartero, con la ayuda de su inseparable Philomène, sigue adelante con su trabajo como cartero y su construcción. La sobria y maravillosa luz obra del cinematógrafo Vincent Gallot, con esos tonos ocres y la intensidad de las velas y la luz del fuego, convierten la cinematografía de la película en uno de sus grandes hallazgos, al igual que la excelente partitura musical que firman los hermanos Baptiste y Pierre Colleu, que saben imprimir el carácter duro y romántico que tiene la existencia del peculiar cartero. Y finalmente, la exquisita edición de la película, de Marion Monestier, que sabe manejar el ritmo y la cadencia en un metraje de los 105 minutos para abordar un relato que abarca más de medio siglo.

Tavernier se rodea de un reparto brillante, en el que destaca la inmensa labor de Jacques Gamblin, con el que repite, en un personaje que le va como anillo al dedo, con una espectacular caracterización, que le llevaba una hora y media cada día antes de empezar a rodar, en uno de esos personajes “Bigger than Life”, al que la sabiduría, el porte y esa forma de caminar y sobre todo, su mirar profundo e inquieto de un grandísimo Gamblin, en uno de sus grandes composiciones, interpretando a un individuo invisible, criticado por las gentes de su pueblo, un ser inadaptado que encontró en su entorno natural, la inspiración ideal para levantar su sueño, un sueño sencillo y humilde, que destapó a uno de los grandes visionarios y creadores del arte naïf, declarada como monumento histórico en 1969 por André Malraux, entonces Ministro de Cultura. A su lado, Laetitia Casta como Philomène, la mujer, esposa fiel y compañera, firme ante los golpes de la vida, y una compañía esencial en la existencia de Cheval, y la actriz Lily Rose Debos, que habíamos visto en Gracias a Dios, de Ozon, da vida a la pequeña Alice con 12 años, creando esa fusión íntima y muy profunda entre padre e hija, y finalmente, la aportación de Bernard Le Coq, un actor dotado de una gran humanidad y elegancia, convertido en una especie de mentor de Cheval en su trabajo.

El palacio ideal se revela como una película conmovedora y honesta, que no sorprende por su narrativa, que resulta clásica, convencional y sin sorpresas, pero aporta una mirada interesante y llena de patices en la psicología de los personajes, donde si destaca, mostrando el lado íntimo, personal y profundo de una serie de personas que vivían en las zonas rurales de aquella Francia de finales del XIX y principios del XX, gentes del campo, alejados de las ciudades y sus formas de vida, centrándose en la existencia de alguien corriente, de un ser sencillo, de alguien que era uno más, de un tipo que no caía simpático, quizás porque en su interior, anidaban esas ideas tan diferentes y especiales, tan especiales que se alejan de su cotidianidad. Un relato lleno de amor y tragedia que desvela la parte extraordinaria de la gente común, la gente de campo, que aparentemente, no parece guardar esos secretos, pero que, de tanto en tanto, surgen personas como Cheval, llenas de luz, trabajo, entusiasmo y sabiduría que, hacen de su sencillez su mejor virtud, alguien sin preparación como arquitecto, que consiguió, solo con sus manos, un gran puñado de piedras, unas cuantas herramientas, imaginación, tiempo y paciencia, una de las obras más significativas del llamado arte marginal de principios del siglo XX en Francia, admirado por Breton y Picasso. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El faro, de Robert Eggers

EL GUARDIÁN DE LA LUZ.  

“La oscuridad no existe, la oscuridad es en realidad ausencia de luz.”

Albert Einstein

Hace cinco años, Robert Eggers (Lee, New Hampshire, EE.UU., 1983) sorprendió a todos con La Bruja, su opera prima como director, un fascinante y perturbador cuento gótico y terrorífico ambientado en la Nueva Inglaterra del siglo XVII, protagonizado por una familia puritana desterrada de la comunidad, que obligados a vivir frente a un bosque misterioso se verán sometidos a unas fuerzas del mal que erosionan la armonía familiar. El cineasta estadounidense vuelve a situar su segunda película El faro, en esa Nueva Inglaterra, pero deja la tierra firme para trasladarse a una isla de la costa de Maine, y también cambia de tiempo histórico, ambientado su nueva aventura a finales del siglo XIX. El conflicto transformador que recorre ambas películas no ha cambiado, Eggers somete a sus personajes a un viaje a lo desconocido, más allá de cualquier razonamiento, un enfrentamiento en toda regla con aquello que nos aterra y perturba, a los miedos que anidan en lo más profundo de nuestra alma, donde la realidad pierde su solidez para convertirse en un flujo interminable de imágenes y sombras que provienen de lo psicológico, lo onírico y lo imaginado, donde la realidad se transmuta en algo diferente, en algo que atrae y perturba por partes iguales a los personajes.

La familia del siglo XVII deja paso a dos fareros, dos fareros antagónicos, uno, Thomas Wake, es un viejo lobo de mar, el guardián de más entidad, el que impondrá sus normas y su criterio frente al otro, Effraim Winslow, el joven, el subordinado, antiguo leñador y con pasado muy oscuro. Wake es el guardián del faro y por ende, el guardián de la luz, esa luz resplandeciente, cautivadora y fascinante, convertida en el centro de la isla y de ese mundo, algo así como el poder en la condenada roca, como la llama el farero más veterano. Un objeto de poder, de privilegios, de vida en esa durísima vida de custodia del faro. En cambio, Winslow vive ocupado en los trabajos más duros y desagradables como alimentar de queroseno el faro para que siga funcionando, deshacerse de los restos fecales, arrastrar pesos, arreglar desperfectos en lugares difíciles, limpiar el latón y demás tareas solitarias que no le agradan en absoluto, solo las noches se convertirán en el instante donde los dos fareros se reúnen para beber, hablar de ellos, de su pasado, de su estancia en la isla y demás cosas que les unen y separan.

Eggers es un creador extraordinario construyendo atmósferas perversas e inquietantes, donde la aparente cotidianidad está rodeada constantemente de misterio y aire malsano que va asfixiando lentamente a sus personajes como si de una serpiente se tratase. Un ambiente de pocos personajes, sobre todo, construido a partir de acciones mundanas, donde lo fantástico va apareciendo como una especie de invasor silencioso hasta quedarse en esos espacios cambiándolo todo. Todo bien sugerido y alimentado por medio del sonido, un sonido industrial, ambiental, mediante el ruido capitalizador del faro, la fuerza del agua rompiendo contra las rocas, o las gaviotas revoloteando constantemente en el cielo que envuelve la isla, unos animales con connotaciones fantásticas como Black Phillip, el macho cabrío de La bruja. Si en La bruja, nos enmarcaba en un paisaje nublado y nocturno, donde primaban la luz de las velas, en El faro, deja el color, para sumirnos en un poderoso y tenebroso blanco y negro, bien acompañado por 1.33, el aspecto cuadrado, que aún incide más en esa impresión de cine mudo con ese aroma intrínseco de Sjöström, Stiller o Murnau, donde reinan el mundo de las sombras, lo onírico y lo fantástico, donde la luz deviene una oscuridad en sí misma, donde las cosas pierden su naturaleza para convertirse en otra muy distinta.

Un relato sencillo y honesto donde pululan los relatos marinos psicológicos de Melville o Stevenson, bien mezclado por las leyendas de ultratumba de Lovecraft o Algernon Blackwood, donde realidad, mito y leyenda se dan la mano, creando imágenes que no pertenecen a este mundo o esas imágenes que creemos que tienen una naturaleza real. Eggers combina de forma magnífica un relato donde anidan varios elementos que describen la sociedad en la que vivimos, como las relaciones de poder, el combate dialecto y físico entre dos hombres desconocidos que tienen que convivir lejos de todos y todo, el aspecto psicológico lejos de la civilización, soportando el aislamiento y sus respectivas demencias, situación que ya trataba la inolvidable El resplandor, de Kubrick, con la que se refleja la cinta de Eggers, la difícil convivencia entre aquello que se desea y aquello que es la realidad, las pulsiones salvajes que anidan en nuestro interior, las mentiras que nos imponemos, y sobre todo, lidiar con un pasado traumático, sea real o no. La película está edificada a través de una atmósfera brutal e inquietante, en un in crescendo abrumador y afilado, donde la isla se convierte en un laberinto físico y psicológico que, irá lentamente anulando a los dos fareros y convirtiéndolos en dos meras sombras invadidas por todo aquello real o no que les rodea y acabará sometiéndolos.

Quizás, una película de estas características necesitaba a dos intérpretes de la grandeza de Willem Dafoe, extraordinario como el farero veterano enloquecido, viviendo en su propia mugre y fantasía, una especie de Long Silver seducido por esa luz resplandeciente, pero también cegadora y peligrosa, una luz que guarda como si fuera su vida. Frente a él, Robert Pattinson, ya muy alejado de las producciones comerciales que lo convirtieron en el nuevo chico guapo de la clase, metido en roles más interesantes, intensos y profundos, dando vida a ese farero joven metido en camisas de once varas, rodeado de misterio y parco en palabras, que también desea esa luz que no tiene, como único medio para seguir respirando en esa condenada roca. Eggers seduce y provoca a los espectadores con su singular relato, una historia anidada en esos lugares donde lo real, lo fantástico y lo que desconocemos se unen para satisfacer y martirizar a todos aquellos ilusos que se sienten cautivados por lo desconocido, por lo prohibido, por todo aquello que quizás no sea tan resplandeciente y resucite sus peores pesadillas, aunque algunos les merecerá la pena correr tanto riesgo y experimentar con el mal. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mujercitas, de Greta Gerwig

LAS HERMANAS MARCH.

“Las mujeres han sido llamadas reinas durante mucho tiempo, pero el reino que se les ha dado no merece la pena ser gobernado”

Louisa May Alcott

Louisa May Alcott (1832-1888) publicó en 1868 Mujercitas, una novela que hablaba sobre las jóvenes estadounidenses de manera clara, sencilla e íntima, reivindicando su rol en la sociedad, alejado de las convenciones de la época, un relato que por primera vez se centraba en las mujeres, mirándolas de frente, explorando sus secretos más ocultos, sus ilusiones y sus sueños, capturando sus capacidades como personas y no como mujeres a la sombra de los hombres. La novela no tardó en convertirse en un éxito, muchas norteamericanas se vieron reflejadas en la historia de las hermanas March, un cuarteto de jovencitas que deseaban ser artistas, soñaban con ser ellas mismas, costase lo que costase, y sobre todo, querían seguir sus caminos por muy diferentes que fuesen para la mayoría. En la época muda ya hubieron dos adaptaciones al cine, peor será en el 1933 cuando Cukor dirigiría la primera versión sonora con Katherine Hepburn, entre otras. En 1949 de la manod e Mervin LeRoy apareció la versión más famosa con Elizabeth Taylor. En el nuevo siglo aún llegaron dos versiones más, sin tanto encanto y sensibilidad que sus antecesoras.

Ahora, nos llega la última adaptación de la novela dirigida por Greta Gerwig (Sacramento, EE.UU., 1983) después de las inmejorables sensaciones que dejó con su debut en solitario con Lady Bird (2018) el relato de una adolescente triste, incomprendida y aburrida en el Sacramento vacío, triste y aburrido, protagonizada por una magnífica Saoirse Ronan, que en Mujercitas recoge el testigo de la rebelde e ingobernable aspirante a escritora, un alter ego de Alcott, donde la película se sitúa en el metalenguaje cinematográfico porque la historia que escribe Jo es su propia historia que más adelante será Mujercitas, un elemento moderno que incluyó Alcott en el que relataba su propia experiencia familiar. Meg, la hermana mayor sueña con ser actriz de teatro, aunque el amor la convertirá en esposa y madre, su carácter más tradicional y hogareño le apartó del camino soñado. Beth la más frágil y sensible de las cuatro hermanas tiene un talento especial para la música a través del piano. Y Amy, la pequeña de las March le encantaría ser una gran pintora pero deberá aceptar que es buena y nada más. Junto a ellas la matriarca, cariñosamente llamada Marmee, que será el timón y el oráculo en una familia en plena Guerra de Secesión con el padre ausente en la contienda.

La película arranca en aquellos años de la guerra que fue entre 1861 y 1865, y sus años posteriores, en el pequeño pueblo de Concord, Massachusetts, donde los March viven con penurias económicos debido la ausencia paterna, y se ganan la vida con remiendos de aquí y allá, junto a ellas los parientes ricos de la familia, que enfadados por la decisión del padre, les ayudan de tanto en tanto, peor aún así, tienen tiempo de ayudar a los más pobres de la zona. Todas forman un grupo unido e irrompible, unas niñas que irán dejando la infancia llena de disfraces, juegos y libertad, para enfrentarse a un mundo machista, tradicional y lleno de prejuicios. Jo será la primera en ejercer sus ideas, trasladándose a New York para trabajar como escritora, experiencia que le traerá sabores y sinsabores, aunque deberá volver por la enfermedad de Beth. Gerwig actualiza la novela convirtiendo el final del siglo XIX en un relato moderno y libre, donde se habla de unas mujeres que quieren ser libres y tendrán que luchar con uñas y dientes para conseguirlo, porque la sociedad que les ha tocado no está adaptada a este tipo de cambios.

La directora estadounidense se aleja de la linealidad de la novela para contarnos una historia desestructurada llena de saltos temporales, donde el relato que nos cuentan se hace en pasado, reconstruyendo los momentos más significativos de estas jóvenes haciéndose mujeres. La película tiene un ritmo vibrante y espectacular, las acciones ocurren de manera brillante y ligera, con ese trasfondo de pérdida de la inocencia que atraviesa la película, donde las cuatro hermanas se verán en la tesitura de hacerse mayores y tomar decisiones que marcarán sus vidas, algunas entendibles y otras, realmente sorprendentes para la sociedad bostoniana obsoleta y anticuada. A través del personaje de Jo, auténtico timón de la familia y de la película, tendremos la visión del conjunto, donde conoceremos el amor, la pérdida, el vacío, la tristeza, la ilusión, el trabajo, el maldito dinero, la vida al fin y al cabo, desde una perspectiva íntima y sensible, experimentando los aspectos más agradables de la vivir, y también, aquellos momentos oscuros de la existencia que nos van moldeando nuestra personalidad y por ende, la vida que vamos viviendo.

Gerwig se ha rodeado de un equipo técnico magnífico encabezado por un brillante trabajo en ambientación con Jess Gonchor (habitual de los hermanos Coen) y en vestuario con Jacqueline Durran (colaboradora de Mike Leigh y Joe Wright) con la excelente música conmovedora e intensa de Alexandre Desplat (que tiene en su currículum a autores de la talla de Frears, Fincher, Malick, Polanski o Audiard) con esa maravilla de síntesis y ritmo del montaje obra de Nick Houy, que ya estaba en Lady Bird, y la especial, clara y sombría luz de Yorick LeSaux (cómplice de Guadagnino, Denis, Ozon, Assayas, Jarmusch, por citar solo algunos de su brillante carrera). Y su excelente reparto capitaneado por una espectacular y fantástica Saoirse Ronan, que conmueve y hace saltar chispas con esa para envolvernos con lo mínimo en la piel de una Jo que nos hace volar pero también hundirnos en el vacío. Emma Watson hace una Meg señora, enamorada y tranquila, Elisa Scanlen da vida a Beth, la hermana más sensible, frágil y silenciosa de todas, Florence Pugh es Amy, la que rivaliza y quiere ser como Jo, con talento pero demasiado crítica consigo misma, y Laura Dern haciendo de esa madre protectora, sensible y sobre todo, líder de este grupo de mujeres a contracorriente y libres. Con Merl Streep como esa tía rica que en la sombra tiene un ojo para sus niñas.

Qué decir de los hombres de la película, bien explicados y dibujados, que no son meros clichés si no compañeros y testigos de la agitación femenina, con Timothée Chalamet como amigo, fiel y pretendiente de Jo, Louis Garrel como el amigo neoyorquino de Jo que la lee y la aconseja. Y Chris Cooper como ese tío viudo que aunque tiene enemistad con el padre ayudará a las March siempre que se lo pidan. Gerwig ha hecha una película fantástica y bien contado, situada en el hogar familiar de cuatro hermanas que conocerán la edad adulta a marchas forzadas, experimentando sus dulzura y amargura, tropezándose con muros que en apariencia parecen infranqueables peor con fuerza y tesón serán derribados, aunque por el camino haya que dejar muchas cosas, con el espíritu libre y desobediente que lidera el personaje de Jo que algún momento exclama una frase que define esa alma inquieta y curiosa en un mundo dominado por hombres: “Me encantaría ser un hombre”. No como inclinación sexual, sino como reivindación feminista para sentir el poder de la libertad y decidir la vida por uno mismo, sentimiento y leitmotiv que recorre toda la película en la que nos habla de unas mujeres que sobretodo, y por encima de todo, quieren ser ellas mismas y decidir la manera de vivir sus vidas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Curiosa, de Lou Jenuet

L’AMOUR DE MARIE.

“El erotismo es como el baile: una parte de la pareja siempre se encarga de manejar a la otra”

(En La inmortalidad, de Milan Kundera)

La película nos sitúa en el bullicioso y febril París de 1895, en plena “Belle Époque”, donde los tiempos avecinaban cambios profundos en la sociedad y sus valores, donde la ciencia y el progreso están a la orden del día, la sociedad moderna se abre paso dejando atrás a los conservadores y furibundos nostálgicos de otros tiempos. Todo cambia muy rápidamente, la modernidad es un hecho, y las inquietudes culturales avanzan en un tiempo en el que todo está por hacer, en que lo viejo deja paso a lo nuevo y moderno, donde hay una efervescencia social, cultural y económica como jamás la había habido antes. Entre muchos de aquellos jóvenes con ideas y valores diferentes, encontramos a Marie de Hérédia (1875-1963) una joven inquieta y contestataria enamorada del joven poeta Pierre Louÿs (1870-1925). Un amor imposible por las deudas del Sr. De Heredia que provocará que acepten la proposición de matrimonio del escritor Henri Régnier (1864-1936) un enlace sin amor por parte de Marie, que muy a su pesar, se convertirá en la señora de Régnier. Marie es ante los ojos de todos, una esposa enamorada y dedicada a su esposo pero ante la pasión y el amor, ante lo oculto, se debe en cuerpo y alma a Pierre Louÿs, con el que empezará una relación sexual, escondidos de todos en las paredes de la buhardilla donde mora el poeta.

La directora francesa Lou Jeunet hace su puesta de largo en cine, porque ya tiene en su haber cuatro largos para televisión, centrándose en Marie Régnier, una mujer fascinante y enigmática, apasionada y osada, que rompió normas y convicciones de la todavía social burguesa y añeja del París de finales del XIX. Marie no se rindió, combatió ferozmente por un amor alejado de las convenciones sociales de la época, se lanzó al vacío en una aventura que la llevó a descubrir un amor fou, que diría Buñuel, un amor lleno de pasión, donde prevalecía la carne, el erotismo y el sexo, descubriendo su piel, sus gemidos, su sexo y demás, entregándose a un amor cruel, apasionante, fantasioso y terrorífico, donde hubo de todo, desde fotografías eróticas y sexuales, ya que la fotografía era una de las otras grandes pasiones de Pierre Louÿs, hasta tríos, junto a Zohra, la concubina exótica que se agenció Louÿs, incluso otras relaciones sexuales mientras los amantes enamorados se distanciaban por las ausencias viajeras.

Jeunet ha escrito un guión junto a Raphaëlle Desplechin, donde prevalece el punto de vista y la mirada de Marie Régnier, una mujer que tuvo que ir a contracorriente por materializar aquello que sentía, metiéndose en dificultades, no solo con su esposo, un anodino y aburrido escritor que la consiguió por su dinero y las deudas familiares, sino también en la relación con Pierre, un bon vivant demasiado enfrascado en su deseo sexual, ligero como una pluma y esquivo con el amor, una especie de sosías del Vizconde de Valmont, en lo que se refiere a las mujeres, prevaleciendo la carne, el placer y el sexo a los devaneos y avatares del amor. La película está bien contada, en las que las secuencias sexuales están llenas de sensibilidad e intimidad, donde prevalecen los cuerpos desnudos, la agitación sexual, y el encantamiento de un amor loco, sin tiempo ni espacio, ajeno al mundo y a sus sentimientos, dejándose llevar por todo lo que sienten en ese instante y sumergiéndose en el placer más intenso y en el sexo más húmedo y extasiado.

El maravilloso reparto de la película que interpretan con maravillosa naturalidad y encanto encabezado por la extraordinaria Noémie Merlant (que ya nos había dejado fascinados en la reciente Retrato de una mujer en llamas) componiendo a una Marie Régnie bellísima, llena de vida, de amor, de sexo y pasión arrebatadora. A su lado, Niels Schneider (que lo habíamos visto en películas de Xavier Dolan, L’âge atomique, de Héléna Klotz, Bella durmiente, de Adolfo Arrieta entre otras) Benjamin Lavernhe como el aburrido y tieso esposa de Marie, el exotismo y la sexualidad que irradia la sensual Camélia Jordana (que brillaba en Le brio, de Yvan Attal) y finalmente, la presencia fascinante de Amira Casar, como la madre de Marie, una de las grandes actrices europeas en películas con autores tan interesantes como Guy Maddin, Bonello, Gatlif, Hermanos Quay o Carlos Saura, entre otros. Amén de una música disco obra de Arnaud Rebotini, que casa maravillosamente con todos los laberínticos sentimentales de la película, y la   extraordinaria ambientación, como esos paseos por las calles de París, donde absorbemos todo el ambiente de la bohème sórdida y cultural, con el grandísimo trabajo en la caracterización y el vestuario que eleva la película.

La fotografía naturalista y cercana de Simon Roca ( con películas como 9 dedos, de F. J. Ossang o La chica del 14 de julio, de Antonin Peretjatko, entre sus trabajos) está cuidada al detalle, prevaleciendo los rostros y los cuerpos frente a lo demás, convirtiendo la buhardilla del sexo y la fotografía en un espacio donde dar riendas sueltas a los instintos más bajos y sucios, donde los dos amantes se desean, se sienten, se sumergen el uno en el otro, donde todo es posible y nada tiene límite. La cineasta francesa ha construido una película bellísima, reposada, inteligente y evocadora, que no solo recoge la ebullición brutal que se vivía entre los albores del siglo XX, vividos por una mujer encantadora y magnífica, viviendo su vida a su antojo, aunque fuese a escondidas, enfrentándose a ese marido y a esa sociedad burguesa y vacía, llena de prejuicios y valores anticuados, lanzándose sin red, al abismo a un amor difícil, desgastador y sucio, iniciándose en el deseo y el sexo de forma libre, sin ataduras y febril, exponiendo su cuerpo, sus emociones y su placer para el hombre al que deseaba. Después de aquello Marie Régnier se puso a escribir y publicó con pseudónimo masculino, siguiendo la estela que tanto trabajo y miseria costó a otras celebres escritoras como Mary Shelley o George Sand. Mujeres valientes, mujeres pasionales, mujeres decididas, mujeres inteligentes, mujeres enamoradas y sobre todo, mujeres libres y llenas de vida y amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Mike Leigh

Entrevista a Mike Leigh, director de la película “La tragedia de Peterloo”, en el marco del BCN Film Fest, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el jueves 25 de abril de 2019.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Mike Leigh, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Haizea G. Viana de Diamond Films España, y al equipo de prensa del BCN Film Fest, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

Encuentro con Haifaa Al-Mansour

Encuentro con Haifaa Al-Mansour, directora de “Mary Shelley”. El encuentro tuvo lugar el viernes 15 de junio de 2018 en el Soho House en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Haifaa Al-Mansour, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Katia Casariego de Filmax,  por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

Mary Shelley, de Haifaa Al-Mansour

LA MUJER QUE ESCRIBIÓ FRANKENSTEIN.

“No deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre ellas mismas”.

Mary Wollstonecraft Godwin

Hay películas que se definen desde su primer instante, a través de su primera imagen, una imagen en la que se apoyará el resto del metraje, como una piedra angular donde reconocer la película, una imagen que nos acompañará siempre que recordemos la película. En Mary Shelley, esa primera imagen acontece en un cementerio, en el que vemos a la joven protagonista, con sólo 16 años, allá por el año 1813, leyendo junto a la tumba de su madre, Mary Wollstonecraft (1759-1797) escritora, filosofa, ensayista y feminista, que murió durante el parto de Mary. Esta imagen, en la que Mary, que no conoció a su madre, tiene en esa figura, el apoyo a enfrentarse a un mundo hostil, un mundo dominado por hombres, un mundo que ensombrece a las mujeres, que las oculta y las invisibiliza. La primera película rodada en inglés de la directora Haifaa Al-Mansour (Al Zulfi, Arabia Saudita, 1974) habla de una joven que deberá enfrentarse a su entorno para que le dejen ser ella misma, con sus sueños e ilusiones, transgrediendo las normas imperantes de una sociedad conservadora y acomodada en sus tradiciones. Algo parecido ya ocurría en su película debut, La bicicleta verde (2012) primera obra filmada por una mujer en Arabia Saudita, y rodada en condiciones muy adversas, en la que retrataba a una niña que quería montar en bicicleta, situación que le estaba completamente prohibida, pero ella no cejaba en su empeño por ser ella misma.

