21 paraíso, de Néstor Ruiz Medina

LAS FRACTURAS DEL AMOR. 

“El verdadero paraíso no está en el cielo, sino en la boca de la mujer amada”.

Frase de “Señorita de Maupin” (1836), de Théophile Gautier.  

Recuerdan a Natalia y Carlos, los jóvenes protagonistas de Hermosa juventud (2014), de Jaime Rosales, que encontraban en el porno amateur una salida económica a su existencia precaria. Los tiempos han cambiado pero las formas siguen estando ahí, porque Julia y Mateo viven del porno amateur a través de la web Onlyfans, en la que venden su intimidad a base de sexo. Los jóvenes del sexo protagonizan 21 paraíso, la ópera prima de Néstor Ruiz Medina (Madrid, 1988), que se ha fogueado en unos 15 cortometrajes, en una película que explica una especie de paraíso en el que tanto Julia y Mateo han encontrado su vida a través del porno amateur que practican en una estupenda casa anclada en un entorno rural magnífico, donde la vida y su felicidad se dan la mano y en la que sus momentos de intimidad han calado en la web y sus días son pura armonía. Una armonía que veremos resquebrajarse a modo de 21 instantes-episódicos en planos secuencia que vienen anunciados por pequeñas ideas en forma de frases cortas, en las que somos testigos de cómo ese paraíso tiene sus zonas oscuras y de tristeza. 

El director madrileño se deja de un relato rocambolesco y de giros inverosímiles, sino todo lo contrario, porque se apoya en un guion construido con sus dos intérpretes, basados en muchas improvisaciones y en ir encontrando su historia y la forma de contarse, donde la cinematografía de Marino Pardo, al que conocíamos por su trabajo en el cortometraje Polvo somos (2020), de Estíbaliz Urresola, la directora de la reciente  20000 especies de abejas, que recurre al celuloide en 16mm y el marco en 4:3 para sumergirnos en las cuatro paredes y el entorno de ese lugar, la provincia gaditana, un espacio donde la luz se impone en un principio, y a modo de crepúsculo vamos asistiendo a la ruptura de la armonía que hablábamos al inicio del texto, pero casi a cámara lenta, centrándonos en los detalles y las diferentes secuencias en la que todo ese lugar aparentemente perfecto, empieza a agrietarse, no nos explican porque, casi siempre nadie sabe porque suceden, sólo sabe que surgen de la nada, del interior de una mujer como Julia. La película en un preciso trabajo de montaje que firma el propio Ruiz Medina, que en sus 98 minutos de metraje, refleja el deterioro de ese amor, o quizás podríamos decir, de eso que tenían, y las consecuencias de esa distancia, de esa falta de comunicación que les afecta y sobre todo, de la nueva realidad a la que deben enfrentarse que les empuja a buscar un modo de vida diferente, con mucho menos dinero y más real. 

Una cámara que los traspasa, que se convierte en uno más, en ese invitado incómodo que da testimonio y forma a su relación o lo que queda de ella, y a ellos mismos. Aunque una película de estas características, donde prevalece la intimidad en un entorno muy cercano, con pocos espacios, tanto interiores como exteriores, debía tener una pareja de protagonistas que transmitieran todo esa fractura que se produce entre ellos, y el director lo consigue con el intenso y excelente dúo que forman la debutante María Lázaro y Fernando Barona que hemos visto en series y en la mencionada Hermosa juventud, dando vida a Julia y Mateo, o lo que es lo mismo, a estos Eva y Adán expulsados de su paraíso particular, y no por un motivo con explicación, sino con uno de verdad, el que siente Julia, ese abismo de la identidad, cuando no sabemos qué queremos y lo único que tenemos claro es que no deseamos seguir haciendo lo que hacíamos, no sabemos porqué, sólo que estamos en ese proceso de descubrirnos y sincerarnos con nosotros mismos y con los demás, y seguir caminando para encontrarnos y encontrar lo que queremos hacer a partir de ahora. 

La película 21 paraíso es un buen ejemplo para una primera película, porque está filmada sin pretensiones, no empleando caminos difíciles de manejar, y sacando el máximo rendimiento a los recursos que tienen más al alcance, eso sí, sin construir una película a gusto de todos, sino con un relato, que gustará más o menos, pero con la idea de contarlo con acierto, detalle y complejidad, porque lo que vemos y lo que va sucediendo, no es baladí, porque pasamos del paraíso particular de Julia y Mateo a una especie de infierno contado en segundos, donde cada mirada y gesto está lleno de desánimo, distancia y perplejidad, porque es una cinta que habla mucho de estos tiempos donde parecemos que lo tenemos todo y en realidad, no tenemos nada, nos faltan muchas cosas, muchas emocionales, que repararía tanto vacío, tristeza y desorientación. Julia y Mateo son un reflejo de esa juventud, que ya no es tan joven, que han pasado de los treinta, y siguen un poco varados, esperando que esa idea del porno amateur dure eternamente, pero lo que no saben es que la vida está sujeta a los cambios constantes, esos que van sucediendo mientras tú haces otros planes, que citaba Lennon, porque si de algo habría que esperar de la existencia es que siempre nos sorprende, siempre nos dejará de vuelta y media, y sobre todo, siempre, por muy mal que estemos, encontramos una salida para tanto desaliento y vacío interior. No estemos temerosos de ser expulsados del “paraíso” y centremos en quiénes somos y qué queremos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Slalom, de Charlène Favier

LA SOLEDAD DE LA JOVEN ESQUIADORA.

“La adolescencia es la conjugación de la infancia y la adultez”

Louise J. Kaplan

Muchos amantes al cine nos quedamos abrumados por la belleza plástica y la poesía que destilaba la película The Great Ecstasy of Woodcarver Steiner (1974), de Werner Herzog, en la que en unos sobrecogedores 44 minutos, nos mostraban la soledad y los límites del saltador de esquí Walter “Woodcarver” Steiner. La opera prima de Charlène Favier (Lyon, Francia, 1985), coescrita junto a Marie Telon y la colaboración de Antoine Lacomblez, también se mueve en el universo de los esquiadores y las montañas nevadas, en este caso a los aspirantes a esquiadores de velocidad, y nos traslada a un pueblo aislado de los Alpes, en el que seguimos la experiencia de Liz, una joven de 15 años fichada por un club de esquí, que entrena el exigente Fed. A modo de diario, asistimos a todos los procesos de entrenamiento, como su espectacular y concisa apertura con ese ejercicio de pies, que la cámara describe de forma nerviosa al movimiento de los pies, en planos muy cerrados y rápidos, para acabar en la mirada de la adolescente y ese destino-obsesivo de la montaña nevada.

A medida que avancen la intensidad y la exigencia en la preparación, la trama se centrará en varios puntos: la capacidad y auto exigencia de Liz para el esquí de velocidad, su soledad, ya que sus padres andan separados y con vidas alejadas a la de ella, y sobre todo, la relación con Fred, ex campeón de esquí, que ve en la joven una futura campeona. Su relación se irá estrechando y haciéndose más íntima, sobrepasando todos los límites habidos y por haber. Slalom está compuesta de forma admirable y muy detallada, desde sus bellísimos planos y encuadres, donde la montaña nevada adquiere esa omnipresencia reveladora para Liz, y sus compañeros, que andan al acecho, todos con el propósito de conquistarla esquiando. El excelente trabajo de cinematografía de Yann Maritaud, que ha crecido profesionalmente con la directora, y que actualmente tiene en cartel El triunfo, de Emmanuel Courcol, realiza un soberbio manejo del encuadre y la luz, con una plástica composición que describe con exactitud, tanto el exterior gélido como ese interior caliente de los personajes en liza.

El asombroso trabajo de sonido que firman el trío experimentado Gauthier Isern, Louis Molinas y Thomas Besson, dotando de fuerza y espectacularidad en todos esos vertiginosos descensos de la esquiadora, y todos los interiores de la película, con naturalidad y cercanía, así como el clarividente y conciso montaje de Maxime Pozzi García, colabora habitual de Favier, que le da ritmo e intensidad a los noventa y dos minutos en los que se desarrolla la trama de la película. Slalom necesita un gran trabajo técnico, donde en las secuencias de acción vemos las diferentes pruebas de esquí, elementos esenciales en los que se posa la película: la velocidad, el deseo de conquista, el miedo, el sacrifico, el crecimiento y la soledad de los esquiadores. La directora conjuga todos estos elementos de forma auténtica y compleja, en la que sus dos protagonistas no solo dan vida a los oscuros personajes que tienen en frente, sino que les dan esa humanidad tan necesaria para seguirlos y ser testigos de sus dudas, deseos y vulnerabilidad.

La fascinante y enigmática Noée Abita, que vuelve a trabar con la cineasta francesa después de la película corta Odol Gorri (2018), un cortometraje de 26 minutos en el que se relata la odisea de Eva, una adolescente que escapa de un taller de integración laboral y huye de polizón en un pesquero, en la que también se hablaba de soledad y el enfrentamiento a elementos externos y difíciles de superar, al igual que le ocurre a Liz, que vivirá el paso de la infancia a la edad adulta de forma brusca, asfixiada por un entrenador ambicioso y sin escrúpulos, que también la usará sexualmente y emocionalmente. Noée Abita demuestra una serenidad y una fuerza admirables para meterse en la piel de la solitaria Liz, convertida en mujer de golpe, sin transiciones ni nada, que debe lidiar con sus emociones, tanto dentro como fuera de la pista. Frente a ella, su entrenador, un tipo que no tiene límites, obsesionado con las medallas, que hará lo imposible y lo denunciable para conseguir sus objetivos y poner contra las cuerdas tanto físicamente y emocionalmente a sus pupilos. El natural y soberbio trabajo de Jérémie Renier, que aunque debutó en el 92, será en el 96 con quince años cuando interpreta El niño con los hermanos Dardenne, a las que siguieron cuatro películas más, y construir un carrerón con solo 41 años que ha continuado con directores tan importantes como Ozon, Bonello, Lafosse, Assayas y Trapero, entre otros.

Charlène Favier ha construido una película que no estaría muy lejos de lo que planteaba el excelente documento Over the Limit (2017), de Marta Prus, donde se seguía la cotidianidad del durísimo entrenamiento de Margarita Mamun, una gimnasta rítmica en su preparación para los Juegos Olímpicos. Slalom también nos habla de las intensas preparaciones a las que se somete una adolescente, en un ejemplar trabajo de verdad, sin caer en sentimentalismos ni nada que se le parezca, sino todo lo contrario, contando sin titubeos una experiencia apabullante para una niña que está entrando en la edad adulta en soledad. La realizadora francesa ha urdido a fuego lento un relato magistral, profundo, honesto y brutal sobre el viaje iniciático de una adolescente que se topará con una realidad muy oscura y salvaje sobre la competición desmedida,  y la mentira de los adultos, sin olvidarnos de otro tema crucial de la película, la pasión devoradora que nos puede llevar a infiernos sin salida, y sobre todo, la fuerza y la valentía y todo lo que hay que aprender para vivir como una mujer adulta, conviviendo con dudas y miedos, y venciendo obstáculos en forma de personas como de deseos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Apples, de Christos Nikou

LA NUEVA IDENTIDAD.

“Me pregunto si la identidad personal consiste precisamente en la posesión de ciertos recuerdos que nunca se olvidan”.

Jorge Luis Borges

En el hermosísimo plano que cierra la magistral Primavera tardía (1949) de Yasujiro Ozu, en el que observamos como el anciano Shukichi pela pacientemente una manzana, metáfora de la inminente soledad que le espera después de la ruptura con su hija Noriko. El mismo sentimiento recorre la existencia de Aris cuando hace la misma acción, una soledad de alguien que no recuerda quién es. Dos almas solitarias que, en circunstancias completamente diferentes, deben hacer frente a lo que son sin el amparo de alguien a su lado. Muchos conocemos la trayectoria de Christos Nikou (Atenas, Grecia, 1984), por la excelente acogida internacional de KM (2012), un cortometraje que protagonizaba Aris Servetalis, y de sus trabajos como ayudante de dirección con Yorgos Lanthimos en Canino (2009), y con Richard Linklater en Antes del anochecer (2013). Para su opera prima, el cineasta griego nos sitúa en una sociedad muy parecida a la nuestra, en la que imagina una pandemia que ha afectado en la memoria de la mayoría de ciudadanos, una dolencia que ha provocado amnesias masivas en la población.

Apples (“Manzanas”, en el original), con un guion que firman Stavros Raptis y el propio director, y tiene a la gran actriz Cate Blanchett como productora ejecutiva, nos sitúa en el aquí y ahora de la existencia de Aris, interpretado por Servetalis, que vuelve a ponerse a las órdenes de Nikou, en un personaje del que solo conocemos su presente, no sabemos nada de su pasado, solo que no lo recuerda. La película se enfunda en clave de thriller psicológico, pero muy emocional, lleno de quietud y pausa, donde un equipo de médicos ha diseñado una serie de actividades muy curiosas y rutinarias para que los pacientes aprendan o mejor dicho, reconstruyan su “Nueva identidad”. La película navega de forma transparente y natural por el drama íntimo, la comedia negra, el romanticismo, la ciencia-ficción, y el citado thriller, y la atemporalidad como marco muy identificable, creando una atmósfera fría, grisácea y surrealista en muchos tramos, una excelente cinematografía que firma Bartosz Swiniarski, donde destaca el formato 4:3, en la que hay cercanía pero también frialdad, y el preciso trabajo de montaje de Giorgos Zafeiris, y la música de Alexander Voulgaris, y el añadido de las canciones rockeras americanas que alimentan ese aspecto de no tiempo y no sociedad que tanto se busca, después del apocalipsis al que se han enfrentado del que nosotros solo conocemos sus traumas y consecuencias.

Apples ni reniega ni escapa de los marcos psicológicos y extraños de muchas de las películas surgidas de Grecia en la última década como las dirigidas por el citado Lanthimos, Xenia (2014), de Panos H. Koutras, Chevalier (2015), de Athina Rachel Tsangari o Love me Not (2017), de Alexandros Avranas, entre otras. Un cine pegado a lu realidad más inmediata de la catástrofe económica de su país, pero con propuestas, formatos y texturas propias del cine de género, construyen todo un discurso sobre los males ancestrales de la sociedad, y sobre todo, las terribles consecuencias en los habitantes. Otro elemento extraordinario de Apples, como ocurre en todo el cine griego actual, es su trabajado y formidable reparto, empezando por su inolvidable protagonista, el mencionado Aris Servetalis, al que habíamos visto en Alps (2011), de Lanthimos, en un rol de tipo perdido, con esa barba frondosa, y esa ropa tan corta, con esos movimientos mecánicos, convertido en una especie de espectro automatizado, realizando con exactitud y voluntad todas las actividades rutinarias, con esas fotografías Polaroid, a la vez que divertidas e inquietantes.

A su lado, Sofia Georgovassilli como Anna, la mujer con el mantiene una relación que no logramos definir, ni falta que le hace, y luego, dos de los encargados del método médico como Anna Kalaitzidou, que ya estuvo en Canino, y Argyris Bakirtzis. Nikou ha construido una película con carácter y humana, que bucea en los laberintos imposibles de la mente humana, pero no a partir de la explicación, sino de la acción, una acción emocional y también, física, adentrándose en la irracional condición humana, huyendo completamente de la identificación del espectador, sino generando sensaciones y emociones contradictorias en el público, tendiendo ideas y reflexiones muy reveladoras para los tiempos de pandemia que estamos viviendo, y esa idea malvada y alineadora del gobierno, la de llenar de actividades rutinarias a los amnésicos, no para que recuerden la vida de antes, sino para que se construyan una nueva, una que sea más manejable para el poder, porque lo que la película deja muy claro que, a pesar de todo lo ocurrido, la amnesia es solo una desesperanzadora metáfora de una sociedad que no cambiará, y seguirá generando muchos pacientes con problemas mentales. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ojalá te mueras, de Mihály Schwechtje

REALIDADES ARTIFICIALES.

“Las redes sociales son más sobre sociología y psicología que sobre tecnología”

Brian Solis

Las redes sociales se han convertido en un espejo de una realidad distorsionada, una realidad falsa y de pura apariencia, en la cual todas las experiencias reales, ya sean satisfactorias o no, inmediatamente, se convierten en experiencias maravillosas, un espacio donde no existe el filtro, donde muchísimas personas pueden ver esa “realidad artificial” y criticarla a gusto, disfrazada de realidad, la red social se convierte en un espejo martirizador para aquel o aquella que es objeto de burla, escarnio o alguna cosa peor. Ojalá te mueras, la opera prima de MIhály Schwechtje (Budapest, Hungría, 1978), después de dirigir múltiples cortometrajes, se centra en un grupo de adolescentes en un instituto más de cualquier ciudad del mundo, y más concretamente, en la figura de Eszter, una chica de 16 años secretamente enamorada de su profesor de inglés que anuncia que deja el trabajo para trasladarse a Londres. Esa misma noche, recibe un mensaje del profesor y entre los dos nace una relación íntima totalmente secreta.

El director húngaro plantea una película asombrosa y muy interesante, indagando en el inmenso poder de las redes sociales y la utilización enfermiza de los adolescentes de hoy en día, siempre conectados y sobre todo, reinterpretando la realidad, y su propia realidad, a través de ella, como deja patente la maravillosa y triste secuencia cuando las dos niñas comen con la madre de una de ellas, y están obsesionados con coger el móvil y mirar que se está cociendo. El relato huye de lo lineal para proponernos una estructura elegante en que primero seguiremos, a modo de diario, el affaire on line entre Eszter y el profesor, donde seremos testigos de su evolución, sus momentos “sexting”, su distanciamiento y demás, instante que pasaremos a conocer, también con la utilización de diario la vida de Peter, un compañero  hazmerreír de los demás, que ama secretamente a Eszter. Y finalmente, veremos las consecuencias de todos los actos, y sobre todo, los destinos de los personajes implicados.

Otro elemento muy destacado de la película, es la forma de presentar el relato, con ese cuadro 4/3, completamente cuadrado, que utiliza los bordes para colocar las líneas de conversación de chat, un trabajo exhaustivo y magnífico del cinematógrafo Máté Herbai (responsable de la maravillosa luz de la estupenda película En cuerpo y alma, de Ildikó Enyedi). La cinta se apropia completamente de la estética “teen”, tanto de su forma como contenido, adaptándose al universo de los adolescentes de la película, como el look de la protagonista, amante de las heroínas mangas, con ese cabello azul-lila, y las faldas cortas. Schwechtje apuesta por una película contada a fuego lento con 103 minutos de metraje, donde expone esas dos vidas que tienen sus adolescentes, la real, más aburrida y cotidiana, donde las clases son el centro, y la otra, la artificial, la más atrayente, la que más se mueve, y la que se impone como la única realidad para ellos, un espacio donde hablan, discuten, critican y sobre todo, un lugar donde hay vía libre para todo, para transgredir, para todo lo prohibido y para hundir a cualquiera, donde no hay filtro, donde todo está permitido.

El trabajado y extraordinario reparto joven de la película, entre los que destacan Kristóf Vajda en el rol de Peter, ese chaval apocado, gris y acosado, que quiere ser uno más, pero siempre es rechazado y maltratado por los demás chicos, y sobre todo, la gran interpretación de Szilvia Herr, debutante en el cine, dando vida a Eszter, la protagonista de este enredo on line de consecuencias muy inesperadas. Mihály Schwechtje debuta con nota altísima en su debut, no solo haciendo una radiografía profunda y sobria sobre la adolescencia y su mal uso de las redes sociales, sino construyendo una película llena de ritmo e inteligencia, impregnada en su totalidad del universo teenager, con su estética, colores y pensamientos, y sobre todo, tejiendo con soltura y sabiduría un retrato intenso y nada complaciente de las relaciones de los adolescentes, de su alegría y tristeza, de su fraternidad y crueldad, de la falta de consideración frente al otro, de la monstruosidad de las redes sociales y lo que resulta más grave de todo, la superficialidad de sus relaciones íntimas y afectivas, donde todo vale y todo se permite, eso sí, por el filtro de la red social, exponiendo esa vida a la que todos aspiran, aunque sea mentira, y que se hable de ellos, ya sea bien o mal, para sentirse con vidas plenas, aunque sea la que no quieran. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

No creas que voy a gritar, de Frank Beauvais

TODAS LAS PELÍCULAS HABLAN DE MÍ.

«¿Quién ha dicho que el tiempo cura todas las heridas? Sería mejor decir que el tiempo cura todo menos las heridas. Con el tiempo, el dolor de la separación pierde sus límites reales. Con el tiempo, el cuerpo deseado pronto desaparecerá, y si el cuerpo que desea ha dejado ya de existir para el otro, entonces, lo que queda es una herida… sin cuerpo».

Chris Marker en Sans Soleil

Frank Beuavais (Phalsbourg, Francia, 1970) y su pareja se fueron a Alsacia (una región al noreste de Francia, en la frontera con Alemania y Suiza, a 500 km de París), huyendo de la gran urbe al pueblo, debido a razones materiales. Su convivencia se alargó cinco años hasta que el desamor los separó. Cuando la película-documento-diario de Beauvais arranca ya han pasado seis meses de la separación. Estamos en el 2016, en el mes de abril, y se inicia un período en soledad, una aventura cotidiana con uno mismo, una especie de diario del duelo que abarca hasta el mes de octubre del mismo año. Un espacio en el que la vida de Beauvais se remite únicamente a la ingesta de películas, al visionado compulsivo de cine, cine de todas las épocas, géneros, estilos, formatos, nacionalidades y sobre todo, cine para olvidar, o quizás deberíamos decir, cine para olvidarse de uno mismo y pasar el tiempo soñando o desesperándose  con otros, envueltos en otros mundos y en otras circunstancias.

El cine acaba siendo reflejo de nuestro estado de ánimo, convirtiéndose en juez implacable, y acaba impregnándose en aquellas imágenes que estamos viendo, convirtiéndolas en espejos deformantes de nuestra realidad y sobre todo, de nosotros mismos. Ya sea como recuerdo de aquel período vivido en soledad y reflexión en aquel lugar, o como terapia en que el cine nos ayuda o al menos, eso creemos, para solventar las dudas existenciales y llenar ese ánimo tan vacío que a veces se nos queda. Beauvais, que ya experimentó en el formato corto, ha hecho una película de aquello que experimentó, sintió y materializó, ya fuese en forma de idea, pensamiento, reflexión, duda o inquietud, en forma de diario íntimo y personal sobre el duelo, la soledad, la existencia, la incertidumbre, la política, la sociedad, la familia, el cine, su oficio, sus amigos, sus viajes, el desempleo, sobre la acumulación de los objetos, de lo material como modo de existencia,  sobre el despojamiento, ya sea personal o material, y demás pensamientos, a través de una voz en off, la suya propia, que nos va guiando y conduciendo por esta maraña de ideas y reflexiones, algunas alegres, otras tristes, unas esperanzadoras, otras amargas, unas ilusionantes, otras desoladoras.

Durante los 75 minutos del metraje, apoyadas por las imágenes de las más de 400 películas que visionó durante el período mencionado, consistentes en planos breves, de apenas cinco o diez segundos, que van del blanco y negro al color, y viceversa, donde vemos cortes que nos muestran partes del cuerpo, lugares, objetos, acciones, imágenes surrealistas, pictóricas, fantásticas, cotidianas, y de todo tipo, que interpelan con la voz de Beauvais, en un constante y febril diálogo, nunca la ilustran, sino actúan de forma contradictoria, seductora, extravagante y funcionan de forma independiente dentro del todo que es la película, consiguiendo el excelso y rítmico montaje, obra de Thomas Marchand, un aluvión de imágenes poderosas, enérgicas y rompedoras, que nos van sumergiendo en un discurso hipnótico y fascinante, donde se habla de todo y todos, siguiendo la cronología que van marcando los acontecimientos cotidianos, sociales y políticos del país, enarbolando un sinfín de ideas donde conoceremos más a Beauvais y sobre todo, nos introduciremos en ese universo que contempla ese período de seis meses en mitad de la nada, casi en aislamiento, imbuido en el cine y en sus películas.

La película no solo se argumenta con la palabra de Beauvais, sino que recurre, en apenas tres ocasiones, a la palabra de otros, autores que refuerzan y median como Hesse o Perec, ente otros, el diálogo consigo mismo que ejecuta Beauvais, sin vacilaciones ni barreras, hablando de su vida y de todo aquello que le rodea, ya sea pasado, como la relación conflictiva con su padre, o presente, con la mala praxis política de su país, Francia, o la mudanza que realizará a París, etc…La narración prescinde de la música, dando todo el valor a la palabra y a la imagen, una imagen descontextualizada de tal manera que nos resulta imposible relacionarla con el listado interminable de películas que se citan en los títulos finales, con el mismo modelo que tanto caracterizaba la mirada de Chris Marker, el maestro del cine ensayo, y su magnífico empleo del found footage o material de archivo encontrado, extrayendo esas imágenes de su origen y convirtiéndolas en entes individuales y personales que funcionan en otros contextos y películas, mismo trabajo que empleó Godard en su monumental Histoire(s) du cinéma, su personalísima evocación y reinterpretación de las imágenes del cine.

Beauvais ha construido su opera prima en base a dos conceptos bien definidos, uno, su estado anímico de soledad y aislamiento, y dos, el cine y sus películas, porque ya desde su descriptivo título No creas que voy a gritar, habla de todo aquello que necesita decir, explicar y sobre todo, compartir, materializar con su voz y las imágenes troceadas de las películas, ese sentimiento de rabia, una especie de puñetazo de realidad y verdad, con el cuadro de El grito, de Much como referencia, o lo que es lo mismo, un encuentro consigo mismo en el que decir todo aquello que vamos encontrando y reencontrándonos de nosotros mismos. El cineasta francés habla a tumba abierta, al borde del abismo y sin miedo, y consigue entusiasmarnos con su palabra e imagen, desnudándose en todos los sentidos y comprometiéndonos en ese viaje sobre la existencia y la vulnerabilidad. La película consigue su propósito con creces, y lo hace de manera brillante y conmovedora, porque si hay un hecho primordial en el oficio de hacer películas, no es solo hacerlas, sino compartirlas, porque ese hecho marca el destino final de cualquier obra, que puedan verse, en el caso del cine, verse y disfrutarlas, aunque tengan demasiados conceptos en los que nos interpelan directamente, en los que nos miramos y nos descubrimos, en ocasiones, para bien y en otras, no tanto. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Lila Avilés

Entrevista a Lila Avilés, directora de la película “La camarista”, en el Soho House en Barcelona, el jueves 7 de noviembre de 2019.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Lila Aviles, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Eva Herrero de Madavenue, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

La camarista, de Lila Avilés

LA SOLEDAD DE LA EMPLEADA DE HOTEL.

“Los trabajadores seguimos siendo el pariente pobre de la democracia”

Marcelino Camacho

Eve entra en una habitación a oscuras, levanta la persiana automática, y empieza a limpiar el lugar. Sus actos y movimientos son mecánicos, vaciados de cualquier atisbo de pasión en lo que hace, la mujer se esfuerza y no se detiene en su quehacer. De repente, cuando recoge las sábanas del suelo, descubre a un anciano que se despierta y atónita le pregunta, el señor no contesta, simplemente la mira y responde con gestos, en una actitud de indiferencia total. Eve tiene 24 años y es camarista en un hotel lujoso en la Ciudad de México. La primera secuencia con la que se abre La camarista, opera prima de Lila Avilés (Ciudad de México, 1982) expone con precisión y sobriedad, elementos que nos acompañarán durante todo su metraje, las estructuras en las que se sustentan la propuesta de la cineasta mexicana. Una mise en scène basada en dos características principales, el nulo movimiento de los planos, donde abundan los cuadros intensos y agobiantes, acompañado del vacío y la desnudez de los espacios, de colores grises oscuros, como el uniforme de Eve, y blancos, como las habitaciones, colores apagados y faltos de vida, y la ausencia total de música diegética, en una banda sonora de grandes silencios, solo rota por el trabajo cotidiano de Eve.

Eve es muy observadora e introvertida, de pocas palabras, invisible y ausente, con dos objetivos principales en su trabajo, conseguir un vestido rojo que alguna clienta del hotel olvidó, y sobre todo, hacer méritos para conseguir un puesto mejor como camarista limpiando las suties principales, para eso hace larguísimas jornadas laborales, que le impide estar junto a su hijo pequeño con el que se comunica vía teléfono. Avilés nos encierra literalmente entre las paredes del hotel lujoso, como si fuesen las murallas de una fortaleza para Eve, pero consiguiendo el efecto contrario, porque más bien parece una prisión donde vive y duerme Eve. Eve limpia las habitaciones de forma robotizada, consumida en su cotidianidad laboral, deteniéndose en los objetos de los clientes, imaginando unas vidas que ella nunca tendrá, perdiéndose en esos espacios en los que la vida ajena ayuda a paliar una realidad bien difícil y muy solitaria.

Entre los empleados del hotel hay poquísima camaradería, la misma indiferencia y hostilidad que Eve recibe de los clientes del hotel las pocas veces que coinciden, se ve muy bien reflejada en el trato con los demás empleados, en los que Eve le cuesta encajar y se siente una extraña, aunque ella lo intenta, haciendo alguna que otra amistad que a la postre será frustrante y vacía, apuntándose a clases para adultos, o coqueteando con algún empleado, que tampoco la llevará a ningún lugar, como demuestra la significativa secuencia de Eve con el limpiador de cristales. Avilés se inspira en el trabajo de la artista visual Hotel, de Sophie Calle, que fotografió la basura y los objetos olvidados de los clientes de un hotel, convirtiendo a Eve en una especie de náufraga que se mueve sin descanso por un universo ajeno y abstracto, proyectando todas esas vidas mediante los restos de esos huéspedes que la utilizan para sus fines.

La película muestra el otro lado del espejo, deteniéndose en aquellos que no se ven, pero están, como Eve, observando sin condescendencia pero con humanidad, a todos esos trabajadores que diariamente cumplen con un trabajo extenuante e invisible, pero importante, siguiendo sin descanso a una empleada encerrada en un espacio de cristal, encerrada y asfixiada por esas habitaciones, pasillos, comedores, ascensores o esos cuartuchos donde almacenan los repuestos, mirando como un voyeur esas otras vidas, o esa ciudad en la siempre hay un obstáculo que las separa, como las ventanas o esa línea invisible que divide el mundo en posiciones sociales, los que se hospedan en el hotel y los otros, como Eve, que limpian sin descanso sus desechos, donde convergen en espacios ajenos y vacíos de humanidad, en el que unos viven y respiran y cuentan sus conflictos, mientras el resto, los empleados como Eve, se limitan a trabajar, a callar y a imaginar las vidas que no tendrán a través de esos otros que si las tienen.

La inmensa capacidad interpretativa de Gabriela Cartol, componiendo una inconmensurable y magnífica Eve, transmitiendo todo ese mundo interior deseando salir y explayarse, pero limitado a su trabajo y a ese vacío y soledad en la que vive, deseando momentos que se quedan dentro, una actriz que demuestra su capacidad para transmitir desde lo más difícil, casi sin expresar palabras y mediante los gestos y las acciones, y sobre todo, las miradas que va proyectando a lo largo de la película, como esos maravillosos instantes donde se queda traspuesta mirando la ciudad a través de esos grandes ventanales  o aquellos otros donde juega a mirar esas vidas y a jugar con los objetos en su intimidad. Avilés ha construido una película imponente e inteligente, apoyándose en lo mínimo, encerrándose con Eve en esa caja de cristal brillante, que esconde demasiados silencios y soledades, en un mundo cada vez más incapaz de mostrar un mínimo de humanidad y empatía hacía el otro. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cuerdas, de José Luis Montesinos

SOLA ANTE LOS MIEDOS.

“Mi padre fue ingeniero y tenía la intención de seguir sus pasos, pero las películas se convirtieron en mi verdadera pasión. La planificación cuidadosa es importante en ingeniería, así que usé esa experiencia para enfocarme en la preproducción de películas. Con los bajos presupuestos que tenía, no podía permitirme que el elenco y el equipo esperaran durante días en una película de 10 días mientras descubría cómo y qué disparar”

Roger Corman

Hay películas que hacen de su modestia su mejor virtud, no pretendiendo hacer algo que se escapa de sus medios de producción, sino adecuándose a sus limitaciones y sobre todo, extrayendo el máximo rendimiento artístico a las escaseces presupuestarias. Cuerdas, primera película de José Luis Montesinos (Tarragona, 1978) cumple con toda esa idea, construyendo un relato de terror en un ambiente doméstico, y encadenando a su protagonista a una silla y a su inmovilidad, creando así una peculiar e interesante cinta angustioso y brillante. Montesinos había despuntado en el mundo del cortometraje con películas como  La historia de siempre (2010) y El corredor (2015) de corte social en los que indagaba en temas como la pareja o las consecuencias de difíciles decisiones.

En su puesta de largo sigue alimentando la tensión y lo asfixiante que ya estaba en sus anteriores trabajos, y nos sumerge en una historia anclada en el presente, pero muy deudora de un pasado oscuro y muy turbio. Nos encontramos con Elena, una joven tetrapléjica que ha perdido a su hermana gemela en un accidente, y después del hospital, regresa a casa para compartirla junto a su padre Miguel, relación conflictiva en que la hija reprocha demasiadas cosas a un progenitor que también sufrió lo suyo con la muerte de la madre tiempo atrás. Debido a la situación de Elena, el padre ha provisto a su hija de un perro adiestrado para ayudarla. Aunque las cosas se tuercen, el padre queda fuera de juego, el perro se vuelve rabioso y la niña se queda sola, encerrada en su casa y con la amenaza del perro. El director tarraconense nos convierte en un personaje más, junto a la joven atrapada en su silla y en ese paisaje doméstico que acaba de conocer.

La película se instala en los días para contarnos una sutil y una trama muy bien elaborada (en un guión que firman Montesinos e Iakes Blesa, que ya trabajaron juntos en El corredor)  donde van apareciendo obstáculos y tensiones que van cercando la voluntad de Elena. Una joven que deberá no solo lidiar con ese presente difícil y acorralado en el que se encuentra, sino también con los traumas del pasado y el accidente que lo cambió todo. Cuerdas no solo hace referencia a las cuerdas físicas y evidentes en las que se encuentra Elena postrada en su silla, sino a las otras, las que no se ven, las emocionales, las más complejas de sobrellevar, las que tarde o temprano hay que enfrentar para calmar las emociones y reconciliarse con uno mismo. En el relato encontramos muchos momentos de tensión y angustia, al más puro estilo de terror clásico, donde la supervivencia se torna en el foco de atención, aunque también nos encontramos con otros momentos de tensa calma en los que Elena rinde cuentas con su pasado, y sobre todo, con su hermana y su recuerdo.

Montesinos se arropa de otros cómplices que han caminado junto a él en el cortometraje como la presencia en la cinematografía de Marc Zumbach, auténtico alma mater del director, que consigue transformar esa luz cotidiana y doméstica en una luz densa y compacta que oscurece el ambiente y enmarca cualquier habitación u objeto en una sensación de miedo y peligro. Y el gran trabajo de Luis de la Madrid (uno de los editores más importantes dentro del género de terror, colaborador entre otros de nombres tan ilustres como Balagueró, Paco Plaza o Guillermo del Toro) consigue un trabajo estupendo con ese ritmo in crescendo donde a medida que avanza la trama, nos vamos encontrando más atrapados y solos. Un estupendo reparto encabezado por Paula del Río, que ya la vimos despuntar en El desconocido y La sombra de la ley, ambas de Dani de la Torre, creando una Elena que deberá arreglárselas para sobrevivir sola ante la terrible amenaza de ese perro asesino que recuerda a El perro blanco, de Fuller o aquel otro en El perro, de Antonio Isasi-Isasmendi, junto a ella Miguel Ángel Jenner, auténtico actor fetiche de Montesinos, y brillante actor de doblaje, entre otros trabajos, interpreta con sobriedad y esa mirada penetrante, hace aquí el padre de Elena, un hombre de segundas oportunidades que hace lo imposible para que su hija consiga sobrellevar su discapacidad de la mejor manera posible.

Cuerdas  nos va sumergiendo sin prisas ni estridencias en su trama lineal y sencilla, en el que todo va enrollándose como si fuese una madeja difícil de desentrañar, casi sin darnos cuenta, imbuidos en ese perro convertido a su pesar en una amenaza firme y peligrosa contra la persona que aparentemente tenía que proteger. Un relato certero y profundo, que no cae en entorpecer su estructura ni sacarse conejos de la chistera, sino en cogernos desde el primer minuto con esa tensión y terror tan cercano y corpóreo, con el aroma de las películas de Corman, el Giallo, o Sola en la oscuridad, de Terence Young, protagonizada por Audrey Hepburn, con la que tendría varias similitudes, u obras más de aquí como algunas obras de Jess Franco, Chicho Ibáñez Serrador, Los sin nombre, Tesis, etc… Títulos que evidencian como lo hace Cuerdas, que la modestia se puede convertir en el mejor aliado para contar un cuento de terror sobrio, interesante y profundo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Xesc Cabot y Pep Garrido

Entrevista a Xesc Cabot y Pep Garrido, directores de la película “Sense sostre”, en Alhena Production en Barcelona, el viernes 20 de diciembre de 2019.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Xesc Cabot y Pep Garrido, por su tiempo, amistad, generosidad y cariño, y a Pere Vall de Comunicación de la película, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

Sense sostre, de Xesc Cabot y Pep Garrido

JOAN VIVE EN LA CALLE.

“La calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan”

(Fragmento de Niebla, de Miguel de Unamuno)

La película se abre con un cuadro completamente negro. Un sonido afilado, de lija, industrial, difícil de reconocer, se va apoderando del plano. Lentamente, comenzamos a ver la silueta de un rostro humano, entre sombras y con algún resquicio de luz, alguien se mueve, su respiración es profunda y gutural. Reconocemos a un hombre de mediana edad, resguardándose del frío e intentando pasar la noche al raso. Luego, lo conoceremos un poco más, se llama Joan, vive en la calle, empuja un carrito lleno de trastos y le sigue fielmente su perro negro Tuc. Xesc Cabot (Vilassar de Mar, 1979) y Pep Garrido (Barcelona, 1979) llevan haciendo cine desde que se conocieron cuando estudiaban en la universidad. En el 2013 debutaron en el documental con Bustamante Perkins, en el que retrataban a Julio Bustamante, un músico outsider ajeno a modas, corrientes y demás.

Ahora, vuelven a ponerse tras la cámara para construir otro retrato, esta vez en el terreno de la ficción, aunque muy anclada en el campo del documento, ya que la película se basa en muchas historias de personas que han vivido en la calle. La cinta sigue a Joan, uno de tantos que vive en la calle, alguien que desconocemos su pasado y las circunstancias que le han llevado a esa situación, quizás en eso la película destaca entre otras sobre el mismo tema, en situarnos en el rostro y la mirada d Joan, alejándose de las consecuencias y centrándose en la cotidianidad de alguien que busca comida, algún lugar donde dormir, unas cuantos euros para comprar vino, y sobrevivir a pesar de la calle. Veremos su devenir diario sin más, sin respuestas, solo con hechos, como hacían los neorrealistas, explicando una realidad, visibilizando unas vidas ocultas, invisibles, ajenas a la sociedad, pero que están ahí, esas que nos cruzamos diariamente, convertidas en meras sombras por la indiferencia del resto.

Sense sostre pone cara y cuerpo a estas personas, las convierte en el centro de la acción, y en ningún caso, las convierte en víctimas, ni en sentimentalismos, ni nada que se tercie de ese estilo, sino que las mira, las retrata y las sigue, explicándonos sus existencias, su intimidad, sus momentos con ellos mismos y con los demás, todo aquello que viven en la calle, sin mirar al pasado, ni al futuro, solo con ese presente continuo que no tiene ni tiempo ni espacio, solo sus movimientos y su quehacer diario o nocturno, eso sí, iremos descubriendo, muy sutilmente, ese pasado a través de ese encuentro frío y distante, como dos desconocidos, entre Joan y su padre, casi dos meras figuras fantasmales que fueron algo o tuvieron algo, y ahora, simplemente, comparten un café, un cigarro y apenas se miran. La película tiene dos partes diferenciadas, en la primera, Joan se mueve por la ciudad, con su perro Tuc, una guía y una razón para continuar, una parte donde la película sigue más los postulados neorrealistas, donde la ciudad se convierte en el espacio de Joan, la maldita calle, los albergues, el compadreo con otros habitantes de la calle, y demás penurias en ese espacio donde eres vulnerable, te angustia la soledad, y lo peor de todo, casi nunca nadie te ve, y cuando te ven, te ignoran.

En la segunda mitad, Joan abandona la ciudad y emprende un viaje, en que la película se convierte en una road movie, situándose en el western, como aquellos vaqueros errantes volviendo a un lugar del que pertenecieron, como una forma de volver a las raíces, que en el caso de Joan iremos descubriendo de qué se trata. Cabot y Garrido enmarcan su relato en una forma apenas perceptible donde abundan los planos muy cercanos continuos, con cortes bruscos, con esa luz sombría y entre tinieblas, obra de Aitor Echevarría, autor de María (y los demás), entre otras, que en muchos momentos parece una película de terror puro, cotidiano, del que da más miedo y pavor, o el montaje preciso y seco de Meritxell Colell (directora de la interesante Con el viento) y esa música que rasga y duele, obra de Lucrecia Dalt y Adrián de Alfonso, que envuelve la película en esa existencia que siempre pende de un hilo, donde Joan arrastra su pasado, su alcoholismo, sus frustraciones, desilusiones y demás.

Enric Molina, que vivió 8 años en la calle, protagoniza la película, dotante de humanismo y presencia a un hombre roto, que apenas habla, un espectro que se mueve por inercia, alguien que iremos descubriendo quién es a medida que avanza el metraje, alguien igual que nosotros, alguien que quizás todavía está a tiempo. A su lado, en breves pero intensos roles nos encontramos con José María Blanco, actor habitual de José María Nunes, haciendo el personaje de padre, Laia Manzanares, una de las actrices jóvenes más extraordinarias del momento, con ese rostro brutal y esa mirada que traspasa, y Teresa Vallicrosa, evidenciando todas esas vidas difíciles y duras que viven algunos. Cabot y Garrido han hecho una película intensa y magnífica, que duele y hace daño por la realidad miserable que cuenta, e interpela directamente a los espectadores, sumergiéndolos en unas vidas con las que se cruzan a diario y giramos la mirada, mostrando indiferencia a unas personas que podríamos ser nosotros. Sense sostre es una película valiente, necesaria y magnífica, evidenciando la célebre frase de Paul Éluard: “Hay otros mundos, pero están en éste”, esos mundos que la película muestra con toda su crudeza, intimidad y humanismo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA