El caso Braibanti, de Gianni Amelio

EL ESTADO CONTRA ALDO BRAIBANTI. 

“Ser distinto, diferente, puede ser un perjuicio, pero, si haces que tu diversidad no sea solo una característica sexual sino una muestra de una personalidad diferente, no algo plano ni conformista, puedes ganar a los que te insultan”.

Gianni Amelio

Podríamos decir, sin ánimo de exagerar, que Gianni Amelio (Magisano, Calabria, Italia, 1945), pertenece a esa última gran hornada de cine italiano, y me refiero a ese cine italiano comprometido con su tiempo, crítico con la sociedad democrática que no se enfrenta a su pasado miserable y terrorífico, profundamente político, y sobre todo, un cine que todavía persiste en el tiempo porque no es sólo cine, es mucho más, es una crónica de un tiempo para entender de dónde venimos y lo mal que hemos construido esta Europa tan aparentemente moderna pero sostenida por interés económicos y poco más. Amelio que estudió filosofía y ayudante de Vittorio De Seta, forma parte de aquellos y aquellas cineastas que nacieron en los treinta e inmediatamente, después, como Liliana Cavani (de la que Amelio fue ayudante), Paolo y Vittorio Taviani, Bernardo Bertolucci y Marco Bellocchio, a los que incluimos, como no, a Pier Paolo Pasolini, nacido en los veinte, pero que empieza en los sesenta. Cineastas que hicieron cine en los sesenta y en adelante, y muchos de ellos, lo siguen haciendo, aquellos que crecieron rodeados de Neorrealismo, los que pasaron cuentas a Italia, y por ende, a esa Europa después de la guerra, que pretendía construir un continente sin armas y más humano. 

Amelio tiene películas sobre política, sobre los mecanismos del poder que va contra los más débiles como los niños o inmigrantes, películas que se han quedado en la memoria como Golpear al corazón (1983), y Puertas abiertas (1990), Niños robados (1992), Lamerica (1994), Cosi ridevano (1998), La estrella ausente (2006) y La ternura (2016), entre los veinte títulos que forman una filmografía siempre atenta a los cambios sociales y económicos, en esa eterna lucha de David contra Goliat, o lo que es lo mismo, entre el necesitado y el poder, interesado en el dinero y no en las necesidades humanas. En El caso Braibanti (del original Il signore delle formiche), inspirada en un caso real, a partir de un guion de Edoardo Petti, Federico Fava y el propio director, nos cuenta un oscuro episodio sucedido en los años sesenta, más concretamente, en 1965, que se alarga hasta 1969, y comienza en 1959, cuando el profesor de filosofía, intelectual, marxista y homosexual se encariña de Ettore Tagliaferri, un joven alumno, y entre los dos nace una bonita historia de amor consentida e igualitaria. No obstante, la madre del joven denuncia al profesor apoyándose en una ley de “subyugación moral”, vigente desde la época de Mussolini y Vibrante es detenido y llevado a juicio. 

Un suceso que lleva a muchos detractores como Ennio Scribani, un joven periodista de “L’Unità”, vinculado al Partido Comunista Italiano, pero en los sesenta, un diario al servicio de todos, o lo que es lo mismo, de lo políticamente correcto, o sea, lo que dictan las leyes. Un periodista que recibe la censura de su jefe, al que, por ejemplo, al Partido Comunista se le menciona Partido Obrero, en fin. También, está Graziella, una comunista activa que lucha contra la detención y el juicio injusta a Braibanti. Estamos frente a una película producida el año pasado, pero es una película sin tiempo, porque tiene el aroma imperecedero del cine humanista, el cine que habla de nosotros, de nuestras circunstancias, del estado represor y de las leyes injustas y conservadoras. Un cine que toma el relevo de aquel gran cine italiano como El conformista (1970), del mencionado Bertolucci, con la que la película de Amelio no estaría muy lejos, porque nos habla de esa clase fascista, ahora convertida en “ciudadanos normales y  demócratas”, que siguen usando el poder para sus intereses económicos y demás, y La clase obrera va al paraíso (1971), de Elio Petri, donde la conciencia de clase se convierte en una afrenta para el poder. 

La película se estructura a partir de la eterna lucha del individuo contra el estado, o contra el poder, un poder arbitrario que clama por la libertad y el progreso, y por la espalda, hace todo lo posible por mantener viejos valores católicos, ancestrales y mantener a unas élites y sus monopolios, por eso, atacan y persiguen a todo aquel que lee, que propone cambios, más igualdad, más derechos, y más pensamiento y razón contra la barbarie de la especulación y la arbitrariedad en las leyes. Aldo Braibanti es uno de esos hombres que sigue escondiéndose en una sociedad que vende democracia, pero que no la práctica, sólo cuando le conviene para repartir deudas. Todo esto no es nada nuevo, así seguimos en Europa años después. Una cuidadisima y detallada luz del cinematógrafo Luan Amelio, que ha trabajo en las últimas películas del maestro italiano, como Hammamet (2020), con esos claroscuros que tanto casan con lo que sucede en la Italia del momento, con secuencias que ya forman parte de nuestro recuerdo. Acompañada por un excelente trabajo de edición de la gran Simona Paggi, con más de 80 títulos en su filmografía, y 11 películas con Amelio, desde Puertas abiertas

Como es costumbre en el cine del director italiano, el reparto siempre está muy bien escogido, en el que encontramos a Luigi Lo Cascio en la piel del desdichado pero digno Aldo Braibanti, al que hemos visto en películas de Bellocchio, Marco Tullio Giordana, entre otros. Un hombre de libros, un marxista convencido cuando ya nadie cree, una especie de Don Quijote desilusionado pero no derrotado, como muchos de sus camaradas, que dejaron la militancia política para abrazar el consumismo enfermo. Braibanti es uno de esos hombres que siguen resistiendo a pesar de la sociedad, a pesar el estado, a pesar de las leyes, y a pesar de los perjuicios y el odio. Elijo Germano que era uno de los protagonistas de La ternura, y tiene cintas con Pietro Marcello, Luca Guadagnino, Gabriele Salvatores y Dario Argento, etc… Hace de periodista que, como le ocurre a Braibanti, no encaja en una sociedad muy dada a trabajar para el poder, a ser un siervo más, a no cuestionar sus miserias. Otro derrotado pero digno, un tipo desencantado pero que sigue en la lucha, otro de esos personajes que tanto le gusta retratar a Amelio. Le siguen Sara Serraiocco como Graziella, al que hemos visto recientemente en El primer día de mi vida, junto a Servillo, como la joven ilusionada que todavía no ha llegado al desencanto de los otros citados. Les acompañan dos debutantes: Leonardo Malteste como Ettore, que sufre el odio y el conservadurismo de su familia que lo aleja de Braibanti, muy a su pesar, y Anna Caterina Antonacci como Madalena, otra joven alumna del profesor y amiga de Ettore. 

Amelio lo ha vuelto hacer y ya van unas cuantas, ha vuelto a construir una película de verdad, que parece casi una excepción, en un cine actual demasiado ensimismado en las emociones y no en la sociedad que nos rodea, en esa sociedad que mata las ilusiones, que nos convierte en aquello que no queramos. El caso Braibanti es un film político, humano y de aquí y ahora, y de entonces, sin tiempo, tiene una construcción excepcional y cercanísima, es bella y trágica como las grandes historias, que retrata a aquellos años sesenta, con su poquísima libertad, siempre oculta, y frente a esa sociedad que seguía empeñada en lo más rancio, oscuro y estúpido de su más terrible pasado fascista, que perseguía a los diferentes, y con razón, porque siempre han sido los que piensan y se cuestionan los que cambian las cosas, porque son los que dicen NO, los que se detienen y buscan su lugar, su verdad y su sensibilidad, ante una sociedad que habla constantemente de libertad y de derechos, pero nunca ejerce ni hace lo posible para que las personas los ejerzan, en fin, una película no ya actual, sino inmortal, porque habla de lo que somos y cómo vivimos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dialogando con la vida, de Christophe Honoré

EL DUELO A LOS 17 AÑOS. 