Al-Mansour nos sitúa en aquel Londres sucio, grotesco, barrizal y vivo del primer tercio del siglo XIX, en la que la joven Mary vive junto a su padre y su madrastra y hermanos, y la situación no es nada amable, la joven Mary se verá sometida a las intransigencias de la esposa de su padre, y le provocará sentirse más aislada y solitaria, situación que la llevará a la lectura y al mundo de los libros. La aparición de Percy Bysshe Shelley, poeta y atractivo, en su vida, le da amor, matrimonio, hijos, y aliento de libertad, pero que poco a poco, la volverá a arrinconar y la llevará a soportar las infidelidades de su marido, los traumas por las muertes de sus hijos y a encontrar la indiferencia propia de los hombres de aquel tiempo, más dados al libertinaje y la aventura. La directora saudí nos cuenta cinco años de la vida de Mary Shelley, y sobre todo, centrada en el proceso de creación de su novela más legendaria Frankenstein o el moderno Prometeo, que escribió con 18 años, y fue publicada en 1818 con el nombre de su esposo, una obra en la cual Mary aprovechó para escribir todos sus sentimientos, amarguras, soledades y contradicciones representados en una criatura solitaria e incomprendidad, que no entendendia un mundo que lo rechazaba.

La película está ambientada con gusto y sobriedad, centrándose en los mínimos detalles que remarcan la verosimilitud de sus objetos, muebles, vestuario y escenarios. Vamos observando las diferentes situaciones vitales y emocionales, que irán provocando en el alma de Mary la escritura de la novela, las diferentes tragedias personales que deberá hacer frente en una existencia, en muchos momentos amarga y solitaria, encontrándose desubicada y perdida, intentando hacerse un hueco y un nombre como escritora en una sociedad muy machista que apartaba a las mujeres al matrimonio y la maternidad. Al-Mansour filma su película de forma pausada y sobria, sin estridencias ni subrayados sentimentales, sino centrándose en el alma de sus personajes, sus inquietudes e inseguridades, capturando la complejidad de las situaciones y esas relaciones vaivén que pululan por todo su metraje.

Sus 120 minutos se miran con expectación y carácter, la cámara se mueve con elegancia y aplomo, contándonos la trama con naturalidad y delicadeza, sumergiéndose en ese universo del siglo XIX, muchas veces sombrío y lúgubre para las mujeres. Una película de corte social, en el que seguimos la existencia de una mujer, que al igual que su madre, fue una adelantada a su tiempo, una mujer frágil en lo emocional, pero fuerte en su voluntad de hacer aquello en lo que creía y con la firmeza de derribar muros, aunque para ello tuviese que enfrentarse a todos y todo. La película se centra en el episodio en casa de Lord Byron, en Ginebra, cuando una noche de tormenta, el insigne poeta desafió a los presentes en escribir un cuento de terror, aquella noche de la imaginación y talento de Mary Shelley nació Frankenstein (Episodio magníficamente retratado por Gonzalo Suárez en su película Remando al viento).

La maravillosa y delicada interpretación de Elle Fanning, aportando las dosis necesarias de calidez y carácter que requiere un personaje atrapado en un mundo de hombres, un personaje que plantó cara a todos para llevar a cabo su sueño, bien secundada por Douglas Booth como Percy, su marido, atractivo y elegante, pero engreído y liberal, Bel Powley como Claire, la hermanastra de Mary, que entenderá que el amor es una cosa, y los intereses particulares otra bien distinta, y finalmente, Tom Sturridge como Lord Byron, el malcarado, vanidoso e impertinente talentoso poeta, que vive en la opulencia, mujeriego declarado e irritante cuando lo pretende. Al-Mansour ha realizado una película fantástica, sombría en su aspecto, pero irradiante en su contenido, que nos lleva a un viaje introspectivo por el alma de Mary Shelley, una mujer inquieta, inteligente, decidida, y sobre todo, alguien que abrió muchas puertas a las mujeres que vinieron más tarde, otras que siguen abriendo puertas para que la igualdad y equidad sea una realidad, no un gesto de buena voluntad.