LA NIÑA Y EL MONSTRUO.
“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana… soy Ana…”.
Frase escuchada en El espíritu de la colmena, de Víctor Erice
Empezar una película no es una tarea nada fácil, elegir ese primer plano, la distancia entre la cámara y el objeto o paisaje en cuestión, el sonido que se escuchará o por el contrario el silencio que nos invadirá. En Secaderos, la segunda película de Rocío Mesa (Granada, 1983), se abre de forma espléndida, en la que en un encuadre lo vemos todo y mucho más. Esa bestia/criatura, formada de plantas de tabaco secas y colores pálidos, errante que vaga frente a nosotros por las plantaciones escasas de tabaco, y más allá, en segundo término, unos operarios arrancan las plantas para seguir cultivando. El presente y el pasado en un sólo plano, en cierto modo, la muerte y la vida, como capturaba Johan van der Keuken en su magistral Las vacaciones del cineasta (1974), una idea en la que se ancla una película que nos habla de ese lugar y ese tiempo finitos, donde el paisaje se llena de casas para turistas, los adultos sólo vienen de vacaciones, y los jóvenes sueñan con huir de unos pueblos, los de la Vega granadina, donde sólo quedan los más mayores que se venden sus tabaqueras y una forma de vida que es sólo recuerdo y memoria.
De la directora granaína conocíamos su anterior película Orensanz (2013), una película de auténtica guerrilla, en la que profundiza en el arte de Ángel Orensanz entre el New York más cultural y el Pirineo aragonés. También sabíamos de su exilio artístico californiano donde ha levantado un festival de cine “La Ola”, centrado en la promoción del cine español, y ha producido interesantes documentales como Next (2015), de Elia Urquiza y Alma anciana (2021), de Álvaro Gurrea. en su segundo largometraje, retorna a casa, al lugar donde creció, a esa Vega machacada por un progreso deshumanizado, y lo hace a través de dos niñas, Vera, de 4 años, que visitas a sus abuelos acompañada de su madre, y otra, Nieves, adolescente que vive y trabaja junto a sus padres en una de las pocas tabaqueras que quedan en pie (edificaciones artesanales de madera que se usa para secar el tabaco). Mesa construye una película singular y tremendamente imaginativa, porque conviven la ficción y el documento de forma natural y sencilla, y también, el fantástico, con esa criatura que va entre el tabaco o lo que queda de ellos, lamentándose y triste, una metáfora del lugar, como lo era ese otro monstruo de Frankenstein en la inolvidable El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, y su encuentro con la niña, en este caso, con dos niñas, donde el tiempo no existe, donde el tabaco está despidiéndose, donde sólo los niños y niñas pueden verla si de verdad quieren verla.
Una película que sin pretenderlo ni posicionarse directamente, nos habla de lo social y de lo humano, de verse encerrada en un espacio que te pide huir de él, cuando los demás, tu entorno te obliga a seguir sin más, siguiendo una especie de tradición que no entiendes ni sientes. Tiene Secaderos esa mirada de vuelta a lo rural, como la tienen las recientes Alcarràs, de Carla Simón, y El agua, de Elena López Riera, de retratar un lugar antes que no desaparezca a través de las relaciones humanas y sobre todo, de esos pueblos atrapados en un tiempo que ya pasó, y en otro, el futuro, que ya no serán. La cineasta andaluza se ha acompañado de Alana Mejía González en la cinematografía que, después de la interior y oscura Mantícora, de Vermut, realiza otro soberbio trabajo, desde las antípodas del mencionado, ya que se va a exteriores y mucha luz. El gran ejercicio de sonido de un grande como Joaquín Manchón, que ha trabajado con Enciso, Subirana, Muñoz Rivas y Pantaleón, entre otros, el conciso y trabajado montaje de Diana Toucedo, de la que hemos visto sus últimas películas con Lameiro y Bofarull, en una historia que se va a los 98 minutos de metraje, y tiene muchas localizaciones por varios de los pueblos que componen la riqueza de la Vega granadina.
Mención aparte tiene el magnífico trabajo de David Martí y Montse Ribé, que frente su empresa de efectos especiales DDT, han llenado de monstruos y criaturas de las más extrañas y fascinantes el cine español, que alcanzaron la gloria internacional con El laberinto del fauno (2006), de Guillermo del Toro, y siguen imaginando monstruos bellos y trágicos como el que pulula por la película, en otra obra de arte de la imaginación, que mezcla fantasía y realidad. Aunque la sorpresa mayúscula de una película como Secaderos es su fantástico y equilibrado reparto entre las que destacan las dos niñas, ¡Pedazo actuación de naturalidad y transparencia se marcan las dos debutantes!, las Vera Centenero de tan sólo siete años, que no está muy lejos de la Ana Torrent de la mencionaba El espíritu de la colmena, y Ada Mar Lupiáñez siendo Nieves, esa chica atrapada en un lugar y en un tiempo, que tan sólo lo quiere ver lejos, y después tenemos a la actriz profesional Tamara Arias, que se camufla como una más junto a los Jennifer Ibáñez, Eduardo Santana Jiménez, Cristina Eugenia Segura Molina, José Sáez Conejero y Pedro Camacho Rodríguez, vecinos de los pueblos de la Vega reclutados para la película.
Secaderos, de Rocío Mesa no es una película más, es otro ejemplo más de la buena salud del cine español, taquilla aparte, que mira a lo rural, que siempre había sido caldo de cultivo de nuestro cine, desde lo humano, contando las dificultades para continuar con el trabajo más artesano y natural, frente a esas ansías destructivas de especulación y destrozar el paisaje con horribles casas unifamiliares, y es un magnífico retrato sobre ese estado de ánimo triste y desolador instalado en esa que algunos mal llaman “España vacía”, porque la realidad dice lo contrario, porque no está vacía del todo, siguen habitando personas que resisten y trabajan, con sus costumbres, su gazpacho fresquito, sus tardes veraniegas de tertulia y una idiosincrasia muy particular, lo que les dejan unas autoridades empecinadas en un progreso que destruye para mal vender un territorio al mejor postor, una lástima, porque como bien nos dice la película, finalmente, todos seremos como la criatura de la película, una bestia desamparada, que no habla, que emite sonidos y se lamenta sin consuelo. Quizás estemos a tiempo de salvarnos, aunque la sensación y la realidad más inmediata no ofrecen muchas esperanzas de salvación y mucho menos de vivir dignamente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA