Hasta siempre, hijo mío, de Wang Xiaoshuai

RETRATO DE UNA FAMILIA.

“El tiempo pasa muy rápidamente, pero la vida sigue”.

Proverbio chino

El universo cinematográfico de Wang Xiaoshuai (Shanghái, China, 1966) está situado en la periferia, en aquellos espacios anodinos y fríos, poblados por gentes corrientes, de vidas sombrías y extremadamente cotidianas, personas que pertenecen a la gran masa de población que trabaja, come y duerme sin más, con existencias invisibles, eternamente desplazados y sin un lugar donde quedarse, sujetos a las reformas políticas, económicas y sociales del estado y las múltiples transformaciones que provoca en sus vidas, en la sociedad que viven, en sus empleos y sobre todo, en su identidad personal. Eso mismo les ocurría a los chavales que tenían una bicicleta como objeto de distensión y división social en La bicicleta de Pekín (2001) y las dos familias obligadas a desplazarse y todos los problemas de clase que sufrían en Sueños de Shanghái, por citar dos trabajos de Xiaoshuai de una filmografía de 13 títulos, en los que siempre ha explorado como los cambios políticos afectan de manera crucial a la vida cotidiana y personal de aquellos que la sufren en silencio, recuperando aquella mención que hacía Gramsci que “Lo humano es político”, en que la persona y su vida están completamente condicionadas al estado, como algo indisoluble.

En Hasta siempre, hijo mío, el cineasta chino, uno de los máximos exponenntes del cine independiente chino, construye un fresco histórico que abarca tres décadas de su país desde los años ochenta hasta la actualidad, situándonos en el marco de una pequeña ciudad sobre dos matrimonios que trabajan en la siderurgia y sus respectivos hijos. Toda esa aparentemente tranquilidad del trabajo diario y lo sombrío de sus vidas, se verá profundamente marcado por la tragedia, cuando Xing Liu, el hijo de Yaojun y Liyun muere trágicamente ahogado en un embalse mientras jugaba con Hao, el hijo de su matrimonio amigo. Este suceso marcará completamente las existencias de Yaojun y Liyun y su relación con el otro matrimonio, donde ella Haiyan, ocupa un puesto de relevancia donde vigila a los demás trabajadores para que mantengan la obligación de solo tener un hijo como marca el estado. La ley del único hijo, la reforma económica de los ochenta y la presión en el entorno cambiarán la actitud, las necesidades y las relaciones entre los dos matrimonios, que obligará a Yaojun y Liyun a poner tierra de por medio y emigrar a una pequeña ciudad costera y empezar una nueva vida alejados de la tragedia y el dolor.

Xiaoshuai construye de forma íntima y profunda un relato sobre el peso del pasado, sobre el hecho de ser padres y las relaciones que se construyen y se rompen debido a esas emociones que se guardan, que no se dicen, que se ocultan a los demás por miedo o por supervivencia, contándonos a través de ese cineasta que observa desde la puerta, de forma invisible, que mira la vida de sus personajes, desde la más absoluta de las cotidianidades, desde lo más íntimo, desde el silencio, desde todo aquello que se guarda silencio, se calla, a través de leves gestos o miradas que sin hablar se dicen todo, un cine humanista, donde lo humano adquiere una presencia palpable, donde todo es conocido, donde todo es tangible, un cine que en muchos instantes recuerda a Yasujiro Ozu, en su sensibilidad para tratar temas profundamente complejos desde un prisma naturalista y muy cercano, explicando de forma íntima todos los conflictos que se sucedían entre padres e hijos con el telón de fondo de los cambios estructurales en la sociedad.

La película nos cuenta en sus 180 minutos intensos y magníficos treinta años de un país, y lo hace con una narrativa desestructurada con continuos saltos en el tiempo, peor con una forma recia y casi inamovible, donde la cámara describe desde el silencio, mostrándose presente y oculta a la vez, relatándonos los dos matrimonios como protagonistas en un relato social, dramático y profundamente conmovedor, pero sin resultar en ningún momento en la condescendencia ni nada que se le parezca, sino todo lo contrario, Xiaoshuai opta por la sutileza y los silencios, describiendo con minuciosidad los espacios, las relaciones y todo aquello que no se dice pero se siente, rebuscando en las emociones palpables y calladas de sus personajes, con esos instantes de puro documento como su descripción de la vida en la fábrica, los exiguos momentos de ocio, con ese baile multitudinario donde parece que la tragedia se puede olvidar por el hecho de no hablar de ella, pero más lejos de la realidad, o esos impagables recorridos por la cotidianidad en el taller de reparaciones, las comidas o los conflictos con ese niño que viene a llenar el vacío del otro, donde la vida y el cine parecen decirnos que no hay vida sin reconstruir el pasado como fue, sin huir de él, sin cortapisas ni tablas de salvación, sino mirándolo de frente, siendo valientes para afrontar nuestros errores para así seguir caminando con dignidad y valentía a los avatares que vendrán en el presente.

Un reparto brillante y profundamente conmovedor encabezado por esa pareja protagonista que tanto recuerdan al matrimonio de Cuentos de Tokio, interpretados por Wan Jingchun y Yong Mei, dos actuaciones memorables, llenas de sutileza y silencios devastadores, como esos instantes en que vuelven a la ciudad y visitan lo que fueron, y les cuesta reconocerse debido a los grandes cambios urbanísticos de la ciudad. Xiaoshuai ha cosido con delicadeza y paciencia un relato amargo y sombrío sobre la vida, sobre todos aquellos que como sus padres trabajaron y fueron sometidos a los designios de un estado que como se explicará en la película sus intereses están por encima de los intereses de los trabajadores, esos trabajadores expuestos a toda imposición legal donde aceptas y te vuelves invisible o simplemente abandonas, dejándolo todo y empezando una vida más mísera y sobre todo, alejada de aquellos que considerabas tus amigos, quizás como explica la película, el tiempo coloca la verdad en su lugar y la vida nos brindará oportunidades para escucharla y reconfortarnos de tanto dolor y vacío. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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