Un blanco fácil, de Jean-Paul Salomé

SOY LA SINDICALISTA MAUREEN KEARNE. 

“Lo más revolucionario que una persona pueda hacer es decir siempre en voz alta lo que realmente está ocurriendo”.

Rosa Luxemburgo

Hay una larga tradición en la cinematografía europea de hacer películas sobre el trabajo y sus problemas: Amargo silencio (1960), de Guy Green, La clase obrera va al paraíso (1971), de Elio Petri, El hombre de hierro (1981), de Andrzej Wajda, Daens (1982), de Sitjn Coninx, Sinfin (1985), de Krzysztof Kieslowski, Germinal (1992), de Claude Berri y Pan y rosas (2000), de Ken Loach, entre muchas otras. Películas que generalmente están amarradas a la actualidad más cercana, en la que a parte de contarnos historias que nos sacuden fuertemente, tienen una parte emocional y psicológica muy profunda. Un blanco fácil (La Syndicaliste, en el original), basada en la novela homónima de Carolina Michel-Aguirre, que se basa en sucesos reales, es una de esas películas que nos devuelve al trabajo y sus historias, cosa que se agradece, porque últimamente el cine ha olvidado la actividad que condiciona completamente nuestras vidas. 

La película se trata de la segunda colaboración entre la actriz Isabelle Huppert y el director Jean-Paul Salomé (París, Francia, 1960), después de Mamá María (2020), en la que en un tono de comedia dramática, una especialista en escuchas telefónicas que trabaja para la policía, va involucrándose en un trapicheo de drogas.Tanto el tono como el contenido han cambiado mucho en Un blanco fácil, un guion escrito por el propio director y  Fadette Douard, de la que hemos visto Papicha, de Mounia Meddour, y Entre rosas, de Pierre Pinnaud, porque seguimos a Maurren Kearney, una sindicalista de la principal multinacional nuclear de Francia, una mujer de carácter y dura que se mueve en un mundo de hombres, patriarcal y machista. El conflicto estalla cuando la jefe es sustituida por Luc Ourset, un tipo sin escrúpulos que quiere pegar el pelotazo de su vida, vendiendo la empresa a China, con la conveniencia de un poderoso abogado, todo a espaldas del gobierno. La señora Kearney no permitirá semejante abuso y descabello y se enfrentará al dirigente para salvar a los 50000 trabajadores de la macro empresa. 

No es la primera vez que el director había coqueteado con el thriller, si recordamos Espías en la sombra y El camaleón, entre otras, pero es la primera vez que lo hace mezclando el trabajo, el sindicalismo, el drama personal y el thriller político, en un relato que nos devuelve títulos como Tempestad sobre Washington, Cinco días de mayo, Klute, Todos los hombres del presidente, entre otras, en las que a través de la cruzada personal de un tipo, se hace una radiografía crítica y brutal sobre las aristas y las miserias de un sistema democrático injusto, partidista y profundamente violento. En Un blanco fácil lo que empieza siendo una tarea tremendamente dificultosa para la protagonista, recibiendo amenazas y una persecución feroz, deriva a se acusada por inventar una violación, todo enmarcado en el thriller más puro y oscuro, como esas viejas películas del Hollywood clásico, donde nada es lo que parece, y donde empiezas persiguiendo y acabas en el otro lado, pisoteado y acusado. La estupenda y etérea cinematografía de Julies Hirsch, un grande que ha trabajado con Godard, Desplechin, Techiné, Jacquot, y también estaba en la mencionada Mamá María, con ese tono frío y cercano, que escenifica con detalle los diferentes estados de ánimo por los que pasaba la sindicalista. 

El impresionante ritmo y calidad del montaje del tándem Valérie Deseine, también en Mamá María, y Aïn Varet, ayuda a contar con transparencia y brillo todos los detalles de una película nada fácil, con una gran intensidad, agobio y psicología, que se va a las dos horas de metraje. La magnífica música de Bruno Coulais, que capta la tensión y la inquietud de la protagonista, sumergida en un laberinto kafkiano y apabullante, que no es la primera vez que trabaja con Salomé. Que podemos decir de Isabelle Huppert, con más de medio siglo de carrera y más de 100 títulos a sus espaldas con los directores más importantes de la cinematografía europea, hace su enésima composición con un personaje como el de Maureen Kearney, la sindicalista que cree en las personas y se enfrenta a un universo machista y sin escrúpulos, que disfrazados de socialdemócratas son unos miserables fascistas que lo venden todo, empresas públicas, personas y todo lo que se les antoje, sin pensar en las consecuencias de cientos de miles de vidas tiradas a la basura. Una mujer, que ama a su marido y a su hija, pero obsesionada con su trabajo, y llena de fortaleza y valentía, que contrasta con el cuerpo menudo y aparentemente frágil de la actriz, pero todo lo contrario, un cuerpo lleno de fuerza y temperamento capaz de enfrentarse a todos y todo. 

Acompañan a Huppert un buen grupo de intérpretes empezando por Grégory Gadebois en el papel de marido protector y paciente, Pierre Deladonchamps, un inspector de policía que es uno más de esa cadena legal que sigue órdenes y atosiga a la víctima de ninguneando su confesión y acusándola sin investigar, y luego, las excelentes colaboraciones de Marina Foïs, que hemos visto recientemente en la extraordinaria As bestas, como la ex jefa, una más o una menos, eso nunca podemos saberlo. Y Finalmente, Yvan Attal como Luc Ourset, menuda pieza, menudo tipo, todo un miserable que actúa bajo sus propios instintos de depredador y avaricia, uno de esos señores con traje y corbata que han ido a los colegios y universidades más caras, pero que, en el fondo, son unos vampiros sedientos de violencia y dinero. Estamos de enhorabuena porque son escasas las películas sobre el trabajo, y más aún, que estén protagonizadas por mujeres, pensamos en la reciente Matria, de Álvaro Gago, y cómo no en el espejo donde se mira Un blanco fácil, que no es otra que la extraordinaria Norma Rae (1979), de Martin Ritt, todo un acontecimiento en su momento, que le valió un merecidísimo Oscar a Sally Field, en su contundente e inolvidable interpretación de una sindicalista en lucha y protesta continúa para salvar el trabajo, vaya a ser que los socialdemócratas en sus ansías de avaricia y glotonería quieran venderlo al subes asiático o cualquier país del este. Norma y Maureen sólo son dos, aunque deberíamos ser más, afiliados al sindicato y luchar no sólo por nuestro trabajo, sino por una vida más digna y justa, porque nos han vendido la democracia, pero no la real. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Corten!, de Michel Hazanavicius

¡REMI SE HA EMPEÑADO EN SALVAR LA PELÍCULA!

“El cine es cuestión de amor.”

Jess Franco, director de cine

Si exceptuamos alguna película que otra, el cine del director Michel Hazanavicius (París, Francia, 1967), tiene como costumbre instalarse en la parodia para revertir mucho de sus géneros preferidos, como hizo en su exitosa OSS 117 El Cairo, nido de espías (2006), y su secuela, dos años después, donde se daba un festín de carcajadas a costa de las películas de espías y más concretamente, al infantiloide y machista mundo de James Bond. Tampoco es la primera vez que dirige un remake, ya lo hizo con The Search en 2014, en una película serie sobre la guerra. Ni mucho menos, es la primera vez que se adentra en los entresijos del cine y todo lo que queda detrás, como su primer éxito Mes amis (1999), donde dos tipos, un productor de sitcom y un actor se enfrentaban a un cadáver. En The Artist (2011), su película más exitosa, tanto a nivel de público como de crítica, con nominaciones al Oscar y todo, se reivindicaba como autor serio con un excelente retrato sobre el Hollywood de los años veinte, rodada como una película muda y en blanco y negro, eso sí, con sus toques de comedia y burla. Siguiendo la estela de The Artist, volvió al cine y sus genios, en este caso, el de Godard y su relación con Anne Wiazemsky y los convulsos años sesenta en la estupenda Mal genio (2014).

Aunque todo hay que decirlo, con Corten!, nunca nos había divertido tanto ni lo habíamos visto tan desatado y gamberro, quizás la película original en la que se basa tiene mucha responsabilidad, porque One Cut of The Head (2017), de Shinichirô Ueda, película japonesa de fin de carrera, es todo un sincero y apasionado amor al cine, y sobre todo, a las ganas de hacer cine con los medios ridículos que se tengan, la misma sensación que tiene Remi (enamorados hemos quedado con la increíble interpretación de Romain Duris, que nunca lo habíamos visto tan alocado, nerviosísimo y sobre todo, tan encantador), porque tiene el encargo de hacer una película en directo y en plano secuencia, ahí es nada, y se empeñará con sabiduría, fuerza y todo lo que haga falta para acabar el rodaje y por ende, la película. El director francés, muy fiel al original, y con ecos de Zombies Party (2004), de Edgar Wright (una de las más gloriosas parodias del cine de zombies de los últimos años), nos sitúa en el rodaje de una película, en una película que tiene muchas partes dentro de sí misma y también, en una comedia, con muchas texturas y formas.

Empezamos viendo la película de zombies que están filmando, muy a lo serie B, incluso Z, todo muy al uso y destinada al público más gore, en que la comedia es muy disparatada. Luego, pasamos a ver otra película, que empieza unas semanas antes y nos muestran la preparación del rodaje, donde la cámara está más reposada y la comedia es más inteligente y elegante, dentro de lo que cabe. Y finalmente, en el tercer segmento, nos metemos de lleno en el rodaje en sí, y vamos viendo, con todo lujo de detalles, lo que queda detrás, lo que no vemos, como se van desarrollando las situaciones y los innumerables imprevistos que se van sucediendo donde no había nada pensado ni planificado, y todo se hace a lo bestia y de cualquier manera, donde la comedia es muy disparatada, burlona y surrealista, donde encima van a aparecer los zombies reales, a los que nadie del equipo, dentro de ese caos y locura, se percatan que son reales. Todos estos elementos juegan a favor de la película, que no pide seriedad ni mucho menos, sino todo lo contrario, muchas dosis de terror zeta, parodia y muchísima sangre y gore a doquier, en plan salvaje in crescendo y muy bestia.

La cámara de Jonatahan Ricquebourg, que ha trabajado con Albert Serra y Lucile Hadzihalilovic, es la más desatada de todos y todas, porque se sumerge en el rodaje, mimetizando en cada uno de los diferentes personajes y situaciones rocambolescas, en un grandioso trabajo digno de mención, como el extraordinario trabajo de montaje de Michael Dumontier, que corta cuando es precio, dando más importancia a los diferentes planos secuencia, y aglutina todos los momentos de la película, que son muchos, en sus casi dos horas de metraje, que para nada resultan flojas o aburridas, todo lo contrario, mantienen un ritmo infernal y lleno de diversión y locura. La música de un grande como Alexandre Desplat hace lo que falta, creando esa tensión, esa pausa, y esos ataques de nervios entre los personajes. El reparto juega de forma maravillosa a la propuesta de la película, con el ya mencionado Duris, ese antihéroe que viene a ocupar el rol de Jean Dujardin en muchas películas del director parisino, siendo ese cineasta de trabajos rutinarios que desea hacer su película, cueste lo que cueste, ese director, bueno, bonito y barato, para una película pagada por una japonesa que parece de los yakuza, tierna y dura.

La locura en la que se ha enredado Remi, tiene a sus cómplices de turno, que van a muerte con él, como su mujer, una brillante Bérénice Bejo, musa de Hazanavicius, aquí convertida en Nadia, una caracterizadora muy peculiar con sus momentos de karate. Y otros intérpretes como Grégory Gadebois, que repite con el director, y otros, al igual de divertidos y desatados, como Mathilda Anna Ingrid Lutz, como un actriz con poco talento, Finnegan Oldfield, el actor que lo piensa todo y demasiado, y otros integrantes del equipo a cual más nervioso y perdido. Hazanavicius ha construido un remake muy digno, y ha hecho una película que es una profunda y sentida cinta de amor al cine, al trabajo de equipo, al esfuerzo titánico y bestial que hay detrás de cada película, y sobre todo, al cooperativismo y la confianza que resultan necesarias para llevar a cabo el rodaje de una película, independientemente el resultado artístico de la película, con ese Remi, un director del montón, que va a hacer lo imposible para llevar a buen término su encargo, llevándose a todos los zombies por delante, ya sean reales o no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Grégory Montel

