La consagración de la primavera, de Fernando Franco

LAURA CONTRA SÍ MISMA.

“Tu mirada se aclarará solo cuando puedas ver dentro de tu corazón. Aquel que mira hacia afuera, sueña; aquel que mira hacia adentro, despierta”.

Carl Jung

La tercera película de Fernando Franco (Sevilla, 1976), vuelve a transitar por las cotidianidades incómodas y oscuras que ya estructuraban sus dos anteriores trabajos. En La herida (2013), conocíamos a una mujer muy trabajadora pero con un grave déficit para relacionarse con los demás, y tendencias depresivas y de autolesión. En Morir (2017), una pareja se veía sumamente resquebrajada por la enfermedad de uno de ellos. En La consagración de la primavera, que acoge su título de la famosa composición de Ígor Stravinski, en un guion escrito por el propio director y Begoña Arostegui, con la que ha codirigido un par de cortometrajes de animación, nos lleva al rostro, a la piel y el cuerpo de Laura, un joven de Manacor, que ha llegado a Madrid para estudiar Químicas y está alojada en un Colegio Mayor de Monjas. Laura está sola, no conoce a nadie, deambula por la ciudad, por la Universidad, y una noche, de casualidad, conoce a David, un joven con parálisis cerebral, al que hará de asistente sexual.

Franco construye relatos muy cercanos y cotidianos, con muy pocos personajes, donde abunda la profundización de los aspectos psicológicos de los personajes. El director sevillano consigue sin aspavientos ni piruetas argumentales, sumergirnos en su microcosmos y enfrentarnos a situaciones difíciles y diferentes, accediendo a esos universos tremendamente incómodos, de los que huimos, a los que nos cuesta enfrentarnos, ya sea por educación, por moral, por miedo o simplemente, por desconocimiento. Laura está en un período de descubrimientos y experiencias nuevas, ya no está al amparo de una familia conservadora y cerrada, sino que ahora deberá enfrentarse a todo aquello que rechaza, a todo aquello que le atemoriza, enfrentarse a su entorno y sobre todo, así misma, una tarea que no le resultará nada fácil, una tarea donde se sorprenderá de todo lo que descubrirá de su interior. Un gran trabajo técnico empezando por esa luz mortecina y otoñal que firma el cinematógrafo Santiago Racaj, que ha estado en las tres películas de Franco, amén de trabajar con nombres tan importantes como los de Javier Rebollo, Jonás Trueba, Carlos Vermut y Carla Simón, entre otros.

El detallista y preciso trabajo de montaje de Miguel Doblado, fogueado en mil y una serie de televisión como las de Gran Reserva, Víctor Ros y Antidisturbios, entre otras, que consigue imprimir un ritmo pausado y cadencioso al relato, en el que no pasan de suceder cosas en sus ciento nueve minutos de metraje. Uno de los aspectos muy trabajados en el cine de Franco es la música, siempre diegética y tremendamente variada: música actual como techno y disco, y rock antiguo o el tema de Stravinski, un mosaico de piezas que pertenecen a ese mundo interior y complejo de los personajes, de as diferentes sensaciones, pensamientos y reflexiones de cada uno de los individuos que presenta la película. La consagración de la primavera guarda muchos paralelismos con Vivir y otras ficciones (2016), de Jo Sol, en su tratamiento de abordar aquello diferente, no normativo, en enfrentarse a los propios miedos y prejuicios y salir de tanto juicio moral y lanzarse a experimentar, a buscarse y sobre todo, a crecer sin miedo.

No estaríamos analizando con justicia la película de Franco, si solo nos quedásemos en el drama íntimo que en apariencia propone, porque la película va mucho más allá, y profundiza en muchos aspectos, usando diversas texturas y aspectos, como ese humor negro que tanto tiene, donde le da la vuelta a algunas situaciones y generando esa mirada donde todo tiene su lado cómico, o el revestimiento de comedia romántica, pero no al uso trillado de ciertos productos, sino con la maestría y la elegancia que las hacía Rohmer, en esas idas y venidas entre fiestas en pisos, cruzándose por los pasillos de la facultad y demás, y sobre todo, en el aspecto moral, donde la tolerancia y la apertura en todos los sentidos que se encuentra Laura con Isabel, la madre de David y el propio David, tan alejados al conservadurismo que trae de su familia. Laura encuentra su lugar en el mundo descubriendo que hay muchos mundos en este, que solo hace falta abrirse, atreverse y sobre todo, experimentar en libertad, abandonarse a esos universos de experimentación, de objetos sexuales y de pieles y cuerpos tocándose y sintiendo más allá de todo, de los prejuicios, miedos, inseguridades y mierdas.

Como ocurrían en sus anteriores películas, el grandísimo trabajo del equipo artístico es enorme, dotando a cada personaje de una magnífica naturalidad, a los que alguna vez no les hace falta ni tan siquiera hablar para expresar todo aquello que ocultan. Una Emma Suárez maravillosa y cercanísima, dando vida a Isabel, esa mujer que ha tenido que abrirse a los deseos de su hijo con parálisis cerebral y ser una madre tolerante y muy abierta, como deberían ser todas. Telmo Irureta un versátil intérprete, tanto en cine como en teatro, que ha dirigido varios cortometrajes, es el mejor David posible, con ese humor, esa música, y esos momentazos que nos regla a lo largo y ancho de la película, que consigue una comunicación espiritual y muy emocional con el personaje de Laura, que hace una fabulosa Valèria Sorolla, su primera vez en el cine, después de haberse curtido en el teatro y en televisión. Su Laura es uno de esos personajes de pocas palabras, todo lo expresa con esa mirada que nos atrapa, que nos hechiza, que encierra demasiadas oscuridades, y la seguiremos por su periplo emocional, por su travesía por todo aquello que debe dejar en el pasado para crecer de forma libre y sin ataduras en el futuro. No dejen de ver La consagración de la primavera, porque se alegrarán y mucho de conocer su historia y sus personajes, y sobre todo, les ayudará a cuestionarse muchas estupideces que todavía piensan y ya es tarde para abandonarlas y empezar a mirar las cosas desde otros ángulos y perspectivas, porque se están perdiendo un mundo asombroso y está muy cerca de todos nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El páramo, de David Casademunt

LA BESTIA QUE NOS ACECHA.

“No hace falta conocer el peligro para tener miedo; de hecho, los peligros desconocidos son los que inspiran más temor”.

Alejandro Dumas

El convulso y sangriento siglo XIX en España, azotado por tres guerras Carlistas, desterró a muchas familias  que huían de los núcleos urbanos a la protección de las casas aisladas en páramos desiertos. El primer largometraje de ficción de David Casademunt (Barcelona, 1984), se instala en ese período y en ese lugar. Un lugar aislado, un espacio acotado por unas extrañas figuras talladas en madera que, a modo de tótems, acotan una entrada imaginaria, que pone barrera dejando fuera a esa terrible violencia que hay más allá. En ese sito, perdido de la mano de Dios, vive o más bien, sobreviven, una familia compuesta por un meditabundo, callado y rudo padre, una madre, Lucía, el pilar del hogar, y su hijo, Diego, inquieto y temeroso. De Casademunt conocíamos su paso por la Escac, dos de sus estupendos cortometrajes, Jingle Bells (2007), y La muerte dormida (2014), que abordaban las relaciones maternofiliales y las consecuencias de sus ausencias, elementos que continúan muy presentes en El páramo, y finalmente, la película Rumba Tres, de ida y vuelta (2015), que codirigió junto a Joan Capdevila, que a modo de documento, recogía la vida del famoso grupo rumbero barcelonés.

Un guion que firman Fran Menchón, Martí Lucas (que ya había trabajado con Casademunt), también surgidos de la Escac, y el propio director, nos sitúan en un lugar sin lugar, en un tiempo sin tiempo, en un paraje vacío, vasto y seco, donde esta familia vive atenazada por todo ese miedo que nunca vemos y está ahí, o al menos ellos así lo creen. Un aroma denso, de colores terrosos y oscuros, y una ambientación sólida, obra de Balter Gallart (que ha trabajado en thrillers de Paco Plaza, Nacho Cerdà, Oriol Paulo y Guillem Morales, entre otros), una música interesantísima que mezcla lo íntimo con lo más oscuro, con esas melodías de cuento de hadas que casan tan bien, en una banda sonora que firma Diego Navarro, habitual de Mar Targarona, que produce junto a Joaquín Padró y la hija de ambos, Marina Padró, que se incorpora a un equipo que ya había levantado los primeros largos de Bayona, y de los citados Morales y Paulo, y hacen lo propio con Casademunt, a través de Rodar y Rodar. El exquisito y formidable montaje de Alberto del Toro, reconocible por sus trabajos para Javier Ruiz Caldera, y finalmente, la magnífica luz tensa, sensible y atmosférica de Isaac Vila, que ya habíamos visto su talento en películas como Lo mejor de mí, de Roser Aguilar, El silencio del pantano, de Marc Vigil y Bajocero, de Lluís Quílez.

El páramo es un buen cuento de hadas, bien contado y toda una férrea y conseguida fusión entre el drama familiar rural con raíces lorquianas y carpetovetónicas, con el aroma del western crepuscular, donde todo sucede en el interior de los personajes, en sus dramas y tragedias emocionales, y en todos esos monstruos que experimentan y proyectan al exterior, como le sucedía a la heroína de la majestuosa El viento, de Sjöström, en una película que recoge mucho del genio del cineasta sueco, en la que se emula la escena famosa de los hachazos de La carreta fantasma, con esos ambientes claustrofóbicos y asfixiantes, con el interior/exterior cambiante, donde en un principio, el exterior es la amenaza, y el interior, la paz, y viceversa, confundiéndose y confinando a los personajes, amenazados por lo de fuera y por lo de dentro. La película juega con ese miedo que unas veces parece muy real, y otras, no, aunque la verdad, qué más da, porque toda la progresión que van experimentando los personajes es lo que hace sumamente atractiva la película, con un trío de intérpretes que manejan su cuerpo en ese espacio de formas muy interesantes, en unos individuos que hablan muy poco, y todo es muy físico, acarreando sus problemas y aquellos otros que no se ven, pero también están, ese miedo irracional de perder a los tuyos.

Un Roberto Álamo en su línea, con un personaje dolido y silencioso, que no estaría muy lejos de los que interpretó en Alegría Tristeza y El lodo, una Inma Cuesta que no la veíamos tan magnífica y compleja desde que interpretó a la presa y comprometida Hortensia en La voz dormida, y finalmente, Asier Flores, el chaval que conocimos siendo Salvador Mallo de niño en Dolor y gloria, de Almodóvar, aquí siendo la piedra angular del relato, ya que todo lo veremos a través de él, en ese traspaso de la infancia a la adolescencia, cruzando ese puente que jamás olvidará, en esa transición en el que dejará quién ha sido hasta ahora para ser el dueño de su destino en esa tierra hostil, violenta y salvaje. Debemos felicitar a Casademunt por su arrojo y perseverancia para levantar un proyecto de estas características, que si bien podríamos enmarcar en un cuento de terror, se aleja de lo convencional para mostrar el miedo de una forma más emocional, a partir de lo sugerente, de lo que intuimos sin llegar a ver, como hacían en Los otros, de Amenábar, también sostenida en la relación maternofilial,  en la mejor tradición de las clásicas películas de monstruos de la Universal, o aquellas que hacían nombres tan ilustres como los de Tourneur, donde lo importante no estaba en lo que ocurría en la pantalla, sino en todo aquello que imaginábamos que sucedía. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El año de la furia, de Rafa Russo

LA BESTIA ESTÁ LLEGANDO.

“La violencia no es sino una expresión del miedo”

Arturo Graf

Desde el año 1964 en adelante, Sudamérica se vio abocada a violentas y sangrientas dictaduras militares que desmantelaron económica, física y emocionalmente países como Brasil, Bolivia, Paraguay, Perú, Ecuador, Colombia, Chile, Argentina, etc… Períodos muy oscuros que vieron como sus frágiles democracias eran absorbidas por juntas militares apoyadas por los EE.UU., para detener los avances democráticos y sobre todo, la ilusión de una nueva sociedad más humana, justa, solidaria y equitativa. Habíamos visto muchas películas sobre las dictaduras argentinas y chilenas, de la uruguaya no tantas, por eso es de agradecer esta mirada, y su forma, ya que se sumerge en las vidas de unos cuántos uruguayos de Montevideo que viven en ese  Uruguay, que tampoco fue una excepción de sus país vecinos, y vio como durante la primavera de 1972, en el país empezaba el conocido como “El año de la furia”, que desembocó en la dictadura que estalló el 27 de junio del siguiente año, que llevó al país a un período de oscuridad, miedo y violencia que finalizó 12 años después. El director Rafa Russo (Madrid, 1962), de padres argentinos, ha destacado como guionista en interesantes propuestas como la comedia romántica de Lluvia en los zapatos, el drama íntimo de aunque tú no lo sepas y La decisión de Julia, o las películas para televisión dirigidas por Laura Mañà, sobre figuras femeninas de nuestra historia. Como director de largometrajes tiene el drama romántico Amor en defensa propia (2006) y Snowflake (2016), documento sobre la sensibilidad química múltiple.

Con El año de la furia vuelve a la dirección mezclando con acierto y sensibilidad el thriller político y el drama romántico y personal, de unos personajes que viven en el convulso Montevideo previo a la dictadura. Diego y Leonardo son dos guionistas-creadores del programa de televisión satírico “La máquina de la risa”, también, se encuentran Susana, una prostituta que se enamorará de Rojas, un militar torturador, y Emilia y Jenny, madre e hija, que viven en la pensión donde paran casi todos. Russo compone una película de muchos rostros y piezas, generando un relato íntimo sobre unos personajes que ante los acontecimientos vertiginosos que van oscureciendo sus vidas, van optando por enfrentarse, por mirar a otro lado, y sobre todo, por sobrevivir en una sociedad que se va llenando de desaparecidos y cadáveres. La película no solo se queda en el ciudadano normal y corriente, como acostumbran este tipo de cintas, sino que incluye muy acertadamente el otro lado del espejo, la del militar represor, que en cierto modo, también es una víctima más de estamentos más poderosos y de intereses nacionales para acabar contra cualquier atisbo de libertad y democracia.

La luz naturalista y mortecina que firma el cinematógrafo Daniel Aranyó, que se ha especializado en interesantes thrillers como La distancia, algunos dirigidos por Daniel Calparsoro, o Regresión, de Amenábar, ayuda a ennegrecer sutilmente tanto las vidas de los protagonistas, como el camino violento que se encamina el país, como el sólido montaje de Marta Salas, fogueado en series televisivas como las estupendas El ministerio del tiempo y Vivir sin permiso, entre muchas otras. Si hay algo en lo que destaca enormemente la película de Russo es su ajustado y extraordinario reparto que fusiona intérpretes argentinos tan solventes como Alberto Amman y Joaquín Furriel, dando vida a los amigos y diferentes guionistas, Martina Gusmán es la prostituta metida en una relación compleja y peligrosa, y la presencia siempre magnífica del gran Miguel Ángel Solá como militar superior de muy malas pulgas. Y la otra parte, experimentados intérpretes españoles como Daniel Grao, cada día más y mejor actor, compone a Rojas, ese militar dividido entre su patria y su corazón, Sara Salamó, como la activista e hija de Maribel Verdú, una madre que arrastra un amor frustrado.

El año de la furia es una película sobre política, pero sobre todo, es una película sobre la condición humana expuesta a acontecimientos que le superan, a rendirse o continuar resistiendo, al miedo como lugar donde ocultarse ante el dolor, a dejarse llevar por lo que sentimos o simplemente, derrotarse a aquello que se debe hacer, a la complejidad de nuestros sentimientos y también, es una película sobre hechos históricos que no deberían haberse producido, y como afectan a las personas como nosotros, aquellos que sus vidas se ven truncadas por los intereses nacionales que nada tienen que ver con los nuestros. Una película con el aroma de los mejores títulos de Costa-Gavras, a los títulos clásicos de Lang o Curtiz, con sus amores imposibles, el telón de fondo político, y las vidas en constante peligro, las novelas de Greene, Forsyth, Montalbán o Marsé, y las canciones románticas que nos devuelven a aquello que fuimos, a aquello que no volveremos, y sobre todo, a aquello que perdimos, a todo lo que perdimos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

She Dies Tomorrow, de Amy Seimetz

VOY A MORIR MAÑANA.

“La muerte es una vieja historia y, sin embargo, siempre resulta nueva para alguien”.

Ivan Turgueniev

La extraordinaria película Der Müde Tod (1921), de Fritz Lang, perteneciente a la etapa muda en su Alemania natal, es una de las primeras apariciones de la muerte en el cine. La muerte, esa eterna sombra oscura, con apariencia humana que, sitiaba a una joven pareja, y le ofrecía a ella, la oportunidad de salvar a su condenado enamorado. La muerte, una presencia siempre inquietante, forma parte ineludible de nuestra existencia, no existe una sin la otra, y aunque evitemos pensar en ella, siempre nos ronda, convertida en una amenaza constante, siempre al acecho, lista para intervenir y detener nuestra vida, en el instante menos esperado o no, porque aunque la veamos venir, la muerte siempre actúa en el peor momento, y siempre, nos sorprende su forma de actuar. ¿Qué pasaría si alguien obsesionado con la muerte, convencido que perecerá al día siguiente, pudiera contagiarnos ese desánimo e inculcarnos esa idea con su sola presencia? Esa pregunta, cuanto menos inquietante, es la que se hace la directora Amy Seimetz (Florida, EE.UU., 1981), que la habíamos visto como actriz en títulos del circuito independiente estadounidense como Upstream Color, de Shane Wingard, o Lean on Pete, de Andrew Haigh, entre muchos otros. Hace ocho años, debutó en el largometraje con Sun Don’t Shine, en la que una pareja recorría, a modo de road movie, la Florida Central, en un viaje que destapa un pasado siniestro de ella, protagonizada por Kate Lyn Sheil.

Después de dirigir algunos episodios de la serie The Girlfriend Experience (2016), y trabajar como actriz, Seimetz vuelve a rodar una película sobre la muerte, o podríamos decir, sobre el hecho de morir, y como ese detalle capital en nuestra vida, acaba contagiando a todos los seres que se va encontrando la enigmática Amy, que a su vez, fue contagiada por Graig, un ex. Seimetz, que firma el guión y la producción, en una cinta auto producida por ella misma, por un sueldo ganado por su trabajo en el remake de Cementerio de animales, a la manera de Welles, nos sumerge en un relato sencillo y cotidiano, que se concentra en una noche, que parece no tener fin, o al menos, aparentemente, si que conocemos como finalizará. Amy, interpretada por Kate Lyan Sheil, se siente extraña, deambula por su casa como un fantasma, realiza acciones sin sentido y fuera de lo común, no sabe que hace ni porque, lo único que tiene claro es que morirá al día siguiente. Jane, su mejor amiga, intenta ayudarla, pero al rato, se siente como ella, y sabe que morirá al día siguiente, y así va ocurriendo, Jane contagia la idea de la muerte a su hermano, su cuñada y una pareja de invitados, así como el doctor que la atiende.

El cinematógrafo Jay Keitel, colaborador habitual de Seimetz, consigue una magnífica luz espectral, llena de claroscuros y una capa densa y muy pesada, que aún carga más la atmósfera de la película, convirtiendo unas imágenes azotadas por un ambiento siniestro e inquietante, en la que sus personajes parecen almas que vagan sin descanso ni consuelo, como barcos a la deriva, sin saber qué hacer, ni adónde ir, obsesionados con la inminente muerte. La directora estadounidense se apoya en ese cine de terror cotidiano, sin sobresaltos ni sustos sonoros, un cine protagonizado por gentes corrientes como nosotros, que les ocurrían cosas terroríficas. Un cine más cerca de clásicos como La legión de los hombres sin alma o La noche de los muertos vivientes, y el cine de terror actual como It Follows o La invitación, entre muchas otras, que vuelven a demostrar que el cine de género puede contener crítica social como cualquier otro título aparentemente más social.

Los Siegel, Wise, Arnold, y otros, utilizaron la paranoia de la Guerra Fría, para contarnos amenazas alienígenas y como afectaban al ciudadano medio americano de los cincuenta y sesenta. Por su parte, Seimetz utiliza el miedo a morir que produce una pandemia como la del coronavirus, que mezclado con el vacío existencial actual, ejecuta una película sobre el miedo y la paranoia a una muerte inminente, y las terribles consecuencias que producen en las personas esos pensamientos, sin explicar el origen del suceso, que aún hace del miedo más irracional y malvado, porque a la directora estadounidense le interesa más el qué, y sobre todo, como actúan y socializan las personas que son afectadas por esta idea obsesiva sobre la muerte inminente. Con un reparto excelente que se mete en la piel de estos cotidianos e inquietantes personajes, encabezado por unas magnífica Kate Lyn Sheil, que da vida a la desdichada Amy, bien acompañada por Jane Adams como Jane, con una breve pero interesante aparición del director de cine de terror, Adam Wingard, y la anecdótica presencia de Michelle Rodríguez, en ese epílogo que pone los pelos de punta. Seimetz ha logrado con mínimos elementos y situaciones, una película de gran altura, que inquieta y perturba mucho, utilizando espacios domésticos, y encontrando el equilibrio ideal para mantener una historia que podría resultar muy disparatada, pero que, en ningún momento, resulta superficial, sino que se mantiene en esa idea fija sobre la muerte que desarrollan cada uno de los personajes, y lo va planteando con un desarrollo muy profundo y personal, manteniendo un ritmo pausado y terrorífico, que no decae en ningún instante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tommaso, de Abel Ferrara

MIRARSE HACIA ADENTRO.

“Ningún arte traspasa nuestra consciencia de la misma forma que lo hace el cine, tocando directamente nuestras emociones, profundizando en los oscuros habitáculos e nuestras almas”

Ingmar Bergman

Personajes al límite, llenos de dolor, rabia y frustración. Almas que vagan por la ciudad, casi siempre Nueva York. Seres movidos por una pasión incontrolable, enfermiza y autodestructiva, alejados de los cánones establecidos, sumergidos en las partes más oscuras del alma, perdidos por los universos más inquietantes y perturbadores, esos lugares que se sabe cómo llegar, pero no como salir, espacios sin alma, donde el deseo y la pasión se desatan de forma autodestructiva. Asesinos despiadados, asesinas sedientas de venganza, enamorados perseguidos, traficantes de drogas sin escrúpulos, polis corruptos, vampiros vacíos, gánsteres tristes, espías enamorados, depredadores sexuales, son solo algunos de los personajes que ha tratado Abel Ferrara (Bronx, Nueva York, EE.UU., 1951), en sus más de cuatro décadas de trabajo en el cine, creando un universo único, profundo, y personalísimo.

En Tommaso nos habla de un artista, de alguien que está en pleno proceso de escritura de una película, alguien que se le parece mucho a él, y no es la primera vez que el cineasta neoyorquino habla de su oficio, ya lo había hecho en Juego peligroso (1993), The Blackout (1997), Mary (2005), 4:44 Last Day on Earth (2011), y Pasolini (2014), aunque en todas las mencionadas, encontrábamos rastros de la personalidad y el trabajo de Ferrara, es en Tommaso donde el cineasta se ha abierto más en canal, mostrándose y mostrando muchas situaciones que parten de su vida real, ya sean de una forma física o emocional, en el que retrata a alguien como Tommaso, en la piel de Willem Dafoe, en su quinta película juntos, hay una sexta Siberia, ya estrenada en festivales, que es el proyecto en el que trabaja Dafoe en la película. La aparición de su mujer real, la actriz moldava Cristina Chiriac, dando vida a Nikki, la esposa del protagonista, y la hija de ambos, DeeDee, interpretada por Anna Ferrara, la hija de Ferrara y la actriz moldava. La acción se sitúa en Roma, y en la vivienda de Ferrara, bajo la mirada y al existencia de Tommaso, alguien que da clases de expresión corporal, medita, hace yoga, acude a alcohólicos anónimos, trabaja intensamente en su película, y también, se ve atrapado por innumerables pensamientos neuróticos, esos fantasmas del pasado provocado por el consumo de psicotrópicos, que lo llevan a la inestabilidad emocional e inseguridad, consumido por miedos, intentando implicarse en su relación sentimental, que con el nacimiento de su hija, se ha visto alterada.

El magnífico trabajo de luz de la película, obra del cinematógrafo Peter Zeitlinger, el director de fotografía de Herzog, con esa cámara en continuo movimiento, escrutando la fisicidad, la corporeidad y la emocionalidad del protagonista, convertida en una parte más de su cuerpo, retratándolo y retratando esa Roma auténtica, ruidosa, llena de gente, donde el tiempo y el espacio nunca se detienen, donde encontramos vida a cada instante. Ferrara, como es habitual en su cine, refleja con autenticidad lo físico, como si de un órgano vital se tratase, y también, lo hace con lo emocional, donde mezcla con sabiduría y fuerza todos esos momentos imaginarios que la mente inestable de Tommaso le hacen ver y experimentar, exteriorizando los miedos e inseguridades que le llevan por su incapacidad de gestionar la nueva vida con la llegada de su hija pequeña. Tommaso, al igual que las criaturas de Ferrara, les cuesta enormemente psicoanalizarse, detenerse y mirarse un poco, todos son alma pura, una vida frenética hacia la nada, hacia la autodestrucción, sin posibilidad de redención, perseguidos por sí mismos, en sus particulares descensos a los infiernos, llenos de fantasmas, de espectros que los voltean y no les dejan en paz.

Ferrara hace una simbiosis perfecta entre la realidad-documento y la ficción pura y dura, donde desconocemos qué partes de la vida real del cineasta han llegado a filmarse sin una coma, o viceversa, donde realidad y ficción se funden de tal forma que todo parece real y ficción a la vez, dejando al espectador la libertad de elegir o interpretar cada instante de la película, si forma parte de un mundo u otro, y la intensa mezcla entre Dafoe, el actor profesional, rodeado de personas reales que se interpretan a sí mismos. Lo que contribuye el brutal montaje de Fabio Nunziata, que vuelve a trabajar con Ferrara después de Pasolini, en un excelente trabajo sobre el trabajo de las imágenes y la duración de las secuencias. Otros cineastas también se habían vestido de demiurgos y habían hecho su particular viaje introspectivo para exorcizar sus sueños y pesadillas como creadores, como lo hizo Wilder en Sunset Boulevard, Bergman en Persona, Fellini en Ocho ½, Godard en El desprecio, Truffaut en La noche americana, u Almodóvar en Dolor y gloria, entre muchos otros. Formas todas ellas de acercarse a la materia prima de sus películas, de sí mismos, de verse frente al espejo, como una especie de Dorian Grey intentando escapar inútilmente de su existencia real y todas las ficticias.

Willem Dafoe, un actor de raza, lleno de pasión, de físico y rostro marcados, y mirada penetrante, es el alter ego ideal de Ferrara, convertido en la figura contradictoria de ese creador atribulado, impredecible, y a punto de estallar, incapaz de enfrentarse a una realidad diferente, perdido en su mente, enfrascado en su laberinto mental, absorbido por su incesante nerviosismo y locura, en uno de esos personajes de las películas de Zulawski o Skolimowski, espectros vagando por mundos que no existen. Dafoe se convierte en el guía físico y emocional de la película, un tipo capaz de soportar las argucias mentales y neurosis que padece su personaje, alguien muerto de miedo y sin escapatoria de sí mismo, que se embulle en sus paranoias y escapa de esa realidad que le angustia, haciéndole creer que su pareja le rehúye y le desplaza, donde todas las cualidades de un grandísimo intérprete como Dafoe, consigue atraparnos y moldearnos a su gusto, en otra gran composición del actor de Wisconsin, otro inocente atrapados en sus neuras, alguien que le cuesta aceptar las cosas de otra manera, imbuido en su mentira y sus imaginaciones. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Oro blanco, de Grímur Hákonarson

UNA MUJER VALIENTE.

“Gobernar a base de miedo es eficacísimo. Si usted amenaza a la gente con que los va a degollar, luego no los degüella, pero los explota, los engancha a un carro… Ellos pensaran; bueno, al menos no nos ha degollado”.

José Luis Sampedro

Con Rams (El valle de los carneros), película de 2015, el nombre del cineasta Grímur Hákonarson (Islandia, 1977), saltó al reconocimiento internacional con la consecución de la mejor película en la sección “Un Certain Regard”, del prestigioso Festival de Cannes. La historia de dos hermanos granjeros enemistados, que tienen que unir fuerzas para salvar a sus carneros, se convirtió en uno de los “Sleeper” del año. Un relato situado en las zonas rurales y remotas de Islandia, en la relación de humanos y animales, y con ese aspecto social interesante y profundo, en el eterno conflicto entre lo rural contra el neoliberalismo, entre los viejos valores islandeses frente al capitalismo y la sociedad moderna. En su nuevo trabajo Oro blanco, el cineasta islandés vuelve a hablarnos de lo rural, situándonos en el noroeste del país, en una zona llamada Skagafjörour, donde los hermanos han dejado paso a Inga y Reynir, un matrimonio de mediana edad de granjeros lecheros, agobiado por las deudas contraídas con la cooperativa, dueña del pueblo y sus vidas.

La muerte de Reynir, hace despertar a Inga, que descubre las artimañas de la sociedad y las continuas amenazas y coacciones a personas como Reynir, atadas de pies y manos ante la cooperativa, que aumentando el miedo frente a las grandes cadenas empresariales de Reykjavik, ellos han creado en el pueblo un monopolio que más parece una sociedad mafiosa que un grupo de cooperación para ayudarse entre los granjeros. A partir de una cuidadísima planificación en la que abundan las tomas largas y los planos abiertos y estáticos, seguimos la peripecia de Inga, que da un paso al frente y comienza a denunciar el chantaje y las malas artes de la cooperativa, enfrentándose cara a cara a sus responsables. La película huye de los estereotipos tan habituales en este tipo de cine, donde se enfrentan buenos buenísimos y malos de cajón, aquí las cosas se encaminan por otros derroteros, donde conocemos a mujer que, después de perder a su marido, a aquello que la ataba a un negocio asfixiantes y sin futuro, decide dar un golpe en la mesa y lanzarse contra los males de su existencia, sin miedo a nada que perder, porque seguramente ya ha perdido aquello que daba sentido a su existencia.

Hákonarson filma con detenimiento y pausa a su heroína de carne y hueso, en una película reivindicadora de la figura de la mujer enfrentada a una oligarquía devastadora contra los granjeros lecheros, a una mujer, con paso firme y decidido, sola y armada de su empuje y fuerza, inquebrantables y serias, caminando en un universo hostil y oscuro, dominado por hombres, por hombres que harán lo imposible para que nada cambie y todo siga igual, o sea, donde unos explotan y otros son explotados, pero tendrán que lidiar una lucha encarnizada contra alguien que no se va detener para defenderse de la injustica y sobre todo, de alguien que está decidida a cambiar las cosas, si el resto de granjeros, atados de pies y manos igual que ella, por las deudas contraídas con la cooperativa, deciden, como ella, levantarse y luchar por unas condiciones justas y humanas, porque de lo que habla la película es de humanismo, de ese aspecto humano que, desgraciadamente, está en vías de extinción como las cooperativas y las granjas tradicionales lecheras, frente a ese capitalismo feroz y salvaje que unifica y arrasa con todo.

Una película de estas características, en las que el protagonismo descansa en un personaje, solo podía tener de protagonista a alguien como Arndís Hrönn Egilsdóttir, la actriz imponente y arrolladora que da vida a Inga, una mujer valiente, que ha perdido el miedo, que se ha levantado y jamás se volverá a agachar para recoger las migajas de la suciedad de la cooperativa, alguien con carácter y serenidad para enfrentarse a lo establecido, a mirar de frente a aquellos que utilizan el miedo como forma de sostener sus privilegios ante esa amenaza de la capital, ficticia o no, pero oscura para los granjeros que, a duras penas sobreviven de su trabajo por los precios abusivos que impone la cooperativa. Inga encontrará aliados como Griogeir, bien interpretado por Sveinn Ólafur Gunnarsson, que tendrán enfrente al dueño de la cooperativa, Eyjólfur, al que da vida Sigurdur Sigurjónssen, que muchos recordarán como uno de los hermanos de Rams (El valle de los carneros). Hákonarson ha construido una película magnífica y honesta, que nos habla de una realidad social que se vive constantemente en esa Islandia, que debido a las peculiaridades físicas de su espacio, viven aislados y en lugares remotos, y solo la cooperación entre unos y otros, pero la cooperación real y justa, les ayudará a seguir manteniendo sus empleos y sus formas tradicionales de fabricar leche, frente a todos aquellos que los quieren condenar al olvido y transformar sus casas en retiros de fin de semana para los urbanitas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cuerdas, de José Luis Montesinos

SOLA ANTE LOS MIEDOS.

“Mi padre fue ingeniero y tenía la intención de seguir sus pasos, pero las películas se convirtieron en mi verdadera pasión. La planificación cuidadosa es importante en ingeniería, así que usé esa experiencia para enfocarme en la preproducción de películas. Con los bajos presupuestos que tenía, no podía permitirme que el elenco y el equipo esperaran durante días en una película de 10 días mientras descubría cómo y qué disparar”

Roger Corman

Hay películas que hacen de su modestia su mejor virtud, no pretendiendo hacer algo que se escapa de sus medios de producción, sino adecuándose a sus limitaciones y sobre todo, extrayendo el máximo rendimiento artístico a las escaseces presupuestarias. Cuerdas, primera película de José Luis Montesinos (Tarragona, 1978) cumple con toda esa idea, construyendo un relato de terror en un ambiente doméstico, y encadenando a su protagonista a una silla y a su inmovilidad, creando así una peculiar e interesante cinta angustioso y brillante. Montesinos había despuntado en el mundo del cortometraje con películas como  La historia de siempre (2010) y El corredor (2015) de corte social en los que indagaba en temas como la pareja o las consecuencias de difíciles decisiones.

En su puesta de largo sigue alimentando la tensión y lo asfixiante que ya estaba en sus anteriores trabajos, y nos sumerge en una historia anclada en el presente, pero muy deudora de un pasado oscuro y muy turbio. Nos encontramos con Elena, una joven tetrapléjica que ha perdido a su hermana gemela en un accidente, y después del hospital, regresa a casa para compartirla junto a su padre Miguel, relación conflictiva en que la hija reprocha demasiadas cosas a un progenitor que también sufrió lo suyo con la muerte de la madre tiempo atrás. Debido a la situación de Elena, el padre ha provisto a su hija de un perro adiestrado para ayudarla. Aunque las cosas se tuercen, el padre queda fuera de juego, el perro se vuelve rabioso y la niña se queda sola, encerrada en su casa y con la amenaza del perro. El director tarraconense nos convierte en un personaje más, junto a la joven atrapada en su silla y en ese paisaje doméstico que acaba de conocer.

La película se instala en los días para contarnos una sutil y una trama muy bien elaborada (en un guión que firman Montesinos e Iakes Blesa, que ya trabajaron juntos en El corredor)  donde van apareciendo obstáculos y tensiones que van cercando la voluntad de Elena. Una joven que deberá no solo lidiar con ese presente difícil y acorralado en el que se encuentra, sino también con los traumas del pasado y el accidente que lo cambió todo. Cuerdas no solo hace referencia a las cuerdas físicas y evidentes en las que se encuentra Elena postrada en su silla, sino a las otras, las que no se ven, las emocionales, las más complejas de sobrellevar, las que tarde o temprano hay que enfrentar para calmar las emociones y reconciliarse con uno mismo. En el relato encontramos muchos momentos de tensión y angustia, al más puro estilo de terror clásico, donde la supervivencia se torna en el foco de atención, aunque también nos encontramos con otros momentos de tensa calma en los que Elena rinde cuentas con su pasado, y sobre todo, con su hermana y su recuerdo.

Montesinos se arropa de otros cómplices que han caminado junto a él en el cortometraje como la presencia en la cinematografía de Marc Zumbach, auténtico alma mater del director, que consigue transformar esa luz cotidiana y doméstica en una luz densa y compacta que oscurece el ambiente y enmarca cualquier habitación u objeto en una sensación de miedo y peligro. Y el gran trabajo de Luis de la Madrid (uno de los editores más importantes dentro del género de terror, colaborador entre otros de nombres tan ilustres como Balagueró, Paco Plaza o Guillermo del Toro) consigue un trabajo estupendo con ese ritmo in crescendo donde a medida que avanza la trama, nos vamos encontrando más atrapados y solos. Un estupendo reparto encabezado por Paula del Río, que ya la vimos despuntar en El desconocido y La sombra de la ley, ambas de Dani de la Torre, creando una Elena que deberá arreglárselas para sobrevivir sola ante la terrible amenaza de ese perro asesino que recuerda a El perro blanco, de Fuller o aquel otro en El perro, de Antonio Isasi-Isasmendi, junto a ella Miguel Ángel Jenner, auténtico actor fetiche de Montesinos, y brillante actor de doblaje, entre otros trabajos, interpreta con sobriedad y esa mirada penetrante, hace aquí el padre de Elena, un hombre de segundas oportunidades que hace lo imposible para que su hija consiga sobrellevar su discapacidad de la mejor manera posible.

Cuerdas  nos va sumergiendo sin prisas ni estridencias en su trama lineal y sencilla, en el que todo va enrollándose como si fuese una madeja difícil de desentrañar, casi sin darnos cuenta, imbuidos en ese perro convertido a su pesar en una amenaza firme y peligrosa contra la persona que aparentemente tenía que proteger. Un relato certero y profundo, que no cae en entorpecer su estructura ni sacarse conejos de la chistera, sino en cogernos desde el primer minuto con esa tensión y terror tan cercano y corpóreo, con el aroma de las películas de Corman, el Giallo, o Sola en la oscuridad, de Terence Young, protagonizada por Audrey Hepburn, con la que tendría varias similitudes, u obras más de aquí como algunas obras de Jess Franco, Chicho Ibáñez Serrador, Los sin nombre, Tesis, etc… Títulos que evidencian como lo hace Cuerdas, que la modestia se puede convertir en el mejor aliado para contar un cuento de terror sobrio, interesante y profundo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El recuerdo de Marnie, de Hiromasa Yonebayashi

poster_elrecuerdodemarnieDOS ALMAS EN UN TIEMPO.

En 1984 con Nausicaa del Valle del Viento, se colocaba la piedra fundacional que dos años más tarde sería el Studio Ghibli (fundado por Hayao Miyazki e Isao Takahata) que arrancaría con El castillo en el cielo. A partir de este momento, sus producciones de animación de la excelsa compañía se convertirán en un referente mundial en el mundo cinematográfico. Títulos del prestigio de Mi vecino Totoro, Porco Rosso, La princesa Mononoke, El viaje de Chihiro o El viento se levanta, son sólo algunos ejemplos de la calidad y hegemonía de una producción brillante que ha atesorado premios tan importantes como el Oso de Oro en la Berlinale o el León de Oro en Venecia, por citar algunos. Sus películas están protagonizadas, principalmente, por jóvenes heroínas con dificultades físicas o emocionales que, se enfrentan a un mundo hostil en que no encajan, y ellas, al sentirse desubicadas, animadas por ese espíritu de inteligencia y fortaleza interior, encuentran su libertad y bienestar emocional a través de la fantasía. Una fusión ejemplar entre la realidad y la fantasía para escapar de una realidad difícil y adversa, fundamentada en una animación clásica, en la que priman los colores y la definición de las formas, y la naturaleza, su diversidad y belleza, actúa como el escenario esencial de unas historias humanistas y poéticas.

Hiromasa Yonebayashi (1973, Ishikawa-Ken, Japón) uno de sus jóvenes valores, que había debutado con Arrietty y el mundo de los diminutos (2010), vuelve a la dirección con una obra que habla sobre la amistad, el dolor, y la memoria. Basada en la novela infantil de gran éxito, Cuando Marnie estuvo allí de Joan G. Robinson (autora inglesa preferida de Miyazaki), nos lleva a Anna, una niña de 12 años aquejada de asma y encerrada en sí misma, su madre adoptiva opta por enviarla durante el verano junto a unos parientes a Hokkaido, un pueblo junto al mar. Anna se refugia en el dibujo y sus pensamientos, la soledad le lleva a dibujar junto al pantano, y lentamente, se sentirá atraída por una casa de piedra abandonada. Allí, en ese lugar, sin tiempo ni lugar, conocerá a Marnie, una enigmática niña con los mismos conflictos que ella padece.

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La última producción de Ghibli hasta la fecha (después del anuncio de Retirada de Miyazaki, el estudio se encuentra en fase de reestructuración), nos acerca a dos almas doloridas, que arrastran un pasado brutal, una vida llena de ausencias, Anna es huérfana, y Marnie tiene unos padres que continuamente están viajando. Las dos niñas se enfrentan juntas a ese vacío y ausencia, el dolor que sienten se comparte juntas en una amistad llena de alegría. Un encuentro mágico y libre que les ayuda a superar sus miedos y reencontrarse consigo mismas. Yonebayashi sigue el camino de sus maestros, contándonos una película llena de encanto y belleza, en la que realidad continuamente se mezcla con la fantasía, en un tiempo que no existe, que late en el interior de los personajes, en un espacio en que los sueños se materializan y forman parte de la cotidianidad. Dos almas enfrentadas a un entorno complejo que, a través de su complicidad y sus encuentros lograrán sentirse ellas mismas, y escapar de los adultos (que como suele pasar en las películas del Studio no consiguen entenderlas) y disfrutar de su vitalidad y amor, para aliviar un interior dañado por los miedos y la ausencia de cariño.

The Visit, de Michael Madsen

poster_castMIEDO A LO DESCONOCIDO

¿Qué ocurriría en la Tierra si nos visitasen los extraterrestres? A partir de esta cuestión, planteada en infinidad de libros y películas, el artista conceptual y cineasta Michael Madsen, nos va detallando una serie de conceptos donde nos vamos formulando preguntas y distintas reflexiones que van desde el ámbito político, sociológico y humano. La película parte de la situación hipotética que se produciría, ante la llegada de una nave alienígena y cómo reaccionarían los gobiernos y cómo sería su gestión. Madsen se nutre de los mejores especialistas en las diferentes materias a su alcance, y mediante entrevistas o conversaciones entre ellos, y siempre interpelándonos a nosotros, nos hablan de las infinitas situaciones que podrían surgir. Toman la palabra biólogos, militares, políticos, ingenieros, físicos o sociólogos, unos y otros, exponen los protocolos a seguir y ennumeran problemas que se originarían en este encuentro entre humanos y aliens. Todo se desarrolla bajo la premisa de una simulación, cómo nos advierten en el arranque de la cinta, tiene la apariencia de una película de ciencia-ficción, aunque con la salvedad de que los personajes que aparecen en ella, en realidad sí que son profesionales, unos en activo, y otros no, estudiosos y profesionales de las materias que hablan, en la película, se interpretan a sí mismos, y sobre todo, guiados de modo fidedigno bajo la batuta de Madsen, fabulan y reflexionan a través de sus conocimientos en todo lo que ocurriría y como se desarrollarían los acontecimientos.

Madsen, que ya nos deslumbró con su anterior película, Into eternity, del año 2010, donde exploraba el destino de los residuos radiactivos de las centrales nucleares, y nos sumergía en el lugar donde se almacenaban, un enorme depósito estructurado a base de túneles subterráneos situado en Finlandia. El cineasta danés nos vuelve a sorprender e inquietar en una obra que es en sí misma una fascinante experiencia visual, tanto física como psícológica, estructurada con buen gusto, que nos emociona y también nos invita a reflexionar sobre nosotros mismos, sobre lo que somos y adónde vamos. Temas como el miedo a lo desconocido, la invasión extraterrestre y ser masacrados (cómo ha sucedido a lo largo de la historia de la humanidad, que unos pueblos han aniquilado a otros), el poder de la información, la actitud de los gobiernos, y la naturaleza humana, y su interior oscuro y terrible. La cinta se nutre de escenarios naturales, como hacía la inolvidable ciencia-ficción de los 50, para adentrarnos en unos paisajes, urbanos y naturales, filmados a cámara lenta, que consigue llenar el espacio de un ambiente que tiene a la rareza e irrealidad. Madsen mezcla con sabiduría su alucinada y científica propuesta, mientras escuchamos a los expertos exponer sus diferentes visiones de los hechos que se desatarían, y la respuesta de los gobiernos y cómo afectaría a los ciudadanos. Por otro lado, desarrolla cómo uno de estos científicos penetraría en la nave extraterrestre, mientras va informando de todo lo que va viendo y sucediendo.

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El realizador danés dinamita nuestras convicciones morales, extrae nuestro manera de ser y comportamiento ante amenazas desconocidas, se plantea cuestiones que siguen transitando y estando muy en boga en la actualidad, situaciones que se escapan completamente de nuestro control y poder, que nos llenan de incertidumbre al no ser capaces de entender y sobre todo, nos ahogan de miedo, un miedo irracional que nos contamina y nos lleva al caos y la pérdida de todo lo que somos. Madsen provoca una respuesta en todos nosotros, su película cuestiona el funcionamiento del mundo y cómo los ciudadanos se manifiestan ante lo que no sabemos, donde surgen las emociones negativas. Una película que también nos habla de nuestra evolución como especie y hacía donde nos dirigimos (aquí el director le hace un guiño a Kubrick y su 2001, Una odisea en el espacio, la parte de su absorbente y magnífico baile espacial con la nave, mientras escuchamos a Strauss). También, en otro tramo, nos invade con el tema de Bowie, Space Oddity, que nos contaba la odisea del mayor Tom, su supervivencia encontrándose sólo en la inmensidad del espacio, mientras viaja en un cubículo sin conexión con la Tierra, canción que vio la luz en 1973, el mismo año que se envío al espacio la nave Voyager con información de lo bueno de la humanidad en su interior, eso sí, obviando nuestras partes oscuras, como las guerras y la destrucción. Una cinta estimulante que mezcla con eficacia la ciencia-ficción interesante y brillante como El planeta de los simios, Solaris, La amenaza de Andrómeda Blade Runner, entre otras, con el documental reflexivo y pedagógico, que nos cuestiona lo que somos y nuestras propias vidas ante amenazas desconocidas, que nos ponen a prueba, no sólo como individuos, sino también como especie que hace lo indecible, en ocasiones cosas terroríficas, para sobrevivir.