“El duelo no te cambia, te revela”.

John Green

Si tuviéramos que resaltar los elementos comunes del universo cinematográfico de Christophe Honoré (Carhaix-Plouguer, Francia, 1970), en sus 15 títulos hasta la fecha, transitan por la juventud, en muchos casos, la adolescencia, en ese intervalo entre la infancia y la edad adulta, la homosexualidad, y la familia como componente distorsionador de todo esos cambios emocionales y físicos. Un cine anclado en la cercanía y en la inmediatez, relatos que vivimos con intensidad, que ocurren frente a nosotros, con personajes deambulando de aquí para allá, una especie de robinsones que están buscando su lugar o su espacio en un momento de desestabilización emocional que los sobrepasa. En Dialogando con la vida, nos sumergimos en la realidad triste y oscura de Lucas Ronis, un adolescente de 17 años que acaba de perder a su padre en un accidente de tráfico. La película se centra en él, en su peculiar vía crucis, alguien que ahora deberá vivir en un pequeño pueblo junto a su madre, Isabelle, pero antes irá a visitar a Quentin, su hermano mayor que trabaja como artista en la urbe parisina. 

El protagonista verá y dará tumbos por París, de manera descontrolada e inestable, y entabla cierta intimidad con Lilio, compañero de piso de su Quentin y también, artista. Como es habitual en el cine de Honoré, la trama gira en torno al interior de sus individuos, a su complejidad y vulnerabilidad, a esos no caminos en un continuo laberinto que parece no tener salida o quizás, todavía no es el momento de tropezarse con ella. La cámara los sigue ininterrumpidamente, como un testigo incansable que los disecciona en todos los niveles, una filmación agitada, mucha cámara en mano, donde el estupendo trabajo de Rémy Chevrin, un habitual en el cine de Honoré, consigue sumergirnos en la existencia de los personajes, sin ser sensiblero ni condescendiente con ellos y mucho menos con sus actos, siempre teniendo una mirada observadora y reflexiva, como el ajustado y detallista trabajo de montaje de Chantal Hymans, otra cómplice habitual, que construye una película donde suceden muchas cosas y a un ritmo frenético, pero que en ningún momento se nos hace pesada o aburrida, sino todo lo contrario, y eso que alcanza las dos horas de metraje. 

La música de Yoshihiro Hanno, del que escuchamos su trabajo en la magnífica Más allá de las montañas (2015), de Jia Zhangke, ayuda a rebajar la tensión y a acompañar el periplo ahogado y autodestructivo, por momentos, que emprende el zombie Lucas. Un drama en toda regla, pero no un drama exacerbado ni histriónico, sino todo lo contrario, aquí el drama está contenido, hace un gran ejercicio de realidad, es decir, de contar desde la verdad, desde ese cúmulo de emociones contradictorias, complejas y ambiguas, donde uno no sabe qué sentir y qué está sintiendo en cada momento, unos momentos que parecen alejados de uno, como si todo lo que estuviese ocurriendo le ocurriese a otro, y nosotros estuviésemos de testigos presenciando al otro. El director francés siempre ha elegido bien a sus intérpretes, recordamos a Louis Garrel y Roman Duris de sus primeros films, que encarnaban esa primera juventud tan llena de vida y tristeza, o la Chiara Mastroianni, de esas otras películas de mujeres solitarias en su búsqueda incesante del amor o del cariño. 

Un gran Paul Kircher, con apenas un par de filmes a sus espaldas, se une a esta terna de grandes personajes, destapándose con un soberbia composición, porque su Lucas Ronis es uno de esos con mucha miga, en un abismo constante, en esa cuerda floja de la pérdida, de la tristeza que no se termina, instalada en un bucle interminable, y esas ganas de gritar y de llorar a la vez, de ser y o ser, de querer y matarse, de tantas emociones en un continuo tsunami que nada ni nadie puede atajar. A su lado, un Vincent Lacoste, en su cuarta película con Honoré, siendo ahora el hermano mayor del protagonista, una especie de segundo padre, o quizás, una especie de amigo que algunas veces es encantador y otras, un capullo rematado. Luego, tenemos a la gran Juliette Binoche, en su primera película con el director francés, en un personaje de madre que debe dejar a su hijo volar un poco, dejarlo estar porque éste necesita enfrentarse a sus miedos y sus cosas, eso sí, estar cerca para cuando lo necesite, porque la necesitará. Y finalmente, el personaje de Lilio, que interpreta Erwan Kepa Falé, casi debutante, una especie de tabla de salvación para Lucas, o al menos así lo ve el atribulado joven, un hermano mayor, aunque no real, sí consciente de su rol, de esa imagen que le tiene Lucas, para bien y para mal. 

Dialogando con la vida no es una película sensiblera ni efectista, las de Honoré nunca lo son, gustarán más o menos, pero el director sabe el material emocional que tiene entre manos y lo maneja con soltura y acercándose desde la verdad, desde lo humano, porque su película viaja por caminos muy difíciles, los que no queremos conocer, no esconde la incomodidad que produce, porque se mueve entre las tinieblas del duelo, ese ahogamiento que nos aprieta y suelta según nuestras emociones, un paisaje por el que tarde o temprano todos debemos pasar, y sobre todo, llevar con la mayor dignidad posible, sin pensar que todo lo que está ocurriendo es trascendental, porque un día, no sabemos cuándo se producirá, un día todo se calmará, todo volverá a un sitio, no al sitio que lo dejamos, porque se habrá transformado y ahora parecerá otro, pero nuestra esencia estará esperándonos, de otra forma, con otros ojos, porque el duelo siempre cambia, y más cuando tienes diecisiete años, una edad en la que ya de por sí estás cambiando, descubriendo ese otro lugar que dura toda la vida, y sobre todo, descubriéndote, lo que sientes, cómo lo sientes, por quién lo sientes y quién quieres ser, ahí es nada. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Desierto particular, de Aly Muritiba

LA MASCULINIDAD Y EL AMOR.

“La virilidad es un mito terrorista. Una presión social que obliga a los hombres a dar prueba sin cesar de una virilidad de la que nunca pueden estar seguros: toda vida de hombre está colocada “bajo el signo de la puja permanente”.

Georges Flaconnet y Nadine Lefaucheur (1975)

El relato arranca en la mirada y cuerpo de Daniel, del que sabremos que ha sido expulsado de su empleo como instructor de policía por agredir a uno de sus alumnos. Su vida se pierde atendiendo a su padre demente y teniendo una relación fría con su hermana pequeña. Su único aliciente en la vida es Sara, una mujer a la que no conoce personalmente, pero mantiene una relación online. Un día, agobiado por todo, deja Curitiba, en el sur de Brasil, y con su ranchera se lanza a hacer 3000 kilómetros para darle una sorpresa a Sara, que vive en Sobradinho, al noreste del país.

El director Aly Muritiba (Mairi, Bahía, Brasil, 1979), plantea en su tercera película en solitario, un guion que firman Henrique dos Santos y él mismo, a través de una historia de contrastes, de opuestos, ya desde su pareja protagonista, el mencionado Daniel, que vive al sur, en la fría y conservadora Curitiba, y frente, lo contrario, porque Sara vive en la noreste, cálida y libre Sobradinho. Una trama que parte de una búsqueda, de una forma de encontrar lo que somos de verdad, de nuestra forma de estar en el mundo y sobre todo, la manera de relacionarnos con los demás. También habla de transformación, de tránsito, de dejar quién parece ser que has de ser para ser quién de verdad eres, de dejar de tener miedo, de escucharte, de sentirse y dejar de autoengañarse. El cineasta brasileño no edulcora ni sentimentaliza su película, al contrario, la construye a partir de la verdad, de la intimidad de sus personajes, tejiendo con sumo cuidado un relato donde se indaga en lo social, en las dificultades exteriores e interiores de cada individuo, generando una empatía que va más allá de la apariencia, donde nos habla de un encuentro, un encuentro que cambiará las existencias oscuras y silenciosas de los dos protagonistas, que viven a su manera, en una cárcel social y propia.

Una estructura interesante en la que nos muestran la vida de Daniel, sus conflictos y sus amarguras, y tras veinte minutos, aparecen los títulos de crédito iniciales. Luego, pasamos a la vida de Sara, en la que la veremos en su cotidianidad, su trabajo, su vida con su abuela, y la relación de amistad con su amigo del alma, y su no vida de ocultación y de negarse ante una sociedad que lo rechaza y quiere “curarlo”, como le espeta el sacerdote de su iglesia. Finalmente, la película muestra este encuentro con sus desencuentros, una relación diferente, de autoconocimiento, de libertad, de dejar la oscuridad para abrazar la luz, a través del deseo y el amor, un amor inesperado, de cuerpos y piel, muy erótico, un amor que estaba esperando a materializarse por dos seres que se esperaban, sin saberlo, desde hacía mucho tiempo. La excelente cinematografía de Luis Armando Arteaga, del que hemos visto sus trabajos con Jayro Bustamante y en Las herederas (2018), de Marcelo Martinessi, donde los cuerpos y la piel están pegados a la cámara, sintiendo todo ese vacío, esa búsqueda y esa soledad que tanto acompaña a los protagonistas, que recuerda a la misma luz de Beau travail (1999), de Claire Denis.

La excelente música de Felipe Ayres, ejecutada a la perfección que no limita para acompañar en su periplo vital y de autoconocimiento a los protagonistas, sino que se esfuerza en explicar todo aquello que los diálogos no dicen pero está, con la inclusión del tema ochentero “Total Eclipse of the Heart·, de Bonnie Tyler, que acompaña dos momentos muy importantes de la cinta. El exquisito y magnífico montaje de una grande como Patricia Saramago, que ha trabajado ni más ni menos con dos tótems del cine portugués como Pedro Costa y Rita Azaevedo Gomes, y en Longa noite (2019), de Eloy Enciso, que condensa muy bien la información y la relación in crescendo de los dos personajes, en un metraje amplio que se va hasta los ciento veinticinco minutos. Desierto particular no solo funciona como un drama interior muy psicológico, sino que también realiza una concisión de los diferentes estratos sociales y las múltiples complejidades que hay ahora en un país como Brasil, con sus antagónicas formas de pensamiento y alejamiento en cuestiones humanas, sociales y culturales.

Una película basada tanto en el interior de unos personajes asfixiados por ellos mismos y sobre todo, por el conservadurismo y tradicionalidad de una sociedad arcaica en muchos sentidos, y más con la llegada del fascista Jair Bolsonaro a la presidencia del país desde 2019, donde la comunidad LGBTQIA+ se ha visto fuertemente atacada, vejada y asesinada, debía tener un par de excelentes intérpretes como Arntonio Saboia, al que hemos visto en películas tan interesantes como El lobo detrás de la puerta y Bacurau, entre otras, en la piel de Daniel, un rudo y malcarado policía, ahora expulsado, atrapado en esa masculinidad marcada por los estereotipos y prejuicios ancestrales, frente a la juventud de Pedro Fasanaro en la piel de Sara, el objeto de deseo de Daniel, el joven que debuta en el cine, marcándose un doble rol que eriza la piel, transmitiendo toda la naturalidad posible, metiéndose en un personaje que no está muy lejos de la oscuridad por la que atraviesa Daniel. Una pareja atípica en apariencia, pero que resultará que no están tan lejos, porque sus desiertos particulares están llenos de demasiadas cosas que hasta la fecha habían tristemente obviado y aún más, cosas que les hubieran sacada de su ostracismo y su tristeza. Viva el amor y sobre todo, el amor hacía uno mismo, sin miedo y sin cárceles. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El poder del perro, de Jane Campion

UN PERRO QUE LADRA.

“Libra mi alma de la espada; mi amor del poder del perro”

Salmo 22:20 de La Biblia.

La película Bright Star (2009), sobre el poeta John Keats y su amor con Fanny Bawne en la Inglaterra del XIX, era hasta la fecha la última película de Jane Campion (Wellington, Nueva Zelanda, 1954). Una cineasta que ya había demostrado con crecer su grandísimo talento para esto de contar historias con imágenes y sonido, como lo demuestran Sweetie (1989), y Un ángel en mi mesa (1990), antes de cosechar un excelente éxito internacional con El piano (1993), que la aupó a los laureles del cine de autor a escala mundial. Le siguieron otras películas como Retrato de una dama (1996), basada en la novela de Henry James, Holy Smoke (1999), En carne viva (2003), y la citada Bright Star, amén de algunas series y películas colectivas. Con El poder del perro, Campion vuelve a asombrarnos con un sensible y profundo western, basado en la novela de un especialista del género como el estadounidense Thomas Savage (1915-2003), ambientado en la Montana de 1925, en la que dos hermanos antagónicos y dueñas de una prospera ganadería.

Dos hermanos. Por un lado, tenemos a Phil Burbank, rudo, malcarado y hostil, el hombre de la tierra, del sudor, del barro, de cabalgar y ensuciarse, y uno más de la cuadrilla, que representa los valores más ancestrales y viejunos de lo masculino. En el otro lado, nos encontramos con George, amable, de buenas maneras, elegante en el vestir y la cabeza pensante, además del hombre que conduce, con esa idea de hombre moderno, con un trato diferente con la sensibilidad y la dulzura. Los dos hermanos viven en una armonía extraña, una relación que se distancia con la aparición de Rose Gordon, una atractiva viuda muy sola, que empieza una relación sentimental con George. Un pack que también viene con Peter, el hijo de Rose, un joven sensible y muy inteligente que estudia medicina. El grueso de la trama se desarrolla un verano en la hacienda de los Burbank. La película muestra dos conflictos bien diferenciados: en uno, tenemos el cisma que provoca la llegada de Rose en los dominios de Phil, que lo rechazará haciendo la vida imposible a la forastera que él considera. Por el otro, la película muestra un modo de vida, casi de forma antropológica, en un trabajo de hombres, con los caballos, el ganado, el trabajo físico, una masculinidad que nace y muere en la tierra y en esa época de cowboys.

La película no solo se queda la apariencia sin más, sino que profundiza en la intimidad y la soledad de cada uno de los personajes principales, y ahí radica uno de esos grandes aciertos, porque no lo hace de forma explícita, sino que nos lo relata desde lo íntimo, mostrando esa vida pública en el que ofrece un rostro esperado, común en su naturaleza, el que se espera, y luego, en la retaguardia, cuando nadie los ve, descubrimos de qué pasta están hechos, y difiere completamente del que hemos visto. La directora neozelandesa construye el alma de sus personajes desde la sutileza, desde lo más profundo e íntimo de su ser, en esos espacios ocultos e invisibles al resto, donde ellos y ellas se sienten de verdad consigo mismos, alejados de ojos inquisidores, y salen a relucir sus anhelos, sus secretos más ocultos, lo que en realidad son y las formas en que sienten, que chocan con esa idea conservadora y grupal en la que se edifica la sociedad y los prejuicios de entonces.

El poder del perro es un western atípico en muchos sentidos, si que tiene la épica del género, pero no esa de las batallas y el heroísmo, sino aquella otra del paisaje, la memoria de los ancestros y la tierra como bien común, que es salvaje y bella, la misma que atesoraba Horizontes de grandeza (1958), de William Wyler, con la que guarda muchos puntos en común, así como con Días del cielo (1978), de Terrence Malick, donde la historia pasa de largo, y las situaciones se centran en la cotidianidad del anónimo, aquel que trabaja la tierra para hacerse una vida, que no es poco. Campion cuida cada detalla y encuadre de la película, como hace en su filmografía, en la que la parte técnica es una asombrosa majestuosidad que nos deja hipnotizados, como la cinematografía que firma Ari Wegner, del que habíamos visto sus trabajos en Lady Macbeth (2016), de William Oldroyd, y en In Fabric (2018), de Peter Strickland, con esos espectaculares encuadres, donde abundan los planos desde el interior al exterior, entre los quicios de la puerta y las ventanas, que recuerdan a los westerns de John Ford, el exquisito y rítmico montaje de Peter Sciberras, habitual del cine de David Michôd, que hace un grandísimo trabajo de concisión en sus ciento veintiocho minutos de metraje.

Qué decir del brutal trabajo de música de Jonny Greenwood, del que cada vez que lo escuchamos nos transporta a esos mundos de forma magistral y bellísima, destilando poesía y sencillez, que recuerda a su trabajo en la película Pozos de ambición, uno de sus tantas colaboraciones para Paul Thomas Anderson, y los otros departamentos que también destacan por su sobriedad y detalle como el arte de Grant Major, y la caracterización de Noriko Watanabe, dos viejos conocidos de la directora. Pero la película no sería lo que es sin el inmenso trabajo de interpretación del cuarteto protagonista, que no solo brillan por su sencillez y cercanía, sino que hacen todo un alarde de la no interpretación, aquella que se sustenta en las miradas y gestos, esa que no necesita el diálogo, como hacían en los orígenes, cuando el sonido no existía, toda una marca de la casa en el cine de la neozelandesa que, en El poder del perro, significa la película, con el inconmensurable Benedict Cumberbatch, quizás el mejor actor de su edad, porque es capaz de hacer lo difícil tan sencillo, como esos momentos en soledad bañándose en el lago, donde conocemos la verdad del personaje. Un trabajo que debería enmarcarse, para mostrarlo a todos aquellos que algún día soñaron con ser actores, por el londinense es todo un virtuoso en el oficio de interpretar.

También brillan la calidez y sensibilidad de Kirsten Dunst, que decir de una mujer que lleva tantos años trabajando en tantas buenas películas. Aquí en la piel de una mujer compleja, una mujer que se siente extraña y acosada por su mal cuñado, una mujer que se refugia en el dolor y la tristeza, alguien estigmatizada, alguien que necesita ayuda y sobre todo, mucho cariño. Jesse Plemons es George, el “hermano”, la cara amable y sensible de la trama, un actor que hace de la intimidad y la sencillez su mejor arma, alguien que habíamos visto en los repartos de películas de Spielberg, Frears, Scorsese, Charlie Kaufman, y finalmente, Kodi Smith-McPhee en la piel de Peter, que fue el niño que acompañaba a Viggo Mortensen en La carretera, y es un asiduo de los blockbusters, aquí en un personaje introvertido pero muy sorprendente, amén de un reparto que destaca por su verosimilitud y naturalidad. El poder del perro de Jane Campion es una de las mejores películas de los últimos años, porque recupera la grandeza del género, con sus paisajes indómitos, sus personajes complejos y atrevidos, por su aguda y rica indagación en los diferentes roles y juegos de poder e identidades como la homosexualidad, y sobre todo, por la reflexión de todas esas personalidades mostradas, ocultadas y encerradas en las que nos encontramos a nosotros mismos y a los demás. Una bellísima y brutal película que no deja a nadie indiferente y celebramos con inmensa alegría la vuelta al largometraje de Campion y deseamos volver a reencontrarnos con su grandísimo cine, ese que no necesita explicarse, solo sentirse. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Benediction, de Terence Davies

LA IMPOSIBILIDAD DE AMARSE.

“No hay necesidad de apresurarse. No hay necesidad de brillar. No es necesario ser nadie más que uno mismo”

Virginia Woolf.

Una tarde cualquiera y entrar en un cine para ver una película de Terence Davies (Ensington, Liverpool, Reino Unido. 1945), es una de las experiencias más maravillosas y especiales que puede tener un amante al cine. Porque el imaginario del cineasta británico es único, muy íntimo y cotidiano. Sus historias están llenas de individuos atrapados, seres que luchan en silencio contra los avatares de una sociedad castradora y simplista, profundamente dogmática, enajenada en sus codicias, estupideces y en despreciar a todo aquello que es diferente y personal. Podíamos, sin ánimo de ofender a nadie, agrupar la filmografía de Davies en dos grandes bloques. En uno, incluiríamos su cine más autobiográfico, aquel que arranca en 1976 con Children, le seguirá Madonna and child (1980) y cerrará con Death and Transfiguration (1983), tres películas cortas que siguen la vida de Robert Tucker en un barrio obrero de Liverpool, idéntico espacio en el que se desarrollarán sus largometrajes Voces distantes (1988), El largo día acaba (1992), y La biblia de Neón (1995), en los que se amontonan los recuerdos y las vivencias de la infancia de niños que viven experiencias parecidas a las del director. Con la entrada del nuevo siglo, comienza una nueva etapa en su cine, repleto de adaptaciones de novelistas tan ilustres como Edith Wharton con La casa de la alegría (2000), le seguirán The Deep Blue Sea (2011), del autor Terence Rattigan, Sunset Song (2015), de Lewis Grassic Gibbon, la biografía de la escritora Emily Dickinson en Historia de una pasión (2016). Todas ellas melodramas intensos, de gran calidad formal y estética, en la que Davies retrata personas encerradas en un universo de convicciones, prejuicios y maldad, personas que desean vivir y amar, a pesar de todo y todos los que le rodean.

En Benediction se centra en la figura del poeta Siegfried Sassoon (1886-1967), para contarnos una intensísima sobre la incapacidad de vivir y amar según tus convicciones. Un relato que también ahonda en la biografía de Davies, aunque alejados en el tiempo, sí, en la identidad, en la que tanto Sassoon como el director se reflejan en espejos que no estarían muy distantes. La acción arranca en plena Primera Guerra Mundial (1914-1918), con Sasoon criticando con dureza el conflicto bélico, que le llevará a ser diagnosticado con “neurosis de guerra” y apartado en un hospital de convalecientes. Su poesía se centrará en los horrores de la guerra y en la estupidez de los gobernantes de no detener semejante carnicería sin sentido. Mientras veremos la existencia de un hombre apasionado que no encuentra el amor de verdad en sus relaciones con hombres, en su mayoría artistas, escritores y cantantes narcisistas y superficiales que ven el amor como un pasatiempo sexual y promiscuo. El cineasta británico, aunque plantea casi toda su película desde la juventud de Sassoon, hay algunos pasajes del poeta en su edad madura, en el que vemos a una persona amargada y peleada con todos y consigo mismo.

El director recurre a las imágenes documentales de la guerra para generar esos dos mundos en continua colisión, el del poeta, completamente contrario a la locura y sinrazón de la guerra, y la guerra, ese caos de sangre, de vidas mutiladas y perdidas. Uno en un apagado color, donde destacan los rojos y verdosos, y el otro, en blanco y negro, borroso y terrorífico. La exquisita, abrumadora y detallista cinematografía de Nicola Daley, que ha trabajado en documentales y en series tan populares como The Letdown, Harlots: Cortesanas y El cuento de la criada, ayuda a crear ese mundo de sofisticación, bohemio y oscuro y triste, de pura apariencia y glamur de escaparate, bien acompañado por el grandísimo trabajo de montaje de Alex Mackie, con mucha experiencia en televisión y responsable de Mary Shelley (2017), de Haifaa Al-Mansour, entre otras, hace un delicado empleo de la elipsis, las transparencias y la concisión en un metraje que abarca los ciento treinta y siete minutos, en la que nos llevan por diferentes épocas, espacios y estados de ánimo con una ligereza asombrosa, casi sin darnos cuenta, como si de un viaje se tratase, con sus paradas, sus diferentes pasajeros, sus estaciones, sus pensamientos y sobre todo, con sus emociones, algunas alegres y otras, no tanto.

Sin olvidarnos de mencionar los otros apartados técnicos que, como ocurre en la filmografía, brillan por su perfección, sensibilidad y contención, no sobra nada ni falta nada, como la música de Ed Bailie y Abi Leland, el exquisito y detallista vestuario, el implacable y excelso trabajo de arte y caracterización, sublime en todos los sentidos. Qué decir del reparto de la película, otro de los elementos esenciales en el cine de Davies, porque no solo son intérpretes sumamente escogidos para los diferentes roles, sino que son actores y actrices británicos, posiblemente los más expertos en la concisión y en lenguaje corporal y en esas miradas y gestos que traspasan. Un elenco a aúna veteranos y experimentados con otros más jóvenes y con un interesante trayectoria como Jack Lowen en el piel del desdichado y atribulado Siegfied Sassoon en su juventud, y Peter Capaldi en su vejez, la gran Geraldine James como su madre, el experimentado Simon Russell Beale, y los jóvenes de gran trayectoria como Jeremy Irvine, Tom Blyth y Kate Phillips como Heter Gatty, la esposa del protagonista, amén de otros y otras intérpretes que ayudan a crear esa profundidad, cercanía y belleza que destilan las imágenes, las relaciones y los conflictos que cuenta la película.

Benediction no es solo la octava película de ficción de uno de los cineastas más impresionantes, respetados y maravillosos de nuestro tiempo, sino que tiene todo lo bello y triste de los relatos melancólicos del cine británico, con sus casas señoriales, sus días de campo, sus días de lluvia y sus amores inquietos, no correspondidos y apasionados, porque es más que una película, porque no solo habla de amor, de homosexualidad, de religión, de los difíciles caminos y formas de aceptación de los individuos, de la melancolía, tan presente en la cinematografía del director británico, sino que nos devuelve al cine, después de un lustro y una pandemia de por medio, la figura de Terence Davies, uno de esos cineastas únicos en la historia del cine, un maestro de contar historias, con la elegancia y la belleza que requiere un relato de esas características, donde tiempo y espacio van creando uno solo, una forma sublime y especial de acercarse a esos mundos, a esas personas y esos espacios. Un cineasta con mayúsculas como lo fueron y son Öphuls, Minnelli, Visconti, y alguno otro que ahora no recuerdo, cineastas de la belleza, la plasticidad, la elegancia, la cotidianidad, la melancolía, el amor y sobre todo, cineastas de la condición humana y de todo aquello que vivimos, que soñamos, y amamos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Moneyboys, de C. B. Yi

JÓVENES Y AMANTES.

“Todos los hombres son iguales en al menos un aspecto: su deseo de ser diferentes”

William Randolph Hearst

La película se abre de forma concisa y muy transparente, dejando claro desde su primer fotograma por donde irán los tiros. Liang Fei, un joven que lleva un tiempo en la gran ciudad, que podría ser cualquiera de Taiwán, se gana la vida ofreciendo su cuerpo a señores ávidos de compañía y sexo. Todo cambia, cuando conoce al experimentado y celoso JC Lin, con el que vive un tórrido romance, pero las cosas no van como se esperan. La opera prima de C. B. Yi, un cineasta chino-austriaco, que se graduó en la prestigiosa Vienna Film Academy bajo el auspicio de nombres tan ilustres como los de Michael Haneke y Christian Berger, es una obra a contracorriente, y mucho más si vemos el país que describe, porque China para nosotros es un país gigantesco de donde vienen la mayoría de productos que consumimos, o como explica la película, es un mosaico de grandes complejidades, donde podemos encontrar a personas como nosotros, con otras particularidades, pero no muy alejadas de nuestras realidades más cotidianas.

El cineasta asiático-europeo construye en Moneboys una película que va más allá de la relación gay de sus dos protagonistas, que ya es todo una modernidad en un país que persigue a las personajes del colectivo LGTB, porque también profundiza sobre los problemas económicos que se enfrentan muchos jóvenes en el mundo occidental, en la deriva de continuar en su pueblo en condiciones miserables o por el contrario, emigrar a la ciudad y realizar trabajos incómodos, como los de prostitución, pero en el que se gana muchísimo más. Hay otros temas como los de la identidad, las relaciones sentimentales volubles, liberales o convencionales, el recuerdo de los ausentes, la familia que agradece el dinero pero rechaza la condición gay del protagonista, y la necesidad de dejar el pasado para construir un presente diferente, y el más importante que rodea y agita al trío protagonista, el deseo y el amor que los lleva en volandas por esta película que describe esa China más moderna y ultraliberal frente a esa otra, más rural y anclada en costumbres ancestrales.

La película del cineasta chino-austriaco revela una forma muy característica del cine asiático, una composición visual muy trabajada y detalla, en la que predomina la estilización de los colores neones, con esos restaurantes donde se reúnen amigos para comer, y esos espacios sofisticados e íntimos, donde la luz juega a ensombrecer unas vidas demasiado agitadas que constantemente se mueven entre dos universos, en un gran trabajo del cinematógrafo Jean-Louis Vialard, que conocemos por sus trabajos en Tropical Malady, de Apichatpong Weerasethakul y con Christophe Honoré, entre otros, y el espectacular ejercicio de montaje de Dieter Pichler, del que hemos visto El gran museo, de Johannes Holzhausen, y con la directora Ruth Beckermann, que dota de ritmo y agilidad sus dos horas de metraje. Como ocurre en el grueso de la cinematografía asiática, en Moneyboys nos tropezamos con grandes trabajos del trío protagonista del filme, con Kai Ko a la cabeza, el hilo conductor del relato, un actor muy expresivo, cercano y atractivo, que vivirá una historia de amor que lo marcará y donde el pasado le pesa demasiado. A su lado, Yufan Bai, el chico del pueblo que llegará a la ciudad con la idea de ser un Liang Fei más, emulando al personajes que interprete Kai Ko, y el vértice de este triángulo singular y lleno de sombras, JC Lin en la piel de Han Xiaolai, un tipo que parece tenerlo todo bajo control, pero con la llegada de Liang Fei todo cambia. Y finalmente, la presencia de la actriz Chloe Maayan, que interpreta varios roles, y que recordamos de su participación en la magnífica El lago del ganso salvaje, de Diao Yian.

Moneyboys tiene el aroma de las buenas películas de temática homosexual, que no solo se centran en hablar de la diferencia de forma abierta y natural, sino que abordan otros temas humanos e íntimos, como ocurría en La ley del más fuerte, de Fassbinder, El hombre herido, de Chéreau y La ley del deseo, de Almodóvar, entre otros. Un cine que huye de estereotipos y prejuicios y plantea películas con homosexuales para todos los públicos mayores de edad. C. B. Yi ha construido una película que habla de su país de origen desde una perspectiva diferente e inusual, sumergiéndonos en esas formas de vida clandestinas y alejadas de la oficialidad, en un país en continuo desarrollo económico a costa de una población esclava e invisible, y lo hace a través de una historia de amor que vertebra toda su película, una historia que abarca un tiempo largo, un tiempo en el que las cosas evolucionan y van cambiando, o quizás, simplemente hacemos muchas cosas, porque hay cosas, como los sentimientos, que se resisten a los cambios, o tal vez, lo que sentimos profundamente no cambia nunca y sigue dentro de nosotros, y en cada cosa que hagamos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

My Beautiful Baghdad, de Samir

LAS REJAS DEL PASADO.

“Bagdad, todavía eres un prisionero tras las rejas. Pero has sustituido a un carcelero por otro. Bagdad, todavía estás en mi vida. Baghdad, todavía estás a mi sombra.”

La película se abre de forma intensa y muy descriptiva del tono y la forma. Una imponente panorámica sobre Baghdad que recorre el río Tigris va descendiendo para enmarcar un mural de Saddam Hussein. En una calle desierta que custodian dos hombres armados, irrumpen dos autos y se detienen frente a una puerta. De él bajan varios hombres armados, que llevan consigo dos hombres encapuchados, que son introducidos en el edificio a golpes. Estamos en pleno régimen iraquí, cuando la dictadura perseguía y torturaba a todos aquellos que consideraba enemigos. Pasamos a la actualidad, cuando Taufiq, un antiguo comunista y poeta, uno de los encapuchados, se ha exiliado en Londres. De repente, es llevado a la policía y es preguntado por unos hechos ocurridos en un parque. El director Samir (Baghdad, Irak, 1955), emigró a Zurich en los sesenta junto a su familia, y desde entonces ha compuesto una filmografía donde abundan elementos políticos y sociales tanto en la ficción, el documental y el cine experimental en una carrera que abarca más de cuarenta títulos.

A través de un imponente guion que firman Furat al Hamil y el propio director, My beuatiful Baghdad (en el original, Baghdad in My Shadow, que en dialecto iraquí-árabe tiene el doble significado de memoria y sombra), se estructura con un intenso flashback vamos conociendo la pequeña comunidad de iraquíes exiliados en Londres, que se reúnen en el Café Abu Nawas, que recibe el nombre de un poeta clásico que vivió hace 1300 años. El lugar epicentro, que sirve como centro cultural y también, como espacio donde convergen y se relacionan personajes dispares que tienen en común de ser iraquíes, en el que se reúnen varias generaciones como las del propio Taufiq, ahora vigilante nocturno, Amal, una mujer que quiere olvidar su pasado y volver a ilusionarse junto a su novio inglés, Muhanad, que debido a su condición homosexual debe esconderse, Zeki, el dueño del café, y su querida ex esposa, Naseer, sobrino de Taufiq, que se está radicalizando a través de la mezquita del barrio, que con la llegada de Ahmed Kamal, un antiguo esbirro del régimen de Saddam, se generará una tensión brutal entre todos los personajes en cuestión.

El director iraquí nos habla de tres tabúes importantes en el mundo árabe: el ateísmo enfrentado a los religiosos fanáticos, el adulterio, y sobre todo, la libertad de la mujer,  por último, la homosexualidad. Todos los temas son tratados con honestidad e inteligencia, sin caer en ningún instante en el estereotipo ni nada que se le parezca, sino profundizando en sus constantes contradicciones y disputas que padecen los personajes tanto a nivel interior como exterior. Este grupo de exiliados deben hacer frente a todo su pasado, y su presente, a vivir a pesar de todo, a pesar de los que aparecen para enturbiarles sus existencias, y la película lo muestra con sobriedad y contención, penetrando en esa intimidad de sus vidas, con todos sus traumas, tanto pasados como actuales, en una cafetería convertida en un oasis en el que convergen sus dos universos, el iraquí y el londinense, el ateísmo y al religión, la prisión y la libertad, como demuestra la apertura de la película con ese río que divide Baghdad, esos dos mundos enfrentados, dos mundos diferentes, dos formas de vivir y sobre todo, sentir.

Un grandísimo reparto que añade sinceridad, naturalidad y humanismo, encabezado por Haytham Abdulrazaq en el papel de Taufiq, Zahraa Ghandour como Amal (que ya nos encantó en la impresionante La decisión (2017), de Mohamed Al Daradji), Wassem Abbas en el rol de Muhanad, Shervin Alenabi como Naseer, Kabe Bahar como Zeki, Ali Daeem en Ahmed, Farid Elouardi como Yasin, el jeque radical, y los ingleses Maxim Mehmet en Sven, Andrew buchan como Martin y Kerry Fox como editora, entre otros. Es de agradecer que la distribuidora Surtsey Films apueste por este tipo de cine, y de un país como Irak, del que conocemos muy poco a nivel cinematográfico, con escasos títulos en nuestras carteleras, si exceptuamos algunas como Zaman, el hombre de los juncos (2003), de Amer Alwan, Las tortugas también vuelan (2004), de Bahman Ghobadi, y Homeland (Irak año cero) (2015), de Abbas Fahdel. Un cine profundo, magnífico y humanista que nos habla de la situación política, económica, social y cultural de un país, que tuvo su esplendor en materia de libertad y modernidad en los cincuenta y sesenta, y con la llegada de Hussein entró en la oscuridad y el terror del que todavía no ha salido. My Beautiful Baghdad no solo nos habla de exilio, sino también de algo mucho más universal, la necesidad de olvidar el pasado y sobre todo, de reconciliarse con él, a pesar de las decisiones que tuvimos que tomar, que quizás no eran las más adecuadas, pero fueron las que decidimos, y debemos continuar hacia adelante, perdonando y perdonándonos, para ver lo que vendrá de forma más humana y honesta. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Dating Amber, de David Freyne

LOS JÓVENES ENAMORADOS.

“Haría cualquier cosa por recuperar la juventud… excepto hacer ejercicio, madrugar, o ser un miembro útil de la comunidad”.

Oscar Wilde

Sam y Suzy eran los adolescentes fugados de la inolvidable Moonrise Kingdom (2012), de Wes Anderson. Charlie era el estudiante que se sentía diferente en el instituto en Las ventajas de ser un marginado (2012), de Stephen Chbosky, y finalmente, Christine era la joven que se veía como un bicho raro en su Sacramento natal en la estupenda Lady Bird (2017), de Greta Gerwig. Unos adolescentes que no encajan, que sienten y se comportan de manera extraña al resto, pero que en el fondo, al igual que los demás, quieren ser ellos mismos, aunque a veces ser uno mismo conlleva problemas internos y externos. Del director irlandés David Freyne habíamos visto la excelente The Cured (2017), protagonizada por Ellen Page, una película plena de actualidad, ya que nos hablaba de un virus que contagia a la población y los convierte en zombies, pero lo hacía desde un prisma muy alejado al cine de terror, arrancando con los contagiados ya curados, que se reinsertan a la vida normal, cosechando buenos números y crítica.

Tres años más tarde de aquella, nos llega Dating Amber, y nos sitúa en un pueblo de la Irlanda de mediados de los noventa, donde conoceremos a Eddie, que maravillosa la secuencia que lo presenta, cuando va en bicicleta escuchando el “Mile End”, de los Pulp, y sin escuchar las advertencias de unos militares en maniobras, se cuela en la línea de tiro, un arranque que define a un personaje que está, pero no, que hace acto de presencia, pero una parte, la más importante, la que lo define, permanece oculta. Y también, a la compañera más rarita de Eddie, la citada Amber, que como el joven protagonista, comparten las burlas y las bromas de sus compañeros de instituto ya que los ven como muy diferentes a ellos. Todo arranca cuando la clase duda de la heterosexualidad de Eddie, y también, la de Amber. Los jóvenes no ven otra salida que hacerse pasar por novios y así acallar al resto. En esa “supuesta” relación conoceremos con profundidad y paciencia los deseos, las inquietudes y los miedos de Eddie y Amber, como sus condiciones homosexuales, que ocultan con recelo e inseguridad, y el sueño de abandonar el pueblo y vivir en el barrio más liberal de la vecina y capitalina Dublín.

El conflicto se embrolla aún más con el conflicto de los padres de Eddie, con un padre militar, Eddie está obligado a seguir su ejemplo y asiste al campamento para hacerse militar. Por su parte, Amber, con una madre amargada por su viudez, la situación es igual de dura. Freyne consigue con naturalidad y cercanía, hacernos un retrato muy interesante y profundo del hecho de ser adolescente y sus dificultades en un pueblo irlandés conservador y triste, peor lo hace magistralmente, combinando la comedia con el drama, con la astucia y la perspicacia de saber cuando la risa contagiosa o el humor negro son los que deben imponerse, y en otro, cuando el drama debe hacerse notar, conmoviéndonos con sutileza y sensibilidad, colocándonos en esa tesitura de mirar sin juzgar o mirar comprendiendo a los protagonistas y sus acciones, sus mentiras y su alegría de vivir y ser lo que son. La banda sonora de la película se convierte en un elemento indispensable para contar las vicisitudes y “montañas rusas” emocionales de los jóvenes en cuestión, con temas de Aslan, El Diablo, Girlpool, Le Galaxie, etc…, que recorren de manera brillante la escena britpop, y siguen con sabiduría y encaje las historias de esa peculiar y secreta pareja de adolescentes.

El buen hacer del reparto encabezado por los fantásticos protagonistas con Fionn O’Shea como el reservado Eddie, y Lola Pettigrew como la decidida Amber, bien acompañados por Sharon Morgan y Barry Ward como padres de Eddie, y Simone Kirby como la triste madre de Amber. David Freyne no solo ha hecho una película sobre la adolescencia, con sus alegrías y tristezas de una etapa difícil y a la vez, vertiginosa, convirtiéndose en una cult movie al instante, con su tiempo, sus cielos plomizos, ese humor irreverente y esa crudeza tan intrínseca de los lugares pequeños y tradicionales, sino que además la película es un canto a la diferencia, al hecho de ser uno mismo, de luchar por ser quiénes queremos ser, sin miedos ni inseguridades, y sobre todo, es un maravilloso y lucidez retrato sobre aquellos años noventa, con aquella música tan rompedora que explicaba tan bien los males de los jóvenes y no tan jóvenes, de todos los que se sentían muy perdidos y sin tiempo ni lugar en una sociedad demasiado moderna que sigue arrastrando los mismos males, demasiada moderna para la tecnología y tan conservadora para todo aquello que tiene que ver con la libertad individual y la condición sexual diferente a la mayoría, una pena, aunque por mucho que les pese a los de siempre, seguirán habiendo películas como esta que volverán a retratar la adolescencia, sus males y bienes, y sobre todo, a aquellos adolescentes que sienten y se enamoran de formas diferentes, sí, pero igual de humanas como la que más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Temblores, de Jayro Bustamante

REPRIMIR LO DIFERENTE.

“El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma”.

Aldous Huxley

Del director Jayro Bustamante (Ciudad de Guatemala, 1977), conocíamos Ixcanul (2015), su opera prima, en la que retrataba la vida de María, una joven maya cakchiquel, de 17 años, obligada a casarse en un matrimonio concertado, aunque la modernidad, de la que tanto escapaba, le brindará una solución de compromiso. Ixcanul recibió buena acogida en los prestigiosos festivales de Berlín y San Sebastián, y era la primera película de un tríptico del director, para retratar la desigualdad y el odio en la sociedad guatemalteca, basándose en tres insultos: indio, homosexual y comunista. Temblores es la segunda película de este peculiar e interesante proyecto, en el que nos ponen en liza en la existencia de Pablo, un hombre de 40 años, casado y padre de dos hijos pequeños, y un trabajo envidiado como asesor financiero, que pertenece a una familia tradicional y adinerada.

El mundo conservador y evangélico, que se viene abajo cuando Pablo le comunica a su familia que se ha enamorado de Francisco y se va a vivir con él. Momento que queda magníficamente bien reflejado con la secuencia que abre la película, con esa lluvia torrencial, en el interior de la casa familiar, todos derrumbados, y Pablo, encerrado en su habitación, solo y apesadumbrado, y tanto sus padres, hermanos como cuñados, intentan levantarle el ánimo juzgando su homosexualidad. De repente, el primero de los varios temblores sísmicos que veremos durante la película, metáfora sobre el cisma, muy a pesar de Pablo, que ha originado su decisión en el seno de esas familias tradicionalistas, intolerantes y profundamente religiosas, que no entienden otra vida que la de la sumisión a Dios, y una familia heterosexual. Bustamente encierra a su protagonista, optando por los primeros planos, los movimientos rápidos de cámara, el claroscuro en la iluminación, y esos espacios cerrados y opresivos en los que somete a su protagonista, como el minúsculo apartamento, en comparación con la colosal casona familiar, o los lugares de la terapia de conversión, donde los planos se cierran y vemos partes de un todo, como las partes desmembradas de un conjunto, materialización de la rotura y herida emocional que sufre Pablo, sometido, no solo a la intolerancia y el rechazo de su familia, sino al aislamiento en su trabajo o el alejamiento impuesto para que no se acerque a sus hijos.

El director guatemalteco, como hiciera en su debut, se rodea de su equipo habitual: Luis Armando Arteaga, en la cinematografía, el mexicano Pascual Reyes en la música, y César Díaz en el montaje, director de la reciente Nuestras madres (2019) -profundizando en esa Guatemala en busca de sus desaparecidos-, y la nueva mirada al proyecto con el argentino Santiago Otheguy, que firmaba el inmenso trabajo en Monos, del colombiano Alejandro Landes, y como director de La León (2007), una cinta que también tocaba el tema de la homosexualidad. Todos acompañantes de este viaje al alma humana, a nuestros lugares más profundos, y como nuestros deseos e ilusiones chocan contra la intolerancia y la persecución de una sociedad que, todavía mantiene valores del medievo, donde la religión, ya desde el estado, se ha convertido en el amo y señor de la legislación en materia de relaciones políticas, sociales y personales de la población, una religión que exalta valores y actitudes de corrección moral, basados en la familia tradicional y heterosexual, y en la religión, en este caso evangélica, donde todo está hecho por y para Dios, donde lo diferente y las actitudes modernas, se persiguen y se exterminan.

Bustamante pertenece a una industria todavía muy incipiente, que se está formando y empieza a ver sus frutos en los certámenes internacionales, por eso ha optado por una forma de trabajo muy artesanal con los intérpretes,  contando con un plantel de debutantes, buscando la piel y las emociones, que han trabajo un año y medio con los personajes, entre los que destaca la inmensa labor de Juan Pablo Olyslayer como Pablo, ejerciendo esa opresión y angustia que vive su personaje, encerrado por un entorno intolerante, bien acompañado por Mauricio Armas Zebadúa como Francisco, su amante, el gran trabajo de Diane Bathen como Isa, la esposa despechada que reaccionará como un animal salvaje y herido dispuesta a todo, y finalmente, la impresionante Sabrina de la Hoz como Clara, la mujer del pastor, y maestra de ceremonias en la conversión, una especie de cruce entre lo maléfico y lo íntimo, con ese aire de soberbia y fanatismo. Temblores se erige como un ejemplo de grandísimo cine, social y político, el cine que muestra sin juzgar, hablando de temas candentes que existen en países latinoamericanos, con el aumento de partidos de ultraderecha que quieren imponer un modelo conservador y de persecución contra aquellos que no lo acepten.

La película pone sobre la mesa conflictos que, incluso existen en países occidentales, como pudieran ser España o Francia, donde las practicas radicales religiosas como las terapias para curar la homosexualidad, tratada como una enfermedad, se vienen haciendo con el beneplácito de autoridades, donde las diferentes secuencias que vemos en la película, nos informan de unas prácticas deshumanizadas y salvajes, más propias de regímenes dictatoriales, que atentan directamente contra la libertad individual, y a la anulación sistemática de los deseos personales y la negación de nuestra verdadera identidad, y sobre todo, la perdida de nuestra verdadera personalidad, abocándolo a una existencia de orden establecido, a un matrimonio forzado y a un amor, completamente vacío y triste. Como explica el director, el miedo usado como represión, en una sociedad donde todo está supeditado a la apariencia social y a seguir con la tradición del matrimonio e hijos para continuar con la estirpe tradicionalista, conservadora y heterosexual, y todo aquello que se sale de esos cánones establecidos por la iglesia, se persiguen y se aniquila sin contemplaciones. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Matthias & Maxime, de Xavier Dolan

DESATAR LAS EMOCIONES.

“La única verdad es el amor irracional”

Alfred de Musset

Los amores imaginarios, segunda película de Xavier Dolan (Montreal, Canadá, 1989) arrancaba con la cita que encabeza este texto. Una cita que asevera que el amor no tiene nada de racional, sino todo lo contrario, una especie de maná de sentimientos contradictorios que llevamos e interpretamos como podemos. La sentencia de Musset podría ser la definición perfecta del cine de Dolan, una obra abundante, 9 títulos en 9 años, en una especie de biografía ficcionada, en la que participan sus amigos y él mismo, sustentada a través de las emociones más fervientes, conflictos sentimentales que llenan un imaginario que ya deslumbró en el 2009, con sólo 19 años, con su impresionante debut Yo maté a mi madre, en que a medio camino entre la realidad y la ficción, el jovencísimo talento canadiense hablaba de la relación dificultosa con su madre. En la citada Los amores imaginarios, del año siguiente, dos amigos, él, homosexual, y ella, hetero, se encaprichaban de una especie de adonis.

En Laurence Anyways (2010), componía un certero retrato sobre la identidad, otra de sus elementos esenciales en su cine, cuando un hombre que parece que ha conseguido su éxito personal y profesional, se destapa ante los suyos explicándoles su intención de cambiar de sexo. En Tom à la ferme (2013), se centraba en el descubrimiento de amores ocultos de un fallecido por parte de su novio.  En Mommy (2014) volvía a las relaciones oscuras de madre e hijo imaginando una distopía. En Sólo el fin del mundo (2016), adaptaba la obra de Jean-Luc Lagarce, para hablarnos de un joven que vuelve a la casa familiar para comunicarles una terrible noticia. En Matthias & Maxime, vuelve a mirar a los suyos y así mismo, para elaborar un retrato de aquí y ahora, en el marco donde se desarrolla su obra, donde un par de amigos de toda la vida, a raíz de un tímido beso en el corto de la hermana de uno de sus colegas, se sentirán diferentes, sentirán que algo ha cambiado, o simplemente, han despertado algo que ocultaban por miedo a convertirse en la persona que han ido construyendo.

Dolan sabe construir imágenes sugerentes y transmisoras, mezclando con habilidad una estética pop, llena de colores y formas, rodeada de una estética sofisticada y nada manierista, que cambia según el estado de ánimo de sus personajes, desde el apartamento lúgubre y oscuro, hasta el colorido de otros pisos, donde la luz y la diversidad nos atrapan, bien combinando con esa música que combina varios estilos desde la música sesentera hasta la electrónica más actual, y el sonido, con el que juega sin prejuicios ni coacciones, sino de una forma libre y armoniosa, que capta la esencia intrínseca de los conflictos interiores que se desatan en sus películas. Tenemos a Matthias, Matt, para los colegas, con un trabajo de abogada en promoción, una mujer a la que ama, una familia que lo quiere, y unos amigos con los pegarse una farra de tanto en tanto, y por el otro lado, tenemos a Maxime, homosexual, ganándose la vida como camarero, con una madre ida, y sus dudas existenciales, aunque ha decidido que pasará los dos próximos años viviendo en Australia.

El relato se centra en ese tiempo de antes del viaje, un tiempo en que, los vemos paralelamente en sus respectivas vidas, imaginándose o soñando al otro en silencio, consigo mismos. Un tiempo en que tanto Matt como Maxime harán lo imposible por encontrarse y hablar sobre lo ocurrido, evitándose constantemente, como si fuesen amantes despechados o algo parecido, aunque el encuentro o mejor dicho, el reencuentro será inevitable y tanto uno como otro, deberán mirarse al espejo de las verdades y expresar todo aquello que sienten y ocultan a los demás y sobre todo, a sí mismos. Dolan rodea el conflicto a través del grupo de amigos, unos descerebrados con muchas ganas de pasarlo bien y disfrutar de las fiestas que asisten, quizás esa despreocupación de alrededor, aún hace más invisible y contundente la tensión sentimental y sexual que existe entre los dos protagonistas.

Dolan que escribe, monta, dirige, y protagoniza muchas de sus películas, toma el rol de Maxime, enfrascado en su propia contradicción de abalanzarse sobre Matt, pero con ganas de huir de una existencia mísera llena de conflictos, bien marcada por esa ausencia interna que refleja constantemente. Por su parte Matt, bien interpretado por Gabriel D’Almeida Freitas, con ese aspecto varonil y fuerte, intentando parecer seguro aunque pro dentro este rompiéndose, es la antítesis de la fragilidad, tanto emocional como física que desprende Maxime, aunque quizás solo sea fachada y los dos están embarcados en  esa fragilidad emocional que tanto enferma a muchos en este mundo contemporáneo donde se habla mucho de banalidades, y se callan las cosas importantes, como las emociones que sentimos por los demás y ocultamos porque aquello no va con nosotros, la sarta de mentiras en las que vivimos, porque lo que se espera de nosotros, no tiene nada que ver con lo que sentimos realmente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA