Vencer o morir, de Vincent Mottez y Paul Mignot

LA GUERRA DE LA VENDÉE.  

“Vendée es una herida convertida en gloria”.

Víctor Hugo

De la historia, hay muchas historias que no nos cuentan, ya sea por miedo, por silencio o simplemente, por hacer una revisión de la historia simplista, interesada y que desea convencer a los de ahora escatimando la verdad de ese pasado. De la Revolución Francesa nos han contado muchos sucesos e interioridades, pero como suele ocurrir, no nos han contado todos los hechos, y la llamada “Guerra de la Vendée”, ha quedado olvidada y silenciada. Una guerra civil en toda regla entre los soldados de la Nueva República surgida en 1789, que después de “El año del terror”, en 1793, donde se decapitó al Rey Luis XIV, y con todas las monarquías europeas a las puertas de la guerra, el joven gobierno decretó alistar a la fuerza al pueblo, éste se levantó en protestas y la región de La Vendée, al oeste del país, se levantó en armas liderados por François-Athanase Charette de la Contrie, retirado del ejército siendo oficial de la Marina por la indisciplina de los marinos franceses. Un hombre monárquico y religioso que se organizó en una legión de hombres: campesinos y obreros de la Francia rural que combatió contra el ejército francés republicano, los llamados “Bleus”. 

Un proyecto que nace a partir de la empresa Puy Du Fou, fundada por Philippe de Villiers en 1989, que tiene dos grandes parques temáticos históricos, uno en Francia (Les Espesses, en La Vendée, y en Toledo), y a partir del enorme éxito de su espectáculo “Le Dernier Panache”, basado en La Guerra de La Vendée, han producido la película Vencer o morir  (“Vaincre ou Mourir”, el original), a partir de un guion del novelista Vincent Mottez que codirige junto a Paul Mignot, una película que no escapa de la heróica y el entretenimiento, reflejando con inteligencia y detalle las duras condiciones a las que se enfrentaron los combatientes de Charette, que lucharon en inferioridad, tanto en armas como en todo, ante el potente y numeroso ejército francés. Una Guerra Civil que se alargó tres años, tres durísimos años donde sufrieron bajas, abandonos y demás desastres. La película tiene una gran producción, no se ha escatimado en nada, la crudeza de lo humano queda muy bien reflejado en la estudiada y magnífica cinematografía de Alexandre Jamin, donde el plano y el encuadre está encima de los personajes y los hechos, que recuerda mucho al estilo de Welles en Campanadas a medianoche (1965). 

El complejo y arduo montaje de la película que firman Tao Delport, Josselin Bellesoeur y Sam Briand, ejemplifica una trama que aborda muchos personajes y hechos durante tres largos años de guerras fratricidas, que se cuenta con la voz de Charette en sus rítmicos y apabullantes 99 minutos de metraje. Una música que ensalza la heroicidad y valentía de los personajes, que firman Nathan Stormetta, Martin Batchelar y Samuel Pegg. Un gran trabajo de detalle en arte, vestuario, caracterización y efectos, consiguen situarnos en el contexto de forma ejemplar y brillante, a lo que también ayuda el gran trabajo del equipo interpretativo empezando con Hugo Becker (al que hemos visto en películas con Whit Stillman, en la reciente Cuestión de honor, de Rachid Hami, y en muchas series de televisión), que da vida al protagonista François-Athanase Charette de La Country, cuya carisma y porte consiguen transmitirnos la furia y la valentía de un hombre que se levantó ante la injusticia del poder contra el poder, Gilles Cohen (un gran intérprete bajo la órdenes de Demy, Audiard, Chéreau y Leconte, entre muchos otros),  da vida a su lugarteniente y veterano Jean-Baptiste de Couëtus, un tipo fiel que estará codo con codo, el joven actor Rod Paradot da vida a Prudent de La Robrie, otro compañero de armas fiel y valeroso en la batalla, la actriz Dorcas Coppin es Marie-Aélaïde de La Rochefoucauld, toda una guerrera, a la que llaman “Amazona”, que luchará igual que cualquier hombre, que libra otra batalla, la del amor de Charette con Constance Gay que interpreta a Céleste Bulkeley, otra mujer apodada “la irlandesa”, también soldado como los hombres.

Tenemos a los “otros”, los del bando republicano, Grégory Fitoussi (un actor de largo recorrido con mucha carrera en televisión), que compone un gran antagonista como el oficial frances Jean-Pierre Travot, y finalmente, el gran actor Jean-Hugues Anglade (que tiene nombres tan importantes como los del citado Chéreau, Besson, los hermanos Taviani, Sautet, etc…), es el diputado Albert Ruelle, que sirve como enlace para construir la paz con Charette. Vencer o morir tiene su mejor arma, y nunca mejor dicho, en contribuir a desenterrar del olvido una parte negrísima de la Revolución Francesa y por ende, de la historia de Francia, de su especial homenaje a los más de 200000 personas que murieron en los tres años de ardua guerra civil, de los cuales el 85% eran campesinos y el resto, soldados franceses. Tiene el sello de una producción histórica francesa, con su calidad y reconstrucción. Su gran aportación ha sido volver a aquellos lugares de La Vendée, donde se ha filmado la película, respetando los lugares y hechos, aunque por contra, hemos de decir que,quizás, la historia resulta demasiado esquemática y abusa de lo heroico ante lo humano, y echamos en falta más profundidad de los personajes y sus interiores y complejidades y contradicciones, frente a tantos hechos y batallas. La película entretiene, es didáctica y sobre todo, nos ofrece una parte más de la historia, que no todo lo que ocurrió, pero sí una parte que faltaba. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Houria, de Mounia Meddour

HERIDA, PERO EN PIE. 

“En la oscuridad, las cosas que nos rodean no parecen más reales que los sueños”.

Murasaki Shikibu

La primera secuencia de Houria, el segundo largometraje de ficción de Mounia Meddour (Moscú, Rusia, 1978), es magnífica, y tremendamente reveladora de la película que empezamos a ver. Vemos a su protagonista bailando en una terraza con los auriculares puestos, sólo escuchamos el rumor del mar. Los leves sonidos se funden con el silencio que domina todo ese instante, un momento suspendido en el tiempo. A la directora franco-argelina, de la que sabemos su trayectoria en el campo documental, ya la conocíamos por su anterior trabajo, Papicha (2019), en la que en mitad del conflicto armado de la Argelia de los noventa, se centraba en la existencia de un par de amigas que soñaban con su música y su ropa y hacer un desfile de moda, a pesar de los obstáculos y la violencia de un país sumido en una guerra cruenta. Con Houria sigue en la misma intensidad, atmósfera y paisaje, aunque ahora estamos en la actualidad argelina, donde el personaje mencionado ahora sueña con bailar, y gana dinero apostando en peleas clandestinas con cabras. Una de esas noches, que la noche ha ido bien, es atacada y le destrozan la pierna. A partir de ese momento, su vida hará un cambio de 180 grados y toda su cotidianidad girará a recuperarse y seguir soñando con volver a bailar. 

Meddour construye una historia de aquí y ahora, en la que sigue indagando en la violencia, ahora de otra forma y textura, porque sigue habiendo ese pasado traumático que sigue traumatizando a algunos personajes, y esa otra violencia, la de ahora, en un país sumido en una realidad que avanza poco y mal, con personas que desean abandonar el país y buscar nuevos horizontes y sobre todo, más oportunidades laborales, emocionales y demás. Un país que somete a sus habitantes a una situación límbica, en la que su vulnerable presente puede cambiar en cualquier momento tal y como le sucede a la protagonista. Un relato que cuida los detalles, que mira a sus personajes con profundidad y complejidad, que teje una interesante maraña de relaciones entre unos individuos que viven su presente, porque el futuro no va más allá, porque el futuro siempre resulta incierto y complicado, aunque todas ellas se sienten fuertes y valientes para seguir con sus vidas a pesar de todo y todos, y trabajar por sus sueños, esos horizontes que nunca las dejan de mirar, porque a cada paso de baile, parece que sus ilusiones están más cerca o al menos, así los miran. 

La cineasta franco-argelina vuelve a contar con algunos de los cómplices que le acompañaron en Papicha, como el cinematógrafo Léo Lefèvre, en un prodigioso trabajo de luz, en el que capta esa agitación de sus protagonistas, con una cámara atenta y febril que recoge ese continuo movimiento del primer tercio, para luego asentarse y tener pausa para explicar todo el proceso de reconstrucción de Houria. También está Damien Keyeux en el montaje, que repite con la directora, en una película bien construida, con su ritmo y su pausa en un metraje que se va a los 104 minutos. Mención especial al apartado de la música, con Maxence Dussère, que tiene en su haber la edición musical de Annette (2021), de Leos Carax, entre otros, y Yasmine Meddour, que ya estuvo en algún cortometraje de la directora, consiguen atraparnos con unas melodía vitales, sencillas y extraordinarias, muy importantes en una película donde se baile mucho. Un abanico infinito de sensaciones y sentimientos para contar este drama esperanzador que nos capta desde la citada primera secuencia inolvidable. 

Al igual que pasa con el equipo técnico, entre el equipo artístico encontramos a algunas cómplices como Lyna Khoudri, una de las chicas que soñaban con la moda en Papicha, aquí en la piel de una joven vitalista que la vida golpea de forma brutal, y que deberá volver a empezar, reconstruirse físicamente, y sobre todo, anímicamente, que cuesta más como es sabido. Una mujer que sueña con bailar, con transmitir todas sus emociones a través de la danza, una actividad que necesita expresarse, que no usa palabras, sólo el movimiento corporal, que habla y escucha y comunica con todo aquel o aquella que desee. Junto a ella, también tenemos a otra Papicha, Amira Hilda Douaouda, ahora en la piel de Sonia, una joven que sueña con bailar e irse a otro país. Le siguen Rachida Brakni interpretando el rol de la maestra de baile y mamá de Houria, una mujer que ha sufrió la violencia años atrás, Nadia Kaci es Halima, un personaje importante en la vida post accidente de la protagonista, y Marwan Zeghbib como Ali, un tipo con el que es mejor no cruzarse por la noche. 

Meddour ha tejido una película con ritmo frenético al inicio y luego, en una historia llena de pausa, comedida y tremendamente poética, donde la cámara se aposenta, se fija en lo mínimo y convierte el marco en una película silente, donde ya no hay palabras, sólo el movimiento, un movimiento pausado, tranquilo y sosegado, sólo roto por el baile, una danza que explica, que lo dice todo sin decir nada, que quiere mostrar y emocionar, y lo consigue, porque en un mundo con tanto ruido, con tantos problemas y conflictos, quizás todos y todas deberíamos parar, detenernos y mirar a nuestro interior, sobre todo, a nuestro interior, y extraer todo aquello que nos duele, que nos preocupa, todo aquello que nos doblega, que nos silencia, todo aquello que somos, porque con el baile podemos seguir bailando, transmitiendo, y seguir soñando, porque si de algo estamos completamente convencidos es que podemos estar mal, decepcionados, rotos y vacíos, pero lo que no podemos estar en este mundo sin sueños, porque soñar es una de las mejores acciones que podemos no sólo para protestar contra la injusticia y la desigualdad, sino por y para nosotros, porque se puede vivir sin muchas cosas materiales, pero lo que no se puede vivir es sin sueños, sin querer mejorar, y seguir en la pelea por lo que sentimos de verdad, y eso nunca no los pueden quitar, por muchas hostias que nos den, por muchos golpes que recibamos, porque los sueños son sólo nuestros y de nadie más, ya lo decía Calderón, “Que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son…”, y eso es lo más grande que nos puede suceder, créanme y no dejen de soñar, porque los de verdad no hay que fingirlos, sólo mostrarlos a los demás y a uno mismo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

The Quiet Girl, de Colm Bairéad

LA NIÑA QUE NO CONOCÍA EL AMOR.    

“En el pequeño mundo en que los niños tienen su vida, sea quien quiera la persona que los cría, no hay nada que se perciba con tanta delicadeza y que se sienta tanto como una injusticia”.

“Grandes esperanzas”, de Charles Dickens

Erase una vez… Una niña llamada Cáit de nueve años de edad, que vivía en uno de esos pequeños pueblos perdidos de la Irlanda rural, allá por el año 1981. La mayoría del tiempo la niña lo pasa en soledad, huye del colegio y se pierde por el bosque, descubriendo y descubriéndose, y sobre todo, alejada de su familia, un entorno numeroso y muy hostil, donde ella se relaciona a través de su silencio, porque el dolor en el que existe es insoportable. Pero, todo cambiará para Cáit, porque ese verano será llevada con unos parientes sin hijos, en un entorno completamente diferente, en el que la niña descubrirá que la vida puede ser distinta, y en el que las cosas tienen otra forma, huelen diferente, y sobre todo, crecerá en todos los sentidos. 

