The Quiet Girl, de Colm Bairéad

LA NIÑA QUE NO CONOCÍA EL AMOR.    

“En el pequeño mundo en que los niños tienen su vida, sea quien quiera la persona que los cría, no hay nada que se perciba con tanta delicadeza y que se sienta tanto como una injusticia”.

“Grandes esperanzas”, de Charles Dickens

Erase una vez… Una niña llamada Cáit de nueve años de edad, que vivía en uno de esos pequeños pueblos perdidos de la Irlanda rural, allá por el año 1981. La mayoría del tiempo la niña lo pasa en soledad, huye del colegio y se pierde por el bosque, descubriendo y descubriéndose, y sobre todo, alejada de su familia, un entorno numeroso y muy hostil, donde ella se relaciona a través de su silencio, porque el dolor en el que existe es insoportable. Pero, todo cambiará para Cáit, porque ese verano será llevada con unos parientes sin hijos, en un entorno completamente diferente, en el que la niña descubrirá que la vida puede ser distinta, y en el que las cosas tienen otra forma, huelen diferente, y sobre todo, crecerá en todos los sentidos. 

The Quiet Girl es la primera película de ficción de Colm Bairéad (Dublín, Irlanda, 1981), después de unos importantes trabajos reconocidos internacionalmente en el campo del cortometraje y en el documental, que nace a partir del relato “Foster”, de Claire Keegan, que nos cuenta la existencia de una niña que no tiene cariño, una niña perdida y triste que vive en el seno de una familia difícil, desestructurada y muy inquietante. El director irlandés compone una película muy sencilla, con pocos personajes, y llena de silencios y detalles, donde el idioma irlandés predominante se combina con el inglés, y usando el formato 4:3, y con el reposo y la pausa de una película que cuenta todo aquello que no se ve y está tan presente en las vidas de cualquier persona. Todos sus espacios oscuros, todo el dolor de su interior y todo aquello que le asfixia y calla por miedo, por vergüenza y por no tener con quién compartirlo. Todo se explica de una manera sutil, sin ningún tiempo de estridencias ni argumentales ni mucho menos formales, la sobriedad y lo conciso alimentan cada plano, cada encuadre, cada mirada y cada gesto que vemos durante la historia. 

Todos los elementos, cuidados hasta el más mínimo detalles, consiguen sumergirnos en un relato íntimo y muy personal, en que el gesto es el reflejo de una alma herida y perdida, una niña que está inmersa en un laberinto de inquietud y tristeza, en el que se ahoga cada día un poco más. La película es un alarde de técnica elaboradísima como la delicada música que escuchamos, obra de Stephen Rennicks, que no acompaña la película, sino que incide en todos aquellos aspectos emocionales que no se explican pero que ahí están, así como el grandísimo trabajo de cinematografía de Kate McCullough, con esa luz naturalista y velada, contrastando con los interiores oscuros del inicio para ir poco a poco abriendo la luz y la historia, siguiendo el proceso de la protagonista, en el que la sensibilidad y la emoción latente siempre está presente, al igual que el espléndido montaje de John Murphy, que condensa con ritmo y sensibilidad todos los detalles y las miradas en las que se sustenta el relato, en una película de duración precisa en el que no falta ni sobra nada en sus ajustados y medidos noventa y cinco minutos de metraje. 

Bairéad opta por componer un reparto en el que no hay rostros conocidos, sino todo lo contrario, porque no busca la empatía con el espectador, la quiere ir elaborando a medida que va avanzando la película, por eso encontramos a intérpretes muy transparentes y cercanísimos que, a través de la distancia prudencia, se nos van acercando y transmitiendo casi sin palabras todo lo que sienten y sufren en su interior, porque son personajes heridos, seres que lloran en silencio, y sobre todo, con roturas como las nuestras o las personas de nuestro entorno. Tenemos a la especial y arrolladora Catherine Clinch en la piel de Cáit, que llena la pantalla, que la sobrepasa, y que dice tanto sin decir nada, en uno de los más sorprendentes debuts en el cine que recordamos, que recuerda a Ana, la niña que sentía a los espíritus en la inolvidable El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, o a Frida, la niña que no podía llorar de Estiu 1993 (2017), de Carla Simón, y otras niñas que siempre escapaban, que siempre salen huyendo del tremendo desorden familiar en el que viven. Le acompañan los adultos, el matrimonio que la acoge ese maravilloso verano, los Carrie Crowley y Andrew Bennett en la piel de los Eibhlín y Seán Cinnsealach, y después, los padres de Cáit, Michael Patric y Kat Nic Chonaonaigh como Athair y Máthair, que contraponen esas dos formas tan alejadas de cuidar y amar a una niña. 

La ópera prima de ficción de Colm Bairéad no es sólo una película que nos habla de la infancia herida, la que no tiene ni conocimientos ni medios para expresar tanto dolor, sino que es una película que tiene un argumento extraordinario, pero lo que la hace tan especial y excelente, es su forma de contarlo, porque opta por la mirada de cineastas como Ozu, porque antepone la contención, la desnudez formal y la interpretación de la mirada y el silencio, alejándose de todo artificio, tanto argumental como formal, que adorne innecesariamente todo lo que acontezca, primordiando todo lo invisible, que sabemo de su existencia, pero por circunstancias obvias no sale a la superficie. Enfrenta dos mundos antagónicos como el de adultos y niños, pero que veremos que no son tan distantes, porque los dos continuamente se reflejan, porque tanto uno como otro, comparten heridas, un dolor difícil de describir y muchos menos compartir, y todos necesitan ese cariño, ese cuidado, ese escuchar y esa mano que haga sentir que no estamos tan solos como sentimos. Porque en un mundo tan individualista y competitivo en el que cada uno hace la suya, esta película resulta muy revolucionario en lo que cuenta y como lo cuenta, porque opta por la mirada encontrada, por la necesidad del otro, y sobre todo, en el detenerse y expresar todos nuestros miedos, inseguridades y dolor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Almas en pena de Inisherin, de Martin McDonagh

A COLM YA NO LE CAE BIEN PÁDRAIC. 

“Vivimos como soñamos, solos”.

Joseph Conrad

Después de cuatro películas, podemos decir, sin ánimo de pecar de exceso, que el universo de Martin McDonagh (Camberwell, London, Reino Unido, 1970), está plagada de pobres tipos, de individuos solitarios y algo torpes, tanto física como emocionalmente, seres que deambulan por sus circunstancias muy solitarios y extraordinariamente tristes, perdidos en la inmensidad de su realidad y también, porqué no decirlo, ensimismados en unos sueños que saben que muy difícilmente se harán realidad, eso sí, en su afán por no sentirse más solos de lo que están, siguen empecinados en empresas abocadas al más absoluto fracaso. Sean lo que sean, porque aunque cambie el contexto, los personajes del cineasta británico son lo que son: los asesinos que deben desaparecer en una ciudad desconocida de Escondidos en Brujas (2008), el guionista sin inspiración y sus dos locos amigos en Siete psicópatas (2012), la madre desesperada por esclarecer el asesinato de su hija en Tres anuncios en las afueras (2017). 

Con Almas en pena de Inisherin el talento de McDonagh se pone al servicio de un relato sumamente sencillo, con un conflicto de esos que no llaman la atención, pero que tiene mucha miga, es decir, cuando nos hemos visto privados, ya sea de amistad o amor, de esa persona que queríamos profundamente, o al menos así lo sentíamos, y nos hemos visto privados de esa relación sin que haya ocurrido nada extraordinario, aunque quizás sí que pasaba y nosotros no éramos conscientes de tamaño desenlace. Porque la cosa de la película es que Colm ya no quiere ninguna relación de amistad con Pádraic, con el que ha sido amigo de muchos años, explicando que se aburre con él, y quiere pasar el poco tiempo que le quede de forma muy diferente. El problema es que, los dos ex amigos viven en en un pueblo llamado Inisherin, apartado y olvidado de la costa irlandesa allá por el año 1923, después de la Guerra de irlandeses con ingleses, y ahora enfrascados en una civil, con esos bombazos que vienen de otra isla cercana. Ante esa cercanía y lugares comunes, como son la iglesia de la misa de los domingos, el ultramarinos donde compran todos, los caminos pedregosos del pueblo, y sobre todo, la única taberna en la que los dos amigos pasaban las horas, uno aburriendo con sus repetitivas historias, y el otro, tocando su inseparable violín. 

La película se centra en las profundas heridas que supone un desarraigo emocional de semejantes características, que no es poco, cuando hay tan pocos alicientes en la vida y mucho menos en Inisherin. Pádraic sufre esa pérdida como puede, sufriendo mucho y deambulando por ese pueblo tan triste y desolador, contando con la ayuda y compañía de Siobhán, su hermana que vive con él, y que arde en deseos de abandonar la isla y marcharse a una más grande, y también, está Dominic, un joven obsesionado con las mujeres, golpeado por su padre, el policeman del lugar, y con problemas emocionales. Una cinta muy bien contada y mejor explicada, con un formidable guion que firma el propio director, con esa impecable cinematografía de Ben Davis, que ha estado en tres películas con el director, y con gente tan importante como Frears, Eastwood y Tim Burton,que imprime esa luz mortecina, tan propia de esos lugares, con esa luz natural fusionada con la velada, creando una aroma de penumbra y recogimiento que recuerda mucho a Zurbarán. La fantástica música de Carter Burwell, que ha puesto música a todas las películas del director londinense, y mítico músico de los hermanos Coen, y de Spike Jonze, y de Carol (2015), de Todd Haynes, que recoge con acierto toda esa melancolía, soledad y tristeza que radia en la película, sin olvidarnos de esa sátira y humor negro tan característico en el cine de McDonagh, que es una marca de la casa los mencionados Coen. 

El acertado y conciso montaje de Mikel E. G. Nielsen, que tiene en su haber a Thomas Vinterberg y Robin Wright, entre otros, que impone un ritmo pausado y elegante, condensado sus casi dos horas de metraje sin grandes alardes ni estridencias de ningún tipo, en que lo importante son esos tiempos sin nada que hacer que dicen mucho de lo que está ocurriendo y sobre todo, en el interior de los personajes, en el que cada gesto, cada mirada y cada no acción es cine y nada más, como decía mi querido Ángel Fernández-Santos. McDonagh recupera a sus dos actores más fetiche como Brendan Gleeson y Colin Farrel, ambos irlandeses que fueron los asesinos desterrados a Brujas en la película Escondidos en Brujas, amén de haber trabajado Gleeson en Six Shooter (2004), un cortometraje de veintisiete minutos, y Farrel en Siete psicópatas. Dos intérpretes de calibre curtidos en mil batallas, que componen unos personajes que cuesta creer que en algún momento pudieran ser íntimos amigos, porque son tan diferentes, Farrel más apocado, más rudo, más corto y más superficial, frente a Gleeson, en las antípodas del otro, músico, más emocional y sobre todo, más inteligente y sensible. Ambos consiguen mostrar sin mostrar, imbuidos en esa atmósfera cargada, asfixiante y pesada que reside en cada rincón de la isla, de ese Inisherin tan y tan irlandés con sus canciones, sus pintas, sus cotilleos y su idiosincrasia tan arraigada y tan apegada a un lugar y a una forma de ser. 

Ambos intérpretes están excelentemente bien acompañados por la irlandesa Kerry Condon, que vimos en Tres anuncios en las afueras, dando vida a Siobhán, la hermana que quiere volar y ser ella misma en otro lugar, con más carácter que su hermano y sobre todo, una mujer que sabe lo que quiere y no se deja intimidar por nadie. Barry Keoghan, que muchos recordamos por películas como El sacrificio de un ciervo sagrado, que hizo con Farrell, y Dunkerque, dirigido por Dolan, entre otros, dando vida a Dominic, ese bufón y tontolpueblo que, al igual que Pádraic y todos los personajes del pueblo, ansía un poco de compañía y algunas palabras, y luego todo un ramillete de intérpretes británicos a cual mejor, como Gary Lydon, el policeman del pueblo y padre maltratador de Dominic, David Pearse como el cura, que tiene unos momentazos llenos de ironía y sarcasmo con el personaje de Gleeson, y finalmente, Pat Shortt, uno de esos taberneros que hemos disfrutado y tronchado en películas que no hace falta nombrarlas para saber de las que estoy hablando. Amén de otros actores y actrices que conforman los simpáticos, cotillas y solitarios de Inisherin. 

McDonagh no olvida a sus referentes ni los oculta, sino que los mira con detenimiento y construye su película pensando en ellos, lanzando puentes y reflejándose en sus ambientes y personajes como El hombre tranquilo (1952), de John Ford, con su mítico Innisfree, que sería el padre cercano de Inisherin, y todos esos personajes de la película de Ford que podrían ser también de la del director británico, y La hija de Ryan (1970), de David Lean, más de lo mismo, eso sí, con historias muy diferentes, pero con atmósferas, lugares y estados de ánimo evidentes. Nos despedimos de Almas en pena de Inisherin, también de Colm, Pádraic, Siobhán y los demás, no porque nos sintamos a disgusto con ellos, pero ya se sabe que a los sitios ajenos hay que ir, verlos y marcharse cuánto antes mejor, no vaya a ser que los de allí se sientan espiados, invadidos y sobre todo, incómodos. Les dejamos con sus cosas, con sus tristezas, con sus canciones melancólicas, con sus soledades, y también, con sus almas, porque sí deja clara la película y su tema sobre la ruptura de una amistad es que, cuando algo se rompe es porque es mejor para todos, aunque en ese momento no lo entendamos, habrá un día que nos despertemos y sabremos el porqué, y ese día todo será diferente y nosotros también. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dating Amber, de David Freyne

LOS JÓVENES ENAMORADOS.

“Haría cualquier cosa por recuperar la juventud… excepto hacer ejercicio, madrugar, o ser un miembro útil de la comunidad”.

Oscar Wilde

Sam y Suzy eran los adolescentes fugados de la inolvidable Moonrise Kingdom (2012), de Wes Anderson. Charlie era el estudiante que se sentía diferente en el instituto en Las ventajas de ser un marginado (2012), de Stephen Chbosky, y finalmente, Christine era la joven que se veía como un bicho raro en su Sacramento natal en la estupenda Lady Bird (2017), de Greta Gerwig. Unos adolescentes que no encajan, que sienten y se comportan de manera extraña al resto, pero que en el fondo, al igual que los demás, quieren ser ellos mismos, aunque a veces ser uno mismo conlleva problemas internos y externos. Del director irlandés David Freyne habíamos visto la excelente The Cured (2017), protagonizada por Ellen Page, una película plena de actualidad, ya que nos hablaba de un virus que contagia a la población y los convierte en zombies, pero lo hacía desde un prisma muy alejado al cine de terror, arrancando con los contagiados ya curados, que se reinsertan a la vida normal, cosechando buenos números y crítica.

Tres años más tarde de aquella, nos llega Dating Amber, y nos sitúa en un pueblo de la Irlanda de mediados de los noventa, donde conoceremos a Eddie, que maravillosa la secuencia que lo presenta, cuando va en bicicleta escuchando el “Mile End”, de los Pulp, y sin escuchar las advertencias de unos militares en maniobras, se cuela en la línea de tiro, un arranque que define a un personaje que está, pero no, que hace acto de presencia, pero una parte, la más importante, la que lo define, permanece oculta. Y también, a la compañera más rarita de Eddie, la citada Amber, que como el joven protagonista, comparten las burlas y las bromas de sus compañeros de instituto ya que los ven como muy diferentes a ellos. Todo arranca cuando la clase duda de la heterosexualidad de Eddie, y también, la de Amber. Los jóvenes no ven otra salida que hacerse pasar por novios y así acallar al resto. En esa “supuesta” relación conoceremos con profundidad y paciencia los deseos, las inquietudes y los miedos de Eddie y Amber, como sus condiciones homosexuales, que ocultan con recelo e inseguridad, y el sueño de abandonar el pueblo y vivir en el barrio más liberal de la vecina y capitalina Dublín.

El conflicto se embrolla aún más con el conflicto de los padres de Eddie, con un padre militar, Eddie está obligado a seguir su ejemplo y asiste al campamento para hacerse militar. Por su parte, Amber, con una madre amargada por su viudez, la situación es igual de dura. Freyne consigue con naturalidad y cercanía, hacernos un retrato muy interesante y profundo del hecho de ser adolescente y sus dificultades en un pueblo irlandés conservador y triste, peor lo hace magistralmente, combinando la comedia con el drama, con la astucia y la perspicacia de saber cuando la risa contagiosa o el humor negro son los que deben imponerse, y en otro, cuando el drama debe hacerse notar, conmoviéndonos con sutileza y sensibilidad, colocándonos en esa tesitura de mirar sin juzgar o mirar comprendiendo a los protagonistas y sus acciones, sus mentiras y su alegría de vivir y ser lo que son. La banda sonora de la película se convierte en un elemento indispensable para contar las vicisitudes y “montañas rusas” emocionales de los jóvenes en cuestión, con temas de Aslan, El Diablo, Girlpool, Le Galaxie, etc…, que recorren de manera brillante la escena britpop, y siguen con sabiduría y encaje las historias de esa peculiar y secreta pareja de adolescentes.

El buen hacer del reparto encabezado por los fantásticos protagonistas con Fionn O’Shea como el reservado Eddie, y Lola Pettigrew como la decidida Amber, bien acompañados por Sharon Morgan y Barry Ward como padres de Eddie, y Simone Kirby como la triste madre de Amber. David Freyne no solo ha hecho una película sobre la adolescencia, con sus alegrías y tristezas de una etapa difícil y a la vez, vertiginosa, convirtiéndose en una cult movie al instante, con su tiempo, sus cielos plomizos, ese humor irreverente y esa crudeza tan intrínseca de los lugares pequeños y tradicionales, sino que además la película es un canto a la diferencia, al hecho de ser uno mismo, de luchar por ser quiénes queremos ser, sin miedos ni inseguridades, y sobre todo, es un maravilloso y lucidez retrato sobre aquellos años noventa, con aquella música tan rompedora que explicaba tan bien los males de los jóvenes y no tan jóvenes, de todos los que se sentían muy perdidos y sin tiempo ni lugar en una sociedad demasiado moderna que sigue arrastrando los mismos males, demasiada moderna para la tecnología y tan conservadora para todo aquello que tiene que ver con la libertad individual y la condición sexual diferente a la mayoría, una pena, aunque por mucho que les pese a los de siempre, seguirán habiendo películas como esta que volverán a retratar la adolescencia, sus males y bienes, y sobre todo, a aquellos adolescentes que sienten y se enamoran de formas diferentes, sí, pero igual de humanas como la que más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Raimon Fransoy y Xavier Puig

Entrevista a Raimon Fransoy y Xavier Puig, directores de la película “Ardara”, en el Soho House en Barcelona, el lunes 18 de noviembre de 2019.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Raimon Fransoy y Xavier Puig, por su tiempo, amistad, generosidad y cariño, y a Ana Sánchez de Trafalgar Comunicació, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

Bosque maldito, de Lee Cronin

TU HIJO ES EL MAL.

“Are you a witch, or are you a fairy? Or are you the wife of Michael Cleary?”

[«¿Eres una bruja? ¿Eres un hada? ¿Eres una mujer que murió asesinada?»]

(Canción infantil irlandesa)

Sara es una mujer que quiere huir de un pasado de maltrato y para ello, junto a su hijo Chris decide instalarse a las afueras de un pueblo de leñadores, donde tanto ella como su vástago empezarán una nueva vida entre su trabajo en una tienda de objetos y el nuevo colegio de su chaval. Aunque, todo lo que parece tranquilo y en paz, se torna diferente, extraño, como si su hijo estuviese cambiado, como si fuese otro. Sara deberá enfrentarse a sus problemas internos de olvidar su pasado y hacer frente a un presente endiablado en el todo parece indicar que se debe a un gigantesco cráter en mitad del bosque. El director irlandés Lee Cronin que ya había despuntado en el mundo del cortometraje con películas como Ghost Train (2013) en el que nos contaba una historia sobre dos hermanos, un parque de atracciones abandonado y una misteriosa muerte del pasado, con el que arrasó en premios por los festivales. Ahora nos llega su puesta de largo con un relato intimista y doméstico que protagonizan dos personajes, una madre que intenta construirse una nueva vida huyendo de la violencia y un hijo Chris que empieza en una nueva escuela, en otro ambiente y en otra casa.

El director irlandés construye una atmósfera arquetípica con esa casa alejada del pueblo y ese bosque frondoso y apabullante tan cerca, como deja bien claro en sus interesantes títulos de crédito iniciales con esos planos cenitales y amenazantes sobre el automóvil que transporta a los protagonistas que recuerda a aquellos homónimos de El resplandor. Cronin juega bien sus cartas y sabe extraer de lo mínimo lo máximo, moviéndose por un paisaje conocido que ya había transitado por sus anteriores trabajos, cuidando la estética para realzar ese ambiente opresivo y siniestro que amenaza constantemente a las vidas de los protagonistas, y en esa idea de menos es más, como los demás personajes, breves pero muy intensos, que saben mucho más de lo que cuentan o aparecen para crear más confusión a la protagonista, en la disyuntiva de la película, entre el mito y la realidad, entre la realidad y la ficción, entre lo que arrastra ella y lo que realmente sucede en el lugar.

Cronin no oculta sus referencias, de hecho la película no esconde sus huellas cinematográficas, sino todo lo contrario, las renombra construyendo un sincero y mágico homenaje a todas ellas, como el hijo pródigo que recuerda la herencia magnífica del padre, en la que la ciencia-ficción estadounidense de los cincuenta y sesenta tienen una especial relevancia en sus imágenes con esa idea de la invasión extraterrestre silenciosa, la que llega sin hacer mucho ruido como Vinieron del espacio (Llegó del más allá), La invasión de los ladrones de cuerpos o El pueblo de los malditos, entre otras, o algunos grandes títulos de los setenta en la que se hace referencia a esos niños malvados como aparecían en La semilla del diablo, El exorcista o La profecía, el mal convertido en lo más cercano, en lo más querido y la lucha encarnizada contra esas fuerzas malignas e invisibles. El director irlandés nos conduce pausadamente por su relato sin hacer mucho ruido, en una trama misteriosa in crescendo, como ese personaje de la vecina, la tal Doreen (interpretada por Kati Outinen, fiel actriz del universo de Kaurismäki) una mujer rota y ausente, una especie de zombie o fantasma, que vaga por el recuerdo de la muerte de su hijo, que viene a advertir a la protagonista que no se deje guiar tanto y busque en su interior, en aquello que siente, en lo más visceral, o la siniestra conversación con el marido de Doreen donde descubrimos una verdad que se oculta por miedo o simplemente por desconocimiento de la auténtica verdad.

Una película que tiene a sus intérpretes en otra baza esencial en un cuento de terror que inquieta y abruma, como la excelente interpretación de Seána Kreslake dando vida a Sara, una mujer atormentada que escapa de un fuego para meterse, muy a su pesar, en un infierno maligno y desconocido, bien acompañada por James Quinn Markey, que debuta en el cine con el personaje Chris, el pequeño adorable convertido en un demonio terrible, que nos recuerda a la pinta que hacía el chaval de El cementerio viviente, la versión del 89, basada en una novela de Stephen King, especialista en crear relatos donde el terror suele ser doméstico y muy cercano, donde la maldad nos acaricia y se desata en nosotros o muy cerca. Una película de terror convencional que consigue lo que se propone con pocos elementos y mucho acierto, hacernos pasar un rato de miedo, un rato lleno de intriga, un rato tenebroso, donde todo se debate entre aquello que somos y en quién nos podemos convertir, entre la leyenda y la realidad, entre lo que sentimos y lo que vemos, entre aquello desconocido y oculto, sea o no de este mundo, o en realidad, pertenezca a nuestras peores pesadillas, la película y su relato nos invita a descubrirlo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mil veces Buenas noches, de Erik Poppe

Tusen ganger god natt plakatEntre las bombas y el hogar

Sin lugar a dudas, uno de los grandes males que acecha a la sociedad contemporánea,  es la difícil tarea de conciliar vida profesional con vida familiar. Erik Poppe, cineasta noruego -autor de la reconocida trilogía sobre Oslo, que le reportó fama internacional-, se ha basado en sus experiencias personales como reportero de guerra, para hablarnos de un modo directo y sin concesiones del conflicto que se genera entre alguien que ama su trabajo, que le obliga a poner su vida en peligro, y como todo esto afecta en su familia, que como es lógico, sufren por ella y por sus reiteradas ausencias. Poppe coloca el dedo en la llaga, nos habla de Rebecca, una reputada fotógrafa de prensa que está llevando a cabo un reportaje sobre las mujeres suicidas de Kabul (Afganistán), pero todo se tuerce, cuando la mujer se inmola, Rebecca resulta herida de gravedad. Se traslada a Irlanda, donde con la ayuda de su marido, Marcus, un biólogo marino y sus dos hijas, Steph y Lisa, sanará las heridas físicas y emocionales. Aunque esta vez, no resultará una estancia más, sino que tanto Marcus, como su hija mayor, Steph, de 13 años, le reprocharán su modo de vida, así como sus repetidas y largas ausencias. Rebecca, se verá obligada a replantearse su vida, tanto a nivel personal como profesional. Es en ese instante, donde la película genera sus instantes más potentes, las difíciles relaciones que Rebecca mantiene con su marido y su prole, La observan como una desconocida, o como un fantasma, a alguien que está, pero va a desaparecer en cualquier instante. A un ser condenado a su cámara/objetivo, que se proyecta como una extensión de su propio cuerpo, a la que le resulta imposible desprenderse de el. Algo parecido le ocurría a uno de los personajes militares de En tierra hostil (2008), de Kathryn Bigelow. La acción de Poppe huye de todo artifício cómplice, como también de ese aire romántico que acompaña algunas películas de reporteros, plantea su conflicto de una manera madura y eficaz, las dudas y las contradicciones de los personajes. Es de agradecer que Poppe emplee un tratamiento formal sincero y directo, ayuda y de qué manera, que los espectadores seamos partícipes del entramado emocional que rodea todo el relato. En ese sentido, la película no estaría muy alejada del mismo tono realista de El jardinero fiel (2005), de Fernando Meirelles, o Syriana (2005), de Stephen Gaghan, Los gritos del silencio (1984), de Roland Joffé, El año que vivimos peligrosamente (1983), de Peter Weir… Un enfoque naturalista que nos acerca a un personaje en lucha interior constante entre lo que ama y a los que ama. Los planos generales de Kabul, acompañados de una luz abrasadora, que remarcan la inseguridad en la que vive el personaje mientras trabaja, que chocan frontalmente con los medios y primeros planos de Irlanda, junto con esa luz mortecina tan singular de aquellas tierras. Un guión de hierro que desarrolla una historia circular, si bien la película se cierra en el mismo lugar en que se abre, en ese Kabul incendiario en continúa situación bélica, que contrasta como espejo deformante con Irlanda, que constituye la tranquilidad y la convencionalidad familiar. Una bellísima y realista historia de amor que toma su título de la inmortal obra de Romeo y Julieta, quizás la mayor de todas las obras sobre el amor. La presencia y composición de Binoche ayuda muchísimo a conocer a un personaje que en algunos momentos destapa nuestra ira, y en otros, la vemos como una animal herido incapaz de decidirse y saber que camino elegir para su vida.