Entrevista a Grégory Montel, actor de la película “Las cartas de amor no existen”, de Jérôme Bonnell, en el Instituto Francés en Barcelona, el miércoles 6 de abril de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Grégory Montel, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Philipp Engel, por su gran trabajo como intérprete, y a Alexandra Hernández de Hayeda Cultura, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las cartas de amor no existen, de Jérôme Bonnell

¿QUE FUE DE NUESTRO AMOR?

“¿Acaso podemos cerrar el corazón contra un afecto sentido profundamente? ¿Debemos cerrarlo? ¿Debe hacerlo ella?

James Joyce

Jonas es un tipo de cuarenta y tantos tacos, con encanto pero torpe, como cantaba Sabina, alguien que se encuentra en Stand by, no por decisión propia, sino porque su vidas y los hechos que la rodean parecen ir contra él, o simplemente, las cosas van sucediendo y Jonas va llegando tarde a todo, porque no quiere darse cuenta que las cosas se terminan, o hay gente con la que hay que terminar por nuestro propio bienestar. A Jonas le costó despedirse de la madre de su hijo, una mujer que ya no quería, también de su socio, un aprovechado que le ha metido en un gran lío, y además, le cuesta horrores decir adiós a Léa, su última novia. Jonas ahí anda, a la deriva por su miedo a cerrar, a decir adiós, y sobre todo, el miedo a la incertidumbre que se apodera de uno cuando cierra algo o a alguien y empieza de cero. Donde muchos ven una forma de empezar de nuevo, Jonas lo ve como una decisión que no quiere o no puede tomar, aunque la situación actual lo lleve a la mierda. Y en esas anda.

La historia arranca después de una noche de borrachera, Jonas se levanta más perdido que nunca y no decide otra cosa que visitar a Léa de buena mañana, y hacer lo imposible para recuperarla, una vez más. La cosa no va como espera y se refugia en el café de enfrente de su casa, como si se tratase de un naufrago en una isla desierta, esperando a Léa decide escribirle una carta, una carta para contarlo todo lo que siente por ella, y esta se decida a rescatarlo, porque él no se atreve o simplemente no se lo ha planteado, quizás ha llegado de coger la riendas de su vida y enfrentarse a ese tipo que tanto miedo le da y no es otro que él mismo. Las cartas de amor no existen (del original “Chère Léa”), es el séptimo largometraje de Jérôme Bonnell (París, Francia, 1977), y vuelve a colocarse en el tono que más le gusta al director francés, entre la comedia dramática y el romance, porque estamos ante una comedia romántica, con ese aroma que tenían las del Hollywood clásico, sin olvidarnos de Becker y Truffaut, donde el amor y su perdición es el trasunto real de la trama, una estructura que se desmarca acomodándose en el suspense hitchcockiano, con el inquietante macguffin, que no es otro que la citada carta, ya que su contenido nunca nos será revelado.

La acción, más propia del thriller psicológico que de la comedia al uso, juego mucho con los inequívocos y las subtramas que solo hacen más difícil la no aventura y no decisión del protagonista, jugando mucho con la información, porque se nos da poca información del pasado del protagonista y las personas que lo pululan, en una especie de radiografía emocional que sin querer se practica el propio Jonas que, al igual que le ocurría al dickensiano Ebenezer Scrooge, sus fantasmas del pasado comenzarán a revolotearle el alma, donde el café será el centro neurálgico de su catarsis personal, y saldrá a unas visitas como la de su ex en la cafetería de una estación, que recuerda a una de sus películas El tiempo de los amantes, de dos desconocidos que se conocían en un tren, y la peculiar relación con el dueño del café, el amante de Léa, su socio con el que se comunica vía móvil, al igual que su hijo, y algún que otro cliente y los habituales del barrio. Las cartas de amor no existen habla de amor, o quizás podríamos decir, de todo ese amor que creemos sentir, de las historias que hay que dejar, decir adiós, y del tiempo.

El tiempo real de la película acotada a un solo día, a una única jornada, veinticuatro horas donde casualmente Jonas hará balance de los hechos vitales hasta ahora, y en un lugar ajeno al suyo, en cierta manera, Jonas está en una especie de laberinto emocional en el que él mismo ha puesto sus obstáculos para no salir. La estupenda cinematografía de Pascal Lagriffoul, responsable de toda la filmografía de Bonnell, le da ese toque cercano y naturalista sin caer en ningún instante en el embellecimiento ni la condescendencia, la excelente música de David Sztanke va detallando todos los estados emocionales de Jonas en una especie de montaña rusa de nunca acabar, y el ágil y formidable montaje de Julie Dupré, que ya trabajó con el director parisino en À trois on y va y en la citada El tiempo de los amantes – amén de aquella maravilla que era Dos otoños, tres inviernos (2013), de Sébastien Betbeder – que rompe con habilidad ese único escenario donde se desarrolla casi toda la trama.

El maravilloso reparto de la película encabezado por Grégory Montel, un magnífico y desconocido para el público de por aquí, pero muy popular en Francia por su éxito televisivo por Call My Agent!, una serie que ha dado la vuelta al mundo. El actor se mete en la piel de Jonas, y nunca mejor dicho, porque la cámara se posa en él y dentro de él, dando vida a un tipo que tiene muchos frentes abiertos por miedo o por no atreverse: un trabajo que odio, porque en realidad le encantaría escribir, y mira tú, ha empezado por una carta, una carta que no puede parar de escribir, con relaciones pasadas que cree todavía estar ahí, con relaciones actuales, más de lo mismo, y enganchado a todo y nada, a un pasado que lo machaca y a un presente, de bólido, que repite patrones anteriores, un caso, en fin, quizás ese día, ese día tan loco, surrealista y extraño, le abra los ojos, depende de él. Le acompañan la siempre fascinante y natural Anaïs Demoustier como Léa, el eficaz Grégory Gadebois como dueño del café, Léa Drucker como al ex esposa, y finalmente, una sorprendente Nadège Beausson-Diagne, una cliente particular del café. Bonnell ha construido una película de verdad, auténtica, que no solo retrata a un tipo-náufrago de sí mismo, sino de su propia vida, y ya no digamos del amor, y lo hace desde dentro a fuera y al revés, contándonos ese París, ese otro París, el muy alejado de su estereotipo de ciudad del amor y mandangas por el estilo, aquí vemos su día a día, su cotidianidad, sus gentes y el amor, ¡Ayyy…! El amor,,,, Que seríamos sin él y con él. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Éric Besnard

Entrevista a Éric Besnard, director de la película “Delicioso”, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el martes 14 de diciembre de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Éric Besnard, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Joana Artigas, por su gran labora como intérprete, y a Miguel de Ribot de A Contracorriente Films, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Delicioso, de Éric Besnard

LA BUENA COCINA AL SERVICIO DE TODOS.

“¡Mantequilla, mantequilla! Trabajo, energía y mantequilla. Vamos, señores, sean generosos. Hielo para el pescado y fuego para la caza. ¿Cómo está esa carne? El pichón, poco hecho. La verdura crujiente y el pichón poco hecho. No basta con cocinar, hay que cocinar bien, hay que sobresalir, hay que cocinar con sabor. Hay que hacer disfrutar”.

Nos encontramos unos meses antes de la Revolución Francesa con la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789. Pero no estamos en la urbe parisina, sino alejados de ella, en la Francia rural, y siguiendo los pasos de Manceron, un cocinero al servicio del Duque de Chamfort. Aunque todo cambiará en la vida de Manceron, porque en uno de esos ágapes con los que la nobleza agasajaba a sus invitados, el cocinero introduce una idea a su menú, presentando “Delicioso”, una empanada elaborada con patata y trufa. Tanto el clero como el marqués rechazan la propuesta porque todo lo que nacía bajo tierra era innoble, y el cocinero es expulsado del paraíso. Entonces, Manceron se refugia junto a su hijo en la casa familiar y se dedica a ser granjero. La llegada de Louise, una misteriosa mujer que quiere ser aprendiza de cocinera, hará despertar en Manceron viejas ilusiones.

El séptimo trabajo de Éric Besnard (Francia, 1964), se desvía de sus anteriores películas, ya que es la primera de época, adentrándose en el Siglo de las Luces y la Revolución, pero desde la cocina, y más concretamente, desde la clase más humilde, posicionando la cocina como centro de la acción, en un momento en que solo la nobleza tenía el privilegio de la buena cocina, dejando a la pleve de los platos más corrientes y vulgares. El tono de la película juega con el momento político del momento del momento, mostrándonos todo ese universo de nobles que disfrutaban de la vida, y el resto, el pueblo, que lo servía sin rechistar. Hay costumbrismo en la película, en un espectacular trabajo de ambientación que firma Sandrine Jarron (que ha trabajado con grandes nombres como los de Polanski y Ozon), la excelente partitura musical de Christophe Julien, cinco trabajos con Besnard, el exquisito y ágil montaje de Lydia Decobert, en una película muy activa, ya que hay constantes cambios de giro, y la magnífica y cálida luz de Jean-Marie Drejou, cuatro películas con el director, que sabe acercarnos todo ese mundo de la cocina que en palabras de Manceron está compuesto por gesto, fuego, instrumento y paciencia.

El guion que firman el director y Nicolas Boukhrief (que ya colaboró con Besnard en la película 600 kilos de oro puro del año 2010), plantea una película de pocos personajes, peor muy bien definidos. Tenemos a Manceron, el cocinero que desea volver a las órdenes del Marqués, Louise, la mujer que parece una antigua cortesana que guarda un secreto, el citado Marqués, representando a esa nobleza aburrida y vacía que solo disfrutaba de sus privilegios comiendo y de fiesta, Hyacinthe, el criado del Duque, ese lacayo que cree en las clases, aunque él las sufra, Jacob, el hijo de Manceron, que lee a los filósofos de la ilustración, y está al día de los aires revolucionarios que se avecinan, y finalmente, el abuelo, cazador furtivo y borrachín, que desea que su hijo y nieto sean felices. La trama de la película se mueve entre ese tono de fábula amable, con aires románticos y sensuales, a través de la cocina y la elaboración de los platos, y la introducción del noir con el suspense de por medio, y con los movimientos revolucionarios que van llegado al lugar, en que la película maneja con soltura los diferentes marcos pasando de forma pausada de uno a otro, sin aspavientos, ni nada que se le parezca.

La idea del primer restaurante de París, con su idea, creación, funcionamiento, y sus continuos altibajos, es el centro de una historia que escenifica con exactitud todo lo que se cocía en la última década del XVIII, donde la cocina representaba todas las injusticias que anidaban en una sociedad en que la nobleza vivía y derrochaba y el pueblo se moría de hambre. Un gran reparto encabezado por un maravilloso Manceron, al que daba vida Grégory Gadebois, que habíamos visto en películas de Polanski, Ozon, Maddin, etc…, un actor grande, tanto en su físico como en su naturalidad y en sus miradas, un cruce entre el Dépardieu de los setenta y el Gabin de siempre, bien acompañado por una estupenda Isabelle Carré, la partenaire perfecta, la mujer llena de voluntad, perseverancia y belleza, que ya estuvo a las órdenes de Besnard en L’esprit de familie, igual que Guillaume de Tonquedec que hace de Hyacinthe, Benajmin Lavernhe como el Duque, un actor que era el discapacitado de Pastel de pera con lavanda, que rodó Besnard en 2015, Lorenzo Lefebvre es Jacob, el hijo revolucionario, y finalmente, Christian Bouillette, como el viejo padre de Manceron. El director francés ha construido una película tan deliciosa como la empanada que da nombre al título, recogiendo el cine francés de época a la altura de Ridicule, de Leconte, pero desde la cocina y la gente cotidiana e invisible, todos esos campesinos que protagonizaban La Marsellesa (1938), de Renoir, porque siempre han sido las personas más anónimas las que han cambiado el mundo y sobre todo, la forma de ver y hacer las cosas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA