Génesis, de Philippe Lesage

LOS PRIMEROS DESEOS.

“El amor es el único motor para la supervivencia”.

Leonard Cohen

Guillaume descubre que su amistad con Nicolassu, su mejor amigo, va más allá de la mera relación de amigos y compañeros de instituto y lo ve como alguien especial. Charlotte es una veinteañera en la universidad y hermanastra de Guillaume, sale con Maxime pero se siente enjaulada y le lleva a conocer a Theo, unos años más mayor, aunque tampoco parece encontrar esa estabilidad emocional que tanto ansía. Y por último, Félix, un chaval que se siente atraído por Béatrice, una compañera del campamento de verano. Tres relatos sobre el amor, sobre el primer amor, sobre el hecho de ser adolescente y joven, sobre los primeros deseos, sobre esa efervescencia veloz e inquieta cuando parece que toda tu vida va a la velocidad de un rayo, donde todo sucede de forma muy intensa, y también, empiezas a conocer los sinsabores del amor, del deseo, de esa cara oculta siniestra y oscura que también anida en los sentimientos, y sobre todo, como actúan el resto y como nos ven. Philippe Lesage (Saint-Agapit, Canadá, 1977) arranco su carrera en el documental para luego pasar a la ficción con Los demonios (2015) y Copenhague. A Love Story (2016) en las que planteaba relatos sobre la infancia y la adolescencia y los despertares que conlleva cuando se conoce el mundo de los adultos.

El director canadiense nos plantea un retrato sobre la adolescencia, sobre los primeros amores, o quizás sería más conveniente decir, sobre las primeras decepciones amorosas, sobre cómo combatir los conflictos interiores y materializarlos a los demás, y las consecuencias que lleva ser uno mismo y expresárselo al resto, venciendo los miedos al rechazo o la marginación. Lesage observa a sus criaturas desde esa mirada crítica y honesta, sin caer en el sentimentalismo o las peroratas discursivas que suelen caer los retratos sobre amores juveniles. En Génesis los despertares al amor son honestos y sin cortapisas de ningún tipo, sus protagonistas aman de verdad, se dejan llevar por sus sentimientos y actúan en coherencia, explotando sus emociones y lanzándose a esos vacíos sentimentales a ver qué sucede.

Los planos de Lesage emanan autenticidad y ritmo, nos llevan en volandas de un lado a otro, centrándose en los primeros 100 minutos en los conflictos emocionales de Guillaume y Charlotte, que puedan resultar muy diferentes en la forma de abordar sus cuestiones sentimentales pero tanto uno como otro obtienen el mismo resultado frustrante, o quizás no era el momento para tener esas relaciones, o quizás se habían equivocado de personas y sus ansías de descubrir y experimentar les ha llevado a ir demasiado deprisa a no tener esa calma suficiente en el terreno amoroso, tan necesaria por otra parte, pero todo ese aprendizaje forma parte de la edad que tienen, de ese tiempo de constantes errores, de perderlo todo por alguien, de pensar que el mundo se acaba si esa persona u otra no se fija en nosotros o simplemente, nos rechaza, sumiéndonos en el vacío más profundo y doloroso que podamos imaginar. Guillaume, fantástica la composición del actor Théodore Pellerín, es extrovertido y locuaz en el instituto, alguien que es capaz de todo y una especie de líder carismático donde mirarse, en el amor tampoco se corta, se lanza y luego pregunta, como debe ser según él.

En cambio, Charlotte, íntima y erótica la interpretación de la extraordinaria Noée Abita, se siente desplazada en su relación con Maxime, como si su tiempo y el tiempo de la relación se hubiera detenido por eso a sus veinte pocos años ve en Theo que roza los treinta, la oportunidad de tener una relación más madura, más de verdad, más estrecha, aunque las cosas nunca son lo que parecen, y parece salir de un fuego para encontrarse con otro. Finalmente, Lesage deja los últimos 30 minutos de película para situarnos en un campamento de verano y contarnos, casi sin palabras, y con mucha música, elemento que estructura la película mezclando temas más sentidos con otros más locos. Conoceremos a Félix, que interpreta el actor Edouard Tremblay-Grenier, protagonista de Los demonios, que se siente atraído por Béatrice, y entre miradas y sonrisas empiezan a intimar, con esos primeros roces de cuando te gusta por primera vez alguien, donde cogerse de la mano es un gesto extraordinario, donde el final del campamento anuncia el final de la relación estival o no, quizás continué de alguna otra manera en la ciudad.

Lesage sigue con su cámara los movimientos audaces y torpes de sus personajes a la hora de acercarse a los seres amados, sin estudiar sus posibilidades ni nada, aventurándose siendo fieles a lo que sienten, con miedo pero sin cobardía, creyendo en sus sentimientos, aunque en algunos momentos se metan en la boca del lobo, y se muestren indefensos ante los demás, que los utilizan y humillan. La película nos envuelve con sutileza y sobriedad en estos tres retratos sobre la adolescencia, sobre el amor y todos esos deseos lanzados a la vida, extremos, ocultos, cálidos, frustrantes, decepcionantes o simplemente, bellos, queridos y sobre todo, reales, sinceros e íntimos, porque como dice la canción solamente se tienen 16 años una vez en la vida, para bien o para mal, y jamás se vuelve a tener esa edad, ni tampoco esos sentimientos y esa mirada a la vida, después en la edad adulta todo se vuelve diferente, más extraño, más deshonesto y más individualista. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Puta y amada, de Marc Ferrer

(DES) AMORES, AMIGOS Y CINE.

“Si no se puede ser hermoso hay que ser terrible, la misma pasión estética pero invertida”

Nos encontramos en un cine, unos amigos están viendo alguna película de Godard, Truffaut, Pialat o la última de Woody Allen, la siguen con atención, inmersos en un estado hipnótico por sus imágenes y sonidos, abducidos por las historias que se cuentan. Cuando acaba la película, toman algo en el bar más cercano y hablan sobre la película, que les lleva a hablar de ellos mismos, de sus (des) amores y existencia vital. Este instante, cotidiano y resistente, podría ser la secuencia habitual del cine de Marc Ferrer (Sabadell, Barcelona, 1984) que después de graduarse en Comunicación Audiovisual en la UPF, y de realizar cortos y videoclips, debutó en el largometraje con Nos parecía importante (2016) donde las vivencias autobiográficas,  la amistad y la cinefilia eran los pilares en los que se asentaba su película. Al año siguiente, vimos La maldita primavera, que, aunque continuaba hablándonos de amigos y cine, lo hacía a través de un tono diferente, en una comedia muy gamberra, muy divertida, en el que se mezclaba la Barcelona actual, mucha música pop de Papa Topo, devaneos sentimentales, extraterrestres y mucho trash.

En su tercera película, Puta y amada, Ferrer vuelve a la premisa de su opera prima, donde vuelve a hablarnos de sí mismo, de sus amigos, algunos interpretándose a sí mismo, donde se vuelve hablar de cine, de literatura, y sobre todo, de la fragilidad de los sentimientos, y la vulnerabilidad de las emociones, a través de relaciones frugales, insatisfechas, acomodadas, tristes, reconciliables o no, locuras y demás (des) amores, y lo hace desde la naturalidad y la cercanía, a partir de esa austeridad narrativa y formal que hace de la carencia de medios, una bandera para contarnos relatos frescos, divertidos y actuales, filmando esa Barcelona de día, pero sobre todo, de noche, la Barcelona canalla,  la del Cine Zumzeig, la de Freedonia, la del Raval, con su Mónica del Raval (que aquí tiene un cameo, volviendo al universo Ferrer, ya que en La maldita primavera tenía un personaje importante) aquí tenemos la presencia de Yurena marcándose la actuación de uno de sus temas disco, a la que veremos en otros momentos, también envuelta en amores inconclusos. Estaremos en otros tantos lugares, donde la ciudad, esa Puta y amada, para Ferrer y sus amigos, como epicentro y responsable inocente de sus logros o desaciertos vitales. También, hay mucha música, escuchamos canciones pop, que nos hablan del interior de los personajes, de sus sentimientos y estados de ánimo.

El director sabadellense construye sus películas de 60 minutos de metraje, un tiempo en el que no cesan de ocurrir cosas, donde el ritmo nos lleva de un sitio a otro  de forma frenética, a los (des) encuentros casuales o no, nos sitúan en situaciones cotidianas, realistas o no, donde los personajes siguen a sus amados, queriendo encontrar ese sentido a sus vidas o aprender a relajar su corazón y que no vuelva a salir perjudicado por tantos cambios. Ferrer elogia la imperfección, la fealdad, huye de lo bonito y perfecto, no juzga a sus personajes, los filma desde la naturalidad y la intimidad, en una especie de catarsis autobiográfica, en el que lo vivido en la realidad pasa a ser materia de ficción, en el que la vida y el cine se mezclan, fusionan y crean una especie de híbrido donde vida y película dialogan entre sí, creando una nueva dimensión donde la realidad y la ficción se traspasa continuamente, pero, siempre desde un sentido sencillo y honesto, sin crear ningún tipo de discurso o subrayado narrativo, la película se cuenta desde el deseo de hacer cine, de vivir el cine y de sentir el cine desde lo más mínimo, desde sus orígenes, filmando todo aquello que nos ocurre, que forma parte de nuestras vidas.

El cine de Ferrer reflexiona continuamente sobre el valor de las imágenes, sobre su construcción y su tiempo, donde la Nouvelle Vague sería el epicentro romántico cinematográfico, donde nacen sus imágenes, un lugar de referencia del que se originan estas películas, donde continuamente se  establecen diálogos entre el cine y la vida, donde no sabemos dónde acaba uno y empieza el otro, como el instante en el que Júlia entra en la cabina del proyeccionista del cine  y mira con amor ese proyector en 35 mm. Marc hace un cine libre, fresco, natural y divertido, alejado de todas esas moderneces, imperativos narrativos o formales, donde se recupera la cinefilia, el amor al cine, sus personajes van al cine, hablan de él tomando algo, como una mirada hacia lo que fue el cine, lo que ya no es, porque Ferrer elogia el cine diferente, hecho desde la emoción, en el que prevalece el contenido a la forma, aunque la forma, a pesar de resultar aparentemente sencilla e improvisada, casa perfectamente a aquello que se nos cuenta, sin entrar en ninguna virguería técnica o demás, que rompería esa naturalidad y espontaneidad que destilan las imágenes de la películas de Marc.

Marc que se reserva un personaje, el del cineasta en crisis creativa y sentimental, está acompañado en esta nueva aventura por una de sus cómplices habituales y compañeras, Júlia Betrian, con su desparpajo y cercanía, Zaida Carmona, que con su tono de voz y mirada, nos recuerda a Marta Fernández Muro, una de las actrices capital en aquella comedia madrileña de los 80 (que como hacía en La maldita primavera, donde se marcaba el temazo de “La llamada”, aquí Zaida, nos deleita con un tema de The Cranberries) Adrià Arbona y sus Papa Topo, y demás inquilinos en el universo gamberro y sensible de Ferrer, que recuerda a aquellos primeros filmes de Waters, Fassbinder, Colomo o Almodóvar, o más recientes como los films de Jonás Trueba, donde a través de amigos y la obligada austeridad de medios, nos hablaban de sus emociones, del cine que amaban y de esos amores que van y vienen, que a uno lo matan o resucitan, porque Ferrer quizás haya hecho su película más realista, más acogedora, y más tierna, donde explora tanto la felicidad como la infelicidad de él y sus amigos, de todo aquello que se siente enfrentado a la realidad dura y siniestra, donde la dificultad de interpretar nuestros sentimientos que choca con los hechos, nos confunde, nos irrita, y nos entristece, como ese maravilloso momento en el taxi con el propio Marc junto a Zaida, en el que cine y vida se transmutan creando, quizás, uno de los momentos más mágicos en el cine de Ferrer.

Incerta glòria, de Agustí Villaronga

LAS ENTRAÑAS DE LA GUERRA.

“No t’oblidis ensenyar-los a sobreviure, perquè la majoria de vegades, sobreviure i matar van de la mà”

Nos encontramos en el frente de Aragón en junio de 1937. Es mediodía. En ese instante, irrumpe en la pantalla un jeep militar del que se apeará Lluís, un joven oficial republicano que llega a un pueblo en ruinas para levantar la moral de la tropa y enseñarles a matar. Allí, en ese tiempo y lugar de espera, en que la guerra todavía no ha hecho su presencia, conocerá a la Carlana, la señora del pueblo. También, coincidirá con Soleràs, su mejor amigo, y más tarde, se incorporará Trini, su mujer e hijo. Agustí Villaronga (Mallorca, 1953) ha construido una filmografía fiel a su estilo, en el que explora la naturaleza humana a través de personajes complejos que se debaten en sus emociones más descarnadas y vivas, las que nacen desde las entrañas y provocan hechos inesperados que los cambiarán para siempre, situando a sus personajes en lugares de atmósferas asfixiantes e irrespirables, espacios ajenos a ellos, en los que se sienten extranjeros o desplazados.

En Incerta glòria vuelve a la Guerra Civil, o mejor dicho a las consecuencias devastadoras que ésta provoca en las personas. Este especie de trilogía, no declarada, arrancó con El mar (2000), en la que basándose en una novela de su paisano Blai Bonet, relataba la relación homosexual de dos jóvenes enfermos de tuberculosis, siguió Pa negre (2010), inspirada en la novela de Emili Teixidor, esta vez la mirada se posaba en los ojos de un niño que perdía su inocencia en la Cataluña rural de posguerra. Ahora, vuelve a fijar su mirada en un texto, en Incerta glòria, de Joan Sales, una de las novelas más importantes escritas en lengua catalana desde su publicación a mediados de los 50, un inmenso freso histórico de más de 1000 páginas que recorre la devastación de la Guerra civil, el antes y el después, que hace dos años tuvo una adaptación teatral. Villaronga y su coguionista Coral Cruz, han dejado de lado la parte filosófica y espiritual de la novela, y a buen criterio, se han centrado en la parte más emocional, aquella que mueve a unos personajes entre la devastación moral que provoca la guerra, a través de una estructura de western (que recuerda a Duelo al sol, de Vidor) se adentran en un pueblo en ruinas, tanto moral como físicamente, en el que el personaje de la Carlana se erige como epicentro de la trama que se nos cuenta. Villaronga nos cuenta un relato en el que la guerra actúa como telón de fondo, en el que un ejército está esperando (como sucedía en El desierto de los Tártaros, de Zurlini).

La guerra es una sombra que contamina todo y a todos, en el que la tierra árida y el viento seco ahogan, dejando a la deriva a unos personajes que se mueven por sus emociones e intereses, en un paisaje ruinoso y asfixiante, donde las pasiones amorosas son soterradas, como si la guerra lo hubiera secado todo, en el que los personajes son incapaces a dar rienda suelta a lo que sienten y siempre tropiezan con los demás, Lluís, el joven oficial, que se mueve entre la ingenuidad y la pérdida paulatina de sus ideales, se siente fuertemente atraído por la Carlana, ésta, que huye de su pasado tortuoso, se muestra inflexible cuando arrecian el deseo y la pasión, es una araña que teje pacientemente su tela y va atrapando a los hombres para su conveniencia, Soleràs, que es un tipo que se mueve entre la razón y la locura, entre la lucidez y su especial sensibilidad, ama en secreto a Trini, la mujer de su amigo, y ésta última, que ama a su marido pero sabe que éste no la ama.

Villaronga filma a sus criaturas en ese paisaje turbio, de violencia latente (como las obras de Lorca o Aldecoa) de amores frustrados y rabia contenida (como el mejor cine de los 70 de Saura o Borau) en el que los exteriores reflejan el estado emocional de los personajes, unas emociones rotas, oscuras a punto de estallar, y los exteriores, marcadamente sobrios y desnudos, desatan lo oculto, lo que no se dice, lo que da miedo. Un grandioso trabajo interpretativo en los que la terna de jóvenes, capitaneados por Núria Pirms dando vida a la fiera herida de la Carlana (que vuelve al cine por la puerta grande después de años de retiro voluntario), Marcel Borràs como Lluís, el joven víctima de su deseo y desamparo, la fuerza arrolladora de Oriol Pla dando vida a Soleràs, y la dulzura y la energía de Bruna Cusí como la Trini, acompañados maravillosamente por los intérpretes veteranos aragoneses Luisa Gavasa, Terele Pávez, Fernando Esteso y Juan Diego.

Sin olvidarnos del trabajo técnico admirable, habitual de Villaronga, como Josep Mª Civit en la cinematografía, con un trabajo de claroscuros que recuerda a las pinturas de Goya y sus desastres de la guerra, Ana Alvargonzález en el arte, con un minucioso trabajo entre lo conciso y lo ausente, despojado de todo artificio, el montaje pausado de Raúl Román, y la producción de Isona Passola (quinto filme que rueda con Villaronga) componen una buena película, un relato que nace desde dentro, en el que la guerra, no sólo amenaza con destruirlo todo, sino a los personajes, en esta historia de retaguardia, de colas de racionamiento, de bombardeos en la ciudad, de animales en descomposición, de medicinas que pueden costar vidas, de amores que no acaban de encontrar consuelo, de heridas sin cicatrizar, de amistades rotas por culpa de las balas, y sobre todo, de pasiones encontradas, sucias, oscuras que se mueren cada día, sin dejar rastro.