La amabilidad de los extraños, de Lone Scherfig

NO OLVIDARSE DE SER HUMANOS.   

“La fraternidad es el amor recíproco, la tendencia que conduce al hombre a hacer para los demás lo que él quisiera que sus semejantes hicieran para él”

Giuseppe Mazzini

En un amanecer de invierno como cualquier otro, una madre con sus dos hijos menores deja su hogar, huye de un marido maltratador, el destino es Nueva York, y más concretamente, Manhattan. Allí, las cosas no andarán del todo como las habían planeado, sin dinero y sin un lugar donde quedarse, deberán no solo ocultarse del marido y padre que les persigue, sino que tendrán que deambular por la gran ciudad a la espera que una mano amiga les ayude. El décimo trabajo de Lone Scherfig (Soborg, Dinamarca, 1959), vuelve al marco que tanto le agrada a la directora danesa, esas pequeñas y ocultas existencias cotidianas de seres solitarios, de vidas ensombrecidas y llenas de amargura e infelicidad, que sueñan con encontrar su lugar en el mundo. Después de algunas películas y trabajos en la televisión danesa, el nombre de Scherfig entró de lleno en el escaparate internacional con Italiano para principiantes (2000), perteneciente al movimiento Dogma 95, le siguió Wilbur se quiere suicidar (2002), dos cintas que abogaban por ese grupo de personajes que encuentran su espacio a través de la comprensión y la empatía de los demás. En el año 2009 filmó en inglés An Education (2009), bellísimo y elegante relato sobre la dicotomía de una joven universitaria del Londres de los 60, que ha de elegir entre sus estudios y la vida desenfrenada que le ofrece su novio rico. En One Day (2011), repitió la fórmula pero trasladándola a los años noventa. Con Su mejor historia (2016), homenajeaba al cine con la vida de una guionista, en mitad del rodaje de un film patriótico durante la Segunda Guerra Mundial.

Con La amabilidad de los extraños sigue mostrándonos esas existencias invisibles que pululan por las grandes ciudades, en este caso, la de una madres y sus dos hijos pequeños, sumergidos en una vorágine delicada, la de una huida de su hogar, en un Nueva York invernal, muy alejado de las películas comerciales, donde vemos otras caras, otras identidades, otras vidas, las del día a día, esas que diariamente se levantan para trabajar en oficios ordinarios, vidas que arrastran pecados en el pasado, y hacen lo imposible para mejorar sus existencias: Clara, la madre desesperada, se tropezará con Marc, un ex convicto que olvida su pasado dirigiendo un restaurant ruso, Alice, una enfermera soltera que ayuda a los demás, Jeff, un joven sin suerte que intenta salir adelante como puede, John Peter, un abogado que reivindica su profesión para ayudar a los más necesitados, y finalmente, Timofey, un ruso anciano nacido en EE.UU., amable y bondadoso.

Scherfig ha construido una fábula sensible y dura sobre la bondad y la fraternidad en una ciudad, emblema del capitalismo, el individualismo y la competitividad, buscando esos lugares, más escondidos y recónditos, donde la humanidad hace acto de presencia, sin ser una película redonda, se parece a aquellas que filmaba Capra en las décadas de los treinta y cuarenta, donde abogaba por el humanismo en un mundo lleno de guerras y soledad, la misma idea ronda en la cinta de la danesa, descubrir a esas personas que con sus pequeños gestos hacen de este mundo un lugar menos cruel y desolador, ayudando a los demás, ofreciendo al que lo necesita, sin juzgarlo, solo tendiéndole la mano y lo que sea menester. Scherfig huye del dramatismo exacerbado de algunas producciones estadounidenses, obviando ciertos instantes muy dados para ello, como el juicio, con ese encadenado de imágenes apoyada por esa música elegante y suave, o como esos instantes románticos, donde la cámara se aleja para mostrar y no endulzar en exceso.

Un reparto contenido y sobrio encabezado por una inconmensurable Zoe Kazan, esa madre coraje que hará lo imposible para ofrecer una “vida” a sus hijos, Tahar Rahim, con esa pose que le caracteriza, capaz de meterse en la piel de hombres de oscuros pasados y presentes soleados, Andrea Riseborough, una enfermera que necesita ayudar a los demás para ver que este mundo es algo menos horrible y desesperanzador, Caleb Landry Jones como Jeff, ese joven capacitado de todo pero al que le cuesta encajar, Jay Baruchel como el abogado social que desea encontrar su lugar, y finalmente, Bill Nighy, un actor formidable y sobrio que necesita muy poco para emocionarnos y dibujarnos una sonrisa. Scherfig ha hecho una película agradable e incómoda, sin ser uno de sus mejores títulos, es un film lleno de características y matices interesantes, donde encontramos un buen catálogo de existencias y emociones, de ver el lado bueno de los humanos, que lo hay, de compartir soledades, de ser un poco más humano cada día, de sentir empatía hacia el otro, de dejar atrás tanto individualismo y orgullo que solo nos lleva a lo más oscuro de nosotros mismos, y nos aleja muchísimo de los otros, de comprenderlos y ayudarlos, quizás sea la verdadera razón para seguir levantándose cada día, estar por el otro y sobre todo, tendiéndole una mano. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Hasta siempre, hijo mío, de Wang Xiaoshuai

RETRATO DE UNA FAMILIA.

“El tiempo pasa muy rápidamente, pero la vida sigue”.

Proverbio chino

El universo cinematográfico de Wang Xiaoshuai (Shanghái, China, 1966) está situado en la periferia, en aquellos espacios anodinos y fríos, poblados por gentes corrientes, de vidas sombrías y extremadamente cotidianas, personas que pertenecen a la gran masa de población que trabaja, come y duerme sin más, con existencias invisibles, eternamente desplazados y sin un lugar donde quedarse, sujetos a las reformas políticas, económicas y sociales del estado y las múltiples transformaciones que provoca en sus vidas, en la sociedad que viven, en sus empleos y sobre todo, en su identidad personal. Eso mismo les ocurría a los chavales que tenían una bicicleta como objeto de distensión y división social en La bicicleta de Pekín (2001) y las dos familias obligadas a desplazarse y todos los problemas de clase que sufrían en Sueños de Shanghái, por citar dos trabajos de Xiaoshuai de una filmografía de 13 títulos, en los que siempre ha explorado como los cambios políticos afectan de manera crucial a la vida cotidiana y personal de aquellos que la sufren en silencio, recuperando aquella mención que hacía Gramsci que “Lo humano es político”, en que la persona y su vida están completamente condicionadas al estado, como algo indisoluble.

En Hasta siempre, hijo mío, el cineasta chino, uno de los máximos exponenntes del cine independiente chino, construye un fresco histórico que abarca tres décadas de su país desde los años ochenta hasta la actualidad, situándonos en el marco de una pequeña ciudad sobre dos matrimonios que trabajan en la siderurgia y sus respectivos hijos. Toda esa aparentemente tranquilidad del trabajo diario y lo sombrío de sus vidas, se verá profundamente marcado por la tragedia, cuando Xing Liu, el hijo de Yaojun y Liyun muere trágicamente ahogado en un embalse mientras jugaba con Hao, el hijo de su matrimonio amigo. Este suceso marcará completamente las existencias de Yaojun y Liyun y su relación con el otro matrimonio, donde ella Haiyan, ocupa un puesto de relevancia donde vigila a los demás trabajadores para que mantengan la obligación de solo tener un hijo como marca el estado. La ley del único hijo, la reforma económica de los ochenta y la presión en el entorno cambiarán la actitud, las necesidades y las relaciones entre los dos matrimonios, que obligará a Yaojun y Liyun a poner tierra de por medio y emigrar a una pequeña ciudad costera y empezar una nueva vida alejados de la tragedia y el dolor.

Xiaoshuai construye de forma íntima y profunda un relato sobre el peso del pasado, sobre el hecho de ser padres y las relaciones que se construyen y se rompen debido a esas emociones que se guardan, que no se dicen, que se ocultan a los demás por miedo o por supervivencia, contándonos a través de ese cineasta que observa desde la puerta, de forma invisible, que mira la vida de sus personajes, desde la más absoluta de las cotidianidades, desde lo más íntimo, desde el silencio, desde todo aquello que se guarda silencio, se calla, a través de leves gestos o miradas que sin hablar se dicen todo, un cine humanista, donde lo humano adquiere una presencia palpable, donde todo es conocido, donde todo es tangible, un cine que en muchos instantes recuerda a Yasujiro Ozu, en su sensibilidad para tratar temas profundamente complejos desde un prisma naturalista y muy cercano, explicando de forma íntima todos los conflictos que se sucedían entre padres e hijos con el telón de fondo de los cambios estructurales en la sociedad.

La película nos cuenta en sus 180 minutos intensos y magníficos treinta años de un país, y lo hace con una narrativa desestructurada con continuos saltos en el tiempo, peor con una forma recia y casi inamovible, donde la cámara describe desde el silencio, mostrándose presente y oculta a la vez, relatándonos los dos matrimonios como protagonistas en un relato social, dramático y profundamente conmovedor, pero sin resultar en ningún momento en la condescendencia ni nada que se le parezca, sino todo lo contrario, Xiaoshuai opta por la sutileza y los silencios, describiendo con minuciosidad los espacios, las relaciones y todo aquello que no se dice pero se siente, rebuscando en las emociones palpables y calladas de sus personajes, con esos instantes de puro documento como su descripción de la vida en la fábrica, los exiguos momentos de ocio, con ese baile multitudinario donde parece que la tragedia se puede olvidar por el hecho de no hablar de ella, pero más lejos de la realidad, o esos impagables recorridos por la cotidianidad en el taller de reparaciones, las comidas o los conflictos con ese niño que viene a llenar el vacío del otro, donde la vida y el cine parecen decirnos que no hay vida sin reconstruir el pasado como fue, sin huir de él, sin cortapisas ni tablas de salvación, sino mirándolo de frente, siendo valientes para afrontar nuestros errores para así seguir caminando con dignidad y valentía a los avatares que vendrán en el presente.

Un reparto brillante y profundamente conmovedor encabezado por esa pareja protagonista que tanto recuerdan al matrimonio de Cuentos de Tokio, interpretados por Wan Jingchun y Yong Mei, dos actuaciones memorables, llenas de sutileza y silencios devastadores, como esos instantes en que vuelven a la ciudad y visitan lo que fueron, y les cuesta reconocerse debido a los grandes cambios urbanísticos de la ciudad. Xiaoshuai ha cosido con delicadeza y paciencia un relato amargo y sombrío sobre la vida, sobre todos aquellos que como sus padres trabajaron y fueron sometidos a los designios de un estado que como se explicará en la película sus intereses están por encima de los intereses de los trabajadores, esos trabajadores expuestos a toda imposición legal donde aceptas y te vuelves invisible o simplemente abandonas, dejándolo todo y empezando una vida más mísera y sobre todo, alejada de aquellos que considerabas tus amigos, quizás como explica la película, el tiempo coloca la verdad en su lugar y la vida nos brindará oportunidades para escucharla y reconfortarnos de tanto dolor y vacío. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA