Almas en pena de Inisherin, de Martin McDonagh

A COLM YA NO LE CAE BIEN PÁDRAIC. 

“Vivimos como soñamos, solos”.

Joseph Conrad

Después de cuatro películas, podemos decir, sin ánimo de pecar de exceso, que el universo de Martin McDonagh (Camberwell, London, Reino Unido, 1970), está plagada de pobres tipos, de individuos solitarios y algo torpes, tanto física como emocionalmente, seres que deambulan por sus circunstancias muy solitarios y extraordinariamente tristes, perdidos en la inmensidad de su realidad y también, porqué no decirlo, ensimismados en unos sueños que saben que muy difícilmente se harán realidad, eso sí, en su afán por no sentirse más solos de lo que están, siguen empecinados en empresas abocadas al más absoluto fracaso. Sean lo que sean, porque aunque cambie el contexto, los personajes del cineasta británico son lo que son: los asesinos que deben desaparecer en una ciudad desconocida de Escondidos en Brujas (2008), el guionista sin inspiración y sus dos locos amigos en Siete psicópatas (2012), la madre desesperada por esclarecer el asesinato de su hija en Tres anuncios en las afueras (2017). 

Con Almas en pena de Inisherin el talento de McDonagh se pone al servicio de un relato sumamente sencillo, con un conflicto de esos que no llaman la atención, pero que tiene mucha miga, es decir, cuando nos hemos visto privados, ya sea de amistad o amor, de esa persona que queríamos profundamente, o al menos así lo sentíamos, y nos hemos visto privados de esa relación sin que haya ocurrido nada extraordinario, aunque quizás sí que pasaba y nosotros no éramos conscientes de tamaño desenlace. Porque la cosa de la película es que Colm ya no quiere ninguna relación de amistad con Pádraic, con el que ha sido amigo de muchos años, explicando que se aburre con él, y quiere pasar el poco tiempo que le quede de forma muy diferente. El problema es que, los dos ex amigos viven en en un pueblo llamado Inisherin, apartado y olvidado de la costa irlandesa allá por el año 1923, después de la Guerra de irlandeses con ingleses, y ahora enfrascados en una civil, con esos bombazos que vienen de otra isla cercana. Ante esa cercanía y lugares comunes, como son la iglesia de la misa de los domingos, el ultramarinos donde compran todos, los caminos pedregosos del pueblo, y sobre todo, la única taberna en la que los dos amigos pasaban las horas, uno aburriendo con sus repetitivas historias, y el otro, tocando su inseparable violín. 

La película se centra en las profundas heridas que supone un desarraigo emocional de semejantes características, que no es poco, cuando hay tan pocos alicientes en la vida y mucho menos en Inisherin. Pádraic sufre esa pérdida como puede, sufriendo mucho y deambulando por ese pueblo tan triste y desolador, contando con la ayuda y compañía de Siobhán, su hermana que vive con él, y que arde en deseos de abandonar la isla y marcharse a una más grande, y también, está Dominic, un joven obsesionado con las mujeres, golpeado por su padre, el policeman del lugar, y con problemas emocionales. Una cinta muy bien contada y mejor explicada, con un formidable guion que firma el propio director, con esa impecable cinematografía de Ben Davis, que ha estado en tres películas con el director, y con gente tan importante como Frears, Eastwood y Tim Burton,que imprime esa luz mortecina, tan propia de esos lugares, con esa luz natural fusionada con la velada, creando una aroma de penumbra y recogimiento que recuerda mucho a Zurbarán. La fantástica música de Carter Burwell, que ha puesto música a todas las películas del director londinense, y mítico músico de los hermanos Coen, y de Spike Jonze, y de Carol (2015), de Todd Haynes, que recoge con acierto toda esa melancolía, soledad y tristeza que radia en la película, sin olvidarnos de esa sátira y humor negro tan característico en el cine de McDonagh, que es una marca de la casa los mencionados Coen. 

El acertado y conciso montaje de Mikel E. G. Nielsen, que tiene en su haber a Thomas Vinterberg y Robin Wright, entre otros, que impone un ritmo pausado y elegante, condensado sus casi dos horas de metraje sin grandes alardes ni estridencias de ningún tipo, en que lo importante son esos tiempos sin nada que hacer que dicen mucho de lo que está ocurriendo y sobre todo, en el interior de los personajes, en el que cada gesto, cada mirada y cada no acción es cine y nada más, como decía mi querido Ángel Fernández-Santos. McDonagh recupera a sus dos actores más fetiche como Brendan Gleeson y Colin Farrel, ambos irlandeses que fueron los asesinos desterrados a Brujas en la película Escondidos en Brujas, amén de haber trabajado Gleeson en Six Shooter (2004), un cortometraje de veintisiete minutos, y Farrel en Siete psicópatas. Dos intérpretes de calibre curtidos en mil batallas, que componen unos personajes que cuesta creer que en algún momento pudieran ser íntimos amigos, porque son tan diferentes, Farrel más apocado, más rudo, más corto y más superficial, frente a Gleeson, en las antípodas del otro, músico, más emocional y sobre todo, más inteligente y sensible. Ambos consiguen mostrar sin mostrar, imbuidos en esa atmósfera cargada, asfixiante y pesada que reside en cada rincón de la isla, de ese Inisherin tan y tan irlandés con sus canciones, sus pintas, sus cotilleos y su idiosincrasia tan arraigada y tan apegada a un lugar y a una forma de ser. 

Ambos intérpretes están excelentemente bien acompañados por la irlandesa Kerry Condon, que vimos en Tres anuncios en las afueras, dando vida a Siobhán, la hermana que quiere volar y ser ella misma en otro lugar, con más carácter que su hermano y sobre todo, una mujer que sabe lo que quiere y no se deja intimidar por nadie. Barry Keoghan, que muchos recordamos por películas como El sacrificio de un ciervo sagrado, que hizo con Farrell, y Dunkerque, dirigido por Dolan, entre otros, dando vida a Dominic, ese bufón y tontolpueblo que, al igual que Pádraic y todos los personajes del pueblo, ansía un poco de compañía y algunas palabras, y luego todo un ramillete de intérpretes británicos a cual mejor, como Gary Lydon, el policeman del pueblo y padre maltratador de Dominic, David Pearse como el cura, que tiene unos momentazos llenos de ironía y sarcasmo con el personaje de Gleeson, y finalmente, Pat Shortt, uno de esos taberneros que hemos disfrutado y tronchado en películas que no hace falta nombrarlas para saber de las que estoy hablando. Amén de otros actores y actrices que conforman los simpáticos, cotillas y solitarios de Inisherin. 

McDonagh no olvida a sus referentes ni los oculta, sino que los mira con detenimiento y construye su película pensando en ellos, lanzando puentes y reflejándose en sus ambientes y personajes como El hombre tranquilo (1952), de John Ford, con su mítico Innisfree, que sería el padre cercano de Inisherin, y todos esos personajes de la película de Ford que podrían ser también de la del director británico, y La hija de Ryan (1970), de David Lean, más de lo mismo, eso sí, con historias muy diferentes, pero con atmósferas, lugares y estados de ánimo evidentes. Nos despedimos de Almas en pena de Inisherin, también de Colm, Pádraic, Siobhán y los demás, no porque nos sintamos a disgusto con ellos, pero ya se sabe que a los sitios ajenos hay que ir, verlos y marcharse cuánto antes mejor, no vaya a ser que los de allí se sientan espiados, invadidos y sobre todo, incómodos. Les dejamos con sus cosas, con sus tristezas, con sus canciones melancólicas, con sus soledades, y también, con sus almas, porque sí deja clara la película y su tema sobre la ruptura de una amistad es que, cuando algo se rompe es porque es mejor para todos, aunque en ese momento no lo entendamos, habrá un día que nos despertemos y sabremos el porqué, y ese día todo será diferente y nosotros también. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Vasil, de Avelina Prat

EL REFLEJO DEL OTRO.

“Tengo que conocer a la otra persona y a mí mismo objetivamente, para poder ver su realidad, o, más bien, para dejar de lado las ilusiones, mi imagen irracionalmente deformada de ella”.

“El arte de amar” (1956), Erich Fromm

¿Qué extraño mecanismo consigue que conectemos con alguien, o por el contrario, no lo soportemos? ¿Qué detonantes o elementos, y no me refiero a los materiales, construyen una relación estable, o por el contrario, hacen que naufrague estrepitosamente?. Muchas de estas cuestiones son las que se exponen en Vasil, el primer largometraje de la directora valenciana Avelina Prat, que empezó como arquitecta, peor pronto acudió a la llamada del cine, donde ha trabajado como script en más de cuarenta títulos junto a nombres como los de Fernando Trueba, Javier Rebollo, Jonás Trueba, Manuel Martín Cuenca, Cesc Gay, entre otras, amén de dirigir algunos cortometrajes de ficción y documental. Para su opera prima se ha decantado por un relato sobre un (des) encuentro con el otro, en la que Alfredo, un arquitecto jubilado de vida tranquila y algo huraño, y carácter muy peculiar, por circunstancias ajenas a su voluntad, debe convivir en su casa con Vasil, un búlgaro que necesita un sitio donde quedarse.

Prat cocina a fuego lento una historia cotidiana, sencilla y nada complaciente, donde a través de la curiosa situación entre los dos hombres mencionados, seremos testigos de todos los cambios que se van produciendo en la persona de Alfredo, eso sí, muy sutiles y casi sin darnos cuenta. La película con suma delicadeza y sensibilidad, que no ñoñería ni sentimentalista, nos sitúa en medio de estas dos almas, tan diferentes y extrañas entre sí, pero que poco a poco, se irán conociendo, reconociendo en el otro y sobre todo, cambiando, sobre todo el cascarrabias Alfredo. Hay otros elementos curiosos que hacen de Vasil, una película atípica, como su escenario localizado en Valencia, que huye de lo típico mediterráneo a la que se relaciones, para situar la historia en invierno, en un lugar nublado, tristón y apagado, en que la cinematografía de un grande como Santiago Racaj ayuda a dotar a la trama de ese aspecto distante al principio, y después, mucho más cálido, así como su preciso montaje que acoge con detalle sus noventa y tres minutos de metraje, que firma Juliana Montañés, que tiene en su filmografía a directores como Carlos Márques-Marcet, Clara Roquet y Nely Reguera, entre otros.

La excelente música que acentúa ese aspecto agridulce que recorre toda la película obra de Vincent Barrière, que ha trabajado con Adán Aliaga, Claudia Pinto, Alberto Morais y Roser Aguilar, etc… Con la producción de Miriam Porté que, a través de Distinto Films ha producido a Neus Ballús, Sílvia Quer, Laura Mañà y Patricia Ferreira, entre otras. Dos juegos, muy opuestos entre sí, en apariencia, porque los dos requieren de conocimiento, concentración y habilidad, se convierten en el quid de la trama. Uno de ellos es el ajedrez, convertido aquí en un juego que sirve de puente para salvar las diferencias entre los dos protagonistas, y el bridge, el famoso juego de cartas formando parejas, donde la habilidad de Vasil en ambos juegos, lo convierte en los demás en una pieza muy codiciada. Con unos protagonistas cercanos y complejos, entre los que, sin saberlo a ciencia cierta, se necesitan más de lo que son capaces de admitir, hay también unos personajes de reparto que no solo muestran las diferentes realidades ocultas de los principales, sino que profundizan en los sinsabores de una realidad difícil para los recién llegados como Vasil, y las eternas burocracias que más que ayudar, marean y dañan.

Tenemos a Alexandra Jiménez, en un personaje muy alejado de las comedietas que nos tiene acostumbrados, dando vida a Luisa, la hija de Alfredo, una experta en idiomas que, durante las comidas semanales con su padre, estallarán más de un conflicto por lo parco en información de Alfredo. Susi Sánchez es Carmen, una experta jugadora de bridge, que verá en Vasil una oportunidad de ganar a sus odiosas contrincantes en el club, y de paso, conocer mejor al búlgaro talentoso, y Sue Flack, con más de treinta títulos en España, da vida a Maureen, otra jugadora del bridge, antigua compañera de juego de Alfredo, que ayuda a Vasil. Mención especial tiene la pareja protagonista, que tiene el aroma de aquella memorable que hacían Jack Lemmon y Walter Matthau, en la piel de un Karra Elejalde, en uno de sus mejores interpretaciones, un tipo solitario, apasionado del ajedrez y cansado y hastiado de la vida, con sus pequeños placeres y poco más, que con la llegada de Vasil todo su espacio y su microcosmos se ve amenazado y cambiado.

Frente a él, el tal Vasil, que interpreta Ivan Barnev, viejo conocido por estos lares por protagonizar películas como La lección y The Father, ambas del tándem Kristina Grozeva y Petar Valchanov, y Destinos, de Stepahn Komandarev, siendo el mejor Vasil posible, un tipo de gran inteligencia y aplomo, con una grandísima actitud ante la adversidad, digno de admiración por parte de un sorprendido Alfredo. Nos alegramos de la fantástica incorporación a la dirección de largometrajes de Avelina Prat y por su reposada y profunda mirada, para hablarnos a hurtadillas de una historia muy contemporánea que aborda los grandes problemas de las sociedades actuales; la soledad, el miedo al otro, la actitud ante la adversidad, y sobre todo, los conflictos con los demás y son uno mismo. Y todo esto lo hace con una asombrosa sencillez, humanidad, con unos personajes de carne y hueso, sumamente complejos y cercanísimos, igual que las personas que nos cruzamos diariamente en nuestras vidas, con sus cosas, que como Alfredo y Vasil, tienen sus cosas y se parecen mucho a las nuestras. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Jonás Trueba e Irene Escolar

Entrevista a Jonás Trueba e Irene Escolar, director y actriz de la película “Tenéis que venir a verla”, en los Cinemes Girona en Barcelona, el miércoles 22 de junio de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Jonás Trueba e Irene Escolar, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Relabel Comunicación y a Diana Santamaría de Atalante Cinema, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Elena Martín y Carlos Troya

Entrevista a Elena Martín y Carlos Troya, intérpretes de la película “Nosotros no nos mataremos con pistolas”, de María Ripoll, en el Cine Phenomena en Barcelona, el lunes 13 de junio de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Elena Martín y Carlos Troya, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Katia Casariego de Vasaver, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Lorena López y Joe Manjón

Entrevista a Lorena López y Joe Manjón, intérpretes de la película “Nosotros no nos mataremos con pistolas”, de María Ripoll, en el Cine Phenomena en Barcelona, el lunes 13 de junio de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Lorena López y Joe Manjón, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Katia Casariego de Vasaver, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Nosotros no nos mataremos con pistolas, de María Ripoll

REENCONTRARNOS CON LO QUE FUIMOS.

“La amistad es más difícil y más rara que el amor. Por eso, hay que salvarla como sea”

Alberto Moravia

La obra Nosotros no nos mataremos con pistolas, de Víctor Sánchez Rodríguez, triunfó en la sala Ultramar en Valencia en el año 2014 y más allá.  Una obra de pequeño formato, con cinco intérpretes, que habla sobre todos los jóvenes nacidos en los ochenta, muy preparados, pero que se toparon con la crisis económica y tuvieron que volver a la casilla de salida, más frustrados y con menos ilusiones, aquellos hijos del milagro económico a ladrillazo limpio, y la realidad de ahora, como demuestra el ambiente desolado de la zona con los problemas de despido en la fábrica y el abandono del campo por la falta de oportunidades. Ahora, nos llega su adaptación al cine, que viene firmada por el autor y Antonio Escámez, que mantiene su espíritu cercano y cotidiano, y nos sitúa en un día de verano, en uno de tantos pequeños pueblos valencianos preparándose para su día de fiesta mayor, y tiene como leit motiv a Blanca, la instigadora de reunir a todos los amigos de entonces, que se vuelve de Inglaterra, más triste y dejando demasiadas cosas atrás que ya no van con ella.

A partir de Blanca, nos tropezaremos con Marina, que también ha vuelto de un periplo por América, con un desamor y una criatura en la barriga. Primero, llegará Miguel desde Barcelona, que pasa apuros económicos, después de publicar un libro exitoso y ahora, ser incapaz de escribir y de enamorarse de verdad. Del mismo lugar, conoceremos a Elena, la más exitosa del grupo con su discográfica, pero pura apariencia, y adicta a la cocaína. Y por último, aparecerá Sigfrido, que vive en el pueblo, con trabajos precarios y un matrimonio que no le llena. Los cinco se reencuentran después de mucho tiempo, todos con más de treinta, rozando la cuarentena, y cargados de tristezas y vacíos de todo. El décimo largometraje de ficción de María Ripoll (Barcelona, 1964), no está muy lejos de lo que planteaba Tu vida en 65’ (2006), en la que Ripoll adaptaba otra obra de teatro, en este caso de Albert Espinosa, donde también se hablaba de amistad, de suicidio, de domingos y vidas vacías, acotada en una sola jornada como ocurre en Nosotros no nos mataremos con pistolas, en la que los personajes son más mayores, en la que el silencio se ha impuesto en el entorno de los amigos, donde ya no se dice lo que duele, y se huye de la confrontación y de todo aquello que nos hace vulnerables frente al otro.

Estamos ante una película sobre la amistad,  su evolución y realidad, sobre todo aquello que fuimos, lo que soñamos, y lo que somos ahora. Un grupo atravesado por una crisis económica terrorífica que los ha convertido en náufragos sin isla, subidos en un maltrecho trozo de madera, y a la deriva, sin saber qué hacer y mucho menos adonde ir. Podríamos dividir la filmografía de Ripoll entre esas películas-producto, donde todo está diseñado para romper taquillas, a través de relatos sobre jóvenes enamoradizos, y luego, están esas otras películas, donde hay una voluntad de contar algo más, como la citada, como Lluvia en los zapatos, su fantástico debut en solitario, Rastros de sándalo, Vivir dos veces y la película que nos compete. Historias que profundizan sobre temas que nos envuelven, elementos de aquí, ahora y siempre, en la que un reducido grupo de individuos, a los que les suele unir lazos de sangre y/o amistad, se ven envueltos en un conflicto que les rompe sus esquemas y los deja desnudos emocionalmente.

La directora tiene oficio en la dirección, cuida los detalles y sitúa la cámara siempre en el lugar apropiado, con esa ligereza y extrañeza que hay en todo el relato, con el buen trabajo en la cinematografía de Joan Bordera, al que vimos en La influencia, de Lucía Alemany, y el no menos ágil y rítmico montaje de una crack como Juliana Montañés, y los cómplices de la directora como el músico Simon Smith, cuarto trabajo juntos, y las canciones críticas y frescas de Orxata Sound System, y el sonido directo de Carlos Lidón, que ya estaba en Vivir dos veces. Un elemento esencial en el cine de Ripoll son sus grandes trabajos a nivel interpretativo, porque es raro que veamos a un intérprete mal en su cine, y en ésta, consigue una excelencia con su quinteto protagonista: Ingrid García-Jonsson como Blanca, desenfadada y nerviosísima, Lorena López como la flower power Marina, que vimos en Amor en polvo, Joe Manjón como Miguel, muy alejado del novio chungo de Bruna Cusí en Mia y Moi, Elena Martín es Elena, una actriz que nos tiene enamorados desde que la vimos en Les amigues de l’Àgata, y Carlos Troya es Sigfrido, muy habitual en el medio televisivo.

Un reparto auténtico, íntimo y sobre todo, muy humano, que transmiten el tsunami emocional que plantea la película, con esos conflictos internos y externos de todos los personajes, bien construidos y mostrados en la película, en un reencuentro que tiene mucho que ver con aquellos de Reencuentro, de Kasdan, o aquel otro de Los amigos de Peter, de Branagh, donde se habla mucho, y también, se calla mucho, porque siempre da miedo explicar a los que más quieres que la vida se ha vuelto del revés, que ya queda muy poco de aquel joven que quería comerse el mundo, o quizás, de aquel joven que lo quería todo, y ahora, veinte años después, ya no sabe lo que quiere, y además, no reconoce a los suyos y menos a sí mismo. Una película que habla de amistad, de los presentes y ausentes, ya sea en un sentido físico como emocional, donde tiene ese toque de western, tanto en su forma de filmar el espacio y a los personajes en él, de lugar ajeno a sus vidas, y también, de thriller, en una interesante mezcla de texturas, rostros, géneros y de emociones, de mirarse al espejo y ser honestos con todos y sobre todo, con nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tenéis que venir a verla, de Jonás Trueba

UN DÍA DE VERANO DESPUÉS DE UNA BREVE NOCHE DE INVIERNO.

“En estos tiempos en los que todo el mundo ansía tener éxito y vender, yo quiero brindar por aquellos que sacrifican el éxito social por la búsqueda de lo invisible, de lo personal, cosas que no reportan dinero, ni pan, y que tampoco te hacen entrar en la historia contemporánea, en la historia del arte o en cualquier otra historia. Yo apuesto por el arte que hacemos los unos para los otros, como amigos”

Jonas Mekas, Manifiesto contra el centenario del cine, 1996

Nunca sabremos dilucidar que partes pertenecen a la vida y qué otras al cine. Quizás la cuestión no va encaminada por ahí, sino que debería darnos igual, porque en el fondo son dos elementos a la par. Es decir: la vida y el cine forman parte de un todo, de una forma de vivir y acercarse a la vida, de mirarla, con sus pequeños detalles cotidianos, invisibles y ocultos, pero que son la verdadera esencia de las cosas. Detenerse a mirar y mirarse y a partir de ahí, construir una película que es un reflejo propio y ajeno de la vida, representarla ante una cámara y registrarla para que otros, los espectadores sean participes de ese trozo de vida, de ese trozo de cine.

El cine de Jonás Trueba (Madrid, 1981), está, como no podría ser de otra manera, íntimamente relacionado con su vida, porque el director madrileño filma su entorno, a sus amigos, donde escuchamos la música que escucha, y leemos los libros que le interesan, donde todo su mundo vital adquiere una transformación cinematográfica. Una vida que mira al cine y se refleja en él. Con Los ilusos (2013), su segunda película, empezó una forma íntima de ser, hacer y compartir el cine. Relatos sobre sus amigos y él, sobre todo aquello que los rodeaba y en especial, la circunstancia obligada, porque la película nacía de una necesidad de devolver al cine su esencia, sus orígenes, en una película que hablaba sobre lo que hace la gente que hace cine cuando no hace cine, toda una declaración no solamente sobre el cine, sino sobre cómo hacer cine. A aquella, que dio nombre a la productora, le siguieron Los exiliados románticos (2015), La reconquista (2016), La virgen de agosto (2019) y Quién lo impide (2021), todas ellas películas que hablan de amistad, de amor, de tiempo, de hacerse mayor, de frustraciones, de (des) ilusiones, de vida y también, de cine.

La pandemia ha afectado a sus dos últimas películas, como no podía ser de otra manera. En Quién lo impide, se iniciaba y finalizaba con una conversación de zoom entre Jonás y sus “adolescentes”, un monumental fresco cotidiano de casi cuatro horas donde se filmaba a un grupo de adolescentes y sobre todo, se les escuchaba. Nuevamente la pandemia ha transformado su nuevo trabajo, Tenéis que ir a verla, todo un no manifiesto ya desde su esclarecedor título. Por un lado, tenemos un aparte central de la trama, porque una de las parejas lanza la frase a la otra pareja amiga en referencia a su nueva casa de fuera de Madrid, a media hora en tren desde Atocha. Y por otro lado, un título que remite al hecho del cine, de ir al cine en las salas de cine, en el que la película en cuestión y el cine de Jonás en general, siempre aboga, y no solo en el hecho de ir a un cine, sino de compartir el cine y disfrutar de ese pequeño gesto que, debido a la pandemia ha provocado que muchos espectadores no vuelvan al cine. Jonás vuelve a contar con sus “Ilusos” habituales, Lafuente en producción, Racaj en cinematografía, Velasco en la edición, M. A. Rebollo en arte, Silva Wuth y Castro en sonido, Renau en gráfica, y sus “ilusos” intérpretes: Itsaso Arana, Francesco Carril y Vito Sanz, y la gran incorporación de Irene Escolar.

¿Qué nos cuenta la última película de Jonás Trueba?.. La trama es muy sencilla, de un tono ligero y cercanísimo, como suele pasar en el cine del director. Empieza en un café de Madrid una noche invierno mientras dos parejas amigas escuchan al genial pianista Chano Domínguez. Escuchamos dos canciones. Luego, escuchamos a las dos parejas. Una, la que vive en una casa fuera de Madrid, le pide a la otra, que vive en un barrio de Madrid, que vayan a visitarles. Seis meses después, vemos a la pareja en un tren camino a visitar la casa de los de fuera de Madrid. Esta vez los personajes de Jonás no van al cine, pero el cine siempre está presente, como esa secuencia en el tren, o ese encuadre cuando llegan a la casa, pero sí que hay esos momentos musicales, como el inicio con música en directo, que remite indudablemente a las canciones del desparecido músico Rafael Berrio, y otras canciones como “Let’s move to the Country”, de Bill Callahan, remitiendo a dejar la ciudad y vivir en el campo. También, hay libros, en este caso, el de “Has de cambiar de vida”, de Peter Slotendijk, del que nos leerán algunos fragmentos, todo un ensayo profundo y analítico sobre las ideologías en este tiempo actual, y la forma de hacer una sociedad más justa, solidaria y equitativa, entre otra muchas cosas.

El día de verano, donde se concentra casi toda la acción, o en el caso del cine de Jonás, podríamos decir el día en que se concentra todo el encuentro o el reencuentro, o quizás, el desencuentro, porque ese día, aparentemente construido con una sorprendente ligereza, hay toda una estructura férrea y profundísima de cuatro amigos, o lo que queda de su amistad, que hablan, también escuchan, de los temas que les atañen como vivir en la ciudad o en el campo, sobre ideologías y lo que queda de ellas, sobre embarazos o no, sobre ellos o lo que queda de ellos, sobre todas esas ilusiones de juventud, de todo lo que la pandemia ha despertado o enterrado, porque sigue tan presente en la película con las mascarillas todavía haciendo acto de presencia. Los cuatro amigos visitan la casa, comen, juegan al ping-pong, y pasean por el bosque, como explica la canción, que quizás no sea volver al campo a vivir o quizás sí, pero también es volver a ser o al menos, parecerse a lo que éramos antes y mejor, aunque esa sea la mayor de las ilusiones.

Tenéis que venir a verla es una película de metraje breve, apenas una hora, suficiente para filmar de forma ligera, transparente e íntima a las cuatro vidas que retrata la película, y hacerlo de una forma tan auténtica, como si pudiéramos tocar la película, olerla y sentirla, despojando al cine de su artificio y dejándolo libre y sin ataduras, como hacían los Rohmer, Tanner, Eustache, las primeras obras de Colomo y Fernando Trueba, Weerasethakul, Miguel Gomes y su reciente Diarios de Ostoga, también parida en pandemia, con muchos trazos, texturas y elementos próximos a la de Jonás, porque como abríamos este texto, el cine y al vida no tienen diferencias, sino todo lo contrario, el cineasta vive y filma, o dicho de otra manera, la vida provoca que se haga cine, un cine de verdad, que hable de nosotros, como hace Jonás, no solo un cineasta genial, sino un excelente cronista vital y sentimental de la gente de su edad, de su entorno y de todas las ilusiones que esperemos que la pandemia no haya acaba por eliminar, porque Tenéis que venir a verla, aboga a volver al cine, los que todavía no lo han hecho, y no solo es una película sobre cuatro personas, sino también, un acto de resistencia, de lucha, de política, de volver al cine, y volver a hacer cine natural, sobre nosotros, sobre todo aquello que sentimos y tan maravilloso. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Entrevista a Meritxell Colell

Entrevista a Meritxell Colell, codirectora de la película “Transoceánicas”, en el marco del D’A Film Festival, en La Ikastola de Gràcia en Barcelona, el miércoles 12 de mayo de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Meritxell Colell, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Serrana Torres, coproductora de la película, y al equipo de comunicación del D’A Film Festival, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La vida era eso, de David Martín de los Santos

MARÍA HA EMPEZADO A VIVIR.  

“Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: el despertar”.

Antonio Machado

De todas las grandes frases del imperdible Quino, a través de su memorable personaje de Mafalda, hay una capital como la que la niña le pregunta a su madre: “¿Mamá que te gustaría ser si vivieras”. La pregunta que mejor define a toda una generación de mujeres que solo existieron para complacer a los demás, olvidándose de ellas mismas, y lo que es peor, olvidando sus vidas. El personaje de María es una de esas mujeres, aunque quizás ya haya llegado el momento de abrir la puerta y salir al mundo a vivir. El plano que abre la película define la sobriedad y la concisión con la que está contada todo el film. Un plano quieto, en el interior de un piso, escuchamos a María, la protagonista, como explica por teléfono que está sufriendo un infarto y que le envíen una ambulancia. Corte a habitación del hospital, donde María está acostada en una cama. Inmediatamente después, la cama de al lado se ocupará con Verónica. El director David Martín de los Santos, nacido en Madrid pero criado en Almería, del que habíamos visto sus interesantes películas cortas como Llévame a otro sitio (2004), En el hoyo (2006) y Mañana no es otro día (2015), entre otros. Relatos críticos sobre la sociedad actual, sus miserias económicas y la relación con el otro.

Para su opera prima, Martín de los Santos detiene su mirada en la generación de su madre, esas mujeres siempre al servicio de los demás, con vidas grises y anodinas, siempre calladas y siempre invisibles. María, de más de setenta años, emigró a Bélgica con su marido y allí ha tenido a sus hijos, ya mayores, y vive hace más de tres décadas. Frente a ella, Verónica, su compañera de habitación, veinteañera, también inmigrante, acuciada por los mismos problemas de antaño del país, que parece que nunca se resuelven y la historia vuelve a repetirse. Un encuentro que lo cambiará todo para María. Martín de los Santos construye una película partida en dos. En una primera mitad, somos testigos de la relación de las dos mujeres en la habitación del hospital, de la intimidad que se va generando, de la ayuda y la mirada hacia el otro, de dos mujeres que se llevan más de medio siglo, pero que son dos almas tan distintas, con vidas tan diferentes, pero que encontrarán esa mirada común, de aprendizaje y reconocimiento. En la segunda mitad, con una estructura western, la película se centra más en María, en su viaje buscando las raíces de Verónica en la provincia de Almería, en el Cabo de Gata, en Las Salinas, el pueblo que vivía de la Salinera.

En ese lugar aislado y deshabitado, María se descubrirá y redescubrirá toda esa vida que no ha vivido, todo ese mundo de respeto, de admiración y amistad que no conocía, incluso el sexo desde otro modo, a través de algunos personas que se irá encontrando. Se cruzará con Luca, un rumano de unos cincuenta tacos, excéntrico y motero, y que ahora regenta el único bar del pueblo, que la tratara de tú a tú, y sobre todo, la valorará como mujer. También, se tropezará con Juan, antiguo novio de Verónica, un tipo de la zona, con sus cosillas, como él dice, y con quién entablará una relación sana y cómplice. La parte técnica de la película es brillantísima, se asemeja a las producciones de Querejeta, cuando a los jóvenes directores los acompañaba de técnicos más experimentados, como el caso del gran cinematógrafo Santiago Racaj (que ha trabajado con Javier Rebollo, Jonás Trueba, Carla Simón o Carlos Vermut, entre otros), consiguiendo esa luz contrastada respecto a la grisácea del hospital, con aquella más esperanzadora de Almería, siempre de forma sutil, y el sonido de otra máster como Eva Valiño (con trabajos tan importantes para Icíar Bollaín, Jaime Rosales y Manuel Martín Cuenca y Carla Simón, entre otros), y el estupendo montaje que condensa con serenidad y pausa los ciento nueve minutos de metraje, que firman Lucía Palicio, bregada en muchas series de televisión, y Miguel Doblado, en su haber títulos tan interesantes como Morir, de Fernando Franco y No sé decir adiós, de Lino Escalera.

El director madrileño-almeriense ha creado una película magnífica, un grandísimo debut en el largometraje, que esperemos que tenga continuidad, porque su mirada como la cercanía con la que cuenta su relato es todo una lección de vida y humanismo, en la que se lanza al vacío, ya que situa en el centro de todo a una mujer en su vejez, rara vez vemos que el protagonismo recaiga en las personas de la tercera edad, y no lo ha hecho de un modo triste y final del camino, sino todo lo contrario, envolviéndonos en un relato de oportunidades, de cambios, donde la edad no es un impedimento, donde cualquier edad es buena para despertar a la vida, para ser uno mismo, y sobre todo, para mirar y reconocer, y ser reconocida, como hace una deslumbrante Petra Martínez, curtida en mil batallas, que ahora le llega la increíble oportunidad de un protagonista absoluto, en un reflejo sensacional de lo que le ocurre a su personaje de ficción, creando la intimidad y el aplomo de una María que despertará a todo, peor de forma sencilla, sin aspavientos y comedida, eso sí, llena de vitalidad, alegría y desnudez absoluta.

El resto del reparto brilla por su naturalidad y humanidad, como la siempre natural y cercana Anna Castillo, con un personaje libre, sin complejos, pero igual de perdido que María, aunque en otro aspecto. Las interpretaciones de Florin Piersic Jr, como ese rumano loco y extrovertido, pero de buen corazón y un amigo entrañable, Daniel Morillo es Juan, el pasado de Verónica, un tipo sano y amigo que representa a los pocos que todavía resisten en los pueblos vaciados de la zona. Pilar Gómez es Conchi, una peluquera que ayudará a María en su búsqueda, y finalmente, Ramón Barea como José, el marido de María, un hombre anodino y gris, que sabe estar, y poco más, en las antípodas de lo que está sintiendo el personaje de Petra Martínez. Si tuviéramos que emparentar a La vida era eso con una película que aborda conflictos en la misma línea, nos viene a la cabeza Nebraska (2013), de Alexander Payne, que entre el drama cotidiano, la comedia inteligente y la relación con el otro, se construye también un viaje, tanto físico como emocional, que emprende el anciano protagonista, con un destino final que nos es otra cosa que una excusa para ser uno mismo y adentrarse en todo aquello desconocido de uno mismo. Woody Grant no estaría muy lejos de María, porque siempre hay vida, independiente de la edad que tengamos, porque la vida puede ser muchas cosas, y nunca es tarde para empezar y mirarla con otros ojos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La ruleta de la fortuna y la fantasía, de Ryûsuke Hamaguchi

MIENTRAS TANTO LA VIDA.

“La vida no es un problema para ser resuelto, es un misterio para ser vivido”

Thomas Jefferson

El cine de Ryûsuke Hamaguchi (Prefectura de Kanagawa, Japón, 1978), vive por y para el misterio de la vida, pero sin intentar comprenderlo o sacar alguna conclusión al respecto, sino todo lo contrario, su base se caracteriza en sus temas emocionales, en el azar y la imaginación de sus individuos, que son gentes corrientes, personas de aquí y ahora, con vidas más o menos convencionales, eso sí, atrapados en los entresijos y extrañezas de la amistad y el amor, y llevados hacía aquí y hacía allá, expuestos a esas misteriosas y reveladoras coincidencias de la vida, aunque quizás el cine de Hamaguchi nos es más que un pretexto para hablarnos de las múltiples realidades e irrealidades de un mundo en continuo movimiento, y unas relaciones expuestas a la fragilidad y la vulnerabilidad de los sentimientos, y la fugacidad de nuestra existencia. Todos los amantes del cine con conciencia de causa nos quedamos absolutamente maravillados con la excelencia que contenía cada plano de Happy Hour (2015), una monumental película-retrato de más de cinco horas, sobre las relaciones de cuatro amigas. Una obra que cimentó el aura de gran autor de Hamaguchi, y además, demostró ser un cineasta muy personal y profundo en esta milimétrica radiografía actual sobre lo que somos y como nos relacionamos con los demás, con todos esos misterios propios y ajenos.

En La ruleta de la fortuna y la fantasía, título muy esclarecedor de las intenciones de la película, nos divide el relato en tres episodios aparentemente diferentes, porque explica tres historias distintas, pero con muchísimos puntos en común en relación a los temas y elementos que concurren en ellos. En el primer capítulo: Magia (o algo menos reconfortante), nos habla de uno de los temas predilectos del cineasta, las coincidencias o azares de la vida, a través de dos mujeres que acaban de conocerse, la más joven, modelo, y la otra, más mayor, del equipo de rodaje, y resulta que la más joven fue la pareja del hombre que la otra acaba de conocer. Pero el director japonés nos lo presenta de manera interesantes. Primero, nos muestra una conversación en un taxi de las dos mujeres, y luego, la joven acude a la oficina del hombre, y ahí, nos damos cuenta de la terrible o no coincidencia. En el segundo: Una Puerta abierta de par en par, el relato se centra en un joven que convence a su chica, más mayor, para que seduzca a su profesor que le ha suspendido injustamente. El epicentro de la historia se centra en el intento de seducción de la mujer al profesor, mientras lee un capítulo erótico del libro que acaba de publicar el citado docente. Y finalmente, en el episodio que cierra la película: Una vez más, se centra en una coincidencia de dos mujeres que no se veían desde que compartieron clase en el instituto y tuvieron un affaire sentimental que quedó en suspenso.

El aspecto formal de Hamaguchi es extraordinariamente sencillo, ínitmo y directo, porque se aleja de todo artificio que pueda distraernos o esos incómodos elementos que nos recuerdan que estamos ante una película, el cineasta nipón quiere y construye una película que huye del entramado cinematográfico todo lo que más puede, apoyándose en la luz natural siempre, con esos encuadres oscurecidos por la poca luz del espacio, no le importa al realizador todos esos inconvenientes elegidos, porque su cine se basa en la palabra, en los rostros de sus personajes, en sus pensamientos, silencios y errores. Con esos maravillosos primeros planos, al estilo de Yasujiro Ozu, con sus personajes hablando entre ellos, pero también, hablándonos a nosotros. Con largas secuencias, inteligentemente troceadas y editadas, con ritmo, pausa e intimidad, sin prisas, donde a veces, se detiene a contemplar y contemplarse, tanto unos personajes con otros, como el entorno en el que se encuentran, donde el inevitable azar hace acto de presencia irremediablemente. Y esos epílogos de cada episodio, donde el tiempo ya no es aquí y ahora, y ha pasado un tiempo, en el que se define mucho más las consecuencias irremediables del destino. Su grupo de intérpretes, principalmente femenino, no adornan sus actuaciones, todo está pensadísimo, ocupando su espacio, y sobre todo, regalándonos unas escuetas, adorables y brillantes composiciones de unos individuos que se ríen, lloran, se equivocan, aciertan, y andan muy perdidos en los temas de la vida, el amor y de ellos mismos.

Hamaguchi construye historias mínimas y reveladoras, y lo hace con el sello inconfundible de películas como La ronda (195), de Max Ophüls, con la que comparte esa idea de la vida como un interminable e infinito carrusel que nunca se detiene, y nos lleva a un destino que nunca podemos controlar, y Mesas separadas (1958), de Delbert Mann, donde las diferentes historias se confundían y nos hablan de esas pequeñas cosas que no damos importancia pero definen completamente nuestras fugaces existencias, o el inequívoco aroma de cineastas como Rohmer y Hong Sang-soo, entre otros, donde todo se cuenta desde la emoción y las palabras, donde las cosas nunca son lo que parecen, en el que cada plano muestra una quietud y una conciencia diferente, donde la realidad es un mero pretexto, porque nunca se entiende, y lo que nos hace estar en ella es un misterio que nunca sabremos en qué consiste, y mucho menos para qué, pero siempre nos quedarán nuestras emociones y cómo nos relacionamos con ellas, y con los demás, aunque con frecuencia todo eso nos lleve a la frustración y la soledad, pero la vida es así, y por mucho que nos empeñemos en que pueda ser de otra manera, no hay nada que hacer, la lucha está perdida, así que, vivamos como podamos, no hagamos un drama de nuestras continuas equivocaciones, y aunque lo consigamos muy poco, seamos buenos con los demás, y sobre todo, con nosotros, o al menos soñemos que podemos hacerlo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA