El cine de fuera que me emocionó en el 2020

El año cinematográfico del 2020 ha bajado el telón. 365 días de cine han dado para mucho, y muy bueno, películas para todos los gustos y deferencias, cine que se abre en este mundo cada más contaminado por la televisión más casposa y artificial, la publicidad esteticista y burda, y las plataformas de internet ilegales que ofrecen cine gratuito. Con todos estos elementos ir al cine a ver cine, se ha convertido en un acto reivindicativo, y más si cuando se hace esa actividad, se elige una película que además de entretener, te abra la mente, te ofrezca nuevas miradas, y sea un cine que alimente el debate y sea una herramienta de conocimiento y reflexión. Como hice el año pasado por estas fechas, aquí os dejo la lista de 26 títulos que he confeccionado de las películas de fuera que me han conmovido y entusiasmado, no están todas, por supuesto, faltaría más, pero las que están, si que son obras que pertenecen a ese cine que habla de todo lo que he explicado. (El orden seguido ha sido el orden de visión de un servidor, no obedece, en absoluto, a ningún ranking que se precie).

1.- EL LAGO DEL GANSO SALVAJE, de Diao Yinan

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2.- EMA, de Pablo Larraín

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3.- EL FARO, de Robert Eggers

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4.- SOBRE LO INFINITO, de Roy Andersson

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5.- LAS GOLONDRINAS DE KABUL, de Zabout Breitman y Éléa Gobbé-Mévellec

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6.- VIDA OCULTA, de Terrence Malick

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7.- LA FLOR, de Mariano Llinás

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8.- MI VIDA CON AMANDA, de Mikhaël Hers

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9.- ONE WERE BROTHERS: ROBBIE ROBERTSON AND THE BAND, de Daniel Roher

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10.. LITTLE JOE, de Jessica Hausner

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11.- ALGUNAS BESTIAS, de Jorge Riquelme Serrano

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12.- EL GLORIOSO CAOS DE LA VIDA, de Shannon Murphy

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13.- UNDER THE SKIN, de Johnathan Glazer

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14.- AYKA, de Sergey Dvortsevoy

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15.- NUESTRAS DERROTAS, de Jean-Gabriel Périot

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16.- ZOMBIE CHILD, de Bertrand Bonello

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17.- A LAND IMAGINED, de Yeo Siew Hua

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18.- NO CREAS QUE VOY A GRITAR, de Frank Beauvais

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19.- CORPUS CHRISTI, de Jan Komasa

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20.- SOLE, de Carlo Sironi

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21.- VERANO DEL 85, de François Ozon

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22.- VITALINA VARELA, de Pedro Costa

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23.- ADAM, de Maryam Touzani

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24.- BEGINNING, de Dea Kulumbegashvili

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25.- OVERSEAS, de Sung-A Yoon

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26.- MARTIN EDEN, de Pietro Marcello

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La mujer que escapó, de Hong Sangsoo

TIEMPO EN SOLEDAD, TIEMPO PARA COMPARTIR.

“La soledad se admira y desea cuando no se sufre, pero la necesidad humana de compartir cosas es evidente”.

Carmen Martín Gaite

Erase una vez una mujer llamada Gamhee, casada desde hace cinco años. Por primera vez, se han separado porque su marido se ha ido de viaje. Circunstancia que la mujer ha aprovechado para visitar a tres amigas, tres amigas que hace mucho tiempo que no ve. La primera, Young-Soon, cuida de su jardín y vive tranquilamente, después de un durísimo divorcio. La segunda, Suyong, profesora de pilates, se gana muy bien la vida, vive sola en un estupendo apartamento. La tercera, totalmente inesperada, es Woojin, antigua compañera de clase, que se encuentra en un pequeño cine. Durante las tres visitas se habla mucho, se comparte comida, bebida, e intimidades, se habla de la vida, del tiempo, de la memoria, de comida, de alcohol, de sueños no realizados, de amor, de frustraciones, de errores, de amantes, de soledad, y sobre todo, se habla de todo aquello que nunca decimos, ni a los demás ni a nosotros. Un diálogo sincero y honesto, una conversación dirigida a uno mismo que se comparte con la persona que tenemos delante.

Desde 1996, Hong Sangsoo (Seúl, Corea del Sur, 1960), sigue al ritmo de una película por año. Sus veintitrés títulos tendrían su reflejo en Las variaciones Goldberg, de Bach, donde un tema único tiene hasta treinta variaciones distintas, donde la música es otra sin dejar de ser la misma. Una filmografía con innumerables espacios y elementos en común, desde Kim Minhee, su inseparable actriz, siete películas juntos. La cálida y sensible forma de filmar, con planos secuencias medios que mediante un zoom inesperado, encuadra a sus personajes, donde el movimiento se impone si el personaje se mueve, y la música aparece para resignificar algún detalle o dar paso a la próxima secuencia. Sus relatos hablan de sí mismo, como sucedía en el cine de Bergman, donde la realidad y al ficción siempre van de la mano, como si cada película fuese una sesión de psicoanálisis donde el propio Hangsoo y sus personajes de ficción trasladan sus vivencias a la pantalla, donde sus conflictos giran en torno al trabajo, la comedia, la bebida, el amor, los encuentros y desencuentros de sus personajes, unos individuos a la deriva, vacíos, que se sienten solos, incapaces de encontrar la felicidad y sobre todo, un amor real, un amor que los llene y los haga mejores.

Cine de ahora, de nuestros males como sociedad, y las continuas torpezas con nuestros sentimientos y nuestro lugar en el mundo, viviendo en esa permanente insatisfacción e impotentes para conocernos mejor, tomar mejores decisiones y amarnos más. En La mujer que escapó se habla muchísimo, como ocurre en el cine del cineasta coreano, pero nada se dice por decir, todo va encajando y todo tiene un sentido, son películas para escucharse, y para ver las reacciones y las pausas de los personajes cuando miran, escuchan y hablan. Cine para mirar con pausa, sin prisas, concentrados, sintiendo unos diálogos que nos dicen mucho más de lo que aparentan, sumergiéndonos en el interior de los personajes, sus sentimientos y en qué momento emocional se encuentran. En esta ocasión Sangsoo también firma el montaje, amén de la música, un cineasta demiurgo total, mira sus relatos a través de los personajes, una forma cada vez más depurada e intimista, donde cada vez hay más personaje y diálogo, llegando a esa forma de cine primitivo, donde la interpretación lo era todo, con esos conflictos que son mucho pero en la película se cuentan sin estridencias argumentales ni sobresaltos formales, todo mediante una comida, una bebida, un cigarrillo, un paseo, una película, y nada más.

Conversaciones que se verán interrumpidas por la aparición de hombres esperados e inesperados que nos llevarán a entender aún más si cabe la situación sentimental de estas mujeres, porque ante todo, el cine de Sangsoo es un cine de mujeres, de la femineidad, pero para todos los públicos, porque el director coreano habla desde el alma, nos habla desde lo más profundo, y esos conflictos que padecen esas mujeres los padecemos todos, eso sí, sintiéndolos de otras maneras. La citada Kim Minhee vuelve a asombrarnos con su suave y cercana interpretación de una mujer que escucha mucho y habla poco de ella que, por primera vez en cinco años, tiene tiempo para ella y sobre todo, para pensar en su matrimonio y en su existencia, Las Seo Younghwa y Song Seonmi, ya vistas en otras películas del director surcoreano, siguen esa estela de mujeres todavía rotas y en encrucijadas sentimentales de difícil solución, y Kim Saebyuk, nueva incorporación al universo peculiar y rohmeriano del cineasta, siendo esa mujer del pasado que tampoco le han ido las cosas como creía. Sangsoo vuelve a enamorarnos con su cine naturalista y especial, porque todo artificio que a otros le funciona o al menos así lo creen, al director coreano le sobra, porque como ocurre en muchas películas del citado Bergman o Woody Allen, es un cine de puertas entre abiertas, entradas que nos permiten escuchar a los personajes y conocerlos en su intimidad y en su profundidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La nube, de Just Philippot

LA AMENAZA INTERIOR.

“Toda historia no es otra cosa que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible”.

Italo Calvino

Erase una vez una madre soltera llamada Virginie, al cargo de dos hijos, Laura y Gaston, que vivía en su granja, y trabajaba incesantemente para hacer productiva su actividad de saltamontes comestibles. Pero, las cosas no le iban bien, nada bien, las deudas se acumulaban, y los precios de mercado no hacían viable la cría de saltamontes. Un día, todo cambiará, y por casualidad, encontrará el remedio que tanto ansiaba, la sangre hace reproducirse a los acrídidos mucho más rápido y su producción comienza a crecer considerablemente, y su negocio comienza a prosperar. Centrándose en su hilo argumental, La nube, un guión escrito por Jérôme Genevray y Franck Victor, es un retrato social sobre las dificultades de una mujer por sacar adelante su familia y su trabajo, también, nos habla de los cambios en la producción agrícola entre lo convencional y las nuevas formas ecológicas.

Si bien, la película añade el componente thriller y fantástico, cuando los saltamontes se reproducen bebiendo sangre, y sin darnos cuenta, la película se convierte en una oscura y terrorífica película de catástrofes. Aunque estos continuos saltos de género, se hacen desde la sutileza y la sobriedad, sin perder en ningún instante la textura y la intimidad con la que está contada la historia. La opera prima de Just Philippot (París, Francia, 1982), se desarrolla en el marco certero para este tipo de fábulas que hablan de nosotros y nuestra relación con la naturaleza, tiene mucho de ese tipo de cine donde lo social y lo fantástico se anudan de tal forma que coexisten por el bien del relato, como por ejemplo sucedía en Los pájaros, de Hitchcock, en Cuando ruge la marabunta, de Byron Haskin, Alien, de Ridley Scott o Take Shelter, de Jeff Nichols. Cine para explicarnos las devastadores acciones del ser humano en una naturaleza que se rebela en contra de la ambición desmedida o esas ansías de más y mejor de la naturaleza humana, sin prever las terribles consecuencias que generan.

Los pocos personajes también ayudan a cumplir esa máxima del cine, menos es más, y esa otra, la que dice que si todo puede ocurrir en un mismo escenario mucho mejor. Una madre agobiadísima por sus deudas, encuentra una especie de milagro para sus saltamontes, imbuida a esa locura que lentamente se le volverá en su contra. Frente a sus hijos, Laura, en plena adolescencia, rebelde y protestona con su madre, y Gaston, más pequeño, enamorado del fútbol. Dos hijos que crecerán muy rápido en un entorno difícil donde su madre cada vez está más obsesionado con su trabajo, convirtiéndose en una adicción, otro de los males modernos, y olvidándose de los suyos, como ocurre con su vecino y amigo Karim, un viticultor que ayuda a Virginie, una relación ambigua entre la amistad y algo más. La grandísima interpretación de Suliane Brahim dando vida a Virginie, en un proceso parecido al de Dr Jekill y Mr. Hide, que deberá afrontar las consecuencias de sus actos, y cuidar de su familia ante la amenaza que les acecha, bien acompañada por Sofian Khammes como Karim, el amigo, el posible amor y el confidente ante tanta penuria y oscuridad, y finalmente, Marie Narbonne es Laura, la hija rebelde, y Rapahel Romand es Gaston.

La cámara que se mueve con suavidad, siempre en movimiento y con esa cercanía que traspasa a los personajes con esa luz natural y la vez intensa, obra del cinematógrafo Romain Carcamade, y el ágil y rítmico montaje de Pierre Deschamps, ayudan a La nube a convertirnos a los espectadores en una pesadilla laberíntica de consecuencias irreversibles. Uno de los elementos más elaborados e inteligentes de la película son sus efectos digitales obra de una eminencia como Antoine Moulineau, unos efectos que recuerdan a los de las películas de Cronenberg, porque casan completamente con el relato, esos organismos que van mutando, aportando esa sensación de oscuridad y suciedad, con esa tormenta que se avecina, el mal que sobrevuela constantemente en el aire malsano que se va apoderando de la película. La nube tiene la textura y el aroma de fábula, de esas donde los animales nos están contando cosas de nosotros, y de nuestra idiosincrasia, y sobre todo, de nuestra forma de vivir y trabajar, de nuestro tratamiento en pos a la naturaleza y de todos los seres vivos que la habitan, porque como nos mencionaban en Frankenstein, de Mary Shelley, no hay más monstruo siniestro y violento que el que habita en nosotros, y alimenta nuestras pesadillas más reales. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tommaso, de Abel Ferrara

MIRARSE HACIA ADENTRO.

“Ningún arte traspasa nuestra consciencia de la misma forma que lo hace el cine, tocando directamente nuestras emociones, profundizando en los oscuros habitáculos e nuestras almas”

Ingmar Bergman

Personajes al límite, llenos de dolor, rabia y frustración. Almas que vagan por la ciudad, casi siempre Nueva York. Seres movidos por una pasión incontrolable, enfermiza y autodestructiva, alejados de los cánones establecidos, sumergidos en las partes más oscuras del alma, perdidos por los universos más inquietantes y perturbadores, esos lugares que se sabe cómo llegar, pero no como salir, espacios sin alma, donde el deseo y la pasión se desatan de forma autodestructiva. Asesinos despiadados, asesinas sedientas de venganza, enamorados perseguidos, traficantes de drogas sin escrúpulos, polis corruptos, vampiros vacíos, gánsteres tristes, espías enamorados, depredadores sexuales, son solo algunos de los personajes que ha tratado Abel Ferrara (Bronx, Nueva York, EE.UU., 1951), en sus más de cuatro décadas de trabajo en el cine, creando un universo único, profundo, y personalísimo.

En Tommaso nos habla de un artista, de alguien que está en pleno proceso de escritura de una película, alguien que se le parece mucho a él, y no es la primera vez que el cineasta neoyorquino habla de su oficio, ya lo había hecho en Juego peligroso (1993), The Blackout (1997), Mary (2005), 4:44 Last Day on Earth (2011), y Pasolini (2014), aunque en todas las mencionadas, encontrábamos rastros de la personalidad y el trabajo de Ferrara, es en Tommaso donde el cineasta se ha abierto más en canal, mostrándose y mostrando muchas situaciones que parten de su vida real, ya sean de una forma física o emocional, en el que retrata a alguien como Tommaso, en la piel de Willem Dafoe, en su quinta película juntos, hay una sexta Siberia, ya estrenada en festivales, que es el proyecto en el que trabaja Dafoe en la película. La aparición de su mujer real, la actriz moldava Cristina Chiriac, dando vida a Nikki, la esposa del protagonista, y la hija de ambos, DeeDee, interpretada por Anna Ferrara, la hija de Ferrara y la actriz moldava. La acción se sitúa en Roma, y en la vivienda de Ferrara, bajo la mirada y al existencia de Tommaso, alguien que da clases de expresión corporal, medita, hace yoga, acude a alcohólicos anónimos, trabaja intensamente en su película, y también, se ve atrapado por innumerables pensamientos neuróticos, esos fantasmas del pasado provocado por el consumo de psicotrópicos, que lo llevan a la inestabilidad emocional e inseguridad, consumido por miedos, intentando implicarse en su relación sentimental, que con el nacimiento de su hija, se ha visto alterada.

El magnífico trabajo de luz de la película, obra del cinematógrafo Peter Zeitlinger, el director de fotografía de Herzog, con esa cámara en continuo movimiento, escrutando la fisicidad, la corporeidad y la emocionalidad del protagonista, convertida en una parte más de su cuerpo, retratándolo y retratando esa Roma auténtica, ruidosa, llena de gente, donde el tiempo y el espacio nunca se detienen, donde encontramos vida a cada instante. Ferrara, como es habitual en su cine, refleja con autenticidad lo físico, como si de un órgano vital se tratase, y también, lo hace con lo emocional, donde mezcla con sabiduría y fuerza todos esos momentos imaginarios que la mente inestable de Tommaso le hacen ver y experimentar, exteriorizando los miedos e inseguridades que le llevan por su incapacidad de gestionar la nueva vida con la llegada de su hija pequeña. Tommaso, al igual que las criaturas de Ferrara, les cuesta enormemente psicoanalizarse, detenerse y mirarse un poco, todos son alma pura, una vida frenética hacia la nada, hacia la autodestrucción, sin posibilidad de redención, perseguidos por sí mismos, en sus particulares descensos a los infiernos, llenos de fantasmas, de espectros que los voltean y no les dejan en paz.

Ferrara hace una simbiosis perfecta entre la realidad-documento y la ficción pura y dura, donde desconocemos qué partes de la vida real del cineasta han llegado a filmarse sin una coma, o viceversa, donde realidad y ficción se funden de tal forma que todo parece real y ficción a la vez, dejando al espectador la libertad de elegir o interpretar cada instante de la película, si forma parte de un mundo u otro, y la intensa mezcla entre Dafoe, el actor profesional, rodeado de personas reales que se interpretan a sí mismos. Lo que contribuye el brutal montaje de Fabio Nunziata, que vuelve a trabajar con Ferrara después de Pasolini, en un excelente trabajo sobre el trabajo de las imágenes y la duración de las secuencias. Otros cineastas también se habían vestido de demiurgos y habían hecho su particular viaje introspectivo para exorcizar sus sueños y pesadillas como creadores, como lo hizo Wilder en Sunset Boulevard, Bergman en Persona, Fellini en Ocho ½, Godard en El desprecio, Truffaut en La noche americana, u Almodóvar en Dolor y gloria, entre muchos otros. Formas todas ellas de acercarse a la materia prima de sus películas, de sí mismos, de verse frente al espejo, como una especie de Dorian Grey intentando escapar inútilmente de su existencia real y todas las ficticias.

Willem Dafoe, un actor de raza, lleno de pasión, de físico y rostro marcados, y mirada penetrante, es el alter ego ideal de Ferrara, convertido en la figura contradictoria de ese creador atribulado, impredecible, y a punto de estallar, incapaz de enfrentarse a una realidad diferente, perdido en su mente, enfrascado en su laberinto mental, absorbido por su incesante nerviosismo y locura, en uno de esos personajes de las películas de Zulawski o Skolimowski, espectros vagando por mundos que no existen. Dafoe se convierte en el guía físico y emocional de la película, un tipo capaz de soportar las argucias mentales y neurosis que padece su personaje, alguien muerto de miedo y sin escapatoria de sí mismo, que se embulle en sus paranoias y escapa de esa realidad que le angustia, haciéndole creer que su pareja le rehúye y le desplaza, donde todas las cualidades de un grandísimo intérprete como Dafoe, consigue atraparnos y moldearnos a su gusto, en otra gran composición del actor de Wisconsin, otro inocente atrapados en sus neuras, alguien que le cuesta aceptar las cosas de otra manera, imbuido en su mentira y sus imaginaciones. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

No creas que voy a gritar, de Frank Beauvais

TODAS LAS PELÍCULAS HABLAN DE MÍ.

«¿Quién ha dicho que el tiempo cura todas las heridas? Sería mejor decir que el tiempo cura todo menos las heridas. Con el tiempo, el dolor de la separación pierde sus límites reales. Con el tiempo, el cuerpo deseado pronto desaparecerá, y si el cuerpo que desea ha dejado ya de existir para el otro, entonces, lo que queda es una herida… sin cuerpo».

Chris Marker en Sans Soleil

Frank Beuavais (Phalsbourg, Francia, 1970) y su pareja se fueron a Alsacia (una región al noreste de Francia, en la frontera con Alemania y Suiza, a 500 km de París), huyendo de la gran urbe al pueblo, debido a razones materiales. Su convivencia se alargó cinco años hasta que el desamor los separó. Cuando la película-documento-diario de Beauvais arranca ya han pasado seis meses de la separación. Estamos en el 2016, en el mes de abril, y se inicia un período en soledad, una aventura cotidiana con uno mismo, una especie de diario del duelo que abarca hasta el mes de octubre del mismo año. Un espacio en el que la vida de Beauvais se remite únicamente a la ingesta de películas, al visionado compulsivo de cine, cine de todas las épocas, géneros, estilos, formatos, nacionalidades y sobre todo, cine para olvidar, o quizás deberíamos decir, cine para olvidarse de uno mismo y pasar el tiempo soñando o desesperándose  con otros, envueltos en otros mundos y en otras circunstancias.

El cine acaba siendo reflejo de nuestro estado de ánimo, convirtiéndose en juez implacable, y acaba impregnándose en aquellas imágenes que estamos viendo, convirtiéndolas en espejos deformantes de nuestra realidad y sobre todo, de nosotros mismos. Ya sea como recuerdo de aquel período vivido en soledad y reflexión en aquel lugar, o como terapia en que el cine nos ayuda o al menos, eso creemos, para solventar las dudas existenciales y llenar ese ánimo tan vacío que a veces se nos queda. Beauvais, que ya experimentó en el formato corto, ha hecho una película de aquello que experimentó, sintió y materializó, ya fuese en forma de idea, pensamiento, reflexión, duda o inquietud, en forma de diario íntimo y personal sobre el duelo, la soledad, la existencia, la incertidumbre, la política, la sociedad, la familia, el cine, su oficio, sus amigos, sus viajes, el desempleo, sobre la acumulación de los objetos, de lo material como modo de existencia,  sobre el despojamiento, ya sea personal o material, y demás pensamientos, a través de una voz en off, la suya propia, que nos va guiando y conduciendo por esta maraña de ideas y reflexiones, algunas alegres, otras tristes, unas esperanzadoras, otras amargas, unas ilusionantes, otras desoladoras.

Durante los 75 minutos del metraje, apoyadas por las imágenes de las más de 400 películas que visionó durante el período mencionado, consistentes en planos breves, de apenas cinco o diez segundos, que van del blanco y negro al color, y viceversa, donde vemos cortes que nos muestran partes del cuerpo, lugares, objetos, acciones, imágenes surrealistas, pictóricas, fantásticas, cotidianas, y de todo tipo, que interpelan con la voz de Beauvais, en un constante y febril diálogo, nunca la ilustran, sino actúan de forma contradictoria, seductora, extravagante y funcionan de forma independiente dentro del todo que es la película, consiguiendo el excelso y rítmico montaje, obra de Thomas Marchand, un aluvión de imágenes poderosas, enérgicas y rompedoras, que nos van sumergiendo en un discurso hipnótico y fascinante, donde se habla de todo y todos, siguiendo la cronología que van marcando los acontecimientos cotidianos, sociales y políticos del país, enarbolando un sinfín de ideas donde conoceremos más a Beauvais y sobre todo, nos introduciremos en ese universo que contempla ese período de seis meses en mitad de la nada, casi en aislamiento, imbuido en el cine y en sus películas.

La película no solo se argumenta con la palabra de Beauvais, sino que recurre, en apenas tres ocasiones, a la palabra de otros, autores que refuerzan y median como Hesse o Perec, ente otros, el diálogo consigo mismo que ejecuta Beauvais, sin vacilaciones ni barreras, hablando de su vida y de todo aquello que le rodea, ya sea pasado, como la relación conflictiva con su padre, o presente, con la mala praxis política de su país, Francia, o la mudanza que realizará a París, etc…La narración prescinde de la música, dando todo el valor a la palabra y a la imagen, una imagen descontextualizada de tal manera que nos resulta imposible relacionarla con el listado interminable de películas que se citan en los títulos finales, con el mismo modelo que tanto caracterizaba la mirada de Chris Marker, el maestro del cine ensayo, y su magnífico empleo del found footage o material de archivo encontrado, extrayendo esas imágenes de su origen y convirtiéndolas en entes individuales y personales que funcionan en otros contextos y películas, mismo trabajo que empleó Godard en su monumental Histoire(s) du cinéma, su personalísima evocación y reinterpretación de las imágenes del cine.

Beauvais ha construido su opera prima en base a dos conceptos bien definidos, uno, su estado anímico de soledad y aislamiento, y dos, el cine y sus películas, porque ya desde su descriptivo título No creas que voy a gritar, habla de todo aquello que necesita decir, explicar y sobre todo, compartir, materializar con su voz y las imágenes troceadas de las películas, ese sentimiento de rabia, una especie de puñetazo de realidad y verdad, con el cuadro de El grito, de Much como referencia, o lo que es lo mismo, un encuentro consigo mismo en el que decir todo aquello que vamos encontrando y reencontrándonos de nosotros mismos. El cineasta francés habla a tumba abierta, al borde del abismo y sin miedo, y consigue entusiasmarnos con su palabra e imagen, desnudándose en todos los sentidos y comprometiéndonos en ese viaje sobre la existencia y la vulnerabilidad. La película consigue su propósito con creces, y lo hace de manera brillante y conmovedora, porque si hay un hecho primordial en el oficio de hacer películas, no es solo hacerlas, sino compartirlas, porque ese hecho marca el destino final de cualquier obra, que puedan verse, en el caso del cine, verse y disfrutarlas, aunque tengan demasiados conceptos en los que nos interpelan directamente, en los que nos miramos y nos descubrimos, en ocasiones, para bien y en otras, no tanto. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cuando fuimos brujas, de Nietzchka Keene

LO HUMANO Y LO DIVINO.

“Bajo un árbol de enebro, cantaban esparcidos los huesos relucientes. Estamos satisfechos de estar desperdigados, no hicimos nada bueno los unos por los otros. A la fresca del día, bajo un árbol, con la anuencia de la arena, En olvido de sí mismos y de los otros, juntos en el silencio del desierto”.

T. S. Elliot (Fragmentos de Miércoles de ceniza)

Sayat Nova. El color de la granada (1969) de Serguei Paradjanov, Mysterious object at noon (2000) de Apichatpong Weerasethakul,  Ikarie XB 1(1963) de Jindřich Polák, Grandeza y decadencia de un pequeño comercio de cine (1986), de Jean-Luc Godard, son algunos de los títulos inéditos en nuestras pantallas que, gracias a la hermosísima iniciativa de Capricci Cine han tenido una segunda vida. En este tan heterogéneo y singular grupo de películas se añade Cuando fuimos brujas, de Nietzchka Keene (Boston, Massachusetts, EE.UU., 1952 – Madison, Wisconsin, EE.UU., 2004) filmada en 1986 la película se pudo terminar en 1990, tuvo un recorrido exiguo y cayó en el olvidó. Tres décadas después llega a la gran pantalla un relato filmado en blanco y negro, y en inglés, con localizaciones en los paisajes volcánicos de Islandia, que significó el debut como actriz de Björk (Reikiavik, Islandia, 1965) entonces llamada Björk Guðmundsdóttir.

La directora estadounidense se sirve de guía del cuento Del enebro, de los hermanos Grimm, para contarnos un relato iniciático anclado a finales de la Edad Media, protagonizado por Margit, una niña de 13 años que huye de su pueblo junto a Katla, su hermana mayor, cuando queman a la madre por brujería. Las dos mujeres encuentran acomodo y un hogar con Jóhann y su hijo pequeño Jónas, que todavía vive muy presente el recuerdo de su madre fallecida, y al que la presencia de Katla, le desestabiliza y la acusa de bruja. Entre Margit y Jónas nace una amistad y la niña le muestra las visiones que tiene de su madre muerta. Keene toma prestada las atmósferas y las narrativas del cine escandinavo clásico con Sjöström, Dreyer o Bergman, para sumergirnos en una fábula intimista y sombría que camina con impecable naturalidad entre el realismo más exacerbado con el fantástico humanista, contándonos de forma precisa y pausada la experiencia vital de Margit en su cambio físico y emocional de aceptar su condición natural y seguir su camino.

La composición formal obra de la cinematógrafa Randy Sellars basada en las mitologías y leyendas nórdicas, capta de forma abrupta y sencilla todo ese paisaje entre lo real y lo imaginario, o dicho de otra manera, entre aquello que tocamos y aquello que sentimos, desprendiendo una belleza visual extraordinaria, que en algunos casos remite a la forma de Dovzhenko y su exquisitez plástica a la hora de plasmar sus dramas rurales y reivindicativos. Sus escasos 78 minutos de metraje nos trasladan a la cotidianidad de una vida dura y silenciosa de unas gentes que se dedican al campo como medio de vida, con relaciones conflictivas de personajes que intentan encontrar su lugar en el mundo, descubriéndose a medida que se van encontrando con sus obstáculos, tanto familiares, físicos y emocionales. La indudable belleza formal viene acompaña por esos paisajes que nos introducen en una tierra entre lo real e imaginario, que se sitúa en una especie de limbo donde todo sucede de forma natural y sorprendente, en que sus personajes, y en cuestión el centro de la acción que es sin duda la niña Margit, acepta su identidad e interactúa con el más allá de manera tranquila y pausada, encaminándose a su destino del que no puede escapar.

Keene agrupa un cuarteto de intérpretes que compone unos personajes complejos, solitarios, vivos y tremendamente esquivos, arrancando por Margit, interpretada por Björk, dotando a esa niña que sufre por sus visiones y no logra encontrar su sitio, bien acompañada por Bryndis Petra Bragadóttir dando vida a Katla, esa mujer que noe s querida por su hijastro y hará lo imposible por ser aceptada, Valdimarörn Flygenring es Jóhann, un viudo solitario que tiene en su hijo Jónas su razón vital, Guôrúns Gísladóttir es esa madre fantasma, en la mejor tradición del espectro de la abuela de La línea del cielo, creando una imagen que se mueve entre lo real y lo fantástico, pero de un modo íntimo y muy cercano, y Geirlaug Sunna Pormar es el pequeño Jónas, un niño que siente que esa “nueva madre” viene a borrar la memoria de la madre muerta. Un brillante e implacable cuento realista y fantástico que se mueve entre la vida y la muerte, entre lo tangible y lo espiritual, a través de unos paisajes imponentes donde la belleza plática choca con la complejidad de los personajes, creando un universo iniciático donde todo lo real se convierte en una pesadilla y lo fantástico se torna en lo más humano. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

An Elephant Sitting Still, de Hu Bo

UN VACÍO, UN PAÍS.

“El secreto de la existencia humana no sólo está en vivir, sino también en saber para qué se vive”

Fiódor Dostoievski (1821-1881)

En una de las primeras imágenes de la película, vemos a un tipo que ha olvidado algo en su apartamento y vuelve a buscarlo, y para sorpresa de él, se descubre que su mujer está con otro hombre, sin más dilación, se lanza al vacío desde una altura considerable. La secuencia se queda paralizada, los dos amantes se miran, atónitos, perplejos, sin saber qué decir y hacer. Un personaje, del que desconocíamos por completo su existencia, se acaba de quitar la vida, ese fatalismo que recorrerá el destino de los personajes será el elemento imprescindible del relato que veremos a continuación. Un fatalismo que impregnó la vida de Hu Bo, el director de la película, que se suicidó después de terminar la película por desavenencias con los productores relativas a la duración de la película, los productores querían un metraje de un par de horas y el director los 234 minutos con los que finalmente veremos la película. La opera prima y testamento fílmico de Hu Bo, un creador que hasta la fecha había dirigido un cortometraje, Distant Father (2014) de éxito internacional y publicado un par de novelas en el 2017.

En uno de sus relatos cortos encontró la semilla que después ha dado origen a An Elephant Sitting Still, un título que nos remite a un famoso elefante del circo de la ciudad de Manzholui, el cual para sorpresa de propios y extraños, permanece sentado siempre, impasible y ajeno a todo aquello que le rodea, quizás un enigma del misterio de la vida, ese que anhelan los personajes de la película. Hu Bo plantea una película anclada en el norte de China, una zona posindustrial, quizás perdida en el tiempo y en la historia, con ese cielo nublado, gris y plomo que oscurece y aprisiona a todos sus habitantes, que viven o simplemente, existen, en uno de esos altísimos edificios con minúsculos apartamentos, uniforme y feo, sin nada que llame lo más mínimo su estructura vasta y cotidiana. La película en sus larguísimos e inmensos 234 minutos, se centra en un día, las 24 horas de cuatro personajes: un anciano al que su hijo y su nuera quieren quitárselo de encima llevándolo a una residencia para quedarse con su vivienda, una adolescente con difíciles relaciones con una madre amargada, un adolescente, amigo de la anterior, que se siente un extraño en su casa con sus padres y finalmente, un joven, de negocios ilícitos, que tiene una amante y presencia el suicidio del marido de ella, y a su vez, es rechazado por la mujer que ama.

Un incidente entre adolescentes en el colegio los llevará a buscarse, a encontrarse, a perderse y a sentirse en medio del caos vital y emocional que recorre las calles de esa ciudad. Cuatro vidas o no, cuatro existencias, cuatro formas de no vida, cuatro almas a la deriva, cuatro miradas vacías y melancólicas que andan como no muertos sin saber qué rumbo tomar o cómo sentir unas vidas que parecen alejadas de ellos mismos. Una ciudad asfixiante y opresiva los tiene ahogados, incapaces de sentir algo bello, envolviéndolos en una tristeza profunda que les ha dejado vacíos, inútiles de emociones, carentes de sensibilidad, atónitos a esa existencia que ahoga y mata cada día un poco más, rodeados de esa violencia física y moral que impregna cada lugar de esa urbanidad seca y abrupta en la que viven. Hu Bo nos cuenta su película a partir de una forma estricta, empleando pequeñas secuencias filmadas en planos secuencia uno tras otro, y un encuadre cercano, muy próximo a sus personajes, capturando el más mínimo detalle de sus rostros, sus cuerpos, sus miradas, y sus gestos, envueltos en esa pérdida emocional, en ese ser no ser, en ese deambular como viviendo una vida que no les pertenece, que no les llena, exhaustos de tanta fealdad y podredumbre a nivel físico y emocional. Calles sin alma, sin salida, con la única esperanza en creer en algo asombroso como ese elefante sentado que les ayude a salir cuanto antes de tanta miseria y desánimo.

El cineasta chino evoca a la inmensidad de su país, sus rígidas normas sociales, económicas, culturales y vitales, como metáfora de ese vacío emocional que afecta a los individuos, y lo hace a través de lo mínimo, deteniéndose y mirando a los grandes problemas que asolan su país, a través de la intimidad y la cotidianidad de estos cuatro personajes, de sus vidas vacías, de sus nulos intentos de sentir alguna cosa que no sea tan fea, como ese anciano que tiene a su perro como único amigo, que nos remite al Umberto D, de Vittorio de Sica, con esa idea de que el tiempo cambia pero los conflictos parecen enquistados, sin solución o esa chica, agobiada con su madre, que encuentra en un profesor ese cariño y esa paz que no tiene en casa, aunque su mejor amigo lo vea con tan malos ojos, o ese chaval que no entiende la desidia de sus padres y se siente sólo, sin nadie, y hace frente al matón del instituto con tan mala fortuna que lo lanza escaleras abajo, y por último, el joven gánster con una amante quizás para pasar el rato y llenar ese vacío de manera frugal, y es hermano del matón del colegio y emprenderá la búsqueda del chaval para rendirle cuentas o simplemente para percatarse que todo está muerto y nada ni nadie tiene salvación.

Hu bo y su película recorren lugares propuestas formales y narrativas del cine de Bi Gan y su película Largo viaje hacia la noche, donde manifiesta la buenísima salud de la cinematografía china, la que mira a su país de forma demoledora y con contundencia, describiendo en profundidad ese vacío emocional que duele en el alma. La película de Hu Bo evoca a su mentor Béla Tarr y a sus Armonías de Werckmeister, aquí la ballena se ha convertido en elefante, pero los personajes siguen siendo fantasmas que vagan sin remedio en la inmensidad del tiempo y el espacio, sin más destino que sus desdichas y conflictos emocionales, aunque eso sí, Hu Bo imprime un hálito de esperanza a su película, mínimo, pero quizás un leve aliento de ilusión o quizás podríamos decir, un destino más o menos esperanzador aunque sólo sea ver a una ballena varada dentro de un camión o un elefante que permanece sentado, puede ser que en esas bestias de feria, inmensas y extrañas, encontremos algo a que agarrarnos, quizás un misterio por revelar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a F. J. Ossang

Entrevista a F. J. Ossang, director de la película “9 dedos”. El encuentro tuvo lugar el lunes 16 de abril de 2018 en el Instituto Francés en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a F. J. Ossang, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Diana Santamaría de Capricci Cine y Eva Herrero de Madavenue, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

9 dedos, de F. J. Ossang

LOS PASAJEROS ESPECTRALES.

“El mapa no es el territorio”

Alfred Korzybski

Noche cerrada en una ciudad costera. Magloire cae en una emboscada con el fajo de billetes de un moribundo. La banda de Kurtz lo captura y lo convierten en uno de ellos. Después de un robo fallido, emprenden una huida sin fin a bordo de un carguero fantasmal, lúgubre y asfixiante, que parece llevarlos a la deriva. El cineasta F. J. Ossang (París, Francia, 1956) músico punk y escritor, abre su película enmarcándola en el cine noir, con el aroma oscuro y tenebroso del cine de Melville, en el que hay espacios propios del cine de Carné, con esos lugares costeros donde hombres sin suerte se encuentran con mujeres desvalidas que huyen de tipos sin alma, o incluso, también podríamos añadir a los ejercicios de cine negro casi abstractos del cine de Godard como Alphaville, con esas mansiones vacías y apartadas, y rodeados de gentes extrañas que hablan poco y observan mucho.

Aunque después de este primer tercio, la película cambia de registro cuando los personajes abandonan la ciudad para adentrarse en mar abierto a bordo del carguero, esa mole de hierro que desaparece en la noche, en el que cada uno de los siniestros y ambiguos habitantes del barco ocupará un espacio, desde donde intentará sobrellevar esa travesía sin rumbo que los aislará de todos y todo. De la mano, o mejor dicho, de la mirada de Maglorie nos moveremos de un lugar a otro del barco, conversando con unos y otros, en el que sus captores y ahora cómplices, la banda de Kurtz (que recuerdan a la banda de nihilistas de El Gran Lebowski) parece guardar un material que se ha convertido en su salva conducto en toda esta aventura negra. 9 dedos, sigue los caminos ya transitados del cine de Ossang, desde la utilización del 35 mm, y el blanco y negro (obra del cinematógrafo Simon Roca, del que vimos La chica del 14 de julio) los ambientes industriales, donde prima la ruina o el desecho, las aventuras pos apocalípticas, donde se mezclan texturas, tiempos y espacios de diferentes épocas y lugares, y la gama de personajes extraños y oscuros, que parecen escapar de algo o simplemente, deambulan en busca de algo.

Ossang es un creador de atmósferas fascinante, en el que sus personajes son engullidos por el armatoste de hierro y hormigón que los rodea, donde no hay más escapatoria que sus emociones, donde todas las almas que viajan en ese barco parecen almas sin descanso, almas devoradas por el ambiente y el espacio que habitan, almas que huyen del infierno para meterse en otro que parece peor, en el que el tono noir del arranque deja paso a una película existencialista, como si el barco a la deriva en mitad de ninguna parte, se convirtiera en la isla donde desaparecen personas de La aventura, de Antonioni, en el que las cosas ya no son lo que parecen, y todos sus personajes buscan una salida que parecen no encontrar o ya ha dejado de existir, y todos se mienten para sobrevivir dentro de ese espacio terrorífico y asfixiante.

El cineasta francés introduce algunas dosis de humor absurdo, surrealista, acompañado de esa banda sonora, tanto la música vanguardista e industrial, obra de MKB Fraction Provisoire (el grupo de Ossang) y los sonidos de ultratumba, martillantes y desesperantes que absorben todo la atmósfera irrespirable del carguero. El relato existencialista se apodera del relato, y más aún cuando una extraña fuerza desconocida ha contaminado a todos los habitantes del barco, y la aparición de un extraño personaje que provocará al resto de los viajeros. Ossang construye una película oscura y fascinante, llena de sombras y espectros que vagan sin rumbo, con ese tono romántico del cine de Murnau, en el que recordamos a las aventuras psicóticas de las novelas de Conrad, donde los personajes se adentran a lo desconocido sin más armas que su maltrecha conciencia, o ese cine de terror y ciencia-ficción de finales de los sesenta y setenta.

Magloire vivirá atrapado dentro del horror, sin ninguna posibilidad de escape, encarnando a ese pobre diablo perdido y sin futuro, muy propio de las novelas  negras, que casi por casualidad, penetran en mundos ajenos y terroríficos, donde siempre hay alguna mujer seductora y ambigua que los consuela. Ossang se rodea de un contenido y asombroso reparto de caras conocidas como Paul Hamy como el desdichado Magloire, bien secundado por Pascal Greggory como el delirante Ferrante, la siniestra banda de Kurtz, las dos mujeres: una de ellas, la enigmática Gerda, con una imagen que mezcla la de las heroínas del cine mudo con la vanguardia de los años sesenta, a la que da vida Elvire (musa de Ossang que protagoniza todos sus trabajos) y la joven e inocente Drella que interpreta Lisa Hartmann, y por último, Gaspard Ulliel como un pasajero que llega al barco en último lugar. Ossang ha construido una película de una gran fuerza visual y sonora, donde encontramos un lugar, habitado por personajes huidos que no saben que se encontrarán ni hacia adonde van, en una especie de travesía crepuscular, en una especie de sueño profundo en el que no son incapaces de despertar, en un viaje existencial a lo más oscuro de sus almas, en el que cada uno de ellos tendrá que construirse su propio destino dentro de un mundo que tiene que construirse desde la ruina.

Grandeza y decadencia de un pequeño comercio de cine, de Jean-Luc Godard

ELEGÍA DEL VIEJO CINE.

“Se empieza a comprender en nuestros días que la localización exacta es uno de los primeros elementos de la realidad. Los personajes que hablan o actúan no son los únicos que graban en el espíritu del espectador la fiel huella de los hechos, el lugar donde tal catástrofe ha sucedido se convierte en un testigo terrible e inseparable”

Víctor Hugo

Si hay alguna figura cinematográfica en la podríamos apoyarnos para entender la idiosincrasia y materia del lenguaje y la forma cinematográfica esa nos ería otra que Jean-Luc Godard (París, 1930) es un meta cinematógrafo en el mejor sentido de la expresión. Un hombre de cine que respira y se alimenta de cine, que lleva más de seis décadas, desde sus primeras críticas en las páginas del Cahiers du cinema, sus primeros trabajos y su debut en el cine con À bout du souffle (1960) construyendo películas, explorando y sumergiéndose en las entrañas de la narrativa y las formas cinematográficas, en una constante aventura anímica de incesante búsqueda para desentrañar las profundidades y cimientos del elemento cinematográfico y todo aquello que lo envuelve. Aunque la carrera de Godard, igual que la de otros directores convertidos en productores independientes, sufrirá un vuelco drástico a mediados de los ochenta con la aparición de las televisiones privadas. Un nuevo elemento que,  asfixiará el mercado del cine, y provocará la desaparición de muchas de estas productoras que producían con la ayuda de la televisión pública.

Godard que había sido contratado en 1986 para dirigir una película para la televisión basada en la novela “The soft centre”, de J. H. Chase, en una serie de 37 episodios (basados en la “Serie Negra”, muy populares en Francia, algunos de ellos adaptados por Godard en los años 60). Aunque Godard , aparte de algunas frases de la película que rescatan la novela de Chase, su película se centra en otro ambiente, crítico con los nuevos tiempos del audiovisual, en la cotidianidad de una de sus productoras independientes (el rodaje se llevó a cabo en la del propio Godard) y durante las audiciones, porque ahora, con la falta de financiación para hacer películas, su director, Gaspard Bazin (en clara alusión a André Bazin, fundador de la revista Cahiers y mentor cinematográfico de los cineastas de la Nouvelle Vague) se dedica a los casting. El productor, Jean Almereyda (nombre verdadero del cineasta Jean Vigo) interpretado por Jean-Pierre Mocky, un cineasta del cine popular que, no encuentra dinero para hacer películas, y además maneja dinero sucio, tiene una novia que quiere ser actriz llamada Eurydice, con ese rostro que recuerda a las viejas actrices (como aquella amada de Orfeo que, en el infierno, el diablo le dijo a Orfeo que no moriría si este al pasar delante de ella, no la mirase). Aunque en la película es a la inversa, Euridyce no puede volverse por orden de su amado).

Godard plantea su película en tres actos-audiciones, en el primero, asistimos a un casting, en el que varios intérpretes recitan una frase frente a cámara, en el segundo acto, nos encontramos en una cafetería de noche, donde se realizará otro casting, del director junto a dos jóvenes, y finalmente, en el último acto, un tercer casting, donde Eurydice pasa varias pruebas ante la supervisión de Bazin. Godard nos habla con su habitual sentido del humor, y múltiples referencias a la música, la literatura, la poesía, al cine que ama y a la cultura popular (descontextualizando de sus orígenes, introduciéndolos en contextos ajenos y dotándolos de nuevas ideas, elemento esencial del cine godardiano) de ese cine de antaño, desde el cine mudo de Chaplin, La gran ilusión, de Renoir, Jour de fête, de Tati, La aventura, de Antonioni, entre muchas otras referencias. Un canto funerario a ese viejo cine producido en los márgenes de la industria, ese cine que hizo grande al cine, el que ahora, debido a las teles privadas, tiene que decir adiós, dejar de ser, ya que las estructuras del mercado han cambiado para siempre.

Encontramos al director y productor totalmente chiflados y decadentes, despojados de su vida, igual que dos fantasmas que vagan sin rumbo en un paisaje de sombras y oscuridad, con sus últimos suspiros creativos, víctimas de un sistema devastador, que no mira hacia atrás, hacia el cine de antaño, como mencionan a lo largo de la película, en el que la memoria ha desaparecido, el arte del cine desaparecido en pos a los balances económicos y la rentabilidad de las películas convertidas en meros productos industriales destinados al gran público. Godard nos habla del cine y del espíritu que tantos años lo ha caracterizado a través del video (que tiene su aparición en la película, como un cineasta perdido, que no encuentra su sitio, y al que París le repugna,  en el que recuerda a las viejas estrellas del cine y se lamenta, como amargamente menciona el productor, en que Polanski filmará una película de un montón de millones, cuando él con esa cantidad podría producir diez filmes).

Una película que nos habla de la construcción del cine (como ese mágico momento en que el director le pasa unas cuartillas con frases inconexas a la actriz, y le dice que tiene que le ha dado las olas y ella debe construir el océano, mientras escuchamos esas mismas frases recitadas a cámara por las personas que han acudido a la audición) aunque el director franco-suizo no hace una película nostálgica y triste, sino que su mirada es poética, y también demoledora, contra un sistema que carece de memoria y talento, construyendo una interesantísima reflexión sobre el cine, las gentes anónimas que trabajan en él, y sobre todo, en la esencia misma del cine que, aunque el mercado cambié las estructuras económicas, alguien en algún lugar estará dispuesto a mirar atrás y recordar a los viejos maestros, y de ellos aprender y construir su cine, porque como explicaba el propio Antonioni en 1982 en la película Room 666, de Wenders, cuando decía que el futuro del cine se encontraba en el vídeo, y Godard en un todavía vídeo primerizo, consigue una profunda reflexión sobre el cine y su materia humana (como el contable y la secretaria, que parecen salidos de una película de Tati) en una película sobre sus sombras y su oscuridad, como dice ese director que es torpe, neurótico e impaciente (magníficamente interpretado por Jean- Pierre Léaud que, recuerda a ese otro director que interpretaba en El último tango en París) en una película que homenajea al cine de antaño, de ahora y del futuro, porque aunque sea elaborado en otros medios (como la evolución de la filmografía de Godard instalada en el vídeo digital) el cine seguirá perviviendo en la memoria de los espectadores.