Los hijos de otros, de Rebecca Zlotowski

LA OTRA MADRE. 

“Madre es un verbo. Es algo que haces, no algo que eres”.

Dorothy Canfield Fisher

Si exceptuamos la serie Los salvajes (2022), las cuatro películas que componen la filmografía de Rebecca Zlotowski (París, Francia, 1980), se centran en mujeres metidas en historias que las sobrepasan, aunque ellas no se rinden y siguen hacia adelante como la chica rebelde de Belle épine (2010), la joven y su amor prohibido en Grand Zentral (2013), las hermanas que se comunican con fantasmas en Planetarium (2016), y la adolescente en busca del amor en Una chica fácil (2019). Películas que forman parte de una especie de continuidad coherente en la que la directora francesa va acercándose a los cambios que va produciendo la vida y sus circunstancias. Así, que en su quinto trabajo, hablarnos de Rachel era un paso natural en su cine, porque la heroína cotidiana de esta película es una mujer de cuarenta años, sin hijos, profesora implicada en chicos con problemas y con una vida aparentemente plena. Un día conoce a Ali del que se enamora perdidamente y comienza una historia. Una historia que le llevará a entablar relación con Leila, la hija de cuatro años  en custodia compartida. La vida de Rachel da un vuelco considerable, porque además de disfrutar de un amor intenso, bello y sexual, también es madre cada dos semanas.

Zlotowski construye su drama íntimo y cotidiano mirando a aquellas mujeres fuertes y honestas que poblaron el cine estadounidense de los setenta, las Sally Field, Jill Clayburgh, Meryl Streep, Ellen Burstyn, Diane Keaton, protagonistas de historias en las que se enfrentaban a problemas de toda índole que rompían los estereotipos de esposa y madre feliz. Rachel es una digna heredera, porque es una mujer con su trabajo, una vida acomodada, y además, ha encontrado un amor en el que se siente dichosa. El conflicto que plantea la película no es grandilocuente ni nada espectacular, tampoco lo necesita, porque hurga en esas pequeñas grietas que aparentemente son invisibles para nuestros ojos, pero que revelan todo el problema que se cierne sobre los personajes principales. Podrías dividir la película en dos mitades bien diferenciadas. En la primera estaríamos siendo testigos de ese amor y esa convivencia con la hija de Ali con sus pequeños conflictos pero sin nada que resaltar. En la segunda la cosa va cambiando, porque aparece en escena la ex de Ali, y la cosa adquiere más tensión y preocupación.

La directora se acompaña de algunos de los cómplices que le han acompañado durante su carrera como el músico Robin Coudert, con esas melodías casi invisibles pero que ajustan todo el entramado emocional en el que viven los personajes, el cinematógrafo George Lechaptois, que también ha trabajado en películas tan destacadas como Los perros (2017), de Marcela Said y Próxima (2019), de Alice Winocour, entre otras, componiendo una luz tan cercana y tangible en el que nos invitan a ser uno más, siendo testigos sin manipular lo que está ocurriendo, y finalmente, la montadora Géraldine Mangenot, a la que hemos visto en películas tan interesantes como Mi hija, mi hermana, Porto y El acontecimiento, entre otras, con un ritmo pausado y sin aspavientos, consigue condensar de forma intensa los ciento cuatro minutos de metraje en una película que no dejan de suceder cosas. Zlotowski siempre se ha rodeado de grandes intérpretes en su cine, nos acordamos de Léa Seydoux, que protagonizó sus dos primeras películas, Natalie Portman, Amira Casar, Olivier Gourmet, Denis Ménochet y Marina Foïs, ahora muy actuales por protagonizar la estupenda As Bestas, entre otros. 

En Los hijos de otros vuelve a rodearse de grandes como Roschdy Zem, que recupera después de protagonizar la serie de Los salvajes, con una extensísima carrera al lado de nombres ilustres como Techiné, Bouchareb, Desplechin, y demás, en la piel de un tipo enamorado de Rachel, buen padre de Leila, que deberá decidir lo mejor para su hija cuando las cosas cambian de tono. A su lado, una mujer valiente y llena de amor como Virginie Efira como Rachel, con esa lucidez y brillo que tienen las actrices que saben dónde van y tienen esa capacidad para imprimir veracidad, humanidad y sensualidad a sus personajes, unos individuos que traspasan la pantalla y que construyen sus roles a través de aquello que se ve, a partir de lo invisible, mediante miradas, gestos y detalles ínfimos pero muy importantes. Resaltamos dos apariciones, una más breve que la otra, la de Chiara Mastroianni como la ex de Ali, y el gran cineasta Frederik Wiseman en el papel de un entrañable, divertido y peculiar ginecólogo.

Zlotowski nos invita a mirar a sus personajes y sus vidas cotidianas como si estuviéramos viéndolos desde una mirilla, siendo testigos privilegiados de sus alegrías y angustias, de sus deseos y frustraciones, de todo lo que les ocurre en compañía y en soledad, en la que todo está reposado, un drama tejido con honestidad y humanismo un relato muy actual, una historia en la que tarde o temprano la viviremos o la tendremos muy cerca, con un conflicto tremendamente cotidiano pero muy bien presentado y mejor desarrollado, donde una mujer que desea ser madre y está en el límite de poder serlo de forma convencional, se siente que siempre será la otra madre de la pequeña Leila, y se debate en una historia de amor en la que disfruta y siente con intensidad, pero por otra parte, tiene esa necesidad de ser madre por primera vez, de sentirlo de otra manera, y la película explica con sabiduría este conflicto con sus luces y sombras, con sus pequeñas felicidades y tristezas, con sus silencios, tan incómodos y tan asfixiantes, con todos esos detalles que hacen de Los hijos de los otros una película que nos lanza muchas cuestiones y algunas de difícil resolución, pero hay que seguir como hace Rachel que no se detendrá ante nada ni nadie. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Memorias de París, de Alice Winocour

COGERSE DE LAS MANOS.

“Con el tiempo y la madurez, descubrirás que tiene dos manos: una para ayudarte a ti misma y otra para ayudar a los demás”.

Audrey Hepburn

No hace ni un mes que se estrenaba la magnífica Un año, una noche, de Isaki Lacuesta, donde daba buena cuenta de la diferente gestión de estrés postraumático de una pareja de supervivientes de los atentados terroristas de la sala Bataclan de París del fatídico 13 de noviembre de 2015. En Memorias de País, cuarto trabajo de Alice Winocour (París, Francia, 1976), escrito por la propia directora y la colaboración del coguionista Jean-Stépahne Bron y Marcia Romano, que ha colaborado con Ozon y ha escrito la reciente El acontecimiento, de Audrey Diwan, en la toma un punto de partida parecido, en este caso fue un ataque a uno de los restaurantes y se centra en una de sus supervivientes, Mia, una mujer que, como sucedía con el protagonista masculino de Un año, una noche, tiene flashbacks de aquel día, y su memoria recuerda confundiéndolo todo, sin poder tener un recuerdo global de lo sucedido durante el ataque.

No es la primera vez que la cineasta parisina se centra en los problemas mentales de sus protagonistas, ya lo hizo en Augustine (2012), sobre el trabajo de un psiquiatra y su paciente diagnosticada de histeria en la Francia de finales del XIX, y también, en Disorder (2015), centrándose en los problemas traumáticos de un soldado. Otro dato importante en el cine de Winocour son sus protagonistas, porque ya en Próxima (2019), la soledad que sufría una astronauta que se separaba de su hija por una misión, que la emparenta de frente con Mia, otra mujer que deberá enfrentarse a su trauma en soledad, porque su marido nunca llegará a entender lo que sufre porque no la ha vivido, y además, actúa como si nada hubiera pasado y todo pudiese volver como antes, una situación parecida a la que vivía Geni con su marido en la estupenda Todos queremos lo mejor para ella, (2013), de Mar Coll. La trama se centra en Mia y su proceso de reconstrucción, acudiendo al restaurante donde se celebran encuentros de víctimas, donde vemos las distintas reacciones de cada persona que sobrevivió recordando o intentando recordar el atentado. Allí, conocerá a Thomas, alguien que recuerda y sufre heridas físicas, y entre ambos reconstruirán su memoria.

