Un año, una noche, de Isaki Lacuesta

RAMÓN/CÉLINE.

“Lo primero que viene a mi memoria es una luz sobrecogedora. Un resplandor repentino me sacude la mente y veo la sala devorada por su aura. Ya no estamos a oscuras. Ya no toca la banda. A mi alrededor, en el foso, hay cientos de personas, como yo, tiradas en el suelo. Mantienen la cabeza escondida entre los brazos y tiemblan. Muchos aún no son conscientes de lo que ocurre. Algunos morirán sin saberlo”.

Primer párrafo de la novela “Paz, amor y death metal”, de Ramón González

La película se abre de manera imponente y sobrecogedora. Una imagen que no podemos descifrar en la que flotan partículas doradas, mientras suena una música de ópera, dando esa sensación de tiempo detenido que recorre toda la película. Luego, vemos una manta térmica dorada que, a continuación, descubrimos que son dos mantas y dos personas, hombre y mujer jóvenes, con la mirada perdida, sin rumbo, caminan envueltos en la manta y agarrándose fuertemente. La música va dejando paso al ruido de la calle, llena de sirenas y un gran trasiego de los servicios policiales y médicos. Estamos en la noche del viernes 13 de noviembre de 2015, la noche de los atentados en París. La pareja son Ramón y Céline, dos de los supervivientes de la sala Bataclan, donde fueron asesinadas cerca de ochenta personas.

La décima película de Isaki Lacuesta (Girona, 1975), se centra en estas dos almas, Ramón y Céline, a partir de la novela “Paz, amor y death metal”, de Ramón González, que sobrevivió a aquella noche fatídica. Un guion que firman Fran Araújo, Isa Campo y el propio Lacuesta, el mismo equipo de las tres últimas películas del director gerundense. Después de Los condenados, Murieron… y La próxima piel, el director vuelve a la ficción pura, pero no al uso, como nos tiene acostumbrados, tanto en la forma de adentrarse y la precisión quirúrgica en la  que envuelve a sus dos criaturas, porque se sitúa en la gestión del dolor, la culpa y el trauma tanto de Ramón como Céline. Mientras, él, necesita verbalizarlo, no olvidar nada y compartir lo ocurrido en Bataclan. En cambio, ella, opta por lo contrario, olvidar, callarse, no compartir, silenciarlo todo, y seguir como si nada. Dos formas diferentes de gestionar y afrontar el traumar, dos formas en las antípodas de enfrentarse al dolor, dos almas en continuo colisión, dos almas enfrentadas, dos almas que viven el después como pueden, ni mejor ni peor.

El director catalán vuelve a su tema preferido, el doble, que estructura toda su filmografía. En este caso, no se trata de la misma persona, sino de dos, dos personas y sus experiencias traumáticas, y contada a través de dos elementos importantes: la fragmentación y la desestructuración, tanto en el relato como en la forma, con esa cámara tan cerca de todo, que penetra en sus almas tristes, convirtiéndose en una segunda piel, en ese otro personaje, que los mira y los retrata, sin juzgarles y sin condescendencia, en un relato a modo de puzle imposible, en el que todo lo vemos a partir de ellos dos, a partir de su frágil memoria, de sus flashes de aquella noche, y de esa vida no vida que intentan continuar a pesar de lo que han vivido. No es en absoluto una película que dé respuestas de cómo gestionar un trauma, sino que se adentra en el interior de los personajes, y también, en cómo se gestionan, y sobre todo, como gestionan su yo de ahora, que ya no es el de antes, porque el de antes murió aquella noche en Bataclan, y no solo su conflicto, sino el conflicto que tienen con el otro, que está ahora misma muy distanciado en su forma de encarar el dolor y la vida a partir de ahora.

Esa imagen en ocasiones abstracta y extraña, donde hasta el naturalismo tiene ese aroma de dureza y dolor, donde encuentran pocas huidas de luz, porque esa luz no la encuentran en su interior, y el fascinante juego de espejos y reflejos con esa cámara deslizándose entre paredes y cristales, mostrando todos esos muros que los separan a ellos y al otro. Una imagen de Irina Lubtchansky, que ha trabajado para Rivette y es habitual de Desplechin, consigue esa luz monrtecina y martilelante que se ha isntalado en las no vidas de los protagonistas, y toda la magnífica filmación de los atentados en Bataclan, llenos de confusión, ruido, miedo y locura. Toda un doctorado de cómo filmar una situación así, en el que ayuda el exquisito trabajo de montaje donde encontramos a un viejo conocido del director como es Sergi Dies, que firma junto a Fernando Franco, un director-montador, en el que saben transmitir esa montaña rusa en bucle por la que transitan las almas sin descanso de la película. El maravilloso equipo de sonido que forman grandes de la cinematografía de este país como Eva Valiño, Amanda Villavieja, Marc Orts y Alejandro Castillo, como suenan esos disparos en la sala, o todos los sonidos que nos acompañan durante el metraje, que podemos tocar y sentir, tan secos, tan duros, que tanto duelen. Y finalmente, otro que repite con Lacuesta, el músico Raúl Refree, creando esa compañía perfecta que explica lo que no vemos, y ayuda a penetrar más profundamente en estas almas que están siendo tan vapuleadas.

El reparto necesita una mención aparte, porque tiene a intérpretes que acostumbran a ser protagonistas haciendo personajes de reparto o colaboraciones como Quim Gutiérrez, en un rol brutal, amigo y también, superviviente como Ramón, la increíble Alba Guilera, toda una revelación, Enric Auquer, el música C. Tangana, que debuta en el cine, Natalia de Molina, Raquel Ferri, Blanca Apilánez y el reencuentro con Bruno Todeschini, que era uno de los tutores que aparecía en La próxima piel. Y el protagonismo de Noémie Merlant y Nahuel Pérez Biscayar, que vuelve al cine español después de Todos están muertos (2014), de Beatriz Sanchis. Pedazo pareja e impresionantes composiciones de dos de los mejores intérpretes jóvenes de la cinematografía francesa, dando cuerpo y alma a unas vidas en suspenso, unas no vidas, unas existencias llenas de dolor, de miedo, de muerte, y sobre todo, de ser incapaces de compartirlo todo aquello que están sintiendo, de la incapacidad que tenemos los humanos de gestionar el dolor, el trauma, la tristeza, y los conflictos que nos traen con los demás y con nosotros mismos.

Isaki Lacuesta ha hecho una de sus grandes películas, como lo eran La leyenda del tiempo, donde el pequeño Isra también atravesaba el conflicto del dolor por la muerte de su padre, o Los pasos dobles, donde también había una suerte de puzle argumental, o Entre dos aguas, otra vez con Isra, ya adulto, donde el conflicto volvía a distanciar a una pareja. Un año, una noche es una película para ver y otra vez, porque dentro de su carcasa hay muchos detalles, gestos y miradas que se nos escapan, en una película que habla de frente al dolor y al miedo, sin cortapisas ni edulcorantes, sumergiéndonos en la tristeza, en todo aquello que no nos deja ser quiénes somos, detallando minuciosamente nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, todo nuestro ser reducido al pozo de la no vida, de querer olvidar cuando es imposible, de tener la capacidad de enfrentarse a toda la mierda que sentimos y sobre todo, a ser capaces de mirar a nuestro amor y compartir todo lo que duele, todo lo que sentimos, y sobre todo, todo lo que sucedió y vimos aquella noche en Bataclan. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Alcarràs, de Carla Simón

LA MEVA TERRA FERMA, CASA AMADA.  

“Si el sol fos jornaler, no matinaria tant. Si el marquès hagués de batre, ja ens hauríem mort de fam. Jo no canto per la veu, ni a l’alba, ni al nou dia, canto per un meu amic que per mi ha perdut la vida”. (…) “Canto per la meva terra ferma, casa amada”.

De “La cançó del pandero”.

Dos de los momentos más recordados de Alcarràs, la segunda película de Carla Simón (Barcelona, 1986), son cuando el abuelo Rogelio comienza a cantar espontáneamente “La canço del pandero”, y los niños le siguen. Más adelante, se repetirá ese instante, pero a la inversa, cuando en la función que interpretan los niños, Iris, la pequeña de la casa, comienza a cantarla y el abuelo la sigue. Dos momentos que resumen la historia que nos cuenta la película. Por un lado, vemos el legado que dejan los mayores en las futuras generaciones, y por otro, los niños acogen esa sabiduría y la hacen suya. La pertenencia a una tierra, un lugar y un modo de vida, el legado de los que estuvieron antes que nosotros, y los conflictos familiares entre padres e hijos y hermanos son los temas principales que explica la historia.

Con Estiu 1993  (2017), Simón volvía su memoria al verano que quedó huérfana y se fue a vivir con sus tíos al campo. Una película filmada en diversas localizaciones de La Garrotxa (Girona). Ahora, se ha ido unos kilómetros al oeste, a la comarca del Segrià, en Lleida, para hablarnos de la familia Solé, agricultores que llevan tres generaciones trabajando la tierra y cultivando melocotones. Pero, una orden de desahucio cae sobre sus vidas y a finales de verano deben dejar las tierras, porque el dueño quiere instalar placas solares. En esta ocasión, la directora mira a su abuelo fallecido, su legado, y sus tíos y primos agricultores de la zona, y construye la película a cuatro manos, junto a Arnau Vilaró (Bellvís, Lleida, 1986), conocedor del lugar. Un relato que arranca de forma profética, sin dejar lugar a dudas del fatal desenlace de los Solé. Unos niños juegan en un dos caballos abandonado en mitad del campo. De repente, el sonido de una excavadora los alerta y salen corriendo a avisar a Mariona, la hermana más mayor. Todos vuelven y la máquina se lleva el dos caballos. Más adelante, unos camiones de la empresa de placas solares pondrá en alerta nuevamente, a toda la familia y desde la colina, todos mirarán en silencio como lo inevitable de sus no futuros está de camino.

Carla Simón ya demostró en Estiu 1993 como en sus otros trabajos, su interés por retratar un pedazo de vida de sus personajes, filmándolos de forma natural e íntima, mirando sus existencias y vidas muy alejadas del tumulto y las prisas de la gran ciudad. Observando de un modo sencillo y poderoso el universo rural, donde los conflictos siempre se registran de forma naturalista y sin estridencias, tampoco hay autocomplacencia, ni mucho menos, sino un trabajo detallado y conciso de sus realidades, ya sean amables y conciliadoras, como difíciles y complejas. Alcarràs es la crónica de una muerte anunciada, y el relato de un naufragio, eso sí, la historia de los Solé es una fábula sobre la derrota, sobre los vencidos, pero con dignidad, porque ellos son los que mueren con alma, con resistencia, como veremos en su lucha porque la última cosecha sea buena, entre todos y con todos. Los Solé se van a quedar sin trabajo y por consiguiente, sin vida, y deben lidiar con sus conflictos domésticos, entre los que el epicentro es Quimet, el padre, que se está enfrentado al problema de un modo egoísta y alzando muros contra los suyos. Y luego, están los problemas sociales, la lucha por la agricultura ecológica frente a la de las grandes multinacionales, el bajo precio de la fruta, completamente inviable para los pequeños payeses, y el cambio de una forma de vida que se muere por otra avasalladora que arrasa con lo tradicional, sin importarle nada ni nadie.

Muchos de los cómplices de Estiu 1993, repiten en Alcarràs, como son Eva Valiño en el sonido, Arnau Vilaró, que en la otra estuvo en el equipo de dirección, Ana Pfaff en el montaje, Mónica Bernuy en el arte, Mireia Juárez en el casting, y demás. Se incorpora en la cinematografía Daniela Cajías, que la conocimos en su gran labor en Las niñas, de Pilar Palomero. Y qué decir del inmenso trabajo del reparto no profesional de la película, personas de la zona, agricultores en su mayoría, con su peculiar acento, hablando su dialecto catalán muy propio de la zona, reclutadas de las zonas donde se ha rodado la película. Los Josep Abad como Rogelio, el abuelo, Jordi Pujol Dolcet como Quimet, el padre, Anna Otín es Dolors, la madre, Xènia es Mariona, una de los hijos, al igual que Albert Bosch como Roger, Ainet Jounou es Iris, que es una especie de reencarnación de la Frida de Estiu 1993, por su liderazgo entre los primos pequeños, su inteligencia y madurez, Montse Oró es Nati, y Carles Cabós es Cisco, que son la hermana y el cuñado de Quimet, sus hijos, los gemelos Joel e Isaac Rovira que son Pere y Pau, y Berta Pippó, tía de Carla Simón como Glòria y Elna Folguera, sobrina de uno de los productores, son la hermana y sobrina de Quimet, y Antònia Castells como Pepica, entre otros.

Alcarràs tiene, tanto en su forma como en su fondo, y en el sentido humanista el aroma del cine de Renoir, como en su Toni (1934) y en El hombre del sur (1945); con esa idea de retratar desde el alma y la profundidad unas vidas y circunstancias nada complacientes. No podemos olvidar la herencia del neorrealismo, en su idea de registrar lo íntimo y lo social, desde un forma naturalista, honesta y con personas interpretando a personajes muy cercanos a ellos, como ocurría en La terra trema, de Visconti, y en Ladrón de bicicletas, de De Sica, ambas de 1948. Y más adelante, pero con el espíritu neorrealista, la magnífica El árbol de los zuecos (1978), de Ermanno Olmi, en la que también se retrata las duras condiciones de vida de los campesinos de finales del siglo XIX, con mucha naturalidad, con actores no profesionales y con gran dignidad, en que los Solé serían unos herederos muy cercanos, de vidas complejas y difíciles, tanto en la tierra como en la familia, como les ocurría a los intérpretes de La gente del arrozal (1994), de Rithy Panh, la primera película del genio camboyano.

Nos alegramos porque exista una película como Alcarràs, triste y alegre por igual, como es la vida, vamos, y llena de vida, de humanismo y de celebración de la vida, el trabajo y el cine, que tiene de todo, que a veces, es maravillosa, y otras, duele mucho. Porque hay que celebrar con fuerza que en nuestra cinematografía se sigan produciendo historias que hablen de nosotros, de lo que fuimos y desgraciadamente, no seremos, porque los tiempos cambian, y no como nos gustarían, en muchas ocasiones. El pedazo de vida de los Solé que retrata y registra Carla Simón, no es solo sus vidas, el final de sus vidas como payeses, sino que también es un pedazo de su dignidad, o dicho de otra forma, la manera que tienen de enfrentarse a sus miedos, sus inseguridades, y sobre todo, sus pérdidas, porque la directora catalana en el fondo nos está hablando de todo lo que somos, la identidad que le debemos a tantos otros que nos precedieron, y sobre todo, las formas en las que afrontamos todo lo que vamos a dejar de ser, y eso, nunca es fácil, ni para los Solé ni para nadie. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Penélope, de Eva Vila

MIENTRAS LA MUJER ESPERA.

Una mujer casi centenaria entra en cuadro, la estancia está casi a oscuras, entre sombras, observamos a la mujer abrir una de las ventanas de par en par, la leve luz de un amanecer nublado iluminada casi a hurtadillas el comedor. La mujer se queda un instante mirando a través de la ventana. Fuera, la quietud y el silencio son aplastantes, como si el tiempo se hubiera detenido en ese lugar, con la firme intención de dejar de avanzar más. Con la premisa de la Odisea, de Homero, la película reconstruye el mito y lo reinterpreta trasladándolo al tiempo contemporáneo, ubicándolo en Santa Maria d’Oló (en la comarca del Moianès) un pequeño pueblo en el corazón de Cataluña, situado entre montañas, en el que el foco del relato ya no es el trayecto de Ulises regresando a esta Ítaca moderna, sino que la mirada de la historia se focaliza en Penélope, una modista casi en la centena que recibe el nombre de Carme Tarté Vilardell, que a diferencia del relato no solamente espera, sino que sigue con su vida mientras espera, situándose en el centro del relato.

La directora Eva Vila (Barcelona, 1975) enfocó sus dos primeros largos en la música, una de sus grandes pasiones, en Bside  (2010) recorrió Barcelona filmando a los músicos entre bambalinas, explorando sus procesos creativos cuando se apagaban las luces, en Bajarí (2014) se centró en los barrios gitanos de Barcelona y todos aquellos incipientes artistas flamencos que continuaban con el legado de la inmortal bailaora Carmen Amaya. En su tercer trabajo, Vila se ha trasladado a la tierra de su abuela, y ha construido un relato preciosista, extremadamente intimista y sensible sobre la generación de su abuela, mujeres resistentes, duras y demasiado acostumbradas al desaliento y la tristeza, pero no por eso, mujeres amilanas y cobardes, sino todo lo contrario, una estirpe de mujeres valientes, trabajadoras e independientes, que han hecho de la ausencia su mejor valor humano, un espacio en el que seguir hacia adelante a pesar de esas ausencias físicas y emocionales, a pesar de que el tiempo y sus circunstancias las trataron de manera adversa y hostil.

Vila ha cimentado una película híbrida a medio camino entre el documento y la ficción, entre la realidad y el sueño, entre el mito y la historia, a través de un guión escrito por el escritor Pep Puig y la propia Vila, a través de una luz velada e intimista obra de Julián Elizalde, y la construcción del sonido que absorbe y transmuta en todo el espacio, obra de dos de las mejores del ramo como Eva Valiño y Amanda Villavieja, con un montaje sereno y audaz obra de Diana Toucedo y la propia directora, con la especial y acogedora voz de Anna Subirana que nos va narrando momentos de la Odisea donde hacen mención a Penélope y su situación y circunstancias. Vila logra con pocos elementos una película sencilla y tremendamente conmovedora, filmando las prominentes y amenazadoras montañas de Montserrat, mirando esos paisajes desde lo más alto, como si fuesen las grietas del tiempo que se han instalado no sólo en esa Ítaca imaginaria, sino también en las diferentes pieles de esas ancianas que han vivido tanto, y sobre todo, han visto tanto.

La cámara se mueve entre esas huellas del tiempo, tanto físico como emocional, entre las sombras y las luces de un tiempo que se extingue, de un tiempo que deja paso a otro, de ese tiempo que devuelve a Ulises encarnado por Marc Clotet Sala, con esa barba blanca frondosa y esa mirada ajena y triste, un hombre que ya no se reconoce a sí mismo, ni a su pueblo, un hombre convertido en extranjero después de treinta años de ausencia, un hombre que no es reconocido por Penélope, ni por nadie, que llama y no recibe respuesta, que vaga como un fantasma perdido y sin cobijo (como le ocurría a Robert Mitchum en Hombres errantes, de Ray). Vila se mira en ese espejo en el que maestros como Erice, Saura o Patino, siguieron a personajes que volvían a sus orígenes, y que sólo se reconocían en el pasado, cuando eran niños, como un lugar donde imposiblemente pueden volver, un lugar mágico, un lugar para soñar, un lugar del que por muchos años que transcurran, siempre será igual y al que siempre querrán volver, porque ya no se reconocen en nadie ni en ningún otro lugar.

Vila ha salido airosa de tamaña empresa, de rehacer y reconstruir el espíritu del mito, reinterpretándolo de manera contemporánea, donde la mujer y su imagen se erigen las protagonistas absolutos del relato, sacando del pozo del olvido a tantas mujeres que siguieron en la lucha, en la batalla diaria, trabajando, tejiendo y descosiendo, tantas y tantas veces, esperando a ese alguien ausente que tardó en volver, o en algunos casos, jamás volvió, pero ellas siguieron levantándose cada día para seguir con su labor, faenando para que esa ausencia triste se convirtiese en un ausencia donde ellas tomaban el mando del hogar y hacían y deshacían según su conveniencia. La Penélope de Vila, ahora llamada Carme Tardé Vilardell, sigue en pie, con su Singer a toda marcha cosiendo y cosiendo, abriendo la ventana al amanecer y cerrando cuando se hace de noche, escuchando la radio mientras pedalea en su máquina de coser, jugando a las cartas con sus amistades, o manteniéndose calmada cuando necesita esa ayuda del exterior, sin perder su sentido del humor, alegre y combativo, porque mientras regresa o no Ulises, la vida continua en el pequeño pueblo, porque el tiempo nunca se detiene, siempre continua hacia adelante, sin prisas ni sin pausa, un tiempo que lo cambia todo, el paisaje, los rostros y la memoria de propios y extraños.