The Quiet Girl es la primera película de ficción de Colm Bairéad (Dublín, Irlanda, 1981), después de unos importantes trabajos reconocidos internacionalmente en el campo del cortometraje y en el documental, que nace a partir del relato “Foster”, de Claire Keegan, que nos cuenta la existencia de una niña que no tiene cariño, una niña perdida y triste que vive en el seno de una familia difícil, desestructurada y muy inquietante. El director irlandés compone una película muy sencilla, con pocos personajes, y llena de silencios y detalles, donde el idioma irlandés predominante se combina con el inglés, y usando el formato 4:3, y con el reposo y la pausa de una película que cuenta todo aquello que no se ve y está tan presente en las vidas de cualquier persona. Todos sus espacios oscuros, todo el dolor de su interior y todo aquello que le asfixia y calla por miedo, por vergüenza y por no tener con quién compartirlo. Todo se explica de una manera sutil, sin ningún tiempo de estridencias ni argumentales ni mucho menos formales, la sobriedad y lo conciso alimentan cada plano, cada encuadre, cada mirada y cada gesto que vemos durante la historia. 

Todos los elementos, cuidados hasta el más mínimo detalles, consiguen sumergirnos en un relato íntimo y muy personal, en que el gesto es el reflejo de una alma herida y perdida, una niña que está inmersa en un laberinto de inquietud y tristeza, en el que se ahoga cada día un poco más. La película es un alarde de técnica elaboradísima como la delicada música que escuchamos, obra de Stephen Rennicks, que no acompaña la película, sino que incide en todos aquellos aspectos emocionales que no se explican pero que ahí están, así como el grandísimo trabajo de cinematografía de Kate McCullough, con esa luz naturalista y velada, contrastando con los interiores oscuros del inicio para ir poco a poco abriendo la luz y la historia, siguiendo el proceso de la protagonista, en el que la sensibilidad y la emoción latente siempre está presente, al igual que el espléndido montaje de John Murphy, que condensa con ritmo y sensibilidad todos los detalles y las miradas en las que se sustenta el relato, en una película de duración precisa en el que no falta ni sobra nada en sus ajustados y medidos noventa y cinco minutos de metraje. 

Bairéad opta por componer un reparto en el que no hay rostros conocidos, sino todo lo contrario, porque no busca la empatía con el espectador, la quiere ir elaborando a medida que va avanzando la película, por eso encontramos a intérpretes muy transparentes y cercanísimos que, a través de la distancia prudencia, se nos van acercando y transmitiendo casi sin palabras todo lo que sienten y sufren en su interior, porque son personajes heridos, seres que lloran en silencio, y sobre todo, con roturas como las nuestras o las personas de nuestro entorno. Tenemos a la especial y arrolladora Catherine Clinch en la piel de Cáit, que llena la pantalla, que la sobrepasa, y que dice tanto sin decir nada, en uno de los más sorprendentes debuts en el cine que recordamos, que recuerda a Ana, la niña que sentía a los espíritus en la inolvidable El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, o a Frida, la niña que no podía llorar de Estiu 1993 (2017), de Carla Simón, y otras niñas que siempre escapaban, que siempre salen huyendo del tremendo desorden familiar en el que viven. Le acompañan los adultos, el matrimonio que la acoge ese maravilloso verano, los Carrie Crowley y Andrew Bennett en la piel de los Eibhlín y Seán Cinnsealach, y después, los padres de Cáit, Michael Patric y Kat Nic Chonaonaigh como Athair y Máthair, que contraponen esas dos formas tan alejadas de cuidar y amar a una niña. 

La ópera prima de ficción de Colm Bairéad no es sólo una película que nos habla de la infancia herida, la que no tiene ni conocimientos ni medios para expresar tanto dolor, sino que es una película que tiene un argumento extraordinario, pero lo que la hace tan especial y excelente, es su forma de contarlo, porque opta por la mirada de cineastas como Ozu, porque antepone la contención, la desnudez formal y la interpretación de la mirada y el silencio, alejándose de todo artificio, tanto argumental como formal, que adorne innecesariamente todo lo que acontezca, primordiando todo lo invisible, que sabemo de su existencia, pero por circunstancias obvias no sale a la superficie. Enfrenta dos mundos antagónicos como el de adultos y niños, pero que veremos que no son tan distantes, porque los dos continuamente se reflejan, porque tanto uno como otro, comparten heridas, un dolor difícil de describir y muchos menos compartir, y todos necesitan ese cariño, ese cuidado, ese escuchar y esa mano que haga sentir que no estamos tan solos como sentimos. Porque en un mundo tan individualista y competitivo en el que cada uno hace la suya, esta película resulta muy revolucionario en lo que cuenta y como lo cuenta, porque opta por la mirada encontrada, por la necesidad del otro, y sobre todo, en el detenerse y expresar todos nuestros miedos, inseguridades y dolor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Saint Omer, el pueblo contra Laurence Coly, de Alice Diop

MADRES E HIJAS. 

“Matamos lo que amamos. Lo demás no ha estado vivo nunca”

Rosario Castellanos 

Una de las razones por las que me apasiona el cine es su gran capacidad para llevarte a situaciones muy incómodas, profundizar en tus contradicciones y sobre todo, a reflexionar en tus propias ideas sobre las cosas. Un cine que sea complejo, que transite por las zonas oscuras de la condición humana, y un cine que sea vivo, fiel a su tiempo y una crónica de lo que hacemos y lo que somos. Saint Omer, el pueblo contra Laurence Coly, la ópera prima de Alice Diop (Aulnay-sous-Bois, Francia, 1979), escrita por Marie Ndiaye, Amrita David y la propia directora, que se basa en un hecho real y en una experiencia de la cineasta, es una de esas películas, porque a partir de un hecho real, nos sitúa como testigos privilegiados en el interior de un juicio. Un juicio en el que no dirimen si la acusada, la citada Laurence Coly, dejó morir ahogada a su bebé de quince meses, porque ella misma ha confesado su autoría, sino que el juicio va más allá, y todos los allí presentes quieren conocer las causas que llevaron a un mujer inteligente y culta, a cometer semejante crimen. 

Diop que ha confeccionado una filmografía con abundantes cortos y mediometrajes, siempre con lo social y la inmigración como focos de atención, en su primer largometraje, nos sumerge en las cuatro paredes del mencionado juicio, en la que hemos llegado a la deprimida Saint Omer, al norte de Francia, de la mano de Rama, una joven novelista que asiste al juicio. Alice Diop construye una película a partir de la palabra, del discurso de la acusada y las propias contradicciones de ella misma, y de los otros testimonios, el Sr. Dumontet, ex pareja de la acusada, y la madre de la juzgada. Asistimos a un dialecto sin descanso, donde volvemos a aquella playa donde Laurence Coly dejó a su hija, e indagamos por el antes y el después, y todos los pormenores y silencios y oscuridades de una joven senegalesa que llegó a Francia con ilusiones y deseos, y cómo estos fueron desapareciendo y su vida se limitó a una relación con un señor casado que le sacaba treinta años de diferencia, una madre con la que no tenía relación y una soledad y una depresión acuciantes. La película cuece a fuego lento, con esa pausa que te va absorbiendo, un fascinante cruce de espejos entre la acusada y la novelista, donde tanto una como otra se ven reflejadas y muy cercanas, entre dos mujeres que una ha sido madre y la otra, lo será. 

Una luz natural contrastada en el que cada encuadre engulle a los personajes que aparecen en su soledad y sus pensamientos y en su testimonio, en un gran trabajo de composición y elegancia por parte de la cinematógrafo Alice Mathon, de la que hemos visto películas tan importantes como El desconocido del lago (2013), de Alain Guiraudie, Mi amor (2015), de Maïwenn, Retrato de una mujer en llamas (2019), y Petite maman (2021), ambas de Céline Sciamma, y Spencer (2021), de Pablo Larraín, entre muchas otras, y el preciso e intenso montaje de Amrita David, que ya había trabajado con Diop, en un imponente ejercicio de planos y contraplanos, llenos de miradas, silencios y demás, donde las casi dos horas de metraje se pasan volando, donde hay descanso, pero un descanso lleno de incertidumbre y de inquietud. La directora, de padres senegaleses, se aleja completamente de ese cine de juicios donde se juega con la resolución del veredicto en forma de thriller, aquí el thriller se mezcla con lo social de forma muy potente, porque en realidad, el juicio le sirve a la directora como excusa y como motor para hablar y reflexionar sobre otras situaciones más arraigadas y de gran actualidad, como las vidas y los problemas de los hijos de inmigrantes africanos en la Francia que se enorgullece de diversidad y multiculturalidad y demás, y la realidad difiere mucho de ese eslogan. 

Un relato muy sencillo y honesto en todo lo que cuenta y cómo lo hace, en su humanidad y en su complejidad, y en sus planteamientos, porque también nos habla de oportunidades, de estigma por el color de la piel, de miedo a ser madre, de muchos miedos, de soledad y de salud mental, y de muchísimas más cosas, porque la historia se instala en esa incomodidad de la que hablábamos desde el primer instante, siguiendo con reposo y tensión toda la explicación de los hechos allí juzgados, y los diferentes actores que intervienen, como esa jueza que quiere comprender ciertas acciones completamente incomprensibles de la acusada, el fiscal que agrede verbalmente a una juzgada que se siente indefensa, aturdida y acosada, y finalmente una abogada defensora que sabe que allí no se está juzgando a un madre que ha acabado con la vida de su hija, sino que la cosa va sobre quienes somos como sociedad y qué hacemos con los otros, porque suceden ciertas cosas y siempre miramos al otro lado. Unos intérpretes que mezcla actrices con experiencia como Valérie Dréville que hace la jueza, Aurélia Petit es la abogada y Xavier Maly como el Sr. Dumontet, y Robert Cantarela como el fiscal. 

Para sus personajes principales, Diop opta por actrices casi desconocidas como Kayije Kagame que da vida a la novelista Rama, de formación y oficio de artista, debuta en el cine con esta película, creando un personaje sumamente complejo, como podemos comprobar en los enigmáticos flashbacks de la relación densa con su madre, que la asistencia al juicio aún abrirá tantas heridas que todavía se mantienen ahí. Frente a ella, en esos intensos cruces de vidas, ánimo y esas miradas que tanto dicen, como suele ocurrir, sin necesidad de subrayarlo con el diálogo, tenemos a Guslagie Malanda, que había debutado en el largometraje con Mi amiga Victoria  (2014) de Jean-Paul Civeyrac, duro drama basado en una novela de Doris Lessing, metida en un personaje dificilísimo, el de una madre que ha dejado morir a su bebé de quince meses, sumergida en un infierno particular, incomprendida por todos y todas, y queriendo escapar de ella misma, y anulada en todos los sentidos y muy sola y abandonada. Solo nos queda decirles que no se pierdan Saint Omer, el pueblo contra Laurence Coly, y no porque sean unos apasionados del cine con juicio, porque la película no va de eso, la cinta de Diop indaga y reflexiona sobre muchas cosas, entre otras, sobre las herencias maternas, las complejas relaciones entre madres e hijas, y sobre nuestra identidad cuando estamos solos y venimos o somos de otras culturas, creencias y todo lo hemos tenido muy difícil, y en ese sentido, la película es magnífica, porque sin música, apenas un par de temas y en momentos muy significativos, y con un equilibrio excelente entre lo personal y lo social, consigue una película de gran calado y muy profunda que se recordará por muchos años. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El guardián de acero, de Jae-Hoon Choi

MI PUEBLO ES MI HIJA.

“Si conoces al enemigo y a ti mismo, no debes temer el resultado de un ciento de batallas”.

Sun Tzu en El arte de la guerra

La película se abre con los restos de lo que ha sido una batalla cruenta bajo la lluvia, en la que vemos a Tae Yul, un joven guerrero de la dinastía Joseon, cortando a la aparición de unos espectaculares títulos de crédito, construidos a través de ilustraciones en carbón, muy visuales y poderosas, y seguidamente, la acción arranca a la carrera, con la huida de su palacio del rey Gwanghae XV, de la dinastía Joseon, traicionado por los suyos. Estamos a finales del invierno de 1623, cuando Corea estaba sometida por China. Un relato oscuro y sórdido, que gira en torno a tres espadas, tres guerreros con idéntico destino. Tenemos al citado Tae Yul, casi ciego, que vive con su hija, alejado de las conspiraciones palaciegas. El segundo, Min Seung Ho, el maestro samurái de la dinastía Joseon, retirado a la vida espiritual. Y último, entra en liza Gurutai, el espadachín chino de la dinastía invasora Quing, ambicioso y cruel, está empecinado en ser el número uno.

La opera prima del cineasta surcoreano Sae-Hoon Choi, inspirada en sucesos reales, está enclavada en el género “Wuxia”, que en las últimos décadas ha dado grandes obras como la trilogía samurai de Yoji Yamada, Zatoichi, de Takeshi Kitano, Hana, de Hirokazu Koreeda, o 13 asesinos, de Takashi Miike, entre otras. Cine de acción, cine sobre oscuras traiciones en palacio, sobre guerreros solitarios, desconocidos, errantes, dolidos, impecables, y sobre todo, tipos derrotados anímicamente, que nunca con la espada, seres perdidos, desilusionados con un mundo demasiados cruel, demasiado violento, que no conoce la compasión, lleno de envidias, siempre en continua lucha, una lucha eterna, que destruye y elimina a tantos inocentes. Jae Hoon-Choi conduce con maestría una película compleja en su trama, ya que conduce varias tramas que nos llevarán sin remedio al combate final, un combate ejemplarmente filmado, con esa lluvia incesante, y con la apabullante coreografía que, no solo resulta espectacular, sino que nos sume en un combate sin tregua, donde la muerte es el único destino.

El director surcoreano no olvida a los maestros del género como Kurosawa, sumergiéndonos no solo en las rencillas personales de cada uno de los contendientes, sino que nos abre el encuadre, mostrándonos el contexto histórico, importantísimo para elevar el tono y el nivel de una película, que sin ese elemento primordial, sería una más, una de tantas de espadachines, dedicadas a entretener al personal con infinidad de batallas bien ejecutadas. El guardián de acero, va mucho más allá, ejecutando con tensión, tanto emocional como física, y cociendo con sensibilidad la tensión in crescendo que vamos sintiendo a lo largo de la película, con la injusticia y la violencia que impone el invasor chino, las conspiraciones del últimos señor coreano que lucha por arrebatar el poder al conquistador, y el periplo de Tae Yul, y su hija, que enfrascados en conseguir las hierbas milagrosas que ayudarán a paliar la prominente ceguera que sufre el guerrero, se ven inmersos en la lucha palaciega, como si el pasado volviese a la existencia de Tae Yul, llamando a sus puertas, con la intención de resolver ciertas cuestiones que quedaron sin solución.

La cuidada atmósfera, con esos tonos sombríos y oscuros, manejando la lluvia incesante y fina que va cayendo en los combates, o eso tono más amable y natural en la zona montañosa donde viven el guerrero y su hija, y los tonos nocturnos, llenos de sombras chinescas, inquietantes y temblorosas, bien sujetadas por la tenue luz de las velas, se convierten en el marco ideal para escenificar todas las conspiraciones y luchas internas que se van originando en el palacio. Y como toda película “Wuxia” que se tercie, no debe faltar un reparto sobrio y magnífico que aporte la calidez y la oscuridad que requieren los personajes, encabezado por Hyuk Jang que da vida al misterioso guerrero del bastón, casi ciego, que se enfrenta a todos con la intención de salvar a su hija, Man-Sik Jeong, que hemos visto en películas como el thriller The Yellow Sea, compone al maestro Min Seung Ho, y finalmente, el malvado de la función, el despiadado Gurutai, al que interpreta un formidable Joe Taslim, habitual del cine de acción, incluso en películas hollywoodienses como las secuelas de Star Trek o Fast & Furious. Sae-Hoon Choi resuelve con intensidad e inteligencia el envite de su primera película, con una historia llena de misterio, sensibilidad, contexto histórico, silencios y tensión, en un relato con personajes honestos y oscuros que, al igual que le ocurría a Jimmie Ringo, el legendario forajido de El pistolero, su gran manejo con el arma, uno, el revólver, y los otros, la espada, los ha sumido en una existencia en constante peligro, batiéndose con otros que quieren arrebatarles el puesto del más rápido y mejor con el arma, una vida errante y dolorosa, que unos se empeñan en no dejarles abandonar para vivir tranquilos y en paz. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un lugar tranquilo, de John Krasinski

SI QUIERES VIVIR, NO HAGAS RUIDO.

De todos los géneros el terror es aquel que necesita un arranque más espectacular, algo que inquiete a los espectadores y deje claras sus intenciones de por dónde irán los tiros. Un lugar tranquilo consuma esa premisa, se abre de forma sumamente inquietante y maravillosa, situándonos en los pasillos de un supermercado que parece descuidado o desvalijado, o ambas cosas, tres niños, junto a dos adultos, pululan por el espacio intentando conseguir comida, todos se mueven despacio, descalzos, se dirigen unos a los otros mediante señas o lenguaje de sordomudos, no escuchamos nada, el silencio es total. A continuación, salen del interior y vemos la calle, desierta y con evidentes rasgos de que no hay vida por ningún lado. La comitiva emprende el paso en formación de fila india y en el más absoluto silencio. Dejan la ciudad y se adentran en un bosque, flanqueado por un puente. De repente, el niño más pequeño acciona un juguete que comienza a emitir un ruido ensordecedor, sin tiempo para actuar, un monstruo de condición alienígena que sale de la profundidad del bosque se abalanza sobre él y desaparece de la imagen. Sus padres y hermanos se quedan completamente horrorizados.

El responsable es John Krasinski (Newton, Massachusetts, 1979) al que conocíamos por su carrera de actor de reparto en muchas producciones de toda índole, entre las que destaca su aparición en la serie The Office. De su carrera como director conocíamos dos trabajos anteriores Entrevistas breves con hombres repulsivos (2006) y Los Hollar (2016) ésta última una interesante comedia negra sobre los problemas de un joven que debe abandonar su vida neoyorquina para regresar a su pueblo y ayudar a sus padres, y algunos episodios dirigidos en la mencionada The Office. Ahora, se adentra en otro registro, el terror, y firma la coautoría del guión (ya había firmado junto a Matt Damon el de Tierra prometida de Gus Van Sant) la coproducción, la dirección, y además, se reserva uno de los personajes, Lee, el padre de familia, bien acompañado por Emily Bunt (su mujer en la vida real) que da vida a Evelyn, la madre, y los hijos, Millicent Simmmonds da vida a Regan (que ya nos había encantado en otro trabajo silente en Wonderstruck de Todd Haynes) y el hermano pequeño Marcus que interpreta Noah Jupe (visto en Suburbicón de Clooney).

Krasinski echa mano del terror setentero y la ciencia-ficción de los 50, para sumergirnos en una película de terror clásico, donde las criaturas que apenas se ven en la primera mitad de la película, son la gran amenaza, unas formas de vidas depredadoras y devastadoras, que son ciegas y sólo se mueven a través de los sonidos. La trama nos sitúa en las afueras de una ciudad, entre una gran casa y un maizal a su alrededor, donde la familia se mueve sin hacer ruido, viven o mejor dicho, sobreviven, en esa situación, no nos dan más información, desconocemos si hay otros supervivientes, tampoco la del resto del mundo, y el alcance de la invasión extraterrestre. Krasinski se centra en la supervivencia de la familia, la familia en el centro de la trama (como sucedía en la magnífica 28 semanas después de Fresnadillo) donde unos y otros se ayudan, con el añadido que Regan, la hija mayor, es sorda y el padre trabaja en su taller para hacerle un aparato para que escuche mejor. Los días pasan y todo sigue igual, sobreviviendo en este reino del silencio porque el ruido mata.

El cineasta estadounidense sale airoso con esta trama sencilla, donde seguimos la cotidianidad a partir de unas reglas, sin salirse del patrón establecido, no dándonos información de cómo arrancó esta pesadilla, sólo la situación de los hechos, y la supervivencia familiar, a través de una cuidada puesta en escena que logra sumergirnos en unos grandes momentos de tensión, donde en la segunda mitad de la película, con la aparición en pantalla de más minutos de criaturas, la película consigue un ritmo endiablado, y las secuencias de horror aumentan, donde en cada instante sus personajes se encuentran en peligro constante, en el su sonido un papel fundamental en el relato, llenando todos esos espacios en los que la palabra no tiene lugar, situación que ayuda y de qué manera para contarnos la historia.

Krasinski ha logrado una película extraordinaria, bien narrada y cuidada en sus detalles más íntimos, donde la aventura de sobrevivir se convierte en lo más importante, donde todos los componentes de la familia se ayudan entre ellos, donde todos son uno, en el que además, saca tiempo para contarnos algún que otro conflicto familiar, que convierte esta película en una película que tiene el aroma de aquellas cintas de terror que tanto nos helaban la sangre de niños, y además, lo consigue sin recurrir a las típicas estridencias narrativas que tan populares se han vuelto en las cintas del género de las últimas décadas, Krasinski juega a sobrevivir sin hacer ruido, manteniendo el silencio, aunque a veces resulte la cosa más difícil del mundo, porque esas criaturas de otro mundo parecen indestructibles, y hay que aprender a convivir con ellas adaptándose a sus debilidades o morir.

Julieta, de Pedro Almodóvar

CcYTjc-WoAI3KIxEL ALMA DE UNA MADRE.

“Tu ausencia llena mi vida y la destruye”.

La película número 20 de Pedro Almodóvar (1949, Calzada de Calatrava, Ciudad Real) se abre de forma icónica y relevante. El plano nos muestra la forma de una vagina que inmediatamente, cuando el cuadro se abre, observamos que se trata del albornoz que lleva Julieta, la protagonista, e inmediatamente aparece el título de la película que inunda todo el cuadro. Julieta es el hilo conductor elegido por el cineasta para contarnos tres décadas de su vida, las que abarcan de 1985 hasta el 2015. Almodóvar se vuelve a su universo femenino, a centrarse en la maternidad, en el peso emocional que significa ser madre, el hecho de tener una hija y sobre todo, en las difíciles relaciones materno filiales. No obstante, desde su segunda película Laberinto de pasiones, las madres son una figura crucial e importante en su cine. Exceptuando a Gloria, la heroína de ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, que representaba la tristeza y la soledad más extremas, y se debatía en sentirse viva con cualquier extraño o abandonar a su familia y vivir su vida. Las madres que aparecían en sus primeras películas, solían ser madres dominantes, castradoras y tremendamente manipuladoras. Aunque a partir de 1999, con Todo sobre mi madre, la imagen de las madres almodovarianas mudó de piel, se convirtieron en figuras protectoras, luchadoras que se desviven por el bienestar de sus primogénitos, actitudes que en algunos casos les lleva a tener relaciones complejas y dolorosas con sus hijos y entorno. Recordemos a la Manuela de la citada Todo sobre mi madre, la Raimunda e Irene de Volver, o la Julieta de ahora.

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Julieta nace a partir del imaginario de la escritora premio nobel, Alice Munro (1931, Wingham, Cánada), unos relatos cortos que suponen la tercera película de Almodóvar basada en un texto ajeno – las anteriores fueron Carne trémula, de Ruth Rendell y La piel que habito, basada en Tarántula, de Thierry Jonquet -. Una película que originalmente se iba a llamar Silencio e iba a rodarse en inglés, pero el proyecto tomó otra forma muy diferente. La trama arranca en la actualidad, en un piso vacío, en una situación de despedida, de tránsito, de dejar algo, Julieta (maravillosa Emma Suárez, que se convierte en uno de esos personajes femeninos emblemáticos que construyen el universo Almodóvar, mujeres solitarias, perdidas y rotas de dolor) deja Madrid para empezar una nueva vida en Portugal junto a su chico Lorenzo. Un encuentro fortuito cambia sus planes, y decide escribirle una carta a su hija Antía, una carta que llevaba mucho tiempo intentando escribir. Julieta le cuenta una experiencia que le cambió la vida, y arranca treinta años antes. Nos trasladamos a 1985 (no es casualidad que el período temporal de la película sea el mismo período de vida de El Deseo, la productora de los hermanos Almodóvar) y allí, en una noche de temporal, en un tren, Julieta (emocionante Adriana Ugarte) conoce a Xoan del que se enamora (guapísimo y masculino Daniel Grao) un hombre, pescador de oficio, que funciona como arquetipo, como un símbolo premonitorio de la tragedia. Julieta empieza una nueva vida en Galicia, junto al mar. Allí nace su hija Antía y el tiempo va pasando. Algo sucederá que reventará la tranquilidad de la vida de pueblo marina, algo que lo cambiará todo y desencadenará el drama de la película.

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El film viaja de una época a otra de manera sutil y tranquila, Almodóvar nos cuenta, a través de abundantes primeros planos con los que encuadra a su heroína, el drama de forma sencilla, avanzando lentamente, cuidando las situaciones con esmero, no adelantándose a los acontecimientos y dejando que todo vaya fluyendo. En relación a sus últimos melodramas, aquí el drama es diferente, otra vuelta de tuerca sabia de los infinitos recursos cinematográficos del manchego, que en esta ocasión, se cimenta a través del silencio, de la derrota psicológica y el interior emocional. Todo funciona de manera contenida, hay dolor, llanto, culpa y rabia, pero todo se desata en el interior de Julieta. Sí, estamos frente a una alma en pena que vaga sin rumbo y golpeada terriblemente por el peso del pasado, pero todo se sobrevive de manera callada, en silencio, no tiene fuerzas para gritar hacía fuera, y lo hace hacía dentro. El dolor la destruye y la mata, no es vida, se arrastra y no encuentra fuerzas para mantenerse en pie, pero hace todo lo posible para seguir hacía algún sitio, porque no es hacía delante, quizás su camino sea hacía el limbo de la pérdida y el dolor que mata pero no del todo. Almodóvar utiliza dos actrices para encarnar a la desdichada Julieta (cómo hacía Buñuel en Ese oscuro objeto de deseo, o Bergman en Persona, con la que comparte espejos deformantes de similitud y forma), resulta francamente extraordinario el momento que cambia de espacio temporal, en el mismo encuadre, en una elipsis de fuerza sobrecogedora, sólo utilizando una toalla.

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Dos mujeres rubias, dos miradas que abarcan treinta años, tres décadas de cambio, de un país de luz a otro muy oscuro, de aquellos años de vida y alegría, a estos de ahora, invadidos por la negritud y la incertidumbre. El melodrama se siente, se huele, nace desde las entrañas de Julieta, de su dolor, su culpa, y su vida amarrada a una ilusión que se desvanece como las flores en invierno. Aquí no hay espacio para la comedia, Almodóvar prescinde de esos momentos marca de la casa, que contribuían a aligerar peso en medio de la tragedia de sus personajes femeninos, en esta no hay espacio, sólo silencio, no hay tiempo para reír, sólo para penetrar en el interior de Julieta, cómo nos propone desde el primer plano de la película. Almodóvar no quiere que te distraigas, quiere que permanezcas atento a la pantalla, que sólo tengas ojos para Julieta, que sigas su camino redentor, como un barco a la deriva, sin rumbo, que observes sin juzgar esa alma destrozada y apagada, pero fuerte, que se resiste a tirar la toalla.

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Almodóvar viste sus películas con colores fuertes y vivos con predominio del rojo, que ya forman parte de un elemento característico en su cine, cada detalle y objeto están pensados y estudiados, nada es producto del azar, todo tiene su importancia, cada detalle por muy insignificante que parezca, forma parte de un todo. La luz de Jean-Claude Larrieu (habitual del cine de Isabel Coixet) impregna los encuadres de una forma tenebrosa y oscura en la parte de Galicia, (como la secuencia del tren con esa luz abstracta, casi de película de terror, escena que nos recuerda a momentos de la película Una noche, un tren, de André Delvaux) y esa luz apagada, que no brilla en los de Julieta adulta. La música de Alberto Iglesias (habitual del manchego en los últimos 9 títulos) envuelve a los personajes con unas melodías suaves que se agarran a fuego en la piel de Julieta. Como es habitual en el cine de Almodóvar, la dirección de actrices es extraordinaria, el director sabe manejar cada mirada y cada gesto dotándolo de las fuerzas necesarias, que aunque los personajes tengan menos apariciones, cada uno de ellos tenga su peso importante en la trama que se nos cuenta. El personaje de Inma Cuesta como la escultora Ava, o Beatriz, que interpreta Michelle Jenner, amiga de la infancia de Antía o Lorenzo, el hombre que viene al rescate que compone Dario Grandinetti. Almodóvar ha construido un melodrama clásico, como sus añorados Stahl o Sirk (con alusiones claras a Imitación a la vida), ese drama que se agarra al alma y no te suelta, que te conmueve desde la sutileza, sin aspavientos ni exaltaciones, a través de lo contenido, de ese dolor que crece en el interior, que no te deja, que te ahoga y te mata lentamente, cada día un poco más.

 

Entrevista a Sonia Tercero Ramiro

Entrevista a Sonia Tercero Ramiro, directora de “Robles, duelo al sol”. El encuentro tuvo lugar el martes 17 de noviembre de 2015, en la terraza del Hotel Majestic de Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Sonia Tercero Ramiro, por su tiempo, generosidad y cariño, a Nana de Juan de Prensa, por su paciencia, amabilidad y simpatía (que tuvo el detalle de tomar la fotografía que ilustra esta publicación) y a la Filmoteca de Catalunya, por interesarse y programar cine documental, reflexivo y necesario.

El gran vuelo, de Carolina Astudillo Muñoz

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“Hay muertos a los que nadie recuerda porque duelen demasiado para querer recordarlos, otros, se han vuelto incómodos. ¿Cómo hacerlos regresar?”

En Anatomía de un instante, el escritor Javier Cercas partió de una imagen (la que se produjo en el congreso cuando Tejero irrumpió a punta de pistola aquella tarde fatídica del 23 de febrero del 81, el instante en que Suárez y Carrillo no se refugiaron en sus escaños y se mantuvieron firmes ante los civiles) para reconstruir la memoria de la transición a través de un magnífico ensayo político que indagaba en las zonas más oscuras de la historia reciente de este país. Carolina Astudillo Muñoz (Santiago de chile, 1975) ha realizado un proceso similar al de Cercas, su punto de partida eran algunas fotografías y cartas de Clara Pueyo Jurnet, una de aquellas mujeres nacidas en Barcelona, que se afilió al PSUC y luchó primero a favor de la República, y luego en contra del franquismo, y continúo en la resistencia contra la dictadura hasta su desaparición en 1943, cuando salió de la prisión de Les Corts de Barcelona con un permiso falso. Ahí se pierde su huella para siempre, nadie sabe de ella, que fue de ella, que ocurrió después.

Astudillo descubrió esa imagen perdida, (como hace Rithy Panh en su obra, donde reconstruye la memoria no filmada del terror de Camboya) la de Clara, durante la realización de su pieza De monstruos y faldas (2008), donde recorría el desgraciado devenir de las mujeres que pasaron por la prisión de Les Corts. Fue en ese instante cuando arrancó el proceso de investigación histórica, en este maravilloso y emocionante viaje que se materializa con el encuentro de la cineasta con su personaje a través del cine, donde la vida y la muerte forman uno sólo, como explicaba Joan van der Keuken en Las vacaciones del cineasta (1974). Astudillo se sumió en una ardua y laberíntica investigación sobre la memoria de Clara y todos los personajes que la rodearon, no encontró imágenes, debía construirlas, en su caso optó por la reconstrucción, por el material de archivo o el found footage, rebuscó en las filmotecas películas familiares de la alta burguesía catalana y valenciana de los años 30, 40 y 50 (los lugares vitales de Clara), que recogen hechos cotidianos y explosiones de alegría, un material que con la ayuda de las dos montadoras, Georgia Panagou y Ana Pfaff, convierte esas películas ajenas en propias, en las imágenes que faltan de Clara, en esa vida no filmada, en dar luz donde no la hay, en que los espectadores sintamos que pertenecen a Clara y los suyos, unas imágenes que son de otros, de aquellos que vivían bien, ajenos y alejados a la lucha política y el terror del franquismo. Y no sólo eso, Astudillo Muñoz, además de reconstruir la biografía de Clara, fabrica un imponente ensayo fílmico en el que reflexiona y estudia esas filmaciones, como se registraban los cuerpos femeninos que hay detrás de cada retrato, la puesta en escena que escenifica como educaban a los niños en la lucha de clases.

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Dos voces, una que nos explica el itinerario desgraciado de Clara, la juventud ilusionante, y la guerra, el exilio, y la clandestinidad, el terror del franquismo, y la paranoia comunista que ajustició a compañeros, la desilusión y el desencanto por una izquierda que acabó matándose y enterrándose a sí misma. La otra voz, nos lee las cartas de Clara, y los suyos, los amores frustrados, el desarraigo familiar, las amistades rotas, las dudas de la militancia, y la huida constante, todo aderezado con una música vanguardista, barroca, y popular, que funciona como testigo de esas imágenes que nos envuelven en las heridas del pasado que no cicatrizan. Astudillo no sólo desentierra la memoria silenciada y olvidada de Clara Pueyo Jurnet de una forma ejemplar y contundente, sino que se pregunta constantemente a sí misma, y expone unos hechos y lanza muchas cuestiones de dificultosa resolución, cediendo constantemente la palabra al espectador, para que seamos los que reflexionemos sobre lo contado. Una película humanista, honesta y tremendamente sencilla que, en ocasiones parece una película de terror y en otras, en un documento contra el olvido, cimentada en una estructura férrea plagada de sombras y espectros que escenifican a aquellas personas que siguen vagando por una historia, la oficial, que sigue negándolos, sin reconocerlos y no documenta sus vidas, porque como bien advierte el arranque de la película, hay muertos incómodos, molestos, tanto para unos como otros, quizás esa la metáfora terrible que lanza como dardo envenenado Astudillo Muñoz, que desenterrar la memoria, y ver qué y cómo sucedió, no sólo molesta a los de un lado, sino también a los del otro lado.

La mirada del silencio, de Joshua Oppenheimer

la_mirada_del_silencio_35840LA MEMORIA OLVIDADA

Desde que presenciamos estupefactos y aterrados las filmaciones del exterminio nazi durante la II Guerra Mundial, el debate sobre la representación del horror está latente, y seguirá presente y generando posturas y controversias de diversa naturaleza. Noche y niebla, de Resnais o Shoah, de Lanzmann, no utilizaron las imágenes de archivo y se centraron en los lugares del horror y cedieron la palabra a los verdugos y las víctimas. Un ejercicio parecido fue el que hizo el cineasta camboyano Rithy Panh, en su magistral S-21: La máquina de matar de los jemeres rojos, aunque Panh no disponía de imágenes y se las ingenió para llevar a los verdugos a los lugares de tortura y de esta manera escenificar los horrores que allí sucedieron. Después, y con la ayuda del novelista francés Chritophe Bataille, escribió La eliminación, donde relataba los horrores de su infancia y la desaparición de toda su familia a manos de la dictadura de Pol Pot (1975-1979). En 2013, filmó la magnífica La imagen perdida, donde adaptaba el libro, y sustituía con indudable maestría e ingenio la falta de imágenes, creando un mundo donde las personas eran figuritas talladas en barro.

El trabajo de Joshua Oppenheimer (Austin, Texas. 1974) sigue la misma línea que Rithy Panh. Con La mirada del silencio, cierra el díptico iniciado en 2012 con The act of killing, donde representaba los horrores del genocidio indonesio (1965-1966) con la participación de los verdugos de Suharto (un período donde la dictadura asesinó a un millón de personas acusándoles de comunistas), una película que filmaba a los verdugos, que muchos de ellos siguen en el poder y gozan de impunidad, representaba los horrores y lugares donde se cometieron las atrocidades en un tono que profundizaba en la banalidad y lo grotesco. La cinta recibió críticas por el tono utilizado por Oppenheimer, recriminándole su sensacionalismo y no tomar la debida distancia y caer en la fascinación de filmar el mal. Ahora, con este nuevo trabajo, nuevamente producido por Werner Herzog y Errol Morris, cambia su posición, realizando un giro de 180º, y cediendo la voz a las víctimas, en este caso a Adi, un optometrista que vive en su barrio junto a los asesinos de su hermano. Resulta esclarecedor que la profesión del hilo conductor del film, sea un profesional que devuelve la luz a los que no ven, metáfora de la impunidad en la que viven los verdugos de la dictadura, que siguen amparados por el gobierno, que continúa al frente del país.

La película sigue  Adi en su tarea de desenterrar el pasado y así desde el presente, mirar al futuro de manera diferente. Visitar a los verdugos que viven puerta con puerta, asesinos que no se arrepienten de sus atrocidades, en un país donde el gobierno sigue vanagloriándose de los horrores del pasado y no pide perdón a las víctimas ni a sus familias, un país sumido en la oscuridad y en la injusticia, donde no hay espacio para la reconciliación. Oppenheimer se introduce en el difícil y tortuoso camino que emprende Adi, las tensiones que provoca en su familia su decisión de hablar con los asesinos, y el deber que tiene todo ser humano de conocer la realidad por muy cruda y horrible que resulte. Un cine mayúsculo y profundamente humano que desentierra el silencio y el miedo que lleva más de medio siglo conviviendo con los vencidos y sus familias, un cine necesario, construido desde la honestidad y el respeto hacia los que ya no están, y hacía los que los recuerdan y luchan por mantener viva su memoria.