La película se centra en dos miradas, la de Mia y la de la ciudad de París, donde ambos se volverán a reencontrar y sobre todo, a reconstruirse después de la tragedia, a volverse a mirar y volver a caminar por sus calles y lo demás sin miedo. Una película de gran factura técnica con la inquietante e íntima atmósfera de la cinematografía elaboradísima de Stéphane Fontaine, que tiene en su haber a nombres tan importantes como los de Jacques Audiard y Mia Hansen-Love, el excelente montaje de Julien Lacheray, que es el habitual de Céline Sciamma y Rebecca Zlotowski, y ha editado todas las películas de Winocour, que detalla cada gesto, cada mirada, en una película de búsqueda de uno mismo y de los demás, como el inmigrante senegalés que cogió de la mano a Mia y ella quiere encontrar. Y la inquietante y atmosférica música de Anna Van Jausswolff, de la que ya habíamos escuchado en Personal Shopper, de Assayas, y en el documental El chico más bello del mundo, sobre la figura de Björn Andréssen, el chico que protagonizó con 15 años la inolvidable Muerte en Venecia, de Visconti.

El magnífico reparto que encaja a la perfección con toda la complejidad y los diferentes matices en los que profundiza la película, como ya había mostrado en sus anteriores trabajos formando parejas muy diferentes entre sí, pero muy complementarias, como dos reflejos del mismo espejo, con los Vincent Lindon y Chiara Mastroianni, los Matthias Schoenaerts y Diane Kruger, y Eva Green y Matt Dillon, ahora les toca a Virginie Efira y Benoît Magimel, maravillosos y naturales, que hacen los heridos emocionalmente Mia y Thomas, en los que se ayudarán, se reconstruirán y volverán una y otra vez a aquel día, aquel momento. Les acompañan Grégoire Colin, el marido de ella que está empeñado en volver a la rutina sin más, Maya Sansa es Sara, una superviviente que organiza y escucha en los reencuentros de los afectados, Amadou Mow es Assane, el senegalés que ayudó a Mia y ésta quiere encontrar, y finalmente, Nastya Golubeva, que hemos visto en Holy Motors y Anette, ambas de Leos Carax, siendo una chica que perdió a sus padres en el atentado y ahora necesita reconstruirse haciendo las cosas que ellos hacían.

Winocour ha construido una película muy especial, una película también muy difícil, que necesita la complicidad de un espectador que bajará a los infiernos junto a los personajes, a través de los recuerdos reales de su hermano que fue uno de los supervivientes de Bataclan, en el que estamos en una especie de limbo, tanto de Mia como la ciudad de París, en el que todos deben recordar y ayudarse a recordar, para volver a mirarse y mirar, a reencontrarse y reencontrar su alma rota y en pedazos, tanto de ellos como de la ciudad, en una historia sobre fantasmas, sobre los ausentes y los presentes, sobre volver al terror, al miedo y la sangre, para sanar, para estar y sobre todo, para recordar sin sentir miedo y terror, la memoria como acto de reconciliación con uno mismo y con todo lo que le rodea, y no solo recordar, sino también, y esto es lo más importante, compartir con los otros, con los demás, mirarse y reconocerse, sin prisas, con pausa, volver a cogerse de las manos, volver a ser humanos, y volver a sentir, a volver a abrazar y volver a amar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Madeleine Collins, de Antoine Barraud

LAS VIDAS DE JUDITH.

“A veces tengo la impresión de no saber exactamente lo que soy, sé quién soy, pero no lo que soy, no sé si me explico”

José Saramago en “El hombre duplicado”

A estas alturas del invento cinematográfico sería estúpido pensar que alguna película pueda pretender o definirse como original. El hecho de contar historias no debería centrarse en la presumible original que pueda o no encontrar el espectador, sino en la forma en que esa historia se nos cuenta, alejándose de lo novedoso y centrándose en la parte estructural, porque ahí radica su importancia, en el orden en que nos llega la información y cómo se nos da. El cineasta Antoine Barraud (Francia, 1972), ha dirigido Les gouffres (2012), protagonizada por Mathieu Amalric, un cruce entre drama y ciencia-ficción, y Les dos rouge (2014), una interesante propuesta de meta cine, con un tour de forcé memorable con Jeanne Balibar y Bertrand Bonello. Con su tercera película, Madeleine Collins, se adentra en el drama personal, a través de un intenso thriller, con esa Madeleine del título, que nos recuerda inevitablemente a otra “Madeleine”, la rubia misteriosa de Vértigo, de Hitchcock.

El cineasta francés nos sitúa en la vida, o podríamos decir, las vidas de Judith, que en Francia es Judtih Fauvet, casada con un director de orquesta y madre de dos hijos, uno de ellos, adolescente, con su cabello recogido y su burguesía, y en Suiza, Margot Soriano, que vive con Abdel, y al hija de ambos, la pequeña Ninon, con el cabello suelto y su pequeño apartamento. Unas vidas que la mujer lleva entre continuas idas y venidas de unas vidas a otras, con la excusa de su trabajo como intérprete alrededor de Europa. Madeleine Collins tiene el aroma de los clásicos de cine negro de Hollywood, como los del citado Hitchcock, a los que podríamos añadir otros como Laura, de Premiger, A través del espejo, de Siodmak, Secreto tras la puerta, de Lang, El merodeador, de Losey, entre muchas otras. Películas cargadas de gran tensión psicológica, basadas en los conflictos internos de los personajes, con pocos diálogos, y sobre todo, con imágenes inquietantes que sucedían en espacios muy cotidianos. La parte técnica del relato funciona con detalle y profundidad, casi siempre en espacios cerrados y del día a día, con una gran cinematografía de Gordon Spooner, que ya trabajó con Barraud en Les gouffres, y el rítmico y estupendo montaje de Anita Roth (que ha trabajo con gente tan extraordinaria como el citado Bertran Bonello en su fabulosa Zombie Child) en el que se condensan de forma ágil y sólida los 106 minutos del metraje.

La película tiene dos partes bien diferenciadas, en la primera parte de la película podríamos enmarcarla en un drama romántico, donde entrarían un relato sobre infidelidades, mentiras y traiciones. En el segundo tramo, la película vira hacía el espacio más del thriller psicológico, cuando la menciona Judith entra en una espiral sin retorno, donde ya nada de lo que ocurría deja de tener sentido, y su parte interior empieza a resquebrajarse ante el aluvión de acontecimientos. Un reparto bien ejecutado y mejor conseguido, entre los que destacan la veterana Jacqueline Bisset, toda una institución en el país vecino, Bruno Solomone, como el marido francés de Judith, tan crédulo como centrado únicamente en su labor profesional, Quim Gutiérrez, un actor que empezó siendo un chaval, consolidándose en el universo europeo,  dando vida a un tipo con muchísimas dudas respecto a la relación con Judith. La actriz y directora Valérie Donzelli (responsable de grandes películas como Declaración de guerra), interpreta a una soprano amiga de la familia.

La alma mater de la película, y en la que recae el mayor peso emocional es Virginie Efira, con un grandísimo trabajo de composición. Un actriz dotada de temple y elegancia con ese aire de las actrices clásicas que no solo sabían mirar, y decir su diálogo sin pestañear, sino que lo hacían desde la más absoluta ambigüedad de unos personajes muy bien escritos y sumamente complejos. Una intérprete colosal que hace poco la vimos protagonizar Benedetta, de Verhoeven, en un personaje que no estaría muy lejos del que hizo en El reflejo de Sibyl), en esta Judith/Margot, una mujer con dos vidas, con dos identidades, rodeada de mentiras, falsificaciones, traiciones y sobre todo, una no identidad de la que ya no es capaz de reconocerse y mucho menos ubicarse en ninguna de sus vidas ni en su vida, si todavía sabe donde la puede encontrar, o quizás, ya es demasiado tarde. Barraud ha construido una película laberíntica, con giros en el guion muy bien estructurados y mejor definidos, en una cinta que te mantiene pegado a la butaca, imprevisible en su ejecución como mandan los cánones de lo psicológico, metiéndonos en una espiral de locura y huida hacia no se sabe adónde ni qué rumbo tomar, si es que hay una idea de camino para llegar a algún lugar, quizás ni la propia Judith o lo que queda de ella, lo sepa a ciencia cierta. JOSÉ A. PEREZ GUEVARA

 

Benedetta, de Paul Verhoeven

LO MíSTICO Y LA CARNE.

“Las cadenas de la esclavitud solamente atan las manos: es la mente lo que hace al hombre libre o esclavo”.

Franz Grillparzer

El cine de Paul Verhoeven (Ámsterdam, Holanda, 1938), se ha cimentado a través de relatos íntimos, extremadamente psicológicos, sexualmente liberadores y muy oscuros, a través de personajes encerrados en mundos hostiles, sórdidos y tenebrosos, individuos que harán todo lo posible para ser quiénes desean ser y sobre todo, romper unas cadenas demasiado pesadas. Una primera etapa en su país natal con títulos tan reveladores como Delicias holandesas (1971), Delicias turcas (1973), Katty Tippel (1975), Eric, oficial de la reina (1977) y El cuarto hombre  (1993), entre otros, donde la forma y la historia formaban parte de un todo para hablarnos de un modo descarnado y explicito de la condición humana. A partir de 1985 hasta el año 2000, su cine se internacionaliza dirigiendo producciones estadounidenses entre las que destacan Los señores del acero (1985), Desafío total (1990), e Instinto básico (1992). En el 2006 vuelve a su tierra para hacer El libro negro, sobre una espía judía en la Holanda invadida por los nazis. Diez años después realiza Elle, un sofisticado thriller psicológico y sexual sobre malos tratos.

En la filmografía de Verhoeven abundan las mujeres atrapadas en historias turbias y negrísimas, donde las circunstancias las llevan a luchar enérgicamente para sentirse libres, donde siempre se impone la dualidad entre verdad o mentira, entre aquello que nos muestran y aquello que creemos, entre lo psicológico y lo carnal, mujeres que sienten el sexo y lo practican de forma salvaje, sin prejuicios y de forma liberal, y es de esa forma tan natural y descarnada que la muestra el director holandés. En Benedetta, construye su relato basándose en el libro “Afectos vergonzosos”, de Judth C. Brown, un guion escrito con David Birke, su guionista en Elle, para hablarnos de Sor Benedetta Carlini, una monja teatina en la ciudad de Pescia, en la Toscana, durante el siglo XVII; en una atmósfera donde rige el poder sobrenatural de la iglesia, su corrupción e hipocresía, y el catastrófico avance de la peste que asoló Italia. En ese contexto, conocemos a una mujer que dice hablar con el Señor, una mujer al que le brotan estigmas, y parece poseída por el mismísimo Jesucristo. Además, la llegada de Bartolomea, una joven que escapa de los abusos de su padre, aún trastocará la vida de Benedetta, ya que mantendrá relaciones sexuales con la recién llegada.

La férrea vida espiritual y física impuesta por la dictatorial abadesa llevarán a las amantes a rendir cuentas frente al nuncio, en la que Benedetta será juzgada por herejía y relaciones sexuales prohibidas. Verhoeven opta por una estructura clásica, donde vamos conociendo la existencia de Benedetta de primera mano, hurgando en su vida cotidiana, y en sus supuestos milagros, que como era de esperar, dividen a la comunidad, con la oposición de la abadesa y el beneplácito del párroco mayor, aunque el director holandés nunca se decantará por ninguna de las dos opciones, si estamos frente a una farsante y manipuladora, o todo lo que vemos está en manos divinas, en esa cuestión reside la verdadera virtud de la película, dejando esa duda en manos de los espectadores. El contexto social, económico y cultura impuesto por el clero es otro de los elementos más interesantes de la historia, centrándose en todos los tejemanejes de los poderes eclesiásticos ante los estigmas de Benedetta, la reacción de cada uno de ellos, y la supuesta imposición de la que todos hacen gala, en que la película va dejando caer algunas situaciones que nos hacen reflexionar sobre la manipulación construida frente todas aquellas cosas relativas al sexo que rigen en la madre católica apostólica iglesia romana.

El tono naturalista y cercano que usa Verhoeven ayuda a sumergirnos en un relato sobre la fisicidad y psique humana, con una grandísima ambientación de recreación histórica, con la excelente cinematografía de Jeanne Poirier, que ha trabajado con nombres tan importantes del cine francés como Techiné, Ozon, Corsini y Bruni Tedeschi, entre otros, dotando a la historia de esos oportunos claroscuros y ese maravilloso juego con las cortinas, y todo lo relacionado con el interior/exterior, es decir, convento/ciudad. El exquisito y rítmico montaje de Job Ter Burg, que ya estuvo en El libro negro y Elle, que sabe dotar de agilidad y pausa a una historia llena de personajes, intrigas y silencios, y la excelente partitura de Anne Dudley, otra conocida de Verhoeven, ayuda a envolvernos en ese mundo de espiritualidad, hipocresía, manipulación y sexo que anida en toda la película. Benedetta se engloba en todas esas películas que han abordado de manera honesta y realista el mundo de las comunidades de monjas como Los ángeles del pecado, Narciso Negro, La religiosa, Los demonios, Thérèse y Extramuros, entre otras, películas que abordan el universo cerrado de la vida de las monjas desde la naturalidad, desde los deseos reprimidos, las ilusiones no contadas, y toda esa cotidianidad llena de crueldad, sufrimientos y misticismo.

Un reparto asombroso y sobrio interpretan unos personajes que miran y sienten más de lo que hablan, donde sus silencios están llenos de ruido, de rabia y de incomprensión, encabezados por una fascinante y magnética Virginie Efira como Sor Benedetta, llena de vida, mística y sexo, una actriz llena de sabiduría que hipnotiza con su mirada profunda y su cuerpo dolorido y sexual, bien acompañada por la joven Daphné Patakia como Bartolomea, ese cuerpo lujurioso y libre que será clave para la espiritualidad y sexualidad de Benedetta, una llama llena de vida, de amor y de sexo. La grandísima Charlotte Rampling se pone el hábito de la abadesa, recta, rigurosa y atormentada que se impondrá a los supuestos milagros de la protagonista, y hará lo imposible por exterminarlos. Lambert Wilson, con su poderío y elegancia es el Nuncio, que representa toda esa hipocresía y maldad de la iglesia, que debe anteponer el orden a la libertad, y finalmente, Olivier Rabourdin, un actor de gran prestigio en la cinematografía francesa, da vida al cura que defiende los milagros de Benedetta. Verhoeven ha construido una película llena de misterio y enérgica, muy física y espiritual, donde hay tiempo para todo, para conocer los estigmas de Benedetta, su sexualidad de forma natural e íntima, y sobre todo, para conocer el funcionamiento del poder de la iglesia, que se regía por el orden establecido y anulaba de forma tajante cualquier revuelo que tuviese que ver con sentir de forma diferente, hablar fuera de los códigos establecidos, y sobre todo, eliminar cualquier atisbo de pensamiento que condujese a una vida libre y más, si venían de una mujer. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El reflejo de Sibyl, de Justine Triet

AL OTRO LADO DEL ESPEJO.

“La mayoría de las personas son otras: sus pensamientos, las opiniones de otros; su vida, una imitación; sus pasiones, una cita”.

Oscar Wilde

El concepto del doble ya estaba presente en los dos primeros largos de Justine Triet (Bécamp, Francia, 1978) tanto en La batalla de Solférino (2013) como en Los casos de Victoria (2016) conocíamos a dos mujeres, una reportera de televisión y una abogada penalista, respectivamente, que se las veían y deseaban para conseguir el equilibrio entre vida profesional y personal, arrastrando todos los conflictos emocionales que sufrían por ello. En El reflejo de Sibyl, Triet vuelve a plantear el mismo conflicto, pero esta vez va mucho más allá, convirtiendo a su protagonista, la Sibyl del título, en una mujer que después de siete años alejada de la escritura, su verdadera pasión, tiempo en el que se ha dedicado a trabajar como psicoterapeuta, decide dejar a sus pacientes y volver a escribir. Pero, una llamada desesperada de Margot, una actriz en plena crisis de identidad personal, le obligará a tratarla, más aún cuando la crisis de Margot servirá a Sibyl a utilizarla como elemento de ficción en la novela que escribe, situación que provocará un cisma interior en Sibyl, ya que le resucitará fantasmas del pasado que creía enterrados.

La directora francesa sitúa su película en el marco de un drama personal, intenso y muy volátil, con continuas ideas y venidas de los personajes en cuestión, y sobre todo, del tiempo, tres tiempos mezclados, en el que nos someteremos al pasado de Sibyl, en forma de flashbacks, y al presente, el que viven los personajes de forma personal, y la que viven en la filmación de la película, y la narración ficticia de la novela. Y también, cambiaremos de paisaje, lo iniciaremos en la urbanidad y el caos de París, con esa irrealidad de las habitaciones y consultas, y nos iremos al aire libre, más concretamente a la isla de Estrómboli, famosa por la película de Rossellini, espacio del rodaje, de sol, mar y aire, con ese volcán presidiéndola, y símbolo de todas las pasiones que se desatarán en la isla. La dualidad ya comentada, cine dentro del cine, y conflictos intensos sobre la maternidad, el pasado, la vida presente, las contradicciones, la apropiación de los hechos y personas, el tema del vampirismo que ya se trataba en memorables cintas como Persona, de Bergman, con la isla como centro de la acción, o en Otra mujer, de Woody Allen, donde una escritora utilizaba las sesiones de psicoanálisis, que escuchaba accidentalmente a través de una pared, para convertirlas en ficción.

En ciertos momentos, el drama personal y de identidad de la película, coquetea con elementos del thriller psicológico, donde las dos mujeres se confunden, se mezclan y no sabemos hasta qué punto quién está ayudando a quién, en un juego sutil y desenfrenado del doble, como sucedía en A través del espejo, de Robert Siodmak, donde un investigador debía encontrar a la asesina en dos hermanas gemelas idénticas, en un juego devorador y profundamente mental. La película se sigue con atención y asombro, porque no hay quién la detenga, todo se va enturbiando y cada vez se va complicando mucho más, en este peculiar descenso a los infiernos interpretado por dos mujeres que se reflejan en un mismo espejo que alimenta el pasado, la identidad, la perversidad, la maternidad, el amor y las decisiones que tomamos y tomaremos, moviéndose a través de un hilo muy fino del que pende nuestra frágil existencia, en el que las dos personalidades femeninas se irán apropiándose una de otra según les vaya conviniendo, a veces de manera consciente y otras no, quizás el exceso de información lastra un poco la intensidad en algunos tramos de la película.

La película brilla gracias a una trama íntima y sincera y sobre todo, a la grandísima dirección de actores con un reparto que raya a una gran altura bien encabezado por la admirable Virginie Efira, que ya protagonizó Los casos de Victoria, siendo esa Sibyl, desatada y lanzada al vacío, en pos de la ficción, en un rol de vampira emocional y de ficción que utilizará y también será usada, abriendo esa caja de Pandora, a la que deberá enfrentarse y restablecerse, o al menos intentarlo. A su lado, una convincente y sensual Adèle Exarchopoulos, en el papel de Margot, esa actriz desesperada, embarazada de un hombre que está con otra mujer, hecha un mar de dudas y de conflictos personales y profesionales, quizás más firme de lo que aparenta, pero también superada por las circunstancias, y esa tercera mujer, Mika que da vida una natural y estupenda Sandra Hüller, algo así como una especie de vértice en este triángulo sentimental que se va desarrollando, una directora enamorada y también frustrada personalmente, que hará lo impensable para salvar su película y su amor a pesar de todo. En el otro lado, los hombres, Gabriel, que interpreta Niles Schneider, pertenece a ese pasado turbulento del que no puede escapar Sibyl, e Igor, que hace Gaspar Ulliel, el presente volcánico de todas las mujeres, bello e endiablado por partes iguales, convirtiéndose en el centro de todas las miradas en este fascinante y perverso drama sentimental y psicológico que nos conduce por las contradicciones y oscuridades del alma humana, llevándonos a lomos de un caballo desbocado por una amalgama laberíntica de pasiones, miedos e inseguridades en el que los personajes van experimentando alegrías y dolores a partes iguales, y mezclados. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Pastel de pera con lavanda, de Éric Besnard

PASTEL_PERA_CARTEL_70X100UN PASEO POR LAS NUBES.

En un rincón de la Provenza francesa vive Louise, una atractiva viuda treintañera con sus dos hijos, ella, adolescente y madura, y el niño, rebelde e inquieto. Louise ha heredado el trabajo de su marido, la producción de árboles frutales, en su caso, perales, y lavanda, pero las cosas no marchan bien, el banco le exige el crédito que pidió para reflotar el negocio, además, las ventas han bajado, y se añade la poca experiencia de Louise en un oficio que desconoce y encima no le satisface. Pero una tarde, volviendo en coche a su casa, atropella accidentalmente a Pierre, un hombre de su misma edad un tanto especial. Pierre padece el síndrome de Asperger, que le ha llevado a ser excesivamente ordenado, patológicamente sincero, obsesionado con los números primos, extraordinaria capacidad para la informática, problemas de sociabilidad y comunicación, y de extrema sensibilidad.

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El director francés Éric Besnard, fogueado como guionista, realiza en su quinto título de su carrera, una película con estructura y aroma de cuento de hadas, un relato que nos habla de un encuentro fortuito de dos seres antagónicos, dos almas que pasan por dificultades, ella, económicas, y él, emocionales, pero que se darán cuenta que tienen más cosas en común de las que imaginan. Estamos ante una comedia romántica de espíritu clásico, como las que filmaban en Hollywood en los años 30 y 40, aquellas en las que se respiraba el sabor de la vida, la virtud de los pequeños detalles, y las situaciones más divertidas y pintorescas, comedias sobre la vida, el amor y los deseos e ilusiones que hacen que los seres humanos sigamos manteniéndonos con esperanza en el mundo que nos ha tocado vivir. El cineasta francés engloba su fábula en un entorno de gran belleza, árboles frutales, campos de lavanda, campos de trigo y girasoles, un paisaje excelentemente iluminado con esa luz natural que dibuja todo su maravilloso esplendor y deleite para nuestros sentidos. Pierre es el ángel de la guarda para Louise y sus hijos, un ser que parece venido de otro planeta, alguien que vive el aquí y ahora, sin pararse a pensar en las consecuencias venideras, ayuda a Louise, la protege y guía su camino, a través de una sabiduría y templanza fuera de lo común, mostrando sin tapujos la ingenuidad e inocencia que le caracteriza.

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Como en todos los cuentos hay un ser que protege a Pierre, un maduro bonachón (como los duendes del bosque) que vende libros antiguos y vive con el joven diferente, también tenemos al rival, el vecino arboricultor que pretende a la dama en apuros, y finalmente, a la psicóloga, que actúa como el hada mala que quiere arrebatar el espíritu vital que acoge a Pierre. Besnard nos sumerge en una historia de amor clásica, decorada por un ambiente en el que la naturaleza invade nuestros sentidos, la luz mágica de la Provenza, el aire que mece los campos, el aroma que se impregna por todo el paisaje, y el sonido de la naturaleza, único e imperecedero que nos asalta a cada paso. Un lugar en el que hay botellas de cristal colgadas de los perales, quemadores para las noches heladas, y el intenso sabor de los dulces, y el delicado y maravilloso unvierso de las flores, hierbas y demás naturaleza. Una película sencilla, extremadamente minimalista, contada con una sensibilidad y delicadeza que enamoran, nada que ver con esas azucaradas comedias alocadas que producen por otros lares. Aquí, también hay pasteles y dulces, pero estamos ante algo diferente, saben de otra forma, narrada a través de una ligereza y ternura que nos atrapan, una sencillez en el que priman la interpretación de unos excelentes actores que insuflan de vida a sus personajes, componiendo una relación de miradas y detalles, en los que no se tocan, Virginie Efira dando vida a Louise y Benjamin Lavernhe a Pierre, cuidando todos los detalles de un ser extraño y muy especial, sin caer en los continuos tics y gestos de otros, dotando de humanidad a su personaje en una preciosa y poética love story, de esas que seducen, a través de la pausa que genera una tarde contemplando y descubriendo la forma de las nubes u observando detenidamente unas ramas mecidas por el viento.