Cantando en las azoteas, de Enric Ribes

LA DIGNIDAD COMO ORGULLO.

“Para mí vivir es no tener prisa, contemplar las cosas, prestar oído a las cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión, no decir mentiras, compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen, no contestar que sí ni que no sin haber contado antes hasta cien como hacía el Pato Donald… Vivir es saber estar solo para aprender a estar en compañía, y vivir es explicarse y llorar… y vivir es reírse…”

Carmen Martín Gaite

Nació como Eduardo Rondón en los años veinte en San Fernando en Cádiz. De infancia difícil en el seno de una familia obrera, se refugia como monaguillo donde será objeto de abusos. Se alista al ejército en el Sáhara y luego, huye a París dejando una España franquista y reaccionaria. Allí trabajará para Cocteau y François Sagan y se convertirá en el transformista Gilda Love, que lo lleva a Barcelona en la década de los sesenta y setenta en un espectáculo que se convierte en la sensación de Barcelona. Gilda Love es el último transformista de la Barcelona más underground y canalla.

Cantando en las azoteas no hace un recorrido por la larga y novelesca vida de Gilda Love, sino que se centra en el aquí y ahora. La cotidianidad de un nonagenario, que vive con pocos recursos en el barrio del Raval, que sueña con volver a actuar, y las circunstancias le obligan a cuidar de una niña. El cineasta Enric Ribes (Barcelona, 1989), a pesar de su juventud, alberga una larga trayectoria junto a Oriol Martínez con el que dirige varios cortos como Take Me to the Moon (2014) y Xong Di (2016), sobre la intimidad de las colonias textiles de China, y largometrajes como Glance Up (2014), sobre un deportista discapacitado, y The Peach Blossom Garden (2016), sobre el sueño de un paraíso perdido en China. En solitario Ribes dirige Greykey (2018), retrato contado por la hija de un guineano-español superviviente de Mauthausen, galardonado internacionalmente, y producido por Valérie Delpierre, al igual que su opera prima en solitario, el mismo viaje que hiciera con Carla Simón y Pilar Palomero, que nace del proyecto de un corto documental para convertirse en una mirada tierna y humana de Gilda Love, y lo hace con un magnífico guion que firma Xènia Puiggros (productora entre otras de La mujer ilegal, de Ramón Termens y Voces rotas, de Héctor Faver), en el que colabora el propio director y ha tenido como consultora a Isa Campo.

Una historia desde la intimidad de Gilda Love, y siguiendo una trayectoria que continua anclada en el retrato ,en un ejercicio muy interesante en el manejo del archivo, que hay muy poco, en ese ejercicio de mirar al otro, de penetrar en su intimidad, de entrar en lo doméstico, en filmar a su personaje en la cotidianidad de su vivienda con sus quehaceres diarios, comprar gas, cuidar de sus plantas, maquillarse y vestirse frente al espejo como hacía antes, tender la ropa en la azotea mientras canta recordando como lo hacía su madre, escuchando y tarareando sus actuaciones, y de repente, la aparición de Chloe, una niña de dos años, con un padre en la cárcel y una madre haciendo la calle, que se quedará con Gilda como antaño hizo con otros niños. Una relación que no solo recuerda a aquella otra de El chico, de Chaplin, una película que tiene más de un siglo de existencia, sino que ejerce como faro para hablarnos de todo aquello que vemos y no vemos de singular personaje. Una exquisita, cálida y naturalista cinematografía de Anna Franquesca Solano, a la que Ribes recupera de sus trabajos anteriores, amén de realizar una carrera en el cine independiente estadounidense con títulos tan loables como Indiana, de Toni Comas, o The Farewell¸de Lulu Wang, entre otras.

El director catalán reúne su relato en unos especiales y auténticos setenta y ocho minutos en un gran trabajo de edición que firman Guillermo Irriguible, que ya estuvo en Greykey, Queralt González, con experiencia en series como Sé quién eres, Vida perfecta y Hache, entre otras, y Sofi Escudé, que ha trabajado con Mar Coll, Liliana Torres y Pilar Palomero, entre otras. Ribes sin alardes ni subrayados, construye una excepcional película que aborda temas tan universales como la vejez, las personas mayores del colectivo LGTBIQ+, la soledad, la dignidad de ser diferente y seguir defendiéndolo y aceptándose, y sobre todo, la bondad, ese valor humano en vías de extinción, una obra que le acerca a aquella bondad y humanismo que tanto declamaban cineastas como el citado Chaplin, Renoir, Rossellini, Kiarostami, Kaurismäki, entre otros, donde lo humano y la cercanía con el otro es esencial para seguir viviendo con dignidad y orgullo, y Gilda Love es todo un ejemplo en ese sentido, porque como dice ella todo lo ahce de corazón y sin esperar nada, sintiéndose útil y siendo generosa, como la misma actitud que tenía el anciano de Umberto D, de De Sica, que a pesar de las injusticias que soportaba y no tener nada, se mostraba bondadoso.

Ribes nos ofrece un hermosísimo canto a la vida, al amor y a resistir como forma de ser, mirando a su personaje desde la honestidad, sin caer en el sentimentalismo ni la condescendencia, mirando por la mirilla, sintiéndose uno más de su vida, alguien que mira y filma, siempre desde la sinceridad, mostrándolo todo y haciéndolo de forma tierna y sensible. El director barcelonés ha creado una película muy sencilla, y tremendamente honesta, una obra auténtica, de verdad, que emana vida y humanidad por sus cuatro costados. Un relato sobre alguien que tiene una actitud de rebeldía y dignidad ante la vida, que a sus más de noventa años, sigue en pie, en la lucha, siendo una persona que nunca se rendirá, que seguirá dando guerra, porque solo las cosas que nos importan, hacen que seamos reales, como Cantando en las azoteas, que no solo nos descubre a un personaje-persona de una Barcelona desaparecida, sino que nos abre los ojos para que volvamos a sentir valores que parece que la sociedad consumista e individualizada ha desterrado, valores como la dignidad, la bondad y la resistencia, valores que nos hacen humanos, al fin y al cabo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Valérie Delpierre

Entrevista a Valérie Delpierre, productora de “Verano 1993”, de Carla Simón. El encuentro tuvo lugar jueves 29 de junio de 2017 en la oficina de la productora Inicia Films en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Valérie Delpierre,  por su tiempo, generosidad y cariño, y a Montse Pedrós de Inicia Films, por su amabilidad, paciencia, atención, generosidad y cariño.

Verano 1993, de Carla Simón

LA NIÑA QUE NO PODÍA LLORAR

Érase una vez, en un pasado no muy lejano, una niña que se llamaba Frida. Frida tenía 6 años y vivía en la ciudad con su madre y abuelos. Un día, su madre murió, pero Frida no podía llorar, no le salían las lágrimas. Entonces, se fue a vivir con sus tíos y su prima Anna a un pueblo rodeado de montañas. A partir de esta premisa, la película se abre de manera concisa y elocuente, situándonos en la noche de San Juan, donde niños y mayores disfrutan de los petardos y la música. Frida, a la que vemos de espaldas, en mitad de la noche, observa a su alrededor, un niño se le acerca y le suelta: ¿Y tú, perquè no plores? Frida no contesta. A raíz de esta dicotomía, subyace toda la propuesta de la opera prima de Carla Simón (Barcelona, 1986) en la que nos invita a recordar su infancia, a volver a aquel verano de 1993, cuando su vida cambió, su vida dio un giro de 180 grados para recomenzar de nuevo, con otra familia, sus tíos Marga y Esteve, y su primita Anna, y en otro ambiente, una masía en mitad del bosque, y con los recuerdos de su vida hasta ese instante. Simón ya había explorado la memoria de su familia en sus anteriores trabajos, en Lipstick (2013) filmada en inglés, abordaba el vacío que dejaba el fallecimiento de la abuela en el entorno familiar, en Las pequeñas cosas (2014) la relación difícil entre una madre e hija, y finalmente, en Llacunes (2016) ejercicio que, a través de un tratamiento experimental, donde construía un dialogo con la memoria de su madre.

La directora catalana se sumerge en su propia vida para contarnos ese tiempo de tránsito, ese tiempo de duelo, en el que Frida deberá enfrentarse a ella misma y al entorno que la rodea, a mezclarse con ese paisaje hostil, y a la memoria de su madre, y el lugar y la familia que deja en la ciudad. Simón mezcla con sabiduría las emociones complejas y extrañas que va experimentando la niña con la época estival, en la que se suceden los diferentes juegos, los baños en el río, los disfraces, la bicicleta, las visitas a la piscina, la diversión en la plaza corriendo y trotando, perderse por el bosque, visitar la huerta y coger coles en vez de lechugas, arreglar la bicicleta, bailar al son del ritmo de moda, disfrutar dels “gegants i capgrossos” y bailar en la verbena de “Festa Major” etc… La experiencia de la vida durante la infancia en verano, en la que la alegría y la diversión forman parte de nuestro mundo, confundido con la tristeza por el dolor, en el que la ausencia y la pérdida van apareciendo en forma de actitudes extrañas que va manifestando Frida, en mostrarse hostil con ciertas cosas, imponer su criterio y engañar a su prima pequeña Anna, y sobre todo, sentirse que no pertenece a ese mundo, un mundo que se le ha impuesto, al que quiere abandonar, volver al piso que compartía con su madre, regresar con la que considera su familia de verdad, que le regalaron la hilera de muñecas que custodia celosamente en el quicio de la ventana, o el intento de fuga en mitad de la noche, o  los instantes que reza frente al altar en un hueco en el bosque, por indicaciones de su abuela (como cuando Wayne le hablaba a la tumba de su mujer en La legión invencible).

Simón logra una película bellísima, logrando capturar la vida en su esencia, con sus pros y contras, acercándose a la infancia quebrada, desde la delicadeza, mostrándose sensible a lo que nos cuenta, sin nunca caer en la excesiva dramatización, apenas hay música añadida, la que escuchamos forma parte del ambiente, como esa música de saxo que entra en los encuadres de forma suave. Simón nos cuenta un drama, donde la muerte tiene una gran presencia, la ausencia de la madre, sí, pero lo hace desde la vida, desde la alegría de vivir, en una cinta luminosa, divertida, pero también oscura, en el que Frida a veces se muestra cariñosa y alegre, y en otras, ausente, como en otro lugar, ensimismada en otro tiempo. Los tíos, Marga y Esteve (magníficos Bruna Cusi y David Verdaguer, demostrando con creces que tenemos intérpretes de gran altura para rato) intentan aportar calor y hogar a Frida, ellos también tienen que adaptarse a la nueva vida, a las emociones contradictorias y extrañas de la niña, a su duelo, a su incapacidad de llorar, a extraño comportamiento, a no entender que el mundo, y sobre todo, la vida nos tiene reservadas situaciones que nunca entenderemos, y más cuando somos niños.

Simón ha parido un cuento enorme, de concisión narrativa y argumental, en el que todo se cuenta a fuego lento, en el que su encuadre, de espíritu libre, se sustenta en la mirada de Frida, en su mirada triste y alegre, en esa complejidad emocional que atraviesa a la niña, y a todos los que le rodean, a su nueva familia, y a la otra que ha dejado, con la que quiere volverse, detener el transcurso de la vida, y sentir que nada ha cambiado, que todo puede volver a ser como antes, deseos insatisfechos de una niña demasiado pequeña que todavía no comprende ciertas cosas y que siempre pregunta por el estado del piso de la ciudad a su tía. Simón nos invoca a otros niños y niñas huérfanos, desamparados y perdidos como los Edmund Kohler, Antoine Doinel, la Paulette (de Juegos prohibidos, con la que guarda cierto paralelismo en muchos aspectos), la Dorothy de El Mago de Oz o la Alicia que se veía sorprendida en el país de las maravillas, o el François de La infancia desnuda, al que le costaba adaptarse a los ambientes familiares, o aquellos rubios que nutrían la memoria de Albertina Carri, o ciertos ambientes y vacíos que experimentan los del cine de Lucrecia Martel.

La cinta de Simón recuerda a aquel cine español de inicio de los setenta en el que autores como Saura o Erice recordaron su infancia, aquella fracturada por la guerra, como el Luis de La prima Angélica, o las Ana, tanto de El espíritu de la colmena, como de Cría Cuervos, niñas que se veían sometidas a la ausencia y la pérdida de un mundo infantil que dejaba paso a un tiempo de incertidumbre, de extrañeza, donde los sueños se convertían en pesadillas, y los monstruos hacían acto de presencia. Y no sólo en planteamientos narrativos, sino en métodos de producción, muy propios de la factoría Querejeta, como rodear a la debutante Simón con profesionales reconocidos como Santiago Racaj, en labores de cinematografía (en un trabajo excelso de naturalismo y detallista, que recoge los instantes fugaces de la vida) o Eva Valiño en el sonido, sin olvidarnos de la interesante labor de Ana Pfaff en montaje. Una fábula intimista y pedagógica, en el que las niñas Laia Artigas como Frida y Paula Robles como Anna, dos niñas en estado de gracia, trasnmitiendo esa naturalidad y vida que traspasa la pantalla, que nos ayudan a vivir esta historia real como parte de nosotros. Un cuento de verano sencillo y honesto, sobre todo lo que fuimos, sobre la pérdida y el dolor de cuando somos niños, cuando el mundo es un lugar inmenso por descubrir y descubrirnos, cuando todo está por hacer e inventar, cuando la vida nos coloca en lugares que no deseamos, cuando las cosas se rompen, y debemos pegar los trozos, volver a hacer, volver a nacer, enfrentarnos con nuestro pequeño mundo e inmenso a la vez, en ese tiempo de juegos, imaginación y diversión,  pero también, de pérdida, oscuridad, dolor, ausencia, en una celebración de la vida, de su alegría y tristeza, de lo que amamos y odiamos, de  lo que reímos y lloramos.