Secaderos, de Rocío Mesa

LA NIÑA Y EL MONSTRUO. 

“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana… soy Ana…”.

Frase escuchada en El espíritu de la colmena, de Víctor Erice

Empezar una película no es una tarea nada fácil, elegir ese primer plano, la distancia entre la cámara y el objeto o paisaje en cuestión, el sonido que se escuchará o por el contrario el silencio que nos invadirá. En Secaderos, la segunda película de Rocío Mesa (Granada, 1983), se abre de forma espléndida, en la que en un encuadre lo vemos todo y mucho más. Esa bestia/criatura, formada de plantas de tabaco secas y colores pálidos, errante que vaga frente a nosotros por las plantaciones escasas de tabaco, y más allá, en segundo término, unos operarios arrancan las plantas para seguir cultivando. El presente y el pasado en un sólo plano, en cierto modo, la muerte y la vida, como capturaba Johan van der Keuken en su magistral Las vacaciones del cineasta (1974), una idea en la que se ancla una película que nos habla de ese lugar y ese tiempo finitos, donde el paisaje se llena de casas para turistas, los adultos sólo vienen de vacaciones, y los jóvenes sueñan con huir de unos pueblos, los de la Vega granadina, donde sólo quedan los más mayores que se venden sus tabaqueras y una forma de vida que es sólo recuerdo y memoria.  

De la directora granaína conocíamos su anterior película Orensanz (2013), una película de auténtica guerrilla, en la que profundiza en el arte de Ángel Orensanz entre el New York más cultural y el Pirineo aragonés. También sabíamos de su exilio artístico californiano donde ha levantado un festival de cine “La Ola”, centrado en la promoción del cine español, y ha producido interesantes documentales como Next (2015), de Elia Urquiza y Alma anciana (2021), de Álvaro Gurrea. en su segundo largometraje, retorna a casa, al lugar donde creció, a esa Vega machacada por un progreso deshumanizado, y lo hace a través de dos niñas, Vera, de 4 años, que visitas a sus abuelos acompañada de su madre, y otra, Nieves, adolescente que vive y trabaja junto a sus padres en una de las pocas tabaqueras que quedan en pie (edificaciones artesanales de madera que se usa para secar el tabaco). Mesa construye una película singular y tremendamente imaginativa, porque conviven la ficción y el documento de forma natural y sencilla, y también, el fantástico, con esa criatura que va entre el tabaco o lo que queda de ellos, lamentándose y triste, una metáfora del lugar, como lo era ese otro monstruo de Frankenstein en la inolvidable El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, y su encuentro con la niña, en este caso, con dos niñas, donde el tiempo no existe, donde el tabaco está despidiéndose, donde sólo los niños y niñas pueden verla si de verdad quieren verla. 

Una película que sin pretenderlo ni posicionarse directamente, nos habla de lo social y de lo humano, de verse encerrada en un espacio que te pide huir de él, cuando los demás, tu entorno te obliga a seguir sin más, siguiendo una especie de tradición que no entiendes ni sientes. Tiene Secaderos esa mirada de vuelta a lo rural, como la tienen las recientes Alcarràs, de Carla Simón, y El agua, de Elena López Riera, de retratar un lugar antes que no desaparezca a través de las relaciones humanas y sobre todo, de esos pueblos atrapados en un tiempo que ya pasó, y en otro, el futuro, que ya no serán. La cineasta andaluza se ha acompañado de Alana Mejía González en la cinematografía que, después de la interior y oscura Mantícora, de Vermut, realiza otro soberbio trabajo, desde las antípodas del mencionado, ya que se va a exteriores y mucha luz. El gran ejercicio de sonido de un grande como Joaquín Manchón, que ha trabajado con Enciso, Subirana, Muñoz Rivas y Pantaleón, entre otros, el conciso y trabajado montaje de Diana Toucedo, de la que hemos visto sus últimas películas con Lameiro y Bofarull, en una historia que se va a los 98 minutos de metraje, y tiene muchas localizaciones por varios de los pueblos que componen la riqueza de la Vega granadina. 

Mención aparte tiene el magnífico trabajo de David Martí y Montse Ribé, que frente su empresa de efectos especiales DDT, han llenado de monstruos y criaturas de las más extrañas y fascinantes el cine español, que alcanzaron la gloria internacional con El laberinto del fauno (2006), de Guillermo del Toro, y siguen imaginando monstruos bellos y trágicos como el que pulula por la película, en otra obra de arte de la imaginación, que mezcla fantasía y realidad. Aunque la sorpresa mayúscula de una película como Secaderos es su fantástico y equilibrado reparto entre las que destacan las dos niñas, ¡Pedazo actuación de naturalidad y transparencia se marcan las dos debutantes!, las Vera Centenero de tan sólo siete años, que no está muy lejos de la Ana Torrent de la mencionaba El espíritu de la colmena, y Ada Mar Lupiáñez siendo Nieves, esa chica atrapada en un lugar y en un tiempo, que tan sólo lo quiere ver lejos, y después tenemos a la actriz profesional Tamara Arias, que se camufla como una más junto a los Jennifer Ibáñez, Eduardo Santana Jiménez, Cristina Eugenia Segura Molina, José Sáez Conejero y Pedro Camacho Rodríguez, vecinos de los pueblos de la Vega reclutados para la película. 

Secaderos, de Rocío Mesa no es una película más, es otro ejemplo más de la buena salud del cine español, taquilla aparte, que mira a lo rural, que siempre había sido caldo de cultivo de nuestro cine, desde lo humano, contando las dificultades para continuar con el trabajo más artesano y natural, frente a esas ansías destructivas de especulación y destrozar el paisaje con horribles casas unifamiliares, y es un magnífico retrato sobre ese estado de ánimo triste y desolador instalado en esa que algunos mal llaman “España vacía”, porque la realidad dice lo contrario, porque no está vacía del todo, siguen habitando personas que resisten y trabajan, con sus costumbres, su gazpacho fresquito, sus tardes veraniegas de tertulia y una idiosincrasia muy particular, lo que les dejan unas autoridades empecinadas en un progreso que destruye para mal vender un territorio al mejor postor, una lástima, porque como bien nos dice la película, finalmente, todos seremos como la criatura de la película, una bestia desamparada, que no habla, que emite sonidos y se lamenta sin consuelo. Quizás estemos a tiempo de salvarnos, aunque la sensación y la realidad más inmediata no ofrecen muchas esperanzas de salvación y mucho menos de vivir dignamente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Sergi López

Entrevista a Sergi López, actor de la película “Pequeña flor”, de Santiago Mitre, en el Instituto Francés en Barcelona, el lunes 28 de noviembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Sergi López, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Fernando Lobo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Pequeña flor, de Santiago Mitre

(DES)AMOR, CRÍMENES Y FE.  

“La vida es una partida de ajedrez y nunca sabe uno a ciencia cieta cuánto está ganando o perdiendo”.

Adolfo Bioy Casares

La última película de Santiago Mitre (Buenos Aires, Argentina, 1980), pudiera parecer en su apariencia un cambio de registro al cine que nos tenía acostumbramos el director argentino, un cine de fuerte carga política y social que se erige como una profunda radiografía de ese otro lado de la política y la sociedad, pero no es así la cosa, porque Pequeña flor, si que tiene un tono muy diferente al cine que venía haciendo Mitre, pero solo en apariencia, porque continúa con esos personajes atribulados, sumamente complejos y sometidos a una fuerte presión, tanto en su entorno como personalmente, el José, protagonista de la que nos ocupa, es un tipo expulsado de todo: acaba de perder su trabajo como dibujante, acaba de ser padre primerizo, y aún más, acaba de estrenarse como amo de casa y cuidador 24 horas de su bebé, además, conoce a un peculiar vecino que le encanta el jazz, el vino elitista y todas esas cosas que cuestan tanto dinero.

 

Mitre escribe el guion junto a Mariano Llinás, su cómplice en muchas batallas, la más reciente Argentina, 1985, estrenada hace apenas hace un par de meses, amén de un gran cineasta como lo atestiguan películas de la solidez de Balnearios, Historias extraordinarias y La flor, entre otras, adaptando la novela homónima de Iosi Havilio, en un relato que va cambiando de género de forma natural y aleatoria, pero siempre ordenada siendo una sombra de la confusión en la que está inmerso el protagonista, fusionado diferentes tramas y texturas, siempre en un tono ligero y muy jocoso, yendo desde la comedia romántica, divertida y muy negra, el thriller, desde una perspectiva juguetona y cotidiana, y el fantástico, desde su vertiente realista y psicológica, con el mejor aroma de los Borges, Cortázar, Bioy Casares y demás, y algunas dosis de la ruptura total de tópicos y prejuicios hacia esa Francia que tenemos en mente de postal y campiña, alejándose de la idea preconcebida, y adentrándose en una Francia más cercana, situándonos en un espacio frío, feo y nada cómodo.

 

El gran trabajo de cinematografía de Javier Julià, que ya estuvo con Mitre en La cordillera (2017), y Argentina, 1985 (2022), amén de buenos trabajos en Iluminados por el fuego, El último Elvis y Relatos salvajes, que construye un contraste de luces, fusionando varios tonos como esa luz etérea y barroca del interior de la casa de José y Lucie, con esa otra luz en las antípodas tan kitsch y colorida de la casa del vecino, o esa otra luz del personaje de Bruno, entre la magia, el esoterismo y el más allá, tan pop y cálida. El estupendo trabajo de montaje, conciso y detallado, para meter los noventa y cuatro minutos de metraje, que pasan volando y donde no dejan de ocurrir cosas a cual más extravagante y reflexiva, que firman un trío espectacular como Alejo Moguillansky, otro “Pampero”, como Llinás, con una sólida carrera como director con títulos como El escarabajo de oro, La vendedora de fósforos y La edad media, entre otros, Andrés Pepe Estrada, que estuvo en Argentina, 1985, y ha trabajado con Trapero y Juan Schnitman, y Monica Coleman, con una trayectoria de más de sesenta películas entre las que destacan sus trabajos con Amos Gitai y François Ozon.

Una película tan abierta a la mezcla de géneros, texturas y formas debía tener un reparto muy heterogéneo e internacional como el uruguayo Daniel Hendler, actor fetiche de la primera etapa del cineasta Daniel Burman, que da vida al perdido y desubicado protagonista, acompañado por la maravillosa Vimala Pons, que muchos la descubrimos en La chica del 14 de julio, en un personaje alocado, impredecible y adorable, con esa secuencia de apertura memorable donde está pariendo. El resto de personajes, esos memorables intérpretes de reparto, como Sergi López, un todoterreno de la interpretación que trabaja mucho en Francia, es el inquietante Bruno, una especie de Jodorowsky pero a lo caradura, porque tiene la habilidad de seducir a las personas y atraerlas a esa especie de harén-secta del mundo interior, Mevil Poupaud, que tiene películas con Rohmer, Ozon o Dolan, entre otros, y da vida al excéntrico vecino, una especie de confesor y desahogo para el protagonista, Françoise Lebrun, que tiene un lugar de privilegio en nuestra memoria cinéfila por ser la Veronique de La mamá y la puta (1970), de Jean Eustache, es una vecina muy simpática y acogedora, y finalmente, Éric Caravaca hace una breve aparición como editor.

 

Mitre ha hecho una película extraordinaria y muy psicológica, no se dejen engañar por su apariencia, porque debajo de la alfombra se ocultan muchas cosas y muy sorprendentes, en una comedia gamberra, negrísima, con el mejor estilo de los Ealing Studios, como El quinteto de la muerte y Oro en barras, entre otras, comedias muy cotidianas, oscurísimas y tremendamente socarronas y críticas con la sociedad británica de posguerra, con personajes excéntricos, disparatados y llenos de humanidad, recogiendo el testigo de los grandes comediantes del Hollywood clásico como los Chaplin, Keaton y los Marx. Nos vamos a sentir muy identificados con el protagonista de Pequeña flor, porque en algún momento de nuestras vidas hemos o estaremos completamente perdidos, sin rumbo, alejados de nosotros y ahogados en una vida cotidiana que, seguramente, no hemos pensado en tener ningún día de nuestras vidas, y nos hemos visto inmersos en una existencia de derrota y sobre todo, sin fuerzas y sin puertas por las que salir, y toda nuestra vida se ha visto sumergida en una especie de locura sin sentido, donde todo parece tener un significado que nosotros somos incapaces de descifrar y mucho menos entender. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La nube, de Just Philippot

LA AMENAZA INTERIOR.

“Toda historia no es otra cosa que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible”.

Italo Calvino

Erase una vez una madre soltera llamada Virginie, al cargo de dos hijos, Laura y Gaston, que vivía en su granja, y trabajaba incesantemente para hacer productiva su actividad de saltamontes comestibles. Pero, las cosas no le iban bien, nada bien, las deudas se acumulaban, y los precios de mercado no hacían viable la cría de saltamontes. Un día, todo cambiará, y por casualidad, encontrará el remedio que tanto ansiaba, la sangre hace reproducirse a los acrídidos mucho más rápido y su producción comienza a crecer considerablemente, y su negocio comienza a prosperar. Centrándose en su hilo argumental, La nube, un guión escrito por Jérôme Genevray y Franck Victor, es un retrato social sobre las dificultades de una mujer por sacar adelante su familia y su trabajo, también, nos habla de los cambios en la producción agrícola entre lo convencional y las nuevas formas ecológicas.

Si bien, la película añade el componente thriller y fantástico, cuando los saltamontes se reproducen bebiendo sangre, y sin darnos cuenta, la película se convierte en una oscura y terrorífica película de catástrofes. Aunque estos continuos saltos de género, se hacen desde la sutileza y la sobriedad, sin perder en ningún instante la textura y la intimidad con la que está contada la historia. La opera prima de Just Philippot (París, Francia, 1982), se desarrolla en el marco certero para este tipo de fábulas que hablan de nosotros y nuestra relación con la naturaleza, tiene mucho de ese tipo de cine donde lo social y lo fantástico se anudan de tal forma que coexisten por el bien del relato, como por ejemplo sucedía en Los pájaros, de Hitchcock, en Cuando ruge la marabunta, de Byron Haskin, Alien, de Ridley Scott o Take Shelter, de Jeff Nichols. Cine para explicarnos las devastadores acciones del ser humano en una naturaleza que se rebela en contra de la ambición desmedida o esas ansías de más y mejor de la naturaleza humana, sin prever las terribles consecuencias que generan.

Los pocos personajes también ayudan a cumplir esa máxima del cine, menos es más, y esa otra, la que dice que si todo puede ocurrir en un mismo escenario mucho mejor. Una madre agobiadísima por sus deudas, encuentra una especie de milagro para sus saltamontes, imbuida a esa locura que lentamente se le volverá en su contra. Frente a sus hijos, Laura, en plena adolescencia, rebelde y protestona con su madre, y Gaston, más pequeño, enamorado del fútbol. Dos hijos que crecerán muy rápido en un entorno difícil donde su madre cada vez está más obsesionado con su trabajo, convirtiéndose en una adicción, otro de los males modernos, y olvidándose de los suyos, como ocurre con su vecino y amigo Karim, un viticultor que ayuda a Virginie, una relación ambigua entre la amistad y algo más. La grandísima interpretación de Suliane Brahim dando vida a Virginie, en un proceso parecido al de Dr Jekill y Mr. Hide, que deberá afrontar las consecuencias de sus actos, y cuidar de su familia ante la amenaza que les acecha, bien acompañada por Sofian Khammes como Karim, el amigo, el posible amor y el confidente ante tanta penuria y oscuridad, y finalmente, Marie Narbonne es Laura, la hija rebelde, y Rapahel Romand es Gaston.

La cámara que se mueve con suavidad, siempre en movimiento y con esa cercanía que traspasa a los personajes con esa luz natural y la vez intensa, obra del cinematógrafo Romain Carcamade, y el ágil y rítmico montaje de Pierre Deschamps, ayudan a La nube a convertirnos a los espectadores en una pesadilla laberíntica de consecuencias irreversibles. Uno de los elementos más elaborados e inteligentes de la película son sus efectos digitales obra de una eminencia como Antoine Moulineau, unos efectos que recuerdan a los de las películas de Cronenberg, porque casan completamente con el relato, esos organismos que van mutando, aportando esa sensación de oscuridad y suciedad, con esa tormenta que se avecina, el mal que sobrevuela constantemente en el aire malsano que se va apoderando de la película. La nube tiene la textura y el aroma de fábula, de esas donde los animales nos están contando cosas de nosotros, y de nuestra idiosincrasia, y sobre todo, de nuestra forma de vivir y trabajar, de nuestro tratamiento en pos a la naturaleza y de todos los seres vivos que la habitan, porque como nos mencionaban en Frankenstein, de Mary Shelley, no hay más monstruo siniestro y violento que el que habita en nosotros, y alimenta nuestras pesadillas más reales. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Voces, de Ángel Gómez Hernández

EL MAL QUE NOS ACECHA.

“El mayor número de los males que sufre el hombre proviene del hombre mismo”

Plinio el joven

Desde el primer instante de Voces, la opera prima de Ángel Gómez Hernández (Algeciras, 1988), con ese niño extraño, pavoroso y anulado, hablando con la psicóloga, en esa habitación con los plásticos traslúcidos, los dibujos que se convertirán en esenciales para el relato, y ese aire mortecino que contamina todo el espacio, ya intuimos que el mal que acecha a esa casa y a ese niño, nada tiene que ver con las conclusiones que extrae la psicóloga cuando habla con los padres minutos después. Todo se desenvuelve con ese aire malsano, gris, con ese arranque desde el cielo, con la cámara descendiendo hasta esa piscina llena de hojas y troncos, donde hay una pelota roja flotando que el padre recupera. Un único espacio, apenas cinco personajes, y una casa, pocos elementos, y bien colocados, con una casa que entraña un misterio, un pasado que se irá desvelando, produciendo una serie de situaciones que desnudará emocionalmente a los personajes.

El director algecireño consiguió un enorme éxito con el cortometraje Behind (2016), quince minutos de auténtico pavor en el que, una madre obsesionada con su ex marido, protegerá a su hijo hasta las últimas consecuencias. A partir de un guión escrito por Santiago Díaz (que debuta en el cine después de haberse fogueado en series televisivas), Gómez Hernández construye un clásico cuento de terror, bien urdido y planteado, apoyándose en una premisa sencilla, una casa aislada con pasado oscuro, una joven familia que se dedica a reformar casas y luego venderlas, un niño aterrado porque unas voces misteriosas le impiden el sueño. El primer tercio, la película se apoya en los detalles, esa rendija por la que salen molestas moscas que no paran de zumbar, los sonidos extraños de los Walkie Talkie, la puerta de la piscina, y los testimonios del niño. En el segundo tercio del relato, aparecen Germán, experto en psicofonías (sonidos del más allá), y su hija, Ruth, que ayudarán a Daniel, el padre, a desentrañar que se oculta en el alma de esa casa que está provocando esos sucesos terribles. En el último tramo, descubrirán el mal que se oculta y lucharán contra él.

El inmenso trabajo de luz obra de Pablo Rosso (responsable de la exitosa saga Rec, y las siguientes películas de Balagueró y Plaza), que ya estaba en Behind, con esa luz densa, tenue y oscura, que irá transformándose a medida que avancen los descubrimientos de los protagonistas, o el exquisito trabajo de montaje de Victoria Lammers, esencial en este tipo de películas, donde sugerir es más importante que mostrar. Gómez Hernández no oculta sus “padres cinematográficos”, como la pareja que pierde a sus hijos de Amenaza en la sombra, la casa encantada de Al final de la escalera, los fenómenos extraños de Poltergeist, y esa deuda con el cine de terror patrio, con La residencia, de Chicho Ibáñez Serrador, auténtico alma mater para muchos cineastas españoles, con las ya comentadas Rec, Los sin nombre, de Balagueró, donde ya encontrábamos una madre que perdía a su hija, Los otros, de Amenábar, y las recientes Verónica, de Paco Plaza y Malasaña, 32, de Albert Pintó, tres cuentos de terror donde se jugaban mucho con las casas encantadas, todos esos elementos y huellas aparecen en la película.

Voces no oculta sus referencias, sino todo lo contrario, las muestra sin pudor,  y consigue lo más difícil, las sabe hacer suyas y dotarlas de un aire diferente y muy personal, creando esa atmósfera de terror puro, jugando con aquello que escuchamos y no vemos, adentrándonos en ese mundo oculto que hay detrás de todo lo que aparentamos ver, a través de la cotidianidad de una búsqueda en los infiernos que se encuentran en nuestro interior, lanzándose a esos abismos que también somos nosotros. Un buen reparto, que da esa naturalidad y aplomo que tanto demanda la película, con Rodolfo Sancho, convertido en un actor de raza, que sabe sacar un gran provecho de su mirada y su voz, bien acompañado por Belén Fabra, afianzada por esa mirada penetrante, son el matrimonio y los padres de Lucas, interpretado por el niño Lucas Blás, que a pesar de las dificultades de su personaje, lo saca con inteligencia y altura, y los dos forasteros que ayudarán a la familia, Germán, que interpreta un siempre convincente y maravilloso Ramón Barea (con ese pasado turbio que ayuda aún más si cabe a la oscuridad del relato, y su hija, Ruth, que hace con convicción Ana Fernández, y una breve aparición de Javier Botet, que ya estaba en Behind, convertido en un intérprete fetiche para muchos de los recién llegados al terror y fantástico español.

En el apartado de debes de la película, podríamos añadir un uso excesivo del volumen de sonido, heredado de algunas producciones estadounidenses, que buscan el susto del espectador a través del excesivo sonido, aunque esa parte no empaña el resultado global de la película, que siendo la primera incursión en el largometraje de Gómez Hernández, sabe contagiarnos de ese espíritu oscuro y malsano que atraviesa toda la película, sumergiéndonos en las profundidades del más allá, a partir de la serenidad y la paciencia, que tanto se agradecen en este tipo de películas, una calma necesaria para ir descubriendo todo aquello que se oculta, todo aquello que provoca los males del exterior, deteniéndose en las pistas y detalles que pululan por la casa y envuelven a los personajes, creando una buen cuento de terror, saldándose como un relato de de terror bien contado, que ni engaña ni resulta tramposo, muy entretenido y con carácter, augurando, quizás, el nacimiento de un nuevo director español interesado por el terror y el fantástico, que es capaz, con poco, llegar a lugares muy interesantes y oscuros para el género. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Little Joe, de Jessica Hausner

LA PLANTA DE LA FELICIDAD.

¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que la felicidad no es más que uno de los juegos de la ilusión?

Julio Cortázar

¿Cómo gestionaríamos que alguien muy cercano a nosotros experimentase tales cambios que dudaríamos de su identidad, que lo viésemos como otra persona completamente diferente? A partir de este tipo de cuestiones, se estructura el quinto trabajo como directora de Jessica Hausner (Viena, Austria, 1972) una creadora de universos enfermizos y muy oscuros, de atmósferas inquietantes y fantasmagóricas, que nos remiten directamente a los cuentos de hadas, estéticamente dotadas de una consumada y elegante visualidad, donde los colores pálidos contrastan con los más intensos, en cintas de género fantástico y terror que fusionan la cotidianidad más cercana con los mundos ocultos y ambivalentes, donde la religión adquiere una significación extraña y peculiar, con películas protagonizadas por jóvenes atrapadas y asfixiadas en un entorno en el que no se adaptan y acaban encontrando salidas complejas y muy ambiguas.

Con su sorprendente opera prima Lovely Rita  (2001), nos colocaba en el pellejo de una joven que no encajaba en su entorno, ni familiar ni en la escuela religiosa, en mitad de su despertar sexual. En Hotel (2004), seguíamos la existencia de Irene, una empleada de hotel que se adentraba en lo siniestro huyendo de una realidad triste y amarga, en Lourdes (2009), se metía de lleno con las contradicciones religiosas con el caso de Chritine, una joven discapacitada que logra curarse. Y finalmente, en Amour Fou (2014), inspirándose en el suicidio de Heinrich von Leist de 1811, convocaba a Henriette, una joven casada que accedía a las pretensiones suicidas del poeta. En Little Joe, vuelve a sumergirse en esos mundos cotidianos y artificiales que tanto le agradan, para mostrarnos a un grupo de científicos que han creado una planta que todo aquel que absorbe su aroma se siente feliz, aunque no tienen en cuenta los efectos secundarios, las consecuencias que origina en aquellos que accidental o voluntariamente la huelen.

Hausner vuelve a coescribir con Géraldine Bajard (su coguionista de las últimas tres películas) y como ocurre en sus otras películas, vuelve a centrarse en una joven, en este caso la científica Alice, divorciada y madre de un chaval llamado Joe, en ese mundo artificial donde el trabajo lo es todo, ese espacio horticultural donde se cultivan las milagrosas plantas, un universo donde destacan el color rojo intenso de las plantas, todas puestas en fila, y el color pálido de las batas de color verde menta, y ese espacio de pocas palabras, y mucha distancia física y emocional, como suele ser habitual en el cine de la austriaca, donde sus personajes nunca dicen lo que sienten y ocultan sus emociones, hablando siempre poco y muy adecuadamente, sintiendo ese peso social que coarta y alinea a los seres humanos en esta sociedad superficial y vacía. A partir de esa estética estilizada y esos colores contrastadas, desde el vestuario como de la caracterización, en que esa luz, a veces cegadora, casi artificial, y otras, tenue, obra del cinematógrafo Martin Oschlacht (colaborador en toda la filmografía de Hausner) y el medido montaje obra de Karina Ressler, otra de sus más estrechas cómplices, añade otra elemento perturbador como la música del japonés Teiji Ito, rompiendo todos los esquemas en esa fusión de imágenes silenciosas y confusas con esa música de ritmos samuráis.

La cineasta austríaca toca el género a través de una cinta de terror psicológico, que tendría en La invasiones de los ladrones de cuerpos, su espejo más fiel, en esa alegoría que tiene mucho que ver con una sociedad obsesiva por ser feliz a costa de quién sea o lo que sea. Aunque Hausner, siendo fiel a una de sus premisas, ha construida una fábula llena de puertas oscuras y laberintos sin fin, en que se muestra muy ambigua en la narración, huyendo del clasicismo para adentrarse en otro terreno, en ese espacio estéticamente sobrio e inquieto que tanto le agrada, donde la confusión se erige como un elemento indispensable, jugando con el espectador, en una trama que no desvelará el asunto en cuestión, lanzando varias hipótesis de lo que realmente ocurre sin optar por ninguna en concreto, desconociendo si el virus de las plantas contagia o no, marco que aún hace muchísimo más atractiva y sugerente la propuesta de la películas, sumiéndonos en aquello más racional o no, ene se terreno ambiguo de la psicología entre aquello que vemos, creemos, sentimos o sugestionamos, en esa idea de la incertidumbre como elemento especifico de la existencia, como nexo entre lo que somos y lo que creemos ser.

Hausner convoca un reparto extraordinario, peculiar y muy bien elegido, otra de las muchas cualidades de su cine, entre los que destacan Emily Beecham que interpreta a Alice, la pelirroja científica callada y fría, creadora de la planta y sumida en las consecuencias de su propia creación, que la empareja directamente con el Dr. Frankenstein y su monstruo. A su lado, su alter ego, Ben Whishaw que da vida al Dr. Chris, ese compañero fiel y parco en palabras, admirador ferviente de Alice, las agradables presencias de las veteranas Kerry Fox, como otra de las científicas, clave en la trama, y Lindsay Duncan, la psicoanalista de Alice, convertida en una aliada muy fiel y en ese espejo donde mirarse. Y Finalmente, el niño Kit Connor que hace de Joe, el hijo de Alice. Hausner es una auténtica maestra en crear esos mundos extraños y fantásticos que constantemente rodean nuestra cotidianidad, pero que sometidos a nuestros propios quehaceres y deseos, no nos fijamos en esas señales que nos confunden, y acabamos sumergidos en ellos cuando ya es demasiado tarde. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Arima, de Jaione Camborda

EL ESPÍRITU DEL BOSQUE.

“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana…Soy Ana…”

Isabel a Ana en El espíritu de la colmena, de Erice

Arima es aquello que ves a través de la niebla, aquello que intuyes, pero que no consigues ver con claridad. Un sueño, un recuerdo, un deseo. Desde su evocador y misterioso título, la primera película de Jaione Camborda (San Sebastián, 1983) nos traslada a un lugar alejado de lo conocido, un espacio que se instala entre la realidad y lo imaginado, entre aquello que vemos y que intuimos, entre lo que sentimos y soñamos, un paisaje envolvente que nos produce miedo y también fascinación, ese lugar donde los sueños, los espíritus y lo de más allá puede cobrar vida, puede manifestarse o puede evocarnos a ese lugar oculto que anida en nuestro interior, ese lugar en el que solo nosotros podemos ir y estar. Camborda nos había entusiasmado con alguno de sus piezas de corte experimental rodadas en súper 8 como Rapa das Bestas (2017) un trabajo de carácter etnográfico en el que exploraba la relación del hombre con lo animal, en una batalla donde se fundían la violencia y lo atávico.

Siguiendo con el celuloide pero esta vez en el 16mm, con el cinematógrafo Alberte Branco (responsable entre otras de Los fenómenos, Las altas presiones o La estación violenta) la directora donostiarra continúa sumergiéndose en los elmentos que transitaban en sus anteriores trabajos como el paisaje, la relación de lo humano con lo animal y la naturaleza, en un espacio donde confluyen realidad y fantasía, componiendo una sinfonía instalada a media luz, velada, donde la espesa niebla, y la sombras proyectadas van creando ese paisaje fantasmagórico por el que se desplazan las cuatro mujeres de la película, Julia, es una mujer reflexiva, de carácter introvertido y muy observadora, que arrastra la desaparición de su hermano Ángel cuando este era solo un niño, su madre es una mujer que ha huido del centro, está anclada en otro tiempo, perdida y desorientada, incapaz de pertenecer a un lugar que mira extrañada, Nadia es la mujer radiante de juventud, atractiva, que posa su cuerpo desnudo para que la retraten, el objeto de deseo al que todos admiran y desean, y por último, Elena, frágil, sencilla y desamparada, madre de Olivia, esa niña que al igual que sus coetáneas Ana de El espíritu de la colmena, la otra Ana de Cría Cuervos y Olvido de La mitad del cielo, todas ellas niñas capaces de traspasar la vida y transitar por el universo de las ánimas, dejar la realidad para adentrarse en un paisaje diferente, extraño y mágico, en el que obedecen otras leyes, otras emociones, un lugar donde se relacionan con espíritus y seres de otro tiempo y otra vida, con el aroma gótico que reinaba en La hora del lobo, de Bergman. Olivia es la niña que abre esa vía a las mujeres, sobre todo, a Julia, a entrar en ese mundo espectral, donde las cosas se sienten y se ven de otra forma.

Las cuatro mujeres verán su cotidianidad alterada con la presencia de dos hombres, uno que nunca veremos pero intuimos que pueda ser real o quizás no, el otro, David, sí que es real, y aparece herido en la vida de Elena, una especie de salvador para ella, una compañía que Olivia verá como una amenaza y un temor. Ese paisaje onírico y real, que camina entre la nebulosa, la apariencia y lo tangible lo encontró Camborda en el pequeño pueblo de Mondoñedo, en el norte de la provincia de Lugo, un lugar que por su posición geográfica está bañado por una espesa niebla que lo inunda de esa capa ambivalente, ideal para construir esa fascinante y evocadora atmósfera que reina en la película. La directora vasca construye un relato íntimo y breve, apenas el metraje alcanza los 77 minutos, con ese montaje lleno de sutilezas obra de Marcos Florez (que ya estaba en El último verano, de Leire Apellaniz) para mostrar lo sugerido y lo espectral.

Arima es un cuento que camina entre lo cotidiano, lo tradicional, y lo fantasmal, con esos maravillosos dibujos infantiles de Olivia (que recuerdan a aquellos que hacía la niña de El cebo) y se mueve entre la fábula, el terror y la violencia (como ese brutal instante cuando Olivia agarra la escopeta) donde todo se sugiere, se intuye y se escucha, donde el off es de vital importancia. Un relato anclado en una especie de limbo, tanto narrativo como formal, en la que escuchamos pocos diálogos, donde las miradas, los gestos y las acciones de los personajes se imponen a las palabras, donde todo se dice desde lo que cuentan las miradas, en el que sus personajes observan y miran mucho, y también callan más, donde todo se sugiere y se alimenta a través de las emociones que van sintiendo y las situaciones que se van generando, donde la tensión emocional entre las mujeres va en aumento, en una especie de laberinto físico y psíquico en el cada una de ellas encuentra o se tropieza con esa realidad imaginada que van inventando o experimentando. Una película sencilla e íntima, que nos coge de la mano y nos lleva por caminos especiales, alejados de lo conocido, inmersos en una cotidianidad diferente, donde lo mágico y lo fantasmal tiene su espacio y su importancia, donde se alimenta un universo peculiar, fascinante y sugerente, que repele y atrae, a través de una cotidianidad cercana que adquiere otro estado, otra fantasía, convirtiéndose en otro mundo, otro paisaje, donde se viven experiencias únicas y poderosas.

Una película de inusitada belleza y contención necesitaba un reparto conjuntado y sobrio como el que forman las cuatro actrices habituales en las serie gallegas como la maravillosa Melania Cruz, que después de breves pero intensos roles en A esmorga, Trote, o el más protagónico en Dhogs, desplegando una fuerza intensa en su rostro, la mirada y el gesto con su Julia, una mujer que traspasa lo conocido para adentrarse en el universo de lo sobrenatural para reencontrarse con el hermano perdido, Rosa Puga Davila es una Elena convincente y superada por los acontecimientos, tratando de volver a ilusionarse, Iria Parada como Nadia, enigmática, oculta y puro deseo, Mabel Ribera que alcanzó notoriedad con Mar adentro, es una madre que deambula como un fantasma por un lugar que no reconoce, Tito Asorey es David, el hombre que entra en la vida de Elena, parco en palabras que oculta mucho. Y finalmente, la niña Nagore Arias, es la mirada inocente e imaginativa, capaz de penetrar en esos mundos mágicos y oníricos que los adultos son incapaces de ver. Camborda ha construido una película honesta y sencilla, que vuelve a evidenciar la grandísima fuerza que late en el cine gallego de ahora, con grandes nombres y títulos que, no solo cosechan buenos resultados aquí si no también fuera de nuestras fronteras, agrandando un cine cotidiano, de raíces, muy de la tierra, en su idioma, pero con temas y elementos universales e interesantes. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El faro, de Robert Eggers

EL GUARDIÁN DE LA LUZ.  

“La oscuridad no existe, la oscuridad es en realidad ausencia de luz.”

Albert Einstein

Hace cinco años, Robert Eggers (Lee, New Hampshire, EE.UU., 1983) sorprendió a todos con La Bruja, su opera prima como director, un fascinante y perturbador cuento gótico y terrorífico ambientado en la Nueva Inglaterra del siglo XVII, protagonizado por una familia puritana desterrada de la comunidad, que obligados a vivir frente a un bosque misterioso se verán sometidos a unas fuerzas del mal que erosionan la armonía familiar. El cineasta estadounidense vuelve a situar su segunda película El faro, en esa Nueva Inglaterra, pero deja la tierra firme para trasladarse a una isla de la costa de Maine, y también cambia de tiempo histórico, ambientado su nueva aventura a finales del siglo XIX. El conflicto transformador que recorre ambas películas no ha cambiado, Eggers somete a sus personajes a un viaje a lo desconocido, más allá de cualquier razonamiento, un enfrentamiento en toda regla con aquello que nos aterra y perturba, a los miedos que anidan en lo más profundo de nuestra alma, donde la realidad pierde su solidez para convertirse en un flujo interminable de imágenes y sombras que provienen de lo psicológico, lo onírico y lo imaginado, donde la realidad se transmuta en algo diferente, en algo que atrae y perturba por partes iguales a los personajes.

La familia del siglo XVII deja paso a dos fareros, dos fareros antagónicos, uno, Thomas Wake, es un viejo lobo de mar, el guardián de más entidad, el que impondrá sus normas y su criterio frente al otro, Effraim Winslow, el joven, el subordinado, antiguo leñador y con pasado muy oscuro. Wake es el guardián del faro y por ende, el guardián de la luz, esa luz resplandeciente, cautivadora y fascinante, convertida en el centro de la isla y de ese mundo, algo así como el poder en la condenada roca, como la llama el farero más veterano. Un objeto de poder, de privilegios, de vida en esa durísima vida de custodia del faro. En cambio, Winslow vive ocupado en los trabajos más duros y desagradables como alimentar de queroseno el faro para que siga funcionando, deshacerse de los restos fecales, arrastrar pesos, arreglar desperfectos en lugares difíciles, limpiar el latón y demás tareas solitarias que no le agradan en absoluto, solo las noches se convertirán en el instante donde los dos fareros se reúnen para beber, hablar de ellos, de su pasado, de su estancia en la isla y demás cosas que les unen y separan.

Eggers es un creador extraordinario construyendo atmósferas perversas e inquietantes, donde la aparente cotidianidad está rodeada constantemente de misterio y aire malsano que va asfixiando lentamente a sus personajes como si de una serpiente se tratase. Un ambiente de pocos personajes, sobre todo, construido a partir de acciones mundanas, donde lo fantástico va apareciendo como una especie de invasor silencioso hasta quedarse en esos espacios cambiándolo todo. Todo bien sugerido y alimentado por medio del sonido, un sonido industrial, ambiental, mediante el ruido capitalizador del faro, la fuerza del agua rompiendo contra las rocas, o las gaviotas revoloteando constantemente en el cielo que envuelve la isla, unos animales con connotaciones fantásticas como Black Phillip, el macho cabrío de La bruja. Si en La bruja, nos enmarcaba en un paisaje nublado y nocturno, donde primaban la luz de las velas, en El faro, deja el color, para sumirnos en un poderoso y tenebroso blanco y negro, bien acompañado por 1.33, el aspecto cuadrado, que aún incide más en esa impresión de cine mudo con ese aroma intrínseco de Sjöström, Stiller o Murnau, donde reinan el mundo de las sombras, lo onírico y lo fantástico, donde la luz deviene una oscuridad en sí misma, donde las cosas pierden su naturaleza para convertirse en otra muy distinta.

Un relato sencillo y honesto donde pululan los relatos marinos psicológicos de Melville o Stevenson, bien mezclado por las leyendas de ultratumba de Lovecraft o Algernon Blackwood, donde realidad, mito y leyenda se dan la mano, creando imágenes que no pertenecen a este mundo o esas imágenes que creemos que tienen una naturaleza real. Eggers combina de forma magnífica un relato donde anidan varios elementos que describen la sociedad en la que vivimos, como las relaciones de poder, el combate dialecto y físico entre dos hombres desconocidos que tienen que convivir lejos de todos y todo, el aspecto psicológico lejos de la civilización, soportando el aislamiento y sus respectivas demencias, situación que ya trataba la inolvidable El resplandor, de Kubrick, con la que se refleja la cinta de Eggers, la difícil convivencia entre aquello que se desea y aquello que es la realidad, las pulsiones salvajes que anidan en nuestro interior, las mentiras que nos imponemos, y sobre todo, lidiar con un pasado traumático, sea real o no. La película está edificada a través de una atmósfera brutal e inquietante, en un in crescendo abrumador y afilado, donde la isla se convierte en un laberinto físico y psicológico que, irá lentamente anulando a los dos fareros y convirtiéndolos en dos meras sombras invadidas por todo aquello real o no que les rodea y acabará sometiéndolos.

Quizás, una película de estas características necesitaba a dos intérpretes de la grandeza de Willem Dafoe, extraordinario como el farero veterano enloquecido, viviendo en su propia mugre y fantasía, una especie de Long Silver seducido por esa luz resplandeciente, pero también cegadora y peligrosa, una luz que guarda como si fuera su vida. Frente a él, Robert Pattinson, ya muy alejado de las producciones comerciales que lo convirtieron en el nuevo chico guapo de la clase, metido en roles más interesantes, intensos y profundos, dando vida a ese farero joven metido en camisas de once varas, rodeado de misterio y parco en palabras, que también desea esa luz que no tiene, como único medio para seguir respirando en esa condenada roca. Eggers seduce y provoca a los espectadores con su singular relato, una historia anidada en esos lugares donde lo real, lo fantástico y lo que desconocemos se unen para satisfacer y martirizar a todos aquellos ilusos que se sienten cautivados por lo desconocido, por lo prohibido, por todo aquello que quizás no sea tan resplandeciente y resucite sus peores pesadillas, aunque algunos les merecerá la pena correr tanto riesgo y experimentar con el mal. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Mireia Noguera

Entrevista a Mireia Noguera, directora de “Nunca te dejé sola”. El encuentro tuvo lugar el martes 15 de octubre de 2019, en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Mireia Noguera, por su tiempo, amistad, generosidad y cariño, y a Sandra Ejarque y Ainhoa Pernaute de Vasaver, por su tiempo, paciencia, generosidad y trabajo.

Amor a segunda vista, de Hugo Gélin

RAPHAËL CONOCE A OLIVIA ¿O NO?.

Raphaël es un joven algo inseguro y tímido estudiante que sueña con convertirse en un escritor de ciencia-ficción. Un día, de casualidad, conoce a Olivia, una joven estudiante como él, más decidida y algo retraída, que sueña con convertirse en pianista. Los dos chicos congenian inmediatamente y se enamoran. El tiempo pasa y su unión se hace más fuerte. Raphaël se ha convertido en un exitoso escritor de ciencia-ficción, mientras Olivia es profesora de piano. Pero, su amor se va distanciando lentamente, y Olivia se siente cada vez más sola, en cambio, Raphaël sigue empeñado en su carrera y olvida a su esposa. Una noche, la pareja discute, y todo parece haber terminado. A la mañana siguiente, Raphaël se despierta solo, y poco a poco se dará cuenta que todo ha cambiado, ya no vive con Olivia, que se ha convertido en una famosa concertista de piano, y no lo conoce. Por el contrario, él ya no es un escritor afamado, sino un profesor de literatura, igual que Félix, su colega del alma y compañero de ping-pong. Además, sale con una compañera del instituto donde trabaja. En ese instante, Raphaël, al igual que le ocurría a Phil, el estúpido hombre del tiempo de Atrapado en el tiempo, con algunas variaciones, ya que el nuevo universo en el que vive Raphaël no se repite diariamente la misma jornada, si no que funciona por sí mismo, en una realidad nueva para su vida ya que el anterior, el que compartía con Olivia ya no existe. Con la inestimable ayuda de Félix, Raphaël solo tiene un camino posible, recuperar el amor de Olivia.

El segundo trabajo del director Hugo Gélin (París, Francia, 1980) después de su convencional debut con la comedia familiar Mañana empieza todo (2016) es una atrevida y audaz comedia romántica de aquí y ahora, brillante y muy ingeniosa, ya que anuda elementos intrínsecos de la comedia romántica con esa comedia disparatada a lo slapstick, las screwball, las desternillantes de Jerry Lewis, o aquellas más sofisticadas y filosóficas como Olvídate de mí, este batiburrillo de géneros dentro de la comedia funciona a las mil maravillas, creando situaciones tensas, paródicas y muy divertidas, donde el protagonista se mete en más de un lío en su afán de recuperar el amor perdido. Sin olvidarnos del elemento fantástico que aún añade más ingenio a la propuesta, en una variante interesante de la que sufría George Bailey, el arruinado y desesperado padre de familia de Bedford Falls que no quería vivir más y se tropezaba con un ángel, que le mostraba la vida del lugar sin él, en la clásica y memorable Qué bello es vivir.

El desdichado Bailey tenía una oportunidad, al igual que el antihéroe Raphaël, aunque en su caso esa nueva oportunidad tendrá que ganársela con más aplomo e inteligencia, en un proceso vital en el que deberá darse cuenta de su verdadera identidad y sobre todo, de sus sentimientos y deseos respecto a su vida, su profesión y el amor que tanto profesa a Olivia. Gélin impone un ritmo trepidante de casi dos horas de metraje, que no se hace pesada o reiterativa en ningún instante, llevándonos en volandas por la peripecia divertidísima del protagonista, que también a ratos es desesperada, llena de torpezas, acumulando despropósitos o inventando cualquiera triquiñuela para tropezarse y compartir con Olivia. Una comedia francesa que da mucho más de la comedia convencional que se sustenta solamente en la recuperación del amor perdido, aquí también hay de eso, pero Amor a segunda vista es mucho más, ofreciendo innumerables variantes de la comedia propiamente dicha, creando todo un universo paralelo muy interesante y lleno de estupendas situaciones donde la mezcla de géneros.

El buenísimo trabajo de los intérpretes de la película encabezados por el natural y fantástico François Civil dando vida a Raphaël, ese antihéroe antipático e idiota que deberá procesarse y reinventarse para volver a ser el agradable y simpático tipo que enamoró a Olivia, interpretada por Joséphine Japy, la meta de Raphaël, que destila sensibilidad, carácter y belleza, la mujer triunfadora, amable, cariñosa y sobre todo, la desenamorada del hombre de su vida, con ese vértice tan importante y sencillo de Félix, al que da vida el siempre efectivo y divertido Benjamin Lavernhe, ese amigo del alma, que vale para todo y siempre estará para escuchar y dar buenos consejos si el susodicho los acepta. Y finalmente, la presencia de Edith Scob, la inolvidable protagonista de la legendaria Los ojos sin rostro, recientemente desaparecida, en una de sus últimas apariciones en el cine, dando vida a esa adorable y olvidadiza abuela de Olivia, que ve y oye más de lo que imaginamos. Una gran comedia, de esas que se recuerdan no solo por lo que cuentan, sino por como lo hacen, mezclando géneros antagónicos, con ingenio y maravillosamente encajando las diferentes piezas y elementos que entran en liza. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


<p><a href=”https://vimeo.com/346134078″>AMOR A SEGUNDA VISTA (Mon inconnue) – Tr&aacute;iler Subtitulado | HD</a> from <a href=”https://vimeo.com/filmsvertigo”>V&eacute;rtigo Films</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>